El final del bosque estaba a más de una hora de camino, por lo que Kelemvor y sus hombres apenas veían el momento de dejar atrás la marcha lenta que llevaban y los muchos obstáculos que se les presentaban. El sol se levantaba ya sobre el horizonte y los últimos cristales mágicos que Lhaeo había proporcionado a los jinetes se habían apagado. La luz de los cristales había atravesado el velo de la noche y fue la que permitió que Kelemvor y sus hombres se desplazasen todo el rato a lo largo del río. Durante los días transcurridos desde que salieron del valle de las Sombras, los jinetes sólo se habían detenido dos veces para descansar y, en cada ocasión sólo por unas horas.
Kelemvor cogió la bolsita que llevaba atada a su cinturón y la sacudió ligeramente. El tintineo que produjeron las monedas de oro al chocar unas con otras se elevó por encima del ruido que hacían los hombres del valle al abrirse camino por el escabroso sendero. Algunos hombres miraron al mercenario, pero se apresuraron a apartar la vista cuando Kelemvor frunció el entrecejo en su dirección.
Kelemvor, por cuarta vez ese mismo día, se preguntó si Cyric y Medianoche habían recibido tanto dinero como él para luchar contra el valle. Sin duda habían sido pagados cuando estaban en Tilverton.
Después de soltar la bolsa, que se quedó colgando de su costado, Kelemvor observó a los hombres que Mourngrym había designado para perseguir a los criminales. En conjunto, no era un grupo muy notable. El guerrero los veía como a los típicos habitantes de una ciudad agrícola: de miras estrechas pero sinceros. Estos hombres habían hecho muy poco que pudiera impresionar o sorprender al experto aventurero durante el viaje desde el valle de las Sombras, pero esto ya le iba bien.
Lo único que había sorprendido a Kelemvor con respecto al grupo había sido la insistencia de Mourngrym para que Yarbro, el joven guardia que había experimentado una momentánea ojeriza para con Kelemvor y sus compañeros cuando llegaron al valle de las Sombras, se uniese a ellos. Pero, si los cazadores querían alcanzar a los fugitivos, no había tiempo para discutir aspectos personales, de modo que Kelemvor, aunque a regañadientes, había accedido.
«Para una misión como ésta hace falta mucha serenidad de espíritu —le había dicho Mourngrym cuando Kelemvor se estaba preparando para el viaje a caballo en pos de los hasta entonces aliados suyos—. Tu rabia puede cegarte y hacer que te tomes la justicia por tu mano. Quiero que traigáis a los criminales con vida, a menos que no haya absolutamente ninguna otra alternativa». El señor del valle hizo una pausa, pero luego entregó al guerrero una bolsa llena de oro. «Yarbro hará que prevalezca la razón».
Kelemvor dio un bufido. Poner «Yarbro» y «razón» en la misma frase era casi una provocación. El guerrero pensó que lo que ocurría era más bien que Mourngrym pretendía que alguien lo vigilase. Tiró de las riendas y su caballo saltó sobre una rama que había en el suelo. Kelemvor volvió a mirar a su alrededor y suspiró. Por lo menos el resto de los hombres parecía ser gente relativamente de fiar.
El guía escogido por el señor del valle para conducir a los perseguidores a través del bosque se llamaba Terrol Uthor, un veterano de varias batallas contra el drow y un erudito empapado de la tradición del clan de los elfos que ataño habían reivindicado el bosque que rodeaba el valle de las Sombras como suyo. Uthor era un hombre de unos cuarenta años, de corta estatura, fuerte constitución, hombros cuadrados, ojos de un color gris azulado y un cabello negro que llevaba pulcramente peinado hacia atrás.
El único vínculo que unía a los restantes hombres de Kelemvor era el odio para con los fugitivos. Gurn Bestil, un leñador de unos cincuenta años con una melena de cabello blanco, había perdido a su hijo en la flor de la vida en la batalla del valle de las Sombras. Kohren y Lanx eran sacerdotes de Lathander. Kohren era alto y todo lo que quedaba de su pelo oscuro eran unos cuantos mechones. Lanx era de constitución media, con un cabello fino, rubio y ensortijado y unos tristes ojos marrones. Ambos sacerdotes llevaban el blasón de su orden en la ropa.
Bursus, Cabal y Jorah eran soldados que habían visto morir a camaradas y amigos en la reciente batalla. De los tres, Cabal era el mayor, con una barba gris y unas cejas blancas y pobladas. Unos ojos cansados color azabache y una piel muy bronceada distinguían a Bursus. Jorah era delgado y su cabello, que llevaba siempre despeinado, era castaño rojizo. Los tres eran tanto arqueros como espadachines y llevaban arcos y flechas para los otros hombres.
Mikkel y Carella eran los dueños del esquife robado por los fugitivos. Nadie sabía sus apellidos pero, por su aspecto, habrían podido pasar por hermanos. Sus rostros estaban tan quemados por el sol que se habían vuelto rojos y sus cuerpos eran fuertes y armoniosos. Ambos llevaban la cabeza afeitada. Se vestían incluso de forma idéntica. La única cosa que los diferenciaba era el prisma brillante que colgaba de la oreja derecha de Mikkel.
Dado que hasta el momento no se había producido ningún incidente durante el viaje por el denso bosque que flanqueaba el Ashaba, Kelemvor no sabía cómo reaccionarían sus hombres en una contienda. No era su habilidad a la hora de luchar lo que preocupaba a Kelemvor. La batalla contra las tropas de Bane había bastado al aventurero para demostrarle la destreza de los hombres del valle en el momento de la lucha. Sin embargo, el guerrero se preguntaba cómo su grupo de cazadores de hombres actuaría en equipo.
—Hasta que no tropecemos con un grupo suelto de zhentileses, con algún animal salvaje lo bastante temerario como para atacar a un grupo como el nuestro o con los carniceros que estamos persiguiendo, no sabremos cómo lucharán estos hombres —dijo Yarbro sarcásticamente cuando Kelemvor planteó el problema a su segundo en el mando—. Pero yo no me preocuparía de eso. Cuando demos caza a esa bruja y a sus amigos, todos lucharemos con un propósito común.
Kelemvor siguió cabalgando por el bosque con su pequeña tropa, pero la seguridad de Yarbro no había logrado tranquilizarlo. O, tal vez, lo que más perturbaba al guerrero era comprender que el soldado tenía razón, que el odio de los hombres del valle haría que luchasen con un propósito común cuando diesen alcance a Medianoche, a Cyric y a Adon.
Kelemvor apartó esa idea de su cabeza. Se dijo para sus adentros que estaba actuando debidamente. Que lo habían traicionado. Que habían asesinado a gente inocente. Que habían matado a Elminster.
El guerrero espoleó a su caballo y se precipitó sendero abajo. Sus hombres también picaron espuelas a sus caballos y el grupo no tardó en estar fuera del bosque, al borde del campo abierto del valle del Tordo. Hasta aquel momento no habían encontrado rastro del esquife ni de los fugitivos. A menos que la suerte estuviese de su parte o que, sin perdida de tiempo, hicieran algo decisivo, los cazadores corrían el riesgo de perder a sus presas.
—¡Alto! —gritó Kelemvor, y levantó la mano para indicar a su pequeña tropa que parase. Cuando todos los hombres estuvieron lo bastante cerca para poder oírlo, el guerrero añadió—: Tenemos que decidir qué camino vamos a tomar ahora.
—¡Pues seguir el río! —barbotó Yarbro—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? De hecho, discutir esto es una pérdida de tiempo. Tendríamos que atravesar el valle del Tordo lo más rápidamente posible. Es campo abierto y…
—Tomaremos la carretera que va a la Roca Vertical —interrumpió Kelemvor de forma terminante. El guerrero desmontó y estiró las piernas—. Podremos cabalgar más deprisa por la carretera que a campo traviesa.
Gurn se pasó la mano por su cabello plateado.
—Pero la carretera se desvía hacia el norte y luego hacia el este, alejándose del río.
Kelemvor sacó un trozo de carne seca de sus alforjas.
—Para luego ir hacia el sur, hasta el puente Pluma Negra. Sabemos que ellos se dirigen al valle del Barranco, siguiendo el curso del río. No tendrán más remedio que pasar por el puente.
A Yarbro le faltó tiempo para soltar una maldición.
