Elminster y los héroes volaron sobre Tantras y contemplaban desde arriba el caos que se había apoderado de la ciudad. La gente corría desesperada por las calles y seguían muriendo adoradores de Torm. Cuando entregaban sus vidas al dios del Deber, sus almas —unos rayos azules de luz— recorrían las avenidas formando hermosos dibujos. Luego las almas se mezclaban unas con otras y fluían hacia la mutación de Torm.
Asimismo, toda la fuerza militar de Tantras se había puesto en acción. Los soldados trataban de dirigir a la gente que huía de las mutaciones hacia la guarnición del sur. Sin embargo, la mayoría de los habitantes de Tantras estaba ya corriendo a la desbandada en aquella dirección. En el puerto, los barcos se preparaban para la batalla y se cargaban las catapultas del espigón. La pequeña flota zhentilesa permanecía fuera del alcance de las armas y no hacía movimiento alguno para adentrarse en el puerto.
Kelemvor no había volado nunca y el fino aire de las alturas que acariciaba su rostro lo mareaba y le daba vértigo. El guerrero de ojos verdes levantó la vista y se maravilló de lo cerca que estaba de las nubes y de la gran distancia que debería recorrer antes de llegar al suelo si fallaba el hechizo de Elminster.
También para Adon volar era una novedad, pero él observaba la ciudad, no el cielo. Lo embargaba una extraña sensación de perplejidad. Se preguntó si era así como los dioses veían Faerun desde los cielos. ¿Un mundo lleno de miles de diminutos seres que corrían frenéticamente de un lado a otro? El clérigo se estremeció y cerró los ojos.
Medianoche volvió la mirada hacia el templo y vio a Torm cerca de la costa del estrecho del Dragón, en el borde de un acantilado de gran altura. Una enorme y oscura forma cubierta de púas salía del agua. La maga recordó la batalla de Mystra con Helm cerca del castillo de Kilgrave y una gran tristeza se apoderó de su alma. Medianoche supo en aquel momento que Mystra no sería el último dios que ella vería morir antes de que las Tablas del Destino fuesen devueltas a lord Ao.
Elminster, por su parte, miraba fijamente hacia delante y se concentraba sólo en mantener el hechizo de vuelo.
A corta distancia estaba el claro donde se hallaba el altar de Mystra. Los héroes no tardaron en distinguir el campanario que albergaba la campana de Aylen Attricus. Al cabo de unos minutos, Medianoche y sus aliados estaban al pie del ancho obelisco de piedra.
Medianoche se volvió hacia el norte. Torm permanecía inmóvil y observaba a Bane, que ahora estaba ya en la orilla.
—¡La batalla no ha empezado todavía! —exclamó la maga de cabello color ala de cuervo—. ¡Aún hay tiempo!
El anciano de cabello blanco se precipitó a la entrada del campanario e indicó a Medianoche que lo siguiera. Apenas entró en el campanario, cesaron todos los ruidos. Medianoche se reunió con él. Elminster, perplejo, miró a su alrededor.
Sin perder un segundo de tiempo para explicar el silencio mágico, Medianoche levantó la vista y vio la cuerda enrollada junto a la campana, a casi treinta metros de ellos. Maldijo para sus adentros y subió corriendo la estrecha escalera de caracol que daba a la campana. Una vez arriba, después de mirar por la ventana y ver a lord Black caminar hacia el avatar de cabeza de león, desenrolló la cuerda y dejó caer el extremo para que lo cogiese el mago.
«¡Tañe la campana!», gritó Medianoche para sus adentros, luego hizo gestos frenéticos en dirección de Elminster para indicarle que debía tirar de la cuerda. Desde la ventana, vio que el gigante de obsidiana estaba más cerca de Torm. Kelemvor y Adon aparecieron en la puerta. El silencio sobrenatural los dejó a ambos desconcertados.
Elminster indicó a Medianoche con un gesto que bajase. El anciano no sabía qué reacción iba a desencadenar la campana y no quería que Medianoche fuese herida innecesariamente cuando él se pusiera a tocarla.
