I

LAS CARACTERÍSTICAS SOCIALES DEL CAPITALISMO Y LAS CAUSAS PSICOLÓGICAS DE SU VILIPENDIO

1. El consumidor soberano

Lo característico del capitalismo es producir bienes en masa para el consumo de la masa, provocando, de esta suerte, una tendencia a la elevación del nivel de vida en general y al progresivo enriquecimiento de los grupos mayoritarios. El capitalismo «desproletariza» a los trabajadores, «aburguesándolos», a base de bienes y servicios.

El hombre de la calle, en régimen de mercado, es el soberano consumidor, quien, comprando o absteniéndose de comprar, decide, en última instancia, lo que debe producirse, en qué cantidad y de cuál calidad. Los comercios y los establecimientos que suministran exclusiva o preferentemente a las clases acomodadas aquellos artículos, suntuarios y lujosos, que éstas apetecen, desempeñan un papel secundario; son elegantes, pero modestos, de escaso peso. Las empresas de verdadero volumen, las fábricas y explotaciones están siempre, directa o indirectamente, al servicio de las masas.

La revolución industrial, desde su inicio, continuamente, benefició a las multitudes. Aquellos desgraciados que, a lo largo de la historia, formaron siempre el rebaño de esclavos y siervos, de marginados y mendigos, se transformaron, de pronto, en los compradores, cortejados por el hombre de negocios, en los clientes «que siempre tienen razón», pues pueden hacer ricos a los proveedores ayer pobres y pobres a los proveedores hoy ricos.

La economía de mercado, cuando no se halla saboteada por la arbitrariedad de gobernantes y políticos, resulta incompatible con aquellos grandes señores feudales y poderosos caballeros que, otrora, mantenían sometido al pueblo, imponiéndole tributos y gabelas, mientras celebraban alegres banquetes con cuyas migajas y mendrugos los villanos malamente sobrevivían. La economía basada en el lucro hace prosperar a quienes, en cada momento, por una razón u otra, logran satisfacer las necesidades de las gentes del modo mejor y más barato posible. Quien está complaciendo a los consumidores progresa. Los capitalistas se arruinan tan pronto como dejan de invertir allí donde, con mayor diligencia, se atiende la siempre caprichosa demanda. Es un plebiscito, donde cada unidad monetaria confiere derecho a votar, Los consumidores, mediante tal sufragio, a diario, deciden quiénes deben poseer las factorías, los centros comerciales y las explotaciones agrícolas. El controlar los factores de producción constituye función social sujeta siempre a la confirmación o revocación de los consumidores soberanos.

Esto es lo que el moderno concepto de libertad social significa. Cada uno puede moldear su vida de acuerdo con los propios planes. No ha de someterse a ajenos programas, elaborados por supremas autoridades quienes imponen las normas correspondientes mediante el mecanismo coercitivo de la fuerza pública. La libertad —digámoslo claro, desde un principio— no es nunca absoluta. Queda limitada, en el caso del mercado, pese a la ausencia de toda amenaza y violencia, por la propia fisiología humana, de un lado, y, de otro, por la natural escasez de los bienes económicos. La realidad restringe, en este planeta, las posibilidades de sus habitantes.

No pretendemos justificar la libertad desde un punto de vista metafísico ni absoluto. No entramos en el típico argumento totalitario —tanto de derechas como de izquierdas— según el cual, las masas son demasiado estúpidas e ignorantes para saber sus «verdaderas» necesidades, por lo que necesitan de una tutela, la del buen gobernante, para no autodañarse. Menos aún nos interesa dilucidar si, en verdad, existen esos superhombres quienes, como míticos demiurgos, serían los únicos capaces de desempeñar tal tutoría[T3].

2. El ansia de mejora económica

El hombre de la calle, bajo el capitalismo, disfruta de bienes desconocidos en tiempos pasados, que, por ello, resultaban entonces inaccesibles incluso para los más ricos. Los automóviles, las televisiones y las neveras, sin embargo, no dan la felicidad. Al adquirir tales accesorios, el hombre, desde luego, se siente más feliz que antes; pero, en cuanto cualquier deseo satisface, nuevas apetencias le asaltan, Tal es la naturaleza humana.

Pocos americanos se percatan de que disfrutan del más alto nivel de vida, de unas riquezas que la inmensa mayoría de quienes viven en países no capitalistas consideran fabulosas e imposibles de alcanzar. A lo que ya tenemos o podemos fácilmente adquirir solemos dar poca trascendencia; anhelamos, en cambio, cuanto está fuera de nuestro alcance. Vano es lamentar tal insaciable humana apetencia. Constituye, precisamente, el impulso que conduce a la superación económica. Conformarse con lo poseído, absteniéndose apáticamente de toda mejora, no constituye virtud; más bien actitud propia de irracionales. El sello, lo característicamente humano, consiste en no cejar nunca por aumentar el propio bienestar[T4].

Tal humana actividad, siempre en busca de la felicidad, ha de hallarse, sin embargo, debidamente orientada, si quiere conseguir el objetivo deseado. Lo malo de nuestros contemporáneos no es que apasionadamente apetezcan mayor bienestar; lo lamentable es que apelen a medios inadecuados para alcanzar dicha meta, favoreciendo, sin darse cuenta, políticas contrarias a su auténtico interés personal. Demasiado obtusos para percibir las inevitables consecuencias que, al final, van a provocar, se deleitan con los pasajeros efectos registrados a corto plazo. Postulan medidas que conducen al empobrecimiento general, al desmoronamiento de la cooperación social, fundada en la división del trabajo, abocando a la barbarie[T5].

