En lo profundo de su pensamiento, Cyric había matado a Adon algo más de cien veces. Mientras descendían por el río Ashaba, el ladrón se imaginó a menudo aporreando al clérigo con un remo y veía cómo aquel hombre patético y de voluntad débil se dejaba tragar por la corriente sin luchar. Pero la repentina e indeseada intromisión de la realidad desbarataba siempre los sueños de Cyric. Adon se echaba a llorar y Medianoche trataba de consolarlo acariciándole el cabello y susurrándole al oído. En ocasiones como éstas, Cyric ardía en ira e imaginaba unos métodos todavía más sangrientos para deshacerse de Adon.
Sin embargo, el viaje por el río se desarrollaba en general mansamente y sin incidentes. Dado que hablaban muy poco, los intervalos de calma dejaban a los héroes mucho tiempo para pensar. En aquel momento era ya casi mediodía y el estómago de Cyric protestaba, y pensando en un delicioso banquete se le hacía la boca agua. La comida que se habían llevado del valle de las Sombras era sustanciosa pero estaba lejos de ser apetitosa, de modo que el ladrón, a pesar de tener hambre, no se deleitaba ante la idea de comer.
Medianoche compartía los sentimientos de Cyric. Sentada en la proa, trataba de estudiar su libro de hechizos y ahuyentaba los mosquitos, molestos y abotargados, mientras acudían también a su mente recuerdos de delicadas comidas.
—Unas horas más así y empezaré a desvariar —dijo Medianoche finalmente, y cerró de golpe el libro—. Tenemos que comer algo.
—Nadie te lo impide —gruñó Cyric, cuya garganta estaba seca a causa del intenso calor del sol de mediodía.
Medianoche frunció el entrecejo. Tenía hambre, sí, pero lo que en realidad quería era que Cyric descansase un rato y comiese algo. Desde que salieron del valle de las Sombras el ladrón no había dejado que ella lo relevase en los remos y, cuando Medianoche sugería que remase Adon, él se limitaba a lanzar un bufido y a sacudir la cabeza.
—Necesitas descansar, Cyric. ¿Por qué no nos acercamos a la orilla y comemos todos algo?
—Porque los hombres del valle pueden alcanzarnos y yo, personalmente, no quiero que esto suceda —replicó Cyric.
Medianoche cruzó los brazos y se apoyó en la proa. El ladrón frunció el entrecejo y le volvió la cara a la maga de cabello de color ala de cuervo. Pero, con todo, cuando Cyric miró por encima de su hombro vio, atónito, que Adon le tendía un pedazo de pan. Una sonrisa cálida y estúpida, como la de un bobalicón, brillaba en el rostro del clérigo.
—¡Apártate de mí! —gruñó Cyric, y no pudo evitar darle un revés al clérigo con el dorso de la mano.
Adon cayó hacia atrás hecho un ovillo y el pan saltó de su mano. Cyric se desplazó para coger el remo que había soltado y la barca se balanceó. Adon se alejó a rastras del ladrón todo lo que le permitía la dimensión del esquife.
—¡Maldito seas! —exclamó Medianoche.
La maga saltó por encima de Cyric y se puso junto a Adon. El clérigo estaba temblando, con las rodillas dobladas a la altura del pecho. En sus ojos apareció una extraña mezcla de temor y de ira.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Medianoche mientras acariciaba los hombros del clérigo.
Cyric estuvo a punto de replicar con una obscenidad pero, por el contrario, se contuvo, entornó los ojos y guardó silencio mientras observaba a Medianoche apartar el cabello del rostro del joven. Adon se había hecho un ovillo; con el rostro cubierto con las manos, se balanceaba hacia atrás y hacia delante tarareando una canción desconocida.
—¡Contéstame! —dijo Medianoche en un siseo. Se inclinó hacia delante y fulminó a Cyric con la mirada.
El ladrón siguió guardando silencio. No tenía ninguna respuesta susceptible de ser aceptada por Medianoche. Ya en Arabel, la ciudad donde se había iniciado el viaje, Cyric había considerado a Adon una carga y no había ocurrido nada que le hiciese cambiar de opinión. El clérigo no podía recurrir a su divinidad para lanzar hechizos, de modo que resultaba inútil como curandero. La habilidad de Adon para luchar, cuando tuvieron que utilizarla, era correcta pero no excepcional. Cyric pensaba que podía arreglárselas perfectamente sin él. Por esto lo odiaba. Simplemente no lo necesitaba.
—Vuelve a hablarme de Tantras —suspiró Cyric, deseoso de cambiar de tema.
Adon dejó de balancearse y miró a Medianoche. De su rostro había desaparecido toda señal de ira; ahora en los rasgos del clérigo sólo se reflejaba el temor. «No se lo digas», susurró Adon para sus adentros. «No hace falta que lo sepa».
Pero Medianoche no vio la expresión de Adon. La maga dejó de acariciar la espalda del clérigo y se puso a mirar el suelo de la barca.
—Una de las Tablas del Destino está escondida allí. Esto fue por lo menos lo que Elminster nos dijo en el templo de Lathander antes de la batalla con Bane.
Del rostro de Cyric desapareció toda emoción.
—¿En qué sitio de Tantras está escondida?
—Elminster no lo sabía. —La maga suspiró y miró al ladrón de nariz aguileña—. Todo lo que el sabio pudo decirnos… antes de morir… fue que una de las tablas estaba escondida allí.
Al mencionar la muerte de Elminster, Adon volvió a balancearse de nuevo y se puso a silbar una melodía estúpida. Cyric frunció el entrecejo. Si Medianoche no hubiese estado sentada entre los dos, probablemente habría vuelto a abofetear a Adon.
—¿Cómo se supone, entonces, que vamos a encontrarla? Ni siquiera sé cómo son las tablas.
Medianoche se estremeció. Cuando Mystra, la diosa de la Magia, fue destruida al intentar entrar en las Esferas sin las Tablas del Destino, le hizo ver a Medianoche aquellos objetos. Ahora las tablas y la muerte de su diosa estaban irreversiblemente unidas en la mente de la maga.
—Su aspecto es el de unas simples tablas de arcilla —dijo Medianoche acompañando sus palabras con un suspiro. Cerró los ojos y se formó una imagen de las Tablas del Destino en su mente—. Tienen menos de sesenta centímetros de altura. Las runas citan a todos los dioses, y sus respectivas obligaciones están grabadas al agua fuerte en las piedras. Las runas son mágicas. Brillan con una luz azulada.
Cyric trató de imaginar las tablas. Sin embargo, cada vez que intentó formarse una imagen mental de ellas, la idea de lo que podría hacer con las Tablas del Destino o, más precisamente, el poder que podrían proporcionarle, irrumpía en su conciencia. El ladrón se veía como un omnipotente gobernante, con unos ejércitos poderosos, capaces de aniquilar sin miramientos las invencibles fuerzas del rey Azoun de Cormyr. El ladrón pensó que las tablas le darían el poder de hacer lo que quisiera. ¡Por fin tendría libertad para hacer sus caprichos!
—¿Cyric? —dijo Medianoche, luego se inclinó y le dio una palmada al ladrón en el hombro—. Ya te lo he dicho, olvidemos las tablas por el momento. ¿De acuerdo?
Cyric frunció el entrecejo.
—Sí, sí. Lo que tú digas. —El ladrón hizo una pausa, luego trató de sonreír calurosamente—. Deberíamos comer algo. Si tenemos que llegar a Tantras, debemos conservar las fuerzas.