Medianoche estaba a unos seis metros del pie de la larga escalera de caracol cuando el sabio se enrolló la cuerda alrededor de las manos y tiró de ella con todas sus fuerzas.
Nada ocurrió, nada.
Elminster volvió a intentarlo, pero la campana no emitió sonido alguno. Ni siquiera se movió. Adon y Kelemvor cogieron la cuerda y los tres intentaron hacer sonar la campana. Siguió sin suceder nada.
Con el rostro congestionado y sudando, Elminster apretó los dientes y señaló a Medianoche, que acababa de llegar. El anciano apartó a Kelemvor y a Adon de un empujón y tendió la cuerda a la maga.
La mujer de cabello negro hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y tomó la cuerda. Su tacto era frío y, cuando la envolvió con sus manos para sujetarla con firmeza, tuvo la sensación de que le ardían las sudorosas palmas. Pensó en los miles de personas de la ciudad que morían a causa de Torm y de Bane y en quienes ya habían entregado sus vidas. En sus temblorosas manos estaba el poder de salvar a la ciudad. Medianoche contuvo el aliento y tiró de la cuerda con todas sus fuerzas.
El tañido que resonó en el campanario fue tan tenue que Medianoche temió haberlo imaginado. Luego la maga notó una ráfaga de viento frío procedente de arriba. Levantó la mirada y vio que la campana estaba ahora rodeada de una suave neblina color ámbar. Sobre la superficie de la campana bailaba una luz negra que salía por los huecos del campanario.
—¡Por regla general uno no se puede fiar de ellas, pero esta vez la profecía se ha cumplido! —exclamó Elminster aplaudiendo a más no poder—. Para salvar la ciudad hacía falta una mujer con poder.
Kelemvor y Adon salieron corriendo del campanario y vieron que la luz negra se extendía hasta unos treinta metros a la redonda. Los rayos de luz se detuvieron como si hubiesen llegado a una barrera. Luego, la luz formó una compleja red de arcos cuyos extremos llegaron hasta el suelo, formando la estructura de una bóveda. La neblina color ámbar se apartó de la campana y llenó los huecos que había entre los arcos de luz, hasta que la zona que rodeaba al campanario quedó envuelta en un escudo misterioso.
El guerrero de ojos verdes corrió hasta el extremo de la bóveda, cogió una piedra y la lanzó a la barrera. La piedra rebotó en la cortina ámbar como si se hubiese estrellado contra un muro sólido. Seguía viéndose la ciudad más allá de la bóveda y Adon observó que los avatares estaban todavía en el norte, al otro lado de la muralla de Tantras.
También Elminster estaba mirando más allá de la barrera, pero desde el interior de la torre. Se volvió a Medianoche, que seguía con las manos alrededor de la cuerda y había cerrado los ojos. Se sentía como si su cuerpo se hubiera quedado sin fuerzas.
—¿Estamos a salvo? —preguntó en voz baja.
—¡Nosotros sí, pero la ciudad no! —exclamó Elminster—. ¡Tienes que volver a intentarlo! La campana tiene que sonar con la máxima intensidad para que su tañido abarque a toda la ciudad.
Con la frente bañada de sudor. Medianoche miró la campana y soltó la cuerda. Ésta se quedó colgando delante de ella. Pensó que si no lo conseguía, ella sería responsable de toda la sangre derramada en Tantras. Pero la primera vez había dado todo lo que tenía y la campana apenas había sonado.
Medianoche suspiró. «El deber sobre todas las cosas», recordó con amargura. Bajó la vista a la bolsa que contenía la Tabla del Destino, apartó este pensamiento de su mente y volvió a coger la cuerda.
Elminster le dio la espalda a la maga de pelo negro y miró por la puerta al otro lado de Tantras.
Al otro lado de la ciudad, Torm y Bane estaban frente a frente en el borde de un acantilado que dominaba el estrecho del Dragón. Ambas mutaciones habían alcanzado ahora una altura de más de treinta metros. Ambos dioses estaban estudiando a la mutación de su adversario cuando una fría sonrisa apareció en el rostro de lord Black.
—Lord Torm —comenzó diciendo Bane en un murmullo suave—. Mis espías me dijeron que estabas en Tantras, pero en ningún momento esperaba un recibimiento tan espectacular.
