14. Torm

Adon permaneció junto a Kelemvor y Medianoche mientras éstos se despedían fuera de la posada Luna Perezosa. Aunque algo sensiblera, la inquietud que ambos enamorados mostraban el uno por el otro era conmovedora. Sin embargo, el clérigo sabía que era peligroso andar sueltos por la ciudad, y que tal vez no volviesen a verse nunca más, pero era preferible hacerlo de este modo. Medianoche y Kelemvor podían investigar donde quisieran y Adon no les entorpecería la marcha.

—Adon —dijo Medianoche, y el clérigo salió de su ensimismamiento. La maga le sonrió cariñosamente—. No te preocupes. No nos pasará nada.

—Eso es lo que tú dices —murmuró el clérigo.

Medianoche le apretó el brazo con fuerza.

—Y deja de compadecerte de ti mismo —susurró.

Luego se volvió y se puso en camino. Kelemvor se quedó observando a la maga mientras ésta se alejaba calle abajo. Adon, por su parte, cruzó la calle y se perdió entre la muchedumbre.

El clérigo estaba seguro de que su misión en el templo de Torm no iba a presentar problema alguno. Dado que Adon había visitado al clero de muchos dioses diferentes en sus viajes, estaba familiarizado con el protocolo utilizado entre cultos rivales. Extender las manos con las palmas hacia arriba y los pulgares extendidos al máximo era una señal casi universalmente aceptada de intenciones pacíficas. Cuando un clérigo realizaba este ademán y decía «hay lugar para todos», podía esperar ser admitido fácilmente en la mayoría de los templos.

Pero cuando el clérigo de Sune cruzó la ciudadela de Tantras, presintió que ser admitido en el templo de Torm no iba a ser tan sencillo. La gente lo miraba al pasar, luego apartaba la vista y fingía no haber advertido al joven. Otros señalaban a Adon y murmuraban entre sí. A medida que se aproximaba al templo, el número de guardias iba en aumento y él tuvo la sensación de estarse dirigiendo a un campamento de gente armada y no a una casa de culto.

Los capiteles de la ciudadela eran impresionantes, pero Adon suponía que su prestancia palidecería junto al templo de Torm, un dios vivo. Se quedó atónito al ver el sencillo edificio de tres plantas rodeado de unos muros con verjas cerradas. Unas torretas de una planta, con unas galerías cubiertas que las unían, hacían las veces de casetas para los guardias.

Fuera de cada una de estas torretas, unos guerreros lucían el símbolo de Torm. Adon se acercó al primer par de guardias armados, llevó a cabo el saludo ritual y se presentó como un adorador de Sune. A pesar de que el clérigo lamentaba tener que declararse todavía adorador de la diosa de la Belleza, sabía que ello le permitiría entrar en el templo con mayor facilidad que si se presentaba como un sacerdote visitante.

Los guerreros no respondieron al saludo de la forma acostumbrada, por el contrario, uno de los guardias se apresuró a ir a alertar a sus superiores. Aparecieron entonces otros dos guardias armados y Adon fue llevado a una de las torretas, donde fue sometido a una serie de interrogatorios. Varios clérigos y miembros del gobierno municipal formularon al clérigo desfigurado un montón de preguntas, que iban desde sus aficiones juveniles, hasta su opinión sobre diferentes puntos filosóficos. Adon se mostró lo más receptivo posible, pero cuando expresó su confusión por el tratamiento que estaba recibiendo, nadie le ofreció explicación alguna. Por extraño que pudiera parecer, en ningún momento le formularon la pregunta que Adon consideraba la más importante, el motivo de su visita al templo.

—¿A qué viene todo este interrogatorio? —preguntó Adon al quinto entrevistador, un funcionario tedioso que, encapuchado, miraba al clérigo con ojos sombríos.

Hacía horas que había pasado la hora de cenar y el clérigo empezó a arrepentirse de no haber hecho un esfuerzo para comer algo antes de marcharse de la posada Luna Perezosa.

—¿Por qué adoras a Sune? —preguntó el hombre tedioso a Adon por quinta vez, luego bajó la vista a un trozo de pergamino que descansaba sobre la mesa que tenía delante.

—No contestaré a más preguntas hasta que me deis alguna información a cambio —declaró Adon en tono terminante, y después cruzó los brazos sobre el pecho. El funcionario suspiró, dobló el pergamino y salió de la escasamente amueblada habitación. El clérigo desfigurado oyó correr un cerrojo al otro lado de la puerta. Y con ésta cerrada y la ventanilla de la celda provista de gruesos barrotes de hierro, Adon comprendió que era inútil tratar de escapar; de modo que se puso a esperar.

Habían transcurrido casi seis horas cuando un clérigo vestido con la túnica del dios Torm entró en la habitación donde habían dejado a Adon. Después de presentarse, el clérigo desfigurado llevó a cabo el ritual del saludo y esperó una respuesta.

—En Tantras no tenemos un templo dedicado a Sune —le dijo el tormita calvo, después de ignorar los ojos bajos y las manos abiertas de Adon—. Lord Torm está entre nosotros. Él lo es todo. Nuestro dios establece las horas del día y pone lealtad…

—Pone lealtad en vuestros corazones y razón en vuestras mentes. Ya lo he oído antes —le interrumpió Adon, cuya apariencia de calma se había derrumbado. Se puso de pie y se acercó al hombre calvo—. Quiero saber por qué me estáis sometiendo a este trato insultante e inhumano.

El tormita entornó los ojos y en su rostro apareció una expresión fría, sin vida.

—Adon de Sune, tú no tienes nada que hacer en un templo dedicado a Torm. Te acompañarán inmediatamente a la salida.

Mientras el hombre calvo se daba media vuelta, Adon hizo un esfuerzo para dominar su cólera.

—¡Espera! —exclamó el joven clérigo—. No pretendía ser grosero.

El hombre calvo se volvió de nuevo a Adon, con una mueca en el rostro.

—Tú no eres un clérigo practicante. Ya me he enterado —dijo el hombre—. A decir verdad, no tienes nada que hacer en ninguna casa de culto.

La ira y la confusión aceleraron los latidos del corazón de Adon. Durante los interrogatorios, no había mencionado su reciente pérdida de fe.

El hombre calvo debió de leer la confusión en los ojos de Adon, pues añadió:

—Las respuestas a las preguntas que te hemos formulado nos hace poner en duda tus palabras con un alto grado de exactitud. Se te puede leer como a cualquier libro de nuestra biblioteca.

—¿Qué más sabéis acerca de mí? —preguntó Adon, de quien se iba apoderando la inquietud.

Si los tormitas habían descubierto algo con respecto a las Tablas del Destino, Medianoche y Kelemvor podían también estar en peligro.

El clérigo de Torm se acercó a Adon y se colocó delante de él.

—Estás amargado. La cicatriz de tu rostro es reciente. Y quieres algo de nosotros.

—Quiero una audiencia con lord Torm —repuso Adon. Y trató de devolver una mirada de cólera a la mirada de aversión de su interlocutor.

