LA LITERATURA BAJO EL CAPITALISMO
1. El mercado de los productos literarios
Todos y cada uno podemos, bajo el capitalismo, emprender aquellas iniciativas, aquellos proyectos, que nos consideramos capaces de desarrollar. La sociedad feudal o estamental, en cambio, impone a sus miembros invariables actividades rutinarias y no permite que nadie se desvíe de lo tradicional. El capitalismo estimula la innovación; cualquier perfeccionamiento de los sistemas de producción lleva aparejado el lucro consiguiente; quienes se aferran perezosamente a métodos periclitados sufren pérdidas patrimoniales; aquél que estima hacer algo mejor que los demás no tropieza con cortapisa alguna para poner de manifiesto tal particular habilidad.
Esa libertad, sin embargo, tiene sus limitaciones. Hállase condicionada, como fruto que es de la democracia del mercado, por el aprecio que a los soberanos consumidores les merezca la correspondiente actuación. El mercado prescinde de si una obra es per se «buena» o «mala»; exclusivamente reconoce valor a aquello que un número suficiente de clientes estima interesante. Si el público comprador es torpe y no aprecia debidamente el interés que cierto producto encierra, por excelente que sea, de nada servirán ni las fatigas, ni el tiempo, ni los gastos en su obtención incurridos.
La esencia del capitalismo radica —una y otra vez lo hemos dicho— en ser un sistema de producción en masa para la satisfacción de las necesidades de la masa. Vierte sobre el hombre común un cuerno de abundancia. Eleva el nivel medio de vida a alturas que épocas anteriores no podían ni imaginar, habiendo puesto al alcance de millones de personas comodidades que hace poco eran asequibles sólo a reducidas élites.
Ejemplo notable lo ofrece el mercado de los libros; la literatura —utilizando el término en su sentido más amplio— constituye hoy una mercancía solicitada por millones de seres. La gente lee periódicos, revistas y libros, escucha las emisiones radiofónicas y abarrota teatros y cines. Los autores, productores y actores que satisfacen los deseos del público obtienen ingresos considerables. Dentro del sistema social basado en la división del trabajo, aparece un nuevo grupo, compuesto por los literatos, es decir, gentes que se ganan la vida escribiendo. Estos autores venden sus obras en el mercado por los mismos cauces que otros especialistas colocan las suyas respectivas. Quedan, pues, integrados, a título de escritores, en la cooperación social del mercado.
El escribir, antes del capitalismo, constituía arte poco o nada remunerativo. Herreros y zapateros podían vivir de su oficio; los literatos, en cambio, no. El manejo de la pluma era un arte liberal, posiblemente un pasatiempo, pero nunca específica profesión; noble quehacer de la gente rica, de reyes, aristócratas y gobernantes, patricios y caballeros que podían vivir sin trabajar; a ratos perdidos, escribían obispos y frailes, universitarios y militares. El hombre sin dinero, que sentía el irresistible impulso de emborronar páginas, había de asegurarse antes supletoria fuente de ingresos. Spinoza pulía lentes; los dos Mills, padre e hijo, trabajaban, a diario, en la londinense Compañía de Indias. Pero la mayor parte de los escritores pobres vivían de la generosidad de opulentos protectores de las artes y las ciencias. Reyes y príncipes rivalizaban en prestar apoyo a poetas y escritores. Las cortes eran el refugio de la literatura.
El sistema, aunque mentira parezca, permitía a aquellos autores expresar sus ideas con casi entera libertad. Los mecenas no imponían ideas específicas en materias filosóficas, estéticas o éticas a quienes protegían, ni siquiera las propias; y, con valor y empeño, ampararon, frecuentemente, a esos sus dependientes contra la ira de las autoridades eclesiásticas. Es más; el artista desterrado de una corte podía fácilmente acogerse a cualquiera otra comitiva rival.
La visión de filósofos, historiadores y poetas, pululando entre cortesanos, soldados y meretrices, dependiendo exclusivamente de los favores del déspota, hiere, sin embargo, nuestra moderna sensibilidad. Por eso la aparición de un mercado propio para la producción literaria fue saludada con entusiasmo por los viejos liberales; se estaba liberando a los pensadores de las cadenas de la servidumbre; iban a prevalecer, en adelante, los idearios mejores, los de las gentes de mayor preparación y cultura. ¡Qué futuro más maravilloso! Amanecía una nueva edad de oro[T18].
