29

UNA LARGA NOCHE DE SUEÑO

L

uz de luna.

Un nítido rayo bañó al dormido drow, atravesando el velo de su somnolencia, trayéndolo al estado consciente. Acostado boca arriba, Drizzt abrió los ojos y centró la mirada en el pálido disco suspendido en lo alto del firmamento por encima de su cabeza, que lo contemplaba a través de una maraña de ramas retorcidas y sin hojas. Se dio cuenta de que había dormido durante muchas horas, si bien eso tenía poco sentido para él. Porque había caído dormido a primeras horas de la tarde y, a juzgar por la luna, apenas sería medianoche.

Poco a poco empezaron a invadirlo los recuerdos: el sonido de una suave música, el regreso de Artemis Entreri al campamento, el acuciante deseo de volver a acostarse y echarse a dormir.

La luz quedaba retenida en el espeso dosel que formaban los árboles… pero ahora esa fronda ya había desaparecido.

Drizzt notó la espesa hierba a su lado. Pero cuando se incorporó sobre los codos, se dio cuenta de que esa zona circundante era el único vestigio del exuberante bosque en el que acababa de despertarse. Parpadeó y sacudió la cabeza, tratando de darle un sentido a la escena que tenía ante sí. A su alrededor yacían sus cinco compañeros. Su rítmica respiración y los ronquidos de Ambargrís demostraban que estaban profundamente dormidos. Esa zona, que mediría unos diez pasos de diámetro, era exactamente igual que la que había «soñado», pero todo lo demás, todo lo que quedaba fuera de ese diminuto retazo, era como lo habían visto cuando los seis llegaron por primera vez a ese lugar. No había nada de la pequeña y bien conservada casa ni del estanque tal como habían sido antes de su sueño.

No, no exactamente, porque el suelo, fuera de ese dormitorio encantado, estaba cubierto por una gruesa capa de nieve, aunque no había nieve, ni señal alguna de que se acercara una tormenta, cuando habían salido de Puerto Este.

Drizzt se puso de pie y caminó hasta el borde de anomalía herbácea. La luz de la luna brillaba lo suficiente para permitirle una visión clara mientras inspeccionaba el montón de nieve, y a juzgar por su formación le parecía que los niveles inferiores del mismo, compactados y helados, llevaban allí varias semanas. Observó el cielo completamente limpio, centrándose en las constelaciones.

¿Finales del invierno?

Sin embargo, habían llegado de Puerto Este hacía solo dos días, y a principios del otoño.

Drizzt trató de encajar todos los datos. ¿Había sido todo un sueño? Sólo entonces se dio cuenta de que aún sostenía un objeto en la mano. Lo levantó a la altura de los ojos y cayó en la cuenta de que era la estatuilla de marfil de Catti-brie y Taulmaril.

—Entreri —susurró y golpeó levemente con el pie al asesino.

Entreri, que tenía el sueño ligero, despertó de inmediato y se puso de pie como si fuera víctima de un ataque pero ya listo para repelerlo.

Apenas un instante después, el asesino tenía la misma cara, según percibió Drizzt, que se le había puesto a él. Parpadeó varias veces, y la expresión de su rostro era de confusión, mientras miraba a su alrededor contemplando el curioso e imposible panorama.

—¿Y la música? —preguntó Entreri sin alterarse—. ¿Y el bosque?

Drizzt se encogió de hombros porque no tenía respuestas.

—Entonces ¿fue un sueño? —exclamó Entreri.

—Si lo fue, entonces fue un sueño común —respondió Drizzt, y le mostró la estatuilla de marfil—. ¡Y mira a nuestro alrededor! En nuestro campamento es verano, a lo que parece, pero no lo es en el resto del mundo.

Dejaron que los demás siguieran durmiendo y ellos rompieron algunas ramas de los escasos árboles que había alrededor de la zona que ocupaban con el fin de encender una hoguera si el invierno recrudecía.

También se dieron cuenta de que en el campamento hacía calor, calor de verano, pero el aire que circundaba a aquel pequeño reducto era extremadamente frío, y un fuerte viento barría el lago desde el noroeste. Pero ese viento, como el propio invierno, no penetraba en la zona mágicamente protegida, como si aquel pequeño retazo de hierba veraniega existiera en un plano diferente.

Drizzt encendió una hoguera y se puso a preparar el desayuno justo antes de que amaneciera, entonces se despertaron los demás y en sus caras apareció la misma expresión y recordaron la dulce música en el bosque de verano e hicieron las mismas preguntas y se quedaron sin las mismas respuestas. Era indudable que nada de eso tenía el menor sentido.

Cualquier idea que pudieran tener de permanecer más tiempo en aquel lugar encantado, con la esperanza de que volviera a aparecer el bosque, resultó frustrada con las primeras luces del día que rompieron por completo el encantamiento, y el viento empezó a ulular a su alrededor, arrastrando los copos de nieve que acabaron cubriendo sus lechos de verano.

Sólo Drizzt volvió a oír la música en ese momento pero se trataba de una canción diferente, o al menos las notas finales de la canción anterior…

Las notas finales, el final. Lo invadió una sensación de irreversibilidad, porque sabía que estaba viendo morir a ese bosque, Iruladoon, perdido para siempre para los siglos venideros.

—¿Cruzaremos por el lago helado? —preguntó Ambargrís, sacando al drow de su ensimismada contemplación.

Drizzt sopesó sus palabras, luego asintió con la cabeza. No estaba seguro de cuál era el mes exacto en que se encontraban, pero intuía que estaban a finales del invierno o a principios de la primavera, y no tenía ni la menor idea del espesor de la capa de hielo.

—El mismo camino que nos trajo hasta aquí —respondió, y enfiló sus pasos hacia el sur, avanzando por la lisa superficie que bordeaba el lago—. Hacia Puerto Este.