—¿Es verdad? —dijo el dios del Deber, y los aterradores rasgos del avatar se retorcieron mientras hablaba.
—Como no te expliques un poco mejor… —dijo Bane suspirando.
—¿Robaste las Tablas del Destino? —gritó Torm, cuya voz resonó por toda la ciudad—. ¿Eres tú uno de los responsables del caos que se ha apoderado del mundo?
—No puedo otorgarme todo el mérito —repuso Bane con voz tranquila—. Tuve mucha ayuda. Estoy seguro de que ya sabes que el señor de los Huesos me ayudó en el robo. Y, por supuesto, la exagerada reacción de Ao influyó bastante en la agitación que reina en el mundo.
El dios del Deber apretó sus enormes puños y dio un paso hacia Bane.
—Estás loco —dijo—. ¿No te das cuenta de lo que has hecho?
Torm levantó el puño derecho sobre la cabeza. Apareció un rayo de luz y un guantelete de metal envolvió la mano. Acto seguido el gigante de cabeza de león agitó el puño envuelto en el guantelete y cobró vida una flameante espada. El dios del Deber dobló ligeramente el brazo izquierdo y apareció un escudo con un símbolo. Torm avanzó otro paso y levantó la espada dispuesto a atacar.
El dios de la Lucha no se movió y suspiró.
—No tienes ni idea de lo que estás haciendo, Torm. Si me destruyes, ese miserable campamento que gobiernas será borrado de la faz de Faerun.
Torm se detuvo, luego avanzó otro paso.
—Estás mintiendo.
Bane se echó a reír y el ruido profundo y ensordecedor sacudió los tejados de las casas próximas a la muralla de la ciudad.
—Yo vi cómo Mystra era destruida en Cormyr, imbécil. Trató de regresar a las Esferas y Helm la mató, así sin más. —El avatar de obsidiana hizo una pausa y sonrió—. Y cuando murió, rayos de energía barrieron la Tierra y destruyeron todo lo que había a kilómetros a la redonda. A decir verdad, fue un espectáculo bastante agradable.
Torm, impresionado, guardó silencio y Bane prosiguió:
—Estoy aquí para recuperar algo que me pertenece y que dejé en Tantras hace tiempo. Deja que mis soldados lleven esa propiedad mía a uno de mis barcos y me marcharé —mintió lord Black—. No es necesario que haya lucha entre nosotros.
Las palabras de Bane sacaron a Torm de su mutismo.
—¿Algo que te pertenece? Supongo que te refieres a la Tabla del Destino que ha ido a parar a mi templo.
Bane se quedó realmente sorprendido.
El dios siniestro se dijo que si Torm tenía la tabla, por qué no se había limitado a devolvérsela a Helm. De hecho, desde el momento en que la tabla estaba todavía en Faerun y no en manos de Ao, no tenía mayor importancia.
—Yo mismo dejé la Tabla del Destino en tu templo unas horas antes de que Ao nos expulsase de nuestros hogares —dijo Bane en un tono que quería ser tranquilo—. Me pareció una broma bastante divertida esconder una cosa robada por un servidor impío en uno de los templos del dios del Deber.
Torm asió su espada con fuerza.
—Márchate, Bane. No dejaré que te lleves la tabla. Pertenece a Ao y yo he jurado cumplir con el deber…
Bane lanzó un bufido.
—Por favor, Torm, ahórrate un discurso sobre el deber. Tendrías que conocerme lo suficiente como para comprender que un llamamiento al honor es lo último que puede impresionarme.
—En ese caso, no tengo nada más que decir, lord Bane —repuso Torm—. Si no te marchas, prepárate para defenderte.
Bane retrocedió un paso cuando Torm blandió la espada que rasgó los aires. Bane materializó un escudo negro como la noche en su brazo y lo levantó a tiempo de parar la siguiente arremetida.
Cuando la espada mística y el escudo se encontraron, se produjo una explosión. Ambos objetos se convirtieron en pedazos de energía y desaparecieron.
