15. La Tabla del Destino

En una sala oscura, rodeado por una docena de sus más fíeles adoradores y sumos sacerdotes, lord Myrkul observaba el escenario de cinco niveles que se había montado para la representación. Unas losas de mármol negro y esmeralda que flotaban en el aire formaban una escalera; sus cinco escalones servirían para cada una de las cinco ceremonias que el señor de los Huesos debía llevar a cabo para dar muerte a todos los asesinos de Faerun y otorgar a Bane la energía de sus almas.

El dios de la Muerte oyó, procedente de un lugar cercano, los gritos desgarradores de las almas que aclamaban por la libertad. Myrkul se estremeció y recordó su morada perdida, su castillo de los Huesos en los Infiernos. Y aunque los gritos que escuchaba los proferían unos adoradores infieles que estaban recibiendo su justo castigo y distaban mucho de ser tan espeluznantes como los chillidos de los confinados en su reino, con todo disfrutaba oyéndolos.

—Sacerdotes, prestad atención —se oyó la voz de Myrkul después de apartar de su mente los recuerdos de su hogar.

Acto seguido, levantó sus huesudos brazos y se dirigió a la primera grada. Unos hombres vestidos con mantos, portando unos cetros afilados hechos de huesos, se acercaron y pusieron sus ofrendas en las manos del dios caído. Luego cada uno se arrodilló delante de Myrkul, levantó la barbilla y dejó el cuello al descubierto.

El señor de los Huesos empezó a cantar con voz hueca y áspera y al momento los hombres que tenía a sus pies se unieron a su cántico. Cuando sus voces profundas fueron alcanzando un crescendo que llenaba la estancia, Myrkul les fue abriendo la garganta uno a uno con los cetros. Los cuerpos se desplomaron hacia delante, con las bocas abiertas como si estuviesen protestando en silencio ante la inesperada agonía de sus últimos momentos.

Lord Bane esperaba en un almacén abandonado en el puerto de Valle del Barranco, lejos de las cámaras ocultas de Myrkul. Tarana Lyr estaba detrás del dios de la Lucha y, junto a él, Cyric y cinco miembros de los Escorpiones, la nueva guardia personal de Bane. Slater estaba al lado de Cyric y Eccles se mantenía algo apartado mirando fija y acerbamente al dios caído. Todos los Escorpiones iban armados hasta los dientes.

La estatuilla de obsidiana se hallaba en el centro del almacén y parecía un juguete. Una serie de complicadas runas cubrían el suelo que rodeaba la figura. Los extraños y místicos signos surgían de la estatua para extenderse y llenar todo el almacén.

—Ven, Myrkul, no tengo todo el tiempo del mundo —murmuró Bane, y una sombra pasó por delante de una ventana abierta.

Lord Black miró en dirección de la estatua con expectación y, en aquel momento, una columna de arremolinada luz verde y ámbar atravesó el techo y envolvió la figura de obsidiana.

—¡Por fin! —exclamó Bane, y levantó los puños—. Ahora tendré verdadero poder…

En aquel momento, lejos de Valle del Barranco, al pie de unas montañas situadas al oeste de Suzail, se reunían doce hombres alrededor de una larga mesa rectangular que antaño el antiguo señor del castillo, Dembling, utilizaba para sus banquetes. Lord Dembling y su familia habían muerto asesinados por Cuchillos de Fuego, un grupo clandestino de asesinos que habían jurado matar al rey Azoun IV de Cormyr y se habían apoderado de aquel pequeño castillo próximo a su reino para utilizarlo como base de operaciones.

El cabecilla de la reunión, un hombre de ojos oscuros y nariz respingona, llamado Rodrigo Tem, estaba harto de las absurdas riñas que habían dado al traste con todos sus intentos de convertir su banda de asesinos en una compañía ordenada que produjera grandes beneficios.

—¡Camaradas asesinos, esta discusión no nos lleva a ninguna parte! —declaró Tem, y dio un golpe en la mesa con la empuñadura de su cuchillo para llamar la atención de sus hombres.

Antes de que pudiera añadir algo más, se le desorbitaron los ojos y su cuerpo quedó envarado. Una luz verde y ámbar brotó en el pecho del hombre de nariz respingona y se fue esparciendo por toda la sala como un rayo. En unos segundos, las llamas místicas procedentes del pecho de Tem traspasaron los corazones de sus camaradas. Todos los asesinos se desplomaron, sin vida.

Merodeando por unas callejuelas secundarias de Urmlaspyr, una ciudad de Sembia, Samirson Yarth distinguió a su presa y sacó su daga. Yarth era un asesino a sueldo con un historial impresionante. Aquél a quien él quería hacer su víctima no escapaba a su espada. Yarth había puesto fin a tantas vidas que se había ganado incluso la atención personal de su divinidad, lord Bhaal, en más de una ocasión.

Aquel día en particular el asesino estaba disfrutando de la caza. Su presa era un artista de circo del que se sospechaba había seducido a la esposa de un oficial municipal de alta graduación. El que había contratado sus servicios, un hombrecillo de aspecto apacible llamado Smeds, le había prometido el doble de sus honorarios habituales si lograba llevarle el corazón todavía caliente del artista.

Yarth vio a su víctima saltar por la ventana abierta de una casa. El asesino siguió al joven hasta la penumbra y allí, el artista se percató de que estaba arrinconado. El asesino vio el miedo reflejado en sus ojos y Yarth levantó su arma.

De repente, una luz cegadora verde y ámbar salió del pecho del asesino y su cuchillo cayó al suelo a unos metros de la víctima. Samirson Yarth no pudo llevar a cabo el trabajo encomendado.

Al otro extremo de los Reinos, en la ciudad de Aguas Profundas, se había apoderado del lord del asesinato una sensación distinta a cualquiera otra que él hubiese conocido. El dios de los asesinos sintió un gran desconcierto y, por un instante, supo lo que era el miedo verdadero. El dios caído salió corriendo de sus aposentos y se encontró con Dileen Shurlef, un asesino que lo servía fielmente como ayuda de cámara. Cuando Bhaal iba a abrir su boca torcida y repugnante para hablar, una luz verde y ámbar llenó el vestíbulo. Shurlef no dejó de gritar mientras era despojado de su alma. Con una certeza aterradora, Bhaal comprendió exactamente lo que estaba ocurriendo.

En el almacén de Valle del Barranco la mutación de obsidiana había alcanzado una altura de más de quince metros, pero el crecimiento de la estatua mágica no parecía detenerse, una constante ráfaga de luz verde y ámbar cada vez mayor penetraba en el almacén y se introducía en la figura negra.

Bane contemplaba aquella forma que no tardaría en convertirse en su nueva mutación como si estuviese en trance.

—Myrkul se está preparando para subir al último escalón —le susurró lord Black a Tarana.

