12. Los templos y el campanario

Los héroes se despidieron a la puerta de la posada Luna Perezosa. Medianoche besó a Kelemvor por quinta y última vez y luego le apartó cariñosamente el pelo del rostro. Desde que se había librado de la maldición, los fuertes y altaneros rasgos del guerrero se habían relajado mucho, sin embargo, aquel día aparecían enturbiados por una sombra de preocupación y de duda.

—Quizá sería preferible no separarnos —le dijo Kelemvor a la maga—. No me gusta pensar que tu vida puede estar en peligro…

La maga puso sus dedos sobre los labios de Kelemvor y repuso con voz sosegada:

—Todos vamos a correr riesgos. Nuestra única posibilidad de salvación está en encontrar lo que hemos venido a buscar y marcharnos lo antes posible. Ya sabes que de esta forma podemos abarcar más y llevar a cabo nuestra misión con mayor celeridad.

El guerrero cubrió la mano de la maga con la suya.

—Sí —murmuró, y besó sus dedos—. Ten cuidado.

—¿Y tú, precisamente tú, me dices que tenga cuidado? —preguntó Medianoche en tono sarcástico. Luego le dio una palmada al guerrero en la mejilla, se despidió de Adon y se alejó de la posada Luna Perezosa.

Caminó dos manzanas en dirección sur hasta que llegó a un edificio de piedra gris de una planta donde parecía no haber ventanas. Sobre la puerta medio rota había un rótulo que decía: Casa de los Indigentes.

La maga empujó la puerta entreabierta, pero no se abrió. Primero pensó que estaría simplemente trabada, pero a través de las rendijas vio un brazo de hombre al otro lado en el suelo. Del interior del edificio llegó a ella un suave quejido y Medianoche empujó la puerta con más fuerza. El deslizarse de un cuerpo por el suelo estimuló sus esfuerzos. Cuando la puerta se abrió lo suficiente, Medianoche se introdujo en el oscuro edificio.

Un puñado de antorchas dentro de unos apliques de metal sujetos a las columnas principales iluminaban la Casa de los Indigentes. Había una docena de camas metálicas, desprovistas de mantas, diseminadas por la sala y más de sesenta hombres, mujeres y niños se apiñaban en aquella habitación que ocupaba la mayor parte del edificio de unos cuarenta metros cuadrados. Varios voluntarios se desplazaban entre los pobres, los desamparados y los enfermos llevándoles comida desde una cocina abierta que había en la parte posterior.

Medianoche bajó la mirada y vio al hombre que estaba tumbado detrás de la puerta. Debía de tener unos cincuenta años y llevaba una túnica que podía haber pertenecido a un guardia, sólo que ahora había agujeros donde antaño habría podido haber emblemas oficiales. De sus pies colgaban unas sandalias hechas con tiras gastadas de cuero y se apretaba el pecho con las manos.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó dulcemente Medianoche después de acercarse al hombre y agacharse junto a él.

El hombre, de pronto, se puso a repartir golpes con una agilidad sorprendente. Medianoche cayó hacia atrás y evitó así los manotazos. Advirtió que el hombre tenía un clavo oxidado en la mano. La maga fue retrocediendo para ponerse fuera del alcance del pobre hombre; pero él no intentó golpearla de nuevo, se limitó a estrechar el clavo contra su pecho y a mirar fijamente el suelo.

Medianoche notó que unas manos la agarraban por los brazos y trataban de ayudarla a ponerse de pie. La maga se volvió y vio a una mujer de mediana edad y a un muchacho que podía ser su hijo. Ambos iban vestidos con las mismas túnicas limpias y blancas que llevaban los demás voluntarios.

—¿Qué has venido a hacer aquí? —preguntó la mujer en tono un poco brusco y con los brazos cruzados a la altura del pecho.

—Necesito un guía que me acompañe a una visita por la ciudad —explicó Medianoche después de ponerse de pie—. He pensado que quizás…

—Has pensado que aquí podrías encontrar empleados baratos —repuso la mujer—. El gobierno tiene una oficina para contratar mercenarios en la calle Escarpada. Será mejor que te dirijas allí.

Medianoche frunció el entrecejo.

—Yo pensaba que podría encontrar aquí a algún vecino de la ciudad que conociese mejor sus tradiciones y costumbres que uno de esos aburridos empleados del gobierno. —Hizo una pausa y señaló la sala llena de indigentes—. Asimismo, quería ayudar.

—¿Quieres que se organice un motín? —dijo la mujer en voz baja—. Como se te ocurra ofrecer oro aquí, se matarán unos a otros por él. Vete.

—¡Espera! ¡Yo lo haré! —dijo el muchacho cuando Medianoche se disponía a marcharse—. Yo trabajo para el gobierno de la ciudad cuando no estoy aquí, a pesar de que se queda con una buena parte de lo que gano. ¿Crees que podríamos llegar a un acuerdo sin la intervención de terceros?

—Me parece una idea estupenda —contestó Medianoche mirando al excitado muchacho con los ojos entornados—. Siempre y cuando tengas en cuenta que una parte del acuerdo consiste en no acribillarme a preguntas durante el camino.

—¡Está bien! —dijo el muchacho con fingida indignación y los ojos abiertos de par en par. No tendría más de dieciséis años, pero era alto y fuerte, de pelo negro y rizado que le llegaba a los hombros—. Quieres soledad, ¿eh? No tengo inconveniente, siempre y cuando el pago sea sustancioso.

Medianoche sonrió y el muchacho se dirigió a la mujer de mediana edad.

—¿Puedes prescindir de mí, madre? —preguntó casi jadeando de entusiasmo.

—¿Prescindir de ti? ¡Cómo si fuera la primera vez! —repuso ella—. ¡Vete con viento fresco! Si viene algún hombre de la ciudad preguntando por ti, le diré que has ido a visitar a tu tía la loca, la de la rama mala de la familia.

Medianoche y el muchacho estaban en la calle unos minutos después.