—¿Cómo sabremos que no han pasado ya el puente cuando lleguemos allí?
Algunos hombres murmuraban por lo bajo aprobando las dudas de Yarbro.
—No lo sabremos —dijo el guerrero de ojos verdes, para luego meterse un trozo de carne en la boca y volver a montar sobre su caballo.
—Kel tiene razón —dijo Terrol Uthor por encima del murmullo de quejas de los dos pescadores—. No los alcanzaremos nunca si seguimos el curso del río. Después de haber atravesado el valle, está el bosque hasta el valle de la Contienda, que es muy denso. En algunos momentos hasta tendríamos que desmontar.
Kelemvor sonrió y puso su caballo en dirección este.
—De acuerdo, entonces. Ha hablado nuestro guía.
El guerrero espoleó a su caballo hasta ponerlo a galope siempre en dirección este, hacia la carretera. Algunos hombres miraron a Yarbro, que volvió a maldecir para luego picar espuelas a su caballo y seguir a Kelemvor. El resto de la cuadrilla lo imitó.
Los cazadores de hombres no tardaron en llegar a la ancha y concurrida carretera que iba desde Colina Lejana, en el norte, hasta la gran ciudad de Suzail, en el sur, pasando por Tilverton y Arabel. A Kelemvor le pareció que la carretera tenía el dulce aroma de la libertad. Incluso el humor de los compañeros de Kelemvor mejoró.
Sin embargo, a media tarde, el calor seco del sol había logrado poner fin a todo resto de alegría que los hombres del valle hubieran podido haber experimentado. Como estaba ocurriendo cada vez con mayor frecuencia durante el viaje, los hombres se pusieron a desahogar su malhumor sugiriendo nuevos e ingeniosos medios de tratar a los criminales fugitivos cuando les diesen caza. La imaginación fértil de Yarbro daba cuenta de más de la mitad de ellos.
A medida que transcurría el día, la furia de Kelemvor iba en aumento. El guerrero pensó que si Mourngrym creía que aquellos hombres iban a secundar la idea que él tenía de la justicia era un estúpido. No eran más que una turba sanguinaria dispuesta al linchamiento, tan crueles como los fanáticos de mirada salvaje que en Tilverton habían tratado de matar a Medianoche, a Cyric, a Adon y a él mismo porque pensaban que el dios de los Herreros los quería muertos.
Kelemvor era consciente de que debía recordar a sus hombres las órdenes de Mourngrym según las cuales los prisioneros tenían que llegar con vida al valle de las Sombras, pero no podía. Por el contrario, siguió silencioso y sumido en sus tristes meditaciones con una actitud pasiva ante las fanfarronadas y las amenazas airadas que fue tomada como un consentimiento tácito por su parte. A medida que iba avanzando el día, las historias se fueron volviendo más crueles y más sangrientas.
En un momento dado, el guerrero observó a los hombres que estaban bajo su mando, que se reían obscenamente y no paraban de echar maldiciones, entonces recordó la invectiva de Cyric contra la «justicia» que los habitantes del valle concederían a Medianoche y a Adon y, por primera vez desde que Lhaeo irrumpiera en la sala de Mourngrym, Kelemvor se preguntó si estaba actuando correctamente.
El guerrero estuvo todo el día dándole vueltas y más vueltas al asunto en su cabeza, hasta que finalmente el sol se convirtió en una esfera baja y cegadora a la espalda del grupo perseguidor y las primeras señales del crepúsculo envolvieron la carretera que tenían delante. Hacía unos días que no habían repuesto las provisiones de su reserva de comida y Kelemvor agradeció para sus adentros una tarea susceptible de alejar las mentes de los hombres del valle de sus fantasías asesinas.
El guerrero indicó a la compañía que se detuviese.
—Vamos a buscar provisiones aquí —ordenó el guerrero, y desmontó del caballo—. Quizá la tierra de esta parte de los Reinos no se haya maleado todavía desde que se inició el caos y encontremos algo de caza que nos haga bien a todos.
Después de dividir a sus hombres en tres grupos, Kelemvor se dirigió con Bursus, Jorah y Terrol a la parte meridional del bosque mientras que Mikkel, Carella y Gurn se encaminaron al norte. Yarbro, los sacerdotes de Lathander y el otro soldado, Cabal, se quedaron a vigilar el campamento.
Media hora después, cuando se estaba empezando a hacer de noche y un oscuro velo neblinoso envolvía el bosque, Kelemvor y su grupo aparecieron llevando a un ciervo abatido por una de las flechas de Jorah.
Al cabo de unos minutos, Mikkel y sus hombres aparecieron a su vez procedentes del oscuro y denso bosque situado al norte de la carretera. El pescador llevaba la forma inmóvil de una liebre en la mano. Cuando vio el manjar que había aportado Kelemvor, se desvaneció rápidamente su expresión de triunfo. Los otros hombres se pusieron a reír ante la imagen de Mikkel, solo y decepcionado con su presa, pero luego aceptaron de buen grado que tanto él como el fruto de su caza se uniesen al banquete. Los cazadores de hombres se deleitaron con la carne fresca del ciervo y, después, permanecieron alrededor del fuego en la linde misma del bosque.
Aunque sin haber descansado, pero por lo menos bien alimentados, los hombres enterraron los restos del ciervo y se encaminaron de nuevo a la carretera. Kelemvor percibió durante un rato una camaradería que no había visto hasta aquel momento en aquel grupo sanguinario y dispar de cazadores de hombres. Mientras viajaban en medio de una noche iluminada por la luna camino de la Roca Vertical, intercambiaron historias de aventuras pasadas, reales o imaginarias.
Sin embargo, como siempre, el tema de Medianoche y sus compañeros no tardó en convertirse en el núcleo central de la conversación y el barniz de conducta civilizada desapareció para ser reemplazado por el encarnizamiento y la furia de las amenazas y maldiciones de los hombres. Kelemvor comprendió que, por mucho que hubiese esperado que fuese de otra forma, lo que unía realmente a aquellos hombres era el odio común para con los tres criminales, a quienes la mayoría de los cazadores no conocía.
Cuando el grupo llegó a la Roca Vertical, la luna iba alta en un cielo sin nubes, la carretera se bifurcaba, un ramal seguía hacia el nordeste hasta Colina Lejana, mientras que el otro conducía al sur hasta el puente Pluma Negra pasando por Essembra. La propia roca era como un enorme dado brillante y gris que tenía una altura de seis metros. Aparecían en su base unas runas de elfos formando unas líneas que rodeaban los cuatro lados de la roca.
Había un claro detrás de la roca, una media luna perfecta de tierra negra y parduzca donde nada crecía. Los árboles que había detrás de este claro no se parecían a ningún otro que los cazadores hubieran visto en la parte occidental del Gran Desierto. Los troncos de los árboles eran completamente nudosos, las raíces avanzaban retorciéndose para escarbar en la tierra como los dedos de un viejo avaro en un montón de oro. Las ramas crecían en dirección opuesta a la roca y se curvaban extrañamente hacia la mitad de su longitud, de modo que quedaban paralelas a la tierra en lugar de crecer rectas y airosas. Los árboles eran de un color naranja pálido y sus pocas hojas, amarillas y débiles.
Era evidente que la idea de estar tan cerca de la Roca Vertical, conocida por contener unas reservas extraordinarias de magia, ponía nerviosos a algunos de los hombres, en especial en aquellos momentos de inestabilidad de aquel arte. A los otros no les importaba estar cerca de las ruinas de Myth Drannor; pero, a decir verdad, las historias que circulaban sobre unos seres que acechaban alrededor de la ciudad en ruinas asustaban a la mayoría del grupo. Sin embargo, los cazadores de hombres estaban agotados y, cuando se sometió a voto la cuestión, los hombres del valle, a pesar de sus temores, decidieron acampar junto a la roca.
Kelemvor y Yarbro hicieron la primera guardia juntamente con Bursus, uno de los arqueros del valle. A pesar de que la abierta hostilidad de Yarbro hacia Kelemvor había desaparecido, el guerrero seguía sin confiar en el joven guardia. Bursus estaba sentado junto al guerrero; ambos observaban la roca mística que se elevaba delante de ellos, donde se reflejaba la suave luz de la luna y las vacilantes llamas del fuego.