La hechicera retrocedió e indicó a los Escorpiones que hiciesen lo mismo. Junto a Cyric, Slater maldecía a sus manos por haberse puesto a temblar.

—Lord Bane está en comunión con Myrkul —comentó Cyric en voz baja—. Es exactamente lo que dijo que sucedería.

El dios de la Lucha abrió los brazos ante los Escorpiones y una lengua de fuego color verde y ámbar lo rodeó.

—Cuando abandone esta mutación su carne será débil, su mente estará desorientada. Tarana, tú te quedarás para salvaguardar a Fzoul y proteger mis intereses en el valle de las Sombras.

—¡Yo daría mi vida…! —empezó a decir ella en voz en grito.

—Ya lo sé —murmuró Bane, levantando una mano para detener los juramentos de lealtad de la loca—. Y un día lo harás. Consuélate con esto, por el momento voy a dejarte.

Una nube de color negro con irisaciones rojizas surgió de la boca de Fzoul y se precipitó hacia la mutación de obsidiana, dejando detrás de sí una franja de llamas verdes y ámbar. Del sacerdote pelirrojo brotó un débil quejido y cayó hacia atrás, en los brazos de Tarana. La esencia del dios de la Lucha penetró en la gigantesca estatua y se oyó un grito aterrador. El grito resonó en toda la ciudad y estuvo a punto de dejar sordos a quienes estaban en el almacén.

Los brazos de la estatua se fueron levantando lentamente y la nueva mutación de Bane se apretó la cabeza y, a pesar de que todavía no tenía boca, siguió gimiendo. Unas púas afiladas, parecidas a las de la armadura de Durrock, empezaron a salirle de los brazos, del pecho, de las piernas y de la cabeza de la mutación de obsidiana. Las nieblas en remolino dejaron finalmente de moverse por la habitación y los agitados colores que había dentro de la estatua dejaron de ser ámbar y verde para convertirse en un negro rojizo.

En el rostro de la estatua apareció una boca con una sonrisa malvada e impúdica, y un par de resplandecientes ojos rojos. Bane dejó de gritar y bajó la mirada a sus manos.

—Hueco —dijo con una voz que sólo podía ser la de un dios—. Mi mundo está hueco. Mi cuerpo…

Cyric, incrédulo, no podía apartar los ojos del dios de la Lucha y su corazón amenazaba con salírsele del pecho. El ladrón de nariz aguileña pensó lo maravilloso que sería tener aquel poder. Al precio que fuese, algún día él se enfrentaría a seres como Bane.

Lord Black se echó de pronto a reír. Un estruendo aterrador y cavernoso llenó el almacén.

—Soy un dios. ¡Por fin vuelvo a ser un dios!

La gigantesca mutación del dios de la Lucha se precipitó hacia delante y atravesó la pared frontal del almacén como si fuera una hoja de papel. Los Escorpiones, a excepción de Cyric, ayudaron a Tarana a sacar a Fzoul del almacén antes de que se derrumbase el techo.

Los zhentileses llegaron a la calle a tiempo de ver a Bane en el extremo del puerto. Un difuso halo verde y ámbar envolvía al dios de la Lucha, en la orilla del estrecho del Dragón. Miraba en dirección a Tantras. El dios caído estaba convencido de que nada podía impedir que recuperase la Tabla del Destino.

La repentina muerte o desaparición de todos los adoradores de Bhaal que frecuentaban la taberna Cosecha Misteriosa —de hecho, todos los asesinos que vivían en Tantras—, trastornó profundamente a Acaudalado y a los otros miembros del consejo. A pesar del culto blasfemo que profesaban, los asesinos habían demostrado ser de valiosa ayuda y a los miembros del consejo, normalmente unidos, les estaba resultando bastante difícil localizar hombres dispuestos a desalojar de la ciudad a los herejes a cambio de unos honorarios.

Además, el consejo tenía otros problemas. Algunos miembros habían sugerido recientemente que Torm debería estar al corriente de las acciones que estaban llevando a cabo para unificar a la ciudad. Pero como Acaudalado acababa de indicar al consejo, hacía muy poco tiempo que el dios del Deber había tomado posesión del cuerpo de un mortal y podía no comprender las lamentables medidas que tenían que tomar para convertir a la mayoría de la población o librar la ciudad de impíos. De hecho, los miembros del consejo habían permanecido unidos por su causa hasta que Acaudalado recomendara que contratasen asesinos para acabar con los ciudadanos poco dispuestos a convertirse o marcharse.

Luego, los miembros del consejo que no habían comprendido el verdadero valor de los planes de Acaudalado también fueron asesinados. El sumo sacerdote había ordenado estas muertes con el mismo celo con que había tramado la muerte del capitán del puerto y el fallecimiento de varias docenas de rebeldes. Además, Acaudalado creía sinceramente que, con todo aquel derramamiento de sangre, estaba sirviendo a lord Torm.

De hecho, cuando llegó la orden de que se presentase ante lord Torm, Acaudalado acababa de enterarse de que algunos de sus hombres habían acabado con la pequeña secta de adoradores de Oghma existente en la ciudad. El sumo sacerdote salió de su cuarto y se dirigió a la sala de audiencias con paso ligero y la seguridad de que todo lo que había hecho a lo largo de los años había sido por el bien de su dios. También sabía que Torm acabaría agradeciéndoselo. Al fin y al cabo, la Tabla del Destino estaba cuidadosamente escondida en la cripta del templo y el sumo sacerdote tenía previsto, una vez que la ciudad estuviese unida bajo el dios del Deber, entregar la tabla a Torm. Su dios podría entonces volver triunfalmente a las Esferas, con toda una ciudad de devotos adoradores detrás de él.

Acaudalado sonrió ante esta idea, pero la sonrisa desapareció del rostro del hombre de cabello color platino cuando entró en los aposentos privados de Torm y encontró a un nutrido grupo de gente allí reunida. Al reconocer a los doce miembros del consejo, y a muchos de sus subordinados, a Acaudalado le dio un vuelco el corazón. Las puertas se cerraban de golpe detrás de él cuando distinguió a cinco ancianos, ciegos de cólera, de pie en un rincón.

«Los adoradores de Oghma —pensó Acaudalado con el alma en un puño—. ¡Los seguidores del dios del Conocimiento están vivos! ¡He sido traicionado!».

Completaban la asamblea unos guardias armados hasta los dientes. Lord Torm estaba sentado en su trono, un guantelete de piedra gris con la palma descansando paralela al suelo. El león de oro, a quien el dios del Deber había dado vida el día que habló con Adon en el jardín, se paseaba de arriba abajo a sus pies. Había sido el propio Acaudalado quien había colocado allí la estatua después de haberla sacado del templo abandonado de Waukeen.

El león rugió y Torm se inclinó hacia delante para dirigirse a sus seguidores.