—Por cierto —dijo el muchacho alegremente—, me llamo Quillian. Tú no me has dicho cómo te llamas.

—Tienes razón —contestó Medianoche.

Quillian lanzó un silbido.

—Bien, si no quieres decirme tu nombre, ¿te parece bien que te llame «señora»?

Medianoche suspiró.

—En estas circunstancias, sí. Pero recuerda nuestro acuerdo. Soy yo quien hace las preguntas.

Una sonrisa maliciosa apareció en una comisura de la boca del muchacho.

—Apuesto a que eres una ladrona, que has venido a robar descaradamente a la ciudad.

Medianoche se detuvo y miró al muchacho de cabello negro. Su cólera era evidente.

—Sólo estaba bromeando —se apresuró a decir Quillian, a la vez que levantaba una mano en un intento de detener la reprimenda de la maga—. Calladito —añadió volviendo a ponerse en movimiento—. Si fueses una ladrona, no me importaría ayudarte. Esta ciudad me ha robado descaradamente toda mi vida.

Medianoche sacudió la cabeza.

—Eres muy joven para estar tan resentido.

—La edad no tiene nada que ver con esto —observó Quillian con amargura—. Ya has visto en qué condiciones está el asilo de los pobres. Si mi padre no hubiese muerto como un héroe de guerra y nos hubiese dejado una pensión, mi madre y yo estaríamos viviendo en ese agujero inmundo, no seríamos unos simples voluntarios.

La maga imaginó a Quillian vestido con harapos como un mendigo y con el brillo de sus ojos ahogado por el hambre y la necesidad. La maga frunció el entrecejo y apartó estos pensamientos de su mente.

—No soy una ladrona, pero te pagaré bien. Tú limítate a hacer tu trabajo y no surgirán problemas entre nosotros.

Quillian sonrió y se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—¿Por dónde quieres empezar? —preguntó.

—¿Qué te parece si empezamos por los templos de la ciudad? —contestó Medianoche en el tono de voz más indiferente que pudo—. Por cualquier lugar de culto que tú conozcas.

—Esto es muy fácil —repuso Quillian—. Empecemos por el templo de Torm. Es precisamente…

—En mi opinión, ese templo puedo encontrarlo sin necesidad de un guía —le dijo la maga al muchacho, a la vez que señalaba los hermosos capiteles que se veían al norte.

Una expresión de turbación apareció en el rostro de Quillian.

—Un argumento convincente —dijo el muchacho moreno en tono sumiso—. Vayamos al mercado, pues. Está cerca y allí hubo en su tiempo una pequeña casa de adoración.

Caminaron un rato en silencio. A medida que Medianoche y Quillian se iban acercando al mercado, crecía la multitud. La maga no tardó en oler a comida y en escuchar el regateo de los transeúntes y los gritos de los vendedores para atraer a los clientes.

—Un poco más arriba, a la derecha, hay una carnicería —explicó Quillian cuando entraron en la concurrida plaza—. El edificio era un templo a Waukeen, la diosa del Comercio. ¿Has oído hablar de la Doncella de la Libertad?

Medianoche se encogió de hombros.

—Vagamente. Recuerdo algo sobre una mujer de cabellos dorados con unos leones a sus pies.

—Dicen que es así como se aparece cuando está entre nosotros. Yo no la he visto en la ciudad y, por consiguiente, no puedo decirte si ello es cierto o no —dijo el muchacho con un deje de sarcasmo en la voz—. Pero, en cambio, Tantras cuenta con la bendición de lord Torm…

A la maga le sorprendió el sarcasmo del muchacho, sobre todo en comparación con el entusiasmo que había expresado el guardia del muelle ante la presencia de Torm.

—¿No eres seguidor de Torm? —preguntó.

—Normalmente, no. Pero puedo serlo cuando es necesario —contestó Quillian.

Medianoche había advertido cierta irritación en la voz de Quillian cada vez que éste mencionaba al dios del Deber y pensó que sería preferible cambiar de conversación.

—¿Qué puedes decirme sobre el templo de Waukeen? —preguntó.

—Había unas estatuas de Waukeen y sus leones en medio de la plaza. Los tormitas compraron uno de los leones para su nuevo templo. No tengo ni idea de lo que ha ocurrido con las otras estatuas y el resto de los objetos.

Cruzaron la plaza, que estaba de bote en bote y Medianoche se detuvo delante de la carnicería, donde esperó a que la gente fuese saliendo antes de entrar en el concurrido establecimiento. Se volvió a Quillian y le puso una mano en el hombro.

—Espero que el dinero que te pago te haga ser menos veleidoso con el servicio que me estás prestando que con la devoción que sientes por los dioses.

El muchacho no tuvo ocasión de contestar, pues una voz exclamó detrás de ellos:

—¿Veleidoso? Es una palabra que no se oye muy a menudo en Tantras hoy en día. ¡Por lo menos desde que llegó el dios del Deber!

La maga se dio media vuelta y vio a un anciano con melena blanca y exigua barba también blanca. Llevaba una lira cuyas cuerdas rasgaba con una mano, creando así una serie de hermosas notas que se sobreponían a las voces del gentío.

—Veleidoso —repitió el anciano—. Esta palabra me recuerda a una quintilla jocosa que aprendí en Aguas Profundas. ¿Quieres oírla? Te aseguro que contiene un gran significado.

Medianoche se quedó mirando al juglar y escudriñó sus rasgos con mayor atención. Estaba segura de que se parecía a alguien que ella conocía.

El juglar le devolvió la mirada, luego preguntó:

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas un médico? ¿O sería más del agrado de la joven dama una balada o una dulce historia de amor susceptible de calmarle los destrozados nervios? —La voz del juglar era melodiosa y dulce.

La maga meneó la cabeza.

—Te ruego me perdones —dijo en voz baja—. Por un momento me has recordado a alguien.

El juglar se pasó una mano por el pelo, luego sonrió.