Bane se abalanzó sobre Torm. El dios del Deber levantó su escudo con el tiempo justo de protegerse de las púas mortales que sobresalían de la mutación de obsidiana, pero el golpe hizo pedazos el escudo. El dios del Deber y el dios de la Lucha se estrellaron contra la muralla de ocho metros de anchura que rodeaba Tantras, la atravesaron, cayeron sobre el templo y parte del edificio se derrumbó.
Bane empujó a Torm contra los restos del templo y unos peñascos descomunales se estrellaron contra el suelo. El dios del Deber oyó unos débiles gritos procedentes de un lugar cercano y el pánico se apoderó de él cuando comprendió que los quejidos provenían de los pocos fieles que habían quedado en aquel lugar dedicado al culto.
El dios del Deber atacó a Bane en la garganta. Cuando el dios de la Lucha se tambaleó hacia atrás a causa de la fuerza del golpe, Torm arremetió una y otra vez en el mismo lugar. El dios de la Lucha notó que su cuello se abría ligeramente y, desesperado, trató de asir el puño de acero de Torm.
Al mismo tiempo, el dios del Deber abrió la enorme mandíbula de su cabeza de león y se inclinó hacia el rostro del lord Black. El dios de la Lucha se echó hacia atrás para evitar las hileras de dientes desiguales, todos de oro, y Torm cerró la boca de golpe muy cerca del cuello de Bane. Torm vio que lord Black había perdido el equilibrio, le dio una patada en el pecho y lo arrojó de un empujón fuera de la muralla derruida de la ciudad. El dios de la Lucha se estrelló contra el suelo y todo Tantras se puso a temblar.
Torm se puso junto a Bane dominándolo con su altura y levantó el puño dentro de su guantelete. Lord Black trató de incorporarse pero, al caerse, las enormes púas de su armadura se clavaron profundamente en la dura tierra. El puño de Torm se hundió en la garganta de Bane y la diminuta, casi imperceptible fisura, se hizo mayor y una pequeña ráfaga de luz ámbar salió de ella.
Pero Torm no escapó ileso del ataque. Mientras Bane se defendía del dios del Deber, una de las púas de la armadura del dios de la Lucha atravesó el antebrazo de Torm. El avatar con cabeza de león gritó de dolor y, sin dejar de apretarse la herida con la mano, retrocedió dando un traspié.
El dios del Deber experimentó una gran debilidad cuando empezó a alejarse de Lord Black en dirección al borde del acantilado. Miró la herida que le había infligido Bane y vio que de ella salía un constante flujo de luz azul celeste. Experimentó cierta melancolía al ver las energías anímicas de sus adoradores atravesar la fisura de su brazo. Torm apartó la vista de la herida a tiempo de ver el puño de lord Black estrellarse contra su rostro.
Desconcertado por la ferocidad del ataque, Torm no estaba preparado cuando el dios de la Lucha volvió a arremeter contra él. Después de recibir el segundo golpe, el dios del Deber se volvió salvajemente a lord Black y lo golpeó en el rostro con el dorso de la mano. Bane echó la cabeza hacia atrás y una pequeña lasca saltó de su rostro. El dios de la Lucha se llevó instintivamente una mano a la herida. En la brillante negrura de la mano de la mutación el dios caído distinguió el reflejo de la diminuta llama de color verde y ámbar que se escapaba de la brecha de su rostro. Bane lanzó un grito, dio un salto hacia delante y se abalanzó sobre Torm.
Ambos avatares cayeron rodando por el borde del acantilado y, en la caída, se separaron. Bane se golpeó contra la falda de la montaña dos veces antes de caer en la orilla rocosa. Torm, con otra brecha en el hombro producida por las púas del cuerpo de Bane, se agarró a unas raíces en un intento de frenar la caída, pero fue lógicamente inútil y se estrelló contra la playa a cientos de metros de lord Black; sin embargo, para las mutaciones era una distancia insignificante.
Torm fue el primero en incorporarse. Mientras lo hacía, vio dos barcos con la bandera zhentilesa que se mecían en el estrecho del Dragón, lejos de la orilla. Costa arriba, un poco mar adentro, unos cuantos barcos se precipitaban hacia la orilla. El dios del Deber juró para sus adentros que mataría a todos los invasores zhentileses que cayesen en sus manos… apenas hubiese matado a su señor.
