V

EL ANTICOMUNISMO ANTICAPITALISTA

Desconoce el universo la estabilidad, la inmovilidad. El cambio y la mutación son consustanciales a la mera existencia. Todo es pasajero; siempre estamos en «época de transición». La vida humana desconoce la calma y el reposo; constituye un proceso, nunca un statu quo. Y, sin embargo, tercamente tendemos a engañarnos pensando en una invariable existencia. Las utopías, todas, quisieran poner punto final a la historia, instaurando algo inmóvil, permanente y absoluto.

Obvias razones psicológicas nos induce a pensar así. El cambio altera nuestras condiciones de vida, nuestro ambiente; hemos de readaptarnos a nuevas situaciones; se lesionan las posiciones conseguidas; se ponen en peligro los sistemas tradicionales de producción y consumo; se molesta a quienes, de tarda inteligencia, la mutación les obliga a hacer el esfuerzo de pensar. Contraría, evidentemente, a la propia naturaleza humana al conservadurismo; y, sin embargo, de condición conservadora ha sido siempre la posición preferida por la inerte mayoría que, torpemente, se resiste a mejorar, siguiendo los cauces abiertos por las despiertas minorías. La palabra reaccionario suele aplicarse a los aristócratas y eclesiásticos que militan en los partidos denominados conservadores. Y, sin embargo, los ejemplos más señalados de tal filosofía registrarlos otros grupos: aquellos artesanos que dificultan el ingreso en sus gremios a nuevos miembros; aquellos campesinos que demandan protecciones tarifarias, subsidios y precios mínimos; los asalariados hostiles a las mejores técnicas, que ansían siempre políticas sociales protectoras y restrictivas.

El vano orgullo de bohemios literatos y artistas menosprecia la actuación empresarial por entender implica despego hacia lo que ellos denominan actividad intelectual. Y, sin embargo, empresarios y promotores, en realidad, despliegan mayor intuición y superior esfuerzo mental que el escritor o el pintor de tipo medio. La incapacidad cerebral de muchos que de intelectuales se autocalifican resulta patente al comprobar su impotencia para apreciar las condiciones personales e intelectuales que exige el regentar con éxito una empresa mercantil.

Subproducto del moderno capitalismo son todos esos frívolos intelectuales quienes actualmente, por doquier, pululan; su entrometido y desordenado actuar repugna; sólo sirven para molestar. Nada se perdería si, de algún modo, cupiera acallarlos, clausurando sus círculos y agrupaciones.

Pero la libertad resulta indivisible; si restringiéramos la de esos decadentes y enojosos pseudoliteratos y, apócrifos artistas, estaríamos facultando al gobernante para que definiera él qué es lo bueno y qué es lo malo; estatificaríamos, socializaríamos, el esfuerzo intelectual. ¿Acabaríamos, así, con los inútiles e indeseables? Cabe fundada duda. Indubitable, en cambio, es que perturbaríamos gravemente la labor del genio creativo.

Le repugnan al gobernante las ideas originales, los nuevos modos de pensar, los flamantes estilos artísticos; se resiste a toda innovación. El concederle, en estas materias, facultades decisorias impondría por doquier la regimentación, el inmovilismo y la bastardía artística.

La bajeza moral, la disipación y la esterilidad intelectual de estos desvergonzados pseudoescritores y artistas constituye el costo que la humanidad ha de soportar para que el genio precursor florezca imperturbado. Es preciso conceder libertad a todos, incluso a los más ruines, para no obstaculizar a esos pocos que la aprovechan en beneficio de la humanidad. La licencia otorgada en el siglo pasado a aquellos desaliñados tipos del quartier latín fue una de las concausas que permitieron la aparición de escritores, pintores y escultores de primera fila, que tal vez, en otro caso, inéditos hubieran quedado. El genio precisa de mucho aire libre para respirar a gusto; si le falta, se asfixia. No son, desde luego, las frívolas doctrinas de los bohemios las que provocaron el desastre; lo malo fue que las gentes las aceptaran gustosas. Tales pseudofilosofias las asimilan, primero, los forjadores de la opinión pública —intelectuales, editorialistas, publicistas— quienes, luego, con ellas, lavan el cerebro a las ignorantes masas. Las gentes, sin pensarlo dos veces, se adhieren a los credos de moda, por temor a ser consideradas rústicas y atrasadas[T28].

Muy perniciosa para Occidente fue, con su sindicalismo agresivo y su célebre action directe, la ideología de George Sorel, fracasado intelectual francés, cuyo pensamiento, sin embargo, pronto cautivó a los literatos europeos; fomentó decisivamente el extremismo de los movimientos sediciosos; cautivó al monarquismo galo, al militarismo y al antisemitismo; y desempeñó importante papel en la formación del bolchevismo ruso, del fascismo italiano y del movimiento juvenil alemán que desembocó en el nazismo. Hizo de los antiguos partidos políticos, los cuales únicamente en el terreno democrático admitían la liza, pandillas de auténticos forajidos, que sólo entendían el argumento de las pistolas. Gustaba Sorel de hacer mofa del gobierno representativo, del orden burgués, predicando el evangelio de la guerra, tanto civil como internacional. Violencia y siempre violencia fue su divisa. El presente estado de cosas se debe, en gran parte, al triunfo europeo de las ideas sorelianas.

