II

LA FILOSOFÍA SOCIAL DEL HOMBRE CORRIENTE

1. El capitalismo como es y como lo ve el hombre de la calle

La aparición de la economía, ciencia nueva, independiente, y dispar de todas las demás disciplinas hasta entonces cultivadas, constituyó uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la humanidad[T11]. La flamante ciencia económica, en el transcurso de escasas generaciones, provocando el advenimiento del orden capitalista, transformó los asuntos humanos en grado mayor que ningún otro cambio acaecido durante los diez mil años anteriores. Los ciudadanos de un país capitalista, desde que nacen hasta que mueren, disfrutan de portentosas ventajas, producto exclusivo de esa manera de pensar y actuar inherente a dicho ordenamiento social.

Lo más asombroso de esta singular mutación estriba en que fue llevada a cabo por un muy corto número de escritores e investigadores y unos cuantos estadistas que habían asimilado las enseñanzas de los primeros. No sólo las indolentes multitudes, sino incluso la mayor parte de aquellos empresarios que llevaron a la práctica los principios del laissez faire, jamás comprendieron la mecánica interna del sistema. Aun en el apogeo del liberalismo, pocos se percataron de cómo, en realidad, operaba la economía de mercado. La civilización occidental adoptó el capitalismo por el exclusivo influjo de una reducida élite.

Hubo, durante las primeras décadas del siglo XIX, personas quienes, comprendiendo la inferioridad que para ellos suponía el no conocer a fondo los temas económicos, procuraron remediarla. En los años comprendidos entre Waterloo y Sebastopol, los libros más solicitados en la Gran Bretaña fueron los tratados de economía. Pero la moda pasó de pronto. El tema resultaba poco ameno para el público lector.

Ello se comprende por cuanto la economía, de un lado, se diferencia absolutamente de las ciencias naturales y de la investigación técnica y, de otra, guarda tan poca similitud con la historia y el derecho que, por su extrañeza, repugna al principiante. Quienes se hallan habituados a recurrir, para la investigación científica, a laboratorios, bibliotecas y archivos se inquietan al tropezarse con la singularidad heurística de la economía, singularidad que, desde luego, sobrecoge a la fanática estrechez de miras del positivista.

Desearían, evidentemente, todos éstos hallar en los libros de economía razonamientos coincidentes con su preconcebida imagen epistemológica de la ciencia; quisieran creer que los temas económicos pueden abordarse por las vías de investigación de la física o la biología. Cuando advierten que, en economía, por ahí no es posible progreso alguno, quedan desconcertados y desisten de abordar seriamente unos problemas cuyo análisis requiere singular tratamiento mental[T12].

A consecuencia de tal epistemológica ignorancia, el progreso económico lo atribuyen normalmente a los adelantos de la técnica y de las ciencias físicas. Creen en la existencia de un automático impulso que haría progresar a la humanidad. Tal tendencia —piensan— es irresistible, consustancial al destino del hombre, y opera continuamente, cualquiera que sea el sistema político y económico prevalente. No existe, para ellos, relación de causalidad alguna entre el pensamiento económico que prevaleció en Occidente a lo largo de las dos últimas centurias y los enormes progresos, al tiempo, conseguidos por la técnica. Tal progreso no sería, pues, consecuencia del liberalismo, el librecambismo, el laissez faire o el capitalismo; se habría producido inexorablemente bajo cualquier organización social imaginable.

Las doctrinas marxistas sumaron partidarios precisamente porque prohijaron esta popular creencia, vistiéndola con un velo pseudofilosófico grato tanto al espiritualismo hegeliano como al crudo materialismo. Según Marx, las fuerzas productivas materiales constituyen sobrehumana entidad, independiente de la voluntad y la acción del hombre; siguen el curso que les marcan leyes inescrutables e insoslayables, emanadas de ignoto poder superior; mudan de orientación misteriosamente, obligando a la humanidad a readaptar el orden social a tales cambios, rebelándose cuando cualquier poder humano pretende encadenarlas. La historia esencialmente no es otra cosa que la pugna de las fuerzas productivas por liberarse de opresoras trabas sociales.

En épocas pasadas —arguye Marx— las fuerzas de producción se centraban en el molino a brazo, entronizándose el feudalismo como sistema social. Cuando más adelante las insondables leyes fatales que determinan la evolución de las fuerzas productivas sustituyeron el molino a brazo por el molino a vapor, el feudalismo tuvo que dar paso al capitalismo. Desde entonces las fuerzas productivas han continuado evolucionando y su forma actual exige, imperativamente, la sustitución del capitalismo por el socialismo. Los que intentan detener la revolución socialista están condenados al fracaso. Es imposible contener el proceso histórico[T13].