—No sé por dónde empezar —dijo el dios del Deber en voz baja y cargada de emoción—. El pesar y la indignación que experimento no se puede medir según los criterios humanos. Si hubiese estado al corriente de las atrocidades que este consejo ha cometido en mi nombre cuando yo estaba todavía en las Esferas, habría utilizado mi poder para convertir este templo en cenizas. —Acaudalado se preguntó cuánto sabía realmente Torm, y todo su cuerpo se puso a temblar. Sintió ganas de echar a correr, pero el sumo sacerdote sabía que no había ningún sitio adonde ir, ningún sitio donde esconderse.

—Durante los tres últimos días, mi mutación mortal me ha ayudado a representar una farsa —siguió hablando Torm a la asamblea de traidores, y dio un puñetazo en el brazo del trono con el puño envuelto en el guantelete—. Mientras él estaba sentado aquí en mi trono, yo he tomado posesión de los cuerpos de algunos de mis verdaderos adoradores y me he enterado de primera mano de cómo está la situación en Tantras. —Torm hizo una pausa y apretó los dientes—. Lo que he descubierto me ha afectado hasta lo más profundo de mi alma. No hay castigo bastante para lo que ha hecho este consejo, pero os voy a decir una cosa, seréis castigados.

A Acaudalado se le doblaron las piernas y cayó de rodillas. Los miembros del consejo se apresuraron a imitarlo. Acaudalado pensó desesperadamente en la Tabla del Destino. ¡Era posible que Torm no estuviese aún al corriente del paradero de la tabla! ¡Todavía quedaba una posibilidad de salvar su causa sagrada!

—¡Todo lo que hemos hecho ha sido en tu nombre! —exclamó el sumo sacerdote de cabello color platino—. ¡Por tu honor, lord Torm! ¡Por tu gloria!

Torm se levantó del trono como una exhalación y el león de oro dio un rugido que heló la sangre de los presentes. El dios recorrió con paso rápido la distancia que lo separaba de Acaudalado, luego cogió a éste por la garganta con la mano izquierda y lo levantó del suelo.

—¿Cómo te atreves a decir eso? —gritó el dios del Deber, para luego levantar el puño derecho y disponerse a golpear al sacerdote.

Un terror visceral se apoderó de Acaudalado y dejó escapar instintivamente una súplica:

—¡Tenemos la Tabla del Destino, lord Torm!

Torm se quedó mirando al mortal un momento, luego lo dejó caer al suelo.

—¿Cómo es posible que tengáis la tabla?

—Estaba escondida en la cripta bajo el templo. La encontré la noche del Advenimiento, cuando las bolas de fuego rasgaron el cielo y la que llevaba tu esencia sagrada fue a estrellarse contra el templo. En aquel momento yo no podía saber qué era ese objeto, pero…

—Pero yo te expliqué entonces por qué los dioses habían aparecido de pronto en Faerun y tú comprendiste la grandeza y el poder del objeto que habías encontrado —dijo Torm con los ojos cerrados—. ¿Qué tenías previsto hacer con la Tabla del Destino, Acaudalado? ¿Ibas a venderla al mejor postor? ¿A Bane y a Myrkul, quizás?

—¡No! ¡Ten piedad de nosotros! —imploró Acaudalado—. Permítenos demostrarte nuestra lealtad para contigo, lord Torm. ¡Todo lo que ha sucedido ha sido en tu nombre!

El dios se estremeció y bajó la vista a Acaudalado, que temblaba a sus pies.

—No vuelvas a decir eso —susurró Torm—. ¿Qué sabes tú de mis deseos?

El dios caído apretó el puño de la mano cubierta con el guantelete, dio la espalda al consejo y se encaminó al trono. Se sentó y trató de ahuyentar la cólera que le embargaba, pero le fue imposible dejar de temblar de rabia. Torm comprendió repentinamente la envergadura del daño causado por Acaudalado y su plan perverso. Durante todo el tiempo en que el caos había sacudido los Reinos y el sufrimiento había hecho presa en las personas buenas, el dios del Deber había tenido a su alcance el medio para arreglar la situación, para cumplir el deber que tenía para con lord Ao. ¡Y sus sacerdotes se lo habían ocultado, supuestamente por su propio bien!

Torm, observó a los asustados sacerdotes y a los atemorizados guardias y, por primera vez, se vio con sus ojos. El dios del Deber comprendió que para ellos él era únicamente otro tirano poco comprensivo, nada más que un déspota muy poderoso por el que harían cualquier cosa con tal de complacerlo.

—Pensábamos entregarte la tabla cuando llegase el momento oportuno. Íbamos a… —empezó a decir Acaudalado con un hilo de voz.

—¡Silencio! —le interrumpió Torm—. ¿Dónde está ahora la Tabla del Destino?

—En la cripta —contestó Acaudalado con voz queda—. Evoqué un hechizo de espejismo a la tabla a fin de cambiarle la apariencia y unas guardas místicas la protegen.

El dios del Deber volvió a levantarse y señaló a Acaudalado.

—Tú y tu consejo permaneceréis bajo arresto hasta que decida lo que voy a hacer con vosotros. Guardias, lleváoslos…

Un mensajero, con los ojos desorbitados, irrumpió en la sala.

—¡Lord Torm! ¡Se ven barcos zhentileses en el horizonte! ¡Vienen hacia aquí!

Los sacerdotes lanzaron un grito al unísono y se levantaron. El mensajero se detuvo en seco cuando vio al león de oro a los pies del dios del Deber.

—Sigue —ordenó Torm—. ¿Hay algo más?

El mensajero tragó saliva y continuó hablando, aunque sin apartar los ojos del león.

—Hay algo más en el estrecho del Dragón. Un gigante negro de más de quince metros de altura. ¡El goliat lleva una armadura con púas, como las de los asesinos de lord Black!

—¡Bane! —gritó Torm. El león rugió y se incorporó—. ¡Viene a buscar la Tabla del Destino!

El dios caído permaneció en silencio un momento, mientras reflexionaba sobre la situación de la ciudad. Al cabo de un rato, dijo:

—Llamad a todos mis fieles. Quiero reunirme con ellos fuera del templo dentro de una hora.

—¡Nosotros somos tus fieles! —exclamó Acaudalado, que daba un paso en dirección del dios del Deber.

Torm fulminó con la mirada al que había sido su sumo sacerdote.

—Todos y cada uno de vosotros vais a tener la oportunidad de demostrarlo dentro de una hora. —Hizo un gesto a los guardias y añadió—: Llevadlos al templo y vigiladlos. Que alguien vaya a decirles a los soldados que se preparen para defender el puerto de los barcos zhentileses, de lord Black me ocuparé yo mismo.

Mientras esperaba a que sus fieles estuviesen congregados en el templo, el dios estuvo trazando un plan y la hora transcurrió rápidamente para él. Pasado ese lapso de tiempo, subió a un estrado y recorrió con la mirada la multitud de sacerdotes y guerreros reunidos ante él. El consejo de Torm estaba allí, con las muñecas y los tobillos encadenados.