Adon gimoteó débilmente y Medianoche se relajó pero asintió.
—Me alegro de que estés de acuerdo conmigo. Tenemos que volver a comportarnos como amigos.
Cyric puso la proa del esquife en dirección a la orilla, donde un espeso bosque flanqueaba el río; cuando estuvieron cerca de la ribera, Cyric saltó al río de aguas poco profundas y guió la embarcación hasta un lugar cercano a la sombra de un árbol frondoso y lleno de nudos. Después de amarrar la barca al tronco del árbol, Cyric alargó una mano para ayudar a Medianoche a saltar a la orilla.
Una vez tuvo los pies firmes sobre la orilla pantanosa, Medianoche se volvió hacia el esquife y tendió una mano.
—Vamos, Adon.
El clérigo no se movió.
—¡Adon, baja y ven con nosotros! —suplicó Medianoche a la vez que se ponía las manos en las caderas.
El clérigo se puso a temblar, luego se levantó.
—Y ya que estás ahí, ¡tráenos algo de comida! —gritó Cyric, y se puso a escudriñar la orilla en busca de un lugar adecuado donde instalarse.
Adon se agachó y cogió la más pequeña de las talegas que estaban a sus pies. Le alargó una a Medianoche, se agarró a la otra mano de la maga y saltó de la barca.
—Un perrito obediente, ¿eh? —dijo Cyric en un tono estridente y burlón.
El clérigo hundió la cabeza entre los hombros.
—¡Ya basta! —exclamó Medianoche—. ¿Por qué no dejas de fastidiarlo?
El ladrón se encogió de hombros.
—Cuando se comporte como un hombre, lo trataré como a tal. No antes. —Cyric sacó el polvo de una pequeña roca y se sentó.
—No hace falta que seas cruel —dijo Medianoche—. Cuando estuviste herido en las tierras de Piedra, Adon permaneció a tu lado. Hizo todo lo que pudo para ayudarte. Lo mínimo que podrías hacer ahora es devolverle el favor.
La maga dejó la bolsa de comida en el suelo.
Cyric, en lugar de contestar, se inclinó hacia delante, cogió la talega y empezó a revolver en su interior. En ella el ladrón encontró cecinas, tasajos cuidadosamente envueltos y botellas con aguamiel.
—Cuando caímos en aquella emboscada en las tierras de Piedra —se atrevió a justificar finalmente—, por lo menos mis heridas podían verse. Las de Adon están solo en su cabeza.
—No por ello son menos reales —replicó Medianoche fríamente—. Como mínimo, podrías hacer un esfuerzo para ser amable… siempre y cuando nuestra amistad signifique algo para ti. No te morirás por un poco de compasión.
Cyric levantó la mirada y vio a Adon apoyado contra el árbol donde estaba amarrada la barca; tenía un brazo rodeando el retorcido y nudoso tronco, los ojos abiertos y asustados y estaba de puntillas como si estuviese listo para echar a correr si algo lo amenazaba.
Cyric rebuscó en la talega, sacó un pedazo de pan y se lo llevó al clérigo. Adon se limpió las manos en la túnica, todo su cuerpo temblaba, alargó cautelosamente una mano y cogió el pan. El clérigo se puso a mirar la ofrenda con consternación y dio la impresión de que iba a estallar en lágrimas.
—Gracias —dijo con voz débil y entrecortada—. Eres muy amable.
—Sí —murmuró Cyric, sin dejar de intercambiar una mirada con Medianoche—, soy demasiado amable.
Comieron deprisa y en silencio. Después, Cyric se dirigió a la barca y sacó los remos. Buscó un tocón de árbol y dejó los remos en el suelo, acto seguido recogió una rama caída, ancha como su muslo y la partió en dos trozos iguales que clavó en la tierra a cada lado del tocón. A continuación, el ladrón se sentó en el suelo y dispuso los remos utilizando los trozos de rama como si fueran los escálamos de la barca.
—Entrénate con un palo, así te resultará más fácil dominar los movimientos básicos del remo —dijo Cyric, conduciendo a Medianoche hasta el tocón.
—Espera un momento, Cyric —murmuró ella, luego apartó la mano que él apoyaba en su brazo—. He remado antes. No hace falta que me enseñes.
—Pero ¿conoces acaso la mejor forma de remar, la técnica más eficiente? —Como Medianoche no contestaba, Cyric volvió a cogerle el brazo y casi la hizo sentar sobre el tocón—. Si remas mal, sólo conseguirás agotarte y, entonces, no harás ningún favor a nadie. Siéntate y coge los remos.
Cyric le estuvo enseñando la técnica adecuada del remo para su esquife durante un cuarto de hora. La maga aprendió deprisa, de modo que Cyric se apartó pronto y dejó que ella practicara sola. Apoyado indolentemente contra una roca, hacía girar la daga entre su mano cuando se percató de que Adon miraba con interés los remos.
—Luego aprenderás tú, clérigo. Quiero sacarle a la barca el máximo partido.
Adon asintió con la cabeza y una leve sonrisa fue apareciendo en su rostro. Cyric se quedó mirando al clérigo unos segundos, pero no tardó en volverle la cara cuando se dio cuenta de que tenía los puños apretados.
—Medianoche te enseñará luego, cuando nos paremos a cenar.
Después de todo esto, los héroes se apresuraron a coger sus bártulos y Cyric tuvo buen cuidado de ocultar todo rastro de su presencia en la orilla del río. El resto de la tarde Medianoche se hizo cargo de los remos por espacio de varias horas y el ladrón se relajó un poco al ver que Medianoche había aprendido a remar adecuadamente. A decir verdad, también Adon y Medianoche se sentían más a gusto. El clérigo llegó incluso a reírse cuando Cyric se estiró después de un largo bostezo y estuvo a punto de caerse del esquife.
Mientras Medianoche remaba, la barca pasó por un tramo del río donde no había corriente, lo que hizo que, durante un rato, le resultase más fácil remar, pero la corriente no tardó en notarse de nuevo y, por supuesto, en dirección contraria. A pesar de lo desalentador que resultó para nuestros amigos, trataron de conservar la alegría que, sin embargo, era difícil de mantener, de modo que cuando Cyric dirigió la embarcación a la orilla para cenar, todos estaban otra vez de mal talante.
Una vez amarraron, Medianoche dejó a Cyric encendiendo el fuego y se metió en el río para refrescarse después de la larga tarde de ejercicio. Adon, sentado en la orilla pantanosa, jugueteaba en el agua con una pala, absorto en sus sueños. La maga, que estaba de pie dentro del agua helada del Ashaba, notó un agudo dolor en la pierna, lanzó un grito estridente y estuvo a punto de caerse.
Cyric se precipitó al agua, que le llegaba a la cintura, y sostuvo a Medianoche hasta que ésta logró recuperar el equilibrio.
—¿Qué pasa? —preguntó el ladrón mientras ayudaba a la maga de cabellos color ala de cuervo a caminar hasta la orilla.
—No lo sé —dijo ella jadeante y con los dientes apretados—. Creo que me ha mordido algo. —Medianoche sintió otra punzada de dolor recorrer su pierna. Al bajar la vista, la maga vio dos ráfagas brillantes de luz carmesí correr como dardos de un lado a otro bajo la superficie del río.
Ahora fue Cyric quien gritó y un tercer resplandor rojo como la sangre cobró vida en el Ashaba.
En la orilla, Adon se paseaba de arriba abajo con las manos entrelazadas.
—Sal —iba repitiendo en voz baja.