Lord Black empezaba a ponerse de pie. Cuando levantó la cabeza de la arena, Bane bajó la vista y vio otra herida en su pecho. De ella salían humeantes vapores negros con irisaciones rojizas.
—¡Imbécil! —murmuró el dios de la Lucha. Levantó la mirada y vio a Torm de pie junto a él.
El dios del Deber sostenía una roca sobre su cabeza. La piedra era tan grande que el gigantesco avatar con cabeza de león tenía que sujetarla con ambas manos.
—Debes pagar por tus pecados —dijo Torm con toda firmeza, luego golpeó a Bane en la cabeza con la roca. Ésta se rompió en pedazos y quedó destrozada casi toda la cara de la mutación de obsidiana. Por su parte, Bane atravesó la pierna del dios del Deber con una de las púas de su brazo. Torm retrocedió dando un traspié y un chorro de energía anímica empezó a salir de sus heridas.
—¡Me estoy muriendo! —gritó Bane mientras trataba de ponerse de pie con gran dificultad. Se miró las heridas y vio cómo la energía lo iba abandonando. Una luz carmesí iluminaba sus ojos cuando se puso en cuclillas—. Ven, Torm. Vamos a visitar juntos el reino de Myrkul.
Antes de que el dios del Deber pudiese huir, lord Black arremetió contra él, lo cogió por los hombros y le dio un abrazo mortal. Una docena de púas atravesaron el avatar con cabeza de león y Torm rugió de dolor.
Los monstruos estuvieron un momento balanceándose hacia atrás y hacia delante; se aguantaban de pie sólo porque se sostenían mutuamente. Bane se echó a reír, con una risa falsa y hueca que se oyó en todo el estrecho del Dragón. Torm miró a lord Black a los ojos, a continuación abrió sus fauces llenas de afilados dientes y fue acercando sus fauces a la garganta de Bane.
El dios de la Lucha dejó de reírse súbitamente.
En la colina meridional de Tantras, Medianoche soltó la cuerda de la campana. Había intentando una y otra vez hacer sonar la campana de Aylen Attricus de nuevo, pero sin conseguirlo.
—¡Inténtalo otra vez! —ordenó Elminster, para luego volverse a mirar el cielo que cubría Tantras.
—¡Elminster, no puedo! —exclamó Medianoche, agotada y con los hombros hundidos.
El anciano no apartó la mirada de las extrañas luces que había sobre la ciudad. Los frágiles lazos de realidad parecían haberse desatado y unas líneas de fuerza serpenteaban por el cielo. El centro de aquella telaraña de energía descansaba sobre el campo de batalla de las mutaciones y había adoptado la forma de un remolino que se elevaba hacia las nubes. Unas rayas azules de poder se entrelazaban con unas franjas ámbar, verdes y negras. Las almas de los seguidores de lord Black y del dios del Deber luchaban por el dominio de Tantras, incluso desde la muerte.
También habían empezado a llover sobre la ciudad unos brillantes meteoros. Las candentes esferas caían por toda la población. Algunas derrumbaban edificios, otras destruían barcos atracados en el puerto. Adon vio que una bola de fuego abría un boquete en el lado de una nave zhentilesa; la galera se fue a pique y se hundió en el estrecho del Dragón.
Otro meteoro se estrelló contra la bóveda ámbar que protegía el campanario. Aun cuando no alcanzó a los héroes, aquella resplandeciente roca rebotó en el muro mágico y cayó entre los cientos de aterrorizados ciudadanos que habían visto el escudo desde lejos y se habían congregado a su alrededor. Kelemvor tuvo que ver, impotente y furioso, cómo el meteoro mataba a dos docenas de personas y hería a muchas otras.
Dentro de la torre, Elminster notó que los latidos de su cansado corazón se aceleraban.
—Tenemos que volverlo a intentar —dijo despacio volviéndose de nuevo hacia la maga de cabello negro como el ala de cuervo.
Medianoche, todavía con la cuerda en la mano, se desplomó de rodillas.
—¿No puedes teletransportar a algunos de los refugiados y meterlos dentro del escudo?
