Capítulo
3

Si sigues intentando asustarme —susurré, emocionada—, tendrá que ocurrírsete algo mejor.

Se rio en voz baja, roncamente.

—Tengo suficiente miedo por los dos.

Tomó mi cara entre sus manos y me hizo levantarla para besarme. En cuanto sus labios tocaron los míos, el amor traspasó mi corazón como una punzada dolorosa. Agarré su muñeca y me puse de puntillas para besarlo. El deseo y el ansia se apoderaron de mí, agitados por su olor delicioso, por el contacto de su cuerpo cálido y duro, por su sabor.

Gruñó, atrayéndome hacia sí. Llevaba tanto tiempo deseándolo que me parecía imposible saciar mi deseo. Nuestras lenguas se enredaron, lamí su boca, mis labios se deslizaron sobre los suyos con ansia impúdica.

—Ven aquí —tiró del lazo de mi bata, la abrió y la bajó hasta mis codos doblados.

Lo solté el tiempo justo para quitarme las mangas y dejar que la bata cayera al suelo.

—Dios —me atrajo hacia sí y apretó contra él mi cuerpo desnudo.

Los botones de su chaleco se me clavaron en la piel y de pronto me di cuenta de que llevaba todavía puesta la ropa que usaba para trabajar. En Las Vegas, nunca lo había visto así cuando estábamos juntos. Girando la cabeza, miré el espejo de la pared y me estremecí al ver nuestro reflejo: a Jax, tan formal y amenazador, un hombre de negocios peligrosamente atractivo; y a mí misma, desnuda e impúdica.

—Míranos —susurré, y vi cómo observaba nuestro reflejo. Vi que el deseo crispaba su cara, imprimiéndole una belleza primitiva y cargada de virilidad.

Frotó la nariz contra mi sien y cerró los ojos.

—Eres tan hermosa, nena… Estás tan buena que me vuelves loco de deseo. Tengo mucho miedo de estropear esto. De mirarte un buen día y descubrir que tus ojos han perdido ese brillo que tienen cuando me miras.

—Jax… —siempre me había hecho sentir como si ninguna otra mujer pudiera compararse conmigo. Pero por feliz que estuviera de tenerlo por fin a mi lado, el dolor que me había hecho pasar seguía latiendo como una herida enconada—. Me hiciste mucho daño —le dije en voz baja—. Me rompiste el corazón.

Su frente tocó la mía.

—Nos hice daño a los dos. Ojalá pudiera decir que no volverá a pasar, pero no sé cómo va a salir esto, ni si te acostumbrarás a vivir conmigo.

—Estoy segura de que yo también cometeré errores —empecé a desabrochar los botones de su chaleco uno a uno—. Solo tenemos que querernos el uno al otro.

Ladeó la cabeza y volvió a besarme, con tanta ternura que se me saltaron las lágrimas. Deslizó las manos por mi torso y las desplegó bajo mis pechos, colocando los pulgares bajo su curva. Acarició con las yemas de los dedos mi piel erizada y mis pezones se endurecieron. Gemí, suplicándole una caricia más carnal. Sentía en las entrañas un ansia profunda y dolorosa, y mi sexo estaba ya húmedo y caliente.

Siempre había sido así con Jax: como si mi cuerpo reconociera el suyo, como si solo pudiera adaptarse a su cuerpo.

De pronto se puso en marcha, me levantó en brazos sin esfuerzo y me tumbó sobre la cama. La toalla que envolvía mi pelo se aflojó y cayó. Se colocó encima de mí, con las manos apoyadas a los lados. Pasó la punta de la nariz por mi canalillo.

—Dime que tienes un preservativo.

Me mordí el labio y lamenté tener que decir que no.

Cerró otra vez los ojos y respiró hondo.

—Entonces será mejor que no me desnude.

—Jax… —dije con voz suplicante, porque no podía imaginar no sentirlo dentro de mí, no sentir su sexo tan duro, largo y grueso.

Levantó la cabeza y me estremecí al ver el ardor de sus ojos oscuros. Sabía perfectamente lo que sentiría si daba rienda suelta a su deseo por mí.