2. El éxito en el mercado de los libros
Aurora tan rosada, sin embargo, conllevaba también sus riesgos.
La literatura no es conformismo, sino disentimiento. Quienes sólo repiten lo que todo el mundo aprueba y desea escuchar pasan sin dejar huella. Cuenta únicamente el innovador, el disidente, el heraldo de cosas nunca oídas; aquél que rehuye los cauces tradicionales y pretende sustituir las ideas y los valores viejos por conceptos nuevos. Antiautoritario y antigubernamental, por definición, queda emplazado ante la mayoría de sus contemporáneos. Y éstos, consecuentemente, pocos libros, por desgracia, le comprarán.
Sea cual fuere el juicio que Marx y Nietzsche nos merezcan, reconozcamos que avasallador fue su éxito póstumo.
Ambos, no obstante, hubieran muerto de hambre de contar sólo con los correspondientes derechos de autor. El disconforme, el rebelde que se opone a la filosofía en boga, parca retribución espere de sus escritos.
Prevalecen, en el mercado, las novelas cuyos temas agradan a las masas. No es que los compradores prefieran siempre la literatura mala; llegan a leer, a veces, por carecer de sentido crítico, incluso libros buenos. Cierto que la mayor parte de las actuales narraciones y obras teatrales carecen de mérito; pero no cabría esperar otra cosa cuando anualmente se lanzan al mercado miles de títulos. Nuestra época podría un día ser calificada de edad de oro de la literatura con que sólo un 0,1 por ciento de lo que se edita fuera de la categoría de las grandes obras del pasado.
Muchos críticos se complacen en achacar al capitalismo la supuesta decadencia de la literatura. Quizás deberían más bien culpar a su propia incapacidad para separar el trigo de la paja. ¿Son ellos más inteligentes que sus predecesores de hace un siglo? Hoy, por ejemplo, todos colman de elogios a Stendhal, pero cuando, en 1842, moría, no era más que un pobre escritor oscuro e incomprendido.
El capitalismo ha hecho a las masas tan prósperas que todos los días compran periódicos, libros y revistas; lo que no les ha podido procurar es el buen juicio de un Mecenas o un Can Grande della Scala. Injusto sería culpar al laissez faire de que el hombre adocenado, hoy como ayer, sea incapaz de apreciar el recóndito valor de las obras geniales.
3. Observaciones sobre las novelas policíacas
Precisamente cuando el impulso anticapitalista cobraba una violencia ya, al parecer, irresistible, nuevo género literario —la novela policíaca— tomaba cuerpo. La misma generación británica cuyos votos llevaron al poder de manera avasalladora al laborismo se extasiaba con los escritos, por ejemplo, de Edgar Wallace. G. D. H. Colé, gran teórico del socialismo británico, también cultiva la novela policíaca. Todo marxista consecuente debería considerar ésta —quizás junto con las películas de Hollywood, los comics y el strip-tease— la superestructura artística de la época del sindicalismo y la socialización.
Muchos historiadores, sociólogos y psicólogos han tratado de explicar la popularidad de tan extraño género. El más profundo de tales estudios es el del profesor W. O. Aydelotte, quien acertadamente destaca el interés psicológico, a efectos históricos, de dichas narraciones, que con rigor reflejan los sueños e imaginaciones de las gentes, lo cual permite disecar el alma de la masa. Destaca cómo identifícase el lector con el detective, tendiendo a hacer de éste una prolongación del propio ego[8].
El hombre frustrado, que no alcanzó la posición ambicionada, puede ser uno de tales lectores. Busca, según ya antes decíamos, consuelo en la supuesta injusticia del régimen capitalista; si fracasó, fue a causa de su honradez y correcto proceder; quienes, en cambio, triunfaron, consiguieron el éxito deshonestamente, recurriendo a malas artes, que él, hombre puro y de conciencia, siempre repudió. ¡Si la gente supiera cuán desvergonzados son estos arrogantes advenedizos! Sus crímenes, por desgracia, generalmente, quedan impunes; buenos padrinos les amparan; gozan de inmerecida reputación. Pero él sabrá desenmascararlos poniendo de manifiesto la íntima perversidad de tales seres.