El clérigo calvo trató de disimular la sorpresa que le causaba la audacia de Adon, pero apenas lo logró.

—Se trata de una petición que no se puede tomar a la ligera. Además, ¿por qué el dios de la Lealtad iba a recibir a un desagradecido infiel como tú?

—¿Por qué no iba a hacerlo? —replicó Adon encogiéndose de hombros—. He sido testigo de unas escenas que sólo un dios o una diosa podrían interpretar o apreciar.

El hombre calvo levantó una ceja.

—¿Por ejemplo?

Adon apartó la mirada. El clérigo sabía que tenía que escoger las palabras con sumo cuidado.

—Dile al dios del Deber que he visto a lord Helm en lo alto de una Escalera Celestial. He oído la advertencia que el guardián hacía a los dioses caídos.

Los labios del hombre calvo se separaron y emitieron un gruñido. Luego levantó una mano como si fuera a abofetear a Adon, pero se contuvo. El tormita, después de una breve pausa, hizo un esfuerzo para esbozar una débil sonrisa.

—Puesto que has venido a ver a Torm para informarle de todo esto, es posible que mis superiores deseen hablar contigo más detenidamente. —El hombre calvo tomó suavemente a Adon por el brazo y lo llevó fuera de la habitación—. Ven. Te buscaremos un sitio para dormir en los barracones que hay fuera del templo. Es posible que pase cierto tiempo hasta que mis señores encuentren un momento para hablar contigo.

Adon durmió aquella noche en una cama caliente dentro del edificio que había fuera de los muros del templo. Las camas estaban reservadas normalmente para los guardias allí destinados pero, por lo menos aquella noche, había más camas que guardias. Adon logró dormir un rato, no mucho. El resto del tiempo se lo pasó en vela, reflexionando sobre su relación con los dioses y haciendo esfuerzos para apartar de su mente las imágenes de los últimos momentos de Elminster en el templo de Lathander.

Entre sueño y sueño, trataba de escuchar las conversaciones de los guardias situados en la pasarela que había fuera de la verja. Si se concentraba, el clérigo podía escuchar retazos de conversaciones y de palabras intercambiadas fuera de su ventana. La mayor parte de las conversaciones se referían a mujeres y bebidas, pero algunos comentarios llamaron la atención de Adon.

—Haber visto el rostro de lord Torm es suficiente. Comprendo a quienes han tocado incluso su manto… —dijo alguien en tono reverente.

Adon sintió náuseas. Aquella voz le había dado lástima, estaba cargada de temor. ¿Habría utilizado él el mismo tono si Sune se le hubiera aparecido? En otro tiempo, quizá, pero en aquellos momentos en absoluto.

Unos minutos después, otras dos personas se detuvieron junto a los barracones.

—¡Una conversación peligrosa! —dijo una mujer con voz asustada—. Que nadie oiga que decís esto. ¿Queréis desaparecer como los otros?

Algo más tarde, un hombre dijo:

—He oído hablar de un grupo de adoradores no oficiales de Oghma, el dios del Conocimiento. Tengo sus nombres y direcciones. Con la gracia de Torm, a últimos de semana…

—¡No hace falta molestar a lord Torm con estos asuntos, amigo mío! —espetó otro hombre—. Basta con que me des esa información a mí. Me ocuparé de que la situación se resuelva de forma adecuada…

Por último, antes del alba, un hombre se detuvo fuera de la ventana de Adon.

—No debe enterarse nunca —dijo el hombre con una voz cascada—. Todo se ha hecho por él, todo se ha hecho en su nombre —hizo una pausa—, pero dado que lord Torm ha estado fuera del mundo tanto tiempo, es posible que no llegase a comprenderlo. Jamás debe saber todo lo que ha ocurrido. —Luego el hombre se alejó.

Acababa de amanecer cuando Adon advirtió de pronto que un clérigo entraba silenciosamente en el barracón y estaba a menos de tres metros de su cama. Después de levantarse, Adon llevó a cabo el saludo ritual y respiró aliviado cuando el sacerdote le devolvió la reverencia. Aquel tormita era muy alto, llevaba el cabello color platino peinado hacia delante, casi tocándole las plateadas cejas, sus ojos eran de un azul celeste y tenía una sonrisa tan calurosa que tranquilizó inmediatamente el ánimo de Adon.

De pronto cayó en la cuenta de que iba despeinado y tenía el cabello bastante sucio, tan vez incluso pegajoso en algunos puntos, así que trató de peinarse con una mano. El sacerdote lo miró con regocijo, Adon se echó a reír y dejó de darle importancia a su aspecto.

—He dormido vestido, mi pelo está todo revuelto y no he comido desde ayer —dijo Adon suspirando—. Supongo que no soy lo que esperabas de un clérigo de Sune.

El sacerdote le puso una mano en el hombro y lo llevó fuera del pequeño edificio, luego cruzaron la caseta de los guardias y se introdujeron en la galería que llevaba al templo de Torm.

—No te preocupes, Adon de Sune —murmuró el sacerdote con tono tranquilizador—. No vamos a juzgarte por tu apariencia. En cuanto al desayuno, he dispuesto que nos lo lleven a mi cuarto. Lo compartiremos y te explicaré todo lo que tienes que saber.

Adon y el sacerdote de pelo entrecano entraron en el templo por una verja. Miles de guanteletes de piedra flanqueaban la entrada y Adon sintió un escalofrío cuando rozó uno de ellos. El clérigo apóstata tuvo la sensación de que la piedra podía agarrarlo, podía evitar que alguien sin fe en el dios del Deber entrase en su casa. Pero, como es de suponer, no ocurrió nada.

Los dos hombres atravesaron un largo pasillo donde había puertas de roble a cada lado. Un guantelete pintado adornaba cada puerta y cánticos y plegarias se filtraban a través de todas ellas.

El pasillo se bifurcó en dos que se cortaban diagonalmente y se extendían a lo largo de seis metros en cada dirección. Estos cortos pasillos terminaban en unas brillantes puertas de roble. El sacerdote giró a la izquierda, siguió el pasillo hasta el final y abrió la puerta. Ésta crujió al abrirse y apareció un cuarto muy simple. Un jergón de paja ocupaba el suelo de la celda y unos devotos cuadros del dios del Deber cubrían las paredes.

El desayuno que había prometido el sacerdote de cabello color platino estaba allí y Adon, sin pensárselo dos veces, se sentó en el suelo. Sobre una bandeja había un plato con pan caliente, queso y fruta fresca. Adon empezó a comer ávidamente, mientras el tormita permanecía de pie y en silencio. Después de percatarse de que el sacerdote lo estaba mirando, Adon dejó la comida y esperó a que el hombre bendijese los alimentos.

Adon se puso a comer de nuevo y el sacerdote se sentó frente a él. El clérigo se sobresaltó al escuchar las primeras palabras del hombre de pelo color platino.

—¿Harás penitencia por no haber bendecido los alimentos? —preguntó el tormita con amabilidad.

