5. El puente Pluma Negra

Los miembros supervivientes del grupo del valle de las Sombras formaban una hilera sobre el puente, con los arcos preparados. Kelemvor estaba junto a Yarbro y los dos hombres miraban el Ashaba. Se acercaba velozmente un esquife, en cuyo interior se agitaban frenéticamente tres personas.

—¡Miradlos! —gruñó Yarbro, y los músculos de sus delgados brazos se tensaron mientras se preparaba para disparar una flecha—. Están intentando dar media vuelta, pero no podrán hacerlo en esta parte del río. La corriente es demasiado rápida.

El guardia estaba pálido y tenía los ojos inyectados en sangre. Temblaba de excitación y una mueca aparecía en las comisuras de sus labios.

Había llegado el momento de matar.

—Los veo —dijo Kelemvor. Abajo, en el río, Medianoche, Cyric y Adon se debatían para llevar la barca a la orilla. El guerrero echó una ojeada al puente. La actitud de los demás hombres era idéntica a la de Yarbro, todos con los arcos preparados para disparar, sin apenas poder ocultar su regocijo—. ¡Que nadie dispare hasta que yo lo ordene!

Algunos de los hombres del valle se echaron a reír. Yarbro se volvió bruscamente hacia el guerrero.

—Ya no estamos bajo tu mando. ¡Los hombres seguirán mis órdenes!

El sudor corría por el rostro de Kelemvor.

—Nuestras órdenes son las de capturar a los prisioneros, no las de matarlos apenas los tengamos a tiro.

—A menos que no haya otra alternativa —dijo Yarbro con un áspero gruñido, para luego volver a mirar al río—. ¡Si no quieres que te llene el cuerpo de flechas, te sugiero que cojas un arco o desaparezcas del puente!

La barca se agitaba violentamente en medio de la corriente, mientras los fugitivos trataban infructuosamente de hacer girar la agitada embarcación. Kelemvor miró en silencio a Medianoche y sintió una extraña presión en el pecho.

«¡No puedo hacerlo! —maldijo el guerrero para sus adentros—. No puedo dejar que estos lunáticos hagan daño a mis amigos… y a mi amor».

Jorah, a unos cuantos metros de Kelemvor, se estaba riendo con ganas.

—Dejad que lleguen a la orilla… si pueden. No quiero que el río los arrastre después de haberles disparado. Podemos hacerlos disecar y colgarlos como espantapájaros en la carretera de Zhentil Keep.

Bursus y Cabal se echaron también a reír e hicieron gestos de aprobación con la cabeza.

—Así se enterarán todos los canallas zhentileses que tengan intención de volver a atacar el valle de lo que haríamos con ellos —dijo Bursus. A continuación, el arquero herido se acercó cojeando a Jorah y le dio una palmada en el hombro.

—Acabemos con ellos ahora mismo —sugirió Mikkel que, mientras observaba su esquife de pesca, recordaba los innumerables días que había pasado en aquella barca con su socio.

Ahora el esquife estaba a tiro de flecha. Los cazadores de hombres vieron a Adon ponerse de pie y agarrar el brazo de Cyric. El ladrón arremetió contra el clérigo y éste se cayó. El joven clérigo se golpeó duramente contra el borde del esquife y Medianoche y Cyric no pudieron mantener el equilibrio cuando la barca empezó a balancearse para acabar zozobrando.

Medianoche gritó cuando cayó al agua, luego se hundió como si le hubieran atado un gran peso al cuerpo. Cyric cayó al otro lado y, dominado por la corriente, empezó a ser arrastrado río abajo.

—¡Fuego! —gritó Yarbro, y una lluvia de flechas se estrelló en el río alrededor de la barca volcada.

—¡No! —gritó Kelemvor, pero era demasiado tarde.

Medianoche y Adon habían desaparecido de vista y Cyric se hundía y reaparecía en medio de la fuerte corriente. El ladrón trató de bucear bajo la superficie del agua, pero era imposible con aquella corriente. De la orilla sobresalían las ramas esqueléticas de un gran árbol caído en el río y el ladrón logró agarrarse a una de ellas cuando pasó por delante. El ladrón estaba colgado encima de la rápida corriente del Ashaba, cuando más tarde una flecha se estrelló contra el agua pasando a sólo unos centímetros de su rostro. Cyric soltó instintivamente la rama y se hundió bajo la superficie.

Bajo el agua, Medianoche agitaba brazos y piernas presa de un pánico frenético. De pronto, una silueta grande surgió de la oscuridad cerca de ella. El clérigo llevaba una de las talegas en la mano izquierda y nadaba en dirección a la maga. Tenía los ojos desorbitados por el miedo.

Medianoche comprendió que se ahogarían si no hacía algo. La maga alargó una mano en un intento de cogerse a algo que hubiese en el fondo y que fuese susceptible de detener su marcha río abajo. Allí encontró un puñado de juncos. Sin apenas ser consciente de ello, un hechizo acudió a su mente.

Después de dominar todos sus temores, Medianoche recitó mentalmente el breve conjuro mientras tiraba de un junco del lecho del río. Antes de tener ocasión de volverse y lanzar sobre Adon el conjuro para poder respirar en el agua, apareció una enorme y brillante esfera de aire a su alrededor. Aquella concha también rodeó a Adon, que ahora estaba tumbado boca abajo, jadeante.

—Gracias, Medianoche —dijo el clérigo en un quejido, para luego agitarse desde su posición como estaba—. Te debo la vida…, por segunda vez. —La maga sonrió débilmente, luego, cuando la burbuja empezó a moverse dando tumbos y subió a la superficie del río, apareció una expresión de desconcierto en su rostro y se puso de rodillas.

—¡Mystra, ayúdame! —exclamó la maga cuando levantó la vista y vio el puente a sólo unos veinte metros de distancia. Las flechas volvían a llover desde el puente y oyó los juramentos de los hombres del valle cuando las flechas rebotaban inofensivas sobre la esfera.

En el puente, Kelemvor se apartó de los otros hombres. El guerrero vio a Yarbro echar pestes y pasearse, frustrado, por el puente a grandes zancadas, sin dejar de dar órdenes a los otros hombres del valle. El grupo había degenerado en una banda de asesinos que poco se diferenciaban de los orcos que los habían atacado cerca de la Roca Vertical. El guerrero se relajó ligeramente; Medianoche había logrado salvarse y, al hacerlo, había evitado que él tuviera que actuar.

Cuando la esfera pasó bajo el puente, cerca de la orilla meridional, uno de los arqueros corrió a coger una piedra grande. Cuando la esfera salió al otro lado del puente, él estaba esperando con la piedra levantada sobre su cabeza.