El argumento típico de la novela policíaca es éste: un individuo, al que todo el mundo considera respetable e incapaz de jamás hacer daño, ha cometido, sin embargo, abominable crimen. Nadie sospecha. Pero hay un inteligentísimo sabueso, difícil de engañar, quien ha tenido, por desgracia, que conocer de cerca a muchos hipócritas santurrones; y, gracias a su sagacidad, logra, una vez más, salir triunfante, pues sabe pacientemente acumular pruebas intachables, a cuyo amparo logra siempre llevar, convictos y confesos, ante la justicia, a innumerables bergantes, haciendo invariablemente que, al final, prevalezca la buena causa.
El desenmascaramiento del criminal que pretende hacerse pasar por ciudadano respetable constituye tópico, estratagema, de disimulada tendencia antiburguesa, que no dudaron en aprovechar literatos del más elevado rango como, por ejemplo, Ibsen en Los pilares de la sociedad.
La novela policíaca empequeñece la tesis e introduce la figura banal del inteligente detective que humilla a quien tantos admiraban. Hay, en todo ello, un tufillo de odio subconsciente hacia el «burgués» afortunado. Con el sagaz detective contrastan, en cambio, los inspectores de policía; son torpes y engreídos en exceso para descifrar el enigma. Se les supone incluso, a veces, predispuestos, de modo inconsciente, en favor del culpable, cuya posición social les impresiona. El detective, sin embargo, logra superar tantas dificultades como la desidia de la policía le crea. Su triunfo supone tácita crítica de la autoridad burguesa que a tan obtusos funcionarios designa.
Tales papeles, por eso, tanto agradan a ciertos fracasados. (Hay, desde luego, otros muchos lectores que en modo alguno pertenecen al tipo descrito). Sueñan aquéllos, noche y día, en tomar venganza de sus competidores que triunfaron. Se deleitan imaginando al rival «esposado y conducido ante el juez». Este género de novelas provoca a esos consumidores un morboso placer cuando se identifican con el detective, encarnando, en el acorralado delincuente, al rival que les superó[9].
4. La libertad de prensa
La libertad de prensa constituye señal típica de las naciones libres, El viejo liberalismo hizo de ella su caballo de batalla. Nadie consiguió oponer sólida objeción al razonamiento de los dos libros clásicos, Areopagilica, de John Milton, 1644, y On Liberty, de John Stuart Mill, 1859. El poder editar sin tener que recurrir a previa licencia constituía, para todos, presupuesto básico de la libertad de expresión.
Pero sólo allí donde hay propiedad privada de los medios de producción puede haber prensa libre. Si el papel, las imprentas, etc., son, como sucede en la comunidad socialista, propiedad del gobierno, la libre expresión se esfuma. Las autoridades, en exclusiva, deciden quiénes tienen derecho a escribir y qué se vaya a editar y difundir. La propia Rusia zarista, comparada con la Unión Soviética, nos parece, ahora, un país de prensa libre. Cuando los nazis realizaron sus famosas quemas de libros, no hacían sino seguir las indicaciones de uno de los más celebrados autores socialistas: Cabet[10].
Como quiera que todos los países avanzan hacia el socialismo, la libertad de prensa en nuestro mundo, poco a poco, va degradándose. Publicar un libro o un artículo cuyo contenido moleste al gobernante, a los grupos mayoritarios influyentes, entraña cada vez mayores riesgos. No se liquida aún al disidente como en la U. R. S. S., ni arden los manuscritos como otrora en las hogueras de la Inquisición. Los viejos sistemas de censura fueron superados. Los partidos «progresistas» son más «modernos»; simplemente boicotean a aquellos escritores, editores, libreros, impresores, anunciantes e, incluso, lectores que osan manifestar la más leve crítica de sus programas.
Todo el mundo es libre para abstenerse de leer lo que no le guste e incluso para recomendar a otros que hagan lo mismo. Pero muy distinto es recurrir a la amenaza y a la coacción, a las graves represalias contra gentes cuya única culpa es el haber favorecido publicaciones cuyo contenido no agradó a grupos dispuestos siempre a recurrir a la violencia. Un boicot sindical —o su mera amenaza— atemoriza el ánimo y subyuga la voluntad de los dueños de diarios y publicaciones en general, quienes vergonzantemente se someten al dictado de los capitostes laborales[11].
Los modernos líderes obreristas son mucho más susceptibles que los emperadores y reyes del pasado; se irritan con facilidad; no están para bromas; su cerril disposición acabó enmudeciendo, en este terreno, a la sátira teatral y cinematográfica.