—¿Ties pensao contannos lo que pasó?

—Si tuviera la más mínima idea de lo que podría estar pasando, lo haría —respondió Drizzt.

—Bueno, pensé que tú conocerías nuestro camino —protestó la enana.

—Yo sé cuál no es nuestro camino —le aclaró Drizzt—. Y no es cruzando el lago en línea recta, sin protección alguna contra el viento, y donde la capa de hielo podría ser demasiado delgada para aguantar nuestro peso.

La enana se encogió de hombros, satisfecha con la explicación, y el grupo se puso en marcha, caminando con dificultad entre la nieve, apretando contra su cuerpo las inadecuadas capas. Drizzt no pudo descubrir ni el menor atisbo de ese misterio, pero estaba realmente contento de no haberse despertado en mitad del invierno, o lo más seguro es que no habrían tardado en morir.

Seguían bordeando el lago, pero avanzaban lentamente y el sol empezó a ocultarse por su derecha.

—Tenemos que encontrar una cueva o un bosquete abrigado —explicó Drizzt, alejándose del lago e internándose en las suaves colinas que bordeaban la orilla occidental del lago Dinneshere. Cuando ya se esfumaban las últimas luces del día, subió a la cima de una pequeña colina, tratando de orientarse. Hacia el sur vio las luces de Puerto Este, todavía a una distancia de varias horas, pero también distinguió un campamento asentado mucho más cerca, abrigado al pie de las colinas. Supo que se trataba de una tribu bárbara, y a juzgar por el emplazamiento y la época del año estimada, probablemente se trataba de la tribu del Alce, el pueblo de Wulfgar, que conocía bien la leyenda de Drizzt.

Dejó a sus cinco amigos en un valle recóndito cerca de las hogueras de los bárbaros y se internó solo en el campamento, lanzando un hondo suspiro de alivio cuando comprobó que era realmente la tribu del Alce. Iba con las manos en alto, indefenso, y se presentó sin ocultar nada mientras se clavaban en él muchas miradas recelosas.

Un bárbaro de elevada estatura vestido con el atuendo de un jefe se dirigió sin titubeos hacia el drow, mirándolo desde arriba a un palmo escaso de distancia.

—¿Drizzt Do’Urden? —preguntó, y no parecía muy convencido por eso levantó su arma sobre la cabeza de Drizzt, una magnífica maza que el drow conocía muy bien.

—¿Qué clase de fantasma eres?

Aegis-fang —murmuró Drizzt, seguro de que era la maza que Bruenor había forjado para Wulfgar hacía ya un siglo, y realmente Drizzt se alegró al ver la maza en las manos del jefe de esta tribu bárbara, una herencia adecuada para un gran hombre del Valle del Viento Helado.

—No soy un fantasma —dijo tratando de tranquilizar al hombre. Miró a su alrededor, buscando alguna cara conocida, por más que hacía tiempo que no había visto a nadie de la tribu. Se fijó en un hombre joven de elevada estatura, apenas un adolescente de cabello rubio y chispeantes ojos azules, en quien el drow identificó de pronto algo familiar.

Pero no era posible, recapacitó Drizzt. Seguramente se había confundido y confundía a ese joven con un bárbaro al que había conocido muchos años atrás. El hecho de haber visto el Aegis-fang, los olores característicos del Valle del Viento Helado, el sonido del viento percibido una vez más, todo ello bastaba para transportar a Drizzt a una época desde la que habían transcurrido muchas décadas.

—Cerca de aquí tengo refugiados a varios amigos, concretamente cinco —explicó Drizzt—. Nos dirigimos a Puerto Este, pero estamos mal pertrechados para esta época del año. Nos vendría bien pasar la noche…

El jefe echó la vista en derredor mirando a su gente, luego volvió a mirar al drow.

—¿Drizzt Do’Urden? —volvió a preguntar, como si no estuviera convencido—. Drizzt Do’Urden hace mucho tiempo que desapareció del mundo, según dicen, tragado por la tundra hace un montón de años.

—Si eso es lo que dicen, entonces están equivocados. Hace poco que pasé por Puerto Este con la intención de dirigirme a… bueno, de encontrar a vuestra tribu o a otra para investigar los rumores que corren acerca de un bosque en las orillas del lago Dinneshere.

—¿Por qué nos buscabas?

—Me dijeron que tres personas de esta tribu hablaron de ese bosque.

—No estoy al tanto de esos rumores —respondió el jefe y pareció sentirse violento ante la sugerencia.

—Yo sí he oído hablar de eso —intervino uno de los presentes, una mujer muy mayor—. Pero hace muchos años.

Drizzt la miró, pero se dio cuenta de que su mirada se desviaba hacia el guerrero que le recordó tanto al joven Wulfgar, y que Drizzt sospechó que podía ser un descendiente de su amigo, tan fuerte, incluso tan asombroso, era el parecido. El joven eludió tímidamente su mirada.

—¿Eres Drizzt Do’Urden? —le preguntó sin rodeos el jefe.

—Tan seguro como que tu maza fue forjada por el rey Bruenor Battlehammer para Wulfgar, hijo de Beornegar —respondió Drizzt—. Una maza que lleva el nombre de Aegis-fang, y que tiene grabado en la cabeza de mithril los símbolos entrelazados de los tres dioses enanos, Moradin, Dumathoin y Clangedding. Yo estaba allí cuando se forjó, y también cuando se la entregaron a Wulfgar, y, por supuesto, viajé con Wulfgar a la guarida de Ingeloakastamizilian, Muerte de Hielo, el gran dragón, y allí encontré esta misma arma.

