OBJECIONES DE CARÁCTER NO ECONÓMICO AL CAPITALISMO
1. El argumento de la felicidad
Los detractores del capitalismo gustan de apelar, fundamentalmente, a dos argumentos: en primer lugar, que el poseer un automóvil, un aparato de televisión o una nevera eléctrica no proporciona la felicidad; en segundo término, que son muchos quienes todavía carecen de tales amenidades. Ambos asertos son ciertos; lo que pasa es de ellos no se puede deducir cargo alguno contra el sistema capitalista.
La gente no busca una inalcanzable felicidad absoluta; el hombre se afana y moviliza por suprimir, del modo más cumplido posible, específico malestar y, si lo consigue, deviene más feliz o menos desgraciado de lo que, en otro caso, sería, Al adquirir una televisión, con su propio actuar pone de manifiesto que en su individualizada opinión el aparato va a hacerle más dichoso o menos infortunado, según se mire. En otro caso, se habría abstenido. La función del médico no estriba en proporcionar perfecto bienestar al paciente; lo que procura es aliviar específica molestia, atendiendo así el más íntimo deseo de todo ser vivo, a saber, alejar cuanto resulta nocivo para lo propia salud y vida.
Tal vez haya budistas mendicantes quienes, pese a vivir de la ajena caridad, sumidos en la suciedad y en la miseria, se sientan perfectamente felices, sin envidiar a nabab alguno; allá ellos, beatos sean. Tal género de vida resultaría, sin embargo, insoportable para la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos. El hombre, normalmente, siente innato impulso por mejorar la personal condición. ¿Quién podría inducir a la clase media americana a adoptar la indigente actitud oriental? El descenso de la mortalidad infantil constituye uno de los triunfos más conspicuos del capitalismo. ¿Quién negará que este fenómeno ha reducido una al menos de las mayores causas de infelicidad de las gentes?
Absurdo, igualmente, es el otro reproche que se hace al capitalismo, el que los progresos todavía no benefician a todos. Los más inteligentes y enérgicos desbrozan el camino hacia la mejora social; abren la marcha; el resto, poco a poco, les seguirá. Lo nuevo, como antes decíamos, constituye, al principio, extemporáneo lujo, que sólo unos pocos disfrutan; luego, gradualmente, bajo el capitalismo, va todo poniéndose al alcance de la mayoría. No arguye en contra del uso del calzado o del tenedor el que el aprovechamiento de tales utensilios muy lentamente se extendiera y que, aún hoy, haya millones que desconozcan su existencia. Los refinados caballeros y distinguidas damas que adoptaron el uso del jabón franquearon el camino para la producción del mismo en gran escala que permitió a las masas el disfrutarlo. Quienes, estando en su mano y gustándoles, se abstienen de adquirir una televisión, pensando que otros muchos carecen del aparato, en modo alguno están facilitando la difusión de tal mercancía, sino todo lo contrario[18].
2. Materialismo
Hay también quienes censuran al capitalismo su burdo materialismo. Reconocen que mejora incesantemente el nivel de vida de las masas, pero las aparta de los cometidos verdaderamente nobles y elevados. Vigoriza los cuerpos; al alma y a la mente, en cambio, las condena a inanición. Decaen, bajo su égida, las artes; pasaron los días de los grandes poetas, pintores, escultores y arquitectos; bazofia es lo que el capitalismo, en este terreno, aporta.
De subjetiva condición resulta siempre la apreciación del arte; unos admiran lo que a otros horripila; no cabe medir ni ponderar la valía de un poema o de una obra arquitectónica. Quienes se deleitan contemplando la catedral de Chartres o Las Meninas de Velázquez, pueden calificar de zafios a quienes tales maravillas no pasman. ¡Cuántos escolares soberanamente se aburren cuando tienen que aprender los estupendos versos de Hamlet! Sólo aquellos dotados del sentido de lo bello son capaces de apreciar el valor del artista y disfrutar con su obra. Hay mucha hipocresía entre los que pretenden hacerse pasar por gente cultivada. Adoptan actitud de entendidos y fingen admiración por el arte y los artistas del ayer. No muestran análoga simpatía por el creador contemporáneo, que aspira a consagrarse. Aquella fingida adoración por los antiguos maestros les sirve para menospreciar y ridiculizar a los nuevos genios que rehúsan someterse a las modas del pasado, prefiriendo crear estilos propios.
John Ruskin fue uno de los que —junto con Carlyle, los Webbs, Bernard Shaw y otros— cavaron la fosa de la libertad, la civilización y la prosperidad británica. Individuo depravado en su vida pública y privada, glorificó la guerra y el derramamiento de sangre; denigraba, obcecadamente, la ciencia económica, cuyas enseñanzas era incapaz de comprender. Fue fanático detractor del mercado y fogoso panegirista de los gremios medievales. Rindió homenaje al arte de pasadas centurias. A Whistler, su gran coetáneo, en cambio, le hizo objeto de ataques tan soeces, viles e injuriosos, que fue condenado por calumnia. Contribuyó a difundir el manido prejuicio de que el capitalismo no sólo constituye nocivo sistema económico, sino que además destruye la belleza e implanta la fealdad; arrasa la grandeza e introduce la mezquindad; suprime el arte y encumbra la inmundicia.
Es, como decíamos, de condición tan subjetiva la apreciación de lo artístico que, en tal materia, nada cabe dejar apodícticamente zanjado, contrariamente a lo que sucede con los razonamientos lógicos o las cuestiones de hecho. No obstante, nadie, en su sano juicio, se atrevería a menospreciar la grandeza del arte capitalista.
Prevaleció precisamente la música a lo largo de aquella época «tan metalizada y de tan mezquino materialismo». Wagner y Verdi, Berlioz y Bizet, Brahms y Bruckner, Hugo Wolf y Mahler, Puccini y Ricardo Strauss, ¡qué ilustre muchedumbre! ¡Qué época, cuando grandes maestros como un Schumann o un Donizetti pasaban casi desapercibidos, tapada su excelencia por otros genios de rango aún superior!
