Una hora antes, habría dicho que las posibilidades de que Jax consiguiera acostarse conmigo eran nulas. En ese instante, sin embargo, al ver su bella cara crispada por el deseo y sus ojos suavizados por un sentimiento mucho más tierno, deseé olvidarme de todo excepto de cómo me hacía sentir. Quería que me recordara cómo habían sido las cosas entre nosotros en otra época, eso a lo que yo me había aferrado tanto, lo que confiaba en poder recuperar.
Me depositó sobre la cama y se tumbó sobre mí apoyando una rodilla en el edredón. Me apartó de la mejilla un mechón de pelo y deslizó la mirada hacia abajo, hasta el lugar donde su mano acariciaba mi muslo metiéndose bajo mi falda.
—Quiero que te desnudes —le dije.
Su boca, aquella boca perversamente sensual capaz de volverme loca, dibujó una sonrisa engreída.
—Conque sí, ¿eh?
Me estiré, sabiendo que de ese modo le provocaría. Al oír que dejaba escapar un gruñido gutural, le obsequié con una sonrisa idéntica a la suya.
Me agarró por la corva, me hizo levantar la pierna y ladearla, me subió la falda y dejó al descubierto mi liguero y mis bragas a juego.
Se lamió los labios.
—Nena… Va a encantarme ver cómo te arreglas para ir a trabajar cada mañana.
Me di cuenta entonces, bruscamente, de que a partir de entonces íbamos a compartir momentos cotidianos como aquel, y deseé que así fuera. Quería al hombre que había sido mío tan poco tiempo.
—Sigues llevando demasiada ropa encima.
Se incorporó y se quitó el chaleco, dejándolo caer al suelo. Se tiró del nudo de la corbata de seda y la dejó caer sobre la moqueta. Cuando comenzó a desabrocharse la camisa, me apoyé en los codos para mirar.
Dejé escapar un suave ronroneo de placer.
Se detuvo y levantó una ceja. El brillo de sus ojos me hizo mover las piernas con nerviosismo. Jax sabía que estaba buenísimo, sabía cuánto me gustaba mirarlo.
—No pares —le dije.
—Me encanta que me mires así —se desabrochó otro botón.
Me mordí el labio inferior. Siempre había sido atlético y musculoso, pero ahora se le veía más fuerte. Más definido. Su piel dorada se tensaba sobre sus músculos prominentes. Quise pasar las yemas de los dedos por cada palmo de su cuerpo, lamerlo como si fuera mi postre preferido, hacerle sentir lo mucho que lo amaba.
Se quitó la camisa y yo cambié de postura, me puse de rodillas para tocarlo. Gruñó cuando deslicé las manos por sus hombros y luego por sus bíceps, apretándolos y acariciándolos.
—¿Cómo es posible? —me pregunté en voz alta—. Eres todavía más apetecible que antes, y ya eras un dios.
—Nena… —selló mi boca con la suya y me dejó sin aliento cuando deslizó su lengua sobre mis labios.
Mis manos se deslizaron ansiosamente por su pecho y sus abdominales, siguiendo el contorno de cada músculo, de cada cavidad.
—Qué duro estás —susurré, deseosa de sentir todo aquel mármol cubierto de seda apretado contra mí.
—El ejercicio propio de la frustración sexual —me agarró por la muñeca y apretó mi mano contra su miembro erecto, presionándolo contra mi palma—. Como no podía tenerte, gastaba mis energías entrenando. Los sueños húmedos me estaban matando.
Agarré su verga y la acaricié de la base a la punta.
—No siempre has estado tan frustrado —mascullé, pensando en las mujeres que habían disfrutado de él, que habían tenido lo que era mío—. Por lo menos, en dos ocasiones.
Me agarró por la coleta y me hizo echar la cabeza hacia atrás para que lo mirara.
—Siempre —dijo con vehemencia—. Me has dejado inservible para otras mujeres, Gia.