—No tenemos tiempo que perder —empezó a decir el dios del Deber con voz sonora—. Sin duda todos vosotros estáis ya al corriente de que nuestra ciudad va a tener que enfrentarse en breve a un ataque por parte de las fuerzas zhentilesas. Lord Bane, el dios de la Lucha y de la Tiranía, conquistador de Valle del Barranco, se acerca al puerto de nuestra ciudad bajo la forma de un guerrero gigantesco. —El dios caído hizo una pausa y escuchó los asustados y excitantes murmullos de los congregados. Al instante, añadió—: Yo puedo detener a Bane pero, para hacerlo, necesito el poder que sólo vuestra fe… y vuestro sacrificio pueden proporcionarme.

Aumentó el estruendo producido por la multitud y Torm levantó su mano cubierta con el guantelete reclamando silencio.

—Mi avatar se ha ofrecido a ser el primero en proporcionarme su esencia. —Una profunda tristeza apareció en los ojos del dios del Deber—. Si queremos evitar la destrucción de Tantras, debéis seguir su ejemplo, cumplir con el deber que tenéis como seguidores de mi palabra.

Dichas estas palabras, Torm introdujo las manos en el pecho de su mutación y extrajo el corazón. Un torrente de energía azul celeste empezó a girar alrededor del cuerpo tambaleante del avatar de Torm y luego envolvió, no solamente a la frágil forma humana, sino también al león de oro que se había precipitado a proteger a su amo. Cuando se desvanecieron las luces giratorias, los adoradores de Torm vieron delante de ellos a un hombre de oro de casi tres metros de altura. Tenía la cabeza de un enorme león y la energía crepitaba en su cuerpo.

—¡El deber os llama! —exclamó Torm, y los labios de su nueva mutación bramaron y rugieron—. No habrá dolor. Mis fieles no sufrirán. No tenéis más que aceptar vuestro destino y falleceréis sin percataros de ello.

Una docena de adoradores exclamó al unísono:

—¡Tómanos, lord Torm!

Los adoradores, con unas expresiones de completa felicidad, se desplomaron al suelo. De sus labios ligeramente abiertos salieron unas nieblas azules que se precipitaron hacia el dios del Deber. Torm abrió los brazos y acogió a las almas, las cuales habían perdido su carácter individual para convertirse en una enorme masa de luz que palpitaba. El avatar con cabeza de león absorbió la energía y empezó a aumentar de tamaño.

El templo no tardó en llenarse de cadáveres y el dios caído dominaba cada vez más con su altura, ahora de casi quince metros, los actos que se estaban celebrando. A medida que se fue extendiendo la noticia de la necesidad del dios, empezó a fluir energía anímica hacia la mutación de toda la ciudad. Acaudalado y sus compañeros, los miembros del consejo, estaban entre quienes no habían entregado todavía sus vidas.

—¡Qué hermoso! —dijo uno de los sacerdotes llorando al observar la mutación de oro—. ¡Lástima que por mucho que desee unirme a lord Torm, él no aceptará mi vida!

—¡Qué estúpidos hemos sido! —exclamó Acaudalado—. ¡Perdónanos, lord Torm! ¡Acepta nuestro sacrificio! ¡Permite que te demostremos nuestra lealtad!

El avatar con cabeza de león miró a los miembros del consejo. Ahora que habían comprendido el precio de su error, era evidente su deseo de unirse a él, casi palpable la angustia de sus corazones.

Torm cerró los ojos y abrió los brazos. Acaudalado y el resto del consejo de Torm murieron y sus energías anímicas corrieron a ser abrazadas por la mutación. El dios del Deber absorbió la energía, emitió un profundo y sonoro rugido y atravesó la parte posterior del templo. El avatar con cabeza de león iba al encuentro del dios de la Lucha.

En la proa de un trirreme zhentilés, el Argento, Cyric observaba la ciudad que se veía en el horizonte. El ladrón no pensaba regresar a Tantras tan pronto, pero las órdenes de Bane habían sido claras. Slater y unos cuantos zhentileses bajo el mando de Cyric habían recibido la orden de permanecer en Valle del Barranco, pero la mayoría de los hombres del ladrón habían sido destinados al Argento con la orden explícita de seguir a Bane. Dalzhel, el comandante de uno de los ejércitos de zhentileses que se habían unido a los Escorpiones antes de la muerte de Tyzack, había sido nombrado teniente de Cyric. En aquellos momentos, vestido con una capa negra que el fuerte viento apretaba contra su robusto cuerpo, Dalzhel se acariciaba su frondosa barba negra.

—Te preocupas por nada —observó Dalzhel—. Nuestra victoria está asegurada. Vamos a Tantras bajo el mando directo de lord Bane.

—Claro —repuso Cyric con aire distraído. Cuando se dio cuenta de que Dalzhel lo estaba mirando, el ladrón adoptó la actitud propia de un guerrero seguro de la situación—. Nos bañaremos en la sangre de nuestros enemigos. —Dalzhel siguió mirándolo. Cyric reflexionó un momento, luego comprendió el error que había cometido y añadió—: No debemos tomar las órdenes de Bane a la ligera, por mucho que algunos de nosotros deseemos librar batalla con esos perros y pisotearlos bajo nuestros talones, sólo mataremos a los habitantes de Tantras si nos obligan a atacarlos.

Dalzhel apartó la mirada.

—¿Estuviste en la ceremonia dónde Bane adoptó la nueva mutación?

—En efecto —contestó Cyric, que sentía todo su cuerpo recorrido por una ola de calor—. Fue un acontecimiento espectacular. Inspiraba reverencia.

Dalzhel hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Me han dicho que asistieron tres espectadores de Zhentil Keep y que el propio Myrkul estaba presente.

—Esto es una exageración —replicó Cyric, luego se puso a explicarle a Dalzhel todo lo que había presenciado.

Después de llegar al puerto de la ciudad Valle del Barranco, el monstruo de obsidiana que albergaba a Bane se vio obligado a introducirse en el estrecho del Dragón por la parte este, mientras que la flota zhentilesa, formada por cuatro barcos de vela, tres galeras equipadas con remos y el Argento, abandonaron el puerto del Ashaba por la parte sur. Los trirremes eran famosos por su velocidad y facilidad de maniobra y, por consiguiente, no es de extrañar que el Argento no tardase en destacarse de la flota y pasase delante del cabo sureste del valle de las Sombras a tiempo de ver a la mutación gigantesca de Bane introducirse en el agua.