Y ahí están las grandes novelas de Balzac, Flaubert, Maupassant, Jens Jacobsen, Proust y los poemas de Víctor Hugo, Walt Whitman, Rilke, Yeats. ¡Qué mísero sería nuestro horizonte sin las obras de estos titanes y las de otros escritores no menos sublimes!
Tampoco olvidemos a los pintores y escultores franceses que nos enseñaron nuevos modos de contemplar la naturaleza y gozar de la luz y del color.
Nadie, menos aún, puso nunca en duda que, a lo largo de la época capitalista, todas las ramas de la actividad científica progresaron como por ensalmo. Los eternos descontentos, sin embargo, ahora rearguyen que, en esencia, se trata de trabajos de «especialización», echándose de menos la labor de «síntesis». Resulta ello evidentemente insostenible en el campo de la matemática, la física y la biología. ¿Y qué decir de la obra filosófica de Groce, Bergson, Husserl y Whitehead?
Cada era infunde personalidad propia a sus realizaciones artísticas. No constituye arte la servil imitación de las grandes obras del pasado, sino, más bien, plagio. Sólo la originalidad valoriza la obra artística. Cada época tiene su propio estilo, estilo que, la define como tal época.
Pero no ocultemos nada y digamos lo que es lícito en favor de los admiradores del ayer. Las últimas generaciones, ciertamente, no legaron a la posteridad monumentos tales como las pirámides, los templos griegos, las catedrales góticas, los palacios renacentistas o las obras del barroco. En los últimos cien años se han construido muchas iglesias y catedrales y, aún en mayor número, palacios oficiales, escuelas y bibliotecas. Tales edificaciones, verdad es, carecen de originalidad; se limitan o a copiar viejos modelos o a entremezclar ya conocidos estilos diversos. Tan sólo en el terreno de la vivienda y en el de las oficinas parece atisbarse cierto estilo característico. Dicho lo anterior, ridícula pedantería resultaría negarse a apreciar la peculiar grandeza de algunas perspectivas modernas; la silueta de Nueva York, por ejemplo. Pero, en fin, vamos a admitir que la arquitectura actual no ha alcanzado la excelencia de la antigua.
Diversas son las causas. Por lo que se refiere a los edificios religiosos, el apego de las iglesias a las formas tradicionales dificulta la innovación. El impulso que hacía levantar suntuosas mansiones se debilitó con la decadencia de las dinastías y estirpes nobiliarias. La opulencia, diga lo que quiera la demagogia anticapitalista, de empresarios y hombres de negocios es, comparativamente, tan inferior a la de los antiguos reyes y príncipes que no pueden aquéllos permitirse semejantes lujos. Nadie tiene hoy medios suficientes para levantar un Versalles o un Escorial. Podía el antiguo déspota, en abierto desafió a la opinión pública, encargar al artista más admirable la fábrica imperecedera que luego pasmaría a la ignorante multitud. Pero, hoy en día, incluso los edificios públicos han de renunciar a toda original extravagancia; ni comisiones ni ponencias osan apoyar al atrevido precursor; prefieren atenerse a lo normal y consagrado; no quieren líos.
Las masas nunca supieron apreciar el arte contemporáneo. Sólo minoritarios cenáculos rendían merecido homenaje a quienes luego todos considerarían escritores y artistas geniales. La ausencia de sentido artístico en los más nada tiene que ver con el capitalismo; lo que pasa es que el sistema enriquece de tal modo a las multitudes que las gentes, de pronto, se transforman en «consumidores»; de literatura, por ejemplo, pero generalmente de la mala. Insustanciales novelas destinadas a lectores de escasa preparación invaden, entonces, el mercado. Ello, sin embargo, no es óbice, bajo el capitalismo, para que quien quiera y sepa pueda, sin pedir permiso a nadie, escribir y publicar la obra monumental.
Lágrimas de cocodrilo derraman los críticos ante la supuesta decadencia de las artes decorativas. Comparan los antiguos muebles, conservados en museos y nobles mansiones, con el menaje económico masivamente fabricado por la gran industria, olvidando que aquellas piezas maestras se producían exclusivamente para los ricos. No había cofres con doradas tallas en las miserables chozas de la gente del pueblo. Quienes desprecian el mobiliario económico que utiliza el asalariado americano, que crucen el río Grande y contemplen las casas de los peones mejicanos carentes de todo menaje. Cuando la industria moderna comenzó a proveer a las masas de los mil objetos necesarios para la elevación del nivel de vida, su principal preocupación consistió en producir del modo más barato posible, sin preocuparse del aspecto estético. Más tarde, a medida que el progreso del capitalismo incrementaba la riqueza de las clases obreras, los fabricantes, poco a poco, comenzaron a producir objetos cada vez más bellos y refinados. Dejando aparte sensibleros prejuicios, ningún observador imparcial negará que, cada día, en los países capitalistas, hay mayor número de hogares cómodos y bonitos.
3. Injusticia
Son muchos los críticos, tal vez los más apasionados del capitalismo, quienes lo condenan por su íntima injusticia.
Cavilar en torno a cómo deberían de ser las cosas cuando de otro modo son, por imperativo de inflexibles leyes universales, a nada conduce. Inofensivas resultan tales lucubraciones mientras no pasen de meras ensoñaciones. Quienes, en cambio, quieren hacerlas realidad, sólo consiguen perjudicar el bienestar de los demás.