Sólo hay un medio para mejorar las condiciones materiales de la humanidad; impulsar el incremento del capital disponible a un ritmo superior al crecimiento de la población, Cuanto mayor sea la cuantía del capital invertido por trabajador, superior cantidad de bienes de mejor calidad cabrá producir. Eso es lo que el vilipendiado sistema capitalista, basado en el lucro, desde su inicio, consiguió, habiendo logrado, hasta hoy, mantener el primigenio impulso. Mañana, Dios dirá, pues la mayoría de los gobernantes y políticos —y los votantes— no ansían otra cosa que destruir el sistema.

Pero ¿por qué les repugna tanto el capitalismo? ¿Por qué añoran siempre los «felices tiempos pasados»? ¿Por qué lanzan furtivas si bien deseosas miradas a la miserable condición del obrero soviético, mientras a la vista tienen el bienestar que el sistema capitalista sobre los trabajadores occidentales?

3. Sociedad estamental y sociedad capitalista

Antes de contestar a estas preguntas es necesario poner de relieve los rasgos distintivos del capitalismo frente a los de una sociedad de tipo feudal o estamental.

Suele la gente asimilar a empresarios y capitalistas con los nobles señorones de la sociedad esencialmente clasista de los siglos medievales y de la edad moderna. La comparación se basa en la diferencia patrimonial de unos frente a la de otros. Tal paralelo, sin embargo, pasa por alto la diferencia existente entre la riqueza de un aristócrata de tipo feudal y la del «burgués» capitalista.

Aquélla no constituía fenómeno de mercado; no derivaba de haber producido bienes o servicios voluntariamente adquiridos por los consumidores; éstos, en el enriquecimiento y el empobrecimiento de los grandes, nada tenían que decir, ni entraban ni salían. Tales fortunas, por el contrario, procedían, o bien de bélico botín, o bien de la liberalidad de otro expoliador y se desvanecían por revocación del donante o por ajeno asalto armado (también cabía que el pródigo las malbaratara). Aquellos ricos no se hallaban al servicio de los consumidores; el pueblo llano, para ellos, no contaba.

Empresarios y capitalistas, en cambio, se enriquecen gracias al cliente que patrocina sus negocios. Quiebran tan pronto como otro fabricante accede al mercado con cosas mejores o más baratas, si no son ágiles y, a tiempo, saben adaptarse a la nueva situación.

No vamos, desde luego, a entrar en los antecedentes históricos de castas y clases, de hereditarias categorías, de derechos exclusivos, de privilegios e incapacidades personales. Importa, aquí, tan sólo señalar que tales instituciones repugnan al mercado; resultan incompatibles con el sistema capitalista libre de entorpecimientos. Sólo cuando tales discriminaciones fueron abolidas, implantándose el principio de la igualdad de todos ante la ley, pudo la humanidad gozar de los beneficios que la propiedad privada de los medios de producción lleva aparejados[T6].

En una sociedad basada en jerarquías, castas y estamentos, la posición de cada uno está de antemano prefijada. Se nace adscrito a específica categoría social. Tal posición viene rígidamente regulada por leyes y costumbres que confieren concretos privilegios e imponen precisos deberes al interesado. La buena o la mala fortuna personal, en muy raras ocasiones, puede elevar o rebajar de categoría al sujeto; por lo general, las condiciones de los distintos miembros de una clase sólo mejoran o empeoran al cambiar las condiciones de todo el correspondiente brazo social. El individuo, personalmente, no forma parte de la nación; es mero componente de un estamento (Stand, état) y, como tal, indirectamente sólo, se integra en el cuerpo nacional. Ningún sentimiento de comunidad experimenta ante el compatriota perteneciente a distinta clase social; percibe el abismo que le separa del ajeno rango, diferencia que, incluso, el habla y el vestido, ayer, reflejaban. Los aristócratas conversaban preferentemente en francés; el tercer estado empleaba la lengua vernácula, mientras las clases humildes se aferraban a dialectos, jergas y argots incomprensibles fuera de estrechos círculos. El atavío de las distintas clases también era diferente; el mero aspecto exterior bastaba para delatar la condición estamental del paseante.

Lo curioso es que esa abolición de privilegios clasistas constituya precisamente la esencial objeción que los sensibleros admiradores de los «felices tiempos pasados» esgrimen contra el capitalismo. Se ha «atomizado» la sociedad; las antiguas agrupaciones «orgánicas» quedaron sustituidas por masas «amorfas». El pueblo es soberano, sí, pero un «malsano materialismo» ha arrumbado las nobles normas que antes regían. Poderoso caballero es Don Dinero. Personas carentes de valía son ricas y nadan en la abundancia, mientras que otras, meritorias y dignas, vagan por las calles sin blanca en el bolsillo.

Tal crítica, implícitamente, presupone altas virtudes en los aristócratas del ancien régime si gozaban de superior categoría y de mayores rentas, sería ello debido a su preeminente cultura y calidad moral. No vamos a valorar conductas; pero el historiador nos hace notar que la alta nobleza estaba compuesta por los descendientes de soldados, cortesanos y «cortesanas», quienes, con ocasión de las luchas políticas y religiosas de los siglos XVI y XVII, fueron lo bastante listos o afortunados como para sumarse al partido que, respectivamente, en cada país, resultó vencedor.