—Hay algo que nunca he comprendido —dijo Bursus suspirando y volviéndose para mirar al guerrero.
—¿De qué se trata? —preguntó Kelemvor, que había arrojado distraídamente un palo al fuego y observaba la diminuta explosión de chispas que se elevaban en el aire.
—Los asesinos que estamos persiguiendo habían sido tus amigos. Combatiste a su lado. —El arquero hizo una pausa—. ¿No es todo esto muy difícil para ti?
Los ojos del guerrero estaban fijos en el fuego.
—Me han traicionado —contestó Kelemvor en un gruñido—. Me mintieron desde el principio. —Se volvió para mirar a Yarbro, que estaba observándolo.
—No habría debido dudar de ti —dijo Bursus, acompañando sus palabras de un gesto de asentimiento—. Tienes tantas razones para vengarte como nosotros. Tal vez más.
«¿Venganza? —pensó Kelemvor—. ¿Es la venganza el único motivo que tengo para esta misión? Quizás ello no sea razón suficiente. No cabe duda de que a Medianoche no le dieron una oportunidad decente para defenderse en el juicio». No se había hecho justicia… y no eran sus hombres quienes iban a procurar que Medianoche, Cyric y Adon fuesen tratados justamente.
Kelemvor echó una maldición para sus adentros y sacudió la cabeza. Cuando el guerrero volvió a levantar la vista, se dio cuenta de que Yarbro seguía mirándolo, sin embargo en el rostro del guardia aparecía ahora una maliciosa expresión de curiosidad.
—Sí, Bursus —murmuró Yarbro, sin apartar los ojos de Kelemvor—. Su estímulo para dar caza a esa bruja debería ser mayor que el de todos nosotros juntos. —Una sonrisa fue iluminando el rostro del guardia.
Mientras Kelemvor miraba a Yarbro a los ojos, decidió que impediría que los hombres del valle causasen daño a Medianoche y a sus compañeros…, siempre y cuando ello fuese posible. No podría detener a los cazadores ni ayudar directamente a los que antes habían sido sus amigos. Ello activaría la maldición. Pero podría procurar que los hombres del valle se atuviesen a las instrucciones de Mourngrym. Al fin y al cabo, le pagaban para eso.
Se oyó de repente un fuerte ruido sordo procedente de los retorcidos árboles que había detrás de los hombres. Kelemvor no necesitó de sus agudizados sentidos para detectar el ruido. Los centinelas lo habían oído y estaban esperando las órdenes de Kelemvor.
El guerrero se quedó un momento inmóvil y escuchó el crujido de ramas y el susurro de hojas bajo unas pisadas procedentes del bosque que tenían detrás.
—Despertad a los otros —ordenó Kelemvor en un susurro—. Confiemos en que no sea más que algún animal inofensivo a quien el fuego ha despertado su curiosidad. —El guerrero se levantó despacio y desenvainó la espada.
Yarbro se puso detrás de Kelemvor.
—Apaga el fuego —dijo el guerrero de ojos verdes sin perder la calma.
El joven guardia, ante la sorpresa de Kelemvor, obedeció sin rechistar. Mientras Yarbro extinguía las llamas, llegaron más sonidos del bosque. De pie en el claro, bañados por el resplandor del fuego, los cazadores habrían sido un blanco fácil. Si quienquiera que estuviese observando desde el bosque tenía intenciones hostiles, acababa de perder parte de su ventaja. Sin embargo, la protección del bosque estaría a favor del ser o seres escondidos. Kelemvor instó a sus hombres a recoger sus bártulos lo más rápidamente posible.
—Si conservamos la presencia de ánimo, podremos llegar a los caballos y dejar atrás a quienquiera que esté allí —dijo Kelemvor mientras arrojaba sus alforjas sobre su caballo con una mano y blandía la espada con la otra.
Se oyó de pronto un gruñido como el de un cerdo, procedente del bosque y uno de los caballos relinchó aterrorizado. El caballo se levantó sobre sus patas traseras y tiró a Jorah, su jinete, al suelo. El desbocado caballo echó a correr hasta la carretera del valle del Tordo y desapareció en la noche. Se oyó un siseo, como el susurro de una repentina ráfaga de viento y Gurn, el leñador de pelo blanco, lanzó un gruñido y cayó hacia delante.
Uno de los pescadores, Carella, que estaba cerca de Gurn, en la parte del claro en forma de media luna que daba al valle del Tordo, saltó de su caballo y acudió en ayuda del leñador. Gurn estaba tumbado boca abajo y, al borde de la agonía, se retorcía de dolor. Un dardo de más de siete centímetros sobresalía de su cogote. El pescador se agachó, sujetó los brazos del leñador y empezó a arrastrar al hombre de pelo cano hacia un caballo.
—¡Kelemvor! —gritó Carella entre resoplido y resoplido—. Están lanzando una especie de dardos. Pueden estar envenenados. Si…
El leñador se quedó sin habla cuando un dardo penetró en un lado de su rostro, le atravesó la mejilla y se le clavó en la lengua. A pesar del terror que experimentaba, Carella no tardó en alegrarse de que los dardos no estuviesen envenenados. No sentía más que un dolor intenso. El pescador soltó a Gurn y, con una mano apretada contra el rostro, cayó al suelo. Cuando al cabo de un rato Carella trató de ponerse de pie, otro dardo atravesó su garganta y el pescador se desplomó hacia atrás, con el cuerpo temblando mientras la muerte lo reclamaba.
Una carcajada bronca y nasal surgió del bosque. Por primera vez, Kelemvor vio algo, unos cuantos rostros, entre los árboles. Aquellos seres tenían unos grandes y acuosos ojos, dispuestos de forma irregular sobre un hocico de cerdo. El guerrero supo al instante lo que tenían delante… orcos. Probablemente una docena, como mínimo.
—¡A la carretera! —gritó Kelemvor, para luego hacer girar a su caballo en redondo.
Algunos dardos y dos o tres flechas teñidas de negro surgieron disparados de los árboles. Cabal aupó a Jorah sobre la grupa de su caballo y los otros dos arqueros se pusieron al galope en pos de Kelemvor.
Mikkel, que se hallaba casi en el centro del claro, gritó cuando vio caer a Carella. Eran amigos de la infancia y no se habían separado en casi toda la vida. Mikkel se dispuso a ir rápidamente en ayuda de su amigo, pero Yarbro agarró por detrás al pescador de piel quemada por el sol y lo arrastró de vuelta a los caballos. Mientras montaban y se dirigían a la carretera del sur, las flechas no dejaron de volar a su alrededor.
Pero no había nadie allí para impedir que Terrol Uthor corriese al lado de Carella. Sin embargo, cuando el guía se agachó junto al pescador, una flecha salió volando de la oscuridad y atravesó su pecho. El guía hizo un intento para respirar, luego cayó de bruces al suelo.
Cinco orcos, con armaduras sucias y oxidadas, blandiendo sus espadas, irrumpieron en el claro que había junto a la Roca Vertical. Dos se precipitaron inmediatamente hacia los cuerpos de los hombres del valle, pero los otros tres se dirigieron hacia Kohren y Lanx, los dos clérigos de Lathander, que estaban todavía tratando de colocar sus alforjas en los caballos.
—¡Olvidaos de los libros! —gritó Bursus, y sin más espoleó a su caballo en dirección a la carretera del sur—. ¡Daos prisa! ¡Daos…!
Una flecha negra atravesó la pierna del guerrero y fue a clavarse en su caballo. Bursus, con los dientes apretados a causa del dolor que sentía, fue haciendo eses por la carretera detrás de Kelemvor. Otros cinco orcos, armados con arcos, salieron de sus escondites y algunas flechas perdidas así como un gran número de maldiciones gritadas en orco siguieron a los hombres del valle carretera abajo.
Kelemvor tiró de las riendas de su caballo y se detuvo pasada una curva de la carretera. Cabal y Jorah, que montaban el mismo caballo, no tardaron en reunirse con el guerrero de ojos verdes, también lo hicieron Yarbro y Mikkel. Los cazadores permanecieron un momento en silencio, escuchando las maldiciones de los orcos en la distancia. Sólo Kelemvor podía comprender lo que estaban diciendo los orcos, pero todos los jinetes se estremecieron. A pesar de ser proferidas en otro idioma, el significado de las amenazas estaba bastante claro.