Cuando terminó, desenvainó su cimitarra de filo diamantino, a la que había dado nombre después de matar al dragón, y la sostuvo ante el jefe, dejando que la luz pusiera de relieve su brillante filo. La giró en la mano para que se viera la negra y diamantina empuñadura con la forma de la cabeza de un gato al acecho.

—Trae a tus amigos —le dijo el jefe, asintiendo con la cabeza para aceptar que conocía la singular cimitarra y con una amplia sonrisa, porque tal como esperaba Drizzt, la leyenda de Drizzt y especialmente la de Wulfgar, seguían muy presentes en la tradición oral de la tribu del Alce.

—Compartid nuestro fuego y nuestra comida, y os proveeremos de ropa de abrigo para la travesía hasta Puerto Este.

—Hace mucho que está muerto —dijo el joven barquero—. Se ahogó en el 73. Se salvó la barcaza, pero no el viejo Spiblin.

Los seis compañeros se miraron unos a otros con curiosidad sin saber qué responder ante esas extrañas palabras. Habían alcanzado el recodo sureste del lago Dinneshere, el punto de salida del transbordador, a primera hora de la tarde del día siguiente, y la suerte los había acompañado porque vieron las velas de la barcaza no lejos de la costa. Una hoguera de aviso la había atraído hasta allí, pero para sorpresa de todos, el capitán no era el malhumorado hombre de barba entrecana que los había trasladado hasta ese punto solo unos días atrás.

—Entonces hay muchos transbordadores desde el muelle de Puerto Este —razonó Drizzt.

Na, este es el único —respondió el joven patrón—. Y será el único mientras yo viva.

—¿Y el antiguo capitán?

—Murió hace mucho tiempo, como les acabo de decir.

—Un momento, has mencionado el 73 —intervino Afafrenfere.

—Sí, nos referimos a él como el año de la Ola, porque cayó sobre nosotros una tormenta tan grande desde el norte que la mitad del agua de Dinneshere se tragó los muelles de Puerto Este, y la mayor parte de nuestra flota también. Spiblin era demasiado tozudo para refugiarse en una zona más alta, sólo decía que iba a salvar su barcaza aunque en ello le fuera la vida. Y así fue.

—¿El 73? —pregunto de nuevo Afafrenfere.

Se, 73 —volvió a responder el barquero.

—El Año de la Revuelta del Hereje —apuntó Effron, y Afafrenfere asintió.

—Hace once años —agregó el barquero, y en ese momento los seis compañeros se miraron unos a otros con desconcierto.

—¿1484? —preguntó Drizzt, y detrás de él Effron contuvo el aliento.

Drizzt se dio la vuelta para mirar al monje y ambos intercambiaron miradas, al tiempo que Effron asentía parsimoniosamente, y acto seguido lo hacía Afafrenfere, con un hondo suspiro.

—¿Estamos ya en 1484 por el cómputo de los valles? —preguntó Effron al barquero, que asintió.

Effron giró la cabeza para mirar al monje y dijo:

—El Año del Despertar de los Durmientes.

Desembarcaron en los muelles de Puerto Este, y efectivamente no eran las mismas estructuras de las que ellos habían partido, por más que todavía podían verse restos de los «viejos» muelles. Ni siquiera entraron en la ciudad a pesar de lo avanzado de la hora, sino que invocaron a la pesadilla y al unicornio. Drizzt, Dahlia y Effron montaron en Andahar, los otros tres en el corcel de Entreri, y salieron como rayos por el Camino del Este, atravesando Bryn Shander y la Cumbre de Kelvin, llegando a la conclusión de que el clan Maza de Guerra era su mejor esperanza de obtener respuestas.

Otra cabalgada los dejó a la mañana siguiente a las puertas de Bryn Shander, porque les negaron la entrada.

—Ningún amigo de las Diez Ciudades trae a la zaga a un demonio, ¡de modo que ya os podéis largar! —les gritó el capitán de la guarnición desde la muralla cuando llegó al lugar por aviso de los guardias—. ¿Qué amenaza te persigue hasta aquí esta vez, Drizzt Do’Urden?

—No hay ninguna amenaza —respondió Drizzt, y hubiera deseado decir mucho más, pero no encontraba las palabras adecuadas. La ciudad parecía seguir siendo la misma, pero no conocía a ninguno de los guardias, ni al capitán, por más que había tenido un encuentro con él la última vez que había pasado por la ciudad, aparentemente unos diez días atrás.

—¿A qué demonio te refieres? —preguntó Artemis Entreri cuando estuvo claro que Drizzt estaba abrumado y se había quedado sin palabras.

—Un poderoso balor, que buscaba a Drizzt Do’Urden —respondió el capitán desde la almena—. ¡Y gracias a los dioses que lord Tiago estaba en las cercanías de la ciudad y pudo acabar con el demonio en la mismísima puerta occidental!

Los otros guardias lanzaron un hurra ante la mención de… ¿Tiago?

Entreri se dio la vuelta hacia Drizzt y lo miró con la boca abierta y ambos sacudieron la cabeza.

—¿Podrías decirnos, por favor, en qué año fue esa batalla? —preguntó Entreri al capitán de la guardia.

El capitán lo observó con curiosidad.

—¿El año? —repitió Entreri.

—El mismo en que nació mi hijo —respondió el capitán—. 1466. Este otoño hará dieciocho años.

—Estamos en 1484 —murmuró Entreri, haciendo el cálculo.

—El Año del Despertar de los Durmientes —agregó Afafrenfere.

—No m’estraña que me ruja el tripamen con el hambre —sentenció Ambargrís tajantemente.