Medianoche levantó la vista cuando pasó bajo el puente, vio a Kelemvor asomado desde el pretil y le dio un vuelco el corazón. Aunque sólo por un instante, la atención de la maga se concentró completamente en su antiguo amado y, cuando la gran piedra se precipitó en su dirección, fue cogida por sorpresa. La piedra rebotó en la superficie de la esfera, pero Medianoche perdió la concentración necesaria y la esfera desapareció en un santiamén. La maga y el clérigo se hundieron en el agua, muy cerca de la orilla pero también muy cerca del puente.

«¡Tengo que ayudarla!», pensó Kelemvor desesperadamente cuando vio que la esfera desaparecía. Un momento después el guerrero estaba lanzando un grito espantoso y estridente. Los hombres del valle dispararon una lluvia de flechas a Medianoche y a Adon, pero la distracción que había causado el espeluznante aullido de Kelemvor alteró su puntería. Tres de los hombres se volvieron a tiempo de ver el peto de Kelemvor caer ruidosamente sobre el puente. Mikkel y Yarbro estaban demasiado concentrados en sus presas para haberlo advertido.

Jorah, Cabal y Bursus se quedaron mirando cómo Kelemvor lanzaba un largo y profundo aullido y se desgarraba el rostro con los dedos. Luego advirtieron que la piel del guerrero se estaba rizando. Era como si dentro de él hubiera algo que estuviese luchando por salir del cuerpo humano. Kelemvor se dejó caer sobre las rodillas, echó la cabeza hacia atrás y volvió a gritar, mientras su pecho se abría y surgían las patas de un animal negro de piel brillante.

Daba la impresión de que la cabeza de Kelemvor se desprendía de su cuerpo y, seguidamente, su piel se desgarraba violentamente. Cuando la cabeza de la pantera salió a sacudidas de la carne humana, aparecieron unos brillantes ojos verdes y unas fauces abiertas llenas de dientes afilados. Poco después, todo lo que quedaba de Kelemvor eran unos trozos de carne ensangrentada que no tardó en disolverse. El guerrero lo hizo para ayudar a Medianoche sin recompensa aparente, y la maldición se puso de manifiesto.

—¡Redúcelo o mátalo! —gritó Yarbro sin volverse.

El joven guardia estaba apuntando a la cabeza de Medianoche mientras ésta subía a la orilla sur a gatas. Una gran alegría se apoderó de Yarbro y se deleitó un momento con la idea de que la suerte de la hechicera estaba en sus manos, que él era su juez, su jurado y su verdugo. «Y la sentencia es la muerte», pensó Yarbro mientras daba firmeza a los brazos y se preparaba para lanzar la flecha mortal.

De repente, Yarbro oyó un rugido increíble y bestial detrás de sí y, sorprendido, dio un respingo. A pesar de la distracción, disparó la flecha, que voló sobre la cabeza de Medianoche pero sin causarle daño alguno. El joven guardia se volvió y vio a la pantera; por un momento pensó que, aunque despierto, era víctima de una pesadilla, que su falta de sueño le estaba haciendo una jugarreta. Sin embargo, los compañeros que estaban junto a él miraban al furioso animal con una expresión de incredulidad que rivalizaba con la suya.

Yarbro y Cabal estaban entre la pantera y los demás hombres del valle, que ahora retrocedían nerviosos hacia el extremo norte del puente. El joven guardia se dio cuenta de que, si bien los restos de ropa y la armadura del guerrero, manchados de sangre, estaban amontonados junto a la pantera, no se veía a Kelemvor por ninguna parte.

Yarbro se fijó en los relucientes y profundos ojos verdes del animal. Se parecían mucho a los de Kelemvor, es verdad, y, en aquel momento, el joven guardia comprendió que, por muy imposible que pudiera parecer, Kelemvor y la pantera eran una misma cosa. Cuando el animal se abalanzó sobre Cabal, que era el que tenía más cerca, Yarbro saltó por encima de la barandilla del puente y se zambulló en el Ashaba para ponerse a salvo.

La pantera desgarró las carnes del arquero de mayor edad y los gritos de clemencia del hombre resonaron en el puente Pluma Negra y en el río Ashaba. Los dos arqueros que quedaban, Bursus y Jorah, levantaron los arcos y avanzaron hacia la pantera. Mikkel, por su parte, se había quedado paralizado por el terror y su arco colgaba de su costado. La pantera levantó bruscamente la vista de su festín bañado en sangre y, como si presintiese sus intenciones mortales, se abalanzó hacia Bursus y Jorah.

Con manos temblorosas, Jorah apuntó y disparó la flecha, que voló alto y, después de desplazarse por el suelo del puente, se detuvo a unos treinta metros de distancia. El arquero delgado y de cabello castaño rojizo cogió otra flecha, pero no llegó a tener ocasión de dispararla.

Junto a Jorah, Bursus se apoyó sobre su pierna herida para mantener el equilibrio y trató de no perder la calma cuando la brillante e imponente pantera se lanzó en su dirección. El arquero de ojos negros logró tener al animal en su campo de visión, le apuntó a los ojos y disparó la flecha. La pantera hurtó el cuerpo hacia la derecha en el último momento, en el instante mismo de saltar sobre Jorah. El brillante animal derribó al arquero con su peso y luego le hincó los dientes en la garganta.

Bursus empezó a retroceder, sin dejar de mirar aterrorizado al animal y tratando de coger otra flecha. Con las manos temblorosas como si le hubiese dado un ataque de perlesía, el arquero de ojos negros encontró una flecha en el preciso momento en que la pantera levantaba la vista del hombre muerto que tenía a sus pies. Bursus dejó de retroceder y se dispuso a disparar, con la flecha apuntada a los ojos del animal. Sin embargo, antes de que Bursus pudiese lanzar la flecha, la pantera volvió a gruñir y el hombre del valle vio sangre y trozos de carne en sus fauces abiertas. El terror que le produjo esta visión lo dejó paralizado y ese momento de vacilación fue aprovechado por el animal para apartarse de un salto del cadáver de Jorah. El arquero de ojos negros vio la enorme zarpa del animal levantarse sobre su rostro y luego su mundo se convirtió en tinieblas.

Mikkel retrocedió unos pasos en dirección al extremo norte del puente, huyendo de la carnicería. Se alejaba firme aunque lentamente de la pantera, con el arco en un costado. Sin embargo, apenas había recorrido unos cuatro metros en dirección al extremo del puente cuando la pantera se volvió y lo miró.

El monstruo de ojos verdes se fue acercando silenciosamente al pescador, con el cuerpo sacudido por la excitación. El hombre del valle irradiaba pánico y el olor de su miedo estimuló los sentidos del animal y lo llenó de una rabia todavía mayor.

Mikkel dejó caer el arco y se alejó hacia el extremo del puente. La mirada de la pantera seguía los movimientos del pescador calvo y de piel enrojecida cuando el brillante pendiente en forma de prisma llamó su atención. Con su limitado intelecto perdido en aquel despliegue multicolor de luz, a medida que la pantera se iba acercando al brillante objeto, su rabia se fue desvaneciendo.