Se parte siempre de un error grave, pero muy extendido: el de que la naturaleza concedió a cada uno ciertos derechos inalienables, por el solo hecho de haber nacido. La naturaleza, por lo visto, es generosa; hay abundancia de todo y para todos. Asisten, pues, al individuo imprescriptibles acciones contra la sociedad y el resto de los mortales cuando tratan éstos de cercenarle la parte que, para su personal disfrute, tiene reservada en ese universal condominio. Las normas del Derecho natural, de la justicia, se alzarán siempre contra quien pretenda apropiarse de lo que, en verdad, a otro corresponde. Gentes malvadas, apoyadas por la mecánica del mercado, se apropian de gran parte de lo que es de los pobres; de ahí que haya tanta indigencia. Compete a la Iglesia y al Estado empecer tan inicuas expoliaciones, velando por el interés general.
La tesis es, de cabo a rabo, falsa y errónea. La naturaleza nada tiene de generosa, sino que es avara en extremo. Escatima cuantos bienes el hombre precisa para sobrevivir; cercados vivimos por malignos seres, tanto animales como vegetales, dispuestos siempre a dañarnos; las fuerzas naturales se desatan en nuestro perjuicio; la mera pervivencia hemos de reconquistarla a diario. El parcial bienestar que, merced a denodada lucha, el hombre consigue es fruto principalmente de la inteligencia, ese arma sublime que recibiéramos en el último instante. Fueron los mortales, quienes, en estrecha cooperación con sus semejantes, bajo el signo de la división del trabajo, crearon cuanto los utopistas estiman gracioso don de una supuesta gentil naturaleza.
Carece pues de sentido, cuando se habla de distribuir esa riqueza engendrada de forma tan onerosa, apelar a ignotos mandamientos divinos o inventadas normas de desconocido Derecho natural. No se trata de repartir res derelicta, donado caudal, acerbo carente de dueño. Lo que se discute, en realidad, es cuál sistema en mayor grado incrementa y mantiene la producción, para así conseguir el máximo bienestar, la más plena satisfacción posible de todos.
El Consejo Mundial de las Iglesias, organización ecuménica de las confesiones protestantes, declaraba, en 1948: «La justicia exige que los habitantes de Asia y África disfruten, en mayor grado, de los beneficios derivados del maquinismo»[19]. Tal afirmación sólo tendría sentido suponiendo que la Providencia habría asignado a la humanidad entera preciso número de máquinas y útiles, conjunto que debería ser equitativamente repartido entre todos los pobladores del planeta. Pero del tema, el único que de verdad interesa, el demagogo huye como del propio diablo, repitiendo incansable su ciego, sordo y tullido argumento: que los malvados países capitalistas, en la rebatiña del reparto, se alzan siempre con una porción mayor de la que, en justicia, les corresponde, restringiendo la cuota que efectivamente llega a las manos de los desgraciados asiáticos y africanos ¡Qué indignidad!
La verdad, contrariamente a lo supuesto, es que ese capitalismo del laissez faire, que para condenarlo «por razones de moral» el documento del Consejo Mundial tergiversa, fue el instrumento que enriqueció a los países occidentales, mediante la creación de capital, posteriormente invertido en máquinas y herramientas. Si asiáticos y africanos no permitieron, por las razones que fuere, la aparición de un capitalismo autóctono, allá ellos; ése es su problema. Occidente no tiene la culpa de nada; ya hizo bastante procurando, durante repetidas décadas, alumbrar la correcta vía. Las medidas estatales allí imperantes impiden además la entrada de capitales extranjeros, que permitirían suplir el nacional inexistente, haciéndoles posible, entonces, a aquellas gentes disfrutar «en mayor grado de los beneficios derivados del maquinismo». Cientos de millones de seres, por falta de capital, siguen apegados a métodos primitivos de producción; han de renunciar, consecuentemente, al provecho que el empleo de mejores herramientas y más modernas técnicas les reportaría. Para el alivio de tales males sólo una vía tienen franca: la implantación, sin reservas, del laissez faire capitalista. Lo que estos pueblos precisan es iniciativa privada y acumulación de nuevos capitales, o sea, ahorradores y empresarios. Carece de sentido culpar a las naciones de Occidente, en general, y al capitalismo, en concreto, de la miseria que los pueblos atrasados, con su propio actuar, ellos mismos se infligen. Vanas invocaciones a la «justicia», de nada les servirán; lo que deben hacer, si desean zafarse de la pobreza que les atenaza, es sustituir perniciosos sistemas económicos por el único sano y eficiente: el del laissez faire.
El nivel de vida del hombre medio occidental no se consiguió a base de ilusorias disquisiciones en torno a cierta etérea e inconcreta justicia; se alcanzó, por el contrario, gracias al actuar de «explotadores» e «individualistas sin entrañas». La pobreza de los países atrasados se debe a que sus métodos expoliatorios, su discriminatorio régimen fiscal y su control cambiario impiden la inversión de capital extranjero, mientras la política económica interna dificulta la formación del propio.
A cuantos condenan el capitalismo desde un punto de vista moral, considerándolo sistema injusto, les ciega su incapacidad para comprender qué sea el capital, cómo surge y se mantiene, y cuáles los beneficios que su empleo en el proceso de la producción procura.
El ahorro constituye la fuente única de capital. Si se consume la totalidad de los bienes producidos, no se forma capital. En cambio, si el consumo es menor que la producción y las mercancías sobrantes se invierten en acertados procesos productivos, aparecen bienes supletorios que no habrían aparecido de faltar aquel capital que en nuevos útiles fuere invertido. Porque el capital encarna en específicos instrumentos, en productos intermedios entre los factores de producción originarios —el trabajo y las riquezas naturales— que van pasando por sucesivas etapas, hasta llegar al producto de primer orden que se consume.
Los bienes de capital se gastan; van pulverizándose en el proceso mismo de producción. Por eso, si la totalidad de los bienes producidos son consumidos; si no se separa de la producción la parte precisa para reemplazar los factores desgastados, hay consumo de capital. La ulterior producción dispondrá de menores medios, lo que reducirá la productividad unitaria del trabajo y de los recursos naturales disponibles. Para impedir eso que cabría denominar «desahorro» o «desinversión», es preciso dedicar una parte del esfuerzo productivo a la conservación del capital existente, reemplazando aquellos bienes de capital que, en cada etapa productiva, fueron como absorbidos en la mercancía fabricada.