Aunque los enemigos del mercado, bien sean conservadores, bien «progresistas», discrepan entre sí al ponderar aquellas aristocráticas normas de vida, concordes, por el contrario, se muestran cuando condenan los principios básicos de la sociedad capitalista. No son los hombres de verdadero mérito quienes adquieren riqueza y prestigio; gentes indignas y frívolas, en cambio, todo lo consiguen, mediante engaños y trapacerías. Ambos grupos, los conservadores y los ☺«progres», persiguen como cardinal objetivo la sustitución del sistema distributivo capitalista, evidentemente injusto, por otras normas de distribución «más equitativas»[T7].

Nadie, desde luego, jamás ha dicho que empresarios y capitalistas sean dechado de seráficas virtudes. La democracia del mercado se desentiende del «verdadero» mérito, de la «íntima» santidad, de la «personal» moralidad, de la justicia «absoluta».

Prosperan en la palestra mercantil, libre de trabas administrativas, quienes se preocupan y consiguen proporcionar a sus semejantes lo que éstos, en cada momento, con mayor apremio desean. Los consumidores, por su parte, se atienen exclusivamente a sus propias necesidades, apetencias o caprichos. Ésa es la ley de la democracia capitalista. Los consumidores son soberanos y exigen ser complacidos.

A millones de personas les gusta la pinka-pinka, bebida preparada por la multinacional Pinka-Pinka Internacional. Co. No menor es el número de quienes disfrutan con las novelas policíacas, las películas «de miedo», los periódicos sensacionalistas, las corridas de toros, el boxeo, el whisky, los cigarrillos, el chicle; los votantes abrumadoramente apoyan a políticos armamentistas, belicosos y provocadores. Dadas estas realidades notorias, se enriquecen en el mercado quienes, del modo más cumplido y más barato, satisfacen dichas voluntades. No son teóricas valoraciones, sino efectivas apreciaciones, expresadas por las gentes, comprando o abteniéndose de comprar, lo que cuenta. Cabría, a modo de consejo, decirle al despechado que critica la mecánica mercantil; «Si lo que Vd. desea es hacerse rico, procure complacer al público, ofreciéndole algo o más barato o más apetecible que aquello que ahora se le está brindando; intente superar a la pinka-pinka, elaborando otra bebida; la igualdad ante la ley le faculta, en un mercado libre, para competir con los más engreídos millonarios; superar al rey del chocolate, a la estrella de cine o al campeón de boxeo; y, finalmente, tenga presente que en modo alguno se cercena su personal derecho a despreciar todas esas riquezas, que en la industria textil o en el boxeo profesional posiblemente alcanzara, por componer poético soneto o filosófico ensayo. Ganará, entonces, Vd. menos dinero, pero eso es todo». Tal es la ley, según indicábamos, de la democracia económica del mercado. Los que satisfacen las apetencias de grupos minoritarios obtienen menos votos —dólares— que quienes se pliegan a los deseos de más amplios círculos. Cuando se trata de ganar dinero, la estrella de cine supera al filósofo y el fabricante de pinka-pinka al maestro sinfónico.

Bajo la consustancial sistemática del mercado, los grandes ingresos y los más altos cargos, en principio, están a disposición de todos. Pero luego viene la cicatera realidad; y ella sí discrimina entre los mortales. Hay circunstancias personales, congénitas o adquiridas, que hacen que el área de actuación propia tenga rigurosa delimitación. Un abismo separa al necio del perspicaz; a quien sabe pensar por su cuenta de quien sólo repite ajenas y mal interpretadas sandeces[T8].

4. El resentimiento de la ambición frustrada

Consignado lo anterior, vamos a intentar comprender por qué la gente odia al capitalismo.

Puede el sujeto, en una sociedad estamental, atribuir la adversidad de su destino a circunstancias ajenas a sí mismo. Le hicieron de condición servil y por eso es esclavo. La culpa no es suya; de nada tiene por qué avergonzarse. La mujer, que no se queje, pues si le preguntara: «¿Por qué no eres duque? Si tú fueras duque, yo sería duquesa», el marido le contestaría: «Si mi padre hubiera sido duque, no me habría casado contigo, tan villana como yo, sino con una linda duquesita. ¿Por qué no conseguiste mejores padres?».

La cosa ya no pinta del mismo modo bajo el capitalismo. La posición de cada uno depende de su respectiva aportación. Quien no alcanza lo ambicionado, dejando pasar oportunidades, sabe que sus semejantes le juzgaron y postergaron. Ahora sí, cuando su esposa le reprocha: «¿Por qué no ganas más que ochenta dólares a la semana? Si fueras tan hábil como tu antiguo amigo Pablo, serías encargado y viviríamos mejor», se percata de la propia humillante inferioridad.

La tan comentada inhumana dureza del capitalismo en eso precisamente estriba; en que se trata a cada uno según, de momento, haya contribuido al bienestar de sus semejantes[T9]. El grito marxista «a cada uno según sus merecimientos» se cumple rigurosamente en el mercado, donde no se admiten excusas ni personales lamentaciones. Advierte cada cual que fracasó donde triunfaron otros, quienes, por el contrario, en gran número, arrancaron del mismo punto de donde el interesado partió. Y lo que es peor, tales realidades constan a los demás. En la mirada familiar lee tácito reproche: «¿Por qué no fuiste mejor?». La gente admira a quien triunfa, contemplando al fracasado con menosprecio y pena.

Se le critica al capitalismo, precisamente, el otorgar a todos la oportunidad de alcanzar las posiciones más envidiables, posiciones que naturalmente pocos alcanzarán. Cuanto en la vida consigamos nunca será más que fracción mínima de lo originariamente ambicionado.