—Ah, ¿sí? Es curioso —dijo el anciano lanzando una risita nerviosa, luego se acercó a la maga y le susurró al oído—: Voy a decirte un secretillo. A vosotros, los jóvenes, todos los mendigos ancianos os parecen iguales.

Los ojos del hombre se abrieron repentinamente de par en par llenos de sorpresa.

—¡A tu izquierda, hermosa! —exclamó, y luego señaló su cintura con un dedo huesudo y tembloroso.

Medianoche apartó la mirada del juglar y vio una mano que se acercaba a la bolsa de su dinero con taimada habilidad. Su mano izquierda llegó a la bolsa al mismo tiempo que la mano del ratero. Con el puño de la mano derecha que había apretado simultáneamente, la maga golpeó al aspirante a ladrón en el rostro.

Los brazos del delincuente de barba amarilla se agitaron violentamente cuando cayó hacia atrás sobre dos ancianas y perdió el equilibrio. Medianoche se precipitó hacia el acobardado carterista y Quillian saltó sobre él.

El juglar, por su parte, se limitó a permanecer en silencio y observar.

—¡Hoy no es tu día, pícaro! —exclamó Quillian, mientras clavaba una rodilla en la espalda del ladrón y apretaba con fuerza. A continuación agarró las manos del ratero y se las inmovilizó firmemente en la espalda. Se acercó al oído del ladrón y añadió entre dientes—: ¡Si no quieres convertirte en lisiado, quédate quietecito!

La pelea llegó a su fin cuando un grupo de gente del lugar rodeó a Quillian, al hombre de la barba amarilla y a Medianoche. Los vendedores y los transeúntes gritaban insultos y arrojaban verduras podridas al carterista. Luego un hombre corpulento de rostro colorado y cabello corto y negro con hebras grises —el carnicero propietario del templo renovado— se abrió paso a través del gentío; en la mano llevaba un hacha manchada de sangre.

—¡Pero si es Quillian Dencery! —exclamó el carnicero con auténtica sorpresa—. ¿Qué me has traído hoy, muchacho?

—Compruébalo por ti mismo —dijo Quillian mientras hurgaba en el fajín del ladrón y sacaba tres monederos.

El carnicero levantó el hacha con la mano derecha.

—¿Puede ser éste el ladrón que ha estado molestando a mis clientes desde hace dos semanas? —El carnicero agarró un mechón de pelo del hombre y lo estiró con fuerza. El ladrón gritó y apretó los dientes, luego hizo un esfuerzo para mirar el rostro quemado por el sol del carnicero—. ¿Sabes cuánto dinero me has costado? Mis clientes de toda la vida tienen miedo de comprar aquí y están regalando su dinero a ese delincuente de Loyan Trey, el del extremo sur de la ciudad.

—¡De acuerdo! —farfulló el ladrón—. Déjame marchar y haré de aquella tienda mi campo de acción. ¡Así tus clientes volverán!

El carnicero sacudió la cabeza.

—No lo creo. —Miró a Quillian—. Muchacho, ponle la mano derecha plana para que pueda darle un buen tajo. ¡Voy a darle una buena lección a este rufián!

—¡Por favor! —rogó el ladrón—. ¡No lo hagas! ¡Te devolveré el dinero y no me verás nunca más por aquí!

—¡Uy! —gritó el carnicero. Quillian apretaba contra el suelo la mano del ladrón, que mantenía los dedos doblados con todas sus fuerzas—. Los de tu calaña son capaces de decir cualquier cosa para conservar el pellejo. Todos los ladrones son iguales. —El carnicero levantó el hacha y los presentes lanzaron un grito, casi al unísono—. Y ahora cierra la boca para que pueda terminar con esto y volver a mi trabajo. Te prometo que será rápido y limpio, si bien no puedo asegurarte que no sientas nada.

—¡Espera! —exclamó Medianoche, y se abalanzó sobre el carnicero.

En medio de los numerosos curiosos, el juglar observaba con creciente expectación. El brazo del carnicero se había levantado ya en el aire y la brillante luz del sol resplandecía en el hacha. La hoja colgaba sobre la muñeca del ladrón, como si la sostuviera un hilo frágil.

—Es a ti a quien quería robar —dijo el carnicero gruñendo y relajándose ligeramente—. ¿No quieres justicia?

La maga permaneció junto al carnicero y murmuró:

—Mira a tu alrededor. Si tan preocupado estás por tu negocio, para un momento y piensa en lo que estás a punto de hacer. ¿Quieres que todos estos elegantes caballeros y estas distinguidas damas recuerden tu tienda como el lugar donde vieron mutilar a un ladrón? —La maga vio que la cólera iba desapareciendo del rostro del carnicero para dar paso a la inquietud—. Cada vez que piensen en ti, lo recordarán. ¿Te seguirán considerando un buen hombre? ¿Un hombre honesto?

El ladrón dejó caer los hombros y escudriñó los rostros de los presentes. Algunos se mostraban expectantes y excitados. La mayoría estaba horrorizada. Prácticamente inadvertido por todos, el juglar sonreía maliciosamente y observaba a la maga. Pero el carnicero comprendió que la maga tenía razón: si atacaba al ladrón, lo perdería todo.

—¡Pero volverá a hacerlo! —protestó mientras bajaba el hacha.

—Claro que volverá a hacerlo —le dijo Medianoche al hombre de rostro colorado—. Es así como se gana la vida. Pero ello no significa que vaya a ser tan estúpido como para volver a acercarse a tu establecimiento. Por poca inteligencia que tenga, hará correr la voz de que tu tienda está estrictamente fuera de los límites de sus colegas. —La maga de cabello negro se volvió al ladrón—. ¿Qué dices tú a esto?

—¡Sí, sí! ¡Haré lo que diga la dama! —farfulló el hombre de barba amarilla.