Adon se puso lívido y se atragantó con un trocito de pan que tenía en la boca. Tosió varias veces y luego sacudió vigorosamente la cabeza.

El sacerdote se inclinó hacia delante.

—Entonces, Adon, es cierto que ya no eres clérigo.

Adon comprendió que aquello no era más que otra sesión de interrogatorio y se empezó a marear. Volvió a dejar en el plato el trozo de pan que estaba comiendo.

El sacerdote frunció el entrecejo.

—Un clérigo no es nada sin fe, y tú tienes muy poca. —Hizo una pausa y escudriñó los ojos de Adon—. ¿Has venido aquí en busca de orientación? ¿Es por esto por lo que has inventado ese cuento disparatado de que tenías que transmitir un mensaje a lord Torm? —preguntó el sacerdote con voz compungida.

—Es posible —murmuró Adon. A fin de ocultar su creciente temor, trató de adoptar una expresión tímida y avergonzada.

El sacerdote, con una amplia sonrisa en el rostro, apretó los hombros de Adon.

—Acabas de dar el primer paso para ser aceptado por lord Torm, el dios del Deber. Hoy podrás vagar por el templo en libertad. Puedes abrir cualquier puerta donde aparezca el símbolo de Torm. Todas las demás están fuera de tus límites… por ahora. —El tormita hizo una pausa y dejó de sonreír—. Si haces caso omiso de estas advertencias, serás severamente castigado. Estoy seguro de que me has comprendido.

La maravillosa sonrisa de antes volvió a iluminar su rostro, pero Adon vio ahora algo amenazador en ella.

El clérigo desfigurado carraspeó y trató de devolverle la sonrisa al hombre de pelo color platino, pero no lo consiguió.

—No me has dicho tu nombre —dijo Adon.

—Acaudalado —repuso el tormita con tono festivo—. Dunn Acaudalado, sumo sacerdote de Torm. Y ahora, amigo Adon, alegra esa cara. Fuera de estas paredes ya hay motivo suficiente para sentir miedo y amargura. —El sacerdote se levantó y abrió los brazos—. Mientras estés aquí, el guantelete de lord Torm te protegerá.

Acaudalado ayudó a Adon a ponerse en pie y luego le dio unas palmaditas en la espalda.

—Ahora tengo que marcharme —dijo el hombre de cabello color platino—. Tengo otras obligaciones que atender.

Después de haber salido Acaudalado, Adon se quedó en la habitación todavía un rato, luego se pasó la mañana y parte de la tarde observando unos servicios y unos rituales tan vulgares y corrientes que el clérigo desfigurado no tardó en aburrirse. Adon había sido un gran viajero en su primera juventud. En una ocasión fue testigo de la celebración de un ritual pagano en el borde de un volcán en erupción, un espectáculo a la vez hermoso y aterrador. Aun cuando el clérigo sabía valorar los ritos organizados y perfectamente respetables que los seguidores de Torm llevaban a cabo para honrar a su dios, no estaba en absoluto impresionado.

A media tarde, Adon envió a un mensajero a entregar una nota a Medianoche a la Luna Perezosa. Luego se puso a pasear por un jardín exuberante y solitario que había en la parte posterior del templo. En el centro del jardín había una hermosa estatua de un león de oro que, cuando Adon se sentó en un banco de piedra, parecía mirarlo de forma indolente.

Dejó caer la expresión de alegría que había estado adoptando todo el día y se puso a meditar sobre lo que había visto y oído desde que traspasara las puertas del templo hacía casi veinticuatro horas. Era evidente que estaba sucediendo algo siniestro en el templo y, según todas las apariencias, lord Torm no estaba al corriente de nada. Al igual que todos los dioses caídos, el dios del Deber se había visto obligado a recurrir a una mutación humana. Además, Torm estaba recluido en un palacio, donde sólo sonrisas de adoración atravesaban los muros cuidadosamente protegidos. Adon se estremeció y cerró los ojos.

—Los dioses son tan vulnerables como nosotros —murmuró Adon tristemente.

—Hace tiempo que tengo esa sospecha —dijo una voz con tono tranquilo.

El clérigo abrió los ojos, se volvió y vio al hombre más hermoso que jamás había visto. El color de su cabello era rojo salpicado de ámbar. Una barba y un bigote pulcramente cortados acentuaban su fuerte y aristocrática barbilla. Los ojos que miraban a Adon eran de un azul intenso con manchas púrpura y negras. Mirar el rostro de aquel hombre era como contemplar una puesta de sol.

El hombre sonrió calurosa y sinceramente.

—Soy Torm. Mis fíeles me llaman el «dios viviente» pero, como supongo que ya sabes, no soy más que uno de los muchos dioses que hay actualmente en Faerun. —El hombre tendió una mano enguantada al clérigo.

Los hombros de Adon se hundieron. Aquel hombre no era el dios, sino simplemente otro clérigo que le habían enviado para probarlo.

—¡No me atormentes! Si es otra prueba de mis méritos…

Torm frunció ligeramente el entrecejo, luego hizo un gesto en dirección a la estatua del león. Un rugido llenó de pronto el jardín y el león de oro se puso a caminar hacia el hombre pelirrojo. Torm acarició la cabeza del animal y éste se tumbó sumisamente a los pies del dios caído, el cual se volvió a Adon y le preguntó:

—¿Te basta con esta prueba?

El clérigo desfigurado movió la cabeza de un lado a otro.

—Muchos magos podrían hacer este truco —dijo, seguro de sí mismo.

Torm volvió a fruncir el entrecejo, esta vez de forma más acentuada.

—Además, aunque tu dios viva aquí, eres un loco o un estúpido por tentar a la suerte —añadió Adon—. Es muy peligroso hacer uso de la magia y no tengo ganas de poner mi vida en peligro quedándome en tu compañía. —El clérigo se levantó y empezó a alejarse.

—¡Por todas las Esferas! —exclamó el dios del Deber para luego extender el brazo en dirección a Adon—. ¿Sabes cuánto tiempo hace que nadie se atreve a dejarme plantado? Por encima de todo soy un guerrero y siento un gran respeto por el valor.

Adon lanzó un bufido.

—¡Por favor, déjate ya de guasas, mago! Estoy empezando a cansarme de que me tomes el pelo.

Los ojos del dios se ensombrecieron y el león se levantó y fue a ponerse a su lado.

—Te advierto, Adon de Sune, que aunque respeto el valor no estoy dispuesto a tolerar la insubordinación.

Algo le dijo a Adon que había cometido un error al enfurecer al hombre pelirrojo. Miró a Torm y vio los puntos púrpura y negros revoloteando furiosamente en sus ojos. Asimismo, el clérigo vio poder en aquellos ojos, un poder y una sabiduría que ningún ser mortal podía poseer. En aquel momento Adon comprendió que estaba contemplando los ojos de un dios.

El clérigo agachó la cabeza.

—Lo siento, lord Torm. Yo suponía que vos os desplazabais rodeado de un séquito. Lo último que se me habría ocurrido es encontraros paseando sólo por los jardines, sin guardias.

El dios viviente se acarició la barba.