Tratamos con gentes que lograron lo que nosotros no pudimos alcanzar. Hay quienes nos aventajaron y, a su respecto, alimentamos subconscientes complejos de inferioridad. Tal sucede al vagabundo que mira al trabajador manual; al obrero ante el capataz; al empleado frente al director; al director para con el presidente; a quien tiene trescientos mil dólares cuando contempla al millonario. La confianza en sí mismo, el equilibrio moral, se quebranta al ver pasar a otros de mayor habilidad y superior capacidad para contentar a los demás. La propia ineficacia queda de manifiesto.

Justus Moser inicia la larga serie de autores alemanes opuestos a las ideas occidentales de la ilustración, del racionalismo, del utilitarismo y del laissez faire. Le irritaban los nuevos modos de pensar que hacían depender los ascensos, en la milicia y en la pública administración, del mérito, de la capacidad, haciendo caso omiso de la cuna y el linaje, de la biológica edad y de los años de servicio. Insoportable sería, decía Moser, la vida en una sociedad donde todo exclusivamente dependiera de la individual valía. Proclives somos a sobreestimar nuestra capacidad y nuestros merecimientos; de ahí que, cuando la posición social viene condicionada por factores ajenos, quienes ocupan lugares inferiores toleran la situación —las cosas son así— conservando intacta la dignidad y la propia estima, convencidos de que valen tanto o más que los otros. Varía, en cambio, el planteamiento si sólo el personal mérito decide; el fracasado se siente humillado; odio y animosidad rezuma contra quienes le superan[1].

Pues bien, esa sociedad, en la que el mérito y la propia ejecutoria determinan el éxito o el hundimiento, es la que el capitalismo, apelando a la mecánica del mercado y de los precios, extendió por donde pudo.

Moser, coincidamos o no con sus ideas, no era, desde luego, tonto; predijo las reacciones psicológicas que el nuevo sistema iba a desencadenar; adivinó la revuelta de quienes, puestos a prueba, flaquearían.

Y, efectivamente, tales personas, para consolarse y recuperar la confianza propia, buscan siempre socorredor chivo expiatorio. El fracaso —piensan— no les es imputable; son ellos tan brillantes, eficientes y diligentes como quienes les eclipsan. Es el prevalente orden social la causa de su desgracia; no premia a los mejores; galardona, en cambio, a los malvados carentes de escrúpulos, a los estafadores, a los explotadores, a los «individualistas sin entrañas». La honradez propia perdió al interesado; era él demasiado honesto; no quería recurrir a las bajas tretas con que los otros se encumbraron. Hay que optar, bajo el capitalismo, entre la pobreza honrada o la turbia riqueza; él prefirió la primera. Esa ansiosa búsqueda de propiciatoria víctima constituye reacción propia de quienes viven bajo un orden social que premia a cada uno con arreglo a su propio merecimiento, es decir, según haya podido contribuir al bienestar ajeno. Quien no ve sus ambiciones plenamente satisfechas se convierte, bajo tal orden social, en resentido rebelde. Los zafios se lanzan por la vía de la calumnia y la difamación; los más hábiles, en cambio, procuran enmascarar el odio tras filosóficas lucubraciones anticapitalistas. Tanto aquéllos como éstos, lo que, en definitiva, desean es ahogar denunciadora voz interior; la íntima conciencia de la falsedad de la propia crítica alimenta su fanatismo anticapitalista.

Tal frustración, según veíamos, surge bajo cualquier orden social basado en la igualdad de todos ante la ley. Sólo, sin embargo, es ésta indirectamente culpable del resentimiento, pues tal igualdad lo único que hace es poner de manifiesto la innata desigualdad de los mortales por lo que se refiere al respectivo vigor físico e intelectual, fuerza de voluntad y capacidad de trabajo. Resalta, eso sí, despiadadamente el abismo existente entre lo que, en verdad, cada uno realiza y la valoración que el propio sujeto concede a su ejecutoria. Despierto sueña quien exagera la propia valía, gustando de refugiarse en onírico mundo «mejor», donde cada uno sería recompensado con arreglo a su «verdadero» mérito.

5. El resentimiento de los intelectuales

El hombre medio, generalmente, no trata con quienes lograron triunfar en mayor proporción que él. Se mueve en el circulo de otros hombres vulgares y poco alterna con los superiores. No puede, pues, directamente, advertir aquellas premias que permiten al empresario servir con éxito a los consumidores. El resentimiento y la envidia, en su caso, no lo dirigen, por tanto, contra seres de carne y hueso, sino contra pálidas abstracciones, tales como el capital, la dirección, Wall Street. Difícil es odiar a tales desdibujados fantasmas con aquella amarga virulencia que suscita el adversario con quien a diario se pugna.

De ahí que el caso resulte diferente para aquéllos que, por particulares circunstancias laborales o por vinculaciones familiares, mantienen contacto personal con quienes cosecharon unas recompensas que —entienden— a ellos les sustrajeron. El resentimiento en estos supuestos es mayor, más doloroso, pues lo engendra el contacto directo con seres corporales. Condenan al capitalismo porque, para los cargos que ellos ambicionaban, a otros prefirió.