Mientras Cyric y Medianoche se apresuraban a llegar a la orilla, el agua empezó a agitarse. Las diminutas, punzantes y dolorosas lanzas fueron apareciendo con mayor frecuencia y ahora se podía ver en el río más de una docena de aquellas extrañas luces del color de la sangre. Antes de que los héroes hubiesen llegado a la orilla y Adon les ayudara a subir, su número se había duplicado.
Mientras Medianoche se limpiaba la infinidad de cortecitos que tenía en las piernas, Adon permaneció a su lado sonriendo con satisfacción, y Cyric, de cuclillas al borde mismo del agua, con la mano preparada se disponía a coger algo del río. El ladrón introdujo la mano en el agua y luego se apartó de la orilla. Cuando abrió la mano, un pececito saltó al suelo culebreando. Los afilados dientes de aquel resplandeciente animal representaban la mitad de la longitud de su cuerpo y la sangre que había chupado parecía estar ardiendo en su diminuto cuerpo.
—¡El río! —exclamó Medianoche en un jadeo, y señalaba el Ashaba con el dedo.
Era tal la concentración de parásitos resplandecientes que, allí donde los animales se atacaban mutuamente, el agua se agitaba. Más de cien habían estallado en un delirio sangriento. Mientras los héroes los observaban, siguió extendiéndose el espacio de luminiscencia roja que formaban sus cuerpos abotargados.
—Debe de haber miles —dijo Cyric apartándose del borde—. Está plagado. —El ladrón se detuvo, para luego volverse a Medianoche sonriendo sardónicamente—. Me recuerdan un poco a los habitantes del valle después del juicio.
—Yo no veo más que el resplandor —replicó Medianoche, para alejarse luego de Cyric.
—Tengo una vista estupenda, incluso de noche —dijo Cyric sin dejar de mirar a los peces que se destrozaban entre sí.
Medianoche no miró al ladrón.
—Como Kelemvor —dijo la maga en tono ausente, y se puso a recoger las cosas.
—¿Sigues pensando en él? —La voz de Cyric se volvió de repente tan fría como las gélidas aguas del río—. ¿Qué te pasa?
—Cyric, te agradezco todo lo que has hecho por mí…, y por Adon. De no haber sido por ti ahora estaría muerta. Lo sé, pero siento por Kelemvor algo que ni siquiera soy capaz de explicar. —La maga sacudió la cabeza y metió cuidadosamente el libro de hechizos en la talega.
Cyric permaneció en silencio. Parecía estar fascinado por los brillantes parásitos y la mancha de sangre que no dejaba de aumentar.
—Ya antes de la batalla, en el valle de las Sombras, Kel no quiso quedarse conmigo —dijo Medianoche en tono terminante—. Luego, en el juicio, yo estaba segura de que iba a morir y…
—Oye, Adon, ¿por qué no te das un baño? —gritó Cyric indicando al clérigo con un gesto que se acercarse.
—No empieces otra vez, Cyric —dijo Medianoche en tono de hastío mientras ataba los cordones de la talega que había llenado—. ¿Por qué te preocupas en dirigirme la palabra si no te interesa oír lo que tengo que decir?
—¿Sabes lo que me interesa? —gruñó Cyric, en cuclillas junto al río, con el resplandor rojo de sangre de los peces reflejándose en sus ojos. Llegar a Tantras con vida. Esas tablas son importantes y juntos podemos encontrarlas—. Se volvió para mirar a Medianoche, pero el resplandor rojo persistió en sus ojos incluso después de haber apartado el rostro del río.
Adon se había ido acercando a Medianoche y ahora estaba acurrucado a sus pies. El clérigo miraba a Cyric como si éste fuese un ser espantoso que hubiese salido arrastrándose del bosque. Medianoche terminó de arreglar la talega y se puso en pie sacudiendo la cabeza.
—Incluso con la ayuda de Elminster apenas fuimos capaces de acabar con Bane. Vamos a tenerlo muy difícil los tres para llevar a buen fin esta misión.
Cyric sonrió.
—En el viaje al valle de las Sombras llevaste a cabo algunos actos de magia realmente impresionantes. Hechizos que jamás habías estudiado aparecieron de pronto en las yemas de tus dedos. De tu lengua parecían fluir con facilidad conjuros que estaban más allá de tu adiestramiento. —El ladrón se puso de pie y extendió los brazos—. Tienes todo el poder que necesitamos… si nos mantenemos alejados de los dioses. Incluso así…
—El poder estaba en el medallón de Mystra —murmuró Medianoche—, y el medallón fue destruido en el templo de Lathander. El poder del que hablas ya no existe.
—¿Has intentado algún hechizo desde entonces? —preguntó Cyric caminando hacia la maga—. ¿Cómo sabes que aquélla chuchería no te ha dejado algún poder?
—No tengo ganas de precipitarme en el caos —respondió la maga de cabellos negros como ala de cuervo—. La magia sigue siendo inestable. No tengo intención de lanzar un hechizo a menos que lo necesite.
—¿Es ésta la única razón para echarte atrás? —preguntó Cyric—, ¿o lo único que ocurre es que tienes miedo?
—Ya no estoy en el juicio. —Medianoche cogió la talega y se dispuso a llevarla a la barca, pero antes de que pudiese volver junto a Adon, Cyric la agarró por el brazo.
—Contéstame a una pregunta —se apresuró a decir Cyric en tono pausado—. ¿Cómo lograsteis sobrevivir a la destrucción del templo? Yo estuve en las ruinas y examiné el lugar donde fuisteis encontrados. Había escombros por todas partes y sin embargo escapasteis sin un rasguño.
—Gracias a Tymora —murmuró Medianoche desasiéndose de la mano del ladrón.
Adon se levantó de un salto y se acercó a Cyric.
—Tymora está muerta —dijo en un susurro—. Todos los dioses están muertos.
Tanto Medianoche como Cyric se quedaron mirando fijamente al clérigo, el cual, acto seguido, se dirigió a la barca y saltó a su interior.
—Sólo la magia puede explicar lo que ocurrió en el templo, Medianoche —dijo finalmente Cyric—, tu magia. No sé cómo, pero aquel medallón te proporcionó cierto tipo de poder y nosotros necesitamos ese poder para recuperar las Tablas del Destino.
—¿Por qué tienes tantas ganas de encontrar las tablas? —preguntó ella, para luego pasar la talega a Adon, de pie ya en la barca.
—Porque otros las quieren. Muchos. Y eso hace que sean valiosas. —Cyric miró al río. El remanso rojo de sangre se había disipado—. Tal vez incluso de incalculable valor.
—¿Qué me dices de la advertencia de Mystra? —preguntó la maga—. Dijo que las tablas debían ser devueltas a las Esferas, a lord Ao, para que los dioses pudiesen regresar a sus casas y los Reinos volviesen a la normalidad.
—Si lord Ao paga el precio que yo quiero, se las entregaré gustoso; pero, hasta entonces, se trata simplemente de sobrevivir. —Cyric apagó el fuego y el campamento quedó sumergido en tinieblas.
—¡Es una locura! —dijo la maga entre dientes.
Cyric estaba cerca de la mujer.
—No… en absoluto, Medianoche. Nosotros hemos luchado contra los dioses. Los hemos visto morir. Ya no me asustan. —Cyric hizo una pausa, luego sonrió y susurró—: A decir verdad, los dioses no son diferentes de ti… o de mí. —A pesar de la oscuridad, ella vio el destello que había aparecido en los ojos de Cyric mientras hablaba.
