En la oscuridad que envolvía a Medianoche había abismos que ella temía explorar. La habitación era completamente negra. Podía haber sido en otro tiempo una zona de almacenamiento o un gran armario. El rápido vistazo que la maga echó a la diminuta celda cuando ella y Adon fueron encerrados, poco le había revelado. La luz de la antorcha que sostenía el carcelero no había logrado iluminar la habitación y Medianoche se preguntaba ahora si el techo, las paredes y el suelo de la celda no habrían sido pintados de negro para desorientarla.
La habían atado y amordazado para evitar que lanzase un hechizo, pero los hombres del valle habían descuidado ponerle una venda en los ojos. Tenía una espantosa sensación de total aislamiento en aquella habitación negra como boca de lobo. Sólo la respiración de Adon le recordaba que no estaba sola en la celda.
Las cuerdas con que estaba atada la maga mantenían sus brazos a la espalda y le apretaban las piernas con fuerza. Le habían atado muñecas y tobillos de manera que apenas podía tocarse con los dedos los talones de los pies. La única posición remotamente cómoda era estar tumbada con el rostro apoyado contra el suelo. Esto, por lo menos, le permitía de vez en cuando echar una cabezadita, pero incluso así el dolor no abandonaba su cuerpo.
Al cabo de unas cuantas horas de estar en la negra habitación, el pánico inicial de la maga empezó a mitigarse para ser reemplazado por un temor insensible. ¿Era posible que la hubiesen olvidado y la dejasen morir allí? Gritaba una y otra vez, pero sus gritos sofocados no obtenían respuesta. De vez en cuando oía a Adon agitarse en la oscuridad. Medianoche se preguntaba si el clérigo estaría despierto. No había pronunciado ni una sola palabra desde que los hicieron prisioneros en el templo de Lathander. La maga sabía que no habían amordazado al clérigo, así que si no hablaba era, probablemente, porque estaba inconsciente o conmocionado.
Cuando Medianoche rememoraba cuanto les había sucedido a ella y a sus amigos desde que salieron de Arabel, hacía menos de un mes, se preguntaba cómo ella no estaba también conmocionada. Primero Mystra, la diosa de la Magia, le había confiado una parte de su poder en forma de medallón; luego los dioses habían sido expulsados de las Esferas a causa del robo de dos Tablas del Destino, artefactos antiguos donde aparecían los nombres de todos los dioses y sus campos de influencia; por último, Medianoche había ido con Kelemvor, Cyric, Adon y la mutación escogida por la diosa, a salvar a Mystra de lord Bane, el dios de la Lucha.
Rescatada Mystra, la diosa recuperó el poder que le había dado a Medianoche y trató de entrar en las Esferas utilizando la Escalera Celeste. La escalera, como muchas otras a lo largo y ancho de los Reinos, era de hecho un camino hacia las Esferas, una forma directa de ir desde el mundo a las moradas de los dioses. Pero antes de que Mystra pudiese subir la escalera y llegar a su casa de Nirvana, lord Helm, el dios de los Guardianes, la detuvo.
Aun cuando Mystra trató de destruir a Helm, el dios no permitió que ella entrase en las Esferas sin las Tablas del Destino y, como Helm seguía teniendo gran poder divino, no le resultó difícil detener a la diosa caída. Mystra acabó muriendo, no sin antes haber devuelto el medallón a Medianoche y haberle dado instrucciones para que fuese en busca de Elminster al valle de las Sombras y encontrase las Tablas del Destino antes de que los Reinos sufriesen daños todavía mayores.
Mientras Medianoche y sus compañeros viajaban por las tierras asoladas por el caos, llegaron a entablar una íntima amistad. La maga había conseguido el amor de Kelemvor, y Cyric y Adon se habían convertido en estrechos aliados. A pesar de que tenía la sensación de ser un simple instrumento en el conflicto de los dioses, hasta aquel momento había tenido suerte y no había perdido nada, a diferencia de Adon.
Para los clérigos la situación crítica de Faerun después de la noche del Advenimiento había sido especialmente difícil. Los sacerdotes descubrieron que sólo podían lanzar hechizos si estaban a menos de un kilómetro y medio de su divinidad. Peor todavía, comprobaron que los dioses habían tenido que convertirse en seres de carne y hueso para poder sobrevivir. Ahora los dioses tenían las limitaciones de un cuerpo mortal. Pero parecía que Adon había aceptado todo esto porque era voluntad de los dioses.
Hasta el día en que los héroes se marcharon de Tilverton. Aquel día, un adorador de Gond atacó a Adon con un cuchillo, pero con tanta furia que le hizo un profundo corte a todo lo largo del rostro. Dado que Medianoche y sus compañeros tenían que huir a la zona desvastada que rodeaba el desfiladero de las Sombras si querían escapar de la turba de Tilverton que los perseguía, no pudieron llevar al inconsciente clérigo a un sanador, y en consecuencia, en el rostro de Adon se formó una fea cicatriz que algunas personas habrían considerado una marca de gloria, pero no Adon, adorador de lady Sune, la diosa de la Belleza.
Adon tuvo de pronto la sensación de que Sune lo había abandonado, como si hubiese hecho algo terriblemente malo y mereciese ser castigado por ello. El hasta entonces alegre clérigo se volvió taciturno y amargado. Medianoche había albergado la esperanza de que ayudar a salvar al valle del ejército de Zhentil Keep contribuiría a que Adon recuperase el optimismo, pero el incidente del templo de Lathander, cuando Elminster y Medianoche lucharon contra lord Bane, no hizo más que intensificar la depresión del clérigo.
Medianoche pensó que hasta no encontrar una forma de probar que había sido Bane quien había matado a Elminster, las cosas podían ponerse todavía peor para ella y para Adon.
Medianoche repasó mentalmente la lucha del templo una y otra vez, examinó hasta el mínimo detalle, porque sabía que tenía que haber algún medio de probar que ella y Adon no habían matado al gran sabio, pero le resultaba imposible encontrarlo.
Oyó un ruido detrás de la puerta, el tintineo de las llaves y el chirrido de una cadena. La pesada puerta se abrió de par en par y Medianoche se vio obligada a cerrar los ojos cuando la deslumbrante llama de una antorcha estuvo a punto de cegarla.
—Sacadlos —la voz era profunda y sonora, pero matizada de dolor—, y tened cuidado.
Medianoche notó unas manos fuertes sobre ella e hizo un esfuerzo para abrir los ojos. Unos guardias la sujetaban de cada lado. Cubriendo la puerta, una figura impresionante sostenía una antorcha en una mano y un bastón con empuñadura de plata y una pequeña calavera de dragón, en la otra.
—Está temblando —dijo uno de los guardias al levantar a Medianoche del suelo, y escaparse un sofocado grito de agonía de la garganta de la maga. Los guardias titubearon un instante.
—¿Qué esperáis? —les espetó el hombre de la puerta—. La habéis atado como a un animal y le duelen todos los huesos.
