Capítulo
1

Ese hombre está como un tren. A mí, que me tome nota cuando quiera.

Miré con el ceño fruncido la tele de mi habitación de hotel mientras sacaba mis cosas de aseo. No sabía por qué había puesto un magazín de mediodía, pero desde luego no esperaba ver en pantalla al hombre del que estaba enamorada, ni oír como las glamurosas presentadoras hablaban con fruición de lo bueno que estaba.

—Quizá ponga cuartos oscuros en cada restaurante financiado por Pembry —comentó la otra.

Meneé la cabeza y entré en el cuarto de baño. Todavía me dolía que Jax hubiera invertido en Pembry Ventures. No estaba segura de haberlo perdonado por haberme hecho esa faena. Quizá no debía tomármelo como algo personal, quizá fueran solo negocios, pero hay cosas que no se le hacen a alguien a quien quieres, y fastidiarle el trabajo (un trabajo que, además, adora) es una de ellas.

Estaba decidida a descubrir el motivo. Y a hacerle pagar por ello. El hecho de que yo estuviera enamorada de él no cambiaba eso. Ni nada, quizá.

Acababa de colgar mi bolsa de maquillaje del toallero cuando empezó a sonar el teléfono de la habitación. Sabiendo que seguramente yo tardaba mucho más que Chad en deshacer el equipaje, deduje que estaría listo para bajar a ver las obras de su restaurante, en el mismo hotel donde nos alojábamos. El Atlanta Mondego iba camino de convertirse en un Destino turístico con mayúsculas y, para demostrarlo, pronto tendría las suelas de mis Jimmy Choo llenas de polvo.

Levanté el teléfono que había en la pared del baño, me lo puse en el hueco del cuello y dije:

—Hola. ¿Ya estás listo?

—¡Maldita sea, Gia! ¡Enciende tu móvil!

La voz honda y sensual de Jax se deslizó por mis sentidos, llevando consigo una ráfaga de recuerdos apasionados y entrañables. Al pensar que se había tomado la molestia de buscarme, sentí dentro de mí un cosquilleo de placer. Jackson Rutledge era un tipo muy ocupado que podía escoger a la mujer que quisiera. Que me siguiera por todo el país era completamente innecesario. Y muy halagüeño.

Me apoyé contra la encimera del baño.

—Noticia bomba: te estoy evitando.

—Pues te deseo suerte.

Apreté los dientes. ¿Y qué, que fuera un monstruo en la cama? ¿Y qué, que me alegrara de oír su voz? Seguía estando furiosa con él.

—Voy a colgar.

—No puedes huir de mí —dijo con voz crispada—. Y no me vengas con el rollo que me soltaste ayer. Tenemos que hablar.

—Estoy de acuerdo, pero eso suele significar que tú me dices que solo podemos follar y que no me das ninguna explicación de por qué. No tengo paciencia para correr en círculos. A menos que tengas respuestas concretas, no pienso darte más tiempo.

—Vas a darme mucho más que tiempo, Gia.

Sentí un escalofrío. Conocía aquel tono. Era como si dijera «te voy a follar hasta que no puedas más».

—Que te lo has creído.

—Estoy a punto de aterrizar, Gia. Nos vemos en el hotel dentro de una hora.

—¿Qué? —mi pulso dio un brinco traicionero de emoción. Mis impulsos sexuales corrían a mil por hora desde que me había separado de él la noche anterior. Estaban ansiosos por cruzar la línea de meta—. ¡No puedo creer que me hayas seguido hasta Atlanta! ¿Cómo demonios has sabido dónde estaba?

—Por tu cuñada.

Denise iba a oírme. Estaba al tanto de todo, lo que significaba que lo había hecho a propósito.

—Pues da media vuelta y vuelve a casa. Estoy trabajando, Jax. Y en cuestiones de trabajo, no me fío de ti.

Noté por cómo tomaba aire que había puesto el dedo en la llaga.

—Está bien —replicó—. Mandaré un coche a buscarte. Nos vemos en mi hotel.

—Hoy tengo cosas que hacer. Ya te avisaré cuando tenga un rato y encuentre un sitio neutral donde podamos vernos —un bar, quizá, o incluso un centro comercial. Algún lugar donde no hubiera demasiada intimidad. Por desgracia no podía fiarme de mí misma estando con él, ahora que sabía lo que sentía por mí.