Al cabo de un cuarto de hora, más o menos, los héroes estaban otra vez en medio del río, con la brillante luna iluminando su estela. La mujer se pasó la noche sentada en la proa o relevando de vez en cuando a Cyric en los remos, meditando todo el rato sobre lo que el ladrón había dicho acerca de los dioses y acerca de sus propios poderes.
Aquella noche la maga durmió poco. Sin embargo, como los dos días siguientes transcurrieron en calma, tuvo muchas ocasiones para descansar. Adon se iba volviendo cada vez más expansivo. La siguiente vez que le tocó remar a Medianoche, el clérigo sostenía el libro de hechizos abierto para que ella pudiese ir estudiando; pasaba las páginas y buscaba referencias específicas a petición de la muchacha.
Cyric se cansó de la carne seca y del queso, que eran sus provisiones, y se decidió a pescar desde la proa del esquife. El ladrón no contaba con arco ni con flechas, pero ató la amarra a la empuñadura de la daga y logró atravesar con éxito tres grandes platijas en los tres primeros intentos. En lugar de regocijarse ante los trofeos, fruto de su destreza, Cyric parecía defraudado, como si aquel deporte no implicase un verdadero reto.
A excepción de otro esquife que vieron navegar río arriba al cabo de una hora de haber dejado atrás el valle del Tordo, Cyric, Medianoche y Adon no se volvieron a encontrar con ninguna otra embarcación durante los dos días que llevaban navegando. Cercano ya el crepúsculo, cuando el cielo empezó a teñirse de un vivo color ámbar, Adon advirtió unas algas marinas doradas arrastradas por la barca, como si estuviesen enganchadas a la parte inferior de la embarcación.
Con mano firme, el clérigo extendió el brazo por encima de la borda y metió los dedos bajo la superficie del agua para cogerlas. Tenían la textura de una delicada mata de cabello humano que la fuerte corriente hubiera revuelto, pero sin lograr que pareciera enmarañada o desgreñada. Recuerdos de los dulces besos y de las caricias con que un gran número de mujeres lo había recompensado durante el corto espacio de tiempo que había vivido en los Reinos asaltaron al clérigo y una sonrisa cálida y maliciosa fue iluminando su rostro.
—¿Qué está haciendo? —exclamó Cyric desde la proa.
Medianoche levantó la vista de los remos.
—No está haciendo daño a nadie —contestó la maga con voz dulce—. Es agradable verlo feliz.
Un gesto de asentimiento casi imperceptible llegó del clérigo, que miraba fijamente la superficie del agua y trazaba delicadas formas sobre las algas doradas con las manos. Pero Adon se puso rígido cuando, de repente, notó algo sólido bajo su mano. El clérigo escudriñó las brillantes aguas doradas y vio a una hermosa joven, de cuerpo traslúcido, flotando en el agua junto a la barca. De hecho, las doradas algas eran sus cabellos. Mientras Adon contemplaba aquella visión, se abrieron unos brillantes ojos del color de la miel bajo la superficie del agua y la mujer, hermosa como una diosa, sonrió al clérigo y cubrió su mano con las suyas.
La mujer se elevó de pronto en el agua y Adon se quedó sin aliento y a Medianoche poco le faltó para que se le cayesen los remos de las manos. Cyric, precavido, sacó su daga y se agazapó en una posición defensiva pero, cuando se fijó en la mujer de cabellos dorados, todo su temor y toda su ira se desvanecieron. La daga resbaló de su mano y cayó al suelo de la barca produciendo un ruido sordo.
La mujer aparecía de pie, con el agua hasta la cintura, flotando en el río y siguiendo el ritmo de la barca. Vestía una túnica de tela blanca y de oro puro que se adaptaba a su figura de perfecta estatua. Su tez era clara y daba la impresión de ser vagamente fantasmal. A través de su forma maravillosa se vislumbraba la línea de la tierra. De sus hombros colgaba un chal blanco.
—¿Quiénes sois? —preguntó con una voz extraordinariamente dulce. Sus palabras hicieron eco en la superficie del río y llenaron el espacio de agua que había entre las orillas opuestas, cubiertas de árboles verdeantes.
Medianoche dejó de debatirse con los remos y habló con voz clara.
—Yo soy Medianoche del valle Profundo —dijo—. Mis compañeros son Cyric, detrás de mí, y Adon, junto a ti.
La mujer sonrió.
—¿Os gustaría… jugar?
Ante las palabras de la mujer de cabellos dorados la superficie del río se puso a burbujear. El esquife se balanceó hacia atrás y hacia delante amenazando zozobrar.
—No tenemos tiempo para juegos —declaró Medianoche levantando los remos y metiéndolos en la barca—. Estamos en una misión importante.
La mujer levantó una mano hasta el rostro de ojos del color de miel y acariciándose los labios con las yemas de los dedos, se echó a reír.
—¡Oh, eso parece muy excitante! —murmuró—. Pero, de verdad, creo que deberíais quedaros conmigo.
Unas chispitas de color ámbar brillaron en el aire que rodeaba la barca. La mujer de tez ambarina dejó de repente completamente paralizados a Adon y a Cyric. Los hombres, lívidos, se levantaron y se pusieron a mirarla, mientras la barca no dejaba de balancearse y zozobrar.
Medianoche observó a sus embelesados compañeros y comprendió lo que tenía delante: una nereida, un ser extraño de la Esfera Elemental Acuática. Asimismo, parecía que las leyendas que la maga había oído sobre aquellas caprichosas hadas acuáticas eran ciertas. Todos los hombres que miraban a una nereida se quedaban hipnotizados.
Antes de que la maga pudiese romper el hechizo de la nereida, oyó un repentino estruendo detrás de sí, se volvió y vio un túnel en el agua frente a la barca. Temiendo que pudiese arrastrarlos al fondo del río, Medianoche se apresuró a volverse hacia aquel misterioso ser de cabellos dorados.
—¡Si nos matas, no podremos jugar contigo! —exclamó Medianoche, mientras trataba de pensar rápidamente.
—Puedo jugar con vosotros vivos o muertos —replicó la nereida, para luego acariciar el rostro de Adon y soltar una risita—. Es lo mismo.
Desesperada, Medianoche cogió una de las bolsas de lona de provisiones.
—Podemos darte algo que contiene una gran magia. Pero sólo nosotros sabemos cómo utilizarla.
Y de pronto el túnel se hundió, en el preciso instante en que el esquife estaba a punto de caer en él. La embarcación se sacudió violentamente y una fina niebla cayó sobre los héroes. Ni Adon ni Cyric se movieron, tampoco ninguno dejó de contemplar a la mujer.
—Enséñamelo —dijo la nereida en un murmullo.
A continuación se puso de pie sobre la superficie del agua y comenzó a caminar sin dificultad alrededor de la barca, ajena al movimiento de la embarcación. Se deslizaba por el agua y sus pies no se levantaban del Ashaba.
Medianoche calculó cuánto tiempo necesitaría para lanzar un hechizo sencillo, pero decidió no hacerlo. «¡Si por lo menos hubiese algo en la bolsa capaz de ser usado contra aquella criatura!», pensó desesperadamente la maga, «o, mejor todavía, algo con lo que pudiese coger el chal». De dar crédito a las leyendas, el alma de las nereidas estaba dentro de aquel trozo de tela. Si Medianoche lograba apoderarse de él, podría ordenarle que los dejase en paz.
—¡Enséñamelo! —exclamó el ser de cabellos dorados.