Medianoche fue arrastrada con las piernas rozando el suelo y no tardó en aparecer ante su vista el rostro del guerrero, un semblante de hombre maduro, magullado y con cicatrices. No reconoció a aquel hombre entrado en años, pero sus penetrantes ojos azules la impresionaron de inmediato. El guerrero frunció ligeramente el entrecejo cuando Medianoche pasó siendo arrastrada por delante de él.
La maga vio a otros cuatro guardias en el vestíbulo. Dos de ellos entraron en la oscura habitación y sacaron a Adon. A continuación llevaron a los prisioneros entre una fila de celdas con barrotes, les hicieron atravesar un vestíbulo angosto y los metieron en una sala situada fuera de la torre, extensa y sórdida con una mesa y tres sillas.
—Quitadle la mordaza —ordenó el hombre, ayudando a los guardias a colocar a Medianoche en una ancha silla de madera.
—¡Pero es una maga poderosa! Recuerda que ha matado a Elminster con sus poderes —protestó un guardia rechoncho y rubio, a la vez que se alejaba de Medianoche. Los otros guardias cogieron sus armas. Adon, con expresión vaga en el rostro, permanecía donde los guardias lo habían dejado.
El hombre entrado en años hizo una mueca y la furia iluminó sus ojos azules.
—¿Le habéis dado comida o agua?
—No —murmuró el guardia rechoncho y rubio—. El riesgo…
—Soy yo quien corre el riesgo —gruñó el hombre maduro. Salió de detrás de la silla y miró a la mujer morena a los ojos—. Ella sabe que estoy aquí para ayudarla.
Los guardias cruzaron unas miradas cargadas de suspicacia.
—¡Pues hacedlo ahora! —vociferó el hombre entrado en años. El esfuerzo de levantar la voz hizo mella en él, se agarró al respaldo de la silla y empezó a toser sin poderse controlar. A pesar de su altura impresionante, era evidente que el hombre se estaba recuperando de una enfermedad traumática.
Los guardias retiraron la mordaza a Medianoche y ésta abrió la boca para tragar unas bocanadas de aire.
—¡Agua…!, ¡agua, por favor! —rogó Medianoche con la garganta en carne viva.
El hombre entrado en años hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y un guardia le llevó un cazo de agua fría.
—Cortadle las cuerdas de las piernas —ordenó el hombre de los ojos azules—. No puede lanzar hechizos con los pies. Además, quiero que vaya al juicio caminando.
La orden fue obedecida sin rechistar y Medianoche se relajó ostensiblemente cuando la circulación volvió a sus piernas y a sus pies.
—Soy Thurbal —dijo el hombre cuando Adon fue colocado en una silla junto a Medianoche—, el capitán de la guardia. Es importante que prestéis atención a todas y a cada una de mis palabras. Dentro de una hora estos hombres os conducirán por la torre Inclinada hasta el salón de audiencias de lord Mourngrym, nuestro señor. Allí seréis juzgados por el asesinato de Elminster el Sabio.
»Debéis decirme todo lo que sepáis sobre los hechos que desembocaron en la muerte del mago. Para poderos defender adecuadamente debo estar al corriente de todo.
Thurbal se aferró a la calavera de dragón de su bastón como si estuviese luchando contra un ataque de dolor.
—¿Por qué nos ayudas? —preguntó Medianoche, curiosa.
—Me hirieron en una misión en Zhentil Keep y he estado sumergido en un profundo y reparador sueño durante casi todo el tiempo que lleváis en el valle. Debido a ello, Mourngrym está convencido de que seré justo e imparcial en este asunto.
—Sin embargo, Elminster era amigo tuyo —dijo Medianoche, cuya mirada se volvió hacia Adon, que, con los ojos vidriosos y la piel lívida y tirante, miraba fijamente la pared que había detrás de Thurbal.
—Elminster era bastante más que un simple amigo —replicó Thurbal—. Era amigo de todos los habitantes del valle y de todos los amantes de la libertad y del saber en Faerun. Cualquiera que lo haya conocido dará fe de ello. Esto puede resultar perjudicial para vosotros. Queda poco tiempo. Tienes que contarme tu versión de los hechos.
Medianoche se pasó la hora siguiente contando una y otra vez los detalles de su relación con el anciano. Por supuesto, centró su atención en los acontecimientos que desembocaron en la muerte de Elminster en el templo de Lathander, pero la verdadera historia de su relación con el mago empezó cuando Mystra le dio una parte de su poder para que lo salvaguardase.
Medianoche cerró los ojos al recordar el ataque de Bane al templo de Lathander.
—Elminster trató de requerir la ayuda de una fuerza poderosa de otra esfera para que se enfrentase a Bane —dijo—. Pero el hechizo no salió bien. La grieta que abrió permitió que Mystra, o dicho con mayor precisión, un fragmento de la esencia de Mystra, escapase del tejido mágico que rodea Faerun.
—Sin embargo, según mis informaciones, has venido diciendo que Mystra murió en el castillo de Kilgrave, en Cormyr —objetó Thurbal.
—Sí, así es. Pero cuando Helm destruyó su mutación, el tejido debió de absorber su energía. Al aparecer era más un elemento mágico…, una fuerza más que una persona. —Antes de proseguir, Medianoche dejó caer la cabeza hacia atrás para aliviar la tensión del cuello—. Pero ni siquiera Mystra pudo salvar a Elminster de Bane. Lord Black obligó a Elminster a meterse en la grieta antes de perecer. Adon y yo tratamos de salvarlo, pero no pudimos. —Medianoche volvió a abrir los ojos y vio que Thurbal estaba mirando al clérigo.
—Bien, Adon —dijo el hombre entrado en años—, ¿qué tienes que decir? ¿Intentasteis salvar a Elminster?
Adon había guardado completo silencio mientras Medianoche relataba la historia del ataque de Bane al templo. El clérigo permanecía sentado con las manos cruzadas sobre el regazo. De vez en cuando, las levantaba y se cubría la cicatriz del rostro, pero uno de los guardias se apresuraba a bajárselas. Cuando Thurbal se dirigió a Adon, éste volvió lentamente la vista hacia el capitán, pero se limitó a quedárselo mirando, con los ojos vidriosos y en silencio.
Thurbal sacudió la cabeza y se pasó las manos por el poco pelo castaño que le quedaba.
—Su silencio no nos va a ser de mucha ayuda en el juicio —dijo—. ¿Puedes lograr que hable?
Medianoche miró al joven clérigo. El hombre que estaba viendo ante ella era apenas una sombra del clérigo que había conocido en Arabel. Adon estaba lívido, y su brillante cabello castaño era un revoltijo, algo que él jamás habría tolerado antes de ser herido. Sin embargo, lo que más inquietaba a Medianoche era la falta de vida en sus ojos verdes, antes deslumbradores.
—No —contestó ella en voz baja—. Será preferible que sea yo la única que hable.