En las salas del ancien régime libremente se representaban obras (Beaumarchais) ridiculizando a la nobleza; lo mismo hacía Mozart en inmortal ópera; Ofíenbach y Halévy, en La Gran Duquesa de Gerolstein, satirizaban el absolutismo, el militarismo y la vida de la corte del Segundo Imperio francés. Pero Napoleón III y los monarcas europeos, en general, se reían a gusto contemplando comedias que les ponían como chupa de dómine. El censor de los teatros británicos de la época victoriana, el lord Chamberlain, no obstaculizó la representación de las revistas de Gilbert y Sullivan que satirizaban las venerables instituciones amparadoras de la no escrita constitución inglesa; nobles lores llenaban los palcos mientras, en el escenario, el conde de Montararat decía que «la Cámara de los Lores nunca pretendió alcanzar alturas intelectuales».
Nadie puede, actualmente, desde un escenario, meterse en serio con quienes detentan el poder. Los sindicatos, las mutualidades laborales, las empresas socializadas, los déficits y tantas otras lacras del Estado benefactor son temas tabú; cualquier irrespetuosa alusión a tales realidades resulta aviesa y condenable. Vacas sagradas son los sindicalistas y los funcionarios de los organismos socializantes. El teatro sólo puede recurrir a aquellos manidos tópicos que han degradado la divertida opereta y las alegres comedias de Hollywood.
5. El fanatismo de la gente de pluma
El observador superficial difícilmente advierte la hoy prevalente intolerancia del gobernante contra el disidente, ni menos aún cala las artimañas y maquinaciones empleadas para ahogar la voz del contrario. Lo que él ve es que se discute mucho y que, al parecer, nadie está de acuerdo en nada.
Pero la verdad es otra; ese ardor, precisamente, con que comunistas, socialistas e intervencionistas, integrados en diversas sectas y escuelas, entre sí se combaten oculta el que, pese a tanto perorar, hay una serie de dogmas fundamentales en torno a los cuales lodos ellos enteramente coinciden. Se margina a los escasos pensadores independientes que pretenden combatir tales idearios, dificultándoseles el contacto con las gentes. La impresionante máquina de propaganda y proselitismo «izquierdista» ha triunfado plenamente, haciendo intocables ciertos temas. La intolerante ortodoxia de quienes gustan de considerarse «heterodoxos» se ha impuesto por doquier.
Confusa mezcolanza de doctrinas diversas e incompatibles entre sí es lo que este «heterodoxo» dogmatismo ampara; un eclecticismo de la peor especie; caótica colección de conjeturas derivadas de doctrinas falaces y conceptos erróneos cuya improcedencia tiempo ha quedó demostrada; fragmentos inconexos de socialistas —«utópicos» y «científicos»—, fabianos ingleses, institucionalistas americanos, sindicalistas franceses, historicistas alemanes y tecnócratas de todo pelaje.
Se vuelve a caer en los errores de Godwin, Carlyle, Ruskin, Bismarck, Sorel, Veblen y legión de autores menos conocidos.
Hay un dogma axial en torno al cual coincide este cóctel ideológico, a saber, que la pobreza es consecuencia de inicuas instituciones sociales, que es preciso suprimir. La instauración de la propiedad y de la empresa privada fue el pecado original que privó a la humanidad de la dichosa vida del Edén; el capitalismo sólo benefició a explotadores sin entrañas; y condenó a las honradas masas trabajadoras a progresiva degradación y pobreza. Pero existe el Estado —verdadero demiurgo— capaz él solo de doblegar al avariento aprovechante. La idea de «servicio» debe sustituir a la idea de «lucro»; ni las intrigas ni las brutalidades de los «reyes de las finanzas» podrán detener la ya inaplazable revolución social; deviene imperativa la planificación centralizada; y habrá, entonces, abundancia y riqueza para todos. Quienes impulsan esta gran transformación son progresistas, pues batallan por un ideal generoso y que además conforma con las leyes inexorables de la evolución histórica. Quienes se oponen son reaccionarios, por cuanto, en vano empeño, pretenden detener el avance inexorable del progreso.