—Siempre he sido amigo de Diez Ciudades —dijo en voz alta Drizzt. Aquí ha pasado algo… extraño. Algo que está más allá de la razón y de los sentidos. Os pido que me dejéis entrar para que pueda hablar con el Consejo Rector, tal vez una reunión de todas las ciudades…

—Sigue tu camino, drow —respondió el capitán con dureza—. Tu reputación tal vez te salve de la ira de la gente, pero aquí has agotado todo tu crédito. En cuanto se extienda la noticia de tu regreso se te impedirá la entrada en esta y en todas las demás ciudades.

—Yo no traje al demonio, al menos no lo traje intencionadamente —trató de explicar Drizzt.

—Acude entonces a los enanos —le sugirió el capitán, e hizo una mueca de dolor mientras hablaba, como si tratara de reconciliar al Drizzt de la leyenda con el Drizzt que había causado la ruina de Bryn Shander y ambos con ese agitado drow que tenía ante él.

—Seguro que el poderoso Silverstream te acogerá. Que sea él el que convoque una reunión de las Diez Ciudades. Que defienda el caso de Drizzt Do’Urden.

El consejo parecía bastante claro, una burbuja de claridad en medio de ese tumultuoso e ilógico océano de sinsentidos. Drizzt y Entreri dejaron sus monturas y los seis enfilaron el camino que rodeaba la ciudad, tomando rumbo al sur. Cuando llegaron a la puerta occidental, la encontraron flanqueada por dos torres vigía de piedra, mucho más grandes que las escuetas estructuras que había allí la última vez que la atravesaron, una confirmación más de que su largo sueño nocturno en el extraño bosque a las orillas del lago Dinneshere había durado muchos años.

—Entonces es cierto —dijo Ambargrís, dirigiendo la mirada hacia la puerta.

Estaba claro que esos torreones no se habían construido en la semana que ellos creían haber estado ausentes. Ante la puerta y justo al sur de la misma había un amplio círculo negro, rodeado por un murete de roca y en el medio una pequeña estatua de un guerrero drow enarbolando su espada y su escudo.

—«En este lugar lord Tiago mató al demonio —leyó Afafrenfere en la placa que había a los pies de la estatua—. Y las nieves nunca lo cubrirán».

—Entonces nos hemos vuelto todos locos —dijo Dahlia, sacudiendo la cabeza—. Yo he recorrido los planos hasta el Páramo de las Sombras, existí como estatua de piedra y ahora ¿acabo de despertarme de un sueño de dieciocho inviernos? ¿Qué clase de locura es esta?

Dio unos pasos hacia el este y se detuvo desviando la mirada de los demás, las manos sobre las caderas y la cabeza inclinada.

—Efectivamente es una locura —murmuró Entreri.

—Pero si todo esto es verdad, entonces Draygo Quick hace mucho que perdió interés —dijo Ambargrís al tiempo que palmeaba la espalda de Afafrenfere y soltaba un tremendo resoplido—. ¿Y a qué vienen ahora esas caras largas? —les preguntó a todos—. Ninguno de nosotros tenía familia que se haya muerto, ¿eh? Vinimos al valle escapando de los cazadores de Tiago.

—Y de los ojos de Draygo —recordó Effron.

—Sí, y también de Cavus Dun —añadió Afafrenfere.

—Entonces éramos fugitivos, y ahora una larga siesta nos lo ha solucionao todo —dijo Ambargrís y lo acompañó con una sonora risotada—. Nuestro pasao está tan limpio como una tormenta de nieve del Valle del Viento Helao, ¡y todos los caminos despejaos!

—¿Te olvidarías así, sin más, de esta pérdida de tiempo? —le preguntó Drizzt con incredulidad.

—¿Y qué cres tú que se pue’hacer pa’remediarlo? —respondió la enana—. ¡Pasó lo que pasó, elfa, y es más bien una bendición qu’una maldición pa’tos nosotros! ¡Sea como sea, así es como pienso!

Effron asintió con la cabeza y trató de sonreír, y lo mismo hizo Afafrenfere, pero ni Entreri ni Drizzt podían encontrar un razonamiento que los indujera a sumarse al alivio de los demás, o lo que fuera. El desconcierto que les había producido la situación los había sacado de sus casillas, especialmente a Drizzt, que metió la mano en el bolsillo del cinturón y acarició con los dedos una pequeña talla de marfil. Habían encontrado un bosque encantado, eso era obvio, pero un bosque donde el tiempo no se había detenido durante el sueño de una larga noche. Había oído la canción de Mielikki, o eso creía, y había encontrado un recordatorio de un amigo que había perdido hacía mucho tiempo.

Pero ¿qué significaba todo aquello? ¿Qué sentido tenía y qué consecuencias podría traer?

Abrumado, Drizzt condujo a los demás lejos de Bryn Shander a paso tranquilo y dando un rodeo. Llegaron a las estribaciones de la Cumbre de Kelvin cuando ya se hacía de noche y, agotados y abrumados, montaron allí su campamento.

Drizzt no lo sabía, pero era la noche del equinoccio de primavera, el día más sagrado del calendario de Mielikki, en el Año del Despertar de los Durmientes.

Drizzt se encargó de encender un fuego, y Ambargrís lo convirtió en una espléndida hoguera. En un momento dado, la enana bromeó con que seguramente «haría que la noche tuviera color naranja».

—¿De verdad? —preguntó Effron—. ¡A mí me gusta más el púrpura!

Dicho y hecho. Pronunció un conjuro y de sus manos partió un proyectil de color que fue a parar a las llamas, que por ese truco se colorearon, efectivamente, de púrpura.

—¡Bah, no’stuvo mal pa’ ti y pa’ tu pequeña magia! —refunfuñó Ambargrís, y formuló su propio encantamiento que gracias a su divina magia aplastó los trucos del brujo.

—¡Oh, por supuesto! —dijo Effron, y se aproximó a ella mientras las llamas libraban su batalla, cambiando las tonalidades en una furiosa danza por la supremacía.