—¡Ah! Veo que ahora tienes fe en mis palabras.

Adon se estremeció. «¿Fe? —pensó amargamente—. He visto a dioses que eran destruidos con la misma facilidad que cerdos en día de mercado. He visto a los seres más adorados por los humanos de Faerun comportarse como verdaderos tiranos. No —pensó el clérigo—. No siento nada parecido a la fe… pero sé reconocer el poder cuando lo veo. Y sé cuándo tengo que inclinarme para salvar la vida».

El dios del Deber sonrió. Dijo:

—He dejado una imagen sentada en mi trono que se ha quedado allí meditando tristemente. Y yo he indicado que estaba de un humor de perros y que castigaría severamente a quien se atreviese a molestarme.

—Pero ¿cómo habéis conseguido llegar hasta aquí sin ser visto? —preguntó Adon, después de haber levantado la cabeza para mirar de nuevo al dios.

—Los pasillos de diamantes —le explicó Torm—. Empiezan en el centro del templo y se comunican con todas y cada una de las habitaciones. Han sido diseñados como un laberinto, de modo que son pocos los que podemos recorrerlos sin perdernos. —El dios caído hizo una pausa y acarició la melena del león—. He oído decir que tienes un mensaje para mí…, que has visto a lord Helm. —El dios volvió a sentarse y el león se fue echando lentamente a sus pies.

El clérigo, sin mencionar los asesinatos cometidos por Cyric y la afirmación de Elminster, según la cual una de las Tablas del Destino estaba oculta en Tantras, le contó la historia a grandes rasgos.

—¡Bane y Myrkul! —dijo Torm cuando Adon hubo terminado—. Habría debido de imaginar que esos canallas traidores estaban detrás del robo de las tablas. ¡Y Mystra muerta y su poder esparcido por el tejido de magia que rodea Faerun! Unas noticias terribles y asombrosas. —El dios del Deber cerró los ojos y suspiró. Adon podía casi sentir el dolor del dios caído.

Un hombre apareció en el jardín, pero se quedó atónito cuando vio a Adon y a Torm y se apresuró a meterse de nuevo en el templo. El dios del Deber no parecía haber advertido la fugaz aparición del hombre, pero Adon sí se había percatado de ello y supo que el jardín no tardaría en llenarse de tormitas.

El dios abrió los ojos.

—Lamento no poder ayudarte en tu misión por salvar los Reinos —dijo Torm—. Aquí me necesitan. Tengo un deber para con mis seguidores. —Puso una mano sobre la cicatriz de Adon y añadió—: Sin embargo, puedo hacer algo por ti. Tienes que mirar dentro de tu corazón si quieres ver desvanecidos esos pensamientos oscuros y pecaminosos que te consumen y amargan. ¿Qué eras antes de ingresar en tu orden?

El clérigo se apartó del contacto del dios como si se tratara de un fuego abrasador.

—No era… nada —susurró—. Era una carga para mis padres. No tenía amigos de verdad.

—Pero ahora los amigos y los amores alegran tu vida —observó Torm, sonriendo de nuevo—. A juzgar por lo que me has contado, puedes confiar en la maga y en el guerrero. Esto es importantísimo. A cambio, deberías honrarles sirviéndoles fielmente, a ellos y a su causa. Y no podrás hacerlo si te dejas consumir por tu propia tristeza. —Torm apretó con fuerza el puño envuelto en el guantelete—. No desperdicies tu vida compadeciéndote de ti mismo, Adon de Sune, pues si tu corazón está embargado por el dolor, no podrás servir a tus amigos… o a tu dios.

Adon oyó voces procedentes del templo. Llegaba gente. El clérigo desfigurado se acercó al dios del Deber.

—Gracias por compartir conmigo vuestra sabiduría, lord Torm —le dijo en un susurro—. Ahora dejad que cumpla con el deber de ayudaros. No todo es lo que parece en vuestro templo o en Tantras. Hay unas fuerzas susceptibles de destruir la ciudad. Debéis observar a vuestros clérigos y descubrir si están haciendo todo lo que deben para serviros. Que haya sumisión no significa que haya justicia.

Las voces se acercaban. Una docena de sumos sacerdotes salieron al jardín y se pusieron de rodillas ante Torm. El león no dejó de rugir de irritación mientras los hombres farfullaban una serie interminable de problemas que requerían la atención inmediata del dios. Éste se puso en pie y, después de dedicarle una sonrisa a Adon, se dirigió a la entrada del templo más cercana. El león de oro y el grupo de sacerdotes siguieron al dios.

Unos minutos después, Adon fue sacado del jardín y encerrado en un cuarto oscuro desprovisto de muebles. Al clérigo le recordó la celda que había compartido con Medianoche en la torre Inclinada, pero trató de apartar estos pensamientos de su mente y se puso a esperar. Transcurrieron varias horas antes de que un silencioso y hosco guardia le llevase una bandeja con comida.

—No tengo hambre —murmuró Adon, si bien los ruidos de su estómago traicionaban su mentira—. Llévate la comida y dime por qué estoy aquí.

El guardia dejó la comida y se marchó. Una hora después, Adon se lo había comido todo, que consistía en un trozo de pan algo duro y queso. Poco después entró en el cuarto el hombre del cabello color platino. Esbozaba astutamente una amplia sonrisa.

—¡Acaudalado! —exclamó Adon, y se puso de pie.

—Parece que hoy has vivido una gran aventura —dijo el sacerdote. El tono utilizado habría podido resultar adecuado para un niño, pero Adon se sintió insultado—. ¿Por qué no me la cuentas?

—No hay nada que contar —dijo Adon en un susurro y con una mueca que fruncía y oscurecía la cicatriz de su mejilla—. He conseguido mi audiencia con Torm. Ahora puedo marcharme. ¿Por qué tus guardias no me dejan en libertad?

—¿Mis guardias? —dijo Acaudalado sin abandonar la falsa sonrisa—. No, son los guardias de Torm. Ellos sirven al dios del Deber y no hacen más que cumplir su voluntad.

—¿Y estoy retenido aquí por orden suya? —preguntó Adon a la vez que daba un paso en dirección al sacerdote.

—No exactamente —admitió éste mientras se acariciaba la barbilla—. No estás retenido aquí. ¡En absoluto! No hay cerradura en la puerta, no hay guardia fuera. —El sacerdote hizo una pausa y abrió la puerta—. Es cierto que existe el peligro de que te pierdas en el laberinto de Torm antes de que llegues a la salida. Eso sería una verdadera desgracia. Nunca más se ha vuelto a saber nada de algunos que se han perdido en los pasillos de diamantes.

Adon bajó la vista al suelo.

—Comprendo —dijo abatido, luego se dejó caer hasta quedarse sentado en el suelo apoyado contra la pared.

—Sabía que lo comprenderías —indicó Acaudalado con voz suave y confidencial, sin que su luminosa sonrisa dejase de resplandecer en el oscuro cuarto—. Que duermas bien. Volveré a buscarte dentro de unas horas. Hemos dispuesto que te reciba el Sumo Consejo de Torm. Ello debería tranquilizarte el ánimo.