Al cabo de un rato, apareció Bursus a medio galope. El hombre de pelo negro se balanceaba en su silla a causa del dolor que le producía la herida de la pierna, pero su caballo había seguido cabalgando por la carretera. Jorah saltó del caballo de Cabal y evitó que el caballo de Bursus pasase delante de ellos sin detenerse.
—Los clérigos de Lathander… —murmuró Bursus—. ¡Salvadlos!
El arquero trató de levantar la mano, sin duda para señalar hacia la Roca Vertical, pero no pudo. Cabal desmontó y examinó la herida de flecha de la pierna izquierda de Bursus.
Kelemvor hizo dar media vuelta a su caballo, hasta ponerse de espaldas a la Roca Vertical.
—Vámonos —murmuró—. Los clérigos están perdidos. Es imposible que puedan escapar a esos orcos.
Yarbro desenvainó su espada y miró a Kelemvor.
—A veces los orcos dejan a sus víctimas con vida… durante un corto espacio de tiempo. —El joven guardia hizo una pausa. Mikkel sacó su espada y Cabal volvió a montar—. Volvemos a por ellos.
Kelemvor cerró los ojos. A pesar de querer hacerlo, no había forma de que pudiese volver en ayuda de los clérigos. Era muy simple, el hecho de arriesgar su vida por ellos no le aportaría nada.
—Haz lo que quieras, Yarbro. Yo no voy a ayudarte. —El guerrero bajó del caballo y se encaminó a los árboles—. Os esperaré aquí.
—Yo me ocuparé de Bursus —dijo Jorah en tono decidido—. Le sacaré la flecha y le vendaré la pierna. —El arquero delgado y de cabello castaño rojizo se volvió a Kelemvor y escupió, luego le dio la espalda para dirigirse a los otros—. Es decir, si eso es lo que quieres que haga, Yarbro.
El joven guardia entornó los ojos y miró a Kelemvor un instante.
—Sí…, ahora soy yo el que manda, ¿no es así? —dijo Yarbro lentamente—. Está bien, Jorah. Pero yo en tu lugar procuraría tener a Kelemvor delante de mí todo el rato. —El guardia espoleó a su caballo y se dispuso a volver a la Roca Vertical.
Yarbro, Cabal y Mikkel volvieron sobre sus pasos por la carretera, a galope tendido y dando gritos y alaridos. Cuando los hombres doblaron la curva, Kelemvor oyó algunos chillidos y exclamaciones en orco, luego sólo el sonido de algo corriendo por el bosque.
Kelemvor, sentado bajo un árbol, observó cómo Jorah sacaba la flecha de la pierna de Bursus, vendaba la herida y atendía incluso al caballo herido de Bursus, y pensó que aquello era el final, que no podría evitar que aquellos hombres matasen a Medianoche, a Cyric y a Adon.
El guerrero dio una patada a una piedra, que fue a parar a un bache del escabroso camino de tierra. ¡Todo sería tan sencillo de no ser por aquella condenada maldición! Podría hacer lo que era justo. Podría abandonar aquélla cacería.
Pero ello no era posible y Kelemvor lo sabía. En el momento en que tomase partido por Medianoche, por Adon y Cyric, rompería la promesa hecha a lord Mourngrym y perdería la recompensa que éste le había prometido como estímulo por llevar a buen fin la misión. Habría expuesto su vida en la persecución por nada, un acto que sin duda haría que la maldición se hiciese sentir. Entonces Kelemvor se transformaría en pantera hasta matar a alguien.
Jorah se volvió hacia Kelemvor y frunció el entrecejo. Kelemvor vio odio en los ojos del arquero. Por un momento, sintió miedo. Comprendió de repente que era bastante probable que lo matasen también a él. Para aquellos hombres no era mejor o peor que Medianoche.
Pero antes de que Kelemvor tuviese ocasión de meditar sobre el asunto, oyó ruido de cascos en la carretera. El guerrero se puso en pie de un salto y se colocó detrás de su caballo. Si los orcos se habían apoderado de los caballos de los hombres del valle, sin duda le lanzarían una lluvia de flechas cuando pasasen por delante.
Pero no eran los orcos quienes venían por la carretera, sino Yarbro y los otros dos arqueros. Llevaban consigo un caballo sin jinete. Los tres hombres sudaban muchísimo y Cabal tenía un profundo corte en la parte superior del brazo, pero estaban vivos. Jorah los ayudó a desmontar y Yarbro fue inmediatamente a comprobar el estado de Bursus.
Apenas Jorah y Cabal colocaron a Bursus sobre uno de los caballos, Yarbro se acercó a Kelemvor con la espada desenvainada.
—Los orcos han huido. ¡Como tú, cobarde! —El joven guardia levantó la espada a la altura del rostro de Kelemvor—. Debiera matarte ahora mismo, pero te necesitaremos como escudo si nos atacan de nuevo. A partir de ahora, cabalgarás delante, solo.
Kelemvor apartó la espada del guardia.
—¿Y ha sido correcta tu actitud para con los clérigos? —añadió Yarbro, para luego apuntar al pecho de Kelemvor con su espada.
Sin embargo, el guerrero volvió a apartar la espada golpeándola con su propia hoja y el golpe hizo retroceder a Yarbro unos metros. Jorah, Cabal y Mikkel desenvainaron sus espadas.
—¿Lo ves? —dijo Yarbro entre dientes; guardó el arma y levantó las manos—. Estás con vida sólo porque yo lo digo.
Los otros hombres del valle guardaron también sus espadas. Kelemvor se alejó y fue a preparar su caballo para otra larga marcha.
El viaje hasta el puente Pluma Negra fue largo y silencioso para Kelemvor. Los hombres del valle se detuvieron en Essembra el tiempo justo para adquirir provisiones y hacer que un curandero local examinase la pierna de Bursus. La herida no era demasiado grave y, después de algunas cataplasmas, Bursus estuvo en condiciones de cabalgar hasta el puente con los otros cazadores de hombres. Durante todo el camino, Kelemvor cabalgó lejos delante del grupo, esperando ser atacado en cualquier momento por detrás.
El guerrero de ojos verdes sabía que si los hombres del valle caían en una emboscada él no levantaría la espada para salvarlos. Ahora, sólo el oro de Mourngrym y su promesa lo mantenían en aquella misión, e incluso esto estaba resultando ser de poco estímulo.
Kelemvor había albergado la esperanza de que la conmoción de perder a sus compañeros de aquella manera tan espantosa haría que los hombres del valle se encerrasen en sí mismos, que mitigaría sus crueles instintos. Pensó que, como mínimo, dejarían de explayarse en las formas de torturar a Medianoche, Adon y Cyric. Pero Yarbro y los otros cazadores de hombres, incluso Bursus una vez recuperado, se pasaban la mayor parte del día tramando fines terribles para los amigos de Kelemvor.
De vez en cuando, Yarbro se adelantaba y le contaba a Kelemvor la última ocurrencia cruel, sólo para mortificarlo. El guerrero siempre guardaba silencio, pero ello no evitaba que el joven guardia le contase una y otra vez cómo sus hombres iban a matar a la maga y a sus aliados.
El grupo llegó finalmente al puente Pluma Negra, donde ataron a sus caballos en el bosque de la orilla norte del Ashaba y tomaron posiciones en el puente.
Mientras los hombres del valle montaban un campamento rudimentario, Kelemvor se dirigió al extremo norte del río y se aclaró la garganta ruidosamente.
—Yarbro es ahora vuestro jefe —comenzó diciendo el guerrero—, y ello me parece justo. Sin embargo, tengo algo que deciros a todos.
Una serie de murmullos recorrió el campamento. Yarbro miró a Kelemvor con suspicacia, luego indicó a sus hombres mediante un gesto de la cabeza que les autorizaba a escuchar al guerrero.
Cuando todos los hombres del valle se hubieron vuelto para mirarlo, Kelemvor prosiguió.
—Es la última vez que os voy a recordar a todos las órdenes explícitas de lord Mourngrym. —Yarbro frunció profundamente el entrecejo—. Las órdenes que hemos recibido son las de capturar a Medianoche, a Adon y a Cyric y llevarlos al valle de las Sombras, donde pagarán por sus crímenes. A menos que no haya otra posibilidad, han de llegar allí con vida.