De ahí que el capital no pueda considerarse don gratuito de Dios o de la naturaleza. Es fruto que previsora restricción del consumo engendra. Nace y progresa gracias al ahorro; y, para mantenerlo, hay que evitar toda «desinversión».
El capital, de por sí, no incrementa la productividad de los factores naturales ni la del trabajo. Tan sólo cuando el ahorro se invierte de modo inteligente, es decir, rentablemente, incrementa la productividad. El capital, en otro caso, se malgasta, disipa y desaparece.
La acumulación de nuevos capitales, la conservación del existente y su correcta utilización exigen humanas actuaciones. Para incrementar la productividad se precisa, por un lado, de personas que ahorren, es decir, capitalistas, cuya recompensa es el interés, y, de otro, gentes que sepan emplear el capital disponible para la mejor satisfacción de las necesidades de los consumidores, o sea, empresarios, cuya recompensa, si aciertan a producir riqueza social, constituye la ganancia o beneficio.
Pero ni el capital (ni los bienes de capital) ni la actuación de empresarios y ahorradores bastan para elevar el nivel de vida de las masas, si éstas no se comportan específicamente en cuanto al control de la natalidad. De ser cierta la falaz «ley de hierro» salarial; sí el trabajador dedicara íntegramente sus ingresos a comer y reproducirse, todo aumento de la producción quedaría absorbido por los nuevos seres así aparecidos. El hombre, sin embargo, ante mayores disponibilidades pecuniarias, no procede como los roedores o los microbios; los superiores ingresos se dedican a atender satisfacciones que anteriormente, por la fuerza de las cosas, había sido preciso descuidar[T22].
La acumulación de capital en Occidente supera el aumento de la población. Cuanto mayor es la cuota de capital per capita invertido más crece el valor marginal del factor trabajo comparativamente al valor marginal de los factores materiales de producción. Los salarios tienden a subir. El porcentaje de la producción que va al asalariado aumenta con respecto al porcentaje de la misma que perciben los capitalistas —interés— y los propietarios —renta— de aquellos factores que, en economía, englobamos en el concepto tierra[20].
La productividad del trabajo constituye expresión carente de sentido si no partimos de la idea de la productividad marginal de la labor de que se trate, es decir, si no ponderamos cuánto supondría la supresión de un trabajador en la producción de referencia. Partiendo, en cambio, de tal base, todo, de pronto, cobra sentido, pudiendo entonces evaluarse la correspondiente contribución laboral en mercancías o en su equivalente dinerario. No admitimos, pues, esa idea, generalmente aceptada, que, cuando advierte un alza de la producción, estima haber habido uniforme incremento de la productividad del trabajo, lo que justificaría generalizada elevación salarial. Se basa tal ideario en la ilusión de creer que cabe precisar la respectiva trascendencia de cada uno de los factores complementarios de producción para la obtención de la mercancía fabricada. Es como pretender averiguar, cuando cortamos con unas tijeras una hoja de papel, cuál haya sido la respectiva contribución de las tijeras (y aun de cada una de sus hojas) y la del individuo que las maneja al resultado obtenido. Para la construcción de un automóvil se precisa máquinas y herramientas, materias primas, trabajo manual y, ante todo, los planos elaborados por los técnicos. Nadie es, pues, capaz de señalar la cuota material que, en el coche terminado, corresponde a cada uno de los aludidos factores de producción empleados[T23].
Para mayor claridad, dejemos de lado, por el momento, la serie de errores en que se suele incurrir al tratar estos temas. Preguntémonos simplemente: ¿cuál de los dos factores de producción, el capital o el trabajo, incrementa la productividad? Planteadas así las cosas, la disyuntiva, la respuesta, resulta obvia: el capital. La producción de los Estados Unidos es hoy superior (por individuo empleado) a la de épocas anteriores y mayor a la de otros países —por ejemplo, China— simplemente porque el obrero americano cuenta actualmente con más y mejores herramientas. Si los bienes de capital invertidos por trabajador no fueran superiores a los de hace trescientos años en los Estados Unidos o, al presente, en China, la producción americana no sería superior ni a la de entonces ni, posiblemente, a la de la China actual. Para, sin aumentar la cuantía del esfuerzo laboral, incrementar la producción, lo que se requiere es la rentable inversión de adicionales capitales, que sólo el ahorro puede generar. El aumento general de la producción, sin necesidad de trabajar más, se debe a la existencia de —capitalistas— ahorradores y de —empresarios— gentes que acertadamente invierten la producción dejada de consumir.
Si no fuera así, ¿por qué las doctrinas en boga rehuyen el tema? ¿Por qué sus partidarios se limitaban, ya forzados, a negar la evidencia sin más explicaciones? La propia política sindical, sin embargo, patentiza que los capitostes gremiales advierten la certeza de una teoría que en público motejan de burguesa simpleza. Si no, ¿por qué procuran restringir la entrada en el país de nuevos trabajadores y aun el acceso al propio sector laboral?
La circunstancia de que los salarios se incrementen, incluso en las actividades en las que la «productividad» se mantiene invariable a lo largo de los siglos, resalta que los aumentos salariales no se deben a la «productividad» de cada trabajador, sino a la productividad marginal del factor trabajo. Cabe, en este sentido, citar el caso del barbero quien, prácticamente, afeita y corta el pelo, hoy en día, de la misma manera que sus colegas lo hacían hace doscientos años; el del mayordomo, que atiende al primer ministro británico como sus antecesores servían a Pitt o a Palmerston; y el de aquellos trabajos campesinos en los que se emplean los mismo útiles de hace siglos. Los correspondientes salarios son, sin embargo, muy superiores a los que otrora, por la misma labor, se percibía, a causa de haber aumentado la productividad marginal del trabajo, siendo esta última la circunstancia que, según decíamos, determina la cuantía de aquéllos. La contratación de un mayordomo detrae su capacidad de otra labor y, consecuentemente, quien la utiliza ha de pagar, por el aludido servicio, una cantidad equivalente al incremento de producción a que daría lugar el emplearlo en aquella otra supuesta explotación. El mayordomo percibe, desde luego, superiores emolumentos; pero ello, no porque ahora despliegue mayores méritos personales; el alza, antes al contrario, deriva de que los capitales invertidos han progresado con mayor celeridad que el número de brazos disponibles.