El sacerdote salió de la celda y Adon estuvo un rato considerando lo desesperado de la situación, luego se quedó profundamente dormido, si bien no soñó en absoluto. Al cabo de unas horas, regresó Acaudalado acompañado de dos guardias. Adon estaba dormido y el sacerdote tuvo que sacudirlo enérgicamente para despertarlo.

Mientras seguía a Acaudalado por el pasillo, Adon empezó a trazar un plan. Decidió que se apoderaría del arma de uno de los guardias apenas hubiesen salido de los pasillos y se marcharía del templo a punta de espada. Sabía que quizás era una idea suicida, pero era preferible morir de ese modo que ser ejecutado en secreto. De modo que, mientras iban caminando, vigiló con mucho cuidado a los guardias y adoptó una actitud pueril. Si bien Acaudalado empezó a irritarse ante el parloteo estúpido de Adon, éste advirtió que los dos guardias se iban relajando considerablemente.

Adon estaba a punto de abalanzarse sobre el guardia que tenía más cerca cuando vio a un hombre de barba blanca con una lira al final del pasillo. Sin pensárselo dos veces, el clérigo se apoderó de una antorcha de la pared, se apartó de Acaudalado y echó a correr hacia el anciano. El sacerdote de cabello color platino dio una orden a voz en grito y los guardias salieron en persecución del clérigo desfigurado.

—¡Elminster! —exclamó Adon corriendo por el pasillo—. ¡Estás vivo!

El anciano levantó la vista, alarmado. Había estado discutiendo con otro sacerdote de Torm y una fugaz expresión de sorpresa apareció en su rostro cuando vio a Adon correr hacia él. Luego frunció el entrecejo y se detuvo.

El joven clérigo se paró delante del anciano. La resplandeciente luz de la antorcha bañó el rostro del juglar y el calor de las llamas lo hizo retroceder. Y, aun cuando Adon estaba seguro de haber reconocido al hombre desde la otra punta del pasillo, un examen más minucioso puso de manifiesto que el anciano no era Elminster. El joven desfigurado estaba a punto de darle la espalda al juglar cuando vio que la punta de la nariz de éste empezaba a desvanecerse.

—¡Elminster! —insistió Adon con voz entrecortada cuando los guardias de Acaudalado llegaban a su altura.

El juglar miró a su alrededor, calculó que podía aprovecharse de la confusión de los tormitas y evocó un hechizo antes de que nadie fuese consciente de sus verdaderas intenciones. El aire crujió y un vacilante rayo de energía blanquiazul llenó el pasillo.

—Todos vosotros vendréis con Adon y conmigo hasta que hayamos salido del templo y luego de la ciudadela. Después volveréis aquí y os comportaréis como si nada hubiera sucedido —ordenó Elminster.

Acaudalado, los dos guardias y el sacerdote asintieron sumisamente.

El sabio sonrió. ¡El hechizo de sugestión de masas había salido bien! Asimismo, era el primer conjuro que había dado resultado desde hacía algún tiempo. El anciano mago llegó a la conclusión de que debía de ser la proximidad de la mutación de Torm lo que estaba dando un poco de estabilidad a la magia, pero no dejó por ello de dar las gracias a la diosa de la Fortuna. A continuación indicó a los tormitas que los guiasen a través de los pasillos.

Adon se había quedado paralizado y miraba al sabio con una expresión a la vez de sorpresa y de alivio.

—Elminster, ¿qué estás haciendo aquí?

—Te aseguro que mi intención no era salvar ese pellejo tuyo que no sirve para nada —dijo el mago con un hilo de voz mientras se quitaba un trozo de cera de la nariz—. Por desgracia, no me has dejado otra alternativa. —Elminster empezó a seguir a los tormitas pero, cuando vio que Adon no se movía, se volvió y añadió—: A ti también te ha alcanzado el hechizo. Como te entretengas mucho, igual se me ocurre mandarte en otra dirección que no te va a gustar en absoluto.

Adon siguió al sabio. Se sentía feliz. Empezó a darle vueltas a la cabeza, acudieron a su mente infinidad de recuerdos pero, en definitiva, lo único que sabía era que el hecho de que Elminster estuviese con vida suponía un gran alivio. Lágrimas de alegría corrían por sus mejillas.

—Saca esa sonrisa estúpida de tu rostro y sécate las lágrimas de los ojos —dijo Elminster cuando llegaron al final de los pasillos y salieron al claustro del templo—. No debemos despertar sospechas.

—Pero es que tengo tantas preguntas que hacerte… —empezó a decir Adon casi sin aliento.

—Eso puede esperar —le interrumpió Elminster con cierta brusquedad.

Adon siguió las instrucciones del sabio y, al cabo de poco tiempo, estaban a cientos de metros del templo de Torm. Apenas Acaudalado y sus hombres emprendieron el camino de regreso, ellos se metieron entre la muchedumbre.

Después de unos minutos de abrirse camino a través del gentío, Adon se volvió a Elminster y le preguntó:

—Y ahora, ¿tendrás a bien contestar a mis preguntas?

—Hasta que estemos a salvo, no —fue la respuesta de Elminster.

El alivio de Adon se convirtió de repente en cólera. Cogió al sabio por el brazo y le obligó a detenerse. Se hallaban en una concurrida avenida con tiendas a cada lado que llevaba a la torre más alta de la ciudadela y, desde donde estaban, podían ver sus capiteles dorados.

—Escúchame, anciano sabio —dijo el clérigo desfigurado—, mientras permanezcamos en Tantras no estaremos a salvo. Por muy bien que nos escondamos, el Consejo de Torm nos encontrará. Aquí donde estamos es un lugar tan bueno como otro cualquiera para que te expliques. Y ahora dime lo que quiero saber.

—Suéltame —dijo Elminster con voz tranquila pero con unos ojos entornados como los de un gato a punto de saltar—. Luego te contaré lo que quieras saber.

Adon soltó el brazo del sabio.

—Explícame lo que te sucedió en el templo de Lathander, en el valle de las Sombras. Yo creí que habías muerto… y que había sido por culpa mía —dijo Adon. Con la cólera hirviéndole en la sangre, añadió—: ¡No puedes imaginarte todo lo que he pasado por tu causa!

—Considerando adónde me llevó aquel agujero, puedo imaginármelo fácilmente —dijo Elminster, luego suspiró y apartó la mirada de Adon.

—¡Adon! —se oyó de pronto.

El clérigo reconoció la voz de Medianoche y se dio media vuelta para mirar a la maga. El clérigo fue presa de un horrible presentimiento y volvió a girarse en redondo para agarrar al sabio por el brazo. Adon miró a Elminster. El mago se disponía a perderse entre la muchedumbre que los rodeaba.

—No te alejes de mi vista —dijo Adon.

Elminster, por toda respuesta, frunció el entrecejo y cruzó los brazos.