Los progresistas abogan por medidas que, de inmediato, aliviarán la suerte de las masas dolientes, a saber, la expansión del crédito y el aumento de la circulación fiduciaria; los salarios mínimos coactivamente impuestos por el Estado o los sindicatos (con la connivencia de aquél); la tasación de los precios y alquileres; y múltiples otras medidas intervencionistas. Ante tanta vana palabrería, la ciencia económica se alza, demostrando que, por tales vías, no es posible alcanzar los objetivos que sus propios patrocinadores desean conseguir, provocándose situaciones todavía más insatisfactorias que aquellas que se pretendía remediar. La expansión crediticia engendra las crisis y las depresiones reiteradas; la inflación hace subir vertiginosamente los precios; los salarios superiores a los del mercado desatan paro indominable; las tasas máximas reducen la producción y las mínimas provocan la aparición de excedentes incolocables. La realidad de tales asertos ha quedado evidenciada de modo irrefutable por la ciencia económica.
El cargo fundamental que los progresistas formulan contra el capitalismo consiste en asegurar que la periódica reaparición de crisis, depresiones y paro son fenómenos típicos y consustanciales al sistema. Los liberales opinan precisamente lo contrario: que las depresiones y el paro son consecuencia de las medidas intervencionistas que previamente adoptara el gobierno para mejorar las cosas y enriquecer a las masas. Ninguna de ambas, diametralmente opuestas, posturas debe aceptarse a fuer de dogma indisputable. Lo más lógico parece sería estudiar a fondo los temas en cuestión, deduciendo las oportunas conclusiones, para después, honesta y abiertamente, difundirlas. Ese planteamiento, sin embargo, no es del agrado de los progresistas, por constarles que, de tal debate, sus idearios van a salir malparados, heridos de muerte. Por eso procuran disimular el fondo de las cosas, evitar que la condenable herejía liberal inficione las aulas universitarias, los cenáculos intelectuales y el ágora pública en general. Ataques y agravios graves soporta quienquiera osa seguir la expuesta vía liberal, disuadiéndose al joven estudioso para que no lea «tantas estupideces»[T19].
Existen, para el dogmático progresista, dos grupos sociales antagónicos, que se disputan la «renta nacional». Los terratenientes, empresarios y capitalistas, «la empresa», que, bajo un régimen de libertad, se apropiaría de la parte del león, dejando para «el trabajo», empleados, obreros y campesinos, tan sólo pobres migajas bastantes únicamente para la mera supervivencia. Los trabajadores, lógicamente irritados por la codicia de los patronos, lo natural sería que apelaran a las propuestas más radicales del comunismo, con la consiguiente supresión de la propiedad privada. La mayoría, sin embargo, es paciente y moderada, por lo que rehúye un radicalismo excesivo. Rechaza el comunismo y, de momento, se aquieta, aun no percibiendo la totalidad de esas «no ganadas» rentas que, en justicia, le corresponden. Admite las soluciones intermedias, el dirigismo económico, el Estado-providencia, el socialismo. Acude a los intelectuales como árbitros, considerando que ellos, no siendo beligerantes, sabrán resistir a los extremistas de ambos grupos y, en definitiva, apoyarán a los moderados, mostrándose favorables para con la planificación, la social democracia, la protección del obrero, poniendo coto final a la abusiva codicia del empresariado.
Innecesario parece reincidir en detallado análisis de los desaciertos y contradicciones que tal modo de razonar encierra. Bastará con destacar tres errores básicos.
Primero: el gran conflicto ideológico de nuestra época no gira en torno al modo de distribuir la «renta nacional». En ningún caso se trata de una lucha entre dos clases, cada una de las cuales pretendería apropiarse el mayor porcentaje posible de específico montante a distribuir. Lo que de verdad ahora interesa es determinar cuál sea, desde un punto de vista social, el sistema económico mejor, es decir, dilucidar cuál de los dos órdenes —capitalismo o socialismo— da al esfuerzo humano la máxima productividad, elevando, en definitiva, el nivel medio de vida de las gentes más rápidamente, con mayor amplitud y superior calidad. Pero, en cuanto tal vía emprendemos, de bruces nos damos con el problema de la imposibilidad del cálculo económico bajo el socialismo, sistema que, por razones intrínsecas y de definición, jamás puede racionalmente ordenar la actividad económica, Horroriza a los socialistas la mera insinuación del tema, por lo que procuran escamotearlo como sea, relegándolo al limbo del olvido; que nadie ni siquiera lo mencione; postura con la que ponen bien de manifiesto la intolerancia de su dogmatismo. Axiomático para ellos es que el capitalismo constituye el peor de los males, encarnando, por el contrario, en el socialismo cuanto se considera beneficioso; y esto hay que tenerlo por indiscutible; quienquiera propugne el análisis económico del socialismo sea anatema. El sistema político occidental no permite todavía infligir castigos a la manera rusa; a quienes contra corriente osan bogar, de momento sólo se les insulta, denigra y boicotea, insinuando ser de perverso e inconfesable origen su proceder tan incomprensible[12].