—Qué bien —besé su hombro—. Pero sigues vestido.
—Acaba tú —me quitó la goma y metió los dedos entre mi pelo.
Empezaron a pesarme los párpados, embriagada por el ansia sexual que irradiaba de Jax. Al sentir las yemas de sus dedos acariciar mi cuero cabelludo, me embargó una oleada de felicidad. Cada palabra que decía, cada gesto que hacía parecían ideados para seducirme.
Y estaba dando resultado.
Luché con el cierre escondido de sus pantalones de traje, abrí la bragueta y descubrí que llevaba calzoncillos negros ajustados. Tenía la polla tan dura, tan lista, que su ancho glande asomaba por encima de la cinturilla. Reluciente y lubricada, parecía llamarme, incitándome a bajarle los calzoncillos por debajo de las caderas.
Un sonido suave y ansioso inundó el aire entre nosotros. Jax tenía un cuerpo deslumbrante. Fuerte, grande, duro. Allí parado, con los pantalones desabrochados, la polla expuesta sin ningún pudor y deliciosamente erecta y el cuerpo fibroso y fuerte, era la cosa más erótica que yo había visto nunca.
Lo quería dentro de mí.
Bajó la cremallera de mi falda y empezó a desabrochar los botones de mi blusa. Mientras tanto, sus labios se deslizaron por mi garganta y su lengua resbaló por la vena que palpitaba en mi cuello.
—Voy a lamerte todo el cuerpo —prometió, y sus palabras fueron como un soplo de aire sobre mi piel húmeda.
Rodeé su polla con las manos y la sentí caliente y mojada. Estaba tan excitado que lubricaba sin parar. Su miembro era un potente afrodisíaco, y mi sexo estaba tan ardiente y húmedo como el suyo. Resbaladizo de deseo, se tensaba con avidez, ansioso por que la gruesa verga que acariciaba amorosamente lo llenara por completo.
Me llevé los dedos a la boca, paladeé su sabor y sentí que su aroma denso y delicioso me embriagaba.
Me observó, maldiciendo en voz baja. Sus manos se crisparon sobre la seda de mi blusa y los botones saltaron y cayeron al suelo.
—Te quería desnuda —masculló y, agarrándome por la cintura, hizo que me diera la vuelta y me tumbó boca abajo sobre el borde de la cama—. La próxima vez será.
Me subió la falda por encima de las caderas y dejó mi culo al descubierto. Me agarró por la corva y me hizo levantar la pierna y apoyarla en la cama para abrir mi sexo. Después apoyó las manos sobre las curvas gemelas de mis nalgas y las apretó. Su aliento rozó, rápido y caliente, mi piel erizada, y sus dientes me arañaron y me mordieron suavemente.
—Dios mío, estás hecha para follar —dijo con voz hosca—. Te hicieron solo para volverme loco.
Metió un dedo bajo el encaje de mi tanga y lo deslizó desde la cintura hasta la carne húmeda de mi entrepierna. Su nudillo rozó mi sexo y me estremecí, jadeando, cuando un temblor me sacudió por dentro.
Rompió el encaje y me sobresalté, sorprendida por el rápido y fuerte tirón que rozó mi piel y por el ruido de la tela al rasgarse. Se tumbó sobre mí, su cuerpo febril y caliente cubrió mi espalda, sus manos se metieron debajo de mí para agarrar mis pechos hinchados. Su polla se posicionó, gruesa y ardiente, entre los cachetes de mi culo, y empujó, metiendo entre ellos su largura de acero.
La sensación de estar indefensa, a su merced, me puso al borde del orgasmo. Me derretía ante un hombre tan excitado que era capaz de arrancarme la ropa. El deseo de Jax era irresistible, cegador. Amaba mi cuerpo tanto como yo el suyo. Más aún, quizá. Parecía imposible, pero era lo que me había hecho sentir siempre.
—No esperes —le supliqué, frotando las caderas contra él.