Dio la impresión de que las frías miradas de los hombres del valle atravesaban al guerrero. Había pronunciado aquellas palabras con voz sosegada y sin pasión. Kelemvor sabía que no surtirían efecto, pero no podía dejar de intentarlo. Cuando hubo terminado de hablar, el guerrero se encaminó lentamente a su caballo y cogió sus alforjas.
Después de transcurrida casi una hora, los hombres del valle empezaron a ponerse nerviosos.
—¿Y si ya han pasado por aquí? —preguntó Mikkel. El arquero arrojó un guijarro fuera del puente de una patada y se quedó observando cómo caía en el Ashaba.
—Imposible —barbotó Yarbro, en un intento de convencerse más a sí mismo que a sus hombres.
Era completamente posible que los perseguidores hubiesen llegado tarde. El objeto de su persecución podía estar a varios kilómetros de distancia, quizás haber llegado ya al valle del Barranco.
Sentado en el extremo norte del puente, a Kelemvor le dio un vuelco al corazón cuando oyó la pregunta del arquero. «Por todos los dioses —pensó Kelemvor—, que así sea. Que la decisión no esté en mis manos».
El dios de la Lucha hizo llamar a su hechicera, Tarana Lyr. Al cabo de un rato, una hermosa joven vestida con la túnica color ébano de la orden negra de Bane hizo su aparición en la impresionante sala del trono del templo del dios en Zhentil Keep. Llevaba el largo y rubio cabello maravillosamente cortado y sujeto con una diadema de plata. Un fajín rojo ceñía su delgada cintura y a través de uno de los lados de la túnica se vislumbraban sus largas y torneadas piernas. Sus ojos eran de un azul profundo, sobrenatural.
—Señor —dijo Tarana suavemente, con una voz sonora y melodiosa—. Estoy a vuestras órdenes.
—Te he hecho llamar para que abras una gran puerta que dé a la ciudad Valle del Barranco —dijo Bane—. Quiero contactar con nuestra guarnición.
—Naturalmente —murmuró Tarana para ponerse inmediatamente a lanzar el hechizo.
La inestabilidad de la magia no preocupaba a la hechicera. Le gustaba la emoción de desafiar a unas fuerzas susceptibles de destruirla un día. Correr riesgos había formado parte básica de su educación y el caos de la magia desde el día del Advenimiento le había permitido hacer un uso completo de sus muchas facultades… y de su locura.
Lord Black retrocedió cautelosamente para apartarse de la hechicera mientras ésta lanzaba el hechizo. En medio del aire se abrió un marco en llamas y, a través de la puerta, Bane vio a tres hombres con uniforme de soldados sentados alrededor de una mesa de madera. A juzgar por los dados y las monedas diseminadas por la mesa era evidente que habían estado jugando. En aquel momento, los hombres discutían por una apuesta.
—¡Caballeros! —gruñó Bane.
Su voz atrajo inmediatamente la atención de los soldados. La noticia de la adquisición por parte de Bane del cuerpo de Fzoul para su mutación no había tardado en extenderse por la ciudad Valle del Barranco y aquellos soldados conocían muy bien la voz de Fzoul por haber tenido que habérselas con el sumo sacerdote en el pasado.
—Lord Bane —dijo un fornido soldado de barba roja llamado Knopf, que empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.
Los otros soldados, Cadeo y Escarcha, se apresuraron a imitarlo.
—¡Veo que habéis estado muy «ocupados»! —les espetó Bane señalando la mesa.
Cuando lord Black fulminó con la mirada los dados y el dinero, el soldado de barba roja se puso lívido.
—Ha habido muy poca actividad en el valle últimamente —dijo Knopf, en un intento de aplacar a su señor.
De hecho, hacía años que había poca actividad en el valle del Barranco. No hacía mucho, Lashan Aumersair, el joven y agresivo señor de este valle por aquel entonces, había invadido el valle del Horror, el valle de la Pluma y el valle de la Contienda con sus ejércitos. Pero el imperio de Lashan no había durado mucho. Los valles, Cormyr, Sembia, Colina Lejana e incluso Zhentil Keep se habían unido para impedir la expansión del valle del Barranco. Ahora, todos los reinos que habían contribuido con sus tropas a la derrota del joven señor tenían una guarnición en la ciudad. Al igual que otras guarniciones, el contingente de soldados de Zhentil Keep se limitaba a doce hombres de armas. El equilibrio de poder entre las guarniciones del valle del Barranco variaba de un día para otro, pero nunca ocurría nada suficientemente relevante como para cambiar el statu quo de la ciudad ocupada.
—En otras palabras, que no ha habido progresos —estalló Bane—. Yo esperaba que estuvieseis haciendo algo más que jugar a dados y mantener la paz del valle del Barranco.
—La semana pasada, sin ir más lejos, tuvimos una pequeña escaramuza con los soldados de Cormyr —murmuró Cadeo, a la vez que trataba de esbozar una débil sonrisa.
—¿Alguna baja? —preguntó Bane, más animado.
—Cadeo le rompió el pulgar a uno —dijo Knopf en un murmullo señalando al joven soldado de pelo rubio—. Me temo que no ha habido mucho movimiento aquí en los últimos tiempos, lord Bane.
—Ya veo. Pero parece que puede ser remediado. ¿Dónde está Jhembryn Durrock? —dijo Bane, recalcando las palabras.
—¿Lord Durrock? —preguntó Knopf, para luego mover nerviosamente un pie y pasarse la mano por la barba.
—Si es ése el pomposo título que ha adoptado, sí, lord Durrock —dijo el dios de la Lucha, cuya voz se había endurecido.
—¡Buscadlo y traedlo a esta puerta inmediatamente! ¡Os espero!
Bane cruzó los brazos de su mutación y los tres soldados se apresuraron a salir de la pequeña estancia. Bane apartó la mirada de la abertura mágica, ladeó ligeramente la cabeza y miró a su hechicera.
—Supongo que cuanto más rato esté abierta esta puerta, mayor es tu riesgo.
—No importa —contestó Tarana. Entornó los ojos hasta quedar profundamente rasgados y en su rostro apareció una sonrisa demente que añadió una ilusión de delicada belleza—. Me gusta el peligro.
Al cabo de unos momentos, un hombretón de piel oscura apareció delante de la gran puerta. Toda su piel estaba quemada, de aspecto casi negro, y unas marcadas señales de quemaduras desfiguraban groseramente gran parte de su rostro. La poblada barba y el bigote sólo conseguían esconder algo del daño. Un casco con visera negra, que se había quitado por respeto a lord Black, hacía las veces de máscara para ocultar también lo peor de las deformidades del asesino. De hecho, las otras guarniciones habían pedido que Durrock llevase siempre el casco dentro de la ciudad, pues era sabido que el aspecto del asesino provocaba pesadillas en los niños del valle del Barranco.
—Sólo vivo para serviros, lord Bane —dijo Durrock, en una voz que era un susurro ronco. El asesino se inclinó ligeramente, pero no permitió que sus ojos se apartasen de la gran puerta.
—Sí, Durrock. Sé que así es —dijo Bane en voz baja—. Y me complace saberlo…, sobre todo dado lo que voy a decirte. —El dios de la Lucha esbozó una maliciosa sonrisa—. Mis espías me han informado de que una maga de cabello negro como ala de cuervo, una adoradora de Mystra que se enfrentó a mí en la batalla del valle de las Sombras, se dirige al valle del Barranco. Viaja siguiendo el curso del Ashaba. —El dios de la Lucha hizo una pausa, durante la cual la sonrisa se desvaneció de sus labios—. Captúrala… con vida. Yo iré al valle del Barranco para interrogarla personalmente.
Una mueca apareció en el rostro desfigurado de Durrock y el asesino volvió a inclinarse.
—Como vos digáis, lord Bane —dijo de modo tajante—. ¿Cómo la encontraré?
—¡Eso no es cosa mía! —gritó el dios de la Lucha, y blandió el puño derecho—. Si no puedes aceptar esta misión, «lord» Durrock, dímelo ahora para que pueda encontrar a alguien más adecuado.
—No será necesario, lord Bane —replicó el asesino—. La encontraré.
Lord Black volvió a sonreír.