Mikkel advirtió que la pantera se desplazaba ahora más despacio en su dirección, echó a correr y saltó por encima del pretil del puente. Después de un último resplandor de luz procedente del pendiente en forma de prisma, el hombre desapareció. La pantera se precipitó al borde mismo del puente y colocó las patas delanteras sobre la barandilla en busca de su presa, pero el hombre del valle había desaparecido, perdido en medio de la violenta corriente del río. El animal rugió y se sentó sobre las patas traseras.

Medianoche y Adon, que estaban entre los árboles que había más allá del extremo sur del puente, se estremecieron al oír rugir a la pantera a sólo unos doce metros. Estaban agazapados bajo un árbol y escudriñaban el agua en busca de algún rastro de Cyric. De rugidos de rabia, los aullidos de la pantera se convirtieron en bramidos de dolor y la inquietud de Medianoche por su propia supervivencia y la creciente pena por la aparente muerte de Cyric quedaron en último término ante la preocupación por Kelemvor, y fue entonces asaltada por una oleada de culpabilidad, que llenó su espíritu de un espantoso malestar. «¡El hombre que me rescató de la torre Inclinada está probablemente muerto y yo estoy más preocupada por ese mercenario licantrópico que ha estado al mando de la cacería organizada por los hombres del valle para darme caza!», maldijo la maga para sus adentros.

—Cyric —murmuró Medianoche suavemente a la vez que se cubría el rostro con las manos—. ¡He dejado que muriera! ¡Habría debido salvarlo! Habría debido…

—No te castigues por ser humana —susurró Adon en tono cariñoso—. Has hecho lo que has podido.

El clérigo rodeó los hombros de Medianoche con su brazo. En el puente, la pantera volvió a bramar.

—¡Kelemvor! —exclamó Medianoche, luego apartó a Adon y se puso de pie.

El joven clérigo cogió a la maga por el brazo y la obligó a volver a sentarse.

—¡No vayas! —resolló Adon—. Mientras no salga de ese estado no podemos enfrentarnos a él. No podemos hacer otra cosa que esperar.

Y así, Medianoche y Adon se quedaron esperando en el bosque, temblando dentro de sus ropas empapadas. A pesar de que le atormentaba el sentimiento de culpa por la pérdida de Cyric y aunque ansiaba aliviar el dolor de Kelemvor, Medianoche sabía que Adon tenía razón. A veces los acontecimientos se escapan al control de uno y no hay nada que hacer, ninguna forma de ayudar.

No se podía hacer más que esperar a que las cosas se arreglasen por sí mismas.

Medianoche, volviéndose hacia el clérigo desfigurado, pensó que ojalá pudiese por lo menos conseguir que Adon apreciase lo sensatas que habían sido sus palabras. El clérigo estaba acurrucado contra un tronco podrido, con los ojos cerrados como si estuviera soñando. Sin embargo, Medianoche pudo adivinar por la expresión dolorida de su rostro que estaba volviendo a ver la muerte de Elminster en el templo. Se le ocurrieron una docena de formas de iniciar una conversación con él, pero las rechazó todas por artificiales o melodramáticas.

Finalmente, puso una mano en el hombro del clérigo. Cuando él la miró, la maga sonrió con calor y le dijo:

—¡Adon, tienes que dejar de atormentarte por lo que pasó en el templo de Lathander!

Adon la miró de soslayo, volvió la cara, apoyó las rodillas dobladas contra su pecho y luego se envolvió las piernas con los brazos.

—Tú no sabes nada de lo que pasó —murmuró Adon, balanceándose hacia atrás y hacia delante y con la vista fija en el agitado río.

Medianoche suspiró y se dejó caer junto a Adon.

—No sabemos si el sabio anciano murió en el agujero. Tal vez Elminster se salvó —susurró la maga mientras acariciaba la espalda del clérigo—. Lhaeo parecía estar convencido de que su maestro estaba a salvo. Sólo por ello deberíamos albergar cierta esperanza.

Como Adon no reaccionó a sus palabras, Medianoche puso una mano bajo la barbilla del clérigo y lo obligó a mirarla a los ojos.

—La esperanza debe bastarnos, Adon… a ambos. —La pantera volvió a rugir y de un ojo de Medianoche brotó una lágrima—. ¿Acaso no es lo único que nos queda a todos nosotros?

Adon la miró a los ojos.

—Pero Sune…

—Lo sé —dijo Medianoche con suavidad—. Es duro admitirlo. Cuando Mystra murió…

Adon apartó a Medianoche y se puso en pie de un salto.

—¡Sune no está muerta! —bramó el clérigo, y luego se alejó de la maga.

—Yo no quería decir que estuviese muerta —dijo Medianoche con voz entrecortada por los suspiros. La maga se levantó y tomó la mano derecha de Adon en la suya.

—Si alguien está muerto, ése soy yo… por lo menos a los ojos de Sune —murmuró Adon. Se pasó la mano por la cicatriz que recorría su rostro e hizo una mueca—. Me he convertido en un hombre maldito como Kelemvor. He sido abandonado por mis actos y esta horrible cicatriz es mi castigo.

—¿Qué actos? —preguntó Medianoche—. Eres el clérigo más leal que jamás haya conocido. ¿Qué has hecho para merecer la cicatriz?

Adon suspiró y le dio la espalda a la maga.

—No lo sé… pero ¡tiene que haber sido algo terrible! —El clérigo se cubrió la cicatriz con la mano y ladeó la cabeza—. Este castigo es lo peor que me podía haber mandado Sune. Yo antes era atractivo, un honor para Sune. Ahora la gente vuelve la cara o se ríe a mis espaldas.

—Yo nunca te he vuelto la cara, Adon —dijo ella con voz melodiosa—, nunca me he reído de ti. Las cicatrices de tu piel pueden curarse y, si Sune no quiere hacerlo, tal vez signifique que no es digna de que la adores. Además, lo que a mí me preocupa son las cicatrices que hay bajo la piel.

Arriba, la pantera volvió a rugir.

Adon se volvió, sus ojos brillaban por la cólera.

—Deberíamos permanecer callados —dijo casi en un susurro—. No podemos permitir que Kelemvor nos oiga.

Medianoche asintió. Era obvio que su comentario acerca de Sune había molestado a Adon y ella no quería llevar la situación más lejos. En cualquier caso, no en estos momentos. Por consiguiente, permanecieron lo menos una hora sentados en silencio, escuchando el murmullo del río y los rugidos de la pantera en el puente. Cuando cesaron los rugidos y gruñidos de la fiera y estuvieron seguros de que el animal había vuelto a convertirse en hombre, Medianoche y Adon salieron de su escondite y se acercaron al puente.

Al ver los héroes la sangrienta carnicería del puente, les dio un vuelco el corazón. Kelemvor estaba tumbado boca abajo en mitad del puente. Estaba desnudo y las greñas cubrían su rostro. Cuatro cuerpos terriblemente mutilados yacían cerca de él. La sangre y los trozos de carne manchaban largos espacios del puente, como si el animal en que se había convertido Kelemvor hubiese arrastrado o zarandeado a alguno de los hombres muertos.