—Muy bien —dijo Thurbal. Se levantó de detrás de la mesa e hizo un gesto al guardia que se había colocado tras la maga. El guardia volvió a ponerle la mordaza en el mismo instante en que Medianoche trataba de lanzar un grito de protesta—. Lo siento, pero tengo órdenes. La ciudad tiene miedo de tus poderes y lord Mourngrym no quiere correr el riesgo de que crees problemas en el juicio con tus hechizos.
Hicieron subir a los prisioneros la escalera de la torre Inclinada, pasaron bajo un arco de piedra y mientras Thurbal hablaba con uno de sus guardias, permanecieron de pie, con las piernas doloridas, en el pasillo central de la torre. Este pasillo empezaba en la entrada principal y atravesaba longitudinalmente dos tercios de la torre; era tan ancho que habrían podido caminar cinco personas codo con codo sin dificultad.
En aquel momento se abrió de par en par la puerta del salón de audiencias de Mourngrym y del interior surgió un coro de protestas airadas. Los guardias condujeron a los prisioneros a través de la sala con una demostración de fuerza que hizo estallar en aplausos a la gran muchedumbre reunida en el improvisado tribunal. A pesar de las gruesas paredes de la fortaleza, el griterío procedente de los indignados aldeanos que estaban fuera se sumó al estruendo infernal de la sala. El caos amenazaba con alterar el acto.
En un extremo de la sala había un estrado y lord Mourngrym ocupaba el centro, con un pequeño atril delante, y detrás, sentados, los hombres de sangre azul, la nobleza. Cuando los prisioneros, que subieron a empujones por las angostas escaleras, se presentaron ante él, el gobernante del valle apretó los cantos del atril con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Thurbal iba detrás de los prisioneros y tomó asiento a la izquierda de Mourngrym.
La famosa poetisa y aventurera, Vendaval Dedos de Platino, surgió de entre la muchedumbre y se colocó a la derecha de Mourngrym. La luz que entraba por las contraventanas abiertas y la procedente de las pocas antorchas diseminadas alrededor de la sala se reflejaban en su cabello de tonalidades plateadas; en sus ojos de color gris azulado brillaba el odio. Vendaval y Sharantyr, una guardabosque de los Caballeros de Myth Drannor, habían encontrado a Medianoche y a Adon ilesos fuera del derruido templo de Lathander. Habían descubierto asimismo trozos de un cuerpo que se suponía había sido el de Elminster, junto con la ropa de su túnica y páginas de uno de los libros de hechizos del sabio.
Los prisioneros se arrodillaron ante Mourngrym y el rugido de la muchedumbre que llenaba el salón de audiencias empezó a aumentar. La mayor parte de la población superviviente del valle de las Sombras había acudido al juicio y tanto la sala del tribunal como la parte exterior de la torre estaban abarrotadas de hombres y mujeres airados que maldecían a gritos a Medianoche y a Adon. Los soldados de la guardia de Mourngrym tenían que hacer grandes esfuerzos para contener al gentío.
Kelemvor, de pie en la parte delantera de la sala, entre los espectadores, observó la figura vulnerable de la que había sido su amada mientras ésta era obligada a arrodillarse delante de Mourngrym. El guerrero estudió la expresión fría e impenetrable del señor del valle y comprendió por qué se le había negado la petición de una audiencia privada con él la noche anterior. Aun cuando estaba tratando de dejar a un lado sus sentimientos personales y actuar con imparcialidad, la furia de Mourngrym por la pérdida de su amigo era evidente.
Mourngrym levantó la mano y al instante se hizo silencio en la sala.
—Nos hemos reunido aquí para llevar a cabo un solemne deber, no para ladrar como perros hambrientos a la luna. Comportémonos como personas civilizadas. Elminster no habría esperado menos de nosotros.
Un murmullo se elevó entre los espectadores; pero, poco a poco se fue desvaneciendo y sólo persistió una risa entrecortada, como un gruñido. Kelemvor se volvió a su izquierda y le dio un codazo a Cyric en el costado.
—¡Cállate, estúpido! —susurró el guerrero.
Cyric le hizo una mueca y movió la cabeza.
—Espera a que acabe el juicio, Kel. Veremos, entonces, qué piensas de la sublime sed de justicia de los hombres del valle.
Cuando Cyric volvió a mirar al estrado, Mourngrym tenía la vista fija en el ladrón. Éste, tras disculparse levantando con gesto burlón una mano, se inclinó ligeramente. Un rumor de murmullos airados volvió a elevarse de entre la muchedumbre, pero Mourngrym alzó ambas manos a fin de acallar a la gente enfurecida y se aclaró ruidosamente la garganta.
—Medianoche del valle Profundo y Adon de Sune, estáis acusados del asesinato del sabio Elminster.
Así comenzó a hablar Mourngrym, cuyas palabras rompieron el silencio de los espectadores como si éste fuera un frágil cristal. Después de gritar: «¡Silencio!», el señor del valle desenvainó su espada y la elevó en el aire. La luz de las antorchas se reflejó en la hoja y pareció transformarla en un arma mística, dura, relampagueante e inflexible. Todos los guardias sacaron sus espadas y las levantaron de la misma forma. Se desvanecieron los murmullos airados.
—Se hará justicia —prosiguió Mourngrym—. ¡Lo juro! —Hubo aplausos y Mourngrym esperó a que la muchedumbre se apaciguase antes de continuar—. Esto es un juicio militar, y como tal, no habrá jurado. Como señor del valle, mía es la responsabilidad de la sentencia.
»Dado que la magia es inestable, no vamos a correr el riesgo de tratar de introducirnos en la mente de los acusados. Mi veredicto se basará sólo en los hechos. —Mourngrym hizo un gesto a la mujer de pelo entrecano que estaba sentada junto a él—. La acusación puede presentar su caso.
Vendaval Dedos de Platino se adelantó unos pasos.
—Hay dos hechos ineludibles. Primero, se descubrió un cuerpo en el templo de Lathander. Es cierto que el cuerpo estaba tan maltrecho y lacerado que fue imposible hacerle un reconocimiento, pero el cadáver fue hallado junto a retazos de la túnica de Elminster y hojas sueltas de algunos de sus antiguos libros de hechicería. —La poetisa se volvió a los espectadores—. Nuestro sabio y protector había desaparecido. No cabe duda de que fue asesinado.
Vendaval Dedos de Platino se volvió a los prisioneros y los señaló con el dedo.
—Segundo, a estos dos se les vio salir del templo tan sólo unos segundos antes de que unas fuerzas mágicas lo destruyeran. Ellos escaparon ilesos.
Los gritos y amenazas de la muchedumbre resonaron en la sala.
A diferencia de Mourngrym, Vendaval no esperó a que los espectadores se calmasen.
—Es evidente que fueron ellos dos quienes mataron a nuestro buen amigo —gritó alzando la voz sobre el ruido de los espectadores.
Medianoche intentó protestar bajo la mordaza, pero su esfuerzo fue inútil.