Medianoche, y Kelemvor, detrás de ella, llegaron a su altura. Cuando la muchacha vio a Elminster le echó los brazos al cuello y lo estrujó de tal forma que casi lo ahogó. El anciano mago protestó y la empujó para que se apartase.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Medianoche mientras se apartaba del mago—. Ayer creí haberte visto, pero llegué a la conclusión de que sólo se trataba de mi deseo vehemente de verte con vida. —Unas lágrimas corrían por el rostro de la maga.

—¡No vuelvas a hacerlo! —gritó Elminster haciendo un gesto con la lira que había olvidado que llevaba.

Kelemvor también se había sorprendido de ver a Elminster, pero a él el hecho de que el sabio estuviese con vida ni le alteraba ni le llenaba de alegría.

—Tienes una voz muy cantarina —comentó sarcásticamente el guerrero—. Es muy lamentable que la utilices para causar tantos problemas.

Adon estaba a unos metros de distancia y observaba al anciano sabio con una furia apenas controlada.

—Ni siquiera pensabas decirnos que estabas vivo. Eres un viejo canalla cruel. Nosotros estamos aquí arriesgando nuestras vidas para llevar a cabo la misión que nos encomendaste…

—Fue lady Mystra quien os encomendó esta misión —le recordó Elminster al clérigo—. Yo me limité a facilitaros el camino.

—Nos buscan por criminales —dijo Medianoche en voz baja—. Adon y yo estuvimos a punto de ser ejecutados por tu muerte en el valle de las Sombras.

—Esa acusación ha sido retirada —murmuró el mago, frotándose el cuello, luego indicó a los héroes que lo siguieran. Los transeúntes estaban empezando a mirarlos y los héroes estuvieron de acuerdo en que era preferible alejarse de allí.

—He estado en el valle de las Sombras —añadió el sabio—. Ya no estáis acusados de mi muerte. Pero está todavía pendiente el asunto de los seis guardias asesinados durante vuestra huida. Tendréis que responder de ello.

—Nos has estado espiando —observó Kelemvor—. Has venido aquí para eso. Para investigar lo que hacemos.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —protestó Elminster—. Si las acusaciones que se os imputan son ciertas, no sois dignos de actuar como defensores de Mystra y de todo Faerun.

Kelemvor explicó que había sido Cyric quien había cometido los asesinatos, sin el conocimiento ni la ayuda de Medianoche y Adon. El guerrero indicó asimismo que Cyric trabajaba ahora para lord Black.

—¡No lo sabes con certeza! —rectificó Medianoche mirando furiosa al guerrero—. Cuando llegaste a la casa de Valle del Barranco donde nos habían dado cobijo, habías fingido trabajar para Bane sólo para escapar de él. Es posible que Cyric se haya visto obligado a adoptar una actitud similar. —La maga se volvió a Elminster—. Yo no lo vi cometer los asesinatos de los que se le acusa y, por lo que yo sé, el valle de las Sombras tiene antecedentes en condenar a gente inocente.

Adon dobló los brazos sobre el pecho y abrió de par en par unos ojos llenos de sorpresa, pero una sorpresa teñida de temor.

—¡Cyric está vivo! Va a venir a por nosotros, Medianoche.

La maga de cabello color de ala de cuervo sacudió la cabeza.

—Adon, no tenemos ninguna prueba…

El clérigo se detuvo en medio de la calle.

—Cyric es peligroso, Medianoche. Y no sólo para nosotros. ¡Después del viaje por el Ashaba, deberías saberlo!

—Sigamos —murmuró Elminster sin dejar de vigilar que no hubiese guardias o sacerdotes de Torm entre la muchedumbre—. Tengo un santuario por aquí cerca donde podréis seguir discutiendo.

Adon se colocó junto a Kelemvor, dispuesto a seguir caminando; Medianoche, por su parte, puso una mano sobre el brazo de Elminster.

—Sí, ahora vamos, pero primero cuéntanos lo que sucedió en el templo de Lathander —instó la maga—. Adon y yo estábamos convencidos de que habías muerto. ¿Cómo pudiste salvarte en el agujero?

Elminster fulminó a los héroes con la mirada.

—¿Tiene que ser ahora?

—Sí —dijo Adon—. Ahora.

El sabio puso los ojos en blanco e indicó a los héroes que lo siguiesen hasta un callejón próximo.

—Por culpa de la inestabilidad de la red mágica que rodea y envuelve todas las cosas, me salió mal el intento de conjurar el Ojo de la Eternidad. Cuando me fijé en el agujero, vi que el hechizo había abierto una entrada a Gehenna, un lugar espantoso lleno de horribles seres propios de una pesadilla. —El sabio hizo una pausa para mirar a ambos lados del callejón—. Yo sabía que la única forma de cerrar el agujero era hacerlo desde el otro lado, donde los efectos del caos mágico eran muy ligeros y lo más probable era que diesen resultado mis hechizos. Dejé que el agujero me introdujese en Gehenna y, una vez dentro, con unos ensalmos cerré la abertura. Sólo hubo un problema.

—¿Te quedaste atrapado fuera de los Reinos? —preguntó Medianoche casi sin aliento y con una expresión maravillada en los ojos.

—No fue tarea fácil escapar de la esfera de Gehenna, donde Loviatar, la señora del Dolor, había instalado su morada antes de que los dioses fuesen desterrados. Me vi obligado a luchar con diablillos, mefitos y todo tipo de seres impíos imaginables. —Elminster se estremeció y se frotó los brazos con ambas manos—. Encontré finalmente una zona donde hasta los monstruos temían poner los pies. Mystra había bendecido un pedazo de tierra de aquella espantosa esfera hace siglos, durante una pelea con Loviatar. —Un clérigo de Torm se destacó de entre la multitud en el extremo del callejón y Elminster empezó a adentrarse más en él—. Cuando regresé al valle de las Sombras, no tuve más que reunir todas las piezas. Y ahora estoy aquí, perdiendo el tiempo de charla con vosotros tres mientras aquel maldito guardia del templo lleva a cabo los preparativos para darnos caza.

Mientras los héroes recorrían distintos callejones en dirección al santuario de Elminster, comentaron lo que cada uno había descubierto. Kelemvor no podía creer que Adon y el sabio hubiesen tenido a Acaudalado en sus manos y lo hubiesen dejado escapar. Pero cuando el clérigo explicó la posición que ocupaba Acaudalado en el templo de Torm, Kelemvor pudo completar el rompecabezas.

—Los sumos sacerdotes de Torm están expulsando de la ciudad a todos aquellos que son leales a otros dioses —susurró el guerrero—. Luego se apoderan de los templos abandonados y los añaden a su patrimonio.

—Es por esto por lo que los sunitas debieron de quemar su templo con todo cuanto no se pudieron llevar —añadió Medianoche—. ¡No querían que cayese en manos de los tormitas!

Adon frunció el entrecejo y se pasó una mano por el sucio y despeinado cabello.

—Por consiguiente, la mayoría de los objetos sagrados confiscados en la ciudad deben de estar escondidos en el templo de Torm.