—¿Qué quieres, nena? —ronroneó mientras acariciaba mis pezones duros—. Dime lo que quieres.
Yo estaba jadeando, me retorcía, excitada por el contacto de sus pesados testículos contra los labios húmedos de mi sexo.
—Fóllame, Jax. Fóllame fuerte.
Frotó la nariz contra mi sien.
—¿Quieres esto?
Con un movimiento de caderas, la punta de su polla se introdujo en la hendidura de mi cuerpo. La presión aumentó cuando el glande se abrió paso dentro de mí, ensanchándome para dejar espacio a su grueso mango.
Gemí y cerré los ojos con fuerza, temblando. Jax estaba por todas partes, en cada bocanada de aire que respiraba, en cada centímetro de mi piel.
—Qué tenso, nena —masculló apretando los dientes mientras se retiraba y volvía a penetrarme aún más profundamente. Lentas y fáciles embestidas que lo hundían dentro de mí con cada acometida. Gruñó y me agarró por las caderas, que yo movía en círculos ansiosamente, sujetándome mientras me follaba cada vez más hondo—. Tenso y cremoso. Dios, qué maravilla. Voy a correrme a lo bestia para ti. Voy a llenarte entera.
Clavé las uñas en el edredón. Abrí los ojos, aturdida, y separé los labios para respirar. Me ardían los pulmones. Intenté desasirme, quería que se moviera más rápido, más fuerte. Sorprendí un movimiento por el rabillo del ojo y nos vi reflejados en el espejo sujeto a la puerta del vestidor.
Mi sexo se tensó, intentando atraerlo más adentro, hacia donde lo necesitaba. Giró la cabeza para seguir mi mirada y se detuvo a contemplarse encorvado sobre mí, con los pantalones sujetos apenas a la parte de arriba de los muslos.
Era una imagen impúdica y sensual. Yo, sujeta y todavía vestida por completo, con el sexo abierto y ensartado por su enorme polla, y Jax con las nalgas prietas por la fuerza de sus embestidas, los bíceps gruesos y flexionados de tanto amasar mis pechos y la espalda reluciente por una fina pátina de sudor.
Esbozó una sonrisa perversa.
—Te gusta ver cómo te follo.
Para demostrarlo, se retiró y volvió a penetrarme, y su cuerpo entero se tensó al hundirse de nuevo en mí. Gemí. Mi sexo succionó ansiosamente su polla. Mis pezones se crisparon dolorosamente contra las palmas de sus manos.
—Ah, sí, claro que te gusta —ronroneó con voz perversamente seductora—. Voy a llenar el techo de espejos, Gia, nena. Vas a ver cómo rindo culto a este cuerpo tan sexy noche y día. Nunca olvidarás por qué aguantas lo que hay fuera de esta cama. Voy a grabarme en tu cerebro. Cada vez que cierres los ojos, me verás montándote y suspirarás de placer.
Alcancé el clímax. No pude evitarlo. Grité cuando la tensión se rompió por fin y el placer curvó mi espalda en un tenso arco contra su pecho.
Jax gruñó y perdió el control, me folló con fuerza, rápidamente, hundiéndose profundamente hasta estallar con una maldición furiosa. Hundió los dientes en mi hombro. Se corrió dentro de mí, acompañando mi orgasmo con gruñidos desgarrados mientras su cuerpo temblaba violentamente por la fuerza de su eyaculación.
Era demasiado. Yo no podía ver, no podía pensar. Arañé el edredón, intentando instintivamente alejarme de aquella riada de sensaciones, de la polla que escupía su semen mientras seguía hundiéndose dentro de mí, obligándome a acogerla de nuevo, a sentir más cuando ya no me era posible soportarlo.
Jax me mantuvo atrapada y poseída, una prisionera sometida al inagotable deseo que nos unía.