—¡Un momento! —exclamó Thurbal, y blandió su bastón en el aire. El capitán de la guardia se volvió hacia Mourngrym—. No debemos presuponer la culpabilidad de estas dos personas. ¡Estamos aquí para determinar qué sucedió, no para lincharlos!
Una lluvia de voces y silbidos estalló entre los espectadores. Cyric miró a Kelemvor, pero éste tenía la vista clavada en Thurbal. Éste movió la cabeza y se sentó; Mourngrym golpeó el atril con la empuñadura de su espada.
—¡Otra interrupción como ésta y se suspenderá la vista! —advirtió el señor del valle con voz atronadora. La muchedumbre se fue apaciguando, mientras los guardias expulsaban a unos cuantos espectadores que se negaban a dejar de gritar.
—La acusación llama a Rhaymon de Lathander —declaró Vendaval y, acompañado de un guardia, se acercó un hombre rubio, vestido con una brillante túnica roja con gruesas franjas de bordes dorados.
—Cuéntanos qué pasó la última vez que viste a Elminster con vida —dijo Vendaval.
El sacerdote, pensativo, frunció el entrecejo, y luego comenzó a hablar.
—La última tarea que se me encomendó el día de la batalla del valle de las Sombras fue montar guardia en el templo de Lathander hasta que llegase Elminster.
—¿Montar guardia? ¿Contra qué? —preguntó Vendaval—. ¿Qué es lo que preocupaba a tus compañeros sacerdotes?
Rhaymon quedó pensativo como si considerase que le habían formulado una pregunta estúpida.
—Aquel mismo día, había sido atacado, unas horas antes, el templo de Tymora. Todos estábamos profundamente impresionados. Los sacerdotes de Tymora habían sido asesinados, el templo profanado y el símbolo de Bane apareció pintado con sangre en las paredes. También habían sido robadas las pociones curativas guardadas en el templo de Tymora.
—Por consiguiente, y es completamente lógico, temíais que pudiese ocurrir lo mismo en vuestro templo.
—Sí, así es —dijo Rhaymon—. Elminster dijo que tenía que hacer algo importante en el templo y que él se haría cargo de su vigilancia.
—¿Incluso a costa de su propia vida? —Vendaval se inclinó para acercarse al clérigo.
Thurbal dio un paso hacia delante, gesticulando con su bastón a modo de protesta.
—Esta poniendo las palabras en su boca. ¡Que sea él quien hable!
Los ojos de Mourngrym relampaguearon.
—Continúa, Vendaval.
La aventurera de cabello entrecano frunció el entrecejo y se apartó de Rhaymon.
—¿Iba Elminster sólo cuando llegó al templo? —preguntó la poetisa un momento después.
El sacerdote negó con un movimiento de cabeza e hizo un gesto en dirección a los prisioneros.
—No. Ellos lo acompañaban.
—¿Puedes describir el estado de ánimo de Elminster en aquel momento?
La pregunta pareció desconcertar a Rhaymon.
—¿Hablas en serio? —murmuró en voz baja.
—Te aseguro que sí, nadie puede hablar más en serio que yo —contestó Vendaval en tono severo.
El sacerdote tragó saliva.
—Estaba un poco raro, pero hay que tener en cuenta que se trataba de Elminster.
De la muchedumbre surgieron unas risas, pero ni una sombra de sonrisa iluminó los rasgos de Vendaval.
—¿Sería acertado decir que Elminster parecía estar algo preocupado? ¿Le perturbaba la presencia de los prisioneros?
La expresión de Rhaymon era seria.
—No puedo decir cuál era la causa de su desasosiego. Lo ignoro —se apresuró a decir el sacerdote sin dejar de señalar a Adon—. El de la cicatriz me detuvo cuando me iba y me dijo que hiciese pagar a los soldados de Bane por lo que habían hecho a los adoradores de Tymora.
Vendaval asintió con un gesto de cabeza.
—Una última pregunta. ¿Crees que los acusados mataron a Elminster?
Thurbal se levantó de un salto y se puso delante de Mourngrym.
—¡Esto está yendo demasiado lejos, señor!
La expresión del señor del valle se ensombreció.
—Seré yo quien decida si está yendo demasiado lejos. —Mourngrym se volvió hacia el sacerdote—. Contesta a la pregunta. —El clérigo se puso tenso cuando miró a los acusados.
—Si pudiese acabar con ellos ahora mismo, lo haría gustoso. Muchos hombres, algunos poco más que muchachos, murieron para salvar esta ciudad. ¡Mientras esos héroes estaban dando sus vidas, estos dos se burlaban de su sacrificio!
—Eso es todo —dijo Vendaval, para luego tomar asiento junto a Mourngrym.
Thurbal observó al sacerdote con atención antes de hablar.
—¿Viste a la mujer o al clérigo de la cicatriz causar daño alguno a Elminster?
—¡Ha sido destruido nuestro modo de vida! Vamos a tener que reconstruir el templo…
—Contesta a la pregunta —dijo Thurbal con calma.
Rhaymon sacudió la cabeza, furioso.
—No vi nada.
—Gracias —dijo Thurbal—. Puedes retirarte.
Un guardia tomó a Rhaymon por el brazo y empezó a llevárselo. El sacerdote miró por encima de su hombro y se desasió del guardia.
—¡Esta mañana no he visto levantarse al sol! ¿Esto significa que el juicio debe estar envuelto en tinieblas porque no se ha levantado?
—¡Basta! —declaró Mourngrym con rabia mal contenida, y dos guardias cogieron a Rhaymon por el brazo.
—¡Son culpables y sólo merecen la muerte! —gritó Rhaymon.
La muchedumbre se agitó de pronto como la marea. Mientras el hombre de la túnica era sacado a rastras, los guardias cogieron a algunos espectadores y los obligaron a salir de la sala de audiencias. El ruido procedente del exterior de la torre iba siendo cada vez más fuerte.
Cyric se sentó en el banco y se pasó una mano por el cabello castaño. Pensó que habían arriesgado sus vidas para nada. Que habían salvado a aquel rebaño para luego ser juzgados por él.
La atención de Cyric se centró en Adon. El clérigo tenía la mandíbula caída y parecía ajeno a la gravedad del acto que se estaba celebrando. No le habían puesto una mordaza susceptible de evitar que declarase su inocencia, pero Adon había decidido guardar silencio. «¡Di algo, babosa inútil!» pensó Cyric. «¡Si no es por ti, hazlo por Medianoche!».
Pero Adon no abrió la boca, ni siquiera cuando Lhaeo fue llamado a prestar declaración. El hombre que estaba ante el tribunal tenía el cabello castaño y unos dulces ojos verdes. Mantenía la espalda erguida y se concentraba en Vendaval Dedos de Platino. La actitud de Lhaeo era majestuosa, lejos del petimetre remilgado al que estaban acostumbrados la mayoría de los habitantes del valle.
—Soy el escribano de Elminster —declaró Lhaeo. Su voz era firme—. Cuando Medianoche y Adon llegaron por primera vez a la torre de Elminster los acompañaba Hawksguard, el capitán en funciones. —Lhaeo miró a los presentes—. Los guerreros Kelemvor y Cyric también estaban con ellos.