El río cobró vida de repente. El agua se cuajó súbitamente para convertirse en una docena de reflejos centelleantes de la nereida. Las dobles del hada acuática se elevaron a cada lado de la pequeña embarcación y se agarraron a los bordes del esquife, que dejó de moverse.
Cuando el hada de ojos de color de miel se acercó más, Medianoche advirtió que no era de carne y hueso. Detrás de los delicados rasgos de la nereida podía verse agua arremolinada y resplandeciente, rebosante de rayos que corrían de un lado a otro. Dentro del cuerpo de la nereida quedó aprisionado el brillante resplandor del cielo, que se movía indolente al ritmo de ella. Aquella visión le recordó a la maga una luz atravesando un gran bloque de hielo.
Medianoche levantó las manos para lanzar un hechizo.
—¡Espera! —gritó una voz débil. Medianoche se volvió y vio, sorprendida, a Adon tender las manos hacia la nereida. Ésta, tal vez intrigada, se quedó inmóvil—. Eres tan hermosa —murmuró Adon con voz queda. Por el espíritu, profundamente afectado del clérigo, fluyeron recuerdos de Sune Cabellos de Fuego, la diosa de la Belleza.
La nereida sonrió, retrocedió unos pasos y se alisó los cabellos con las manos.
—En efecto, soy hermosa —dijo, y sus rasgos empezaron repentinamente a diluirse como cera bajo una llama. La juventud y la vitalidad desaparecieron de sus formas y, en su lugar, quedó la imagen de una bruja toda arrugada—. ¿Y ahora? —preguntó la nereida.
Adon se puso rígido y la luz ámbar del sol cayó sobre sus rasgos y llenó la hendidura de la cicatriz que recorría su rostro.
—Para mí es lo mismo —dijo—. Completamente lo mismo.
La nereida volvió a cobrar forma hasta que su configuración fue la de una hermosa joven.
—Estás enamorado de mí —afirmó de modo terminante—. Harías cualquier cosa que yo te pidiese.
En una ocasión, cuando Adon, Medianoche, Kelemvor y Cyric se metieron en las ruinas del castillo de Kilgrave en una misión destinada a rescatar a la diosa de la Magia, el dios de la Lucha acosó a los héroes con visiones de sus más fervientes deseos. Adon vio a Sune Cabellos de Fuego y estuvo a punto de sucumbir a la ilusión. Le salvó la intervención de sus amigos.
Ahora, mientras Adon contemplaba la belleza de la nereida, con mirada embelesada, algo en lo más recóndito de su ser le recordó aquella ilusión. El clérigo notó que le temblaba el labio inferior.
—No… —dijo con un hilo de voz que parecía un gruñido—. No, creo que no. —Adon se movió a la velocidad del rayo y tiró del chal que la nereida llevaba sobre los hombros.
—¡No! —exclamó ella, a la vez que trataba de recuperar el chal.
En aquel mismo momento, las dobles acuáticas de la nereida levantaron la barca de la superficie del río.
Adon se desplomó sobre Medianoche y ambos cayeron al suelo del esquife con brazos y piernas entrelazados. Cyric, por su parte, seguía en la popa. También él estaba tratando de apoderarse del chal. Medianoche vio que la daga del ladrón estaba al alcance de su mano y se hizo con el arma, y luego cogió el chal de manos de Adon.
—¡Bájanos! —gritó Medianoche, para luego poner el chal doblado sobre la afilada hoja.
Las criaturas acuáticas dejaron inmediatamente la barca sobre la superficie del río. Cyric se cayó hacia atrás, se golpeó la cabeza y se quedó inmóvil. La nereida lanzó un grito de dolor.
—¡Por favor! —rogó con un lastimero tono de voz que parecía un susurro—. ¡Deja mi chal!
—Yo pensaba que querías jugar —dijo Medianoche con voz serena pero fría.
El único sonido que Adon y Medianoche oyeron durante un rato fue el gorgoteo uniforme del río. Luego, de repente, una tenue niebla acarició con su fría sensación sus cogotes. El clérigo se volvió y vio a la más próxima de las dobles de la nereida retorcer el rostro hasta convertirlo en un semblante espantoso y ponerse a sisear amenazadora.
—¡Haz que desparezcan tus sirvientes! —ordenó Medianoche, a la vez que apretaba la daga contra el chal—. ¡Déjanos en paz!
Las formas acuosas empezaron a dispersarse con un ruido ahogado de salpicaduras y de ellas escaparon una serie de gritos sofocados. La nereida entornó sus dorados ojos y la embarcación empezó repentinamente a ponerse en movimiento. Las formas que habían estado flanqueando la barca volvieron a su estado acuoso original.
—¡Adon, coge los remos! —gritó Medianoche cuando la corriente del río hizo girar la barca y empezó a arrastrarla río arriba. El clérigo asió los remos y trató de controlar la embarcación.
Cyric emitió un gruñido y se sentó en la popa. De pronto la nereida apareció junto al ladrón, lo cogió por los brazos y trató de sacarlo de la barca. Sin embargo, antes de que ella pudiese hacerse con su rehén, Adon cerró fuertemente sus manos alrededor del tobillo derecho de Cyric, al tiempo que Medianoche metía la daga dentro del chal.
La nereida se quedó inmóvil un momento, sin soltar los brazos del ladrón. Unos violentos y dolorosos estremecimientos recorrieron seguidamente todo su cuerpo. El hada lanzó un suspiro estridente y quejumbroso y se hundió en el agua.
Adon arrastró a Cyric hasta el interior de la barca. El ladrón temblaba sin poderse controlar. Mientras Cyric se frotaba la dolorida cabeza y miraba a su alrededor en un intento de recordar qué le había ocurrido después de la aparición de la nereida, Adon permaneció de pie junto a él, con un sonrisa en los labios.
El hermoso chal blanco que Medianoche tenía en las manos se fue volviendo negro y empezó a desmenuzarse. La maga bajó la vista al agua, pero la nereida había desaparecido, había regresado a la Esfera Elemental Acuática. Sacudiendo la cabeza, Medianoche arrojó el chal hecho jirones al Ashaba y se quedó observando cómo se alejaba flotando por el agua.
Fzoul Chembryl, al borde de la muerte, yacía sobre un basto jergón de paja. Su mirada se perdía en la débil luz ámbar del cielo vespertino a través del tejado derruido de una granja desierta del valle de la Daga, ocupado por los zhentileses. Los hombres del valle, a pesar de las bajas que habían causado en los ejércitos de Bane en la batalla del valle de las Sombras, no habían tratado de arrojar a los zhentileses de aquel reducto rural situado al oeste de sus tierras. Por el momento Fzoul se sentía a salvo.
El hombre herido pensaba que aquél era un lugar innoble para convertirse en su tumba. Él, poderoso sacerdote del dios de la Lucha, líder de la organización Zhentarim después de Manshoon, iba a morir en una apestosa y calcinada choza de un territorio conquistado. Fzoul se preguntó si Zhentarim, la legendaria y secretísima organización leal al dios de la Lucha, enviaría a gente en su busca. El sacerdote sonrió con tristeza y abandonó la idea, seguro de que la mayoría de los miembros de Zhentarim se sentirían felices de verlo morir.
—La confianza excesiva en nosotros mismos nos ha costado todo esto —murmuró el sacerdote pelirrojo en voz alta, a pesar de que estaba sólo—. Y tu codicia, Bane, tu locura y tu codicia…
Fzoul intentó moverse, pero no pudo. El dolor que sentía en el pecho era como las dentelladas de un perro furioso que lo atacaban cada vez que era lo bastante estúpido como para olvidar la herida que había sufrido en el ataque al valle de las Sombras.