Las ideas de los llamados partidos izquierdistas difieren unas de otras en muchos aspectos, pero coinciden en un punto: en considerar que el constante progreso material constituye automático proceso. El sindicalista americano considera natural el nivel de vida que disfruta. El destino le ha proporcionado comodidades negadas a los más ricos de anteriores generaciones e inalcanzables aun para quienes quedan fuera de la órbita americana. Pero, ello no obstante, jamás se pregunta el yanqui medio si el rudo individualismo del mundo capitalista pudo tener algo que ver con el nacimiento de lo que él denomina el sistema americano de vida, the american way of life. Considera, por el contrario, que en los patronos encarnan las injustas pretensiones de los explotadores, deseosos siempre de despojarle de lo que por legítimo derecho le corresponde. La evolución histórica —piensa— provoca de modo fatal un aumento continuo de la productividad del trabajo. Es evidente que, en justicia, sólo él tiene derecho a beneficiarse de los frutos resultantes. Gracias a su actividad, se incrementa la cuota de bienes producidos comparativamente al número de obreros empleados, lo cual es cierto, si bien ello acontece sólo por cuanto opera bajo un régimen capitalista.

Porque esa alza en la llamada productividad del trabajo se debe a las mejores máquinas y herramientas disponibles. Un centenar de trabajadores produce, por unidad de tiempo, en una fábrica moderna, mucho más de lo que el mismo número de obreros solía elaborar en los artesanales talleres precapitalistas. Tal mejora no se debe, desde luego, a la mayor destreza, competencia o esmero del trabajador (la pericia del obrero medieval, por ejemplo, era muy superior a la de muchos productores modernos), sino al empleo de máquinas y herramientas más eficaces, instaladas gracias a nuevos capitales acumulados y correctamente invertidos.

Marx utilizó en sentido peyorativo las palabras capitalismo, capital y capitalistas, como lo hace todavía hoy la mayoría, incluso los órganos oficiales de propaganda del gobierno de los Estados Unidos. Tal despectiva terminología refleja, no obstante, con entera justeza, el factor principal que engendró las maravillas de las dos últimas centurias, es decir, la elevación sin precedentes del nivel de vida de una población en continuo crecimiento. La única diferencia existente entre las condiciones de trabajo que hoy prevalecen en los países capitalistas, con respecto a las que allí regían en la era precapitalista y aún imperan fuera del área occidental, consiste en la distinta capitalización. Porque ningún adelanto técnico cabe implantar si previamente no ha sido ahorrado el correspondiente capital. Tan sólo el ahorro, la acumulación de nuevos medios productivos, ha permitido sustituir, paulatinamente, la penosa búsqueda de alimentos a que se hallaba obligado el primitivo hombre de las cavernas por los modernos métodos de producción. Tan trascendental mutación fue posible gracias al triunfo de aquellas ideas que, basadas en la propiedad privada de los medios de producción, proporcionaron garantía y seguridad a la acumulación de capitales. Todo avance por el camino de la prosperidad es fruto del ahorro. Los más ingeniosos inventos resultarían inútiles, en la práctica, si los factores de capital precisos para su explotación no hubieran sido previamente acumulados mediante el ahorro.

Los empresarios invierten el capital, ahorrado por terceros, con miras a satisfacer del modo mejor las más urgentes y todavía no atendidas necesidades de los consumidores. Al lado de los técnicos, dedicados a perfeccionar los métodos de producción, desempeñan, después de quienes supieron ahorrar, un papel decisivo en el progreso económico. El resto de los hombres no hace más que beneficiarse de la actuación de estos tres tipos de adelantados. Cualquiera que sea su actividad, el hombre de la calle no pasa de ser simple beneficiario de un progreso al que en nada contribuyera.

La nota característica de la economía de mercado consiste en beneficiar a la inmensa mayoría, integrada por hombres comunes, con una participación máxima en las mejoras derivadas del actuar de las tres clases rectoras, integradas por los que ahorran, los que invierten y los que inventan métodos nuevos para la mejor utilización del capital. El incremento individualmente considerado de este último eleva, de un lado, la utilidad marginal del trabajo (los salarios) y, de otro, abarata las mercancías. El mecanismo del mercado permite al consumidor disfrutar de ajenas realizaciones, obligando a los tres aludidos círculos dirigentes de la sociedad a servir a la inerte mayoría de la mejor manera posible.

Cualquiera puede formar parte de aquellos tres grupos impulsores del progreso social. No constituyen clases ni, menos aún, castas cerradas. El acceso es libre; ni exige autoritaria patente ni discrecional privilegio. Nadie puede vetar a nadie la entrada. Lo único que se precisa para convertirse en capitalista, empresario o descubridor de nuevos métodos de producción es inteligencia y voluntad. El descendiente del rico, a veces, disfruta de ciertas ventajas, por partir de puesto más conspicuo. Su posición, en la pugna mercantil, sin embargo, no por eso le resulta siempre mejor; antes al contrario, frecuentemente tiene que enfrentarse con situaciones enojosas y menos lucrativas que las de quienes saltan a la palestra sin lastre ni tradición alguna. Ha de reorganizar aquél, una y otra vez, los negocios heredados para ajustarlos a los cambios del mercado; así, los problemas que se plantearon, en las últimas décadas, a los herederos de los imperios ferroviarios, problemas ciertamente más espinosos que los que había de resolver el nuevo empresario cuando iniciaba el transporte automóvil o el tráfico aéreo.

