10. La huida

El guardia se rió, hizo unas cuantas bromas de mal gusto e indicó al trío que siguiese.

—¡Oye, eres una cosita preciosa! —comentó el grosero guardia del puerto a Liane cuando advirtió que la mujer lo miraba con una sonrisa maliciosa—. Si entras en ese barco, no volveré a verte. ¡Todos esos refinados jóvenes de a bordo no te dejarán salir nunca!

Después de dejar a Varden debatiéndose para aguantar a Otto, Liane se acercó con mucha parsimonia al guardia.

—¿Qué otras alternativas tengo? —preguntó Liane mientras daba vueltas alrededor del guardia.

El hombre se volvió para seguir a Liane con los ojos y, cuando estuvo de espaldas a la pasarela del barco, Kelemvor y los demás salieron de las sombras y corrieron a ayudar a Varden con Otto. Liane echó la cabeza hacia atrás y se pasó las manos por el pelo, después las fue bajando lentamente por su suave y exquisito cuello para luego dejar que las manos se juntasen y siguiesen una línea recta hasta el fajín de su cintura.

El guardia suspiró.

Al cabo de un rato, Varden y los héroes ya habían subido a Otto a bordo del Reina de la Noche. La maga, Kelemvor y Adon se escondieron cuando Varden dijo en voz alta:

—¡Hermosa dama, se está poniendo un poco pesado y tú eres el botín que ha ido a buscar a tierra, no yo, un humilde servidor!

Kelemvor movió la cabeza ante la exagerada actuación del ladrón.

En la pasarela, Liane se despidió del guardia y le prometió visitarlo cuando volviese del barco. Mientras se dirigía a la galera, trató de parecer tranquila y despreocupada, si bien no dejaron de temblarle las manos.

Los héroes arrastraron al capitán de la galera por las sombras hasta la bodega, donde estaban los esclavos. Bjorn el Tuerto estaba sentado en su sitio y no paraba de maldecir entre dientes. De pronto, el cuerpo del capitán de la galera cayó delante del esclavo y éste estuvo a punto de saltar en su asiento. Kelemvor sonrió al esclavo y abrió la chaqueta del capitán para dejar al descubierto un enorme manojo de llaves que el hombre llevaba sujeto a la cintura.

—¡Apuesto a que es algo que no esperabas ver esta noche! —observó Kelemvor con tono gentil mientras arrancaba las llaves del capitán quejumbroso y se las entregaba a Bjorn.

—Era un amo cruel —comentó uno de los esclavos desde las sombras de la bodega—. Nos pegaba…, nos azotaba… sin razón alguna.

—¡Nadie escapaba a su castigo! —exclamó otro esclavo.

El flujo de condenas aumentó, pero los gritos cesaron bruscamente cuando se oyó el chasquido agudo y metálico que produjo Bjorn al abrir sus grilletes. El hombre se levantó, un poco inseguro al principio, pero erguido y orgulloso. De hecho el esclavo dominaba a los héroes en altura.

Bjorn cogió al capitán de la galera por el pelo y lo obligó a mirarlo.

—¿Te acuerdas de la promesa que te hice hace un rato sobre lo que iba a hacer con tus brazos y tus piernas? —preguntó el esclavo. Luego cogió una abrazadera metálica y la colocó alrededor del cuello de Otto—. Sigue pensando en ello. —El hombre tuerto se volvió a los héroes—. ¿Habéis venido a liberarnos? ¿Por qué? ¿Qué queréis a cambio?

El guerrero sonrió y se acarició el pelo.

—Que nos llevéis sanos y salvos a Tantras. Luego el barco será vuestro —contestó Kelemvor.

Bjorn escudriñó al guerrero con su único ojo bueno. Una sonrisa fue iluminando su rostro y lanzó el manojo de llaves al siguiente esclavo.

—Un trato justo —decidió Bjorn, luego miró al considerable grupo de esclavos—. ¿Qué decís vosotros?

Mientras los esclavos se iban desprendiendo, uno a uno, de los grilletes, se produjo un gran alborozo. La bodega se llenó de gritos de lealtad para con el nuevo capitán del Reina de la Noche, Bjorn el Tuerto.

—¿Quién de vosotros quiere volver a ver las estrellas? —preguntó Bjorn. Los esclavos lanzaron gritos de aprobación.