Me desvistió, limpió su semen de mi cuerpo con una toalla tibia y me tumbó sobre la cama. Yo estaba floja entre tanto, sin aliento y ligeramente irritada por que él pudiera moverse y pensar mientras yo estaba aturdida por una oleada de endorfinas postorgásmicas.
—Das asco —le dije cuando por fin se tumbó en la cama a mi lado, gloriosamente desnudo.
Apoyó la cabeza en la mano y sonrió, pasando los dedos con ligereza por mi canalillo para rodear luego mi ombligo.
—Creo que te has perdido los diez minutos que me ha costado levantarme.
—La próxima vez, te dejo para el arrastre —gruñí.
—Umm —se inclinó sobre mí y me besó en los labios—. Me hace feliz que vaya a haber una próxima vez. Montones de veces. Tienes que compensarme por estos dos años.
Entorné los párpados.
—No pienso cargar con esa culpa. Te marchaste. Aunque yo no te siguiera, fuiste tú quien se largó.
—Entonces soy yo quien tengo que compensarte por estos dos años —se deslizó sobre mí, me separó los muslos con las rodillas y se colocó entre ellos—. Será mejor que empiece.
Estiré el brazo para apartarle el pelo de la frente. Estaba todavía más guapo después de hacer el amor. Parecía más joven, como si sus facciones se hubieran suavizado, le brillaban los ojos y su sonrisa tenía un encanto juvenil. Parecía feliz, y se me encogió el corazón al pensar que era yo la responsable de su felicidad, incluso sin habérmelo propuesto.
Giró la cabeza y besó la palma de mi mano.
—Te quiero.
—Jax… —me picaron los ojos—. Antes soñaba con que me decías eso.
—Te lo dije muchas veces —confesó— mientras dormías.
Aquello me dolió más que el convencimiento de que nunca me había querido.
—¿Entenderé alguna vez por qué nos hiciste pasar por ese infierno?
La luz de sus ojos se apagó. Su sonrisa se desvaneció.
—Me temo que sí.
La tensión envaró su cuerpo grande y fuerte, y lamenté haber sacado a relucir aquel tema. Rodeé sus caderas con las piernas, atrayéndolo hacia mí.
—Vamos a ponernos de acuerdo en no traer a la cama nada, más que a nosotros mismos —murmuró mientras pasaba la nariz por mi mejilla—. Quiero que tengamos un lugar donde solo estemos tú y yo, un lugar donde podamos recordar por qué lo demás no importa, solo lo que hay entre nosotros.
Asentí con la cabeza y deslicé las manos por su espalda, arriba y abajo. Escondiendo la cara en su cuello, aspiré profundamente y dejé que el olor familiar y amado de su piel me anclara al presente.
—Por mí, perfecto. Pero te advierto desde ya que, si no empiezas a incluirme en tu vida, no llegaremos mucho más lejos de esta cama.
Esbozó una sonrisa contra mi piel.
—Es usted dura de pelar, señorita Rossi.
—Desde luego que sí.
Su espalda se arqueó bajo mis manos. Empezó a penetrarme con un gruñido entrecortado.
—A decir verdad —dijo con voz gutural—, yo también.
Envuelta en una de sus batas, me bebí una copa de vino mientras lo veía cortar fiambres y queso. Su enorme nevera estaba tan vacía como era de esperar en un soltero.
—¿Has vivido alguna vez con una mujer? —le pregunté.
—No.
Asentí, admirándolo con su pantalón de pijama suelto.
—¿No te preocupa sentir que es una especie de invasión de tu intimidad?
Me miró con sus penetrantes ojos oscuros por debajo de los mechones revueltos de su pelo.
—No.
—Esta casa es muy… aséptica. ¿No crees que te sacará un poco de quicio ver mis zapatos tirados aquí y allá o mi bolso sobre la silla o…?
—¿O tus bragas en la alfombra porque te las he arrancado para follarte? —se irguió—. No, no va a importarme. ¿Estás teniendo dudas?