—¡Entonces, lárgate! —dijo el carnicero, e indicó a Quillian que soltase al ladrón—. ¡Y dile a todos los de la Cofradía de los Ladrones que la tienda de Beardmere está fuera de sus límites!

El juglar se acercó a Medianoche y se puso delante de ella.

—Hermosa dama, voy a escribir una canción en honor a tu sabiduría y tu valor. —Y, antes de que Medianoche tuviese ocasión de contestar, el juglar se dio media vuelta y desapareció entre la muchedumbre.

La actividad no tardó en volver a la normalidad en la plaza del mercado y el carnicero se dirigió a Medianoche.

—Creo que estoy en deuda contigo por tu ayuda —le dijo—. ¿Qué te parece si te proveo durante un mes de las más delicadas carnes de Beardmere?

La maga sonrió.

—Gracias, pero estoy dispuesta a aceptar algo menos costoso —repuso cortésmente la maga—. Soy una erudita y me gustaría saber cómo este antiguo templo dedicado a Waukeen llegó a convertirse en tu carnicería.

—Es muy simple —dijo Beardmere—. El gobierno me vendió el edificio.

En el rostro de la maga apareció una expresión de sorpresa. Era la última respuesta que podía esperar. Sin embargo, Medianoche no tardó en reaccionar de la sorpresa y siguió haciendo preguntas al carnicero.

—¿Dejaron los adoradores de la Doncella de la Libertad libros, u otros objetos?

—¡Ah! —exclamó Beardmere, convencido de que por fin había calado a la inquisitiva maga—. ¿Eres también coleccionista?

Medianoche sonrió cuando vio a Quillian rondar a su alrededor, en un intento evidente de escuchar la conversación.

—Así es —contestó la maga, en un tono de voz algo más elevado de lo necesario. El muchacho de cabello negro se ruborizó y se alejó.

El carnicero asintió y luego acompañó a Medianoche y a Quillian a la parte posterior del antiguo templo, donde había unas cuantas habitaciones convertidas en almacén y oficinas. Llegaron a una escalera, Beardmere tomó una antorcha y condujo a la maga y al joven guía hasta el sótano.

Cuando Medianoche llegó al pie de la escalera y se encontró en una pequeña y sucia habitación llena de objetos procedentes del antiguo templo, lo primero que advirtió fue un intenso olor rancio. Había cajas de embalajes vacías sobre el basto y sucio suelo y por toda la bodega húmeda se amontonaban libros empapados de agua.

—Vendí bastante de lo que quedaba, ¿sabes? —dijo Beardmere, sacándose una tela de araña del rostro—. Pero la mayoría de los objetos carecían de valor para la gente de la ciudad. Habría sido un sacrilegio destruirlos, por supuesto, así que los guardé aquí. Alguien de la ciudad quiso llevárselos, pero yo no lo dejé. No sé por qué, no me pareció correcto.

Medianoche apartó una caja y lanzó un grito ahogado cuando vio delante de ella los ojos de una hermosa mujer de tez pálida. Tardó un momento en comprender que se trataba de la estatua de Waukeen, la diosa del Comercio. Uno de los dos leones que antaño habían adornado su templo yacía a sus pies.

Después de sacar la esfera de detección de su bolsa de viaje, la maga acercó el objeto mágico a las estatuas. No había ninguna razón para creer que Bane hubiera escondido la Tabla del Destino en su forma original. De hecho, era más que probable que las tablas estuviesen cuidadosamente camufladas.

Pero cuando la esfera tocó la estatua, nada sucedió. La maga, ilusionada, buscó metódicamente por todo el sótano, pero cada vez que tocaba un objeto del templo los resultados eran los mismos. La esfera mágica de detección siguió oscura e inmóvil.

Mientras ella se desplazaba por el sótano, Beardmere y Quillian la observaban.

—¿Ves algo que te agrade? —preguntó el carnicero, fascinado por la esfera color ámbar que la maga llevaba en la mano.

Medianoche guardó la esfera y contestó, con evidente desilusión en la voz:

—Me temo que no.

Beardmere asintió.

—¿Qué es exactamente lo que estás buscando?

La maga esbozó una sonrisa forzada.

—No lo sé con exactitud. Pero lo sabré cuando lo encuentre.

Antes de abandonar la tienda, Medianoche agradeció a Beardmere su paciencia. Luego la maga de cabello negro como ala de cuervo y su guía volvieron a ponerse en marcha por las calles de la ciudad.

—¿Qué era esa cosa? —preguntó Quillian Dencery, con marcada indiferencia—. Esa esfera amarillenta que agitabas de un lado al otro. ¿Es mágica?

—Nada de preguntas —repuso Medianoche en un tono severo. Luego se detuvo y cogió al muchacho de cabello negro por el brazo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que es mejor que no sepas nada? ¿Cuál es nuestro próximo destino?

—Es casi la hora de cenar. Pienso que podríamos ir a la taberna Cosecha Misteriosa y comer algo…

Medianoche apretó más el brazo del muchacho.

—Quillian, por lo que te pago, lo menos que puedo pedir es que me tomes en serio. No tengo intención de vagar a la buena de Dios, visitando tabernas en lugar de…

El muchacho se desasió de la mano de Medianoche.

—¿Sabes? Para ser una erudita, no tienes mucha paciencia.

Medianoche prefirió no contestar.

—Me he enterado de que los adoradores de Bhaal, el señor de los Asesinos, acuden a las salas de juego de la Cosecha Misteriosa cada noche —prosiguió Quillian, a la vez que se frotaba el brazo—. Si lo que estás buscando es algo específico, y creo que así es, no te iría nada mal darte una vuelta por allí.

—Tal vez te he juzgado mal —observó Medianoche con cautela y procurando que su voz no delatase la cólera que sentía. Bhaal era uno de los aliados de Myrkul y Bane había robado las Tablas con la ayuda de Myrkul—. Vamos a la Cosecha Misteriosa.