Las pseudoeconómicas doctrinas que menosprecian la función del ahorro y de la acumulación de capital carecen de toda base. Una sociedad capitalista, comparativamente a otra de distinta índole, es siempre más rica y próspera, ya que su organización aboga por el incremento de capital per capita y por la más acertada inversión del disponible. El nivel de vida de los trabajadores es superior, en la primera, única y exclusivamente, por la razón indicada, correspondiendo a los trabajadores un porcentaje cada día mayor de la renta nacional. Ni el apasionado Marx, ni Keynes el mañoso, ni ninguno de sus menos conocidos seguidores descubrieron jamás falla ni punto débil alguno en esa evidente verdad según la cual sólo hay un medio para elevar permanentemente los salarios de la totalidad de la clase trabajadora, a saber: acelerar el incremento de capital en relación con el aumento de la población. Quienquiera estime «injusta» tal realidad que le eche la culpa a la naturaleza, no a sus semejantes[T24].
4. La libertad, «prejuicio burgués»
La civilización occidental se fraguó en ininterrumpida lucha por la libertad.
El hombre ha podido triunfar en su tenaz esfuerzo por sobrevivir y mejorar gracias a haberse organizado socialmente bajo el signo de la división del trabajo. Tal sociedad, sin embargo, no puede subsistir sin la adopción de medidas coactivas que impidan que perjudiquen a la comunidad quienes en armas se rebelan contra el establecido orden social. Para mantener una pacífica cooperación entre las gentes es preciso contar siempre con la posibilidad de suprimir, mediante el uso de la fuerza, a cuantos perturban la tranquilidad ciudadana. La vida societaria requiere un mecanismo conminatorio y coactivo, es decir, el Estado y el gobierno. Pero surge entonces otro problema; el de impedir que quienes detentan el poder abusen de sus prerrogativas, convirtiendo en virtuales esclavos a los demás. La lucha por la libertad exige la fiscalización de quienes a su cargo tienen la paz pública; hay que imponer legales trabas a las autoridades y a sus agentes. La libertad individual, en su aspecto político, significa seguridad contra la actuación arbitraria de quienes dirigen el aparato represivo estatal. El concepto de libertad ha sido siempre una idea genuinamente occidental. Orientales y occidentales se diferencian fundamentalmente en que aquéllos jamás buscaron ni, de verdad, amaron la libertad individual. Gloria imperecedera de la antigua Grecia es el haber sido la primera agrupación humana que advirtiera la trascendencia social de instituciones garantizadoras de la libertad. Recientes investigaciones parecen indicar que la filosofía griega había tenido ya precedentes orientales. Pero el concepto moderno de libertad nace en las antiguas ciudades helénicas. Su filosofía fue adoptada por Roma, quien la transmitió a Europa, pasando posteriormente a América. Las sociedades occidentales más fecundas se cimentaron siempre en criterios de libertad, idearios que luego informarían la filosofía del laissez faire, a la cual debe la humanidad esos progresos, sin precedentes, típicos de la era del capitalismo.
Las modernas instituciones, tanto de tipo político como jurídico, están concebidas para salvaguardar la libertad individual contra el abuso de poder. El gobierno representativo, el Estado de derecho, la independencia del poder judicial, el habeas corpus, la posibilidad de recurrir jurisdiccionalmente contra la Administración, la libertad de palabra y de prensa, la separación de la Iglesia y el Estado y otras muchas similares instituciones tienen, todas ellas, idéntico objetivo: limitar la discrecionalidad de los públicos poderes y proteger al ciudadano ante la arbitrariedad gubernativa. La era del capitalismo acabó con los últimos vestigios de servidumbres y esclavitudes; puso fin a la crueldad punitiva, reduciendo las sanciones penales a aquel mínimo ineludible para refrenar al delincuente; suprimió la tortura y otros violentos modos de tratar a sospechosos e incluso a criminales; abolió los privilegios, proclamando la igualdad de todos ante la ley; convirtió a los hombres en ciudadanos libres, que ya no tenían por qué temblar ante el tirano y sus secuaces.
Fruto de este nuevo modo de pensar fue el progreso material que inundó Occidente. La aparición de la gran industria moderna, gracias a la cual, por hallarse enteramente al servicio de la clientela consumidora, todos viven mejor, exigía la desaparición de reales patentes y discrecionales privilegios, permitiéndose a cualquiera desplazar a sus ocupantes de los puestos más codiciados, con lo que se impulsaba el ascenso de los más capaces, de los más capaces desde el punto de vista de los consumidores, evidentemente. Nadie pone en duda que, pese al continuo incremento de la población, todo Occidente goza de un nivel de vida que hace muy pocas generaciones resultaba impensable.
No han faltado, entre nosotros, pese a ello, quienes abogaran por la tiranía, o sea, por el gobierno arbitrario de un autócrata o de una reducida minoría que somete a su voluntad al resto de la población. Es cierto que, a partir del siglo de las luces, tales impulsos se iban haciendo cada vez menos perceptibles. Triunfaba la filosofía liberal; durante la primera parte del siglo XIX, el avance impetuoso de sus principios parecía irresistible; los más eminentes pensadores se hallaban convencidos de que la evolución histórica tendía al establecimiento, por doquier, de la libertad y ni las intrigas ni las violencias de los partidarios del orden servil podían ya detener tal impulso.