Bebí otro sorbo del aromático Riesling antes de contestar:
—Es solo que me preocupa que estés pensando tanto en mí que no te quede espacio para pensar en cómo va a afectarte esto.
Dejó el cuchillo y tomó su copa. Parecía peligrosamente tranquilo con aquellos ojos que todo lo observaban.
—¿De qué tienes miedo, Gia?
Pensé en el mejor modo de decirle lo que me rondaba por la cabeza.
—Sé que te preocupa lo que se nos va a venir encima fuera de este apartamento, pero a mí me inquieta más lo que va a pasar aquí. Todo es muy divertido y encantador hasta que uno empieza a sentirse molesto por la realidad cotidiana de vivir con otra persona.
Jax se apoyó contra la encimera, cruzó los tobillos y se rodeó el pecho con un brazo. Sosteniendo la copa de vino en alto, parecía relajado y a gusto, lo cual no era cierto. Había clavado en mí su mirada acerada, desnudándome por completo.
—¿Como tu forma de salpicar agua por todas partes cuando te lavas la cara? —preguntó con sorna—. ¿O que acumules platos en el fregadero porque sigues sacándolos uno a uno del lavavajillas cuando tienes que usarlos? ¿O que tengas cargadores enchufados en todas las habitaciones para no tener que ir muy lejos a cargar el móvil? ¿O que me tropiece cada dos por tres con los zapatos que vas dejando por toda la casa?
Parpadeé.
—Eh… sí.
—El hecho de que me guste mirarte el culo, nena, no significa que no prestara atención al resto de tu persona cuando estábamos juntos en Las Vegas —esbozó una sonrisa—. Dicho esto, si de verdad te preocupa molestarme, podemos acordar cómo me compensarás cuando eso pase.
Puse los ojos en blanco y mascullé:
—Eres un tío, no hay duda.
—¿Y ahora te das cuenta? Gia, tu capacidad de observación deja mucho que desear.
Tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír.
—¿Vamos a comer o qué?
—¿Vas a dejar de preocuparte?
—Supongo que sí, pasado un tiempo —pasé los dedos por el pie de la copa—. Hemos estado juntos seis semanas en total, en toda nuestra relación. En circunstancias normales, no me pedirías que me viniera a vivir a tu casa. Es demasiado pronto. Puedes decir que para ti no es para tanto y que estás preparado, pero voy a tener que verlo para creérmelo.
—Muy bien —se incorporó—. Tal vez, en circunstancias «normales», habríamos pasado unos cuantos meses dividiéndonos entre tu casa y la mía, manteniendo la ficción de que no nos estábamos precipitando, pero no habríamos pasado ni una noche separados. No tenemos tanto autocontrol.
—Puede ser —reconocí—. Pero a ti no te gusta dar tu brazo a torcer.
—He podido elegir —dejó su copa sobre la encimera, rodeó la barra del desayuno y se acercó a mí con un paso lento y deliberado que me hizo estremecerme—. Podría haberme marchado. Podría haber mejorado la seguridad de tu loft, o buscarte otra casa, o dejar simplemente que te valieras por ti misma.
Se paró delante de mí y tiró del cinturón de mi bata, dejando mi cuerpo al descubierto. Se lamió los labios y entornó los párpados, cargados de deseo. Puso las manos sobre mis rodillas para separarme los muslos. El aire fresco acarició mi sexo cuando sus pulgares se deslizaron por la cara interna de mis piernas.
—Podría haber aceptado tu oferta y haberme convertido en el tío al que llamas cuando te apetece esto.
Rodeé sus caderas con las piernas y lo atraje hacia mí.
—Quizá no te habría llamado.
—¿Serías tan cruel? —desató el cordel de sus pantalones y se sacó la polla endurecida y gorda. Agarrándola con el puño, se preparó para mí.
Yo estaba hipnotizada, embelesada por la visión de su mano grande acariciando su verga rodeada de gruesas venas.