—No podría retirarme —dijo con voz gutural por el deseo—. Imposible.

Abrí la boca para decirle que no importaba, que tomaba la píldora, que quería sentirlo dentro de mí sin que nada se interpusiera entre nosotros, pero sonó el timbre, seguido por un rápido:

—Servicio de habitaciones.

Gemí.

Una expresión de fastidio cruzó su cara. Luego se rio en voz baja.

—Salvados por la campana.

—Espera.

Pero ya había recogido mi bata del suelo y me la estaba echando encima.

—No te muevas —ordenó.

Se acercó a la puerta, impidió entrar al camarero y se encargó de todo en el pasillo. Cuando volvió a entrar, llevaba una bandeja en una mano, manteniendo hábilmente en equilibrio la botella de vino, una copa y un plato de comida tapado con una campana.

Lo dejó todo sobre el escritorio y me miró cuando me senté y estiré las piernas.

—Me estás matando.

—Te lo mereces.

Esbozó una sonrisa irónica.

—No lo dudo. Aun así, hasta un hombre desesperado tiene sus límites. Tengo que salir de aquí.

Hice un mohín.

—Aguafiestas.

—Vuelve a Nueva York, preciosa, y te daré todo lo que puedas soportar —se pasó una mano por el pelo, atusándoselo—. Voy a empezar a hacer los preparativos para tu vuelta.

Levanté las cejas.

—¿Tienes que hacer preparativos para follar conmigo?

—No, para que te mudes a mi casa. Y tengo que dejarte cenar, o no tendrás fuerzas para todo lo que pienso hacer cuando follemos —me agarró cuando me levanté y me dio un beso rápido y duro—. Y si estás dispuesta a seguir conmigo, lo haremos como es debido. En nuestro apartamento, en nuestra cama.

Tragué saliva.

—Tengo que hablar con mis hermanos. Con mis padres.

—Lo haremos juntos.

—Vas muy deprisa teniendo en cuenta que acabas de dar tu brazo a torcer.

Su rostro se cubrió de ternura.

—Llevo un tiempo pensando en ello. He intentado planearlo, dar con un modo de que funcione…

—Quizá no sea tan difícil como crees.

Me puso el pelo todavía húmedo detrás de las orejas.

—A los medios vas a encantarles, Gia —murmuró—. Eres un bombón. Derrochas atractivo sexual, nena, y tienes un cuerpo de infarto. En cuanto te vean y vean cómo te miro, se imaginarán toda clase de proezas sexuales. Y eso es una noticia bomba.

Le di un empujón.

—¡Habla en serio!

—Se equivocarán, creerán que solo quiero pasármelo bien contigo. Enseguida empezarán a hacer especulaciones sobre cuánto tiempo va a durar lo nuestro. Nos emparejarán con otras personas, inventarán noticias solo para tener una excusa para publicar otra foto tuya.

Lo había visto otras veces, con otras parejas. Pero lo mío con Jax era distinto. No éramos famosos. Yo era una desconocida y, aunque él era un Rutledge, trabajaba entre las bambalinas de los círculos políticos que habían hecho famosa a su familia.

—No me crees —frotó otra vez su frente contra la mía—. Tienes que creerme. He visto lo que puede pasar. He visto a gente destrozada por el estrés.

Una sospecha me impulsó a preguntar:

—¿Alguien a quien querías?

—Sí.

—¿Qué ocurrió?

Se retiró y vi que se había cerrado en banda.

—Que arrojó la toalla —dijo inexpresivamente—. No voy a dejar que eso pase contigo.

Clavé los dedos en su estrecha cintura. Me costaba pensar que hubiera querido a otra mujer. Pero más aún me costaba pensar que esa mujer le había herido tan profundamente que había estado dispuesto a rechazarme con tal de no volver a sentirse vulnerable.

Me besó en la frente.

—¿Cuándo vuelves a casa?

—Pasado mañana.

—Está bien. A ver si podemos reunirnos con tu familia esa misma noche. Al día siguiente haremos la mudanza.