Mientras el avatar se adentraba en el estrecho del Dragón, el sol estaba directamente sobre él. Una luz blanca, brillante como el sol, rodeaba la creación sobrenatural con un halo de luminiscencia cegadora. Sin embargo, a pesar del resplandor, Cyric vio unas neblinas de color negro con irisaciones rojizas que se arremolinaban dentro del cuerpo humeante. El gigante de obsidiana canturreaba ahora con una voz ensordecedora que subía y bajaba al ritmo de los movimientos de la luz carmesí que había dentro de su enorme pecho.

El dios de la Lucha hacía el viaje unas veces caminando, otras nadando por el estrecho del Dragón y sólo podía vérsele la cabeza y los hombros. A causa de las olas que hacía Bane, la flota no podía seguirlo de cerca y el dios estaba siempre muy destacado de los barcos.

En aquellos momentos, mientras Cyric le relataba a Dalzhel el nacimiento de la mutación de obsidiana, la travesía de la flota zhentilesa estaba a punto de llegar a su destino después de dos días de navegación. Bane, tras haberse llevado dos barcos con él para entrar en Tantras por el norte, donde estaba el templo de Torm, se había alejado del cuerpo principal de la flota. Lord Black había justificado su estrategia declarando que iba a destruir a Torm y, así, sumergir a Tantras en el caos.

Cyric sabía que no era así, que lo único que le importaba a Bane era la Tabla del Destino, y el ladrón sabía que la tabla estaba en algún lugar cerca del templo de Torm.

El Argento había recibido la orden de situarse en la parte más septentrional del puerto de Tantras, más cerca del escenario del inminente asalto de Bane al templo de Torm que los otros barcos, enviados éstos a bloquear los límites occidentales de la ciudad. Las órdenes del Argento eran las de permanecer alerta, pero no emprender ninguna acción a menos que ello fuese estrictamente necesario.

No obstante, Cyric tenía sus propios planes.

El santuario de Elminster era una inmunda casucha situada en el barrio pobre de Tantras. Los héroes llevaban casi tres días escondidos allí por temor a los sacerdotes de Torm. Se pasaban las horas discutiendo sobre la forma de recuperar la primera Tabla del Destino.

—Creo que lo mejor sería entrar por las buenas y cogerla —dijo Kelemvor con sarcasmo mientras contemplaba la hoja afilada de su espada. El guerrero recordó de pronto algo que Adon había mencionado sobre el templo de Torm y levantó la vista—. ¿Qué me decís de la sala principal de culto en el centro del edificio? Es posible que la cripta esté allí.

Elminster miraba al techo y sus dedos jugaban distraídamente con su barba.

—Sigues siendo el mismo estúpido que siempre he pensado que eras, Kelemvor —dijo el mago—. La tabla debe de estar en los corredores de diamantes, ésos de los que Torm previno a Adon y con los cuales lo amenazó Acaudalado.

El guerrero murmuró alguna grosería con respecto al anciano mago, pero Medianoche se puso a hablar antes de que Elminster tuviera ocasión de replicar.

—Bien, ¿cómo vamos, entonces, a apoderarnos de la tabla? —preguntó—. Podríamos teletransportarnos o, incluso, abrir una puerta…

El sabio levantó las manos.

—¡Es demasiado peligroso! —replicó—. Dada la inestabilidad del tejido, podéis acabar a un kilómetro bajo tierra o en algún lugar más allá de los cielos. También podríais ir a parar al otro lado de los Reinos, en un lugar como Aguas Profundas… Claro que, de todas formas, no tardaréis mucho en tener que ir allí.

—Es la segunda vez que mencionas Aguas Profundas en los últimos días —dijo Adon un tanto airado—. ¿Por qué crees que vamos a ir allí dentro de poco?

Medianoche entornó los ojos.

—Es verdad. Mencionaste también Aguas Profundas cuando estábamos en el mercado. ¿Por qué?

Elminster se tomó un momento para reflexionar, luego miró a la maga.

—Encontraréis la segunda tabla en la Ciudad de la Muerte, cerca de Aguas Profundas. —El anciano sabio suspiró—. Me enteré de… buena fuente, durante la época que pasé en las Esferas. Pero que seáis capaces de llevar a cabo la misión de recuperar ambas tablas…, eso es ya otro cantar.

Kelemvor dio un puñetazo a la desvencijada pared que tenía junto a él.

—¡No! —exclamó, luego miró a Medianoche—. No vamos a ir también en busca de la otra tabla. No sacamos nada de todo esto. Que vaya el viejo brujo a buscar ese trasto.

—Sigues siendo el mercenario de siempre, ¿verdad, Kelemvor? —replicó Elminster—. Si hay recompensa, vas…

—¡No me hables de recompensas! —gritó Kelemvor—. Ahora que me he librado de la maldición puedo pensar en otras cosas…, como el bienestar de Medianoche y nuestro futuro juntos. Además, aunque me interesase hacer un pacto, tú serías la última persona de Faerun con quien trataría. No cumpliste tu última promesa.

—No estaba en condiciones de hacerlo —dijo Elminster con un tono de voz apesadumbrado—. Si hubieses sido capaz de esperar mi regreso en lugar de ponerte a hacer tratos con lord Black, tus palabras me impresionarían más.

—Iremos también en busca de la otra Tabla del Destino —dijo Medianoche en voz baja, y luego puso una mano en el brazo de Kelemvor—. Pero sólo porque es nuestro deber y decisión nuestra. Me niego a seguir haciendo de peón.

Con las palabras de Torm sobre el deber y la amistad resonando en su mente, Adon se adelantó y dijo:

—Deberíamos esperar unos días antes de tratar de rescatar la tabla. Es preferible que piensen que nos hemos marchado de la ciudad. Luego vamos a buscar la tabla al templo y nos ponemos en camino hacia Aguas Profundas.

—Eso no resuelve el problema de cómo vamos a sacar la Tabla del Destino de la cripta del templo…, si es allí donde está —dijo Kelemvor.

Y los héroes se enfrascaron de nuevo en la misma discusión.

Seguían discutiendo sobre la forma de recuperar la tabla cuando se inició el alboroto en el exterior. Los héroes salieron del pequeño y desvencijado edificio y vieron que toda la ciudad estaba envuelta en un caos. Se había extendido la noticia del llamamiento de la divinidad y los adoradores de Torm, con medallones o trozos de tela donde aparecía su símbolo, salían en tropel de sus casas.

Adon detuvo a un mensajero y le preguntó qué estaba ocurriendo. El hombre desfigurado estaba lívido cuando se volvió a los héroes para informarles.

—Se trata de Torm —les contó el clérigo con voz temblorosa—. Está pidiendo a sus fíeles que acudan al templo. Necesita su ayuda para luchar contra lord Bane, que en estos momentos está viniendo hacia aquí.