Segundo: no existe en lo económico diferencia apreciable entre socialismo y comunismo. La organización social, en ambos casos, es la misma: propiedad colectiva de los medios de producción frente a propiedad privada de los mismos. Socialismo y comunismo constituyen términos sinónimos. Los socialistas se fundamentan en un documento titulado Manifiesto «comunista» y el imperio comunista lleva por nombre «Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas»[13].
El antagonismo que, a veces, se manifiesta entre el comunismo ya establecido y los partidos socialistas extranjeros no afecta a los respectivos objetivos finales. Surge cuando la dictadura soviética pretende sojuzgar un nuevo país (al final lo que buscan es la conquista de América) o cuando se plantea el tema referente a si el asalto debe de ser de carácter violento o de índole democrática.
Los políticos, economistas y las gentes que les respaldan cuando predican dirigismo y bienestar social (Welfare State), sin darse cuenta, están propugnando las soluciones socialistas y comunistas. La planificación implica que los programas estatales deben privar sobre los particulares, prohibiéndose a empresarios y capitalistas la inversión de sus bienes en aquello que estimen más conveniente; han de atenerse a las instrucciones del Sr. Ministro, lo que equivale a estatalizar la dirección económica.
Grave error, desde luego, supone el creer que por «menos absolutas» o «menos radicales», las soluciones del socialismo, el dirigismo o el Estado providencial sean diferentes a las que el comunismo propugna. No constituyen, desde luego, antídotos antimarxistas. La moderación del socialista estriba tan sólo en que no está dispuesto a vender, como el comunista, su patria a los agentes de Rusia, ni maquina la muerte de toda la burguesía no marxista. La cosa, desde luego, tiene trascendencia, Pero en nada afecta a los objetivos finales que todos los aludidos movimientos persiguen.
Tercero: el capitalismo y el socialismo constituyen sistemas sociales diametralmente opuestos. El control privado de los medios de producción y el control público de los mismos son nociones contradictorias; impensable resulta una economía mixta, es decir, intermedia entre capitalismo y socialismo. Quienes propugnan esas soluciones que erróneamente califican de intermedias no buscan un compromiso entre capitalismo y socialismo; están pensando en una tercera fórmula de características peculiares que debe ser ponderada, por sus propias circunstancias, como ente específico. Es lo que los economistas denominan intervencionismo. El sistema, desde luego, contrariamente a lo que sus defensores piensan, no sirve para entremezclar una golas de capitalismo con otras tantas de socialismo. Se trata de organización social distinta, tanto del uno como del otro. El economista asegura, sin que por ello deba calificársele de intransigente o de extremista, que el intervencionismo no puede alcanzar los objetivos deseados; es más, viene a empeorar la situación, incluso desde el punto de vista del intervencionista que implanta la injerencia. Decir esto no es caer en el fanatismo o la obcecación; simplemente es describir las inevitables consecuencias del intervencionismo.
Cuando Marx y Engels, en el Manifiesto comunista, abogaban por ciertas medidas intervencionistas, no pretendían buscar salomónico arbitraje entre socialismo y capitalismo. Recomendaban tales medidas —incidentalmente, las mismas que constituyen la esencia del New Deal y del Fair Deal— por considerar constituían los primeros pasos hacia la plena instauración del comunismo. Abiertamente reconocían que, aun cuando eran ineficaces e indefendibles, desde el verdadero punto de vista social, tenían un valor, pues, a medida que se aplicaran, evidenciarían su propia insuficiencia, dando así pie a nuevos ataques contra el antiguo orden, lo que permitiría definitivamente revolucionar el sistema de producción[T20].
La filosofía del progresismo milita, pues, en favor del socialismo y del comunismo.