—Habría esperado todo lo posible.
—Y yo te habría mandado mensajes eróticos, te habría llamado, te habría perseguido… Ni en sueños habría sufrido solo —sus labios rozaron mi frente y susurró—: ¿Podemos hacerlo otra vez?
—De veras te has propuesto recuperar el tiempo perdido, ¿eh?
—No puedo evitarlo, es el efecto que surtes en mí —pasó su glande por los labios de mi sexo, apretando mi clítoris—. En cuanto apareciste en aquel bar de Las Vegas, estuve sentenciado.
Me agarré al asiento del taburete.
—Embustero. Habías salido a ligar. Media docena de tíos en una despedida de soltero, de copas por la ciudad. Estabas dispuesto a follar costase lo que costase.
—Sí —reconoció, sonriendo—. Igual que tú.
—Elegí al tío más bueno del bar —dije jadeante, retorciéndome mientras seguía provocándome con lánguidas caricias de su glande aterciopelado.
—Yo me ligué a la tía más buena del mundo —pasó la lengua por mis labios entreabiertos en una caricia descaradamente erótica—. Me pusiste a cien. Fue la mar de molesto estar empalmado durante horas.
—Imposible no darse cuenta —sonreí, recordando la emoción de aquel momento—. La tienes tan grande…
—¿La quieres?
Asentí.
—También la quería entonces. Te llevé a casa conmigo, ¿no? Sabía que pensarías que era demasiado fácil, pero no pude resistirme.
Se insertó en mi raja húmeda con un largo gruñido.
—Te habría perseguido durante días si hubiera hecho falta. Me parecía impensable no acostarme contigo.
Tensé las piernas, lo atraje hacia mí y me estremecí cuando se deslizó inexorablemente dentro de mí. Gemí, diciendo su nombre, asombrada por lo vulnerable que me sentía cada vez que me tomaba.
—Gia, nena… —con una mano me agarró de la nuca y con la otra de la cadera, sujetándome mientras movía las caderas y se abría paso entre los delicados tejidos de mi sexo para hundirse más y más en él—. ¿Lo notas? Te estoy penetrando, pero tengo la sensación de que eres tú quien se está deslizando dentro de mí. Cada vez, es como si te metieras bajo mi piel.
—Eso quiero hacer —clavé las uñas en su espalda y flexioné los dedos—. Quiero que seas mío, Jackson.
—Bruja —dijo entre dientes, con la mandíbula tensa—. Creía que iba a acostarme contigo, a follar como un loco contigo hasta el amanecer y que luego me iría a casa con una sonrisa. Pero me masticaste, me tragaste y me sacaste todo el jugo. No podría haber salido de tu cama ni aunque hubiera querido, y te habría suplicado que me dejaras quedarme si hubieras intentado echarme a patadas.
—¡Ja! Ahora comprendo lo buen actor que eres —gemí cuando me penetró por completo y una inmensa alegría se apoderó de mí—. No tenía ni idea. Me hiciste creer que eras medallista en maratones sexuales.
Miró con ternura mi cara sofocada.
—Era un hombre hambriento, nena. Vivía de despojos y de comida basura, y tú fuiste mi primera comida casera de verdad. Te necesitaba, Gia, y no he parado de necesitarte desde entonces.
—Yo también te necesito —tanto… Demasiado. El solo hecho de estar en la misma habitación que él hacía que me sintiera viva.
Me agarró por el culo, me levantó y me llevó al sofá. Me tendió y, sin soltarme, se cernió sobre mí como un dios dorado.
—No lo olvides —dijo con voz ronca. Apartó con dedos temblorosos el pelo de mi frente—. Cuando las cosas se pongan feas, no olvides que te necesito.
Vi preocupación en sus ojos, la misma preocupación que me decía que no sintiera, y se me encogió el corazón. Después empezó a moverse dentro de mí, a cabalgarme con suaves y fuertes embestidas, y yo me dejé llevar.