Los héroes se apresuraron a encaminarse al templo de Torm. Mientras atravesaban la ciudad, encontraron cadáveres por las calles, pero ninguno tenía señales de herida alguna. Unos vientos sobrenaturales recorrían la ciudad arrastrando unos extraños vapores azules en dirección al templo. Fantasmas del tamaño de un hombre caminaban o volaban hacia los capiteles dorados que se distinguían a lo lejos.

—¡Mirad allí! —dijo Kelemvor señalando en dirección del otro lado de la calle, donde un joven acababa de caerse de rodillas.

El hombre iba vestido con la túnica de los sacerdotes tormitas y gritó:

—¡Por la eterna gloria de Torm! —Luego se desplomó y una llama azul celeste se elevó de su cuerpo y se sumó a los vientos sobrenaturales.

—Será mejor que tomemos unos caballos y vayamos al templo sin pérdida de tiempo —sugirió Elminster señalando un establo.

El propietario y el mozo de cuadras yacían muertos en la calle. Los héroes tomaron cuatro caballos y se metieron por las tortuosas callejuelas a la velocidad máxima que les dictaba la prudencia.

Cuando Medianoche y sus aliados miraron hacia los capiteles de la ciudadela y el templo que había detrás, contemplaron una escena alucinante. Un gigante de piel dorada y cabeza de león se destacaba sobre el templo. Los extraños vientos se dirigían hacia el monstruo y las luces azules que antes habían sido las energías anímicas de los adoradores de Torm eran absorbidas por el cuerpo de éste. El gigante con cabeza de león le dio la espalda al templo y miró hacia la orilla norte de Tantras, que estaba al otro lado de las estribaciones montañosas y de la muralla que protegían la ciudad.

—¡Es Torm! —exclamó Elminster mientras tiraba de las riendas de su caballo—. Ha creado una nueva mutación para luchar con Bane.

—Será mejor que lleguemos al templo antes de que empiece la batalla —le dijo Medianoche al anciano sabio—. Si Torm pierde, Bane se apoderará de la tabla. —La maga espoleó a su caballo y reemprendió la marcha.

Al cabo de unos minutos, Medianoche, Kelemvor, Adon y Elminster habían atravesado la ciudadela y desmontaban delante de la puerta principal del templo de Torm. Las tres verjas estaban abiertas de par en par. Los guardias habían desaparecido de sus puestos, las garitas estaban completamente vacías, el silencio en el interior del templo era sobrecogedor y terriblemente distinto del constante murmullo de cánticos y plegarias que tanto Adon como Elminster habían descrito. Y, como habían imaginado los héroes, las salas estaban llenas de cadáveres.

—Han dado sus vidas por Torm —dijo Adon en voz queda—. Al igual que los demás que hemos visto en las calles. —El clérigo movió la cabeza y guió al grupo a la habitación de Acaudalado.

Mientras se ponía en camino, el clérigo observó:

—Si hay una cripta en este templo, debe de haber una puerta de acceso a ella en la habitación del sumo sacerdote.

Pero cuando Adon llegó a la puerta del cuarto de Acaudalado, un guardia los llamó desde detrás.

—¡Eh, vosotros! ¿Dónde creéis que vais?

—Entra —dijo Elminster en un siseo—. Yo me ocuparé de este imbécil. Tú busca la cripta.

Medianoche se detuvo, dispuesta a protestar, pero Kelemvor la cogió por el brazo y la empujó dentro del cuarto de Acaudalado. Adon cerró la puerta detrás del guerrero.

—Deprisa —dijo el hombre desfigurado—. Buscad una puerta secreta.

Mientras Medianoche y sus amigos buscaban la puerta oyeron reírse a Elminster, y también al guardia. Luego se hizo el silencio en el pasillo. Medianoche fue a abrir la puerta, pero Kelemvor se lo impidió.

—Limítate a buscar la puerta —le dijo—. Luego podrás preocuparte del anciano.

—¡Aquí no hay ninguna puerta! —exclamó finalmente Adon en un tono exasperado.

—En todo caso, ninguna a la vista —comentó Kelemvor con amargura, por lo que se dispuso a sentarse delante de la puerta que daba al pasillo.

Medianoche dejó la bolsa que contenía su libro de hechizos en el suelo y recorrió la espartana celda con la mirada.

—Tienes razón. ¿Por qué Acaudalado iba a dejar esa puerta a la vista? ¡Es probable que esté oculta por la magia!

El guerrero se levantó de un salto y los tres empezaron a dar vueltas por la habitación palpando las paredes. Kelemvor encontró finalmente un hueco en el centro de una de ellas.

—Yo diría que aquí hay una puerta.

Medianoche y Adon examinaron la pared. El clérigo frunció el entrecejo y movió la cabeza de un lado al otro, pero la maga no se desanimó tan fácilmente.

—Creo que se ha utilizado un hechizo de aislamiento para ocultar la puerta —dijo—. Pero ¿cómo saberlo con certeza?

Medianoche sabía que la única respuesta era otro hechizo, pero la idea de hacer uso de la magia, incluso de un simple ensalmo, le ponía la carne de gallina. Desde lo sucedido en el templo de Lathander, cada vez que lanzaba un hechizo temía herir a alguien… o incluso matar a uno de sus amigos. Sin embargo, mientras le daba vueltas al magín, la joven recordó las últimas palabras de Mystra en la batalla del valle de las Sombras.

Utiliza el poder que te otorgué.

Medianoche suspiró y agachó la cabeza.

—Arrimaos todo lo que podáis a la puerta del pasillo. Los dos. —Luego se acercó a la sección de pared que había indicado Kelemvor.

—No lo hagas —rogó el guerrero—. No sabes qué puede suceder.

—Si no lo pruebo no lo sabré nunca —replicó Medianoche—. Además, no hemos llegado hasta aquí para abandonar ahora.

La maga recitó el ensalmo para detectar magia. Una nube blanquiazul de energía saltó de las manos de Medianoche y fue a estrellarse contra la pared. No ocurrió nada por el momento, pero luego la pared empezó a temblar. En la puerta camuflada explotó una energía mística que atravesó sin causarles daño los cuerpos de los héroes y unas dagas de luz blanquísima brillaron en el ojo derecho de Medianoche; la lluvia de luz desapareció tan repentinamente como había aparecido.

Medianoche, delante de la puerta, comenzó a temblar, se tambaleó, lanzó un grito sofocado y exclamó:

—¡Creo que la veo! Veo la puerta de la cripta.

Pero la imagen que veía la maga era extraña, como si hubiese dos escenas superpuestas. Si mantenía abiertos los ojos, veía unos contornos borrosos. Sin embargo, la maga empezó a ver con mayor claridad cuando cerró el ojo derecho. Entonces vio las cosas normalmente. Miraba la pared y veía únicamente piedra y pintura.

Cuando Medianoche cerró el ojo izquierdo y observó a través de la órbita donde las dagas de luz habían resplandecido segundos antes, pudo ver claramente la puerta secreta. De hecho, por ese ojo los objetos físicos como la puerta, la pared o incluso sus amigos, parecían tan fantasmales como las sombras. Sólo la magia del hechizo de aislamiento parecía clara y tangible.