6. El teatro y las novelas de tesis «social»
El público, seducido por las ideas marxistas, pide novelas y comedias socialistas («sociales»). Los escritores, que generalmente comparten la misma ideología, se aprestan a servir la solicitada mercancía. Suelen comenzar con detallada descripción de desolado cuadro social; causa primera, desde luego, es el capitalismo, que hunde en la pobreza y la miseria a las desgraciadas clases explotadas, enfermas, ignorantes, obligadas a vivir en hediondos lodazales, mientras los ricos, estúpidos y corruptos, disfrutan de lujos y comodidades sustraídas a los obreros. Lo malo y ridículo es siempre burgués; lo bueno y sublime, invariablemente, proletario.
Tales autores son de dos tipos. Hay unos que nunca conocieron la pobreza; nacidos de acomodadas familias urbanas, de agricultores con medios o de bien pagados técnicos, se educaron en ambientes burgueses y desconocen los círculos sociales en que sitúan a sus personajes. Tienen que documentarse, antes de ponerse a redactar, acerca de esos bajos fondos que quieren describir. Abordan, sin embargo, sus estudios llenos de prejuicios; saben ya de antemano lo que van a descubrir. Los socialistas les enseñaron que el orden capitalista inflige sufrimientos sin cuento a las masas y que, cuanto más progresa, en mayor grado empobrece a las clases trabajadoras. Escriben, pues, con tesis, procurando difundir los dogmas marxistas.
Lo malo de estos autores no es el que propendan a reflejar sólo la miseria y la desdicha. El artista debe poder libremente trabajar sobre el tema que más le interese; lo pernicioso del caso estriba en la errónea y tendenciosa interpretación que dan a la realidad social. Incapaces son de advertir que los lamentables fenómenos en cuya contemplación se regodean jamás pueden achacarse al capitalismo; constituyen, por el contrario, o irritantes restos del ayer precapitalista o efectos precisamente provocados por las medidas intervencionistas, hoy tan en boga, que perturban el normal funcionamiento del mercado. No se percatan de que el capitalismo es el sistema más apto para suprimir la miseria, al montar la producción en gran escala, de acuerdo con los dictados de las masas consumidoras. Fijan la atención únicamente en el asalariado, en su condición de obrero, sin darse cuenta de que éste, al propio tiempo, es el principal consumidor de los productos que él mismo fabrica, bien sea en forma de artículos de consumo o materias primas, que luego se transformarán en bienes consumibles.
Deforman gravemente la verdad tales publicaciones cuando dan a entender que los males descritos son lógica consecuencia de la «mecánica» capitalista. La simple compulsa del número de artículos en serie fabricados y vendidos palmariamente evidencia que el asalariado medio dista mucho de conocer la miseria auténtica.
Emilio Zola fue la figura más destacada en este tipo de literatura «social». Abrió la ruta que multitud de imitadores, desde luego menos dotados que él, luego seguirían. El arte, para Zola, se encontraba íntimamente ligado a la ciencia; los descubrimientos científicos debían constituir su base; y, en el terreno de las ciencias sociales, el gran avance había sido el marxista, proclamando que el capitalismo constituía el peor de los males y que la venida del socialismo no sólo era inevitable, sino, además, altamente deseable. Curiosa «colección de homilías socialistas»[14], se ha dicho, fueron sus novelas. El propio Zola, con todos sus prejuicios y todo su entusiasmo socializante, pronto sería, sin embargo, rebasado por aventajados discípulos. Estos escritores «proletarios», creen sus lectores, reflejan la genuina realidad social[15]. Pero la verdad es que no se limitan a reflejar circunstancias fácticas; antes al contrario, interpretan los hechos a la luz de las enseñanzas de Marx, de Veblen, de los Webb. Dicha interpretación constituye la base del libelo; porque, en realidad, no estamos ante obras literarias, sino ante mera propaganda socialista. Los dogmas en que los manejados argumentos se apoyan resultan para sus expositores verdades inconcusas; y el lector, por su parte, comulga con idénticas ideas. De ahí que, frecuentemente, el autor ni siquiera mencione las doctrinas en que se apoya; sólo indirectamente, alguna vez, a ellas alude.
Pero no sutilicemos; no es necesario. En cuanto demostrada queda la inadmisibilidad de la teoría socialista y la improcedencia de los pseudoeconómicos argumentos en que la misma busca amparo, toda la tesis de los repetidos escritos se viene abajo cual castillo de naipes. Son obras que pretenden aplicar a la realidad social las doctrinas anticapitalistas; en cuanto éstas se desfondan, carentes de base quedan aquéllas.