Acudieron a la mente de Adon las imágenes de los clérigos asesinados por los espías de Bane en el templo de Tymora antes de la batalla del valle de las Sombras y sintió que se mareaba. No obstante, el clérigo dominó las náuseas que le subían desde el estómago y sacó fuerzas de flaqueza para lo que sabía debía hacerse. El clérigo se enjugó una delgada película de sudor que cubría su frente y se dirigió al primer cadáver. Cogió al hombre del valle por un brazo, arrastró el cuerpo hasta el borde del puente y dejó caer el cadáver al Ashaba.

—Nuestros cuerpos destrozados van al mar, para que nuestras almas puedan salir huyendo de ellos —murmuró Adon mientras el cuerpo de Bursus desaparecía río abajo—. Que encuentres la paz que te ha sido negada en este mundo.

Mientras Adon seguía con su desagradable tarea, Medianoche arrastró la pesada armadura de Kelemvor hasta donde se hallaba éste, luego se agachó junto a él, pero enseguida corrió al campamento de los hombres del valle a coger una manta y cubrir con ella a su antiguo amado.

—No lo despiertes —dijo Adon mientras arrastraba al segundo hombre del valle hacia el pretil del puente. El clérigo se detuvo un momento y miró a su alrededor—. Espera a que hayamos terminado. Será… mejor así.

Medianoche asintió y luego señaló las dagas que colgaban de las botas del hombre del valle.

—Coge esas armas antes de arrojarlo al río.

Adon resolló y una expresión horrorizada apareció en su rostro.

—No robaré a los muertos.

Medianoche se levantó y se apartó de Kelemvor.

—Cógeles las armas, Adon. Nosotros las necesitaremos mucho más que los animales que viven en el fondo del río.

El clérigo no se movió. Permaneció de pie junto al cuerpo del hombre del valle con la boca ligeramente entreabierta. Medianoche se dirigió a los cadáveres que quedaban y ella misma recogió sus armas. Cuando la maga hubo despojado a todos los hombres de sus armas, Adon pronunció una oración final y arrojó los cuerpos al Ashaba. Aun cuando no sabía si sus palabras tendrían un valor real en el reino que había más allá de la vida, Adon era consciente de que si no los bendecía se arrepentiría toda la vida.

Cuando el último de los hombres del valle fue arrojado al agua, Kelemvor empezó a moverse.

—¡Medianoche! —exclamó Adon desde el extremo del puente, señalando al guerrero.

La hermosa maga de cabello negro volvió junto a Kelemvor y le puso una mano sobre su sudoroso rostro. El guerrero abrió los ojos al instante y cogió la mano de Medianoche.

Un agudo dolor recorrió el brazo de la muchacha.

—¡Kel! —exclamó Medianoche, y trató de liberarse de la férrea mano del guerrero.

Después de un momento de aturdimiento, el conocimiento se fue filtrando en los relucientes ojos verdes del guerrero. Aunque no soltó la mano de la maga, aflojó ligeramente la presión.

—¡Medianoche! —murmuró Kelemvor, con labios temblorosos—. ¡Estás viva! El guerrero aflojó un poco más la mano y Medianoche dejó de debatirse.

—Sí, Kel —dijo Medianoche dulcemente. La maga miró al guerrero a los ojos y vio en ellos dolor y confusión.

Kelemvor apartó la mirada de Medianoche, entornó los ojos hasta cerrarlos casi por completo y se llevó la mano de la joven a los labios.

—He cometido un gran error. He estado a punto de causarte daño.

Adon se acercó al guerrero. Medianoche sonrió y miró al clérigo, pero no dijo nada.

—¿Están… muertos? —preguntó Kelemvor, todavía volviéndole la cara a Medianoche y con los ojos cerrados—. ¿Están todos muertos?

—Había cuatro cuerpos —explicó Adon con voz tenue mientras cubría los hombros del guerrero con la manta—. Hemos visto a otros dos saltar al río durante la lucha.

Kelemvor abrió los ojos y miró al clérigo.

—Adon —murmuró el guerrero—, tú también estás con vida. Me alegro. ¿Y Cyric?

Medianoche movió la cabeza.

—Ha desaparecido en el río cuando la barca zozobró.

Kelemvor levantó un brazo y acarició el cabello de Medianoche.

—Lo… siento —dijo.

Medianoche se volvió a mirar al guerrero, pero éste ya se estaba levantando y examinaba el puente. Kelemvor vio manchas de sangre, las armas amontonadas y su armadura. Nada más.

—Apuesto a que Yarbro ha escapado —aseguró Kelemvor—. Ése todavía acabará con nosotros.

—Fue el primero que saltó del puente —murmuró Adon, para luego tender al guerrero una camisa que Medianoche había cogido del campamento de los hombres del valle—. Lo vi saltar cuando yo llegaba a la orilla.

Kelemvor soltó un juramento.

—Volverá a Essembra en busca de refuerzos o cabalgará hasta la ciudad Valle del Barranco para avisar a sus habitantes de nuestra llegada. En cualquier caso, vamos a tener problemas. A pesar de que Mourngrym les ordenó que os llevasen al valle para recibir allí vuestro «justo castigo», os quieren muertos, a ti, a Cyric y a Adon. —Kelemvor hizo una pausa y se volvió a Medianoche—. Sea como sea, no me cabe duda de que ahora mi nombre estará también en la lista de los culpables.

El guerrero permaneció en silencio mientras se vestía. Una vez vestido, tomó el rostro de Medianoche con ambas manos.

—¿Por qué me dejaste en el valle de las Sombras?

Una repentina oleada de ira se apoderó de Medianoche, que se apartó del guerrero.

—¡Dejarte! ¡Tú te negaste a ayudar a Cyric a rescatarnos!

Cuando el guerrero tendió una mano en dirección a Medianoche, ésta le dio un manotazo y fue a ponerse junto a Adon.

Una risa amarga salió de los labios de Kelemvor.

—¿Esto es lo que te contó Cyric?

Medianoche titubeó un momento. Se apartó el cabello del rostro mientras volvía a sentir el dolor experimentado cuando oyó por primera vez las palabras de traición que había pronunciado Kelemvor.

—Que no podías interferir a la justicia.

Kelemvor hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Cyric escogió bien las palabras, ¿no es cierto? Él te conocía —dijo el guerrero entre dientes, para luego dar la espalda a sus amigos—. Sabía exactamente lo que debía decir para que lo creyeses.

—¿Mentía? —preguntó Medianoche sin aliento—. ¿Tú nunca dijiste esto?

—Lo dije antes del juicio —murmuró el guerrero, y agachó la cabeza—. Yo pensaba que os iban a declarar inocentes. De haber sabido lo que iba a pasar, habría encontrado alguna forma de ayudaros a escapar.