Me sentí como si estuviera al borde de un precipicio, a punto de saltar y sin saber dónde aterrizaría.

—Haces que me dé vueltas la cabeza.

Dio un paso atrás y me guiñó un ojo.

—Lo mismo digo, nena.

—Estás a kilómetros de aquí.

La voz de Chad me hizo salir de mis cavilaciones. Lo miré, sentada junto a él en el avión, y le dediqué una sonrisa de disculpa.

—Lo siento.

—¿Debería preocuparme?

Negué con la cabeza.

—Es personal.

Levantó las cejas.

—Mejor para mí, supongo. Aunque no tanto para ti, por lo que se ve. ¿Quieres hablar de ello?

Me pensé si de veras quería intimar hasta ese punto con Chad, y luego pregunté:

—¿Alguna vez has vivido con una novia?

—Qué va. Ha habido una o dos que pasaban mucho tiempo en mi casa, lo cual era muy cómodo, en lo tocante al sexo, pero no tanto para conservar mi intimidad y salir por ahí con mis amigos. Supongo que prefiero reservar esa clase de compromiso para cuando me case. ¿Por qué lo preguntas?

—Estaba pensando que, en cuanto a lo del compromiso, estoy de acuerdo contigo.

El buen humor que había en su mirada se desvaneció.

—¿Rutledge te ha pedido que te vayas a vivir con él?

—Algo parecido —más bien me lo había ordenado, pero…

Tardó un segundo en contestar.

—Puede que yo tenga algo que objetar a ese respecto.

—¿Sí? —me giré en el asiento para mirarlo de frente.

—Dices que hace un par de años que conoces a ese tío. ¿Y le ha dado por perseguirte justo cuando has empezado a trabajar conmigo? Ayudó a que rompiera mi trato con Stacy, y luego empezó a sondear a Isabelle. ¿Y ahora está dispuesto a compartir su casa contigo, la chica que tiene toda la información sobre mí y conoce todos mis planes?

Respiré hondo e intenté procesar lo que acababa de decir.

—Antes de ayer no parecía importarte mucho.

—He estado pensando.

De acuerdo. «Mierda». Me sentí como si hubiera actuado a mis espaldas.

—No creo que sea algo personal. De hecho, sé que no lo es. Jax siempre dice que los negocios no deben ser personales.

—Para mí sí es personal —replicó.

Aquello me llegó al alma. Yo misma le había dicho algo parecido a Jax cuando me había soltado aquella frase.

—Y también es personal para Stacy. No es que vaya a querer triunfar, es que querrá ser mejor que yo. Tener más que yo. Querrá demostrar que me he equivocado, ¡y él está de su parte! Los de Pembry han puesto muchas expectativas en ella. Querrán tenerla contenta.

Tenía razón, maldita sea.

—Pero lo mismo puede decirse al contrario —señalé con calma—. Yo también voy a enterarme de qué se trae entre manos.

Lo cierto era que anteriormente no había pensado de ese modo en mi relación con Jax, como en una situación que exigiera andarse con pies de plomo en ciertos asuntos. No había querido hacerlo. Quería que lo nuestro fuera auténtico, sincero y hermoso. Pero ninguna de las personas con las que trabajaba compartía conmigo esa esperanza, empezando por Jax. Él, naturalmente, esperaba que los golpes vinieran de fuera, pero en cualquier caso era evidente que tenía que ser un poco más realista respecto a lo que iba a suponer estar con Jax.

«Estás nadando con tiburones…».

Chad me miró fijamente.

—No te ofendas, Gianna, pero puede que Rutledge esté fuera de tu alcance, que juegue en otra división.

—Bueno, de eso no hay duda, lo cual no quiere decir que no pueda manejarlo. Dicho esto —respiré hondo—, si quieres que otra persona se encargue de tus proyectos con Savor, lo entenderé.

Frunció los labios.

—Me sabe muy mal decirlo, pero puede que sea lo mejor.