Tal es el caso de los intelectuales. Veamos, por ejemplo, a los médicos. Su ocupación y habitual contacto les recuerda a diario que pertenecen a una profesión que clasifica y ordena, con extraordinario rigor, según la respectiva capacidad. Los más eminentes, aquéllos que investigan y descubren, cuyas enseñanzas los demás han de aprender y practicar, si quieren mantenerse al día, no ha mucho fueron amigos, compañeros de facultad y juntos trabajaron como internos. Se siguen viendo en congresos y asambleas, a la cabecera de pacientes y en fiestas de sociedad. Algunos son amigos personales del resentido, manteniendo con él relación frecuente; le tratan con la mayor cortesía; «colega querido», siempre. Pero descuellan en la estimación pública y en la cuantía de sus honorarios; le superaron y ahora pertenecen a distinta categoría; al compararse con ellos se siente humillado, si bien ha de vigilarse, cuidando de no dejar traslucir ni rencor ni envidia. Disimula, por tanto, desviando la ira hacia diferente blanco; prefiere denunciar la organización económica de la sociedad, el nefando sistema capitalista. Bajo otro orden más justo, su capacidad y talento, su celo y logros, le hubieran sido debidamente premiados.

Lo mismo ocurre con abogados y profesores, artistas y actores, escritores y periodistas, arquitectos y científicos, ingenieros y químicos. Muchos de ellos también se sienten frustrados, vejados por la elevación del colega, antiguo camarada y compañero. Las normas éticas y de conducta profesional encubren la competencia tras un velo de amistosa fraternidad, lo que hace aún más amargo el resquemor.

Odia el intelectual, como decíamos, al capitalismo por cuanto encarna en viejos amigos cuyo éxito le duele; inculpa al sistema de la frustración de unas ambiciones que su personal vanidad hizo desmedidas.

6. El prejuicio anticapitalista de los intelectuales americanos

El prejuicio anticapitalista de los intelectuales no es fenómeno exclusivo de este ni de aquel país. Pero en los Estados Unidos se manifiesta con carácter más general y agrio. Para explicar este hecho, en apariencia sorprendente, preciso es detenerse en el examen de esa institución llamada la sociedad; le monde, en francés.

Tal sociedad abarca, en Europa, a cuantos destacan. Los estadistas y líderes parlamentarios, los ministros y subsecretarios, los propietarios y directores de los principales diarios y revistas, los escritores famosos, hombres de ciencia, artistas, actores, músicos, ingenieros, abogados y médicos de fama forman, junto con distinguidos hombres de negocios y descendientes de patricias familias, la buena sociedad. Todos ellos se relacionan en cocktails y comidas, fiestas de caridad, presentaciones en sociedad y salones de arte; frecuentan los mismos restaurantes, hoteles y lugares de esparcimiento. Se complacen conversando de asuntos intelectuales, moda que, nacida en la Italia del Renacimiento, fue perfeccionada al calor de los salones de París, siendo después exportada a las principales ciudades de la Europa central y occidental. Las nuevas ideas encontraban allí un primer eco, antes de influir en círculos más amplios. No se puede estudiar la historia de las bellas artes y la literatura del siglo XIX sin percatarse del papel desempeñado por la sociedad, al estimular o desanimar a artistas, músicos y escritores.

De acceso a la repetida sociedad europea gozaba quien quiera, en cualquier actividad, hubiera sobresalido. El ingreso resultaba tal vez facilitado a los ricos o a los de sangre distinguida. Pero ni el dinero ni el linaje otorgaban a nadie prestigio particular frente a quienes habían triunfado en el área intelectual. Los astros de los salones parisienses no eran los millonarios, sino los miembros de la Academie Française. Los intelectuales ocupaban el primer plano; los demás procuraban aparentar, al menos, interés vivo por los problemas del intelecto.

Esta sociedad resulta, en cambio, desconocida en USA. La society yanqui prácticamente queda limitada a las familias más ricas. Insalvable abismo separa a los triunfantes hombres de negocios de los escritores, artistas y científicos de fama; entre ambos grupos apenas si existen contactos personales. Quienes figuran en el Social Register no se relacionan con quienes modelan la opinión pública, con los precursores de ideas que determinarán el futuro. La mayor parte de la buena sociedad americana ni se interesa por los libros ni por el pensamiento. Reúnese para jugar a las cartas, cotillear o hablar de deportes antes que de temas culturales. Pero incluso la jet society que lee y se cultiva, raramente comunica con científicos y artistas.

Cabe hallar histórica explicación a tal realidad. Ello no restaña, sin embargo, la herida de la intelectualidad. Los escritores, los estudiosos y los artistas americanos tienden a considerar al opulento hombre de negocios como un bárbaro, preocupado tan sólo por ganar dinero. El catedrático desprecia a aquéllos de sus alumnos a quienes inquieta más el éxito del equipo universitario que el triunfo científico, considerándose vejado al advertir que posible entrenador de fútbol gane más que eminente filósofo. Los investigadores, quienes continuamente mejoran los métodos de producción, odian a los empresarios, a los que acusan de sólo atender las consecuencias monetarias de su labor estudiosa. Significativo es que haya tantos socialistas y comunistas entre los físicos actuales. Para agravar aún más las cosas, resulta, de un lado, que tales científicos terminantemente se oponen a estudiar doctrina económica alguna y, de otro, que todos los profesores a quienes abordan les aseguran de la íntima malignidad de un sistema económico basado en el lucro y en el personal beneficio.

Siempre que una clase social se aísla del resto de la nación y, sobre todo, de los mentores intelectuales, como hace la sociedad americana, deviene blanco de crítica. El aislacionismo de los americanos ricos, en cierta manera, les condena al ostracismo. Se precian ellos de constituir casta distinguida, pero la verdad es que los demás así no lo entienden. Su buscada segregación les separa, encendiendo animosidades que impelen a la intelectualidad a abrazar tendencias anticapitalistas.