El segundo grupo de novelistas «proletarios», al que antes aludíamos, se halla integrado por quienes nacieron en el propio ambiente que describen. Se han apartado ya del mundo obrero, ingresando en las filas de los profesionales, y, a diferencia de los autores proletarios de origen «burgués», no han de dedicarse a específicas investigaciones para conocer la vida de los asalariados. Su propia experiencia, a estos efectos, resulta bastante.
Pero precisamente dicha personal experiencia ilustra al sujeto acerca de realidades que vienen a contradecir los dogmas básicos del credo socialista. Advierte, en efecto, el interesado la inexistencia de barreras que impidan a los hijos inteligentes y laboriosos de padres modestos escalar posiciones mejores. El propio curriculum del autor lo atestigua. Sabe bien por qué él triunfó, mientras la mayoría de sus hermanos y camaradas no lo consiguió. Topó reiteradamente, en su ascensión, con otros jóvenes, quienes también ansiaban aprender y progresar; algunos alcanzaban las metas ambicionadas, otros fracasaban. Se percata, al integrarse en la sociedad burguesa, que no es truhanería lo que proporciona mayores ingresos a unos que al resto. Perviviría aún en el círculo donde naciera si fuera tan torpe como para dejar de ver que son muchos los hombres de negocios y los profesionales, quienes, a su propia semejanza, deben considerarse hombres hechos a sí mismos, los cuales, igual que él, también partieron de la pobreza. Comprende que son otras circunstancias, distintas de las imaginadas por el resentimiento socialista, las que provocan la desigualdad crematística capitalista.
Cuando tales literatos escriben lo que, como decíamos, no son más que homilías prosocialistas, faltan a la verdad. La insinceridad de sus novelas y obras teatrales las hace despreciables, resultando incluso inferiores a los libros de sus colegas de origen «burgués», quienes, al menos, creen en lo que escriben.
Pero no se conforman los escritores socialistas con la simple descripción de las víctimas del capitalismo. Les interesa, igualmente, reflejar la vida y milagros de los beneficiarios del sistema, los empresarios, esforzándose en exhibir las formas arteras que emplearon para enriquecerse. Dado que ellos —gracias a Dios sean dadas— no dominan tan turbios negocios, en autorizados libros de historia buscan información. Les ilustran los especialistas acerca de cómo los «gangsters financieros» y los «voraces tiburones» hicieron sus millones: «Comenzó su carrera como turbio traficante de ganado; compraba a los campesinos las reses vivas; las conducía al mercado, donde, al peso, las vendía a los carniceros. Poco antes, sin embargo, se cuidaba de darles sal en abundancia para que bebieran mucha agua. Un galón de agua pesa unas ocho libras; que ingiera la vaca tres o cuatro galones y veréis que bonito precio conseguís»[16].
Es así como se describen, en miles de novelas y obras teatrales, las torpes maquinaciones del personaje más vil de la trama, el hombre de negocios. Los repugnantes capitalistas se hicieron ricos vendiendo acero agrietado y alimentos putrefactos, zapatos con suelas de papel y piezas de algodón que hacían pasar por tejidos de seda. Sobornaban a gobernadores y congresistas, jueces y policías; estafaban a clientes y operarios. ☺Son lamentables realidades; inocultables, ya.
No se dan cuenta tales escritores de que, con sus relatos, están implícitamente calificando de perfectos idiotas a millones de americanos, quienes, evidentemente, con la mayor candidez, se dejan timar por el primer bribón que se les acerca, como en el caso de las vacas infladas, en que ningún carnicero lograba advertir el engaño. Son ganas de tomarle el pelo al lector, pasarse de la raya, el decir, en letra de molde, que todos los comerciantes e industriales yanquis son inocentes palomas desorientables por el garlito más anodino. Fábulas, mentiras, como las restantes «verdades» del socialismo científico. El hombre de negocios, para el escritor «izquierdista», es un bárbaro, un jugador, un borracho. De día, en el hipódromo; de noche, en el cabaret; para acabar durmiendo con la querida, «No bastándoles a los burgueses las esposas e hijas de sus obreros, sin mencionar las prostitutas de profesión, compláceles seducirse mutuamente las respectivas esposas», clamaban Marx y Engels desde lo alto del Sinaí socialista[T21]. Y es así, a no dudar, como la literatura, los libretos y guiones americanos más en boga describen al empresario estadounidense[17].