Eso se convirtió en un juego para ella y para Effron, y divertía mucho a Afafrenfere, que no dejaba de echar leña al fuego.

Incluso el siempre huraño Entreri, sentado aparte y dedicado a pulir su daga, no pudo resistirse a soltar un par de risitas.

El hecho de que estuvieran todos libres le hizo pensar a Drizzt que ese raro y aparente salto en el tiempo había hecho del mundo un lugar mejor para esos cuatro fugitivos. La clériga enana podía ir a donde quisiera sin miedo a Cavus Dun, y en cuanto a Effron y Entreri, parecía haberse desvanecido el espectro de Draygo Quick, y también era probable que hubieran corrido la misma suerte las sombras de otras cien criaturas con ganas de vengarse de Artemis Entreri.

También se le ocurrió que ese extraño salto de varios años los beneficiaría a él y a Dahlia, pero la guerrera elfa no mostraba alegría, sentada fuera del círculo, la expresión malhumorada, y sin apartar la mirada del camino.

Drizzt estaba realmente desorientado. ¿Habían sido su sueño, el bosque encantado solamente una visión, una carta de amor que le había enviado Mielikki? Lo más probable, según sus cálculos, era que hubiera sido un cierre. Despertar en una diminuta zona de tierra aislada, afectada por el final del invierno le sugería a Drizzt una despedida.

El bosque había desaparecido.

De algún modo lo presentía en su corazón y en su espíritu. El bosque encantado había desaparecido, ya no estaba, y del mismo modo habían volado todos los lazos con el mundo que había sido, con el mundo anterior a la Plaga de los Conjuros.

Así pues, su pasado se había esfumado al fin.

Se centró en el momento en que la luna lo había despertado, y lo consideró un pasaje. Pensó en Innovindil (y miró de reojo a Dahlia) y en su insistencia en que un elfo debe vivir su vida en períodos de tiempo más cortos, debe reinventar su existencia, sus amigos, su amor, con cada cambio de generación, para encontrar la vitalidad y la felicidad.

Volvió a mirar a Dahlia, pero su mirada bajó inevitablemente a sus propias manos, donde le daba vueltas una y otra vez a la figura tallada en marfil.

Cuando volvió a mirarla, mientras la enana, el monje y el brujo seguían jugando con el fuego, Dahlia se había sentado al lado de Entreri, y ambos conversaban en voz baja.

Drizzt asintió, se puso de pie y se adentró en la oscuridad de la noche. Se subió a una elevada roca desde la que se divisaba Bryn Shander al sureste, y detrás de él se elevaba el pico de la Cumbre de Kelvin hacia el noroeste. Se detuvo allí, sintió el viento en la cara y en los oídos, mientras recordaba lo que había sido y evaluaba lo que podría ser ahora.

—No nos vamos a quedar. —Sonó detrás de él la voz de Dahlia, y no se sorprendió ni de su presencia ni de su mensaje—. Iremos a encontrarnos con los enanos, puede ser, pero no nos quedaremos mucho tiempo. Vamos a viajar con una caravana alejándonos de este desolado lugar a la primera oportunidad que se nos presente.

—¿Hacia dónde? —preguntó Drizzt pero sin volver la cara hacia ella.

—¿Acaso importa? Ha pasado más de una década y nuestros nombres se los ha llevado el viento.

—Subestimas la memoria de los que quieren vengarse —observó Drizzt y se volvió al tiempo que Dahlia se encogía de hombros, como si no le importará mucho.

—Cuando vinimos aquí dijiste que sería sólo por esa estación. Las estaciones han cambiado hasta cincuenta veces y más. No he pensado vivir mis años desterrada en este gran vacío del Valle del Viento Helado, ¿y no sería más seguro para nosotros marcharnos ahora mismo, antes de que los rumores de nuestro retorno viajen hacia el sur?

Drizzt reflexionó sobre las palabras de Dahlia, buscando una manera de rebatir su punto de vista. Estaba tan confuso como los demás, inseguro de lo que había ocurrido y del significado que podría tener. ¿Estaban realmente en 1484? ¿Había seguido el mundo su curso mientras ellos habían estado dormidos en algún bosque encantado?

Y si aquel era el bosque encantado de Lathan Obridock, el lugar llamado Iruladoon, ¿qué había sido de la bruja de pelo rojizo y del halfling de la laguna?

Drizzt no podía por menos que sentirse confuso cuando rememoraba el lugar, porque renacía en su corazón la certeza de que había sido testigo del verdadero fin de Iruladoon cuando despertó en el tibio reducto en mitad de la nieve. Había sentido que la magia se había disuelto en la nada. No era el caso de que se hubiera trasladado el encantamiento. Que va, lo había disipado todo. Aquel lugar, fuera o no Iruladoon, ya no existía, ni volvería a existir. Lo sabía con certeza, si bien no sabía cómo lo entendía con certeza.

Mielikki le había dicho que ya no existía, que había desaparecido, y con una penetrante sensación de bienestar… que todo estaba bien.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó Dahlia con impaciencia, y Drizzt se dio cuenta por su tono y por su actitud que ya no era la primera vez que reiteraba la pregunta.

—¿De acuerdo? —tuvo que volver a preguntar.

—La primera caravana que pase —repitió Dahlia.

Drizzt se mordió el labio inferior y miró a su alrededor, pero en realidad estaba tratando de ver en su interior. Detrás de Dahlia se cernía la negrura de la Cumbre de Kelvin que no despertó en Drizzt una fría emoción, sino todo lo contrario.

—Podemos tener aquí arriba la vida de la que hablamos antes de irnos a Puerto Este —respondió Drizzt.

Dahlia lo miró con incredulidad, incluso se rio de él.

—Será una vida fácil y no faltarán aventuras.