La filosofía popular del hombre corriente deforma estas realidades del modo más lamentable. Juan Pérez se halla convencido de que las nuevas industrias, gracias a las cuales disfruta de una vida cómoda que sus padres ni sospechaban, son obra de un ente mítico llamado progreso. La acumulación de capital, el espíritu empresarial y el ingenio técnico nada tienen que ver con una prosperidad que, en su opinión, surge por generación espontánea. El incremento y mejora de la producción —sigue pensando— tan sólo corresponde al elemento laboral. Ahora bien, por desgracia, en este valle de lágrimas, el hombre tiende a explotar a sus semejantes; los empresarios se llevan la parte del león, y al obrero manual, al creador de todas las cosas buenas —como dice el Manifiesto comunista—, no le dejan más que «lo indispensable para que sobreviva y se reproduzca». Por consiguiente, «el obrero moderno, lejos de prosperar gracias al progreso de la industria, se hunde cada vez más en la miseria… Se transforma en mendigo y el pauperismo aumenta con mayor rapidez que la población y la riqueza». Los autores que así describen el sistema capitalista son considerados en las universidades como los mayores filósofos y bienhechores de la humanidad y sus enseñanzas de forma reverencial las escuchan millones de personas en cuyos hogares, aparte de otras comodidades, se disfruta de aparatos de radio y televisión[T14].

La peor explotación —aseguran aquellos universitarios, los líderes obreristas y los políticos— es la que provoca la gran industria capitalista. No ven que la característica fundamental de esas grandes empresas es la producción en masa para satisfacer necesidades de las masas. No advierten que, bajo el sistema capitalista, son los propios obreros quienes, directa o indirectamente, consumen la enorme producción de las tan temidas multinacionales.

Solía mediar, en los primeros días del capitalismo, prolongado lapso temporal antes de que las masas pudieran disfrutar de las innovaciones y mejoras. Certeramente apuntaba Gabriel Tarde, hace unos sesenta años, que cualquier innovación industrial constituía, primero, un capricho de la minoría y sólo más tarde se convertía en generalizada necesidad; lo que comenzaba siendo mera extravagancia se transformaba luego en bien de uso común. Esto, con el automóvil, todavía sucedió. Pero la producción en gran escala ha reducido y casi eliminado el aludido retraso temporal. Los nuevos productos, para reportar beneficios, han de fabricarse en gigantescas series, lo que obliga a ponerlos en manos de las masas tan pronto como resultan disponibles. Así, por ejemplo, en los E. E. U. U., no se registró ningún lapso apreciable en el disfrute por las muchedumbres de la televisión, las medias de nylon o la alimentación infantil enlatada. La gran industria desata igualitaria tendencia en los hábitos de consumo y de diversiones. La riqueza ajena, bajo la economía de mercado, a nadie empobrece; las grandes fortunas jamás provocan miseria; la riqueza de los pocos, antes al contrario, deriva de la satisfacción procurada a los muchos. Los empresarios, los capitalistas y los técnicos, bajo la égida del mercado, prosperan, como tantas veces se ha dicho, en tanto en cuanto consiguen aplacar, de la mejor manera posible, las apetencias de los consumidores[T15].

2. El frente anticapitalista

Desde que se inició el movimiento socialista y se quiso dar nueva vida al ideario intervencionista propio de las épocas precapitalistas, ambas tendencias fueron objeto de la más viva repulsa por parte de los expertos en materia económica. Las ideas revolucionarias y reformadoras, en cambio, fueron acogidas de forma entusiasta por la inmensa mayoría de los ignorantes, a impulso de las dos pasiones más poderosas: la envidia y el odio[T16].

La filosofía que preparó el terreno para la implantación del liberalismo, patrocinador de la libertad económica plasmada en la economía de mercado (capitalismo) y su corolario político, el gobierno representativo, no pretendía aniquilar las tres potestades tradicionales: la monarquía, la aristocracia y la iglesia. Los liberales europeos se proponían sustituir la monarquía absoluta por la parlamentaria, pero sin propugnar el gobierno republicano. Aspiraban a abolir los privilegios de la nobleza, pero no a despojarla de sus posesiones ni de sus títulos y grandezas. Ansiaban implantar la libertad de conciencia suprimiendo las persecuciones de disidentes y herejes y otorgar a todas las creencias completa libertad para la consecución de sus objetivos espirituales. Fue gracias a ello por lo que los tres grandes poderes del anden régimen pudieron pervivir. Cabía esperar que monarcas, aristócratas y eclesiásticos, tan tradicionalistas, se hubieran opuesto enérgicamente al ataque desencadenado por el socialismo contra los principios básicos de la civilización occidental, máxime cuando los marxistas abiertamente proclamaban que su totalitarismo colectivista no toleraría la supervivencia de cuanto consideraban los últimos restos de la tiranía, el privilegio y la superstición.