Cuando se habla de la filosofía liberal suele pasarse por alto la trascendencia que en su génesis tuvo el estudio de la literatura clásica por parte de la élite occidental. No faltaron, desde luego, entre los griegos escritores quienes, como Platón, propugnaban la omnipotencia estatal. Ello no obstante, el ideario helénico se caracterizó por constante ensalzamiento de la libertad, pese a que modernamente podríamos calificar de oligarquías a las ciudades-estados de la antigua Grecia, pues aquella libertad que los estadistas, los filósofos y los historiadores griegos reputaban como el bien más preciado constituía privilegio reservado a una minoría, denegándose a metecos y esclavos; gobernaban unas castas hereditarias. Pese a tal realidad, no eran mendaces aquellos cantos a la libertad; tan sinceros como los pronunciamientos de los esclavistas que firmaron la Declaración de Independencia americana dos mil años más tarde, inspirándose en la aludida filosofía helénica movimientos tales como los de los Monarchomachs, de los Whigs[T25], de Althusius, de Grocio, de John Locke, o sea, el ideario que informó las modernas constituciones y las declaraciones de los derechos del hombre. Los estudios clásicos, elemento esencial de toda educación superior europea, mantuvieron vivo el espíritu de libertad en la Inglaterra de los Estuardos, en la Francia borbónica y en la Italia sojuzgada por multitud de príncipes. El propio Bismarck, el mayor enemigo, después de Metternich, de la libertad en el siglo pasado, atestigua que, incluso en la Prusia de Federico Guillermo III, el Gymnasium, o sea, la educación basada en la obra literaria griega y romana, era un bastión de republicanismo[21]. Los apasionados esfuerzos por eliminar los estudios clásicos de los planes de enseñanza superior, minando la propia esencia de ésta, auspiciaron el resurgir de la ideología servil.
Hace un siglo, pocos conseguían prever el enorme impulso que las ideas antiliberales, en breve plazo, adquirirían. El ideal de libertad parecía tan firmemente enraizado que nadie pensaba pudiera jamás ser eclipsado. Desde luego, pretender combatir abiertamente la libertad, abogando con franqueza por la vuelta a la servidumbre y el vasallaje, hubiera sido, a la sazón, ridículamente vano. Por eso, el antiliberalismo, para apoderarse de las mentes, se presentaba como una especie de superliberalismo, que reforzaría y ampliaría el ideario de la libertad. El socialismo, el comunismo, los distintos planes económicos consiguieron así, de tal guisa disfrazados, colarse por la puerta falsa.
Socialistas, comunistas y planificadores, entonces, al igual que hoy, no buscaban sino la abolición de la libertad individual y la implantación de la omnipotencia estatal. La inmensa mayoría de los intelectuales cree y creyó siempre que, al luchar por el socialismo, se pugnaba por la libertad. Empezaron calificándose de izquierdistas, de demócratas; hoy en día, dicen que son liberales.
Nos hemos referido anteriormente a la motivación psicológica que perturba el razonamiento de estos intelectuales y de las masas que les siguen. Advierte el sujeto, tal vez de modo subconsciente —decíamos antes—, que fue su propia insuficiencia lo que le impidió alcanzar las altas metas por él ambicionadas; le consta la limitación de su capacidad intelectual y la insuficiencia de su capacidad de trabajo; pero él procura ocultar la verdad, a sí mismo y a sus semejantes, buscando conveniente víctima propiciatoria. Se consuela pensando que el fracaso no se debió a su personal incapacidad, sino a la injusta condición de la organización económico-social prevalente. Bajo el capitalismo, sólo pocos pueden plenamente realizarse. «La libertad, bajo el laissez faire, únicamente la alcanza quien tropieza con milagrosa oportunidad o dispone de dinero suficiente para comprarla»[22]. El Estado, por tanto, debe intervenir, imponiendo «justicia social». Piden la intervención estatal para que les retribuya a ellos, no con arreglo a su personal mediocridad, sino «según sus necesidades».
Las gentes de juicio poco claro, de corta inteligencia, fácilmente son víctimas de la ilusión de creer que la libertad podrá sobrevivir bajo un régimen socialista. Mientras tal pensamiento se limitaba a vanas charlas de café, la cosa no tenía importancia. Pero ahora ya no se puede fantasear; la experiencia soviética ha patentizado cuáles son las condiciones de vida en la comunidad socialista. Los modernos partidarios del socialismo se ven, muy a su pesar, obligados, por tales hechos, a deformar las circunstancias históricas y a falsear el significado de los vocablos, para poder seguir haciendo creer a las gentes que socialismo y libertad son compatibles.
El difunto profesor Laski, destacado laborista, que llegó a presidente del partido, y aseguraba no ser comunista, haciendo incluso gala de anticomunismo, decía que «en la Rusia soviética, un comunista se siente plenamente libre; no se sentiría indudablemente igual de hallarse en la Italia fascista»[23]. El ruso no conoce otra libertad que la de obedecer las órdenes del superior; tan pronto como se desvía lo más mínimo de la línea del partido, puede darlo todo por perdido; uno más de los «liquidados». No eran, desde luego, anticomunistas aquellos políticos, funcionarios, escritores, músicos y científicos víctimas de las célebres «purgas»; creían fanáticamente en el marxismo; habían sido destacados miembros del partido y desempeñaron altos cargos, recibiendo premios y medallas de la suprema autoridad, en reconocimiento a su lealtad al credo soviético. El único delito en que incurrieron consistió en no haber sabido adaptar a tiempo sus pensamientos y actividades, sus escritos y composiciones, al último cambio de las ideas y gustos de Stalin. Es difícil creer que estas gentes «se sintieran plenamente libres», salvo que se dé a la palabra libertad un significado distinto al que todo el mundo le asigna.