—Ni siquiera te permitirían entrar en su ciudad, botarate —le recordó Dahlia.

—Eso cambiará con el tiempo.

Pero Dahlia negó enérgicamente con la cabeza, y Drizzt comprendió que ella no estaba en desacuerdo con el razonamiento concreto que había hecho él, sino que rechazaba la premisa en su totalidad.

—Nosotros cinco estamos a favor de marcharnos —le espetó ella—. Incluso Ambargrís.

—¿Adónde?

Dahlia se volvió a reír de él.

—¿Acaso importa?

—Y si no importa, ¿por qué no aquí?

—Ni hablar —se opuso ella tajantemente—. Vamos a abandonar este desolado lugar de aburridos vientos y tedio infinito. Todos nosotros. Y no voy a volver a perseguir a tus fantasmas por el Valle del Viento Helado cuando todo Menzoberranzan, todo el Imperio de Netheril, y todos los demonios del Abismo nos están persiguiendo a nosotros.

—No hay fantasmas que cazar —musitó Drizzt porque sabía que todo era cierto.

Pero, aun así, tuvo la firme convicción de que no iba a llegar a ningún compromiso con ella. Dahlia consideraba el Valle del Viento Helado como si fuera para Drizzt un sustituto de Catti-brie, un lugar vinculado a esos recuerdos, y no lo iba a tolerar.

Sin embargo, Drizzt no podía seguir engañándose a sí mismo ni engañarla a ella. Percibió cierto sentimiento de culpa por haberla obligado a ir hasta allí la primera vez, pero recordó que lo había hecho sólo para protegerla de Tiago Baenre. Pero ahora esa amenaza parecía muy lejana, y Dahlia tenía razón, no había una razón imperiosa para que ninguno de ellos permaneciera por más tiempo en el Valle del Viento Helado.

Al menos ninguno de los otros cinco.

—Lo mejor es que te vayas —asintió él.

—¿Qué me vaya? —repitió ella, y tanto su voz como su actitud se volvieron sombríos.

Drizzt asintió con la cabeza.

—Entonces ¿tú no vienes?

—Este es mi hogar.

—¿Pero no el mío? —preguntó ella.

—No.

—¿Para poder perseguir a la bruja del bosque?

Drizzt no pudo evitar reír entre dientes ante este comentario, porque había algo de cierto en ello, tenía que admitirlo. No literalmente, desde luego, pero en ese lugar, incluso sin tener a sus amigos a su lado, sentía el calor del corazón y del hogar, y era un sentimiento que no podía dejar escapar otra vez.

—¿Te hablé alguna vez de Innovindil? —preguntó, y Dahlia puso los ojos en blanco. Drizzt siguió adelante, de todos modos, si bien recordaba que sí, que le había contado a ella muchas historias del amigo elfo que había perdido—. ¿Te he explicado la idea de que un elfo que vive entre las razas de vida más corta debe vivir su vida a saltos para acomodar sus sensaciones temporales?

—Sí, sí, para dejar atrás el pasado y seguir adelante abriendo nuevos caminos —dijo Dahlia distraídamente, como si ese discurso concreto la aburriese soberanamente.

—Creo que estoy pasando por alto el consejo de Innovindil —prosiguió Drizzt.

—Entonces déjanos partir por la mañana.

—No.

Dahlia se encogió de hombros, claramente confundida por la referencia a Innovindil, aparentemente sin sentido, con que había respondido Drizzt a su pregunta.

—Innovindil estaba equivocada —siguió diciendo él—. Tal vez no del todo, y quizá no afecte a todo el mundo, pero en esta circunstancia y en lo que a mi respecta, ahora sé, y lo admito, que Innovindil estaba equivocada.

—¿En esta circunstancia?

—En lo tocante al amor —aclaró Drizzt.

—La bruja pelirroja del bosque.

Drizzt asintió.

—Mi corazón pertenece a Catti-brie. Se lo entregué sin reservas y eso no lo puedo volver atrás.

—Hace cien años que está muerta.

—No en mi corazón.

—Los fantasmas son un magro consuelo, Drizzt Do’Urden.

—Me da lo mismo —respondió, y nunca había estado más seguro de su camino en los doscientos años de vida—. Esta certeza no me pone triste y no tengo reparo en admitir que sigo enamorado de una mujer que perdí hace cien años.

—¿Triste? ¡Yo creería que estás loco!

—Entonces te deseo lo mejor, querida Dahlia, porque sólo quiero para ti el mejor camino, que un día llegues a comprender mi… locura. Porque yo me preocupo realmente por ti, como amiga que eres, deseo que algún día te sientas tan afligida como yo lo estoy. Catti-brie murió pero no así mi amor por ella. Innovindil estaba equivocada, y yo tendré una vida más feliz arropado por los cálidos recuerdos de los abrazos de Catti-brie que cayendo en un insensato e imposible esfuerzo para reemplazarla.

—Entonces ¿sólo hay un amor? ¿No puede haber otro?

Drizzt se quedó pensativo por un momento, luego, con toda sinceridad se encogió de hombros.

—No lo sé —admitió—. Quizá este es el momento, después de mucho tiempo, en que puedo cerrar una etapa. Puede que en mi camino se presente algún día otra que me resulte tan entrañable. Pero no la busco. No la necesito. Catti-brie sigue conmigo, completamente viva.

Vio que Dahlia tragaba saliva, y le dio pena causarle dolor, pero ¿acaso no la habría lastimado mucho más viviendo una mentira por pura cobardía?

—Bien, pues acepta nuestra relación como lo que es —ofreció Dahlia finalmente y el tono de su voz delató una cierta desesperación.

—¿Y qué es, una distracción?