Kelemvor se adelantó hacia su enamorada.

—¡Espera a que vuelva Elminster!

—No, Kel —dijo Adon en un tono dulce a la vez que sujetaba al guerrero por el brazo—. Ahora todo depende de Medianoche. Nosotros no podemos hacer nada.

—Lo que impide que veamos la puerta es un hechizo de aislamiento —indicó Medianoche, cuya voz era opaca y distante como si acabase de despertarse de un sueño. Se tapó el ojo izquierdo con una mano. Se estremeció—. Creo que ahora podré abrirla.

La maga tocó la pared. Kelemvor y Adon vieron aparecer una puerta, que luego se abrió. Una luz pálida salió de la amplia estancia que los héroes distinguían a través de la entrada secreta.

—Veo muchas trampas mágicas dentro —observó soñadoramente Medianoche—. Acaudalado ha trabajado mucho. —La maga entró en la antecámara de la cripta.

Antes de que nadie tuviese tiempo de reaccionar, la puerta se cerró de golpe detrás de ella.

La antecámara era una habitación pequeña, no tendría más de tres metros de ancho por tres metros de largo, y la iluminaban unos globos brillantes colgados en las esquinas. Medianoche se tapó el ojo derecho y miró a su alrededor. No había mucho para ver, por lo menos con el ojo izquierdo. La habitación estaba completamente desnuda, salvo un enorme mosaico del guantelete de Torm empotrado en la pared septentrional y una trampilla en forma de diamante en el centro del suelo.

Sin embargo, cuando Medianoche observó la habitación con el ojo derecho, vio cómo una tupida red de hechizos que, suspendida sobre la trampilla, se extendía por todo el cuarto. Los hechizos colgaban como hebras de seda del techo y de las paredes, entretejidos y palpitantes. Como todas las protecciones parecían tener colores ligeramente diversos, la maga siguió el tejido y el dibujo de algunos de los hechizos más simples e identificó fácilmente a algunos de ellos.

Acaudalado había ordenado se lanzasen una serie de hechizos en la puerta, para proteger de los ladrones lo que allí hubiera escondido. Si la puerta se abría, un hechizo hacía sonar una alarma. Otro hacía aparecer una nube de niebla, para envolver el cuarto y entorpecer la visión. Había un tercer hechizo destinado a mantener la trampilla mágicamente cerrada. Pero cuando Medianoche observó el hechizo de cierre mágico con el ojo derecho, sonrió. Escrita sobre el tejido de magia estaba la contraseña de Acaudalado.

Para asegurarse de que el hechizo de cierre mágico no estaba protegido por otro ensalmo, fue siguiendo su trayectoria. La maga descubrió entonces que algunos de los otros hechizos, el de la alarma y el de la nube incluidos, estaban de hecho conectados con el cierre mágico. Medianoche comprendió que la contraseña podía inhabilitar la serie de hechizos conectados a la cerradura… o activarlos todos.

Y no todos los hechizos que Acaudalado había situado en la trampilla eran tan inofensivos como el de la alarma. Medianoche reconoció el dibujo de un hechizo destinado a volver sorda a la persona que tropezase con él. Otro desencadenaba una trampa de fuego que hacía salir llamas de la puerta. Y lo peor de todo, había un hechizo de debilidad mental conectado a la cerradura. Si se activaba, podía dejar la mente del hechicero en blanco y reducir su inteligencia a la de una criatura deficiente mental hasta que fuese lanzado otro poderoso hechizo para sanar su mente.

La puerta secreta de la celda de Acaudalado volvió a abrirse y Elminster asomó la cabeza y la blanca barba a la antecámara.

—¿Qué estás haciendo? ¡Yo te he dicho que debías encontrar la puerta, no abrirla!

Cuando el anciano sabio estaba a punto de entrar en la habitación. Medianoche vio que el tejido de varios hechizos se tensaba y gritó:

—¡No! Elminster, no entres. ¡Vas a desencadenar las trampas de Acaudalado!

Elminster se quedó inmóvil y contempló la habitación.

—¿Qué trampas? ¡Yo no veo ninguna trampa! —espetó.

—Hay protecciones mágicas. Yo las veo suspendidas sobre la trampilla —explicó Medianoche sin apartar la mirada de la telaraña de hechizos—. No sé cómo, pero yo veo los propios hechizos.

Elminster arqueó una de sus pobladas cejas y se acarició lentamente su larga y blanca barba.

—¿Dices que puedes ver los hechizos? ¿Puedes disiparlos?

Medianoche tragó saliva ruidosamente.

—No lo sé, pero voy a intentarlo. —La maga hizo una pausa y añadió—: Creo que deberías esperar en la habitación de Acaudalado con la puerta cerrada. Si pasa algo y uno de los hechizos… se desencadena, Kelemvor y Adon necesitarán tu ayuda para conseguir las tablas.

—¿Qué podemos hacer? —exclamó Kelemvor desde la celda del sacerdote.

Medianoche oyó suspirar a Elminster.

—Ella tiene razón —dijo solemnemente el anciano—. No podemos hacer otra cosa más que esperar.

Kelemvor se puso a maldecir y Medianoche se lo imaginó paseándose de arriba abajo de la celda a grandes zancadas. Adon, por su parte, permanecía tranquilo junto a la puerta.

—Buena suerte —dijo el clérigo desfigurado en voz baja.

Elminster se apartó de la puerta secreta y Medianoche oyó cómo ésta se cerraba.

La maga se dijo que hasta el momento había tenido bastante suerte con la magia. Ninguno de los hechizos que había lanzado desde que la magia se había vuelto inestable había salido demasiado mal. No había lanzado accidentalmente un rayo a un amigo o perdido un brazo a causa de un hechizo. Por lo menos hasta aquel momento.

A la maga de pelo de color ala de cuervo se le escapó un profundo suspiro y pronunció las palabras que Acaudalado había dispuesto para desarmar la cerradura mágica. «El deber sobre todas las cosas».

La telaraña de hechizos se estiró y empezó a estremecerse. El tejido dorado del hechizo de cierre mágico brilló un momento, pero luego desapareció el encantamiento. La mayoría de las otras protecciones también desaparecieron. Cuando las hebras dejaron de brillar y se desvanecieron, quedaron todavía dos hechizos suspendidos sobre la entrada de la cripta.

Los hechizos restantes estaban incompletos, los llenaban los huecos que habían dejado los otros a los que habían estado conectados. Si bien la maga no pudo identificar uno de los dibujos, reconoció las hebras negras, parecidas a tendones, que serpenteaban por la estancia. Formaban parte del hechizo de debilidad mental que había visto hacía un rato.