—La magia no atravesaría la barrera —repuso Elminster atropelladamente—. Deberías saberlo. —El anciano se acercó a Medianoche, la ayudó a incorporarse y le puso una mano en el hombro—. Medianoche, sólo tú cuentas con el poder de llevar a buen fin este cometido. Mystra creía en ti. Va siendo hora de que tú hagas lo mismo y justifiques su confianza. Por favor, ahuyenta los temores y concéntrate en salvar a la ciudad —dijo Elminster con un tono de voz reconfortante que ella jamás había imaginado pudiese salir de los labios del excéntrico sabio.
Dichas estas palabras, el sabio anciano se dio media vuelta y salió del campanario. Medianoche levantó la mirada a la campana y la imaginó tañendo. Llegó incluso a vislumbrar el movimiento del badajo y su repiqueteo llenó sus oídos. Cerró los ojos y la imagen persistió. Medianoche comprendió entonces el motivo del silencio mágico que envolvía al campanario. Un mago podía albergar la esperanza de producir algún sonido sólo a condición de ahuyentar toda distracción, de concentrarse completamente en la tarea de tocar la campana.
Medianoche estuvo un momento sin pensar. Sin sentir. Por un instante, ni siquiera respiró.
Luego, la maga de cabello negro tiró de la cuerda y la campana de Aylen Attricus volvió a tocar y su cántico de poder era tan fuerte que estuvo a punto de ensordecerla. Una brillante luz ámbar iluminaba el campanario y un frío impresionante empezó a descender y envolvió a Medianoche. Unas ráfagas ámbar de energía y unos rayos negros brillaron en el campanario y salieron por las altas ventanas de la bóveda que protegía a los héroes. Las paredes del escudo se abrieron hacia afuera y los habitantes de Tantras que se habían apiñado junto a ellas se encontraron a salvo dentro de sus confines.
Medianoche corrió a la puerta del campanario y vio que la bóveda seguía extendiéndose. Sin embargo, no pudo reprimir un grito cuando se dio cuenta de que el escudo dejaba de extenderse al acercarse a la colina meridional. Se precipitó dentro de nuevo y volvió a coger la cuerda. La maga, haciendo caso omiso de las ráfagas de frío y del sonido ensordecedor del tañido de la campana, tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. Tiró de ella una y otra vez sin preocuparse de sí misma ni por un instante. Lo único que importaba en ese momento era la ciudad.
Sin embargo, Medianoche no era más que un humano y, al cabo de un lapso de tiempo que a ella le pareció una eternidad, notó que le flaqueaban los brazos, que la cuerda se le escapaba de las manos y que las piernas se le doblaban. Cayó al suelo, casi sin aliento. Cuando Medianoche abrió los ojos, y aunque no había transcurrido más que un momento, Elminster, Kelemvor y Adon estaban dentro de la torre junto a ella.
El guerrero de ojos verdes se puso de rodillas y rodeó a Medianoche con sus brazos.
—El escudo cubre la ciudad —dijo Kelemvor—. Puedes estar tranquila.
—No estoy tan seguro —susurró Adon después de haber mirado por la puerta.
El clérigo había visto que, si bien el escudo seguía extendiéndose, aún no había llegado a la ciudadela y al templo de Torm. Se oyó una explosión que ahogó el tañido de la campana. Una forma inmensa y negra como boca de lobo se elevó sobre la colina septentrional de la ciudad. La masa era amorfa y una espiral de energía roja se arremolinaba en su centro. Una segunda forma se alzó detrás de la masa color ébano, pero era azul celeste y su centro ámbar recordaba bastante a un sol.
Una ola de abrasadoras llamas cubría la parte de la ciudad carente de protección, donde se hallaba tanto el templo de Torm como la ciudadela. La tierra se volvió negra y las aguas del estrecho del Dragón se pusieron a hervir bajo el intenso fuego. Los barcos zhentileses estallaron cuando las olas de llamas los alcanzaron. Las tropas de Bane murieron instantáneamente.