El sumo sacerdote de Bane entró en un estado de delirio, como le ocurría con frecuencia los últimos días, y a su mente acudieron los acontecimientos más recientes. Fzoul recordó de pronto cuando descubrió que Tempus Blackthorne, el ayudante y emisario escogido por Bane, había muerto víctima de la omnipresente inestabilidad de la magia. Bane decidió entonces repartir las obligaciones de Blackthorne entre Fzoul y Sememmon Influencia Funesta, muchas veces su rival.
Con la mente bullendo de planes sobre cómo podría explotar su nueva posición y cimentar la base de su poder, Fzoul aceptó el puesto con un entusiasmo que no había experimentado desde hacía años. Pero este entusiasmo no tardó en desvanecerse al enterarse de los secretos del dios hecho carne. Lord Black tenía que comer, tenía que beber y dormir como cualquier ser humano. Si el dios caía herido, sangraría como otro hombre cualquiera. Con repugnancia, Fzoul se vio obligado a atender las necesidades humanas de su señor y a proteger los secretos de lord Black a toda costa.
Los recuerdos siguieron acudiendo a la mente de Fzoul. Sin apenas darse cuenta, los preparativos para la batalla del valle de las Sombras se pusieron en marcha y Sememmon fue escogido para recorrer con lord Bane todo Voonlar. A Fzoul se le asignó la tarea de cruzar el puente Ashaba con un ejército de quinientos hombres, tomar la ciudad por retaguardia y apoderarse de la torre Inclinada.
Los defensores del valle de las Sombras, poco dispuestos a permitir al ejército de Fzoul la victoria fácil que los zhentileses esperaban, destruyeron el puente. Peor le fue al sacerdote, que quedó aislado lejos del grueso de sus tropas, cuando el puente cayó, y para colmo, el comandante de los hombres del valle apostados en el puente —un hombre delgado, moreno y con nariz aguileña— lanzó una flecha que le atravesó el pecho. El sumo sacerdote cayó desde el puente a las agitadas aguas, donde la corriente antinatural lo arrastró río arriba con un puñado de supervivientes. El pequeño grupo de soldados luchó unido para seguir con vida. Alcanzaron la orilla y encontraron una cuadrilla de zhentileses que habían sido allí apostados para vigilar la carretera utilizada para el abastecimiento.
Debido a las heridas, el sumo sacerdote pelirrojo no pudo realizar el viaje de regreso a Zhentil Keep; sabía que no lograría sobrevivir al viaje. La granja era el refugio más próximo que los soldados zhentileses encontraron.
—¡He derramado mi sangre en tu nombre y tú me has abandonado! —exclamó Fzoul, furioso—. ¡Maldito seas, Bane!
Ahora, obligado a poner su vida en manos de sus subordinados, Fzoul yacía sobre aquel montón de paja sucia y hacía esfuerzos para alejar de su mente la absoluta certeza de su muerte inminente. Miraba al cielo color ámbar a través del tejado en ruinas cuando el sumo sacerdote se percató de que la luz se estaba volviendo más brillante y más intensa. Finalmente, el color del cielo se oscureció hasta volverse rojo como la sangre y unos rayos de luz atravesaron la oscuridad de la granja como si las ventanas de tablas clavadas se hubieran abierto de golpe.
—¡Ayudadme! —gritó Fzoul.
A pesar del dolor que sentía en el pecho, trató de incorporarse, cuando una mano esquelética cayó sobre su pecho obligándole con suavidad a tumbarse de nuevo. El sumo sacerdote descubrió que tenía delante un rostro más parecido al de un cadáver abandonado en el campo de batalla que al de un ser vivo.
—¡Zhentileses! ¡A mí! —gritó Fzoul.
Trató al mismo tiempo de apartarse de aquella horrible cosa en estado de descomposición que estaba ante él con la mano sobre su pecho, ahora con movimientos convulsos por el dolor después del esfuerzo que había hecho para gritar.
La figura esquelética hizo una mueca que quería ser una sonrisa.
—¡Ay, Fzoul Chembryl, sacerdote de Bane!, los zhentileses que estaban acampados fuera de la choza se han… ido. —Retiró la mano del pecho del sacerdote—. Confío en que sabrás quién soy.
—Entonces… es que has venido a buscarme —susurró Fzoul, para seguidamente cerrar los ojos.
—No hace falta que te pongas tan melodramático —dijo Myrkul—. Todo el mundo conoce mi sello tarde o temprano. Pero ello no significa que haya llegado el momento de que entres en mi reino.
Fzoul trató de ocultar su temor.
—¿Qué te propones?
El dios de la Muerte levantó su mano huesuda y tamborileó con las puntas de los dedos en su blanca barbilla. El sonido producido era agudo y penetrante.
—No es mi proposición lo que debes estudiar. —Myrkul suspiró—. Estoy aquí en calidad de, digamos, agente de tu señor, de tu dios, el inmortal dios de la Lucha.
Al sumo sacerdote se le escapó una sardónica carcajada.
—Fíjate en mí —dijo a continuación—. ¿Qué puede querer lord Bane de mí? Apenas puedo respirar.
—La mutación de lord Bane fue destruida en la batalla del valle de las Sombras, en el templo de Lathander —declaró Myrkul de forma terminante—. Has sido escogido para tener el gran honor de albergar la esencia de lord Bane. —El dios de la Muerte recorrió la cabaña en ruinas con la mirada y volvió a reírse.
—¿Y mis heridas…? —se apresuró a preguntar Fzoul.
—Para un dios eso no es nada. Puedes curarte y puedes vivir la gloria con la que has soñado toda tu vida. —Myrkul se volvió hacia el sumo sacerdote y suspiró.
Los rasgos del sacerdote reflejaban inquietud.
Myrkul sacudió la cabeza y una tira de carne suelta golpeó uno de sus pómulos.
—Ahórrame tus negativas —dijo—. De sobras es conocido cómo sabes maquinar en tu propio beneficio.
—¿Por qué lord Bane no se limita a tomar posesión de mí? —quiso saber Fzoul. El sumo sacerdote trató de incorporarse de nuevo pero no pudo—. Es evidente que yo no podría hacer nada por detenerlo.
—Si lord Bane tomase simplemente posesión de ti, tu identidad y tus recuerdos correrían peligro. Lord Black lo que quiere es asimilar tu ser hasta hacerlo suyo, pero no puede lograrlo sin tu cooperación —dijo Myrkul. Bostezó.
Ahora el dolor que Fzoul sentía en el pecho era espantoso y el sacerdote jadeaba con movimientos convulsos.
—¿Por qué…, por qué no viene él mismo? —preguntó respirando con dificultad.
—Lo ha hecho —contestó Myrkul en voz baja y acompañando sus palabras de una leve sonrisa—. Mira a tu alrededor.
La neblina color sangre que Fzoul había confundido con el cielo entraba ahora flotando en la cabaña a través de la abertura del techo y se desplazaba lentamente hacia el sumo sacerdote.
—¿Morir o vivir? —preguntó el hombre esqueleto—. A ti te toca decidir.
Fzoul vio que la masa roja se volvía más brillante y que empezaba a latir al ritmo de su propio corazón. Del centro de la nube salió una llama negra.
—¡Quiero vivir! —gritó Fzoul mientras la llama atravesaba el aire. La energía negra entró en su cuerpo a través de la herida de su pecho.