—En mi hotel, Gia —repitió—. Por estar en un sitio público no vas a salvarte. No sé dónde será, pero vamos a follar como locos y sin prisas. Así que será mejor que, de paso, no acabemos en la cárcel y saliendo en los periódicos, ¿no te parece?

—En serio, deberías mirarte lo de tu ego.

—Nena, me pondré de rodillas si es necesario.

Ahora fui yo quien contuve la respiración. Sabía cómo minarme, cómo llegar hasta mí y dejarme indefensa. Intenté hacer lo mismo con él.

—Dime que me quieres, Jax.

Hubo un momento de silencio.

—Nuestro problema no es que nos queramos.

Colgó y yo me quedé con el teléfono en la mano. Como de costumbre.

—Por fin empieza a parecerme real —comentó Chad al pasear la mirada por la zona en obras.

Sonreí.

—Qué bien.

Tomó mi mano y la apretó. Había ido a mi encuentro en la obra, con una camisa de vestir con el cuello abierto remetida en unos vaqueros anchos. Llevaba el pelo castaño rojizo un poco largo, y el flequillo le caía sobre la frente y enmarcaba sus increíbles ojos verdes. No había duda al respecto: Chad Williams estaba buenísimo.

Al entrar había llamado la atención de muchas mujeres, pero no les había hecho ni caso. Yo confiaba en que siguiera así al menos hasta que abriera el primer restaurante. Había visto a unos cuantos cocineros volverse demasiado engreídos por exceso de atenciones, y sus negocios habían sufrido las consecuencias casi inmediatamente.

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó, volviéndose para mirarme.

—La cadena hotelera estaba esperando los contratos firmados para empezar con la obra en serio —expliqué—. El arquitecto va a rehacer el diseño original para dar cabida a tres chefs. Cuando des el visto bueno y estemos de acuerdo, firmaremos y se pondrán manos a la obra.

—Dios mío —soltó un soplido y sonrió—. Estoy deseando verlos.

—Mañana echaremos un vistazo a los planos actuales. Así nos haremos una idea de cuál va a ser la disposición. Cuando volvamos a Nueva York, os reuniremos a Inez, a David y a ti para empezar a planear el duelo de menús. Convendría incluir variantes regionales, dependiendo de dónde esté cada hotel.

Chad asintió con la cabeza.

—¿Hasta qué punto podrá intervenir la cadena en el proceso?

—En la confección de los menús, mucho —contesté con franqueza—. Les escogimos por su talento y tenemos que dejarles hacer lo que se les da mejor. Pero, aparte de eso, la última palabra la tienes tú. Aquí, el cocinero famoso eres tú. De momento, tienen que tenerte en palmitas.

Esbozó una mueca de fastidio.

—Espero que eso no cause problemas.

—Sospecho que será más fácil que trabajar con tu hermana.

—¡Ja! Eso no lo dudes.

Bromeaba, pero vi un asomo de tristeza en sus expresivos ojos. Todo habría sido mejor, en general, si Stacy hubiera seguido adelante y hubiera acometido con él aquella empresa. Jax había contribuido a la ruptura entre los hermanos, lo cual no dejaba de resultar irónico teniendo en cuenta lo mucho que hacía por su propia familia.

—¿Habéis vuelto a hablar desde que se anunció lo de Rutledge Capital y Pembry Ventures? —pregunté con delicadeza.

Su boca se adelgazó.

—¿Para qué? ¿Para que se jacte?

—Para felicitarla. Ya sabes, para tenderle la rama de olivo.

—Se comportaría como una cretina si lo hiciera.

—Puede ser —le puse la mano sobre el hombro—. Pero te sentirás mejor si lo haces. Y más adelante, cuando entre en razón, podrás reprochárselo.

Aquello le hizo soltar una carcajada.

—Me lo pensaré.

—Mientras tanto, ¿tienes hambre?

—Un hambre de lobo. Vamos a comer —me tendió el brazo y lo acepté—. Por aquí hay un montón de sitios estupendos donde comer pollo frito y gofres.

—¿Pollo frito y gofres? ¿Al mismo tiempo?