—Bien. La encontrarás en el río Ashaba. Me he enterado de que un grupo de hombres del valle se dirige al puente Pluma Negra para interceptar su huida. Tal vez quieras empezar por ahí. —Bane se volvió a Tarana y le hizo un gesto con la mano—. Ah, por cierto, la acompañan dos hombres. Haz con ellos lo que te plazca… —dijo el dios de la Lucha mientras la gran puerta empezaba a desvanecerse.
La puerta desapareció y Durrock se encontró mirando un escudo circular y brillante que había en la pared del cuartel donde se encontraba. Volvió a hacer una mueca y se dirigió a la puerta.
Cuando salió de los barracones rudimentariamente construidos, Durrock se permitió el lujo de sentir todo el efecto del sol en su rostro durante un momento. Cuando oyó unos pasos que se acercaban, bajó la visera. Después de saludar a un guerrero de tez pálida de Colina Lejana con un gesto de la cabeza, el asesino pasó por delante de él en silencio. Mientras caminaba, Durrock no dejaba de controlar la ciudad portuaria que se extendía ante él.
El Barranco, la escarpada garganta que daba nombre a la ciudad, estaba al norte. El puerto de la ciudad, Ashaba, de gran actividad, estaba al sur, en el otro extremo de la población. Entre ambos puntos destacados, había gran cantidad de edificios que iban desde casas funcionales donde residían trabajadores del valle del Barranco con sus familias, hasta chozas abandonadas y asilos para desamparados que, desde la guerra, habían ido llegando a diversas fases de deterioro. Había también unos almacenes gigantescos, donde se amontonaban materiales para los barcos que se preparaban para cruzar el estrecho del Dragón. Uno de estos almacenes era el actual destino de Durrock.
Los guardias que vigilaban el almacén se apresuraron a hacerse a un lado cuando se acercó el asesino.
—Lord Durrock —dijo humildemente uno de ellos al disponerse a abrir la gran puerta de madera para que entrase el imponente hombre vestido de negro.
—Dentro de una hora parto de viaje a caballo con mis tenientes. Informad al pelotón correspondiente —ordenó Durrock, antes de indicarles que se marchasen y de entrar sólo en el almacén.
El edificio estaba casi vacío. Una desvencijada y carcomida escalera de madera llevaba a una trampilla situada en lo alto de la escalera. A través de la abertura entraba sólo un rayo de luz, que bañaba tres armaduras completas que yacían en el centro de la habitación inferior, en medio de un brillo intenso y macabro que las hacía parecer casi atractivas. Sin embargo, un examen más concienzudo demostraba que el aspecto de las armaduras era más bien feo; eran de color negro como la noche y estaban cubiertas con unas hileras de pinchos afilados. Durrock y dos de sus hombres más fieles no tardarían en ponerse aquellas armaduras.
Junto a ellas había tres sillas de montar de fina piel. Habían sido objeto de un magnífico trabajo de repujado, pero eran demasiado grandes para un corcel normal. Mientras Durrock esperaba a sus camaradas asesinos, se dedicó a comprobar las armaduras y las guarniciones.
No habían pasado cinco minutos, cuando entraron silenciosamente otros dos asesinos en el vacío y cavernoso almacén. Durrock saludó a los dos hombres con una simple inclinación de cabeza y se dirigió a las armaduras. Los otros asesinos lo siguieron. Al cabo de unos minutos, los tres estaban completamente vestidos con aquellas mortíferas mallas de aspecto aterrador.
—Llamad a vuestros caballos —ordenó Durrock con voz de mando. Luego se colocó una gruesa cadena metálica en el cuello, con un medallón brillante y negro, con la forma de un pequeño caballo de relucientes ojos rojos, colgando del extremo de la cadena.
Los tres asesinos levantaron al unísono idénticos medallones y repitieron despacio una serie de órdenes tajantes. Brillaron unos rayos de luz roja y negra por toda la habitación y una nube azul en forma de remolino, acompañada de una ola de niebla maloliente, apareció muy alta en el centro de la habitación.
Tres pares de brillantes ojos rojos surgieron de un agujero de la nube y los asesinos oyeron el ruido ensordecedor de pesados cascos. Sus caballos se estaban acercando.
Primero uno, luego otro, a continuación un tercer y gigantesco caballo negro saltaron del torbellino y aterrizaron pesadamente en el suelo del almacén. De los cascos de los caballos salía fuego y las ventanas de sus narices ardían con llamas de color naranja. Los negros corceles retrocedieron y dejaron al descubierto una serie de colmillos completamente blancos.
—¡Estáis bajo nuestro mando! —exclamó Durrock, sosteniendo el medallón en dirección a uno de los monstruos (unos caballos fortísimos y malvados de otra esfera)—. ¡Lord Bane nos ha proporcionado las herramientas para haceros venir de las Esferas para llevar a cabo nuestra misión!
Los monstruos volvieron a retroceder, expulsando nubes humeantes de las ventanas de su nariz.
Los animales relincharon nerviosos cuando los asesinos se acercaron a ellos, pero los monstruos no podían hacer nada para impedir que los humanos los montasen. Los medallones especialmente mágicos que Bane había proporcionado a Durrock y a sus hombres les daban un control completo sobre aquellos extraños animales de otro mundo.
Durrock hizo dar media vuelta a su monstruo y lo espoleó para que se dirigiese hacia la enorme puerta doble de la parte frontal del almacén. El aterrador animal se levantó sobre las patas traseras y le dio una fuerte coz a la puerta con sus cascos en llamas. Se abrió ésta de par en par y los tres asesinos se precipitaron a la calle. Al verlos, los aldeanos que por allí pasaban se pusieron a gritar. Algunos perdieron completamente el conocimiento.
Durrock soltó una carcajada y tiró de las riendas de su animal que echó a volar y al cabo de unos minutos el asesino desfigurado y sus tenientes cabalgaban por el cielo en dirección al puente Pluma Negra, con los cascos de aquellas pesadillas lanzando resplandecientes gotas de fuego por el aire.
Aquella mañana temprano, Cyric había decidido rodear los peligrosos rápidos que tenían delante, donde la curva de herradura del Ashaba se desviaba hacia el sudoeste y dejaba atrás dos afluentes antes de terminar su arco y dirigirse al nordeste. Medianoche observó las agitadísimas aguas y se sintió aliviada al comprender que no iban a intentar pasar por allí. Unos árboles derribados se asomaban sobre la orilla, con sus ramas medio enterradas en el agua. Los árboles parecían unas manos grises y retorcidas con miles de dedos esqueléticos. A cierta distancia sobresalían del agua unas grandes rocas escarpadas. Nubes de espuma se arremolinaban delante de las rocas, poniendo de relieve las zonas donde las piedras reducían momentáneamente la corriente del río.
Densos bosques flanqueaban el Ashaba, pero, de vez en cuando, se divisaban algunos claros en la orilla, abiertos, quizá, por pescadores u otros viajeros. Cyric guió el esquife hacia la ribera éste, donde se veía una pequeña explanada. Cuando los héroes estuvieron cerca de la orilla, el ladrón ordenó a sus compañeros que saltasen de la barca y la llevasen a tierra.
Cyric también saltó de la barca y los tres héroes arrastraron el esquife hasta la orilla. Del pequeño claro salía un sendero que seguía el curso del río. Era evidente que no eran los primeros que habían decidido no arrostrar la corriente de los rápidos del río.
—Vamos a tener que llevar la barca durante un trecho —refunfuñó Cyric mientras sacaba su bolsa del esquife—. Este sendero debería llevarnos hasta el final del bosque. Podemos seguir el Ashaba un rato, luego cortar a campo traviesa por el valle de la Contienda y volver a meter la barca en el agua una vez pasada la curva. —El ladrón hizo una pausa para enjugarse el sudor de los ojos y continuó—: ¿Es lo bastante simple para que lo hayáis comprendido?
Medianoche no se dejó acobardar.
—Cyric, no hace falta que nos trates como si fuéramos niños. Tus planes son bastante claros. —La maga de pelo color ala de cuervo cogió la talega que contenía su libro de hechizos y se la colgó a la espalda.
—Ah, ¿sí? —dijo Cyric, luego le dio la espalda a la maga y se encogió de hombros—. Quizás…
Medianoche puso una mano en el brazo de Cyric y le dio un cariñoso apretón, y descansó la frente en su hombro.