Después de recorrer tres manzanas hacia el sur, se encaminaron al este para dirigirse a la taberna. Medianoche levantó la vista hacia el rostro cegador del sol, cuya posición no había cambiado desde que llegaron a Tantras. Como le había advertido el guardia del puerto, había luz del día las veinticuatro horas.

La maga centró su atención en la taberna y no le sorprendió descubrir que el edificio cuadrado y de una sola planta estaba pintado de negro con un reborde color rojo como la sangre. Los agentes de lord Black y los adoradores de Bhaal, el dios de los Asesinos, debían de considerar la taberna Cosecha Misteriosa como un lugar grato dentro de aquella ciudad mercantil llena de colorido.

Pero cuando Quillian estaba a punto de abrir la puerta de la taberna, Medianoche se dio cuenta de que iba a cometer una imprudencia entrando en un lugar frecuentado por los aliados del dios de la Lucha.

—He cambiado de opinión —dijo la maga a su guía—. Buscaremos otro sitio para cenar. Si no lo conseguimos en otro lugar, siempre estaremos a tiempo de volver aquí en busca de información.

El muchacho se encogió de hombros y empezó a alejarse.

—Lo que tú digas, señora. Podemos dirigirnos al sur y pasar por las ruinas del templo de Sune de camino a otro sitio donde cenar.

Ante la mención de la diosa de la Belleza, Medianoche se acordó de Adon. Por primera vez desde que salió de la posada Luna Perezosa, la maga se alegraba de haber ido a visitar los templos sin sus amigos.

Quillian llevó a Medianoche a través de algunas callejuelas y, al cabo de diez minutos, estaban ante el templo en ruinas.

—Se quemó hasta los cimientos hace unas semanas —le explicó el muchacho a la maga cuando se detuvieron ante un montón de madera quemada, antes parte de la casa dedicada al culto—. Según los rumores, fueron los propios clérigos quienes incendiaron el lugar, sólo para mortificar a los tormitas. Los sunitas abandonaron la ciudad después del «accidente».

Medianoche se paseó entre los escombros con la esfera de detección, pero el único resultado fue de nuevo la decepción. Al cabo de unos minutos de infructuosa búsqueda, se volvió a Quillian y le preguntó:

—¿Por qué se marcharon los sunitas?

—No lo sé a ciencia cierta —contestó el muchacho de cabello negro—. Pero hay una forma de enterarnos. En muchos círculos se conoce a la posada Curran como la Lengua Larga. Unas cuantas preguntas discretas y te enterarás de lo que quieres saber.

Medianoche sacudió la cabeza.

—¿Otra posada? Sospecho que quieres llevarme allí sólo para que te invite a cenar. —Cuando el muchacho se encogió de hombros, la maga sonrió y añadió—: De acuerdo, vamos a la Lengua Larga.

Quillian llevó a la maga hacia el este, hasta una pequeña posada que estaba a unas cuantas manzanas del puerto. La taberna de la posada estaba de bote en bote y ya desde una manzana antes oyeron risas estridentes. Para conseguir colocarse en la barra, Medianoche tuvo que hacerse sitio entre dos guardias fuera de servicio que llevaban el guantelete de Torm. Quillian se quedó esperando detrás de ella.

La maga se quedó mirando al hombre delgado y de tez oscura que había detrás del mostrador y sonrió. Había transcurrido mucho tiempo desde la época en que viajaba sola y frecuentaba ruidosas y hediondas posadas como aquélla. Y, a pesar de que recordaba todos los puntos de la «etiqueta» que se debía adoptar a fin de que los tipos bastos y groseros aceptasen la compañía de uno, Medianoche sentía algo extraño al utilizarla. Lo que en realidad quería era formular las preguntas, recibir las respuestas adecuadas y seguir su camino. Esta idea le habría asombrado tres meses antes, cuando se consideraba todavía una aventurera «salvaje».

Mientras Medianoche meditaba sobre ello, el posadero puso un codo sobre el mostrador y se inclinó hacia ella. Su aliento fétido y sus ojos inyectados en sangre la sacaron de su ensimismamiento.

—¿Crees que te mataría pedir algo? —preguntó el hombre en tono brusco.

—Ello depende del veneno que trates de hacer pasar por un buena cerveza —repuso Medianoche sin parpadear.

El hombre ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Temes que te dé una bebida que te haga sucumbir a mis encantos?

Aunque Medianoche no tardó en descubrir que no había perdido nada de su agudeza, se cansó pronto de aquel jueguecito. Sólo deseaba ponerle fin y limitarse a pedir cierta información, pero la maga sabía que no se enteraría de nada si no alargaba el juego por lo menos un rato.

—Para eso tendría que estar muerta, no borracha.

—¡Oh mortalmente borracha! —intervino articulando con dificultad las palabras uno de los guardias que había a cada lado de Medianoche, luego le dio un ataque de risa incontrolada y tardó un momento en darse cuenta de que era el único que se reía.

Medianoche se rió brevemente antes de decir:

—Dame un doble de lo que él esté tomando. Luego quizá puedas decirme algo.

—Puedo decirte un montón de cosas —dijo el posadero mientras cogía una botella roja de detrás de la barra.

Ambos guardias lanzaron murmullos de aprobación.

—Estoy segura de que así es —dijo Medianoche suspirando—. Pero lo que me interesa es ese edificio quemado que hay a unas cuantas manzanas de aquí. Si no he comprendido mal, era un templo dedicado al culto de Sune. Siento curiosidad por saber por qué los clérigos de Sune abandonaron una ciudad tan hermosa como Tantras. Al fin y al cabo, ellos veneran la belleza.

El posadero, sosteniendo la botella cerca de su pecho, se echó a reír.

—Recuerdo a aquella pandilla. Solían venir aquí con sus trajes y sus modales estrafalarios; hablaban todo el rato como un puñado de malditos poetas. Les permitía la entrada sólo por su dinero.