Momentos después, la pequeña escaramuza que se produjo en el Reina de la Noche entre los esclavos liberados y los pocos marineros zhentileses que había aún en el barco no escapó a la atención del guardia del puerto. Cuando los zhentileses empezaban a ser arrojados por la borda, se oyó la voz de alarma.

En el barco, Kelemvor vio que Adon estaba golpeando a un zhentilés con su maza de guerra. El soldado seguía con vida y el clérigo se disponía a volver a golpearlo cuando Kelemvor levantó la mano.

—Deberíamos dejar algunos como rehenes. ¡Quizá tenga alguna información que nos pueda servir! —ordenó Kelemvor, bajando la mano del clérigo.

—En ese caso, será mejor que metamos a los prisioneros a buen recaudo en la bodega —indicó el clérigo.

Adon miró en dirección al puerto e hizo una mueca. Había sonado la alarma y unos cuantos soldados corrían hacia el barco.

—Habría apostado a que eran menos perspicaces —comentó Kelemvor, luego se volvió a Bjorn—. ¡Haced lo que tengáis que hacer! ¡Pero sacadnos de aquí!

La batalla con los pocos zhentileses que habían subido a bordo de la galera fue muy corta. A pesar de su entrenamiento y de sus armas de mejor calidad, los zhentileses no pudieron compensar el gran número de esclavos que los esperaban a bordo del barco.

Cuando la lucha terminó, Bjorn ya había ordenado a tantos esclavos como pudo que tomasen posiciones en los remos. El hombre tuerto era ahora el capitán de la galera. El rítmico son de los cabrestantes llenó el espacio y el Reina de la Noche no tardó en levar anclas y apartarse del muelle.

Poco después de haber dejado el puerto, Medianoche fue corriendo en busca de Kelemvor.

—¡Mira aquello! —exclamó, señalando la ciudad de Valle del Barranco.

Dos de los barcos de Bane habían salido en persecución de la galera capturada.

—¡Estupendo! —exclamó Bjorn cuando le dieron la noticia—. Esos perros no nos han dado elección. ¡Volveremos y lucharemos!

No había pasado mucho rato, cuando el barco bullía de actividad y el Reina de la Noche volvía para interceptar al barco zhentilés que estaba más cerca. Las catapultas de cubierta fueron cargadas con todo aquello que los hombres pudieron encontrar, incluidos los cadáveres de los zhentileses que no habían sido todavía arrojados por la borda.

Cuando el Reina se fue acercando y Kelemvor oyó los gritos procedentes del barco enemigo, comprendió que los zhentileses no estaban preparados para aquella batalla. La mayoría de la tripulación estaba probablemente en tierra de permiso, celebrando la caída de la ciudad Valle del Barranco con la tripulación del Reina de la Noche y el resto de las fuerzas de Bane.

—¡Avante con el espolón! —gritó Bjorn, en cuyo ojo sano había un brillo de demencia.

Los barcos colisionaron y se abrió un boquete en el lateral del barco zhentilés que los perseguía. El Reina de la Noche se apartó y el segundo barco zhentilés se dirigió a recoger a los supervivientes. Momento que aprovechó el Reina para adentrarse en el estrecho del Dragón. Pero antes de que la galera pudiera poner una distancia de diez nudos entre ella y el otro barco zhentilés, se oyó un grito en el puente. Kelemvor levantó la vista y vio una espantosa forma flotando en el aire sobre la galera.

Kelemvor tuvo la sensación de que se le helaba la sangre cuando cayó en la cuenta de que Bane podía haber descubierto su traición. Sejanus había escapado a los juegos de armaduras animadas y estaba ahora sentado sobre su monstruoso corcel, dispuesto a atacar a la galera. Las bolas del asesino giraban en el aire. El guerrero miró hacia la proa y vio a Medianoche a punto de lanzar un hechizo.

—¡Sal de ahí! —gritó Kelemvor, pero era demasiado tarde.

Las bolas volaban ya por el aire. Unos segundos bastarían para que aquella arma mortal envolviera el torso de Medianoche y la arrojara por la borda al agua. Sejanus tendría por fin a su prisionera.