—Un juego —respondió con toda la despreocupación de que fue capaz, y lo acompañó con una amplia sonrisa—. Disfrutemos del viaje y gocemos de nuestros cuerpos juntos lucharemos bien y haremos bien el amor, de modo que acéptalo así y no le busques ningún otro sentido a…

—No —la interrumpió Drizzt, si bien no podía negar que la oferta de Dahlia era tentadora—. No por tu bien y por el mío. Mi corazón y mi hogar están aquí, en el Valle del Viento Helado, y aquí me voy a quedar. Y tú no deberías quedarte aquí.

La expresión de desconsuelo que apareció en el rostro de Dahlia casi impulsó a Drizzt a correr hacia ella y abrazarla, pero una vez más, por el bien de la mujer, no lo hizo.

—¿Me vas a dejar marchar con Entreri? —preguntó al tiempo que entrecerraba los ojos y se intensificaba el añil con que cubría su cara, lo cual indicaba un creciente enfado—. Como sabes, es un magnífico amante.

Drizzt se dio cuenta de que sólo estaba fustigándolo, tratando de herirlo en retribución por el rechazo que él le había manifestado. Haría bien en no responder a la provocación.

—He compartido cama con él muchas veces —insistió Dahlia, a lo cual Drizzt se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Acaso no te importa? —preguntó Dahlia con un tono casi de ira.

Drizzt tragó saliva. Esa ruptura se estaba convirtiendo en un asunto de estúpido orgullo, y sabía que acabaría dejando marchar a Dahlia para salvar una parte del mismo. ¿O lo haría, una vez más, por el propio bien de la mujer?

—No —respondió sin emoción en la voz—. Me importa, pero no en el sentido que tú te imaginas. Me alegra que hayas encontrado a otro.

—Te estás internando por un camino peligroso, Drizzt Do’Urden —le avisó Dahlia.

En un primer momento, Drizzt no supo muy bien cómo tomarse aquello. ¿Se estaba refiriendo a su estado emocional, a la vista de su drástica elección? ¿Estaba tratando de asumir el papel de sabia consejera que tenía Innovindil para llevarlo al terreno filosófico?

Dahlia levantó el bastón y movió ágilmente las muñecas para partirlo por la mitad, en dos trozos de un metro, aproximadamente, y luego los dividió por la mitad en mayales —Afafrenfere los había llamado «nunchakus»— y los hizo girar vertiginosamente de lado.

—No te va a ser tan fácil deshacerte de mí —lo informó Dahlia—. No soy un juguete de los caprichos de Drizzt Do’Urden.

Drizzt consideró que en lugar de recordarle que había sido ella la que se había ofrecido a ser exactamente eso, era mejor centrarse en suavizar esa extraña situación.

—Yo busco sólo lo que es mejor para los dos.

—Venga ya, cállate —respondió ella—. Cierra la boca y saca tus espadas.

Drizzt mantuvo las manos quietas, como si la incitación fuera absurda.

—Los diamantes no pasan tan fácilmente de una oreja a la otra —dijo ella—. Y este, el diamante negro, va a ser el más difícil de todos.

Empezó a moverse en círculo desde la izquierda de Drizzt hacia el declive próximo al borde de la roca.

—Por eso te elegí a ti, realmente. ¿O acaso no lo habías entendido hasta ahora?

—Por lo que parece no —empezó a responder Drizzt, interrumpiendo sus palabras al agacharse y retroceder mientras una de las armas de Dahlia lo golpeaba de repente en la cabeza, y de haberle dado de lleno, sin duda le habría abierto la cabeza.

—¡Dahlia!

—¡Desenvaina tus espadas! —le volvió a gritar—. ¡No sigas decepcionándome! ¡Tú eras el único, el amante al que no podía batir! Eras el único que me debía deparar la compensación que me merezco. Eres un fracaso como amante, como hombre, siempre emocionalmente esclavizado a esa preciosa bruja como un tonto. ¡No me decepciones por partida doble fallando en algo que sé que haces bien!

Se le echó encima como una furia, y muy a su pesar, Drizzt se encontró empuñando sus cimitarras mientras se defendía de los repentinos y brutales ataques de los mayales que se le aproximaban girando a toda velocidad desde ángulos impensables. Sólo el instinto le había permitido a Drizzt bloquear y esquivar semejante asalto, porque su cerebro no podía comprender la situación que estaba viviendo en ese instante. Sólo el instinto le había permitido contrarrestar los movimientos de Dahlia, e incluso atacarla con una respuesta reflexiva después de un rotundo bloqueo.

Drizzt tomó aliento al tiempo que retiraba su cimitarra, horrorizado por haber estado a punto de atravesar a Dahlia, tanto que su camisa desgarrada había empezado a teñirse de sangre.

Sin embargo, ella no pareció prestarle ni la menor atención, y lanzó otro ataque con aparente regocijo, adelantando el mayal de su mano derecha para golpear la espada de Drizzt. Y cuando el bastón golpeó la cimitarra, Dahlia liberó una cantidad de energía relampagueante que fluyó a través de Centella y restalló en la mano y el brazo izquierdos de Drizzt.

El drow apretó los dientes involuntariamente, y fue todo lo que pudo hacer para no soltar su arma, con los músculos del antebrazo acalambrados y agarrotados por el hormigueo y la sensación abrasadora.

—¡Para! —le gritó Drizzt por entre el anillo de sus espadas que bloqueaban los bastones oscilantes de ella—. ¡Dahlia!

Sin embargo, sus protestas sólo consiguieron que ella redoblara sus ataques con mayor ferocidad. Empezó a girar, rodeándolo, con su arma voladora lista para lanzarla contra la cabeza de Drizzt. Él esquivó el golpe agachándose, luego dio un salto mientras ella daba una segunda vuelta, pero esta vez inclinándose a medida que giraba, y en un movimiento de barrido en dirección contraria lanzó su otra arma a las piernas del drow.