Adon movió la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿No estabas al corriente de los planes de Cyric?

Kelemvor se dio media vuelta, con los ojos inyectados de rabia.

—Por todas las almas del reino de Myrkul, ¿de qué creéis que estoy hablando? —El guerrero respiró hondo—. Cyric nunca me habló de la huida. Me enteré al día siguiente… cuando empezaron a aparecer los cadáveres.

Medianoche y Adon se miraron, atónitos.

—¿Qué cadáveres? —preguntó Medianoche. Un miedo progresivo se iba apoderando de su alma. Supo, incluso antes de que Kelemvor le hablase de los guardias asesinados, que Cyric no le había contado toda la verdad.

Kelemvor, mientras contaba la estela sangrienta de cadáveres que él y Mourngrym habían encontrado en la torre Inclinada, estudiaba el rostro de Medianoche en busca de alguna reacción. El guerrero pensaba que, enfrentada directamente a los asesinatos, la maga no sería capaz de ocultar su culpabilidad. Cuando le explicó los crímenes cometidos la maga palideció y sus ojos revelaron sorpresa y horror.

—No… no sabía nada —tartamudeó Medianoche. Luego volvió a mirar a Adon. El clérigo tenía el entrecejo profundamente fruncido y sus ojos reflejaban el horror que sentía.

Kelemvor suspiró. Se dijo para sus adentros que eran inocentes y, por primera vez en lo que a él le parecían años, se sintió aliviado por haber hecho algo correcto, algo bueno.

—Sabía que así era, Medianoche —dijo finalmente Kelemvor—. Pero ¿no os pareció extraño lo fácil que os resultó escapar?

—Nos dijo que había utilizado la Espina de Gaeus —explicó Adon. Como Kelemvor se le quedara mirando, atónito, el clérigo prosiguió—: Es una especie de arma mágica. Si le clavas a alguien esa espina, que de hecho es como un dardo, hace todo lo que tú le digas.

Kelemvor recordó al joven guardia que se había clavado a sí mismo y se estremeció.

—Imaginamos que había sometido a los guardias mediante esta espina. —Medianoche apretó ambos brazos contra su pecho y al rato se volvió al guerrero—. ¿Estás seguro de que fue Cyric? ¿No pudo haber sido alguna otra persona?

Kelemvor sacudió la cabeza.

—Los dos sabemos que fue Cyric. ¿Qué otra persona pudo haber sido?

—No… no sé. —Medianoche suspiró—. Pero ¿acaso no es posible que lo hiciese otra persona? Pudo haber entrado otro asesino en la torre aquella noche. Tal vez encontró a los guardias medio inconscientes o… —La maga dejó de hablar un momento y respiró hondo—. ¿No pudo haberlo hecho otro de los guardias? Alguno que quisiera encubrir su negligencia. O tal vez que quisiera… No sé lo que podía haber querido… —Los ojos de Medianoche estaban llenos de lágrimas.

Kelemvor tomó a la joven por el brazo, la estrechó contra sí y la mantuvo abrazada mientras desahogaba sus lágrimas. Ella se apartó de pronto bruscamente.

—¡No! —dijo—. ¡No quiero creerlo!

Kelemvor se llevó las manos a los labios.

—Medianoche, los hechos…

—¡No sé nada de los hechos, ni tú tampoco! —exclamó la maga de pelo negro como ala de cuervo—. ¡Me niego a condenar a nuestro amigo como los hombres del valle nos han condenado a Adon y a mí por el asesinato de Elminster!

Adon puso una mano sobre el hombro de la maga.

—Medianoche, tú sabes que fue él. Si tú no lo hubieses detenido, me habría matado a mí también. —El clérigo se volvió al guerrero—. Algo maligno se apoderó de Cyric, Kel. Era como si se hubiese vuelto loco —dijo Adon con voz recia. Luego hizo una pausa y se puso a mirar las aguas agitadas del río—. Quizá sea preferible que haya muerto.

Medianoche se dirigió con paso lento al borde del río.

—No, Adon. Cyric habría vuelto a ser la persona admirable que era una vez hubiésemos llegado a Tantras, cuando hubiese tenido ocasión de descansar. Era una persona buena, tú lo sabes. Lo que ocurre es que nunca tuvo la oportunidad de demostrarlo.

Kelemvor recordó toda la maldad que él mismo había cometido en el pasado, actos que la maldición le había obligado a hacer y actos de los cuales había echado la culpa sólo a la maldición. El guerrero se acercó a Medianoche y la rodeó con sus brazos.

—Quizá tenía miedo de actuar correctamente —dijo en voz baja—. El mismo temor estuvo a punto de impedir que os rescatase.

Kelemvor, que estaba mirando a Medianoche a los ojos, suspiró y se vio obligado a apartar la vista.

—Yo estaba cerca de la torre, esperando el amanecer, esperando volver a verte —le dijo el guerrero—. No sabía lo que iba a hacer, pero sospechaba que, una vez te hubiesen sacado al patio, no sería capaz de detenerme y acudiría en tu ayuda, incluso a costa de mi vida. Esperaba que llegase el momento en que sabría lo que iba a hacer. Luego se descubrieron los cadáveres y me dejé convencer por Mourngrym de que erais culpables, de que tú y Adon habíais matado a Elminster y también a los guardias. —Adon empezó a gimotear suavemente ante las palabras de Kelemvor y éste hizo una pausa—. Era más fácil creerlos a ellos que hacer lo que yo consideraba justo. Después me di cuenta de cómo eran realmente los hombres del valle y, cuando la barca estuvo a la vista, supe que debía tomar una decisión. —El guerrero se volvió y miró las manchas de sangre que salpicaban el puente y añadió—: Reaccioné como sabía que lo haría.

—¿Crees, entonces, que somos inocentes? —preguntó Medianoche con un hilo de voz.

—Sí —murmuró Kelemvor, para luego besar a Medianoche en la boca. Cuando se apartó de ella, el guerrero advirtió que Adon estaba agachado junto al montón de armas que habían cogido a los cadáveres de los cazadores de hombres. De pronto parecía cansado, incluso envejecido—. ¿Qué le pasa? —preguntó Kelemvor.

Medianoche le contó todo lo que había ocurrido en el templo de Lathander, pero sobre todo cómo Adon había intentado salvar a Elminster de precipitarse en el agujero.

—Después de la cicatriz y de no haber podido hacer nada en el templo, Adon está convencido de que Sune lo ha abandonado. Es como si todo su mundo se hubiera deshecho en pedazos —concluyó la maga.

—A pesar de todo, habría tenido que decir algo en el juicio en vuestra defensa —protestó el guerrero—. Su silencio influyó en el veredicto de Mourngrym.