7. El resentimiento de los empleados de oficina

El trabajador de corbata, además de la común animadversión contra el capitalismo, padece de dos espejismos peculiares a su categoría laboral.

Tras una mesa de trabajo, escribiendo y anotando cifras, tiende, por un lado, a sobrevalorar la propia trascendencia. Al igual que su jefe, redacta notas y estudia ajenos escritos; mantiene conversaciones con unos y otros; celebra conferencias telefónicas. Engreído, equipara su actividad con la empresarial, convencido de que forma parte de la élite rectora. Desprecia al tiznado operario de callosa mano; él es un «trabajador intelectual». Por eso se enfurece cuando comprueba que muchos trabajadores manuales ganan más que él, teniéndoseles en mayor aprecio. El capitalismo, evidentemente, no reconoce el «verdadero» valor del trabajo «cerebral», sobreestimando, en cambio, la faena meramente muscular de seres «ineducados».

El oficinista se desorienta y vuelve la espalda a la realidad, por aquélla ya trasnochada distinción entre el trabajo de papel y pluma y la labor física. No advierte que su administrativa actividad se reduce a cometidos rutinarios, que exigen escasa preparación, mientras aquellos otros menospreciados obreros, a quienes envidia, son los mecánicos y técnicos altamente especializados, que manejan las complicadas máquinas y útiles de la industria moderna. La incapacidad y falta de perspicacia del interesado queda así de manifiesto.

Por otro lado, al igual que a los titulados, también mortifica a nuestro administrativo la visión de quienes, dentro de su mismo grupo, sobresalieron. Comprueba que compañeros de oficina, iguales cuando empezaron todos a trabajar, han ascendido, mientras relativamente él se retrasaba. Tan sólo ayer, Pablo era de su misma categoría; hoy tiene, en cambio, un cargo mejor, generosamente retribuido, pese a valer menos que él. Pablo, evidentemente, debe su ascenso a torpes maquinaciones, única manera de prosperar bajo el injusto sistema capitalista, raíz de todos los males y miserias, según proclaman libros y revistas y repiten políticos e intelectuales.

La descripción que, en su ensayo más popular, hace Lenin del «control de la distribución y de la producción» refleja exactamente la petulancia de los empleados y su errónea creencia de que los trabajos subalternos pueden equipararse a la actividad empresarial. Ni Lenin ni la mayoría de sus camaradas revolucionarios quisieron nunca analizar cómo, en realidad, funciona la economía de mercado. Del capitalismo sólo sabían que Marx lo había calificado como el peor de todos los males; ellos eran revolucionarios profesionales; la subversión constituía su meta; lo demás no les interesaba. Desconocían otras rentas que las de los fondos del partido, fondos que se nutrían, en una mínima parte, de voluntarias aportaciones, mientras el grueso provenía de coacciones, chantajes y «expropiaciones violentas».

Hubo, desde luego, compañeros revolucionarios quienes, antes de 1917, exiliados en Europa central y occidental, desempeñaron ocasionalmente rutinarios empleos mercantiles. Pero lo único que Lenin sabía de la actividad empresarial derivaba de esta experiencia de simples empleados, rellenando impresos, copiando cartas, anotando cuentas y archivando papeles.

Lenin, sin embargo, sí veía que era diferente la función empresarial de la labor realizada por «los ingenieros, peritos y demás personal técnico preparado»; estos especialistas, bajo el capitalismo, se limitan a cumplir las ordenes recibidas de los poseedores; bajo el socialismo —seguía pensando Lenin— se atendrán a lo que los «trabajadores armados» les manden. La función de capitalistas y empresarios quedaba reducida a «controlar la producción y la distribución del trabajo y las mercancías». Aquí es donde quedaba corto el razonamiento porque hay más; bajo la égida del mercado, la actividad empresarial exige determinar cuál sea la manera mejor de combinar los diversos factores de producción disponibles, de suerte que, en cada momento, resulten atendidas, en la mayor medida posible, las necesidades de los consumidores, o sea, resolver qué debe producirse, en qué cuantía y de qué calidad.

Lenin no empleaba, desde luego, en este sentido el término «controlar». No percibía, como auténtico marxista que era, los problemas de la actividad productora bajo cualquier imaginable sistema social; olvidaba la escasez de los factores de producción disponibles; la incertidumbre de las futuras apetencias de los consumidores; la necesidad de decidir, entre la fantástica multiplicidad de procedimientos mecánicos que permiten producir una mercancía, aquél que menos oneroso resulte, para así no perturbar, en lo posible, la obtención de otros bienes también apetecidos.

En los escritos de Marx y Engels no se encuentra la menor inferencia a tales cuestiones, y por eso lo único que Lenin dedujo de los parciales relatos que le hacían aquellos camaradas ocasionalmente ocupados en despachos y oficinas acerca del funcionamiento de la empresa mercantil era que su mecánica exigía muchos papeles, fichas y números. Por ello, afirmaba que «la contabilidad y el control» son esenciales para la organización y el correcto funcionamiento de la sociedad. Pero «la contabilidad y el control» habían sido compendiados por el capitalismo hasta el máximo, convirtiéndose en operaciones extraordinariamente simples, fáciles, sencillas, consistentes en vigilar, registrar y documentar, cosas al alcance de quien quiera supiera las cuatro reglas, leer y escribir[2].

La filosofía del empleado de oficina es esa misma.

8. El resentimiento de los parientes

El incesante proceso del mercado tiende a encomendar la administración de los factores de producción a los más eficientes.