En la Italia fascista, la libertad ciertamente escaseaba. Al adoptarse el modelo soviético del «partido único», quedó amordazada la voz del disidente. Cabe, no obstante, apreciar notable diferencia entre la aplicación de un mismo principio por los bolcheviques y por los fascistas. Bajo el régimen mussoliniano, vivió el profesor Antonio Graziadei, antiguo diputado comunista, quien, hasta la muerte, permaneció fiel al ideario marxista. Recibió del gobierno, a su jubilación, la pensión que, como catedrático, le correspondía y pudo suscribir y publicar, en las editoriales italianas más prestigiosas, libros de pura ortodoxia comunista. La opresión fascista, en este caso, ciertamente, no fue tan señalada como la que abatió a aquellos camaradas rusos, quienes, en opinión de Laski, «gozaban de plena libertad».
Complacía al profesor Laski repetir la perogrullada de que, en la práctica, libertad significa «libertad dentro de la ley». Y añadía que el objeto de la ley es «garantizar aquella forma de vida que prefieren quienes controlan el gobierno»[24]. Y tiene razón; para eso, ciertamente, están las leyes del orden liberal; se procura, en efecto, mediante la norma legal, proteger el sistema contra quienes intentan encender la guerra civil o derribar, apelando a la violencia, al gobierno establecido. Incurre, por el contrario, en grave error el profesor cuando agrega que, bajo el capitalismo, «la libertad se conculca y desaparece en cuanto los pobres pretenden alterar de modo radical los derechos de propiedad de los ricos»[25].
Tomemos el caso de Karl Marx, el gran ídolo de Laski y sus seguidores. Cuando, en 1848 y 1849, organizó y dirigió la revolución, primero en Prusia, y, después, en otros Estados alemanes, por su condición legal de extranjero, fue desterrado, con su mujer e hijos y una criada, trasladándose, primero a París y después, a Londres[26]. Más adelante, cuando volvió la paz y se amnistió a los instigadores de la fracasada revolución, regresó una y otra vez a Alemania. No era ya proscrito exiliado; él, sin embargo, libremente decidió establecer su hogar en Londres[27]. Nadie le molestó cuando (1846) fundó la Asociación Internacional de Trabajadores, cuyo declarado objeto era preparar la gran revolución mundial. Nadie detuvo sus pasos cuando, gestionando en favor de dicha agrupación, se desplazaba por Europa. No tropezó con dificultades para escribir y publicar libros y artículos que, por emplear la propia dicción del profesor Laski, «pretendían alterar de modo radical los derechos de propiedad de los ricos». Y murió tranquilamente en su casa de Londres, 41, Maitland Park Road, el 14 de marzo de 1883.
O tomemos el caso del propio partido laborista inglés. Sus esfuerzos por «alterar de modo radical los derechos de propiedad de los ricos» no fueron obstaculizados, como bien constaba al profesor Laski, con medida alguna contraria a la libertad.
Marx, el rebelde, pudo vivir, escribir y abogar por la revolución, con plena tranquilidad, en la Inglaterra victoriana, del mismo modo que el partido laborista practicó toda clase de actividades políticas, sin traba alguna, en la época victoriana. La Rusia soviética, por su lado, no tolera la más mínima oposición. He ahí la diferencia entre libertad y esclavitud.
5. La libertad y la civilización occidental
Están en lo cierto quienes impugnan el concepto jurídico y político de la libertad, criticando las instituciones que, en la práctica, la amparan, cuando afirman que no basta el impedir la arbitrariedad gubernamental para garantizar la libertad. Pero, al insistir en verdad tan evidente, están como intentando forzar una puerta abierta, pues ningún liberal afirmó jamás que, con impedir la arbitrariedad gubernamental, quedaba garantizada una libertad total. La economía de mercado concede al individuo la libertad máxima compatible con el orden social. Las constituciones políticas y las declaraciones de derechos humanos per se no engendran libertad. Sirven tan sólo para proteger, contra los abusos de la Administración, la libertad que el sistema económico basado en la competencia otorga al individuo.
Todo el mundo, bajo un régimen de economía de mercado, ya lo hemos dicho muchas veces, puede, de acuerdo con la división social del trabajo, perseguir aquellos objetivos que más le atraigan. Cábele elegir cómo desea servir a sus conciudadanos. Tal derecho, en cambio, bajo una economía planificada, se desvanece; la autoridad determina la ocupación de cada uno; puede discrecionalmente premiar y castigar; depende enteramente el particular del capricho de quien se halla en el poder. Con el capitalismo sucede, precisamente, lo contrario; todos y cualquiera pueden enfrentarse con aquéllos que ocupan las mejores posiciones, si bien habrá el interesado de cuidar al público de modo mejor o más barato a como los otros lo estén haciendo. La falta de dinero no es nunca óbice, pues los capitalistas se hallan siempre buscando quien de manera más provechosa sepa invertir. Depende, única y exclusivamente, de los consumidores, quienes compran sólo lo que, en cada momento, prefieren, el triunfar o sucumbir en las actividades mercantiles. Por lo mismo que el consumidor no queda a merced de los productores, el asalariado tampoco puede ser explotado por el patrono. El empresario, en efecto, que deja de contratar los trabajadores más idóneos, que no paga lo suficiente para atraérselos, separándolos de otros cometidos, quiebra, quedando aislado. El patrono, desde luego, cuando facilita trabajo al obrero, no lo hace por favorecerle; le contrata porque lo necesita para su empresa, al igual que precisa materias primas y equipo industrial. El trabajador, por su parte, tampoco le está haciendo particular favor a quien le contrata; si labora es porque cree que tal ocupación, todas las circunstancias concurrentes consideradas, es la que a él, operario, más le conviene.
La economía de mercado constituye continuo proceso de selección social; determina la posición y los ingresos de cada uno. Grandes fortunas se reducen y esfuman, mientras gentes nacidas en la pobreza escalan puestos preeminentes. Si ninguna posición se privilegia, si el Estado no ampara a los entes ya consagrados frente al embate de los nuevos empresarios, quienes ayer adquirieron riquezas se ven forzados a reconquistarlas diariamente en constante competencia con todo el resto de la población.