—Es una combinación deliciosa, cariño. No sabes lo que te pierdes hasta que no la pruebas.

—Pues a mí creo que me mataría. O al menos me haría engordar otros cinco kilos que no me hacen falta.

Chad se llevó mi mano a los labios y me besó los nudillos.

—En ese caso, yo te ayudaré a perderlos.

—Eres un diablillo, Chad Williams —lo regañé con una sonrisa. Sus coqueteos inofensivos eran agradables si lo comparaba con Jax, tan peligroso en todos los sentidos.

Como si me hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Que conste que Lei me dejó caer que había algo entre Jackson Rutledge y tú.

Me tensé, sorprendida, y al instante me di cuenta de que Lei había hecho bien. Era preferible aclarar aquella cuestión enseguida a que Chad se enterara más adelante y creyera que se lo habíamos ocultado a propósito.

—Salimos juntos una temporada, hace un par de años.

—¿Y ahora? —me miró—. ¿Fue él quien te mandó las flores?

—Sí. Ahora es… —me lo imaginé en su avión privado, yendo detrás de mí. Ansioso por verme. Por acostarse conmigo—. Ha vuelto a aparecer en mi vida y se ha inmiscuido en mi trabajo, lo cual no me agrada en absoluto.

—¿Qué, exactamente? ¿Lo personal? ¿Lo profesional? ¿Ambas cosas?

—Mi trabajo es mi vida —contesté mientras salíamos a la calle y hacíamos señas a un taxi—. A ti no puede causarte más problemas, Chad. Inez, David y tú tenéis un contrato con Mondego. Esto sigue adelante.

—¿Y a ti? ¿Puede causarte problemas?

—Por mí no te preocupes.

Me rodeó los hombros con el brazo y me apretó.

—Claro que me preocupo por ti. Eres mi billete de la suerte.

Le di un empujón con la cadera.

—¿Tu billete hacia dónde?

—Como si no lo supieras, Gianna querida. Hacia la riqueza y el estrellato.

Tuve que reconocer que el pollo frito sureño con gofres estaba delicioso. Comí más de lo que debía y volví a mi habitación prácticamente bamboleándome, o eso me pareció. Me moría de ganas de echarme una siesta, pero a las tres y medía teníamos una reunión con el director del hotel, y me preocupaba estar todavía sacudiéndome las telarañas del sueño a esa hora. No era una reunión importante, solo un encuentro de cortesía para tomar café, pero los negocios eran los negocios.

Abrí mi portátil, me senté a la mesa y eché un vistazo a mis e-mails. Contesté a dos de Lei sobre David Lee antes de abrir el de Deanna Johnson que había visto nada más abrirse la bandeja de entrada. Saqué el móvil del bolso, lo encendí y marqué el número que aparecía bajo la firma de la periodista. Hice caso omiso de los avisos de mensajes de voz y sms que había recibido de Jax.

—Deanna Johnson —contestó enérgicamente.

—Hola, soy Gianna Rossi —tenía abierto su perfil de Linkedin en una pestaña de mi buscador, pinché en él y eché un vistazo a su foto. Era morena, guapa, con el pelo largo y ojos oscuros. Vincent y ella habían hecho muy buena pareja cuando habían salido juntos. El cabello oscuro de ambos formaba una especie de sincronía visual. No habían durado mucho. Claro que a Vincent rara vez le duraba mucho una novia. Le gustaban las relaciones estables, pero trabajaba tanto en el Rossi que difícilmente podía tener pareja.

—Hola, Gianna, ¿cómo estás?

Me apoyé en el cabecero de la cama y estiré las piernas, quitándome los zapatos.

—Bien, ¿y tú?

—Buscando una historia, como siempre —su voz cambió, se volvió más reconcentrada—. Vincent me ha dicho que querías que me informara de algo…

—Sobre Jackson Rutledge.

—Sí. Eso dijo —resopló—. ¿Te importa decirme por qué?

—Hemos estado… viéndonos.

Se rio suavemente.

—¿Un millonario enigmático, con más secretos que dólares? Conozco a los de su especie.

Me pellizqué el puente de la nariz, consciente de que sería mejor para mi cordura olvidar todo aquello. Pero sabía también que no lo haría.

