L
as estrellas se inclinaron sobre él, como tantas obras veces había sucedido antaño en ese lugar encantado.
Se encontraba en la Atalaya de Bruenor, pero no sabía cómo había llegado hasta allí. A su lado iba Guenhwyvar, que lo ayudaba a andar manteniendo en alto su pierna rota, pero él no recordaba haberla llamado.
De todos los lugares en los que había estado Drizzt, en ninguno se había sentido más cómodo que ahí. Tal vez fuera la compañía que tan a menudo había encontrado allí, pero incluso sin la presencia de Bruenor a su lado, ese lugar, ese solitario pico que se elevaba por encima de la plana y oscura tundra, siempre le había servido a Drizzt Do’Urden como apoyo espiritual. Ahí arriba se sentía minúsculo y mortal, pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de formar parte de algo mucho más grande, de algo eterno.
En la Atalaya de Bruenor, las estrellas se inclinaban hacia él, o él se elevaba hacia ellas, flotando sin estar coartado por sus constreñimientos físicos; su espíritu se elevaba remontándose hasta las esferas celestiales. Allí podía oír el sonido del gran mecanismo de relojería, podía sentir el soplo de los vientos celestiales en el rostro y podía fundirse con el éter.
Era el lugar donde Drizzt meditaba con mayor profundidad, un lugar donde comprendía el gran ciclo de la vida y la muerte. Un lugar que parecía ser el adecuado, mientras la herida de su frente seguía sangrando.
Ambargrís se detuvo con los brazos en jarras, mirando para todos los lados, sin salir de su asombro. Se volvió hacia Afafrenfere, que se limitó a encogerse de hombros.
Todos vieron la sangre, las huellas de los revolcones, los indicios de la pelea, tal como se lo había explicado Entreri a su regreso al campamento mientras sujetaba firmemente a una alterada Dahlia.
Pero Drizzt no estaba allí.
Tenía una pierna rota, según había dicho Entreri, y sangraba abundantemente por la cabeza, además, ellos tres, la enana, el monje y Effron, no habían tenido dificultad en encontrar el lugar del último enfrentamiento entre Drizzt y Dahlia debido a la cantidad de sangre que había en el suelo.
Sin embargo, él no estaba allí, y no había rastro alguno de que se hubiera trasladado a otro lugar, ni un reguero de sangre ni las marcas de haberse arrastrado que podrían esperarse tratándose de una persona con una pierna quebrada.
—Alguien lo encontró primero —aventuró Effron.
—Sí, pero alguien que volara —observó Afafrenfere, agitando en el aire sus manos con impotencia, clavado en el lugar donde eran visibles las únicas huellas en la nieve que partían de ese lugar, el rastro de Entreri y de Dahlia que con tanta facilidad los había conducido fuera de su campamento.
Los tres miraron hacia arriba, como si esperaran que descendiera sobre ellos un pájaro gigantesco o un dragón.
—No’staba tan mal como pensaba Entreri —reflexionó Ambargrís en voz alta—. Es un explorador, pues, y no l’hace tan mal.
—Pero ¿adónde habrá ido? —se preguntó Effron.
—A reunirse con los enanos de Battlehammer —concluyó Afafrenfere, y los demás asintieron.
—Tendremos que ir p’allí pa’verlo —planteó Ambargrís.
—Entreri dijo que nos vamos sin más, y antes del ocaso —les recordó Effron—, hacia el este y el sur y lejos del valle.
—Entonces, Entreri no sabe lo que dice —intervino el monje—. Drizzt no habría abandonado a un amigo en ese estado, y yo no lo haré tampoco.
—Pues eso —asintió la enana.
Effron volvió a mirar hacia el campamento, donde Dahlia y Entreri estaba enrollando sus petates, y no pudo contener su pena. Estaba atrapado entre su madre y el drow, y aunque no quería enfrentarse a Dahlia en esos primeros escarceos de su relación, no podía dejar de estar de acuerdo con el razonamiento de la enana y del monje. Drizzt había sido un compañero leal para Effron, y había celebrado su «conversión», y desde luego se había convertido para él en algo más que un simple camarada. En el Páramo de las Sombras, en aquellos días en que hambrientos se sentaban hombro con hombro, Drizzt había sido el amigo de Effron.
Y no había sido una amistad interesada, como la que había prevalecido en todos los aspectos de la existencia anterior de Effron bajo la tutela de Draygo Quick y Herzgo Alegni, sino más bien una sincera compasión y una cálida acogida.
—En marcha, pues, hacia Stokely Silverstream y el clan Battlehammer —arengó el tiflin—. Es lo menos que podemos hacer por Drizzt.
—Entonces, tal vez no deberíamos partir con él —reiteró Afafrenfere al tiempo que miraba hacia el campamento, claramente en desacuerdo con el informe que les había dado Artemis Entreri, y abiertamente molesto con la disolución del grupo.
—Ahí pa’fuera hay mucho mundo —les recordó rápidamente Ambargrís—. Yo no’stoy por quedarme aquí en este lugar, no teniendo tos los caminos abiertos. Y pasaron muchos años. ¿Quién podría saber qu’andamos por ahí fuera?
Afafrenfere miró a la enana, luego volvió a mirar hacia el campamento, y asintió de mala gana.
Convencieron a Entreri para ir hacia el noreste bordeando la base de la montaña hasta los túneles de Battlehammer.
Pero los cinco acabarían por dejar atrás el Valle del Viento Helado, cruzando por el paso de la Columna del Mundo, hasta volver a ver la silueta de Luskan unos diez días después, sin la menor noticia de Drizzt Do’Urden.
Se lo había tragado la noche y no supieron nada más de él.
La tibieza de la sangre… la cercanía de las estrellas… arrodillado y apoyado en Guenhwyvar… flotando hasta fundirse con las estrellas, con la eternidad, con todo…
Un cúmulo de pensamientos desconectados invadía la conciencia de Drizzt.
Dahlia lo había matado, porque él no había querido matarla a ella… Entreri interponiéndose para salvarlo, pero sin éxito, aparentemente…
¿Cómo había llegado hasta ese lugar, a la Atalaya de Bruenor, trescientos metros por encima de la Cumbre de Kelvin? Su pierna rota no lo había llevado hasta allí, no podría haberlo llevado hasta allí.
¿Por qué no le dolía la pierna?
Entonces estaba a la deriva, y volvía a escuchar la canción, la misma que había oído en el bosque encantado de la orilla este del lago Dinneshere. La canción de Mielikki que identificaban su corazón y su alma.
La canción para llamarlo al hogar.
¿Y quién podría estar allí?
Su visión se nubló. Apoyó la cabeza sobre el musculoso costado de Guenhwyvar, y sintió el calor y la fuerza de la querida pantera.
—No me olvides —susurró.
Escuchó la canción y el suave ronroneo de la pantera, y una voz… una voz del pasado, de otros tiempos y de otra vida.
Su visión se cristalizó en torno a aquel sonido, fue apenas un brevísimo instante, y volvió a ver a su amada Catti-brie, mientras lo invadía una oleada de felicidad.
Porque ella y la canción eran la misma cosa, y la canción lo llamó a unírsele.
Las fuerzas lo abandonaron.
Guenhwyvar aulló, prolongada y suavemente en la noche del Valle del Viento Helado.
Y Catti-brie estaba allí, a su lado, abrazándolo fuertemente y sosteniéndolo, y Drizzt supo que era el momento de dejarse ir, de abandonarse por completo, porque Catti-brie estaba allí para acogerlo.