Los intelectuales fueron los primeros en exaltar tal pensamiento; lo popularizaron, pese a resultar esencialmente antiintelectual, al rehuir el razonamiento riguroso, la deliberación serena. Para Sorel, sólo la acción tenía interés, es decir la revuelta desabrida e irascible. Recomendaba siempre luchar por un mito, cualquiera que fuera su contenido. «Si te colocas en el campo de los mitos, inmune eres a la refutación crítica»[28]. ¡Qué filosofía tan maravillosa, destruir por el gusto de destruir! No hables, no razones: ¡mata! Sorel rechaza todo «esfuerzo intelectual», incluso el de los teóricos de la revolución. Lo que el mito esencialmente persigue es «adiestrar a la gente para que luche por la destrucción de todo lo existente»[29]. Sin embargo, no hay que achacar la difusión de esta pseudofilosofía destructiva ni a Sorel, ni a sus discípulos —Lenin, Mussolini y Rosenberg—, ni a la legión de irresponsables escritores y artistas. La catástrofe se produjo porque, durante muchas décadas, pocos se tomaron la molestia de analizar, con sentido crítico y combatividad suficiente, las sanguinarias tendencias de tales rufianes. Incluso aquellos escritores que se resistían a aceptar la idea de una violencia sin límites ansiaban, sin embargo, hallar interpretaciones favorables a los peores excesos de los dictadores. Las primeras tímidas objeciones, muy tarde, desde luego, surgieron, cuando los intelectuales, que aquellas tesis habían venido propugnando, comenzaron a advertir que ni aun la adhesión más entusiasta a la ideología totalitaria les garantizaría a ellos de la tortura y la muerte.

Existe, hoy en día, un falso frente anticomunista. Se califican de «anticomunistas liberales», pero más exacto sería denominarlos «antianticomunistas», pues a lo que de verdad aspiran es a la implantación de un comunismo carente de aquellas circunstancias, inherentes e inseparables del marxismo, que por ahora todavía repugnan al público americano. Establecen ilusoria distinción entre comunismo y socialismo y, sin embargo, paradójicamente se apoyan para fundamentar su no comunista socialismo en un documento cuyos autores denominaron Manifiesto comunista. De todas formas, para mejor disimular las cosas procuran sustituir el término socialismo por vocablos más suaves, tales como planificación o Estado providencia. Pretenden oponerse a las aspiraciones revolucionarias y dictatoriales de los «rojos», pero, en libros y revistas, colegios y universidades, no dejan de ensalzar, como uno de los más grandes economistas, filósofos y sociólogos, eminente benefactor, liberador de la humanidad, a Carlos Marx, el adalid de la revolución comunista y de la dictadura del proletariado. Quieren hacernos creer que el remedio adecuado para todos los males estriba en la implantación de un totalitarismo no totalitario, es decir, una especie de cuadrado triangular. Cuando formulan la más leve objeción al comunismo se apresura a denigrar el capitalismo aún con mayor severidad, mediante frases tomadas del injurioso vocabulario de Marx y Lenin. Recalcan que aborrecen al capitalismo posiblemente más que al comunismo y justifican todos los excesos de éste señalando con el dedo los «execrables horrores» del capitalismo. En definitiva, pretenden luchar contra el comunismo incitando a todos a aceptar el decálogo del Manifiesto comunista[T29].

La verdad es que estos «anticomunistas liberales» no luchan contra el comunismo como tal, sino contra una organización comunista cuya minoría gobernante no les acepta. Aspiran a un orden socialista, es decir, comunista, en el cual, o bien ellos, o bien sus más íntimos amigos, manejarán las palancas del poder. Quizá sea excesivo decir que pretendan liquidar a los demás; posiblemente lo único a que aspiran sea a no resultar ellos mismos liquidados, pues, en la comunidad socialista, de tal garantía solo gozan el supremo autócrata y sus secuaces.

Todo movimiento «antialgo» implica una actitud puramente negativa. Carece de probabilidad alguna de triunfar. Sus apasionados ataques verbales sirven más bien de propaganda al programa combatido. La gente ha de luchar por un ideal; no basta la simple condena del mal, por pernicioso que el mismo sea. Frente al socialismo, únicamente un respaldo, sin reservas, de la economía de mercado servirá.

Tras la triste experiencia soviética y el lamentable fracaso de todos los demás experimentos socialistas, bien escasas probabilidades de triunfo restarían al comunismo, si lográramos desmantelar aquel falso anticomunismo.

Y, como decíamos, sólo el apoyo franco y leal al capitalismo del laissez faire impedirá que las naciones civilizadas de la Europa occidental, América y Australia sean esclavizadas por la barbarie de Moscú.