—No le guardes rencor por ello, Kel. Yo no se lo guardo —dijo Medianoche sonriendo—. Además, el juicio ya ha pasado y, después de estar unas horas con él, comprenderás que está pagando el precio por su silencio en el juicio… y mucho más. —La maga se volvió y se encaminó hacia Adon. El guerrero la siguió y ella añadió—: A Cyric le resultaba casi imposible mostrarse amable y misericordioso con él. Si yo puedo perdonarlo, tú deberías ser capaz de hacer lo mismo.

Kelemvor reflexionó sobre las palabras de la maga y, después de ponerse en cuclillas al otro lado del montón de armas, miró al clérigo.

—Adon, nuestras vidas dependen de que podamos contar unos con otros. Nos buscarán como fugitivos.

—Lo sé —dijo Adon, pero no pudo mirar a Kelemvor, sino que siguió jugueteando con una de las armas de los hombres muertos.

—Vamos a ir a Tantras, Adon, pero es posible que los hombres del valle traten de capturarnos. También es posible que intenten matarnos. ¿Arriesgarás tu vida por ayudarnos? —preguntó Kelemvor.

—Mi vida… —gruñó Adon, con voz entrecortada—. En lo que vale, sí, arriesgaré mi vida por vosotros dos. Quizá pueda compensaros por lo que he hecho. —El clérigo alargó la mano y cogió un hacha. Se quedó un momento mirando al arma, luego frunció el entrecejo y la dejó caer—. Encontraré alguna forma.

—Gracias, Adon. Vamos a necesitar tu ayuda —dijo Medianoche, para luego dirigirse hacia el campamento de los hombres del valle. Kelemvor se apresuró a seguirla. Mientras se alejaban, oyeron ruido de metal contra metal, era Adon que iba cogiendo un arma tras otra para volverlas a arrojar al montón.

—Los hombres del valle escondieron los caballos en el bosque cerca del campamento. Debemos coger unos cuantos caballos, cargar algunas provisiones y ponernos en camino hacia Tantras mientras tengamos la oportunidad —dijo el guerrero.

Medianoche se detuvo y se volvió a Kelemvor.

—¿No olvidas algo? —dijo la muchacha. Kelemvor sonrió y movió la cabeza—. Tu recompensa —añadió tajante.

El guerrero se quedó de piedra.

Después de hacer un gesto hacia las manchas de sangre del puente, Kelemvor dijo:

—Me buscarán como criminal por haberte ayudado y por haber matado a estos hombres. La maldición sólo exige un pago si no actúo en mi propio interés. Llevaros a Tantras, donde podremos ocultarnos del largo brazo de los habitantes del valle, e incluso recuperar la Tabla del Destino y librarnos mágicamente de todas las acusaciones, es un acto que redundará en mi propio beneficio. No quiero que mi cabeza tenga un precio para el resto de mi vida, por muy corta que ésta sea. Así no se puede vivir.

—Comprendo —dijo Medianoche, reconciliadora.

Kelemvor frunció el entrecejo y cerró los ojos.

—Ello no cambia lo que siento por ti —murmuró—. Tengo que plantear el problema de esta forma. Además, así se simplifican las cosas.

—Bien, supongo que debemos mantener las cosas a este nivel simple —dijo Medianoche suspirando.

Kelemvor la miró con brusquedad y, por primera vez, vio un asomo de la sonrisa maliciosa que Medianoche tan frecuentemente le había dedicado en su viaje al valle de las Sombras. Se echó a reír y le ciñó con las manos la cintura.

—Ven —dijo, y se encaminaron hacia el extremo del puente.

—¡Adon! —gritó Medianoche—. ¡Nos vamos!

La maga y el guerrero oyeron unos pasos detrás de sí y luego el ruido metálico de acero contra acero y se volvieron; Adon estaba recogiendo el montón de armas que habían dejado caer.

—¡Espera! —exclamó Kelemvor—. Cojamos sólo lo que necesitemos.

El guerrero ya tenía una espada que manejaba con dos manos, pero añadió a su arsenal un hacha, un arco y una aljaba con flechas. Medianoche encontró un par de dagas adecuadas para ella. Adon se quedó mirando la colección, en busca de alguna apropiada. Era muy diestro con la maza de guerra y el mangual. Su orden prohibía las armas de filo cortante y todas las armas que quedaban eran armas blancas.

—Coge algo y lo llevas para nosotros —dijo finalmente Kelemvor, cuya paciencia estaba llegando al límite.

Los héroes no tardaron en dejar el puente e introducirse en el bosque. Al cabo de unos minutos, Kelemvor llevó a sus compañeros hasta el lugar donde los hombres del valle habían atado a sus caballos, pero éstos habían desaparecido.

—¿Estás seguro de que era aquí? —preguntó Adon mirando a su alrededor.

—¡Tienes la prueba delante de tus narices, clérigo! ¡Abre bien los ojos! —bromeó Kelemvor. Adon retrocedió para apartarse del guerrero y Medianoche frunció el entrecejo. Kelemvor carraspeó—. Lo que quiero decir es que se pueden ver los rastros que han dejado los caballos y quienquiera que se los haya llevado, además de las ramas rotas y las huellas. —El guerrero dio un puñetazo a un árbol y soltó un juramento—. Probablemente ha sido Yarbro. Ahora tiene el oro con el que pagó Mourngrym y vamos a tener que ir caminando hasta el valle del Barranco.

Mientras los héroes se preparaban para marcharse del bosque, Adon se debatía con dos pesadas espadas que había encontrado. De pronto apareció un rictus de inquietud en el rostro de Medianoche.

—Adon, ¿dónde has dejado mi libro de hechizos y las cosas que nos dio Lhaeo?

El clérigo dejó caer las espadas y el escudo y dio un paso atrás, presa del pánico.

—Lo… lo he dejado olvidado en el puente —dijo jadeante—. Lo… siento…

Kelemvor bajó los hombros y abrió la boca para vomitar una retahíla de insultos. Cuando vio la expresión de niño asustado en el rostro del clérigo, contuvo su ira.

—Ve a buscarlo —dijo Kelemvor muy despacio, con una voz profunda que temblaba con una rabia apenas contenida.

Adon echó a correr en dirección al puente y el guerrero, después de colocar el arco junto a las espadas que Adon había tirado, se encaminó al puente con Medianoche.

—Está haciendo un esfuerzo, y tú lo sabes —susurró la maga a la vez que rodeaba la cintura de Kelemvor con sus brazos.

—No cabe duda —dijo Kelemvor entre dientes, tratando de no sonreír.

—Y tú también estás haciendo un esfuerzo —dijo Medianoche—, no creas que no me he dado cuenta.

El guerrero y la maga salieron del bosque y vieron a Adon en mitad del puente, echado sobre la talega que había rescatado del río. Estaba rebuscando en el interior, comprobando su contenido.

El guerrero, cerca del extremo norte del puente, llamó a Adon.

—¡Vamos, clérigo! ¡No tenemos todo el día!

Medianoche dio un ligero respingo ante el estallido de Kelemvor.