—¿Puedes indicarnos algo fuera de lo normal en la conversación habida entre Elminster y la maga Medianoche? —preguntó Vendaval.
Lhaeo tragó saliva.
—Elminster dijo que no era la primera vez que veía a Medianoche. Luego comentó algo sobre las tierras de Piedra.
—Donde se observaron unas perturbaciones en el cielo precisamente unos días antes de que los forasteros llegasen al valle de las Sombras —explicó Vendaval—. ¿Sabes algo de esto?
Lhaeo miró a Medianoche a los ojos y vio la serena desesperación de la maga. Acudió a la mente del escribano el recuerdo de Elminster siendo teletransportado de su torre a toda prisa, para luego volver después del anochecer murmurando algo sobre el Hechizo de la Muerte de Geryon.
—Nada que yo recuerde —dijo Lhaeo, y los ojos de Medianoche se cerraron lentamente a modo de agradecimiento—. Quiero que conste que no creo que Elminster esté muerto.
Surgieron gritos de asombro e indignación entre los espectadores.
—Todos sabemos lo muy unido que estabas al sabio, Lhaeo —dijo Vendaval en tono compasivo—. No creo que sea una exageración decir que era como un padre para ti. —Vendaval observó que Lhaeo se ponía rígido—. Pero no dejes que ello nuble tu razón.
Vendaval se inclinó y cogió los trozos hechos jirones de la túnica de Elminster y las páginas de los antiguos libros de hechizos.
—Esto es de Elminster, ¿no es así? —Lhaeo asintió con un movimiento lento de cabeza—. Es bastante improbable que tu maestro hubiera dejado que se destruyera algo como esos libros. Y, de hecho, es imposible que hubiera permitido que el templo de Lathander fuera destruido. Si estuviese con vida, no cabe duda de que habría cumplido su promesa para con los clérigos.
La poetisa hizo una pausa antes de seguir hablando.
—¿Qué asuntos tenía Medianoche con Elminster?
—Ella afirmaba que era portadora de las últimas palabras de la diosa Mystra y de un símbolo de la confianza de la diosa.
—¡Así que, además de asesina, es hereje! —exclamó Vendaval, y la muchedumbre estalló en un griterío infernal.
—¡Basta! —gritó Mourngrym, y los espectadores, una vez más, fueron apaciguándose—. ¡Contrólate, Vendaval, o me veré obligado a sustituirte en este proceso!
Los espectadores guardaron silencio.
—¿Tú no estabas en el templo de Lathander? —preguntó Vendaval cuando se dirigió de nuevo al escribano.
—No —dijo Lhaeo en voz baja—. Elminster me había enviado a contactar con los Caballeros de Myth Drannor. La comunicación mágica con el este estaba bloqueada. Viajé de noche, armado y con la protección de las guardas de Elminster.
—Te marchaste el día que llegaron los forasteros —afirmó Vendaval con cierta brusquedad.
—Así es —dijo Lhaeo.
—¿Es posible que Elminster no confiase en los forasteros y tratase de protegerte de ellos? —preguntó Vendaval.
Lhaeo titubeó un momento, pues las palabras de Vendaval lo habían sacudido como una bofetada.
—No creo —dijo el escribano lentamente—. No, ésta no era su manera de actuar.
—Sin embargo rara vez lo acompañabas en sus muchas misiones a lo largo y ancho de los Reinos. ¿Por qué?
El escribano lanzó un sonoro suspiro y apartó la mirada de la poetisa.
—No lo sé —dijo con un hilo de voz.
—No tengo más preguntas.
Vendaval apartó la mirada de los brillantes ojos verdes del escribano y se alejó. Thurbal asió la empuñadura de su bastón y sus dedos se pusieron a acariciar la calavera de dragón. Mientras hablaba, el sudor corría por su rostro.
—¿Por qué permitió Elminster que Medianoche y Adon se quedasen en la torre? —preguntó.
—Elminster confiaba en ellos y consideraba que serían de valiosa ayuda en la batalla del valle de las Sombras —contestó Lhaeo.
—¿Te lo dijo Elminster? —preguntó Thurbal.
—Sí. Y dejó que Medianoche lo ayudase con muchos hechizos, mientras el clérigo revisaba libros místicos.
—¿Parecía tener miedo o sospechaba de Medianoche y de Adon en un sentido u otro? —preguntó Thurbal.
—No —dijo Lhaeo—, en absoluto, todo lo contrario.
Después de morderse el labio, Thurbal formuló la siguiente pregunta:
—¿Está muerta la diosa Mystra?
Vendaval se puso en pie para protestar, pero Mourngrym la conminó a que callase y ordenó al escribano a que contestase la pregunta.
—Según Elminster, la diosa sufrió una horrible suerte. Yo no puedo decir si está muerta o no. —Lhaeo suspiró y agachó la cabeza.
—Cuando Medianoche llegó afirmando que tenía un mensaje de la diosa, Elminster no se rió ni la echó de la torre —afirmó Thurbal tajantemente—. Estaba seguro de su integridad y de su dedicación a los Reinos. —Tanto Thurbal como el escribano guardaron un momento de silencio.
—Si no tienes más preguntas, Thurbal, creo que ya hemos escuchado todo lo que teníamos que escuchar de este testigo —dijo Mourngrym.
Lhaeo abandonó el estrado en silencio y volvió a su asiento. Vendaval se adelantó y llamó a un corpulento guardia de ojos garzos llamado Irak Dontaele.
—Tu patrulla estaba de servicio la noche del ataque al templo de Tymora. Fuiste el primero que entró y descubriste los cuerpos de los adoradores y la profanación del propio templo —dijo Vendaval.
—No —replicó Irak con un gruñido—, no es cierto. —Pasó corriendo por delante de los otros guardias, se dirigió a Adon que estaba de rodillas, lo asió por la túnica y lo levantó del suelo—. ¡Éste estaba allí antes de que llegásemos nosotros!
—¡Suéltalo! —ordenó Mourngrym, y las ballestas de los guardias que estaban detrás de los acusados se pusieron de pronto a la altura del testigo. Cuando Adon fue dejado a regañadientes en el suelo, sus apagados ojos giraron en sus cuencas—. ¿Qué finalidad tiene todo esto, Vendaval? ¿Estás tratando de demostrar que hay alguna relación entre los ataques a los dos templos?
—¡Existe una relación! —exclamó Vendaval, a la vez que señalaba a Adon—. Este hombre estaba allí en ambas ocasiones. Dicen que es un clérigo de Sune, la diosa de la Belleza, pero miradle el rostro. Incluso sin esa fea cicatriz, no es lo que uno esperaría de un clérigo de Sune. Me permito decir que Adon de Sune y Medianoche del valle Profundo son aliados de lord Black y que en realidad son leales a ese dios diabólico y a la ciudad de Zhentil Keep. ¡Por esto asesinaron a Elminster!
Un griterío surgió de entre la muchedumbre.