—¡Exactamente! —exclamó Kelemvor—. Y si, como sospechamos, Bane cambió el aspecto exterior de las tablas y las escondió en uno de los templos, es probable que los tormitas no sepan lo que han confiscado. Sin duda, cuando la vio, Acaudalado pensó que se trataba simplemente de otro objeto sin valor.

—Eso es exactamente lo que yo imagino —observó Elminster, luego entornó los ojos y miró fijamente a los héroes—. Y ésa es la razón por la cual yo estaba en el templo esta mañana.

—¿Coincides con nosotros, pues? —dijo Medianoche, sorprendida.

—Sí, Medianoche. Creo que estáis en lo cierto —dijo el mago de pelo cano—. La Tabla del Destino está escondida en el templo de Torm…

Había habido más actividad en el puerto de la ciudad Valle del Barranco en los últimos cinco días que en los cinco meses anteriores. El robo del Reina de la Noche había causado un gran revuelo en la ciudad. El cuartel general de Bane, antes en la guarnición zhentilesa, había sido trasladado al propio puerto donde las tropas de lord Black controlaban ahora directamente todos los barcos atracados en los muelles.

Se había habilitado una sala del edificio mayor del puerto como sede del ministerio de la Guerra. La sala estaba llena de mapas y de gráficos, todos marcados con los movimientos pasados y futuros de las tropas. Bane estaba en aquellos momentos sentado a la cabecera de una larga y brillante mesa cubierta de mapas y escuchaba los planes y quejas de sus generales. Tarana Lyr, la hechicera, estaba de pie junto a él.

El oficial más cercano del dios caído, un hombre llamado Hepton, se frotó las sienes, cruzó luego las manos y las dejó caer sobre la mesa.

—Lord Bane, debéis hacer frente a los rumores que están circulando por las filas con respecto a Tantras. ¿Es cierto que pretendéis volver a movilizar a nuestras fuerzas cuando apenas acabamos de tomar Valle del Barranco?

—Ello supondría un grave error —intervino Windling, un general de la Ciudadela del Barranco. De entre los otros oficiales zhentileses surgieron murmullos de aprobación.

—¡Basta! —gritó Bane, y dio un puñetazo en la mesa de gruesa madera. El ruido que produjo la mesa al astillarse enmudeció a los hombres. Durante más de un minuto, no se oyó más que la risita de Tarana—. La batalla del valle de las Sombras fue un desastre —prosiguió a continuación Bane en un tono despreocupado y mirando furioso a sus hombres con los ojos entornados—. Fue una derrota inesperada, por supuesto, y las bajas mucho mayores de lo que nadie habría podido prever. —Hizo una pausa y observó a los generales en silencio—. Si bien logramos apoderarnos de Valle del Barranco sin derramar sangre apenas, no pasará mucho tiempo antes de que los ejércitos de Sembia y de los demás valles intenten reconquistar la ciudad.

Los generales hicieron gestos de asentimiento con la cabeza. Bane relajó la mano y se puso en pie.

—Si utilizamos a nuestros ejércitos para atacar Tantras, nuestra victoria aquí no habrá servido para nada. Soy consciente de que la mayoría de las fuerzas de ocupación deben permanecer en Valle del Barranco. —El dios de la lucha sonrió y se pasó una mano por su cabeza pelirroja—. Pero yo soy un dios y los dioses cuentan con unas alternativas a las que los mortales no tienen acceso.

Las puertas de la sala se abrieron de par en par e irrumpió Cyric. Bane levantó la vista y frunció ligeramente el entrecejo. Dentro de la mente de lord Black, Fzoul se puso a gritar furioso a la vista del ladrón de nariz aguileña.

Cyric miró a su alrededor y se dio cuenta del error que había cometido al interrumpir la sesión. El ladrón se apresuró a agachar la cabeza y dar varios pasos hacia atrás.

—Lord Bane, no era mi intención interrumpir…

—¡No importa! —chilló el dios de la Lucha—. No has interrumpido nada importante. —Los generales se miraron unos a otros y empezaron a levantarse—. ¡Yo no he dicho que se haya acabado la reunión! —dijo Bane, y los oficiales zhentileses volvieron a tomar asiento.

—Lord Bane, puedo volver más tarde —se apresuró a proponer Cyric después de haber advertido las miradas airadas de los generales. No le interesaba en absoluto ganarse la antipatía de aquellos hombres.

—Infórmame sobre tu misión —ordenó Bane con voz cargada de impaciencia—. Demuestra a mis generales que la situación de Tantras está bajo control.

Cyric carraspeó.

—No puedo hacer eso.

Bane se inclinó hacia adelante y colocó los puños sobre la mesa. La madera rota crujió bajo el peso del dios.

—¿Qué ha pasado?

—Durrock ha muerto, lo mató Kelemvor —explicó Cyric, todavía con la cabeza baja—. El asesino luchó denodadamente, pero el guerrero pudo burlarlo.

—¿Por qué no mataste tú a Kelemvor? —quiso saber Bane.

—Muerto Durrock, era evidente cuál era mi deber. Tenía que regresar a informaros de que Kelemvor, Medianoche y Adon están en Tantras. —El ladrón tragó saliva y confió en que la otra información que tenía aplacase al dios de la Lucha…, de momento por lo menos—. Y debéis saber, lord Bane, que Tantras se está preparando para la guerra.

Susurros de sorpresa recorrieron la mesa. Bane observó los rostros preocupados de sus generales.

—¡Preparad los barcos y destinad a ellos el menor número posible de zhentileses!

—¡No! —exclamó Hepton—. ¡Eso es un gran error!

—¡Silencio! —gritó Bane—. Es evidente que la noticia de nuestra victoria en Valle del Barranco ha llegado hasta Tantras. La ciudad está preparando sus defensas y no me cabe la menor duda de que pedirán ayuda a sus vecinos si les damos tiempo para ello. —Se inclinó hacia Hepton y lanzó un bufido—. Quiero que dentro de una semana mi bandera esté ondeando sobre Tantras. Quiero que así sea. ¿Has comprendido?

Hepton asintió débilmente con la cabeza, los generales se levantaron y empezaron a salir en fila de la sala. Cyric lanzó un suspiro de alivio y se volvió para marcharse también.

—¡Tú no, Cyric! —ordenó Bane, luego le indicó con un gesto que se acercase. Tarana se agarró al respaldo del sillón de lord Black.

—¿Queréis que lo mate, lord Bane? —preguntó Tarana, con un brillo soñador en los ojos.

—No —contestó Bane con tono indiferente. Esperó a que hubiese salido el último de los generales para seguir hablando y cuando la puerta se cerró, añadió en un susurro—: La Compañía de los Escorpiones sigue bajo tu mando… ¿es así, Cyric?

El ladrón de nariz aguileña asintió y esbozó una ligera sonrisa. Según todas las apariencias, la noticia de los preparativos de guerra en Tantras había alejado la idea del asesinato de la mente del dios caído.