—¡Ay, lo sabía! —suspiró el dios de la Muerte.
Dio un paso atrás y vio que el cuerpo de Fzoul empezaba a retorcerse. De los ojos, de la nariz y de la boca del sumo sacerdote salían ráfagas de luz, rojas unas, negras otras.
La esencia negra de Bane se puso a lanzar maldiciones dentro de su cuerpo y el sumo sacerdote notó que su carne se entumecía. Se redujo el flujo de sangre de Fzoul para luego detenerse un momento, como vencido por la presencia del malvado dios, pero cuando la chispa de divinidad se fusionó con la humanidad, los órganos internos del sacerdote quedaron como si hubieran sido violados y Fzoul sintió que el flujo de maldad de Bane ascendía por su ser: esa sensación le produjo un gran placer.
Sin embargo, esta agradable sensación duró poco. A medida que recuerdos y deseo se ponían al descubierto para lord Black, un repentino dolor empezaba a recorrer su conciencia. Luego ese sufrimiento se mitigó y se oyó la voz de Bane dentro de la mente del sumo sacerdote.
No albergues duda alguna sobre quién tiene el control, dijo el dios de la Lucha en un gruñido. Como si tratase de acostumbrarse a su nueva casa, la mente del dios se revolvió y llenó más espacio. Tu cometido será simple. Si me traicionas o te rebelas siquiera una vez, te destruiré.
Volvió de nuevo aquella sensación apagada y Fzoul notó vagamente el frío de la noche que entraba por arriba. Se preguntó a sí mismo cuánto tiempo habría transcurrido e intentó dar voz a su pregunta. No se sorprendió demasiado cuando las palabras no salieron de su boca.
El sumo sacerdote, desde algún lugar recóndito de su mente, vio cómo su propia mano se alzaba delante de los ojos, cómo la mano se fue convirtiendo en puño, cómo se abría luego y pasaba por encima del herido y ensangrentado pecho. La herida desapareció al instante y Fzoul advirtió que se estaba incorporando.
—Myrkul, ayúdame —dijo lord Black con la voz del sumo sacerdote. Se sentó sobre el duro jergón de paja y se estiró.
—Ya no es necesario, lord Bane —repuso Myrkul con voz tranquila, a la vez que hacía una reverencia—. Cuando te haya dejado en Zhentil Keep, tendrás que atender a tus propias necesidades. Es preferible que empieces ahora.
Lord Black lanzó un gruñido.
—¡Te estás pasando de la raya, Myrkul! ¡No permitiré esta insubordinación!
A continuación el dios de la Muerte se inclinó de nuevo y abrió sus brazos, momento en que lord Bane consideró la idea de golpear al dios esqueleto. «O quizá —pensó—, podría lanzar un hechizo. Nada que contenga demasiado poder, naturalmente, pero sí lo bastante fuerte como para demostrarle a Myrkul quién manda aquí».
Fzoul, que miraba con unos ojos que ya no estaban bajo su control, trató de gritar. ¡Bane los destruiría a los dos si intentaba evocar un hechizo y fallaba!
—Acuérdate de cuál es tu sitio —espetó Bane.
Myrkul asintió y Fzoul se dio cuenta de que se estaba hundiendo en lo más recóndito de su propia mente.
—Te pido perdón, lord Bane —murmuró el dios de la Muerte—. Han sido momentos muy difíciles y agotadores para mí. ¿Estás preparado para volver al templo de las Tinieblas de Zhentil Keep?
Bane se pasó las manos por el cuerpo de su mutación. Había transformado su encarnación previa en algo que era más que un hombre, era un ser espantoso con garras afiladas y una piel dura y tostada que sólo podían penetrar los más afilados instrumentos. Aquella carne pálida y vulnerable del sumo sacerdote hacía que el dios de las Tinieblas se sintiese incómodo. Myrkul había abogado en favor del nuevo aspecto de Bane, argumentando que los humanos confiarían más fácilmente en el dios si éste se parecía a uno de ellos. Aunque a regañadientes, Bane accedió. Al fin y al cabo, su táctica previa, la de obligar a la sumisión infundiendo temor, había sido un fracaso bastante claro. Después de la derrota del valle de las Sombras, iba a tener que recuperar la confianza de sus seguidores.
El dios de la Lucha se estremeció al caer en la cuenta de que su poder en los Reinos se limitaba a la suma de todos sus adoradores. Aquella idea le daba asco.
—Sí —dijo lord Black al cabo de un momento, suspirando—. Llévame a mi templo de Zhentil Keep.
Después de crear una puerta mágica, Myrkul se apartó a un lado e hizo señas a Bane para que avanzase. Lord Black vio a través de la abertura las aparentemente desiertas calles de Zhentil Keep. Bane cruzó la puerta. Un momento más tarde, lord Black estaba en un callejón oscuro infestado de ratas. Un ratero lanzó un grito cuando la mutación de Bane apareció súbitamente cerca de él. El mugriento ladrón se apresuró a huir del callejón y echó a correr calle abajo presa del pánico.
—Bien, empezamos de nuevo, Myrkul —dijo Bane. Contempló a lo lejos los parcialmente reconstruidos capiteles de su templo. Al no recibir respuesta, lord Black se volvió y descubrió que la puerta había desaparecido y que el dios de la Muerte no estaba a la vista.
Mientras salía del callejón, Bane pensó que no importaba, que, por el momento, Myrkul había cumplido su función.
Caminó por la ciudad esquivando a los pobres y a los desamparados que pasaban por su lado. De cada sombra salían sonidos que podían proceder de ladrones o de negreros cayendo sobre nuevas víctimas y esto le hizo acelerar el paso hasta acabar corriendo por las calles, con la vista fija en los capiteles de su templo. Al doblar la última esquina y encontrarse ante el templo, Bane distinguió delante de él a varios guardias.
—¡Guardias! —gritó lord Black con la voz de Fzoul. Cuando uno de ellos se adelantó con la espada levantada, se detuvo.
—¡Aquí no se viene a buscar comida gratis! —dijo el guardia con un gruñido, a la vez que miraba la ropa andrajosa de la mutación bajo una mano negra sobre un campo rojo, el mismísimo símbolo de Bane que llevaba pintado en la cara—. ¡Aléjate inmediatamente!
—¿No me reconoces, Dier Ashlin? —preguntó Bane, pasándose la mano por la maraña de su pelo rojo.
El guardia entornó los ojos para escudriñar al hombre cansado y mugriento que tenía delante, vestido con los restos andrajosos de un uniforme de oficial. La camisa del hombre pelirrojo estaba salpicada de sangre y su rostro sudoroso y sucio. Pero ni siquiera la mugre y la sangre evitaron que el guardia tardarse mucho tiempo en reconocer la identidad de Fzoul Chembryl.
—¡L-Lord Fzoul! —gritó Ashlin, y bajó inmediatamente la espada.
—Así es —gruñó el dios de la Lucha—. Llévame dentro. Llevo viajando desde que terminó la batalla para llegar hasta aquí.
—Querréis decir la carnicería —murmuró Ashlin mientras se volvía y se encaminaba a la parte frontal del templo.
Lord Black tuvo ganas de matar al guardia sin mediar palabra, pero algo dentro de él, tal vez Fzoul, le dijo que no era el momento de derramar más sangre. Para el dios de la Lucha era el momento de reconstruir su reino.