Adon se incorporó súbitamente, con la bolsa firmemente agarrada. El clérigo miró al horizonte en dirección este y señaló el cielo. El sol estaba detrás de él y, por consiguiente, podía ver claramente tres figuras que volaban al este por el cielo e iban aumentando de tamaño a medida que se acercaban.

—¡Unos jinetes! —exclamó Adon—. ¡Unos jinetes al este!

Kelemvor, todavía en el extremo norte del puente, movió la cabeza.

—¿Qué está…?

Pero entonces el guerrero vio lo que había llamado la atención de Adon. Tres soldados vestidos de negro volaban hacia ellos. Seguían el curso del río y montaban unos inmensos caballos color ébano que iban dejando una pista de fuego en su galopada por el cielo.

En el puente, Adon se quedó clavado al suelo. Cuando los jinetes estuvieron más cerca, pudo verlos con mayor claridad. Las armaduras eran negras, bordeadas de púas afiladas, unos pinchos del tamaño de dagas sobresalían de varios puntos de las armaduras y unos cascos ocultaban los rostros de los jinetes. Sin embargo, los caballos que montaban eran mucho más aterradores que las terribles armaduras de los misteriosos jinetes. Los corceles que los llevaban a través del cielo eran monstruos.

A medida que se fueron acercando, los héroes vieron el arma que llevaba cada uno de los jinetes. Uno iba armado con una guadaña, que blandía en el aire mientras se dirigía al puente Pluma Negra. Otro llevaba unas bolas o pesadas esferas unidas con un cortante alambre de plata. Y el que iba en cabeza, un ejemplar imponente de hombre que parecía hecho para el aterrador caballo que montaba, llevaba una pesada espada negra para dos manos llena de runas color sangre.

Desde el extremo norte del puente, Medianoche gritó:

—¡Corre, Adon! ¡Sal del puente!

Kelemvor cogió a la maga y la arrastró unos pasos hacia el bosque.

—Tenemos que penetrar en el bosque —dijo el guerrero—. Es posible que no nos hayan visto todavía.

La maga clavó los talones en la tierra y se desasió de Kelemvor.

—¡Han visto a Adon! —profirió Medianoche—. ¡No podemos dejarlo!

—Es estúpido sacrificarnos nosotros también. Deja que Adon venga a ponerse a salvo con nosotros, en lugar de meternos nosotros en la boca del lobo con él —adujo Kelemvor.

Gracias a su agudísima vista —el único efecto positivo de su maldición— había distinguido las manchas color carmesí del símbolo de Bane sobre el pecho de los jinetes.

—¡No has cambiado nada! —gritó Medianoche, para luego alejarse corriendo de Kelemvor y meterse en el puente—. ¡Lo único que te preocupa es tu persona!

Los jinetes estaban ahora a quince metros de Adon y se acercaban rápidamente. Medianoche llegaba por el extremo norte, sin dejar de gritar a Adon que echase a correr. El desfigurado clérigo estaba paralizado, aferrado a la bolsa que contenía la esfera ámbar de la torre de Elminster y el libro de hechizos de Medianoche. De su rostro había desaparecido toda expresión y estaba como si fuera una estatua en medio del puente.

Antes de que Medianoche pudiese llegar junto a Adon, lo hicieron los jinetes. El que iba en cabeza, el espadachín, dirigió su monstruo directamente al clérigo, blandiendo el arma delante de él. Unos segundos antes de que la espada atravesase el cuerpo de Adon, el jinete se elevó de repente y su caballo empezó a girar sobre la cabeza de Adon, mientras que los otros dos jinetes se pusieron a volar uno a cada lado del clérigo. El viento azotó el rostro de Adon, pero éste se mantuvo firme. Cuando el jinete pasó volando, la bolsa de lona cayó de las manos de Adon y el joven clérigo se agarró a una de las patas traseras del monstruoso caballo.

—¡Adon, no! —gritó Medianoche, pero era demasiado tarde para detenerlo.

El cuerpo del clérigo fue arrastrado por el aire por encima del puente, y empezó a girar sobre sí mismo mientras volaba por el cielo.

El monstruo que Adon había agarrado dejó escapar un relincho estridente y trató de librarse del clérigo. Las llamas de los cascos del animal bailaban alrededor de las manos de Adon y lo quemaban, pero el clérigo no cejó.

Kelemvor, sólo en el extremo norte del puente, se había quedado paralizado al ver la inesperada actuación de Adon. El guerrero vio que el clérigo no solamente se aferraba al monstruoso animal, sino que además empezaba a trepar por la pata, ajeno a las violentas sacudidas que daba y a los cascos en llamas del caballo.

El olor fétido del pelo de los monstruos casi hizo que Adon soltase al animal cuando empezó a ser elevado por los aires, pero no hizo caso del hedor y centró su atención en cosas más importantes, como ayudar a sus amigos y, quizá, redimirse a sus ojos. Empezó a trepar en dirección al jinete, con la esperanza de tirar al asesino y hacerse con el control del animal.

Sin dejar de volar, Varro, el asesino de la guadaña, se reía ante el espectáculo.

—¡Sácatelo de encima, Durrock! —gritó Varro—. ¡Nosotros capturaremos a la mujer, la vida de ese pobre diablo no tiene importancia!

El otro asesino espoleó a su corcel y pasó como un rayo junto a su amigo armado con la guadaña.

—¡Déjalo con su caza, Varro! —gritó Sejanus, para luego detenerse y ponerse a hacer girar las bolas—. Además, es posible que Durrock quiera conservar al desfigurado con vida. ¡Tienen algo en común!

Durrock, que cabalgaba el caballo al que Adon se agarraba desesperadamente, no quiso saber nada de los comentarios de sus compañeros asesinos. No necesitaba andarse con monsergas, pues su inesperado pasajero estaba completamente a su merced. Y, de ser cierta la información que los espías de la organización Zhentarim le habían enviado mientras volaba hacia el puente Pluma Negra, el clérigo les había servido la victoria en bandeja. Durrock guió a su caballo en círculo para hacerlo volver al puente y se maravilló de la simplicidad de la tarea que tenía por delante.

Encontrar a la maga y a sus compañeros había sido cosa de niños. Se sabía el camino que habían tomado. Todo lo que habían tenido que hacer los asesinos era seguir el curso del Ashaba hasta localizar a sus presas. Mejor aún, cuando Durrock y sus compañeros localizaron a los héroes, éstos no estaban escondidos en la orilla del río, sino sobre un puente, a cielo abierto. Era tan simple como disparar flechas a un prisionero metido en un hoyo.

En tierra se desarrollaba otra escena. Kelemvor corrió junto a Medianoche, pero no lo hizo por razones altruistas. Los asesinos jamás lo dejarían con vida si capturaban o mataban a Medianoche y a Adon. El guerrero estaba simplemente protegiendo su propio pellejo. Mientras meditaba acerca de las alternativas que tenía, el guerrero soltaba maldiciones a diestro y siniestro. Podían haber tenido la posibilidad de luchar contra los asesinos de haber estado a cubierto en el bosque, pero Adon y Medianoche no habían dejado que él decidiese y ahora Kelemvor estaba seguro de que no tardarían en estar todos tan muertos como los hombres del valle.