—Parece que les iba muy bien —observó Medianoche, a la vez que agitaba la mano por encima del mostrador—. Pero sigo sin entender por qué se marcharon de la ciudad.

El posadero lanzó un bufido.

—Supongo que no es fácil competir con un templo cuyo dios reside en él de forma permanente. En cuanto Torm hizo su aparición, se fueron quedando sin público y aquellos adoradores tan estúpidos como para venerar…

Los dos guardias se pusieron súbitamente de pie y tiraron los taburetes al suelo de una patada. Cuando los guardias se levantaron y se quedaron mirando fijamente al posadero, cesó todo alboroto y toda actividad en la posada. El guardia que estaba a la derecha de Medianoche, que se balanceaba a causa de lo mucho que había bebido, llevó una mano a la empuñadura de su espada.

Medianoche miró al posadero y vio una expresión fría, casi asustada en su rostro. El hombre cogió la botella de licor y vertió su contenido en el suelo.

—Parece que la botella está vacía —dijo el posadero cuando hubo terminado—. ¿Deseas algo más?

—Sólo una comida casera para mi sobrino y para mí —le dijo Medianoche al hombre.

El muchacho de cabello negro comprendió la insinuación.

—Quillian Dencery —dijo el muchacho cordialmente para luego tomar la mano de uno de los guardias y estrechársela con fuerza.

—Dencery —murmuró el hombre distraídamente—. Creo que conocí a tu padre. Un buen hombre. ¿Es tu hermana?

—Mi tía, por parte de madre —dijo Quillian, a la vez que se rascaba la cabeza y levantaba una ceja—. Es una erudita. Ya sabéis cómo son…

El guardia miró a Medianoche, se echó a reír y le dio la espalda. La actividad y el ruido volvió a la posada y la maga y su guía se dirigieron a una mesa vacía. Mientras pedían la comida, Medianoche estuvo observando atentamente a los guardias, pero ninguno de los dos hombres miró en ningún momento en su dirección.

Tan pronto como comieron, salieron de la posada y Quillian llevó a Medianoche a un pequeño edificio abandonado sin rasgo distintivo alguno, lejos de la taberna.

—Los adoradores de Ilmater, dios de la Tolerancia, solían reunirse aquí —le explicó el muchacho a la maga—. La ciudad empezó a exigir unos impuestos a la Iglesia que los sacerdotes no podían pagar ni en sueños. Cuando no pudieron atender los pagos, los guardias de la ciudad los metieron en el asilo para los pobres. Algunos viven incluso en la Casa de los Indigentes.

Medianoche recordó al pobre hombre que la había atacado con un clavo en el asilo y se estremeció.

—¿Qué tipo de impuestos? —preguntó la maga en voz baja.

Quillian se encogió de hombros.

—Cuando corrió la voz de que Torm estaba en la ciudad, los tormitas de todo Faerun acudieron en tropel y metieron una tonelada de oro en las arcas de la Iglesia. Como es de suponer, el gobierno también se llevó su parte. Al cabo de un tiempo, la ciudad les dijo a los adoradores de Ilmater que contribuyesen con los mismos impuestos que los tormitas o que se fuesen. Puedes imaginar lo que sucedió.

—Qué extraño —observó la maga volviéndose hacia su guía—. En algunos lugares, las Iglesias están exentas de pagar impuestos. Aquí, en cambio, expulsan a sus moradores por no pagarlos. —Medianoche hizo una corta pausa para ordenar las ideas—. ¿Estamos muy lejos del lugar sagrado dedicado a Mystra? —preguntó finalmente.

—No, no mucho —le contestó Quillian con prontitud—. Está en la zona sur de la ciudad, cerca de las guarniciones.

Después de una larga caminata y de subir una colina, Quillian llevó a la maga por un sendero tan descuidado que casi había desaparecido. Sin embargo, este sendero llevaba a los viajeros directamente al lugar sagrado de Mystra.

Consistía en un simple arco de piedra rodeado de un basto muro también de piedra de unos cuantos metros de altura y con unas entradas a intervalos regulares alrededor de su circunferencia. Medianoche ordenó a Quillian que la esperase mientras ella rodeaba el círculo de piedra y estudiaba el lugar desde todos los ángulos. Luego se introdujo en el círculo y se detuvo delante de la pequeña y blanca estatua de la señora de los Misterios que descansaba bajo el centro del arco. A pesar de desearlo, Medianoche se dio cuenta de que no iba a poder arrodillarse y rezar hasta haber probado la esfera de detección con la estatua, pero eso le parecía un sacrilegio. Se alejó indecisa del círculo de piedra, luego se detuvo.

—Ya no eres una niña —murmuró para sí misma, luego sacó la esfera y volvió a acercarse a la estatua. La esfera se puso a vibrar ligeramente.

Medianoche pensó que se trataba de un residuo de hechizos lanzados tal vez muchos años atrás. La maga de cabello color ala de cuervo le dio la espalda al lugar sagrado. Un campanario a cierta distancia de allí llamó su atención.

—¿Qué es aquello? —preguntó a su guía señalando el campanario.

—Un sitio donde solían jugar los niños —le dijo el muchacho ahogando un bostezo—. Según la leyenda, fue un gran mago, Aylen Attricus, quien levantó el campanario y construyó la campana. Fue uno de los fundadores de Tantras. Dicen que tenía mil años cuando falleció, hace de ello un siglo. —El muchacho cogió una piedrecita y la hizo rodar sendero abajo—. Él mismo, con sus propias manos, forjó la campana y levantó el campanario —prosiguió Quillian—. Luego hizo uso de su magia para entretejer un hechizo que evitase que cualquier mortal tañese la campana. Inscribió una especie de profecía en la campana, pero ni siquiera los eruditos de la ciudad han podido descifrar el código que utilizó. —El muchacho se encogió de hombros y ahogó otro bostezo—. Lo único que sé es que la campana lleva aquí cientos de años. Dicen que sonó en una ocasión y que gracias a ello la ciudad se salvó, pero yo no me lo creo.