—Solo quiero hacerme una idea más precisa sobre él. Necesito saber si estoy perdiendo el tiempo planteándome siquiera intentar que las cosas funcionen.

—Seguramente —contestó sin rodeos—. ¿Qué te interesa exactamente? No soy detective privado, y hay un montón de libros por ahí sobre la familia Rutledge y sus diversos miembros. Buscando en Google puedes encontrar información sobre sus exnovias, por ejemplo.

—No, no es eso lo que me interesa. Quizá no puedas ayudarme. Puede que esté buscando algo que solo él puede contarme —suspiré—. No entiendo por qué es capaz de hacer cualquier cosa por su familia si no se parece a ellos, o no siempre. Desde luego, se pasa la vida advirtiéndome en su contra, alejándome de ellos. Creía que me mantenía oculta como si fuera una especie de vicio, pero ahora tengo la sensación de que intenta… protegerme de ellos.

—Si le importas, es muy posible que así sea. Ten en cuenta que los Rutledge son como tiburones tigre: están en el mismo vientre, pero se comen entre sí hasta que solo queda uno vivo.

Me quedé paralizada, recordando lo que me había dicho Jax la noche anterior. «Estás nadando con tiburones y te comportas como si estuvieras de vacaciones».

—Está bien —dije con cautela, pensando en el padre de Jax—. Entonces, ¿quién es el tiburón más fuerte de la familia? ¿Parker Rutledge?

—Sin duda alguna.

Jax decía que sus padres se habían casado por amor y habían acabado haciéndose desgraciados el uno al otro…

—¿Qué sabes de la madre de Jax?

—¿De Leslie Rutledge? Eso sí que es un enigma. Apenas se dejó ver en público durante los cinco últimos años de su vida, y antes ya evitaba los focos.

—Jax se niega a hablar de ella.

—Puedo preguntar por ahí, a ver qué averiguo, pero tardaré algún tiempo. En cuanto levantas una piedra de los Rutledge, empiezan a salir equipos de seguridad.

Suspiré. Había sido una ingenuidad por mi parte soñar con una vida «normal» con Jax.

—Te agradeceré cualquier cosa que averigües. Y te pagaré por las molestias, claro.

—Dalo por hecho.

Me incorporé y moví los hombros, echándolos hacia atrás. Iba a preguntarle directamente a Jax por su familia, pero no venía mal tener un plan B. Sobre todo teniendo en cuenta cómo habían salido las cosas hasta el momento.

—Gracias, Deanna.

—Oye, cuídate, ¿quieres? Los tíos como Jax pueden destrozarte la vida si no tienes cuidado.

—Sí, lo sé. Gracias. Cuídate tú también.

Colgamos y dejé mi teléfono sobre la mesa. Estaba repasando otra vez mi correo cuando sonó el pitido de un mensaje de texto en el móvil. Miré la pantalla y vi que era de Jax. Mis pies ejecutaron un bailecito de claqué sobre la moqueta antes de que me diera cuenta de lo que hacía.

Sé qué estás pensando en mí.

Me quedé mirando el mensaje y resoplé.

—Vale.

Obviamente, el que piensa en mí eres tú, contesté.

También sueño contigo.

Aquello me hizo sonreír. Soñar con Jax era uno de mis pasatiempos favoritos cuando dejaba vagar mi mente. Espero que sea una pesadilla en la que te reviento un negocio de los grandes.

Un minuto después: Era un sueño húmedo en el que me hacías una mamada.

Me reí. Había cambiado de táctica desde nuestras conversaciones anteriores: había pasado de jugar sucio a jugar, sencillamente. Sabía cuándo una estrategia no funcionaba.

Empecé a escribir una respuesta, pero se me adelantó. Sonó mi móvil. Contesté y habló antes de que le dijera hola:

—Me la chupabas tan bien, nena —dijo con voz ronroneante— que no podía respirar. Era una pasada. Tu boquita caliente tirando de mi glande, tu lengua moviéndose alrededor de mi polla mientras me la sacudías con la mano. Me corrí a lo bestia y te lo tragaste todo, Gia, nena. Hasta la última gota.