—Quiero que tú y tus tropas os convirtáis en mi nueva guardia personal. Pero entérate bien de una cosa —Bane hizo una pausa para lanzar un bufido y poner una mano sobre el hombro de Cyric—, si algo le ocurre al cuerpo de Fzoul, será dentro de tu piel donde me meta luego y tu cerebro quedará completamente destruido. ¿Lo has comprendido bien? —El dios de la Lucha apretó el hombro del ladrón hasta hacerle crujir los huesos.

Cyric, con una mueca de dolor en el rostro, asintió y se apresuró a salir de la sala.

Lord Black se volvió a la hechicera y señaló la puerta.

—Echa el cerrojo de la puerta y luego llama a lord Myrkul —ordenó antes de sentarse.

La hechicera cerró la puerta y a continuación lanzó un conjuro. Apareció un leve resplandor en el aire y la calavera color ámbar del dios de la Muerte se puso a flotar ante lord Black.

—Te felicito por tu victoria en Valle del Barranco —dijo Myrkul, para luego inclinar ligeramente su cabeza incorpórea.

—Eso carece de importancia ahora —dijo Bane gruñendo—. Tengo que solucionar un problema en Tantras. Voy a mandar parte de mi flota…

El dios de la Muerte esbozó una sonrisa que era más una mueca y dejó al descubierto una hilera de dientes podridos.

—Y yo voy a tener que interpretar un papel en esa batalla —observó fríamente.

—Necesito el poder que me otorgaste en el valle de las Sombras, las energías anímicas de los muertos —dijo Bane, mientras tamborileaba sobre la mesa con los dedos—. ¿Puedes hacerlo?

—Para activar ese hechizo necesito que muera a la vez un buen número de personas —repuso con suspicacia Myrkul, que se frotaba la mandíbula—. En el valle de las Sombras sacrificaste a tus tropas. ¿Quién pagará en esta ocasión por el incremento de poder que pueda otorgarte?

El dios de la Lucha permaneció en silencio un momento, mientras le daba vueltas y más vueltas al problema. Por una parte no podía permitirse el lujo de volver a utilizar a sus soldados y sacerdotes para el hechizo de Myrkul, y por otra necesitaba que las almas se alineasen con su causa, pues, en caso contrario, resultaría difícil controlarlas. Al final se le ocurrió quiénes podrían ser las víctimas del hechizo de Myrkul.

—Los asesinos —dijo Bane en un susurro a la vez que sonreía malignamente—. Los asesinos no han dejado de fallarme desde la noche del Advenimiento. Me fallaron en el bosque del Nido de Arañas, en Valle del Barranco y ahora en Tantras. ¡Por consiguiente todos los asesinos de los Reinos deben morir hasta proporcionarme el poder que necesito!

El dios de la Muerte se echó a reír.

—Te has vuelto tan loco como tu hechicera. Los asesinos son de gran utilidad para mí.

—Ah, ¿sí? —dijo Bane con una ceja arqueada—. ¿Por qué?

El dios de la Muerte frunció el entrecejo y, al hacerlo, sus pómulos sobresalieron de la piel en descomposición.

—Proveen mi reino de almas. Hay una necesidad acuciante de…

—Ah, sí… el reino de la Muerte —dijo Bane con una frialdad pasmosa.

—¿Has estado allí últimamente? —intervino Tarana riéndose histéricamente.

Myrkul guardó silencio un momento. Cuando habló no había rastro de regocijo en su hueca y áspera voz.

—No he venido aquí para que me pongas de manifiesto cosas que ya sé. Ambos hemos sido despojados de nuestros reinos.

—En ese caso, ¿no crees que ninguna medida que pueda ayudarnos a recobrar nuestros hogares legítimos en las Esferas puede ser considerada extrema o inútil? —observó Bane, para luego ponerse de pie.

—Sólo si el esfuerzo no es infructuoso —repuso Myrkul, mientras lord Black se acercaba a su imagen suspendida en el aire.

—¡Yo quiero recuperar la Tabla del Destino que escondí en Tantras, Myrkul! —gritó Bane. Lord Black pensó que ojalá el otro dios estuviese realmente con él en la sala para poder así abofetearlo por su insolencia—. Si ellos descubren esa tabla, unas fuerzas poderosas pueden volverse contra mí… contra nosotros. En el valle de las Sombras fui demasiado confiado y pagué el amargo precio de la derrota. ¡Antes preferiría morir que volver a pasar por una cosa así!

Myrkul se tomó un momento para considerar las palabras de lord Black. Dio la sensación de que su esquelético rostro sin expresión relucía y empezaba a desvanecerse. El dios de la Lucha retrocedió, presa de un pánico apenas controlado. La imagen recobró finalmente toda su fuerza y Bane se relajó. Incluso antes de que el dios de la Muerte hablase, lord Black supo por su mirada que iba a ayudarlo.

—Si tan seguro estás sobre este asunto, te ayudaré a recuperar la tabla —dijo Myrkul, acompañando sus palabras de un gesto de asentimiento.

Bane trató de adoptar una actitud confiada. Se encogió de hombros y comentó:

—Estaba convencido de que ibas a ayudarme.

—No estabas convencido en absoluto —dijo Myrkul con voz áspera—. Y es la única razón que me ha llevado a brindarte mi ayuda. Estoy contento de que hayas dejado de meterte ciegamente en unas situaciones de las que no tienes ni idea. —El dios de la Muerte hizo una pausa y lanzó a Bane una mirada gélida—. Pero hay algo que debes tomar en consideración: es posible que la próxima vez que necesites mi ayuda no la encuentres, lord Bane.

El dios de la Lucha movió la cabeza como si rechazase la amenaza de Myrkul por entrar dentro de la retórica sin sentido. A continuación fingió preocupación y comentó:

—A Bhaal no va a gustarle nada que mates a todos sus adoradores.

—Ya me las entenderé yo con el lord del asesinato —repuso Myrkul, para luego volver a acariciarse la mandíbula en estado de descomposición—. Me pondré en contacto contigo apenas esté todo listo. —El lord de los Huesos hizo una pausa, luego añadió—: ¿Has pensado en la forma que utilizarás para contener la energía anímica que te transmitirá mi hechizo?

Bane no contestó.

La rabia brillaba en los ojos de Myrkul.

—¡Tu mutación humana no pudo soportar ese esfuerzo en el valle de las Sombras y el rito que quieres que lleve a cabo puede proporcionarte mucho más poder que el utilizado entonces! —El dios de la Muerte movió la cabeza y suspiró—. ¿Tienes todavía la estatuilla de obsidiana que utilicé para contener tu esencia en la Frontera Etérea?

—Sí —contestó Bane, en cuyo rostro apareció una expresión de perplejidad.

—Esto es lo que debes hacer —le dijo Myrkul.

El dios de la Muerte se puso a enumerar una serie de complejas instrucciones y obligó al dios de la Lucha y a su loca hechicera a repetirlas varias veces. Cuando el dios de la Muerte tuvo la certeza de que Tarana y Bane sabían cómo prepararse para el rito, su imagen desapareció, en medio de un resplandor de luz gris y de una humareda fétida amarilla y negra.