—¿Por qué no? —preguntó Medianoche.

—Porque las únicas personas que todavía creen en ello son los magos y los magos nunca dicen la verdad —dijo el chico y se echó a reír.

La maga frunció el entrecejo.

—Quiero ver esa campana —dijo ella en un tono de voz grave y severo.

Mientras Quillian trataba de trazar un plan, un ligero silbido escapó de sus labios.

—Está en la zona prohibida, donde están instaladas las guarniciones del ejército. Por regla general, los soldados no dejan entrar a cualquiera. —Hizo una pausa y sonrió—. Pero a mí me conocen por mi padre. Ambos tenemos el pelo negro y la piel oscura y quizá podamos entrar haciéndonos pasar de nuevo por tía y sobrino.

—¡Pues vamos! —dijo Medianoche.

—Hay un problema —dijo Quillian, después de poner su mano sobre el brazo de Medianoche—. Morgan Lisemore, el comandante que nos puede autorizar la entrada, está fuera de la ciudad y no volverá hasta mañana a última hora de la tarde. Si se lo pido a alguna otra persona, empezarán a hacer un montón de preguntas, a la mayoría de las cuales tú no querrás contestar. —Cuando terminó de hablar, el muchacho intentó contener un tercer bostezo, pero en esta ocasión no pudo.

Medianoche lanzó las manos al aire y apartó la mirada del chico.

—Es evidente que no vamos a resolver este asunto ahora —dijo suspirando—. Será mejor que vayas a descansar y trata de conseguir dos caballos para mañana. Así podremos visitar más cosas.

Cuando Quillian se dio media vuelta para disponerse a regresar, Medianoche le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Gracias por tu ayuda, sobrino. Ven a buscarme a la Luna Perezosa antes del desayuno.

—Sí, señora —se limitó a decir el muchacho de pelo negro—. Por cierto, te aconsejo que te compres una máscara para dormir antes de irte a la cama. Si uno no está acostumbrado a la perpetua luz del día, resulta difícil conciliar el sueño.

Tuvieron que caminar más de una hora para llegar a la posada. Quillian volvió a despedirse de la maga y se marchó. No había mensajes de Adon ni de Kelemvor en la habitación que compartía con el guerrero, de modo que la maga trató de relajarse y conciliar el sueño.

Al cabo de casi una hora de estar tumbada en la cama, la luz del sol hizo que algo en lo más recóndito de su ser le dijese que debía levantarse, vestirse e ir en busca del posadero. El obsequioso y sonriente hombre, de nombre Faress, localizó una máscara para la maga y se la vendió al mismo precio que un vaso de cerveza, una cantidad bastante desorbitada para un trozo de tela basta con una cuerda.

Antes de volver a meterse en la cama, Medianoche intentó estudiar un rato su libro de hechizos, pero cuando se dio cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, se sentó a un pequeño escritorio que había en un rincón de la habitación y escribió unos mensajes para Kelemvor y para Adon. Luego se metió en la cama de nuevo y, después de haber dormido a ratos, unos fuertes golpes en la puerta la sacaron, sobresaltada, de sus ensoñaciones.

—Soy Quillian Dencery, señora —dijo una voz al otro lado de la puerta—. Parece que te has dormido.

—Estaré contigo dentro de un momento —murmuró Medianoche, y se apresuró a vestirse.

La maga y su guía reanudaron el viaje por la ciudad, esta vez a caballo; se pasaron el día visitando templos abandonados y lugares de culto clandestino, pero la esfera de detección no registró más que un ligero temblor en todos ellos. A última hora de la tarde, Medianoche acompañó a Quillian al puesto militar del barrio más meridional de la ciudad. Allí encontraron a Morgan Lisemore, un hombre alto, de pelo entrecano, con edad suficiente para poder ser el padre del guía.

—¡Pero si es Quillian Dencery! —exclamó Morgan, luego se puso a escuchar la historia del muchacho y cuando el guía de Medianoche hubo dado fin al cuento de tías extravagantes y viajes de estudio, el soldado suspiró—: Ya sabes que odio negarte nada, muchacho, pero hay un reglamento y hay que cumplirlo.

El muchacho movió la cabeza y señaló a Medianoche.

—Es posible que tenga que regresar a casa de un momento a otro, Morgan. Ésta puede ser para ella una de esas oportunidades que sólo se presentan una vez en la vida.

Morgan levantó la vista al cielo y volvió a suspirar.

—Está bien. Vamos —accedió Morgan, luego indicó a los guardias que dejasen pasar a Medianoche y a su guía.

Medianoche guardó silencio mientras recorría a caballo, acompañada de Quillian, el kilómetro aproximado que los separaba del campanario. Pasaron por delante de una serie de barracones que habían sido construidos deprisa y corriendo y se vieron obligados a desviarse dos veces para evitar a unos grupos de soldados en plenos ejercicios de entrenamiento. Sin embargo, no tardaron en llegar al campanario de Aylen Attricus.

El campanario era un obelisco de piedra gris. Dentro del monumento había una escalera de caracol que llevaba a una reluciente campana de plata. Unas amplias ventanas situadas a cada lado dejaban a la campana expuesta al aire frío de la tarde. Cuando Medianoche se fijó en la torre y se dispuso a desmontar, sintió una extraña sensación de hormigueo en la espalda. Este hormigueo era como miles de dedos coronados de afiladas uñas que tamborilearan en la espalda de la maga, que comprendió lo que estaba sucediendo cuando bajó del caballo y sus pies tocaron el suelo.

—¡Cuidado! —gritó Medianoche al sacarse la bolsa de viaje de la espalda.

Quillian saltó al suelo. Cuando la bolsa fue a parar a casi un metro de la entrada de la torre una brillante luz ámbar la iluminaba. La bolsa se puso a arder durante un instante y la esfera de detección explotó silenciosamente. La basta talega de lona quedó destrozada y la puerta de piedra de la torre chamuscada de negro a causa de la explosión.