—¡Que mueran! —se oyó que alguien vociferaba.
—¡Sí! —replicó a su vez una mujer—. ¡Muerte para los servidores de lord Bane!
Mourngrym hizo un esfuerzo por mantener la compostura.
—¡Basta ya! —ordenó.
—¡No! —exclamó Vendaval volviéndose hacia lord Mourngrym—. ¿Qué nombres dieron los aventureros a los guardias cuando llegaron al valle?
Kelemvor hizo una mueca. Al llegar al valle de las Sombras utilizaron una carta de privilegio falsa a fin de acceder a la ciudad. El guerrero estaba convencido de que aquel asunto se olvidaría, dado el caos causado por el ataque de Bane.
—Utilizaron nombres falsos…, y una carta de privilegio robada. Si mis palabras no son ciertas, ¿por qué el clérigo no ha dicho nada en su propia defensa? —Vendaval, que ahora estaba justo delante de Adon, le gritaba—: ¡Habla, asesino! ¡Dinos lo que has hecho!
Adon no levantó la vista para mirar los furiosos ojos de la poetisa. Se limitó a mirar al vacío y a gimotear.
—Sune —dijo solamente; y volvió a reinar el silencio.
—Thurbal, ¿tienes algún testigo a quien llamar? —preguntó Mourngrym.
—Llamo a Kelemvor Lyonsbane —dijo Thurbal. El guerrero fue escoltado desde su lugar entre los espectadores—. Estuviste al frente de las defensas orientales cerca de la charca de Krag, donde el ejército de Bane sufrió el mayor número de bajas y donde se ganó la victoria decisiva contra nuestros enemigos. No obstante, llegaste al valle de las Sombras al mismo tiempo que los prisioneros y en su compañía. Explícanos brevemente de qué conoces a los acusados.
—Medianoche y Adon son unas personas valientes, cuya lealtad por el valle y por los Reinos está fuera de toda duda —dijo Kelemvor con voz segura.
—Dile que conteste a la pregunta —le espetó Vendaval, volviéndose hacia Mourngrym.
Kelemvor escudriñó el rostro de la llamativa mujer de pelo entrecano y su mirada no se apartó de sus ojos grises mientras relataba su primer encuentro con Medianoche en Arabel y la misión que les había llevado finalmente al valle.
—De modo que fue un acuerdo para una misión —afirmó Thurbal—. No la conocías antes de vuestro encuentro en Arabel.
—No, no la conocía —dijo Kelemvor—. Pero desde entonces he llegado a conocerla muy bien.
—Es un mercenario consumado —dijo Vendaval—. No hace nada sin algún tipo de recompensa.
Mourngrym se pasó los dedos por la boca y luego habló.
—Kelemvor Lyonsbane, de no haber sido llamado a testificar, de haber tenido que ser tú quien se ofreciese a testimoniar en nombre de Medianoche, ¿habrías hablado por ella?
El guerrero, cuyo rostro se iba oscureciendo, movió la cabeza. Mentir en favor de Medianoche supondría un acto altruista por el que no le habían pagado y ello desencadenaría la maldición.
—Contesta la pregunta —dijo Mourngrym.
Kelemvor miró a Medianoche y vio que sus ojos estaban abiertos de par en par de puro terror. Con el corazón encogido, Kelemvor se volvió a Mourngrym.
—No habría podido —dijo.
—No tengo más preguntas —espetó Thurbal, para luego, contrariado, alejarse del guerrero. Vendaval se limitó a sonreír e indicó a Kelemvor que podía retirarse.
El guerrero no dijo nada mientras era conducido de nuevo a su lugar entre los espectadores. Cyric miró a Kelemvor cuando éste pasó junto a él. El ladrón vio la expresión de derrota en los ojos de su amigo. Por alguna razón, el hecho de saber que Kelemvor comprendía ahora que él tenía razón con respecto a los hombres del valle, hizo que Cyric se sintiese mejor.
—Se está haciendo tarde, Thurbal. —Mourngrym cruzó las manos sobre el atril—. ¿Tienes algún otro testigo?
—Sólo vos, señor —dijo Thurbal en voz baja.
Mourngrym miró al hombre entrado en años.
—¿Estás bien? Has perdido el juicio…
—Llamo a Mourngrym Amcathra —anunció Thurbal con voz clara y sonora—. Según las leyes del valle de las Sombras, no podéis negaros a prestar testimonio a menos que deseéis declarar finalizado el juicio y poner en libertad a los acusados.
La furia brilló en los ojos del señor del valle e infundió en él una nota de demencia; sin embargo Mourngrym asintió con la cabeza y dijo con voz tranquila:
—De acuerdo. Pregúntame lo que quieras.
—¿Dónde estuvo lord Bane durante la batalla del valle de las Sombras? —preguntó Thurbal.
Mourngrym ladeó ligeramente la cabeza.
—No comprendo.
—Bane capitaneó el ataque en el bosque Voonlar. Nuestros exploradores pueden corroborar este hecho. Si lo deseáis los llamaré a declarar. —A Thurbal le sobrevino un ataque de tos y se apoyó contra el atril.
—No será necesario —dijo Mourngrym—. Bane estuvo al mando de ese ataque.
—En la charca de Krag. Antes de que los defensores del valle derribasen los árboles sobre el ejército de Bane, éste desapareció —declaró Thurbal con voz tranquila—. Yo también puedo presentar docenas de testigos que lo corroborarán.
—Sigue —dijo Mourngrym con tono impaciente.
—Cuando Bane fue visto de nuevo, estaba en el cruce de las carreteras, cerca de la granja de Jhaele Melena de Plata. Lord Black apareció ante vos, Mourngrym Amcathra, y trató de mataros. Mayheir Hawksguard os echó a un lado y fue mortalmente herido en vuestro lugar. ¿Es correcto?
—Sí —contestó Mourngrym—. Hawksguard murió noblemente en defensa del valle de las Sombras.
—¿Adónde se dirigió lord Bane después de esto? —preguntó Thurbal—. ¿Acaso no estabais vos en una posición vulnerable? ¿No podía él haberos matado allí mismo a pesar del sacrificio de Hawksguard?
—No lo sé —murmuró Mourngrym, incómodo—. Es posible.
—Sin embargo no lo hizo —dijo Thurbal—. Otro lugar debió de atraer el interés de Bane. —El capitán fue víctima de otro acceso de tos. Mourngrym tamborileó, nervioso, con los dedos en el atril.
—Estoy en lo cierto —dijo Thurbal, y respiró hondo antes de proseguir—. Veamos ahora, ¿dónde estaba Elminster durante la batalla del valle de las Sombras?
—En el templo de Lathander —contestó Mourngrym.
—¿Por qué? —preguntó Thurbal—. ¿Por qué no estaba en primera línea utilizando su magia para rechazar a Bane?
Mourngrym movió la cabeza. No tenía respuesta alguna.
—¿Acaso Elminster no os dijo repetidamente que la verdadera batalla se libraría en el templo de Lathander? —preguntó Thurbal.