Tenía planeado ir derecha al trabajo al aterrizar en La Guardia, pero finalmente decidí pasarme primero por casa. La conversación con Chad me había alterado y necesitaba tiempo para reponerme antes de enfrentarme a Lei.

Abrí la gran puerta metálica del loft y me encontré a mis dos hermanos en el sofá, concentrados en un videojuego.

—¡Toma eso, chaval! —exclamó Angelo, tirando del mando hacia la derecha—. ¡Vamos! Ese cabrón está a punto de liquidarme.

—¡Aguanta! —Vincent se levantó y comenzó a apretar frenéticamente los botones—. Tengo a seis encima.

Me paré en el umbral, feliz de estar en casa.

—¡Detrás de ti! —le grité a Angelo cuando un zombi se acercó a su avatar.

Se levantaron de un salto y dos pares de ojos oscuros giraron hacia mí.

—¡Qué susto me has dado! —se quejó Vincent mientras pulsaba el botón de pausa en la pantalla.

—Hola —me saludó Angelo, y volvió a concentrarse en la partida—. ¿Qué tal Atlanta?

—Un infierno —contesté secamente, y me volví para cerrar la puerta. El apartamento olía a beicon y vi lo restos del desayuno en la encimera y el fregadero. Mis hermanos estaban demasiado acostumbrados a que los lavavajillas se encargaran de todo en el Rossi.

—¿Tienes el día libre? —preguntó Vincent al acercarse a mí. Al verlo solo con los calzoncillos, me acordé de por qué mis amigas del instituto estaban siempre tan ansiosas por ir a casa.

—No, tengo que ir —contesté—. Solo quería dejar aquí mis cosas.

—Vuelve aquí —masculló Angelo—. Estos monstruos me están haciendo picadillo.

Vincent puso los ojos en blanco.

—Maldita sea. Esperaba que siguieras tú con la partida, Gianna. Este rollo solo os gusta a Nico y a ti.

—Ahora mismo, no. Oye, antes de que se me olvide, gracias por ponerme en contacto con Deanna.

—De nada —sonrió—. Gracias por hacerme la colada.

Choqué a propósito con su hombro al pasar a su lado camino de mi cuarto. Nuestro apartamento era, sobre todo, un enorme espacio diáfano, pero habíamos levantado algunos tabiques para separar los dormitorios y que diera la impresión de que había intimidad. Eran, más que habitaciones, gigantescos compartimentos, pero nos servían mientras reformábamos la casa.

Me di cuenta de que estaba pensando en dejar un lugar en el que me sentía completamente a salvo y en paz para vivir con un amante del que apenas cuarenta y ocho horas antes ni siquiera me fiaba del todo.

Me senté al borde de mi cama y me agarré las rodillas. Tenía las palmas sudorosas. Iba a renunciar a muchas cosas por estar con Jax. Él, en cambio, no iba a arriesgar nada por estar conmigo, o eso me parecía.

Empezó a sonar mi teléfono. Hurgué en mi bolso y lo saqué sin mirar. No me sorprendió ver el nombre de Jax en la pantalla.

—Hola.

—Hola, nena —su voz sonó profunda y baja, cargada de intimidad—. Me alegro de que hayas vuelto.

—Es increíble cuánto pueden cambiar las cosas en un par de días.

—¿Algo va mal?

Resultaba irónico y divertido que me conociera tan bien. Tal vez Chad tuviera razón al preocuparse de que fuera un libro abierto.

—¿Hay algo que vaya bien?

Su tono se volvió enérgico.

—Sé más concreta.

—Chad Williams tiene ciertos recelos justificados respecto a que yo, su directora de proyecto, me esté acostando con el enemigo. Por lo visto, enrollarme contigo ha dado al traste con nuestro acuerdo.

—¿Quién se ha enrollado con quién? —preguntó Angelo, mirándome con el ceño fruncido desde la puerta de mi cuarto. Era el más bajo de mis tres hermanos, medía un metro ochenta raspado, y era también el que tenía el pelo más largo, con ondas oscuras que rodeaban su bella cara y acariciaban sus hombros. Había roto muchos corazones al casarse con Denise.