Las grandes fortunas, reunidas a base de haber sabido sus poseedores proveer, de la mejor manera posible, las necesidades más urgentemente sentidas por el público se diluyen y desaparecen tan pronto como el empresario se desvía de ésa su esencial misión. No es insólito que el creador de un importante acervo mercantil vea cómo su imperio comienza a desmoronarse al decrecer la energía y vitalidad personal; cuando la edad disminuye la propia agilidad para adaptarse a las siempre cambiantes estructuras del mercado. Son, sin embargo, más frecuentemente, los sucesores quienes, con su indolencia y vanidad, dilapidan las riquezas acumuladas; si, pese a su evidente incapacidad, perviven y no se arruinan, es porque instituciones y medidas políticas de signo anticapitalistas les protegen[T10]. En el mercado, para mantener las fortunas hay que diariamente volverlas a ganar, en dura competencia con todo el mundo; no sólo con las empresas consagradas, sino, sobre todo, con nuevos y audaces contrincantes, siempre renovados, ansiosos de asaltar ajenas posiciones. Quienes rehuyen la palestra mercantil, los desmedrados herederos de anteriores capitanes de la industria, prefieren adquirir valores públicos, buscando la protección del Estado ante los peligros de los eventos mercantiles[3].

Hay, en cambio, familias donde las excepcionales condiciones requeridas para el éxito empresarial se han transmitido a lo largo de generaciones. Algunos de los hijos, nietos o incluso bisnietos igualan y aun superan al fundador. La riqueza no se disipa; se acrecienta. Estos casos, naturalmente, no son frecuentes y llaman la atención, no sólo por su rareza, sino además por cuanto quienes saben ampliar y mejorar el heredado negocio gozan de doble prestigio: el que sus antecesores merecieron y el que ellos mismos consiguieron. Denominando, con intención peyorativa, patricios a tales personas, quienes no saben distinguir entre una sociedad estamental y jerarquizada y una sociedad capitalista olvidan que se trata de gentes de esmerada educación, gusto refinado y elegancia personal, pericia y laboriosidad. Individuos acaudalados en el país e incluso en el mundo.

Conviene nos detengamos, un momento, en el análisis de este fenómeno a cuyo amparo se urden muchas maquinaciones y propagandas anticapitalistas.

Las cualidades empresariales, incluso en esas familias cuya opulencia perdura, no son heredadas por todos los descendientes. Uno o, a lo sumo, un par de personas de cada generación gozan de las virtudes necesarias y es a ellos a quienes conviene confiar la gestión de las operaciones familiares, si se des a que la casa progrese. Los demás parientes se limitan a cobrar dividendos. El dispositivo formal, según sean las normas legales de cada país, varía, pero el resultado final permanece siempre el mismo: separar a la familia en dos categorías: la de los dirigentes y la de los dirigidos.

Integran el segundo grupo, por lo general, personas estrechamente emparentadas con los que podríamos denominar jefes, es decir hermanos, primos, sobrinos y, aún más a menudo, hermanas, viudas y esposas en general. Esta segunda categoría de parientes se lucra con la rentabilidad de la empresa, si bien sus integrantes desconocen la vida del negocio y no saben de los problemas que resuelve a diario el pariente empresario. Fueron educados en colegios e internados de lujo, cuya atmósfera estaba saturada de altanero desprecio contra los filisteos preocupados sólo por ganar dinero. Algunos de ellos no piensan más que en diversiones; apuestan y juegan; van de fiesta en fiesta, en costoso libertinaje. Otros se dedican, como meros aficionados, a la pintura, a la literatura otras artes. La mayor parte lleva, pues, una vida ociosa e inútil.

Pero seamos justos; siempre hubo excepciones. La fecunda ejecutoria de algunos de ellos ampliamente compensa la conducta escandalosa de juerguistas y derrochadores. Muchos eminentes estadistas, escritores y eruditos fueron distinguidos caballeros sin ocupación. Libres de la necesidad de ganarse la vida, emancipados de coacciones sociales, desarrollaron fecundos y nuevos idearios; otros convirtiéronse en mecenas, sin cuyo concurso financiero y moral, renombrados artistas no hubieran podido realizar su labor creadora. Los hombres de dinero desempeñaron un gran papel en la evolución intelectual y política de la Gran Bretaña, como todo el mundo sabe, a lo largo de los últimos doscientos años, mientras en Francia fue le monde, la «buena sociedad», el ambiente que permitió vivir y prosperar a los escritores y artistas del siglo XIX.

Pero no nos interesa, ahora, ni la frivolidad de unos ni las meritorias actuaciones de otros. Lo que conviene aquí destacar es el papel que ciertos parientes desempeñan en la difusión de doctrinas tendentes a destruir la economía de mercado.

Muchos de ellos parten de la base psicológica de haber sido estafados por los dirigentes. Reciben siempre poco en la distribución y los jefes demasiado, tanto si las correspondientes normas derivan de disposiciones testamentarias como si fueron libremente pactadas entre los interesados.

Desconocedores de la mecánica de los negocios y del mercado, se hallan convencidos —como Marx— de que el capital, automáticamente, «engendra beneficio». No saben leer un balance ni una cuenta de pérdidas y ganancias; ignoran por qué han de ganar más quienes ordenan y dirigen la firma. Torpes en exceso, malician siempre aviesas intenciones por parte del jefe, quien no pensaría más que en privarles de sus heredadas posiciones. Por eso, continuamente se quejan y reclaman.