—Sí, pero no me explicó lo que significaba esta afirmación —contestó Mourngrym—. Tal vez presintió el peligro que suponían los acusados y quiso mantenerlos alejados de la verdadera batalla…
Thurbal levantó una mano.
—Yo me permito decir que la verdadera batalla era en el templo, que Bane fue allí y que fue él quien asesinó a Elminster el Sabio.
Vendaval se puso de pie y levantó los brazos sobre su cabeza.
—Todo esto es una completa especulación. No existe la mínima prueba que permita suponer que Bane acudió al templo de Lathander.
Thurbal hizo una mueca y se volvió a Mourngrym.
—Antes de condenar a los acusados, debéis demostrar que hubo un motivo para cometerse acto tan horrible. Vendaval Dedos de Platino afirma que son agentes de Bane. Sin embargo, no existe ninguna prueba que apoye esta acusación. He hablado con la prisionera Medianoche antes del juicio y ella afirma…
Mourngrym se puso de pie.
—¡No me importa lo que ella afirme! —gritó—. Es una maga poderosa, lo bastante poderosa como para haber matado a Elminster. Mis órdenes eran claras: ¡No estaba autorizada para hablar con nadie!
—¿Cómo, entonces, va a defenderse? —gritó Thurbal.
—¿Cómo sabemos todos nosotros que no te ha embrujado mientras hablabais, que no te ha doblegado a su voluntad? —preguntó Vendaval—. Eres excesivamente confiado, amigo mío, y por tu propio bien sería preferible apartarte del caso como abogado defensor.
—¡No podéis! —gritó Thurbal, para luego colocarse junto a Mourngrym.
—Estás equivocado. No puedo dejar que los servidores de Bane vuelvan a agraviarte. —Mourngrym señaló con un gesto a un par de guardias que se acercasen—. Procurad que no le falte nada a Thurbal. Es evidente que está luchando por no sucumbir a los efectos de la poderosa magia. Los guardias que han estado presentes cuando Medianoche estuvo hablando deben ser relevados del servicio, a la espera de mi posterior sentencia. Lleváoslo.
Thurbal se puso a protestar a gritos, pero estaba demasiado débil para apartar a los guardias que se lo llevaban a rastras.
Mourngrym salió de detrás del atril y se dirigió al tribunal.
—He visto todo lo que necesitaba ver —dijo—. Elminster el Sabio fue nuestro amigo y nuestro leal defensor hasta la muerte. Fue su fe ciega en los demás la causa de su fallecimiento. Sin embargo, nosotros, en este tribunal, no estamos ciegos. Tenemos los ojos bien abiertos y vemos la verdad.
»Lord Bane era un cobarde. Huyó asustado de la batalla cuando nuestras fuerzas arrollaron a su ejército. Ésta es la razón por la que no podemos dar cuenta de su paradero. Si Elminster estuviese vivo, aparecería ante nosotros ahora, pero ello no puede suceder. Nada podemos hacer para que vuelva Elminster, pero podemos dar descanso a su alma torturada castigando a sus asesinos.
En el salón de audiencias volvía a reinar un completo silencio. Mourngrym hizo una pausa y miró a los nobles sentados detrás del estrado. Al igual que el resto de los presentes en la sala, los nobles no apartaban la vista del señor del valle, a la espera de su veredicto.
—Decreto que mañana al amanecer, en el patio de la torre Inclinada, se dé muerte a Medianoche del valle Profundo y a Adon de Sune por el asesinato de Elminster el Sabio. Guardias, llevaos a los prisioneros. —Mourngrym retrocedió y los guardias cogieron a Medianoche y a Adon y los obligaron a ponerse de pie. La multitud estalló en gritos de júbilo.
Al principio Cyric fue tragado por el gentío, pero el ladrón logró abrirse paso a través de los aldeanos sedientos de sangre a tiempo de ver a Medianoche y a Adon salir de la sala del tribunal bajo fuerte vigilancia.
Mourngrym había dicho que se haría justicia. Estas palabras resonaban en la mente de Cyric mientras se abría paso entre los guardias que quedaban alrededor de Mourngrym, gobernante del valle de las Sombras. Tan pronto como estuvo cerca del señor del valle, Cyric calculó cuánto tardaría exactamente en sacar la daga y degollar a Mourngrym.
Mourngrym Amcathra notó una ligera ráfaga de viento a su espalda, pero cuando se volvió para conocer la causa de la brisa, sólo vio la espalda de un hombre delgado y moreno que desaparecía entre la muchedumbre.
De nuevo perdido en el tropel de ciudadanos, Cyric se preguntó por qué habría cambiado él de opinión en el último momento y no habría acabado con la vida del hombre que había condenado a Medianoche a morir. Pensó que había medios mejores para saldar su deuda con Medianoche y hacer que aquellos imbéciles arrogantes pagasen por lo que estaban haciendo. Además, la turba le habría hecho pedazos y todavía no estaba preparado para morir.
«Todo lo contrario —pensó el ladrón—. Todo lo contrario».
El dios de la Muerte sujetó el pedazo de energía roja con su huesuda mano derecha. El dios caído sonrió mientras sostenía el fragmento cerca de la estatua de obsidiana de treinta centímetros de altura que tenía en la mano izquierda. Apareció un brillante resplandor de luz blanca cuando la estatua absorbió la energía. Lord Myrkul observó la figurita que representaba a un hombre sin rostro. Una neblina de irisaciones rojizas giró violentamente como un torbellino en el interior.
—Sí, lord Bane —dijo el dios de la Muerte con voz áspera a través de unos labios negros y agrietados—. No tardarás en volver a ser tú. —Myrkul se echó a reír de nuevo y acarició la suave cabeza de la estatua como si fuese un niño pequeño. La neblina se puso a latir con una furiosa luz roja.
Myrkul miró a su alrededor y suspiró. En el aire flotaban unas imágenes apenas perceptibles del mundo real. La granja donde se hallaba era oscura, sucia e inhóspita. El bajo techo de largos travesaños estaba negro por el vaho grasiento del fuego que hacían los campesinos para cocinar. De vez en cuando pasaban algunas ratas por el suelo, corriendo entre las patas de la deformada mesa de madera y de los bancos astillados. Bajo unas pieles mugrientas, dormían dos personas.
A lord Myrkul, dios de la Decadencia y de la Muerte, le gustaba mucho aquel lugar. Era como un diminuto e improvisado santuario. De hecho, le molestaba no poder vivir allí siempre pues Myrkul estaba en la esfera de la Frontera Etérea, una zona paralela a la esfera donde estaban los Reinos y sus ocupantes. Desde la Frontera Etérea, las cosas que Myrkul veía a su alrededor, los muebles, los bichos, los sucios campesinos que dormían, sólo eran fantasmas. Y si el granjero que roncaba y su mujer se hubiesen despertado, no habrían podido ver ni oír a Myrkul.