Pero, incluso a tales privilegiados, la envidia y el resentimiento les cegó y disimuladamente procuraron respaldar las nuevas doctrinas, relegando al olvido, por un lado, que el socialismo pensaba confiscarles todos sus bienes y, por otro, que no es posible el libre ejercicio de la religión bajo un régimen totalitario. Los Hohenzollern implantaron en Alemania lo que un observador americano calificó de socialismo monárquico[6]. La autocracia de los Romanoff se sirvió del sindicalismo para luchar contra las aspiraciones burguesas de implantar el gobierno representativo[7]. Los aristócratas, virtualmente en todos los países europeos, acabaron colaborando con los enemigos del capitalismo. Teólogos eminentes, por doquier, pretendieron desacreditar el liberalismo económico, con lo que indirectamente apoyaban al socialismo y al intervencionismo. Algunos de los más conspicuos jefes del protestantismo actual —Barth y Brunner, en Suiza; Niebuhr y Tillich, en Estados Unidos, y el difunto arzobispo de Canterbury, William Temple, en Inglaterra— condenaron abiertamente el capitalismo e incluso achacaron los excesos del bolchevismo a supuestos fracasos del mercado.

Es posible que sir William Harcourt, hace sesenta años, se equivocara al proclamar entonces: «Todos somos socialistas». Pero, actualmente, gobernantes y políticos, profesores y escritores, ateos militantes y teólogos cristianos, salvo raras excepciones, todos coinciden en condenar la economía de mercado, alabando, por contra, la supuesta superioridad de la omnipotencia estatal. Las nuevas generaciones se educan en un ambiente preñado de socialismo.

Curioso resulta analizar por qué la gente apoya a los partidos socializantes. Se presupone que «natural y necesariamente» las personas de economía más débil habrían de respaldar los programas de izquierdas —dirigismo, socialismo, comunismo— mientras que tan sólo a los ricos interesaría la pervivencia de la economía de mercado. Este modo de pensar acepta como incuestionables las dos tesis básicas del socialismo: que el sistema capitalista perjudica a la masa en beneficio tan sólo de los explotadores y que el socialismo mejorará el nivel de vida del hombre corriente.

Las gentes, sin embargo, no apoyan al socialismo porque sepan que ha de mejorar su condición, ni rechazan el capitalismo porque sepan que les perjudica. Se convierten al socialismo porque quieren creer que con él progresarán y odian al capitalismo porque quieren creer que les daña; en verdad, la envidia y la ignorancia ciegan a los más. Se niegan tercamente a estudiar economía y prescinden de la razonada impugnación que los especialistas hacen del sistema socialista; estiman que, tratándose de una ciencia abstracta, la economía carece de sentido. Pretenden fiarse sólo de la experiencia; pero, sin embargo, se resisten a aceptar un hecho experimental tan innegable cual es la incomparable superioridad del nivel de vida en la América capitalista comparado con el del paraíso soviético.

Al abordar el tema de los países económicamente atrasados, se suele incurrir en idénticos errores. Estos pueblos es lógico simpaticen con el comunismo, precisamente por hallarse sumidos en la miseria. Nadie duda que las naciones pobres desean acabar con sus penurias; pero, siendo ello así, lo que deberían hacer es adoptar el sistema que mejor conduce a tal objetivo: el capitalismo. Desorientados los habitantes de tales países, sin embargo, por falaces ideas anticapitalistas, miran con buenos ojos al comunismo. Paradójico, en verdad, resulta que los gobernantes de los pueblos orientales, pese a envidiar la prosperidad occidental, rechacen el sistema que enriqueció a Occidente, cayendo bajo el hechizo del comunismo soviético causante de la pobreza de los rusos y de todos sus satélites. Todavía mayor extrañeza causa al observador neutral el que los americanos, quienes en mayor grado se benefician de los frutos de la gran industria capitalista, exalten el sistema soviético y consideren «muy natural» que las naciones pobres de Asia y África prefieran el comunismo al capitalismo.

Cabe discutir si es o no conveniente que todo el mundo estudie economía en serio. Ahora bien, existe un hecho cierto: quien habla o escribe acerca del capitalismo y del socialismo, sin conocer a fondo las verdades descubiertas por la ciencia económica, es un irresponsable charlatán[T17].