Medianoche se acercó a Quillian. El muchacho estaba todavía sentado en el suelo, pero se alejó de la maga cuando ésta fue a tenderle la mano.

—¡No me habías dicho que eras una de ellos! —gritó el muchacho mientras seguía retrocediendo a rastras.

—¿Una de quién? —preguntó Medianoche con una voz cargada de irritación.

—¡Eres una maga! ¡Tu arte apestoso podía habernos matado a los dos! —gritó Quillian poniéndose de pie—. ¡Sabía que no debía de haber confiado en ti!

La maga le dio la espalda al muchacho y se puso a mirar el campanario. Pensó que podía permitirse el lujo de perder un guía, pero no la Tabla del Destino… y, a juzgar por la reacción de la esfera, ¡podía estar muy cerca!

La maga recordó con tristeza que la esfera estaba destinada a explotar cuando entrase en el campo de acción de cualquier objeto con suficiente poder mágico, así que podía haber estallado a causa de la maldita campana. Se acercó a la puerta y Quillian se puso a gritar:

—¡Tenemos que marcharnos de aquí! ¡Pueden pensar que estás intentando volar el campanario!

—Vete tú —dijo Medianoche entre dientes sin volverse—. Yo tengo que ver lo que hay dentro del campanario.

Cuando Medianoche entró en él fue recibida por un silencio absoluto. El ruido de las guarniciones y de los ejercicios de entrenamiento que se llevaban a cabo en las proximidades, incluso el rumor del viento procedente del estrecho del Dragón, se desvanecieron súbitamente. La maga miró por la puerta y vio a Quillian mover los labios, sin duda gritándole alguna advertencia, pero ella no podía oír su voz. Después de dar la espalda al muchacho, Medianoche estudió el interior de la torre, que estaba completamente vacío salvo la escalera de caracol que daba al campanario. Subió hasta lo más alto del edificio.

Una vez en lo alto de la escalera de piedra, de perfecto pulimentado y de un limpio inmaculado, la maga se fijó en la inscripción que había cerca de la campana. Sunlar, el profesor de Medianoche en el valle Profundo, había insistido en que estudiase lenguas antiguas. El mensaje era una mezcla confusa de varios idiomas, pero le recordó los rompecabezas que le había hecho hacer Sunlar años atrás. Y, entonces, mientras estaba observando las extrañas letras y palabras, un resplandor blanquiazul surgió de la inscripción y Medianoche pudo así descifrarlo sin mucha dificultad. Decía así:

Esta campana fue fundida para crear un escudo de fuerza mística impenetrable sobre la ciudad que yo contribuí a fundar. Para proteger mi más preciada creación de un gran daño.

En una ocasión, mi querida aliada, la hechicera Citeria, tañó la campana y salvó a la ciudad de la maligna magia de un brujo con el que yo me estaba batiendo en las proximidades. Aunque ella hubiera preferido luchar a mi lado, tuvo el gran coraje de permanecer aquí y proteger nuestro hogar.

Ahora, sólo de la mano de una mujer con un poder y un valor análogos a los de mi esposa, y sólo en un momento de imperiosa necesidad, volverá a tañer la campana.

La maga bajó las escaleras, salió del campanario y se puso a caminar meditando sobre el mensaje. El jaleo del ambiente asaltó sus oídos desde que traspasó la puerta. Quillian, que estaba ya montado en su caballo, le acercó el suyo a Medianoche, no lejos del campanario.

—Ha sido un día muy largo y espero ser pagado en consecuencia —refunfuñó el muchacho—. Y ahora marchémonos de aquí antes de que nos cojan.

—Tú delante —dijo Medianoche en tono tajante mientras montaba sobre su caballo.

La maga y su guía volvieron al puesto de control donde se había quedado esperando Morgan, el cual se limitó a indicarles que pasaran, sin mediar palabra. Medianoche y Quillian cabalgaron más de una hora en silencio.

—No te preocupes, que mantendré la boca cerrada —dijo finalmente Quillian sin mirar a Medianoche—. No quiero que me asocien con magos, si puedo evitarlo. —Al cabo de un momento, añadió—: Presiento tiempos duros en tu futuro, señora. Trata de no arrastrar contigo a ningún inocente espectador.

—Lo tendré en cuenta —repuso la maga, furiosa por ser el blanco de un sermón por parte del muchacho.

A pesar de que la maga sólo tenía diez años más que Quillian, tenía la sensación de haber envejecido cien años desde que requirió la ayuda de Mystra en el camino de Calantar hacía dos meses. Había visto demasiadas cosas durante las últimas semanas para que un muchacho que en toda su vida probablemente no había visto más allá de cien kilómetros a la redonda de Tantras le lanzase una regañina.

Los jinetes llegaron a la Luna Perezosa y Medianoche pagó a Quillian lo convenido, más una bonificación por los peligros que había corrido y de los que ella no le había advertido de antemano. El muchacho de cabello negro se alejó con su caballo en silencio y Medianoche entró en la posada.

Una vez en la habitación que compartía con Kelemvor, lo primero que hizo Medianoche fue comprobar si había algún mensaje de sus compañeros. El clérigo no había recogido el suyo, pero había un mensaje firmado por un sacerdote de Torm junto a la puerta. Se trataba de una nota escueta, destinada simplemente a tranquilizar a Medianoche y a Kelemvor en el sentido de que todo iba bien con su amigo.

El guerrero, por su parte, había estado en el cuarto recientemente, a juzgar por el estado en que se encontraba, y había cogido el mensaje que le dejara Medianoche. A cambio, él en un trozo de papel había garabateado deprisa y corriendo sólo tres palabras:

«Cyric está vivo».

El pergamino resbaló de las temblorosas manos de Medianoche y cayó al suelo. Y allí se quedó cuando salió corriendo de la posada, con el corazón palpitándole aceleradamente a causa del temor que se había apoderado de ella.