—Ojalá pudiesen verme —se lamentó dirigiéndose a la estatua negra—. Podría darles un susto de muerte. Sería estupendo. —Myrkul hizo una pausa para recrearse en el efecto que tendría en los humanos su semblante mutado, todo él en estado de descomposición, amarillento, con las cuencas de los ojos quemadas y vacías—. Sus cadáveres completarían la imagen de este cuchitril.
La energía de la figurita crepitó y ésta se combó.
—Sí, lord Bane, el último pedazo de tu ser no está lejos de aquí —siseó el dios de la Muerte.
Myrkul, mientras atravesaba los muros insustanciales, echó una última mirada a la casucha. Cuando salió a la fantasmal luz de la luna que brillaba sobre el campo situado al sur de Colina Lejana, el dios de la Muerte se estremeció. La inmunda choza era cada vez más de su agrado.
Después de cubrirse la cabeza con la capucha de su grueso manto negro, lord Myrkul se puso a caminar por el aire como si estuviera subiendo una escalera invisible. En la Frontera Etérea la gravedad no le afectaba y le resultaba fácil observar a su presa si la miraba desde uno de los puntos estratégicos situados sobre las colinas y las casas fantasmales. Después de haber subido unos diez metros, Myrkul vio el fragmento final de lord Bane brillar en la distancia.
—Allí están los restos del dios de la Lucha. —Myrkul levantó la estatua y la apuntó hacia aquella cosa que latía y descansaba a un kilómetro y medio de distancia. De la figurita saltaron diminutos rayos de luz roja y negra que se estrellaron en las manos del dios de la Muerte. Unas ráfagas de dolor ascendieron por el brazo de la mutación y Myrkul olió a carne quemada.
—Si te suelto, lord Bane, caerás como una ciruela en la esfera de la Materia Prima, de vuelta a los Reinos. —Los diminutos arcos de luz se empequeñecieron—. Y no te ayudaré a recuperar la última parte de tu esencia. Te quedarás incompleto…, atrapado dentro de la estatua.
Myrkul esbozó una sonrisa que era más una mueca cuando la luz se apagó y la estatua, de nuevo, se volvió negra.
—Para mí es un placer servirte, lord Bane, pero no permitiré que me apremies.
Como la figurita permaneció negra, el dios de la Muerte empezó a caminar hacia el fragmento de esencia de Bane. Al cabo de una hora, los dioses caídos llegaron a su destino.
Aquel fragmento del dios de la Lucha tenía el aspecto de un copo de nieve enorme y ensangrentado, y una anchura de casi un metro. Era mayor y más complejo que todos los otros pedazos que Myrkul había ido recogiendo. La figura esquelética pensó que era muy extraño. Cada fragmento era diferente. Aquél era, sin embargo, el más complicado. Se preguntó si podría tratarse de su alma…
El dios de la Muerte se encogió de hombros y acercó la estatua al copo de nieve. Como antes, cuando el fragmento desapareció en la figurita, apareció un cegador resplandor de luz. Sin embargo, la estatua siguió brillando intensamente, palpitando en rojo y negro y formando un dibujo que no dejaba de moverse. El dolor le hizo entornar los ojos a Myrkul, y un grito fuerte y estridente le atravesó el cerebro.
¡Estoy vivo!, gritó el dios de la Lucha en la mente de Myrkul. ¡Vuelvo a estar entero! En la lisa faz de la estatua aparecieron de pronto un par de ojos en llamas y una boca llena de colmillos que sonreía impúdicamente.
—Por favor, lord Bane, no tan alto. Me das un dolor de cabeza terrible —dijo el dios de la Muerte con voz áspera—. Estoy contento de que mi plan haya sido un éxito.
¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo sabías que no me habían destruido?
—Yo estaba siguiendo la marcha de la batalla del valle de las Sombras lo mejor posible. Cuando aquella forma degradada de lady Mystra apareció en el templo, comprendí que los dioses no pueden ser destruidos, sino solamente dispersados. —Lord Myrkul sonrió—. Por consiguiente, cuando fue destruida tu mutación, llevé uno de los fragmentos de tu ser a la Frontera Etérea y empecé a buscar allí los otros pedazos. —El dios de la Muerte inclinó ligeramente la cabeza y trató de mirar dentro de la estatua de obsidiana—. ¿Estás completo ahora?
Sí, Myrkul, estoy bien. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? La voz de la cabeza de Myrkul volvía a elevar el tono y el dios de la Muerte hizo una mueca ante aquel ruido. ¡Has entrado en las Esferas! ¡Has derrotado a lord Ao! ¡Hemos escapado de los Reinos y ahora podremos ir a casa y reivindicar nuestro verdadero poder! Los ojos de la estatua estaban abiertos, desorbitados casi, a causa de la excitación.
—No, lord Bane, me temo que no podremos. Yo estaba a punto de renunciar cuando descubrí que habías sido arrojado al éter. Pensé que lord Ao nos había bloqueado todas las Esferas existentes. —Myrkul se frotó la barbilla en descomposición con una mano huesuda—. Estaba equivocado.
¿Equivocado?
—Sí. —Myrkul suspiró—. Como indicó mi sumo sacerdote, en la Frontera Etérea no vive ningún dios, de modo que Ao no tenía motivo para impedirnos la entrada. Y como la magia es tan inestable, tres de mis magos han muerto tratando de localizar todos los fragmentos de tu ser y he tenido que venir yo mismo a recogerlos. —El dios de la Muerte hizo una ligera reverencia y todas las vértebras de su espalda crujieron—. Pero yo no podía dejarte aquí sufriendo.
Por favor, Myrkul, ahórrame tu adulación. Al fin y al cabo, me necesitas para que yo entre en los cielos y tú puedas seguirme.
Myrkul frunció el entrecejo. Estuvo un momento considerando la idea de penetrar más en la Frontera Etérea y dejar caer la estatua en la Profundidad Etérea, un lugar de colores arremolinados y enormes vórtices. Desde allí, Bane jamás volvería a los Reinos, o a su casa. Pero aquel pensamiento apenas duró un segundo.
Bane tenía razón. Myrkul lo necesitaba. Pero no porque el dios de la Muerte careciese de valor o de iniciativa. Myrkul quería que el dios de la Lucha capitanease el asalto a los cielos porque era muy peligroso y el dios de la Muerte no tenía ninguna gana de ser destruido.
De modo que Myrkul sonrió servilmente y volvió a hacerle una ligera reverencia a la estatua de obsidiana.
—Tienes toda la razón, naturalmente, lord Bane. Salgamos de este lugar para buscarte otra mutación y llevar a cabo tus planes.
¿Cómo vamos a regresar a los Reinos?
—Parece que la magia es más estable fuera de la esfera de la Materia Prima. Debería poder lanzar un hechizo que nos mande a casa sin error alguno. —El dios de la muerte acercó la estatua a su rostro y volvió a sonreír, esta vez con una sonrisa tan amplia, que la piel en descomposición de las comisuras de la boca se desgarró ligeramente—. ¡Sólo espero tus órdenes!