Cuando entraron en el templo de las Tinieblas, parcialmente reconstruido, lord Bane se quedó impresionado ante la cantidad de trabajo que se había llevado a cabo desde la última vez que estuvo allí. Desgraciadamente, la batalla del valle de las Sombras había alejado a muchos de sus hombres de la tarea de reconstruir el templo. De hecho, ahora, a excepción de los guardias, los heridos que habían sobrevivido al viaje desde el valle de las Sombras y un puñado de devotos adoradores, el templo estaba desierto.
—¿Quién está al cargo del templo ahora que Bane ha desaparecido? Supongo que ha sido Sememmon quien ha tomado el mando —dijo Bane cuando se detuvo a mirar por una ventana.
Ashlin se encogió de hombros.
—Sememmon fue herido en el campo de batalla del valle. Algunos de nuestros hombres dicen haber visto cómo lo sacaban de allí, pero desde entonces nadie lo ha vuelto a ver.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de la mutación.
—¡Entonces la ciudad está de nuevo en manos de incompetentes! —dijo el dios de la Lucha refunfuñando. Después de apretar los puños, Bane se volvió al guardia—. ¿Y lord Ajedrez?
—Sí —murmuró Ashlin—. Habiendo desaparecido Bane, sin conocer vuestro paradero ni el de Sememmon, y con Manshoon escondido en alguna parte, lord Ajedrez no veía razón alguna para continuar trabajando en la construcción del templo, y así está. ¡Corre el rumor de que ese puerco de Ajedrez quiere convertirlo en un prostíbulo!
Los hombros de la mutación se pusieron rígidos.
—Me gustaría ver a lord Ajedrez esta noche. —El dios de la Lucha se volvió hacia la ventana y miró las calles, sucias y llenas de escombros, que rodeaban el templo de las Tinieblas.
—Sí, lord Chembryl —dijo Ashlin, y se volvió para retirarse.
—¡Espera! ¡No te he dicho que te marches! —gritó lord Black sin volverse de la ventana. El guardia se detuvo en seco—. Quiero que convoques también a otros…
Durante las horas siguientes, Bane estuvo retirado en sus aposentos privados, situados detrás de la sala del trono, y se preparó para la reunión que había convocado. Lord Black se hizo llevar la ropa de ceremonia que Fzoul había dejado en sus alojamientos antes de la batalla. Se bañó y, cuando sus invitados empezaron a llegar, estaba ya vestido.
Cuando los murmullos de la sala se convirtieron en una algarabía, Bane abrió un pequeño panel secreto que daba a esa habitación, y observó a los reunidos. Los miembros de Zhentarim, la Red Negra de Bane, como la llamaban algunos, guardaban silencio. No era éste el caso de los hombres de Ajedrez, formados por los oficiales de alto rango de la ciudad y los cabecillas de la milicia.
—¡Lord Bane nos ha abandonado! —gritó alguien—. Quien debe gobernar ahora la ciudad es lord Ajedrez.
—¡Bane nos ha traicionado! —exclamó otra voz—. ¡Metió a nuestras tropas en una trampa mortal en el valle de las Sombras! ¡Luego nos abandonó para ser torturados por los hombres del valle!
Un fragor de aprobación surgió del grupo de la milicia que estaba cerca del puesto de escucha de Bane. El dios de la Lucha pensó que había llegado el momento de hacer su aparición. Ahora que estaban agotados de tanto despotricar, no resultaría difícil manipularlos.
Cuando la mutación de Bane apareció detrás del gran trono negro que dominaba la sala, algunos de los gritos se acallaron. Sin embargo, persistió un fuerte murmullo de conversaciones en la estancia, interrumpido de vez en cuando por una maldición o una amenaza. Lord Black levantó las manos y el murmullo también se desvaneció.
—¡Estoy aquí para volver a unificar Zhentil Keep! —exclamó la mutación.
Bane se dirigió al trono. Una vez allí, se volvió a los presentes, ahora casi en completo silencio, y esbozó una sonrisa amplia y maliciosa. A continuación se sentó en el trono.
La sala estalló en gritos sofocados y en exclamaciones de indignación.
—¡Esto es un insulto! —exclamó un sacerdote de rostro moreno y curtido—. ¿Se nos ha sacado de nuestras casas en plena noche para presenciar un sacrilegio? ¿Cómo explicas esto, Fzoul?
—Con sangre —dijo el sacerdote pelirrojo, y volvió a levantar los brazos—. Contesto a tu requerimiento con sangre, pues yo no soy Fzoul Chembryl, a pesar de que su carne alberga mi esencia. Yo soy vuestro señor y maestro, ¡y os inclinaréis ante mí!
El sacerdote de rostro moreno dio un grito, se llevó las manos a los ojos y se desplomó en el suelo. A la mente del sacerdote acudieron visiones de un mundo controlado por el dios de la Lucha. Por los ríos de Faerun fluía sangre y la propia tierra se sacudía bajo las pisadas de los poderosos ejércitos de Bane. Y allí, en medio de la carnicería y de la destrucción, el sacerdote se vio a sí mismo cubierto con la sangre y las alhajas de los vencidos.
Después de ponerse de rodillas, el sacerdote apartó las manos y dejó al descubierto unos ojos brillantes inyectados en sangre.
—¡Bane ha regresado! —exclamó el sacerdote—. ¡Nuestro dios ha regresado para liberarnos!
—Todos mis hijos conocerán mi gloria —susurró Bane y, al cabo de un momento, toda la sala se llenó de los gritos que lanzaban sus seguidores, exultantes con la visión de conquista y poder que les ofrecía Bane.
Los fíeles del dios, mirando a través de una niebla roja como la sangre, que era como un recordatorio de su verdadera lealtad, permanecían delante de su señor a la espera de que impartiera sus órdenes.
—En primer lugar, hemos de descubrir la fuerza de nuestros enemigos y hacer venir a nuestros espías del valle de las Sombras —exclamó Bane. Luego señaló a un oficial de pelo grasiento que permanecía encogido de miedo cerca del trono y le dijo—: Quiero conocer la suerte de quienes se enfrentaron a mí en el templo de Lathander. ¡Si Elminster o aquella lacaya de Mystra de pelo color de ala de cuervo está todavía con vida! ¡Quiero que me los traigáis aquí!
El ministro de Defensa se inclinó delante de lord Black y se dispuso a abandonar la sala del trono.
—Claro, lord Bane —iba murmurando una y otra vez el ministro mientras se apresuraba a salir de la sala.
—Y ahora tenemos que dedicarnos a la situación de Zhentil Keep —prosiguió el dios de la Lucha para luego volverse hacia todos y cada uno de los rostros que llenaban la sala del trono—. Antes de alcanzar la grandeza a la que está predestinado nuestro futuro, debemos erradicar el descontento, el temor y la confusión de nuestra gente.
»Recorreremos las calles de la ciudad esta misma noche y extenderemos la noticia de mi regreso. Las llamas de esperanza que iluminan vuestros ojos se convertirán en un infierno. ¡Juntos podremos desvanecer las dudas de la gente y dar comienzo a una nueva era!
La sala de audiencias se llenó de gritos de agradecimiento y de exclamaciones de apoyo a lord Black. Volvía a dominar a sus seguidores con mano de hierro.
Cuando el delirio alcanzó su punto culminante, el dios de la Lucha levantó el puño y habló de nuevo.
—¡Juntos triunfaremos allí donde los dioses solos fracasarían!
Los adoradores de Bane se apartaron cuando su dios se levantó del trono y recorrió el centro de la sala. El dios de la Lucha permaneció un momento entre sus ruidosos seguidores, luego acompañó a la multitud hasta las puertas del templo y la noche que había más allá.