La posición de cada uno, bajo el régimen libre de división del trabajo, depende del aprecio que el público comprador, del que el interesado forma parte, otorga a lo ofertado. Cada uno, al comprar o abstenerse de comprar, se integra en aquel supremo organismo que asigna a todos, y también al sujeto, específica categoría social. Nadie deja de participar en ese proceso por cuya virtud unos tienen ingresos superiores y otros menores. Cualquiera puede aportar aquellos servicios que los demás ciudadanos recompensan con mayores ganancias. La libertad bajo el capitalismo significa no depender de la discrecionalidad ajena en mayor grado que los demás dependen de la propia. Superior grado de libertad no cabe cuando la producción se realiza bajo el signo de la división del trabajo, resultando impensable una autarquía individual absoluta.
El colectivismo, por fuerza, ha de acabar siempre aboliendo toda libertad, convirtiendo a las gentes en esclavos de quienes detentan el poder, independientemente de que el marxismo, como sistema económico, resulta inviable por no poder recurrir al cálculo económico. De ahí que jamás quepa contemplar el socialismo, según algunos quisieran, como posible alternativa, como peculiar, pero pensable, sistema de organización social, pues, por su impracticabilidad, en aislamiento, sólo sirve para desintegrar la cooperación humana, provocando, indefectiblemente, pobreza y caos[T26].
Al tratar de la libertad, dejamos conscientemente de lado el problema económico básico que separa capitalismo y socialismo. Nos limitamos a resaltar que, para el hombre occidental, a diferencia del asiático, resulta consustancial vivir sin trabas, pues él mismo, su idiosincrasia toda, se fraguó bajo la égida de la libertad. China, Japón, India y los países mahometanos no eran pueblos bárbaros antes de contactar con Occidente. Alcanzaron, siglos y aun milenios antes que nosotros, altos niveles de perfección en las artes industriales, la arquitectura, la literatura y la filosofía; desarrollaron escuelas y sistemas de enseñanza; organizaron poderosos imperios. Pero, careciendo de sapiencia bastante para afrontar los problemas económicos que se les iban acumulando, su primigenio ímpetu fue anquilosándose, para devenir culturas aletargadas en secular modorra histórica. Se desvaneció la genialidad intelectual y artística; pintores y escultores, escritores y oradores, servilmente reproducían las formas tradicionales; teólogos, filósofos y juristas se limitaban a la rutinaria exégesis de las obras del pasado; los gloriosos monumentos se desmoronaban en tristes ruinas; todo yacía descoyuntado. Las gentes, sin vigor ni energía, apáticamente contemplaban la progresiva decadencia y general empobrecimiento. Nada cabía hacer.
Las antiguas obras filosóficas y poéticas de Oriente soportan el parangón con los mejores trabajos occidentales. Pero, desde hace muchos siglos, Oriente no ha producido ningún libro de importancia. Apenas algún nombre, entre tantos millones de seres, reluce con tenue fulgor en la noche oscura de los últimos quinientos años. Oriente tiempo ha dejó de contribuir al esfuerzo intelectual de la humanidad, dando la espalda a los problemas y controversias que agitaban a los pueblos occidentales. Europa, permanentemente convulsa; Oriente, sumido siempre en el estancamiento y la indolente indiferencia.
Podemos hoy diagnosticar el mal. Oriente careció de lo principal; renunció a la idea de la libertad frente al Estado; nunca se rebeló contra el tirano, ni intentó asegurar los derechos del individuo frente al gobernante; la arbitrariedad del déspota era sagrada, no podía ser objeto de juicio ni condena. Fue por eso imposible montar un mecanismo legal que protegiera la propiedad individual, la riqueza privada del ciudadano, contra la confiscación, contra la injusta apropiación de la misma por el amo de turno. Ofuscados con la idea de que la riqueza de los ricos era causa de la pobreza de los pobres, acogían las masas con entusiasmo la expoliación gubernamental del comerciante enriquecido. Se hacia imposible toda seria acumulación de capital; las mendicantes turbas, azuzando a sus propios gerifaltes, sin darse cuenta, estaban condenándose a la pobreza, la enfermedad y la muerte, haciendo a sí mismas prohibitivas las ventajas derivadas de la rentable inversión de capitales. No había «burguesía» y, consiguientemente, no surgía esa amplia demanda que estimula a escritores, artistas e inventores. El hombre común solo veía un camino de prosperidad: el servicio del príncipe. En la sociedad occidental las gentes competían entre sí por conseguir los mejores premios; la oriental constituía, en cambio, apático conglomerado de seres todos dependientes del favor del soberano. La enérgica juventud occidental consideraba al mundo como un campo de acción donde había que conquistar la fama, la eminencia, los honores y la riqueza; con su ambición, lo domeñaba todo. Las lánguidas mocedades orientales sólo sabían entregarse a los rutinarios cometidos tradicionales. Aquella noble confianza del hombre occidental en su propio esfuerzo ya la cantaba Sófocles; el coro de Antígona exalta al hombre y su creadora capacidad, y la misma filosofía rezuma la maravillosa Novena Sinfonía de Beethoven, fe absoluta en la propia capacidad de reacción ante la adversidad. Nada de esto escucharon jamás los orientales[T27].
¿Es posible que los herederos de quienes crearon la civilización del hombre blanco renuncien a su libertad conseguida de forma tan cara, convirtiéndose por propia voluntad en vasallos de la omnipotencia gubernamental? ¿Van a limitar sus aspiraciones a vegetar bajo un sistema que les convierte en insignificantes piezas de gigantesca maquinaria que sólo el todopoderoso planificador puede manejar? ¿Será posible que la mentalidad que caracteriza a las civilizaciones fosilizadas barra y aparte aquellas altas ambiciones por cuyo triunfo millones de seres ofrendaron su vida?
Ruere in servitium —se sumieron en el servilismo— observaba Tácito, con tristeza, refiriéndose a los romanos de la época de Tiberio.