Los regentes, ante tal actitud, fácilmente pierden los estribos. Están orgullosos de los éxitos conseguidos sorteando todas las dificultades y cortapisas que a las grandes empresas oponen el gobierno y las organizaciones sindicales; se hallan convencidos de que, a no ser por su eficiencia y celo, la fortuna familiar se habría derrumbado. Piensan que los parientes deberían proclamar tales méritos, reputando injustas y ultrajantes aquellas quejas.

Las disputas domésticas entre jefes y parientes afectan sólo a los miembros del clan. Pero cobran trascendencia general cuando los segundos, para molestar a los primeros, se pasan al campo anticapitalista, financiando toda clase de aventuras izquierdistas. Aplauden las huelgas, incluso cuando afectan a las fábricas de las que proceden sus propias rentas[4]. Las revistas progresistas y los periódicos de izquierdas, en gran parte, se financian mediante generosas aportaciones de ciertos parientes, quienes dotan a universidades, colegios e instituciones para que lleven a cabo estudios sociales, patrocinando actividades de signo comunista. Como socialistas o bolcheviques de salón desempeñan un papel importante en el ejército proletario que lucha contra el funesto régimen capitalista.

9. El comunismo de Broadway y Hollywood

Las masas, cuyo nivel de vida ha elevado el capitalismo, abriéndoles las puertas al ocio, quieren distraerse. La multitud abarrota teatros y cines. El negocio del espectáculo es rentable. Los artistas y autores que gozan de mayor popularidad perciben ingresos excepcionales. Viven en palacios, con piscinas y mayordomos; no son, desde luego, prisioneros del hambre. Hollywood y Broadway, los centros mundiales de la industria del espectáculo, son, sin embargo, viveros de comunistas. Artistas y guionistas forman la vanguardia de todo lo prosoviético.

Varias explicaciones han sido formuladas para explicar el fenómeno. Casi todas ellas contienen una parte de verdad, Olvídase, no obstante, por lo general, la razón principal que impulsa a tan destacadas figuras de la escena y la pantalla hacia las filas revolucionarias.

Bajo el capitalismo, como tantas veces se ha dicho, el éxito económico es función del aprecio que el soberano consumidor conceda a la actuación del sujeto. En este orden de ideas, no hay diferencia entre la retribución que percibe por sus servicios el fabricante y las que, por los suyos, obtienen productores, artistas o guionistas. Pese a tal similitud, la apuntada realidad inquieta mucho más a quienes forman el mundo de las tablas que a quienes producen bienes tangibles. Los fabricantes saben que sus cosas se venden en razón a ciertas propiedades físicas. Confían en que el público continuará solicitando tales mercancías mientras no aparezcan otras mejores o más baratas, ya que no parece probable varíen las necesidades que con estos artículos se satisfacen. Puede el empresario inteligente prever, hasta cierto punto, la posible demanda de tales bienes; y, con algún grado de seguridad, cábele contemplar el futuro. Pero ya no sucede lo mismo en el terreno del espectáculo. La gente busca diversiones porque se aburre; pero nada hastía tanto al espectador como lo reiterativo; cambios, variedades, resultan imprescindibles; se aplaude lo novedoso, lo inesperado, lo sorprendente. El público, caprichoso y versátil, desdeña hoy lo que ayer adoraba. Por eso, a la escena y a la pantalla atemoriza tanto la volubilidad de quienes, en taquilla, pagan. La gran figura amanece un día rica y famosa; mañana, en cambio, puede hallarse relegada al olvido; le atribula la ansiedad de que su futuro enteramente depende de los caprichos y antojos de una muchedumbre sólo ansiosa de diversiones. Teme siempre, como el célebre constructor de Ibsen, a los nuevos competidores; a la vigorosa juventud que, un día inexorable, por desgracia, le arrumbará.

Difícil resulta, desde luego, acallar tamaña inquietud. Quienes la padecen se agarran a cualquier ilusión, por fantástica que sea. Llegan incluso a creer que el comunismo les liberará de tanta tribulación. ¿No dicen, acaso, que el colectivismo hará a todo el mundo feliz? Escritores eminentes ¿no proclaman a diario que el capitalismo constituye la causa de todos los males y que, en cambio, el laboralismo remediará cuantas desgracias hoy abruman al trabajador? Si actores y artistas, con tanto ahínco, cuanto tienen dan, ¿por qué no debe considerárseles a ellos trabajadores también?

Cabe afirmar, sin temor a caer en falsedad, que ninguno de los comunistas de Hollywood y Broadway examinó jamás los textos teóricos del socialismo; y menos aún se preocupó de echar ni un vistazo siquiera a los tratados de economía de mercado. Precisamente por esto, todas esas glamour girls, bailarinas y cantantes, todos esos guionistas y directores, que tanto pululan, ilusiónanse pensando que sus particulares cuitas quedarán remediadas tan pronto como los expropiadores sean expropiados.

Hay quienes responsabilizan al capitalismo de la estupidez y zafiedad de la industria del espectáculo. No discutamos ahora el fondo del tema. Conviene, en cambio, resaltar aquí que ningún otro sector apoyó al comunismo con mayor entusiasmo que quienes precisamente intervienen en tan necias exhibiciones. Cuando el futuro historiador de nuestra época pondere aquellos significativos detalles a los que Taine tanto valor concedía, no dejará de notar el decisivo impulso que el izquierdismo americano recibió de, por ejemplo, la mundialmente famosa cabaretera popularizadora del strip-tease, la que iba desnudándose, prenda a prenda, ante el público[5].