Por un momento no se me ocurrió qué decir. Las imágenes que evocaban sus palabras habían inundado mi mente. Me encantaba chupársela. Me encantaba su tacto, su sabor, su olor. Pero sobre todo me encantaba cómo se entregaba con un placer impúdico. En esos momentos, sentí esa complicidad con él que tanto echaba de menos.

—Siempre te ha encantado chuparme la polla —dijo con voz sedosa—. Y yo me pasaría cada minuto del día metiéndotela en la boca si pudiera.

Recuperé el habla.

—Cabrón egoísta.

—Tratándose de ti, sí —suspiró—. Estoy tumbado en la cama, desnudo y empalmado, preguntándome por qué cojones no has llegado aún.

—¿No tienes nada que hacer?

—Sí, follarte a ti.

Oí de fondo el pitido de su e-mail y me reí.

—Embustero. Estás trabajando.

Antes habíamos jugado a menudo al sexo por teléfono, y con frecuencia alcanzábamos el orgasmo al mismo tiempo. No había en el mundo nada comparable a oírle decir mi nombre mientras se corría.

—Me confieso culpable —dijo, imperturbable—. Estoy intentando no pensar en ti y no lo consigo, fracaso estrepitosamente.

—Será quizá porque el asunto en el que estás trabajando es el mismo que me echaste a perder.

—Me prometiste un asalto de sexo salvaje —ronroneó suavemente con evidente delectación—. Y estoy esperándolo, nena.

—No sé si te conviene acercar la polla a mis dientes mientras sienta por ti lo que siento en estos momentos.

Se rio y noté un hormigueo de placer. Tenía una risa preciosa, profunda y sonora.

—Me pones tan cachondo que ni la amenaza de lesiones físicas puede acabar con esta erección. Ven aquí, Gia.

—No puedo. Tengo una reunión dentro de un rato —me levanté y me acerqué a la ventana, inquieta. Aparté el visillo y miré la ciudad de Atlanta. ¿Dónde estaba Jax? Era una pregunta que me había hecho todos los días en los últimos dos años. Él, en cambio, no había tenido que preguntarse dónde estaba, dado que me había hecho seguir.

—Además, ¿no decías que teníamos que hablar? Dudo que quieras que nos dediquemos a eso cuando llegue.

Se quedó callado un momento. Luego dijo:

—Tienes una familia fantástica. Siempre he sabido a qué atenerme con ellos, para bien o para mal. No se andan por las ramas ni pierden el tiempo con mezquindades. Son buena gente.

—Gracias —murmuré, emocionada. Estaba orgullosa de mi familia, orgullosa de ser una Rossi.

—Mi familia no es así, Gia. No te dejes engañar por el encanto de Parker. Solo se interesa por quien puede serle útil.

—Jax, yo no tengo nada.

—Me tienes a mí —contestó muy serio.

—¿Insinúas que tu padre sería capaz de utilizarme contra ti?

—Puede ser. O de utilizarte, sin más. Podría pasar cualquier cosa, nena. Créeme, sé lo que me digo.

Me quedé pensando un momento, intentando asimilar la idea de que un padre y un hijo no se fiaran el uno del otro.

—¿Ha sido por él por lo que te has mantenido apartado de mí estos dos últimos años?

«¿Es por él por lo que estás decidido a dejarme otra vez?».

—Me mantuve alejado porque es lo mejor para ti.

Aquella evasiva me hizo enfadar.

—Y sin embargo aquí estás. Dame una buena razón para que vaya a verte, Jax.

—Que quieres venir.

—Te sugiero que encuentres otra mejor.

Resopló.

—Que quiero que vengas. Porque necesito estar contigo. Tú haces que me sienta… humano. Estar contigo me hace sentir que no soy por completo un mierda.

Cerré los ojos y me llevé la mano al pecho para frotar el dolor que sentía en el corazón. Quería saber por qué siempre se rebajaba a sí mismo, por qué creía que no era lo bastante bueno para mí. Sabía que iba a darle otra oportunidad solo para intentar conseguir esas respuestas, y aun así fui sincera y le dije:

—Estar contigo hace que me sienta sola. Me recuerda que quiero encontrar a alguien con quien compartir mi vida. Alguien en quien pueda confiar.

—Ojalá fuera yo —contestó en voz baja.

—Sí. Ojalá.