Después de cerrar los ojos y concentrarse un momento, Medianoche pronunció mentalmente el ensalmo destinado a disipar la magia. La maga sabía que Acaudalado debía de haber pagado a un poderoso hechicero para que llenase la cripta de protecciones mágicas, de modo que no confiaba mucho en poder disipar la magia. A pesar de ello, elevó en silencio una plegaria a lady Mystra, consciente sin embargo de que la diosa de la Magia no podía oír su súplica, y evocó el hechizo.

La telaraña verde que era el hechizo que Medianoche no había podido identificar desapareció al instante, pero las espirales negras del hechizo de debilidad mental empezaron a ensortijarse alrededor de ella.

—¡No! —gritó Medianoche y, al borde de la desesperación, repitió el ensalmo.

Una luz blanquiazul llenó la habitación. El hechizo de debilidad mental se había desvanecido.

Medianoche abrió la trampilla en forma de diamante. Una serie de asideros de hierro empotrados en la pared a modo de escalones conducían a un cuartito iluminado por otras dos esferas mágicas. La maga entró en la cripta y se vio rodeada de gran parte de los tesoros de los templos de Tantras. Había unas cajas llenas de platos de oro y de platino, de candelabros de plata y de iconos finamente trabajados. Junto a una pared, arrojado de cualquier manera, había un tapiz de incalculable valor que representaba a la diosa del Comercio. Y, en algún lugar del atestado cuartito, tenía que estar la Tabla del Destino que Bane había escondido unos días antes de que los dioses fuesen expulsados de las Esferas.

Medianoche sabía que la tabla podía estar convertida en cualquier cosa, pero con su visión intensificada podría ver el espejismo lanzado sobre el objeto. Sin pérdida de tiempo, la maga se tapó el ojo izquierdo con una mano y se puso a escudriñar la habitación. Una brillante luz roja se escapó de una pequeña caja que había en un rincón y Medianoche se apresuró a acercarse a ella y abrir la larga tapa de acero. Vio por un instante el espejismo que Acaudalado había escogido para la tabla, un puño ancho envuelto en cota de malla, y la intensidad de luz que surgió de la caja la cegó. Retrocedió dando un traspié.

Al cabo de un momento la maga de cabello negro empezó a ver con claridad. Su ojo derecho recuperó la normalidad y dejó de ver el resplandor de la magia. El mundo aparecía tal y como era en realidad. La maga miró dentro de la caja, la Tabla del Destino estaba delante de ella.

Cogió el objeto y vio que coincidía con la imagen que Mystra le había mostrado antes de morir. La tabla de piedra medía menos de sesenta centímetros y tenía unas runas brillantes esculpidas en su superficie. Después de sujetar el objeto con una mano trepó con cuidado por los asideros de hierro hasta llegar a la antecámara.

Kelemvor levantó la vista al ver a Medianoche aparecer en la puerta secreta y se precipitó hacia ella. Medianoche le tendió el objeto.

—Esto no es la tabla —dijo el guerrero—. ¡Te has equivocado!

Medianoche se sentó sobre el basto jergón de la celda de Acaudalado. Cuando se dio cuenta de lo absurdo que había sido el comentario del guerrero, se echó a reír.

—Es un espejismo —dijo entre carcajada y carcajada—. No tienes más que no creer en el espejismo y verás la tabla tal y como es.

Adon y Elminster se habían acercado también a Medianoche y todos se quedaron un momento observando la Tabla del Destino. Medianoche dejó de reírse y Kelemvor y Adon la ayudaron a ponerse de pie y ella metió la tabla en la bolsa que contenía su libro de hechizos.

Kelemvor, sonriendo de oreja a oreja, abrazó a la maga.

—¡Y ahora debemos marcharnos de aquí antes de que suceda algo peor!

Elminster frunció el entrecejo y movió la cabeza.

—Antes de poneros en camino hacia Aguas Profundas tenéis todavía cosas que hacer aquí. ¿Recordáis lo que sucedió cuando Helm y Mystra lucharon en la Escalera Celestial que hay cerca del castillo de Kilgrave?

—Ninguno de nosotros podrá olvidarlo jamás —repuso Medianoche mientras se echaba a la espalda la talega que contenía el libro de hechizos y la Tabla del Destino—. La devastación se extendió por varios kilómetros a la redonda.

Adon hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza.

—Y si uno de los dioses logra acabar con el otro…

—Tantras quedará destruida —terminó Kelemvor.

Medianoche se volvió al sabio.

—Es posible que haya un medio de salvar a la ciudad, incluso si Torm y Bane se destruyen mutuamente. La campana de Aylen Attricus. Dicen que la campana sólo ha repicado una vez…

—Lo sé —repuso Elminster con voz brusca y una maliciosa sonrisa en sus labios—. Según la leyenda, la campana tiene el poder de crear un escudo sobre la ciudad para protegerla de todo mal. —Se volvió y salió precipitadamente de la habitación—. ¡Debemos ir allí enseguida!

Los héroes echaron a correr detrás de Elminster, pero no lo alcanzaron hasta que se detuvo una vez estuvo fuera del templo.

—La campana está en la cima de la colina meridional de Tantras —indicó Medianoche—. Eso está a una hora de camino a caballo, siempre y cuando pongamos a los caballos a galope tendido. Las mutaciones habrán empezado a atacarse mutuamente mucho antes de que lleguemos allí.

Elminster se apartó unos pasos de los héroes y empezó a gesticular.

—Si vamos a caballo.

El sabio evocó tan rápidamente un hechizo, que los héroes no tuvieron tiempo de protestar. Un intrincado escudo de luz azulada se formó en el aire y los envolvió a los cuatro. Kelemvor fue presa del pánico cuando vio al mago evocar el hechizo, y el temor de que Elminster pudiese estar tratando de teletransportarlos hasta el campanario se apoderó de Adon. Pero el anciano terminó su ensalmo y los héroes seguían delante del templo de Torm.

—¿Estáis listos? —preguntó el sabio. Los héroes se miraron unos a otros llenos de confusión. El sabio frunció el entrecejo—. Cógeles de la mano, Medianoche.

Ésta obedeció a Elminster. Kelemvor empezó a protestar, pero se tragó las palabras cuando vio que el sabio de cabello blanco tomaba la mano de Medianoche y todos se elevaban del suelo. Al cabo de unos segundos, estaban por encima de la ciudad.

—¡Espero que el hechizo no empiece a fallar a medio camino! —exclamó Adon.

Elminster señaló al oeste. La mutación de Torm, toda de oro y con cabeza de león, estaba completamente inmóvil sobre la muralla de la ciudad y esperaba que el avatar con armadura negra del dios de la Lucha saliese del estrecho del Dragón.

—No tenemos más remedio que arriesgarnos —repuso el anciano sabio con voz triste—. Los dioses no iban a esperar hasta que llegásemos a pie al campanario.