En la orilla norte de la ciudad, los cuerpos de las mutaciones, quemados y destrozados, yacían en las rocas. El gigante de obsidiana de Bane estaba partido en doce trozos y la cabeza había ido a parar a unos metros de distancia. El avatar de piel dorada del dios del Deber estaba hecho pedazos; su cabeza de león, cuyos ojos sin vida miraban hacia las esencias de los dioses rivales suspendidas sobre la costa, había perdido su majestuosidad.
En el cielo, la fuerza del torbellino creado por las almas liberadas de los seguidores de Bane y de Torm absorbía las esencias palpitantes de éstos. El torbellino se tragó las masas relucientes y trémulas de lo que habían sido los dioses y una luz blanca y cegadora impregnó el aire. La espiral carmesí, el corazón de lo que había sido lord Bane, el dios de la Lucha y de la Tiranía, y el alma ámbar de lord Torm, el dios del Deber y de la Lealtad, se encontraron en el torbellino. Un chillido estridente, los gritos últimos de ambos dioses, llenó el aire. El torbellino se tragó a las divinidades y los gritos cesaron. Los dos dioses estaban muertos.
Mientras tanto, en el campanario de Aylen Attricus, Kelemvor y Adon ayudaron a Medianoche a ponerse de pie. Juntos salieron del obelisco de piedra, seguidos de Elminster. Un grupo de habitantes de Tantras se habían reunido alrededor del campanario y se hizo súbitamente silencio cuando los héroes salieron.
Medianoche sonrió al ver a la gente reunida, a salvo de la destrucción que había asolado la costa septentrional, pero cuando se fijó un poco más y vio sus rostros atemorizados, se estremeció. Tenían la misma expresión, mezcla de temor y de adoración, que la maga había visto en los semblantes de quienes habían dado sus vidas por Torm.
Pidió dulcemente a Adon y a Kelemvor que la dejasen un momento a solas con el anciano. Apenas sus amigos se hubieron alejado, se volvió a Elminster.
—¿Qué sabes sobre mis poderes? —le preguntó.
—He sospechado muchas cosas desde el día que llegaste a mi morada en el valle de las Sombras. Por lo que respecta a la verdadera naturaleza de tus facultades y con qué fines puedes utilizarlas, no puedo ayudarte. —Elminster sonrió antes de añadir—: Creo que Mystra te ha bendecido. Quizás el consejo de magos de Aguas Profundas estaría dispuesto a escuchar tu historia y a orientarte. Si quieres, yo podría intervenir…
Medianoche suspiró y sacudió la cabeza.
—Elminster, ¿por qué te empeñas en engañarnos, atormentarnos y ponernos al borde de la locura para que hagamos lo que tú quieres? Si la segunda Tabla del Destino está en Aguas Profundas, iremos a Aguas Profundas; pero, dime la verdad, ¿sabes en qué lugar de Aguas Profundas está escondida la tabla?
El sabio movió la cabeza de un lado a otro.
—Por desgracia, no.
—Pues entonces será más difícil encontrarla —comentó Medianoche con un deje de tristeza en la voz—, pero estoy segura de que no será tan difícil como ha sido encontrar la primera.
La maga cogió la bolsa al que contenía la tabla y se la echó a la espalda.
—Sí, difícil pero no imposible. —Elminster se echó a reír. Luego le dio la espalda a la maga y se puso a mirar la ciudad—. Pero hablaremos de ello más tarde. Ahora tenemos asuntos más apremiantes que atender. —Elminster señaló a los refugiados que había herido el meteoro. Kelemvor y Adon estaban ya entre las hileras de heridos y les brindaban la ayuda que estaba en sus manos. Medianoche sonrió al distinguir a su enamorado y al clérigo desfigurado.
Un momento después, la maga de cabello negro levantó la vista al cielo. El torbellino había desaparecido y la luz del sol se filtraba a través del escudo color ámbar todavía suspendido sobre la ciudad. Medianoche ahogó un grito cuando se percató de que el sol estaba cambiando de posición. El cielo se oscurecía. A la hora de cenar, la eterna luz que había honrado a Tantras desde el día del Advenimiento sería sólo un recuerdo. Medianoche llegó a la conclusión de que estarían mejor de esta forma y acompañó a Elminster a atender a los refugiados.