—Joder —mascullé, lamentando no poder dar al botón de reseteo para que el día empezara otra vez—. ¡Fuera de aquí!

—No he entrado —replicó mi hermano—. Has dejado la puerta abierta.

—¡Pues ciérrala!

—¿Has vuelto con ese capullo?

Me puse de pie.

—¿Te he pedido tu opinión?

—¡Gia! —bramó Jax por el teléfono.

—Espera —le dije, mirando con furia a mi hermano—. Estoy hablando por teléfono, Angelo. ¡Cierra la puerta y no te metas donde no te llaman!

—¿Estás hablando con Jax? —entró en mi cuarto como si tuviera todo el derecho a hacerlo—. Deja que hable con él.

—¿Cómo dices?

—¡Gia! Maldita sea, dime algo —me espetó Jax.

—Ahora mismo estoy un poco ocupada —repliqué—. Luego te llamo.

—No me…

Colgué y lancé el teléfono a la cama en el instante en que Angelo hacía amago de agarrarlo.

—¿Es que te has vuelto loco? —le grité.

—¡El que se ha vuelto loco es Rutledge si cree que vas a irte a vivir con él!

Miramos los dos hacia la puerta, desde la que Vincent acababa de interrumpirnos.

—¿Qué está pasando aquí?

—¡Largo! —dije señalando a Angelo.

—Rutledge quiere que Gianna se vaya a vivir con él —contestó Angelo, mirando a Vincent y cruzando los brazos.

Vincent levantó las cejas.

—¿Y el anillo?

Levanté las manos.

—¡No puedo creerlo! Estamos en el siglo veintiuno, ¿lo sabías?

—Las reglas no han cambiado —repuso, y él también cruzó los brazos—. Si quiere la leche, tiene que comprar la vaca.

Entorné los párpados.

—¿Acabas de llamarme «vaca»? ¡Y para tu información, no soy virgen! He practicado el sexo. ¡Más de una vez!

Se taparon los oídos y Angelo se puso a canturrear en voz alta.

—¡Esto es ridículo! —los miré con enfado—. Soy una persona adulta. Puedo hacer lo que quiera.

Vincent bajó las manos.

—¿Y quieres vivir con ese tío? ¿En serio?

—Puede ser. Es decisión mía.

Angelo volvió a cruzar los brazos.

—Vas a romperle el corazón a papá.

—Ay, Dios mío —me froté las sienes, intentando mantener a raya el dolor de cabeza—. ¿Ahora vas a intentar que me sienta culpable? Que conste que Jax quería sentarse con todos vosotros para hablar de este asunto.

—¿Y qué? —preguntó Vincent, enfadado—. ¿Se supone que tenemos que aplaudirle?

—Yo le aplaudo —dijo Angelo inesperadamente—. Hacen falta huevos para enfrentarse a los hermanos y a la familia de una chica y decirles que quieres vivir con ella.

Vincent sacudió la cabeza y apretó la mandíbula.

—Si tanto le apetece estar contigo, debería casarse contigo.

Nos volvimos los tres y vimos a Jax en la puerta de mi habitación. Llevaba la ropa de trabajo y estaba guapísimo con su traje gris pizarra, su camisa blanca y su corbata negra. Me di cuenta de que debía de ir camino de mi casa cuando me había llamado por teléfono. A pesar de todo, me hizo un poco de ilusión pensarlo.

—En este sitio no hay ni pizca de seguridad —señaló con voz crispada—. ¡Dios mío, pero si he entrado sin más!

Vincent levantó los puños.

—Yo te daré seguridad.

Agarré mi teléfono y mi bolso y salí. Si todo iba a estallar en casa y en el trabajo, prefería irme a la oficina.

—¡Gia! —Jax me agarró del brazo cuando pasé a su lado—. Lo tengo todo controlado. No te preocupes.

—Para ti es muy fácil decirlo —le dije levantando la barbilla—. Tú no arriesgas nada.

Apretó los dientes.

—Te quiero. Lo arriesgo todo.