—Cyric, soy tu amiga. Sea lo que sea lo que te preocupa, puedes contármelo si necesitas hablar.
El ladrón se apartó del reconfortante contacto de Medianoche con gesto repulsivo, como si los dedos de ella fuesen las patas de una araña. Asimismo, esquivó su mirada.
—No necesito hablar con nadie —se justificó—. Además, lo que tuviese que decir no te gustaría.
Detrás de Medianoche y de Cyric, Adon se puso a temblar y saltó a la barca. El clérigo dobló las rodillas con el rostro pegado a ellas y cerró los ojos. Medianoche dio un paso en dirección a la barca, pero se detuvo cuando vio que la espalda del ladrón se ponía rígida, como si estuviese preparado para atacar a Adon. Instintivamente, la maga se colocó delante de Cyric, impidiendo así que éste viese al tembloroso clérigo.
—Cyric, a mí puedes decirme lo que quieras —dijo Medianoche en tono suplicante—. ¿No lo sabes a estas alturas? Cuando estabas herido, mientras nos dirigíamos a Tilverton, me hablaste mucho acerca de ti, mucho sobre el dolor y la angustia que te llevaban a actuar como lo haces. Conozco tus secretos y yo…
—¡Déjame en paz! —dijo Cyric entre dientes acercándose, furioso, a la maga.
El hombre de nariz aguileña alargó hacia Medianoche su mano derecha, con los dedos extendidos como dagas. La maga retrocedió despacio.
—Yo… yo no quería —murmuró Medianoche.
Miró a Cyric a los ojos y se estremeció. Había algo en ellos que la asustó, algo que no había advertido anteriormente.
—Yo también conozco tus secretos —dijo Cyric. Estaba a sólo unos centímetros de la maga—. ¡No lo olvides, Ariel!
La maga guardó silencio. Cyric se había enterado de su verdadero nombre en el viaje al valle de las Sombras. Con aquella información, si así lo quería Cyric, confabulándose con un mago poderoso, podía dominar su alma. Medianoche sabía que debiera estar asustada, pero sólo estaba furiosa.
—¡Tú no sabes nada sobre mí! —exclamó Medianoche, y se dio media vuelta para dirigirse a la barca. Adon se levantó y alargó la mano hacia la maga.
—Yo te conozco —dijo el clérigo en voz baja, y se puso junto a Medianoche. Señaló a Cyric, que estaba todavía mirando a la maga de cabello negro—. A ti también te conozco, Cyric.
El ladrón entornó los ojos, luego apartó la mirada y se puso a caminar hacia el claro.
—Tenemos un largo camino por delante. Si vamos a emprenderlo, debemos ponernos en marcha inmediatamente. —Al cabo de un rato, el ladrón carraspeó y volvió a hablar. Preguntó—: ¿Vamos, Medianoche?
La maga temblaba.
—Vamos. Ven, Adon.
Adon, sin dejar de sonreír a la maga, recogió el resto de los bártulos y salió del esquife. Él y Medianoche se volvieron hacia Cyric, todavía a unos metros de distancia. El ladrón murmuró algo, se acercó al esquife y lo asió por la proa. Medianoche y Adon cogieron la popa y, juntos, los viajeros dieron la vuelta a la sorprendentemente ligera barca y se la pusieron sobre sus cabezas. Siguieron el sendero a través del bosque, paralelo al río, durante una hora, aproximadamente, hablando sólo lo necesario.
Como el ladrón había indicado, los héroes no tardaron en salir del bosque para tomar un camino más directo que los llevaría al otro lado de los rápidos. Pronto pudieron ver las colinas bajas y ondulantes del valle de la Contienda. Durante las horas siguientes, mientras llevaban la barca sobre una tierra blanda, no dejaron de rodearlos unas pendientes exuberantes y verdes. En la distancia, las colinas parecían mezclarse, perdiendo su forma hasta convertirse en una pared vaga de un color verdoso en el horizonte. Un viento suave soplaba sobre el valle y, de vez en cuando, les llegaba el murmullo del río.
Los héroes encontraron un sendero entre una serie de colinas y lo siguieron. La tierra que se elevaba a cada lado de los viajeros estaba marcada por unas estribaciones que ascendían hasta la cresta de las colinas para luego mezclarse con el pálido verde pardusco del paisaje. A medida que se iban adentrando en el valle, las colinas más cercanas se veían claramente reflejadas, mientras que las más lejanas perdían su forma y se mezclaban con el cielo, donde unas grandes nubes se deslizaban perezosamente.
La marcha era agotadora, pero resultaba agradable dejar por un rato el esfuerzo continuo de llevar el esquife a remo Ashaba abajo. Los héroes avanzaron a buen ritmo y, poco después de mediodía, volvieron a estar cerca del río.
—El Remanso del Tejo debe de estar cerca —dijo Cyric con voz áspera y desabrida—. Allí suele calmarse el río, pero quién sabe cómo estará ahora. Preparaos para lo peor.
Los héroes llegaron a la orilla y Medianoche y Adon bajaron su extremo de la barca mientras Cyric hacía lo propio con el suyo. Medianoche estaba agotada y le dolían los músculos. Se sentó en el suelo junto al esquife y Adon se arrodilló a su lado. El ladrón cruzó los brazos y se puso a dar patadas nerviosas en el suelo.
—¿Qué pretendes de mí? —exclamó Medianoche—. ¿Quieres que lance un hechizo que nos lleve a Tantras? ¡Qué más quisiera yo! En estos momentos preferiría ser desterrada al reino de Myrkul que volver al Ashaba. Pero no veo otra alternativa. —La maga se tapó el rostro con las manos, se levantó y se encaminó hacia el ladrón—. Nosotros dos somos tan capaces de hacer este viaje como tú. De hecho, y para empezar, no sé quién te ha puesto al mando de esta pequeña expedición. —Cyric empezó a hablar, pero ella lo interrumpió—. El caso es que no voy a permitir que me trates como si yo fuera tu equipaje, Cyric, y Adon tampoco. Si quieres seguir solo, no seré yo quien te detenga. Siento no haber podido ser lo que tú querías que fuese. He tratado de ser tu amiga, pero ello no parece bastarte.
Cyric había dejado caer los brazos fláccidos, pegados a los costados. No había nada que pudiese decir, nada que quisiera decir, para compensar el dolor que estaba causando a Medianoche. Era bien sencillo, aquello no tenía importancia para él. Cyric quería las Tablas del Destino. El deseo de poder y de gloria que le aportarían ardían dentro de él. Cualquier otra consideración palidecía ante su necesidad de controlar su propio destino y la posesión de las Tablas era el precio de ese control.
De niño, Cyric había sido esclavo y hasta que no se enfrentó y mató a su antiguo mentor de la Cofradía de los Ladrones, poco antes de la batalla del valle de las Sombras, jamás se había sentido un hombre libre. Toda su vida había llevado unas cadenas invisibles de esclavitud en el cuello, en las muñecas y en los tobillos. Ahora, sin embargo, tenía un objetivo, una misión que redundaría en su propio beneficio. Podría quitarse las cadenas para siempre.
Pero Cyric sabía asimismo que, por el momento, necesitaba a Medianoche, y quizás incluso a Adon, para llegar a Tantras y recuperar la primera de las Tablas del Destino desaparecidas. No podía dejar que todo se fuese al traste por aquella ira sin importancia de la maga.
—Lo… siento —mintió Cyric mientras empujaba la barca hasta el agua—. Tienes razón. No os he tratado bien. Lo que ocurre es que… yo también tengo miedo.
Medianoche sonrió y arrojó los brazos al cuello del ladrón.
—¡Sabía que entrarías en razón, Cyric! —exclamó, feliz. Luego, sonriendo, retiró los brazos del cuello del ladrón, ayudó a Adon a saltar al esquife y arrojó su talega al suelo de la barca—. Estamos juntos en todo esto.
Ni Medianoche ni Adon vieron la expresión del rostro de Cyric cuando éste les dio la espalda para recoger su propia talega. En su rostro aparecía una sonrisa peculiar, una sonrisa que no era fruto de la alegría, sino de la victoria. Y del desprecio.