Junto a Kelemvor, Medianoche se concentraba en el hechizo que estaba a punto de lanzar. Los jinetes se iban acercando y ella sabía que no podía correr el riesgo de causar daño a Adon, de modo que apuntó al jinete de las bolas, el último de la formación que se preparaba para el ataque. El hechizo fue el de una bola de fuego. Delante de las temblorosas manos de la maga apareció una forma de crujiente energía azul y blanca, pero que se desplomó casi al instante.

Dio la impresión de que no sucedía nada más.

Sejanus, que volaba hacia el puente, fue presa del pánico momentáneamente cuando vio a la maga en el puente y se dio cuenta de que estaba tratando de lanzar un hechizo en su dirección. Ella llevó a cabo los complicados gestos y cuando parecía que el hechizo no había salido bien, el asesino se echó a reír, levantó las bolas sobre su cabeza y se preparó para lanzarlas e inutilizar los brazos de la mujer antes de que tuviera tiempo de volver a intentar aquella temeridad.

En el puente, Medianoche observaba atónita la cimitarra en llamas suspendida sobre la cabeza de quien ella quería hacer su víctima. Sin dejar de mirar la espada mágica —si no se equivocaba, el resultado de un hechizo llamado la Cimitarra de Shaeroon—, advirtió que nadie veía que ésta seguía a Sejanus. El hechizo de Medianoche había salido mal y había dado vida a aquella fuerza por equivocación. Pero la maga sabía que podía aprovecharse de aquel error y entornó los ojos para decir en un susurro:

—¡Cógelo!

La cimitarra descendió.

Sejanus, a unos treinta metros sobre el Ashaba y a sólo unos doce metros de la maga, notó en la base del cráneo un dolor punzante que empezó a bajar por su columna vertebral como una llama incontrolada. Aquel dolor agudo fue saliendo de su columna vertebral para penetrar en todos y cada uno de los nervios de su cuerpo. Empezó a sentir espasmos y convulsiones y su caballo, desconcertado ante su agitación, giró en ángulo recto y se lanzó a subir velozmente hacia las nubes.

Mientras el hechizo errante de Medianoche arremetía contra Sejanus, Kelemvor se apartó de la maga de cabello negro como ala de cuervo y se preparó para enfrentarse a Varro, el asesino armado con la guadaña. Después de desenvainar la espada, el guerrero de ojos verdes se dispuso a hacer frente a la furia del jinete sobre su monstruo. Cuando el caballo negro estuvo a unos seis metros de Kelemvor abrió la boca, dejando al descubierto los colmillos, y arrojó una nube de vaho fétido.

A sólo cuatro metros del guerrero, Varro agarró con fuerza la guadaña y se preparó para arremeter contra la espada de su presa con su propia arma. El asesino se inclinó sobre el flanco izquierdo del corcel y éste se arqueó hacia arriba y hacia la derecha. Detrás del asesino, la deslumbrante luz del sol se reflejó en la espada del guerrero y produjo unos destellos. A sólo un par de metros, a punto de partir a su presa en dos, Varro se quedó desconcertado cuando el guerrero dio un salto hacia delante, arremetió con furia sobrehumana su espada contra el arma del asesino, rodó por el puente y desapareció de la vista de Varro. Mientras su caballo se elevaba sobre el puente en dirección este, el asesino miró su arma atónito.

—¡Me las pagarás, perro! —gritó Varro, incrédulo, para inmediatamente arrojar la inutilizada guadaña al río.

El asesino tiró de las riendas de su monstruo y sacó una espada. El monstruoso caballo que montaba giró sobre sí mismo lo más rápidamente que pudo pero, una vez de nuevo en dirección oeste, en dirección al sol, Varro se asombró al ver a Durrock sobre el puente pero sin atacar, simplemente suspendido en el aire. Aquella imagen era a la vez hermosa y terrible, una majestuosa silueta negra contra la deslumbrante esfera del sol. El cuerpo del clérigo colgaba de la mano de Durrock y éste tenía su espada levantada sobre su cabeza.

—¡Se ha acabado el juego! —gritó Durrock—. ¡Varro, quédate donde estás!

Varro clavó sus talones en los flancos de su caballo y el monstruo, después de dar un respingo, se detuvo. En tierra, Kelemvor, con el corazón latiéndole aceleradamente, veía a Medianoche dirigirse al centro del puente Pluma Negra.

El monstruo de Durrock exhaló una nube de vaho y lanzó un bufido. El asesino blandió su espada y gritó:

—¡Rendíos o vuestro amigo morirá! ¡Decidid!

Kelemvor oyó un grito detrás y se volvió. Al este, en el cielo, el tercer jinete, Sejanus, estaba volviendo lentamente hacia el puente.

—¿Qué queréis de nosotros? —gritó el guerrero de los ojos verdes.

El monstruo de Durrock empezó a retroceder y Adon dio unas precarias vueltas en el aire.

—¡No estoy aquí para contestar a tus preguntas! —chilló el asesino—. Lord Bane, el dios de la Lucha, nos ha enviado a buscaros. Estamos aquí para escoltaros y llevaros a una audiencia con lord Black en el valle del Barranco.

—Ah, ¿eso es todo? —preguntó Kelemvor, y acto seguido sujetó su espada con mayor firmeza—. Gracias, pero no podemos. Tendrás que transmitirle mis excusas a Bane.

Durrock soltó a Adon y éste empezó a descender lentamente hacia el suelo. El asesino volvió a agarrar al desfigurado clérigo antes de que éste llegase a tocar tierra.

—¡No tentéis a la suerte, imbéciles! ¡No tenéis elección!

—¡Iremos con vosotros! —gritó Medianoche. La maga levantó las manos, con los dedos cruzados, sobre la cabeza para que los asesinos comprendiesen que no estaba lanzando ningún hechizo—: Habéis ganado.

Kelemvor miró a la maga, luego apartó la vista y fue bajando la espada.

—¡Es una locura! —exclamó el guerrero—. Apenas Bane nos tenga en su poder en el valle del Barranco, nos matará.

Medianoche suspiró y se volvió al guerrero.

—Es posible. Pero no podemos dejar que maten a Adon ahora. Quizá tengamos la oportunidad de escapar más adelante.

—¡Claro! —exclamó Kelemvor—. Es lo mejor que podemos hacer, escapar. ¡Así tendrán el placer de volvernos a cazar antes de matarnos a los tres!

El guerrero se agachó para coger la pesada bolsa de lona que contenía el libro de hechizos de Medianoche.

Ésta no contestó al guerrero, por el contrario, miró a Durrock, todavía suspendido contra el sol, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Estamos preparados —dijo la maga.

Los jinetes empezaron a descender.