De repente, apareció Varden junto a la maga y la echó a un lado de un empujón. Las bolas se envolvieron alrededor del cuello del ladrón y Medianoche oyó un ruido seco y espantoso cuando se rompió el cuello de su amigo. Varden cayó por la borda, ya muerto.

—¡No! —gritó Medianoche.

Acudió a su mente el recuerdo de Cyric arrastrado por la corriente del Ashaba. Volvió a levantar las manos. Sus dedos se movieron vertiginosamente como el azogue y el ensalmo salió de sus labios tan atropelladamente que sonaba a un galimatías.

El asesino frenó a su caballo volador y se quedó suspendido en el aire un instante, consciente de pronto de la envergadura de su error. Una espiral de luz saltó de las manos de Medianoche y se estrelló contra el agua que había bajo Sejanus. Éste se asombró al descubrir que el hechizo no le había causado ningún daño. Cualquiera que fuese el sortilegio que hubiese intentado lanzar la maga, no había dado resultado. Después de ordenar a su caballo que descendiese hacia su presa, el asesino cargó contra el Reina de la Noche.

Pero, mientras Sejanus cabalgaba por el aire, con el corcel que montaba dejando ardientes pisadas en el cielo, surgió del agua verdosa que rodeaba la galera un grupo de tentáculos negros y enormes. Después de sacar un cuchillo de su bota, el asesino miró hacia abajo y vio aquel horrible espectáculo. Docenas de patas babosas que no dejaban de retorcerse se elevaban hacia él y se enredaban en las patas de la bestia.

Sejanus pensó que aquello no era más que una ilusión, que aquella ficción no podía causarle daño.

Se equivocaba.

Los tentáculos agarraron al asesino y a su caballo y los fueron arrastrando cuidadosa y metódicamente. Cuando la última pata negra se hundió en el estrecho del Dragón, Medianoche sufrió un colapso. Los pocos fragmentos de la armadura de Sejanus que se habían quedado flotando un momento después de caer al agua se hundían ahora bajo las olas ensangrentadas.

Transcurrieron varias horas y Medianoche seguía sin hablar. Le habían comunicado a Liane la muerte de Varden y también ella se encerró en sí misma. A mediodía del día siguiente, Medianoche se reunió con Kelemvor en los alojamientos privados que Bjorn había destinado a sus huéspedes.

La maga estaba todavía muy conmocionada.

—¿Cómo pude hacerlo? —preguntó cuando entró en la cabina.

—Se merecía morir —repuso Kelemvor con voz fría e indiferente—. Un asesino no tiene remordimientos. No le importa el dolor que causa a quienes deja detrás de sí. Has hecho un favor a los Reinos.

—No me refería a eso —dijo Medianoche—. Sino al hechizo que utilicé. Tenía que haber sido un hechizo de bola de fuego. Eso fue todo lo que tuve tiempo de aprender mientras estuvimos refugiados en aquella casa. Pero ha salido otra cosa. Algo completamente distinto.

Kelemvor se encogió de hombros.

—La magia es inestable, ¿acaso no lo recuerdas? Ambos lo sabemos.

Medianoche sacudió la cabeza, en un intento de apartar unas preguntas no deseadas que habían ido naciendo en su mente desde el incidente.

—¿Se trata sólo de eso? —preguntó la maga.

Kelemvor advirtió la aprensión en la voz de su amada.

—Sí —la tranquilizó—. ¿Qué otra cosa podía haber sido?

Medianoche se estremeció.

—Basta de charla —dijo ella para luego estrecharse en un abrazo—. Hemos estado separados demasiado tiempo como para pasarnos el día hablando.

Kelemvor la besó, luego sonrió.

—Ya te dije que algún día tendríamos tiempo para nosotros —le recordó en tono cariñoso.

Los enamorados no salieron de la cabina hasta el día siguiente. En cubierta, vieron a Adon hablando con Liane. El clérigo desfigurado tenía una reconfortante mano sobre la espalda de la mujer y le señalaba el mar. Liane olió la flor que tenía fuertemente agarrada entre las manos, luego se inclinó sobre la barandilla y miró al este, hacia Valle del Barranco y el lugar donde se había hundido el cuerpo de Varden.

—Te perdono —dijo en voz baja, luego arrojó la flor a las aguas del estrecho del Dragón.