Mientras los héroes se dirigían remando por el río hacia el Remanso del Tejo, Adon iba sentado cerca de la proa del esquife con una mano colgando fuera de la embarcación. El clérigo estaba mirando las líneas veloces e irregulares que formaba la corriente en el agua azul verdosa cuando de pronto frunció el entrecejo.
—La dirección del río está cambiando delante de nosotros —dijo con tono tranquilo. El fragor de las aguas del río ahogó sus palabras y el clérigo se vio obligado a repetirlas.
Cyric miró por encima del hombro y observó el amplio remanso que había río abajo. Adon tenía razón; la corriente estaba cambiando. Una pared de pura espuma blanca se elevaba en la barrera donde el río se encontraba con el remanso y no dejaba ver con claridad la agitada turbulencia que había al otro lado.
¡El Remanso del Tejo se había convertido en un enorme torbellino!
El ladrón miró a ambas orillas y comprendió que nunca podría llevar la frágil embarcación hasta tierra antes de que la fuerza de la corriente los arrastrase e hiciese zozobrar la barca. La única posibilidad que tenían los héroes de salir con vida era pasar por los cauces periféricos de la violenta corriente y tratar de dominar la embarcación.
El ladrón gritó unas precipitadas órdenes a Medianoche y a Adon, pero sus palabras se perdieron en medio del estruendo del torbellino. Cuando estuvieron más cerca de él, Adon lo miró como si le resultase familiar. Medianoche, por su parte, parecía paralizada por el terror. Dado que sólo contaban con los esfuerzos frenéticos de Cyric para reducir la velocidad de la embarcación, los héroes no tardaron en atravesar la barrera de niebla donde el río se metía en el remanso. A pesar de que todos estaban calados hasta los huesos, la cantidad de agua que había entrado en la barca no era motivo de alarma.
Medianoche salió de su envaramiento al percibir el frío del agua helada. No pudo contener un grito cuando vio las gigantescas fauces abiertas del torbellino en el centro del que normalmente era un plácido remanso, el Remanso del Tejo.
Cyric no pudo oírla. Del centro del amplio remolino se elevaba como una pared de ruidos que iban aumentando de volumen a medida que la barca era arrastrada a los anillos exteriores de aquella agua salvajemente impetuosa. El ladrón trabó un remo sobre la parte derecha de la barca para estabilizarla, pero la diminuta embarcación empezó a dar vueltas y a zozobrar, mientras era arrastrada hacia el torbellino.
En cuestión de segundos, los héroes estaban suspendidos en el mismísimo centro del remolino, desde donde podían ver toda su profundidad. En el fondo del mismo se veía una cegadora luminiscencia azul y blanca. Cyric, usando los remos como timón, trató de mantener la embarcación firme, pero ésta daba violentos bandazos. Una fina niebla rodeaba a los héroes y, de vez en cuando, al pasar vertiginosamente cerca de la orilla, vislumbraban algún punto destacado en tierra. La barca siguió dando bandazos y, en un momento dado, quedó suspendida sobre el agua. Medianoche tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Cyric, sin dejar de lanzar juramentos en voz alta, luchaba con los remos. Unas lágrimas rodaron por el rostro de Adon, que miraba fijamente el remolino de agua.
—¡Por favor, Sune! —gritó el aterrorizado clérigo con los brazos extendidos.
Estuvo a punto de caerse de la barca y ésta se balanceó. Cyric miró por encima del hombro.
—¿No puedes controlarlo? —gritó a Medianoche, para luego volver su atención a los remos y tratar de enmendar la perturbación causada por Adon.
—¿Qué pasa, Adon? —gritó Medianoche—. ¿Qué ves?
Adon se puso a lloriquear, luego empezó a hablar en un tono bajo, apenas audible por encima del estruendo del torbellino.
—Elminster está en el agujero. Quiero salvarlo, pero no puedo llegar hasta él.
Las imágenes de los últimos momentos en el templo acudieron a la mente de Medianoche. Habían destruido la mutación de Bane y la esencia de Mystra había desaparecido en la explosión que había acabado con la mutación de lord Black. Durante la batalla, Elminster había sido arrastrado al ojo mismo del torbellino que él había creado. Ni Medianoche ni Adon pudieron salvar al anciano, cuando el agujero se cerró.
—¡Intenté… intenté salvarlo! —exclamó Adon—. Traté de lanzar un hechizo, pero Sune no quiso escuchar mis plegarias. ¡Me abandonó y dejó que Elminster muriera!
—¡No fue culpa tuya! —gritó Medianoche. Hasta el armazón del esquife empezaba a descomponerse violentamente bajo el ímpetu del torbellino formado en la corriente del río.
Adon se volvió a Medianoche. A pesar de que él tenía los ojos rojos de tanto llorar, Medianoche vio un brillo en ellos, como un atisbo de conciencia de la que habían carecido durante mucho tiempo.
—Fue culpa mía —dijo el clérigo con sosiego—. Yo era indigno. Merecía que mi diosa me abandonase. —Adon hizo una pausa, cerró los ojos y señaló la mellada cicatriz que recorría su mejilla—. ¡Me merecía esto!
En aquel instante la barca se sacudió violentamente y el clérigo cayó hacia delante. Medianoche lo agarró y lo apartó del borde tirando de él. Luego miró a Cyric y vio que éste seguía debatiéndose con uno de los remos, que utilizaba como timón. La barca estaba ahora a más de medio camino de la parte exterior que rodeaba el torbellino, pero no parecía haberse introducido más en él.
Medianoche cogió el otro remo.
—¿Qué puedo hacer? —gritó la maga—. ¿Cómo puedo ayudar?
Cyric indicó el extremo sur del remolino mediante un gesto de la cabeza. Allí el Remanso del Tejo volvía a abrirse en el Ashaba.
—¡Tenemos que evitar la curva! —gritó Cyric—. ¡Esto o pereceremos aquí mismo!
La maga metió el remo en el agua. Adon asió el extremo del agitado remo de roble con Medianoche y, juntos, mantuvieron firme el segundo timón improvisado. Los tres héroes hicieron que la barca saliese del cerco del torbellino. Al cabo de un rato, habían atravesado otra pared de espuma y se desplazaban corriente abajo, dejando atrás el Remanso del Tejo en dirección al valle del Barranco.
El torbellino había corregido aparentemente la corriente en contra y ahora el río, aunque se agitaba de forma peligrosa, fluía como era debido. Cuando se alejaron un poco más del Remanso del Tejo, Medianoche lanzó un grito jubiloso, feliz de estar con vida. Sin embargo, los demás no parecían compartir su entusiasmo. Cyric se limitó a mirar a Adon con el entrecejo hosco para luego darle la espalda. El clérigo permanecía tranquilamente sentado en la proa.
El ladrón pensó que aquella relación tenía que terminar cuanto antes. Se había equivocado al pensar que necesitaba de aquellos estúpidos para llegar a Tantras. Cyric miró a Medianoche por encima del hombro. De hecho, gruñó para sus adentros: «casi me han matado en ese torbellino con sus gimoteos y yo, en cambio, me jugué el cuello para salvarlos».
Los héroes siguieron el curso del Ashaba durante algunas horas más. Medianoche, feliz, estaba cómodamente sentada en popa, Adon miraba en silencio el agua desde proa y Cyric, con cara larga, remaba. Éste distinguió finalmente a lo lejos un puente de madera que cruzaba el río.
—¡El puente Pluma Negra! —exclamó Medianoche.
—Podríamos descansar allí —propuso Adon en voz baja, para luego volverse a mirar el puente.
Sin embargo, cuando se acercaron al puente, cierto movimiento alertó a Medianoche. Se apresuró a recordar un hechizo de bola de fuego, pero cuando vio que las figuras eran hombres y no un extraño animal que estaba al acecho en el puente, dudó si lanzarlo o no. El hechizo podía fallar y destruir el esquife. O salir bien y quizá Medianoche comprobase que había herido a un inocente grupo de pescadores o de viajeros como ellos.
Aquel titubeo les costó caro.
También Cyric vio movimiento en el puente, pero él vislumbró asimismo la luz del sol reflejada sobre acero. Dos hombres se reunieron con los tres que ya estaban en el puente. Todos iban armados. El ladrón se volvió rápidamente y gritó a Medianoche que lanzase un hechizo.
En el puente, Kelemvor y el grupo de hombres del valle, con las flechas a punto, esperaban para disparar sobre el esquife.