Pero Dahlia había dejado una brecha. Drizzt, puesto ya de pie y Dahlia inclinada. El drow podría haber cargado poniéndola en una tremenda e irrecuperable desventaja en ese instante, y efectivamente inició esa maniobra. Pero no la apuntaló con sus espadas. No tuvo valor para volver a herirla, y en su lugar trató de abrazarla cuando ella intentó ponerse de pie, acercándose demasiado y arriesgándose a que lo golpeara con aquellos malditos mayales.

Parecía haberse quedado sin fuerzas, y Drizzt estiró los brazos, con la esperanza de que aquella locura hubiera llegado a su fin.

Dahlia le dio un fuerte cabezazo en la nariz y le clavó una rodilla en la entrepierna, cuando Drizzt volvió a caer, y antes de que volviera a ponerse de pie, lo volvió a atacar con sus armas.

Él paró a la derecha con Muerte de Hielo, y a la izquierda con Centella, luego hizo un barrido con Centella para bloquear una vez más a la derecha, y dio media vuelta para alejarse de Dahlia, volviendo a atacar con Muerte de Hielo en diagonal para hacer frente a la segunda embestida por la izquierda.

Esquivó el escalofriante nunchaku, justo antes del siguiente golpe de Dahlia. Con una voltereta se puso enseguida de pie, notando en la boca el sabor de la sangre que le salía de la magullada nariz, y se agachó cuando ella se dio la vuelta para seguir atacando.

Pero de pronto, una vez más, pareció que ella se quedaba sin fuerzas para seguir luchando, y sus brazos pendían inertes a ambos lados de su cuerpo y le dirigió a Drizzt una clara mirada de impotencia, de angustia y de tristeza. Se encogió de hombros y suspiró.

Entonces, chasqueó su mano derecha y su nunchaku salió disparado hacia adelante como una serpiente.

Drizzt cayó en la trampa porque necesitaba desesperadamente creer que no era una treta.

Pese a todo su entrenamiento y a su velocidad y rapidez de reflejos, Drizzt apenas pudo hacer frente al ataque. La punta del nunchaku se estrelló en su frente, y Dahlia liberó el resto de la energía relampagueante de la Púa de Kozah, forzándolo a retroceder. Él evitó el afloramiento rocoso, girando a la derecha cuando cayó de la cornisa. Se golpeó contra el suelo irregular a tres metros por debajo de la roca, y rebotó y rodó como pudo cuesta abajo, abriéndose paso a través de la maleza, de la nieve húmeda y de las rocas sueltas.

Finalmente, chocó contra una roca, con la cabeza revuelta, y el intenso dolor que le provocaban las numerosas heridas.

—Estúpido —oyó que le gritaba Dahlia desde arriba, y supo que iba a ir a por él. No la podía ver, porque se había ocultado tras la roca, pero seguía con su perorata.

—¡Esto es a muerte, la tuya o la mía! ¡De modo que o luchas mejor o te vas a la mierda, Drizzt Do’Urden!

Drizzt empezó a subir a cuatro patas, o a tres, al menos, porque iba encogido y una mano sobre el pecho. Echó una ojeada a la mano, que ya estaba hinchada y mostraba una magulladura entre el pulgar y el índice. Trató de cerrar el puño, pero casi no pudo mover los dedos.

Localizó con la mirada a Muerte de Hielo en la pendiente, justamente por encima de su cabeza, y se puso de pie para recuperarla.

Lo invadió una oleada tan intensa de dolor que a punto estuvo de caer al suelo. Cuando se recuperó, desplazó todo su peso al pie derecho y echó una ojeada a la pierna izquierda, y observó un abultamiento en el cuero de la bota en medio de la pantorrilla. Drizzt tragó saliva, asombrado por seguir todavía de pie, porque con toda seguridad se había roto la espinilla en la caída.

Poco a poco volvió a apoyar el pie en el suelo y se apoyó levemente en él. Lo volvió a asaltar otra oleada de dolor. Miró a su alrededor buscando algo para entablillarse la pierna, pero oyó que se acercaba Dahlia y se dio cuenta de que no tenía tiempo de hacerlo.

Gateó para alcanzar la cimitarra y una vez la tuvo en su poder miró en derredor para observar el avance decidido de la mujer que balanceaba diestramente sus armas a derecha e izquierda.

—Se suponía que estabas vencido —le dijo a Drizzt con los dientes apretados, las lágrimas resbalando por su airado rostro—. ¡Me has decepcionado en muchísimos aspectos!

Sus palabras no tenían sentido para Drizzt, y apenas podía mantener la mirada fija en ella. Sabía que estaba cada vez más cerca. Sabía que en ese momento no podía luchar con ella. Le faltaban velocidad y equilibrio, y el dolor…

Ella estaba prácticamente a su lado.

De pronto surgió una silueta oscura y arrastró a Dahlia hacia un lado.

—¡Basta! —oyó decir Drizzt y reconoció la voz de Artemis Entreri. Siguió la dirección del sonido para localizarlos a los dos, y sólo entonces se dio cuenta de que una vez más estaba sentado, y sólo podía ver por un ojo porque el otro lo tenía tapado por la sangre que le manaba de la herida de la frente.

Dahlia luchó con el hombre, pero Entreri la volvió a sujetar mientras le hablaba, si bien Drizzt no podía oír lo que le decía. Pese a todo, Entreri no abdicó de su postura —incluso en su estado, Drizzt pudo darse cuenta de ello— y fue haciendo retroceder a Dahlia paso a paso.

—Adiós —le escuchó decir, y luego oyó algo sobre el abandono del Valle del Viento Helado por parte de todos ellos.

Drizzt no podía asegurarle. Tenía la cara hundida en el polvo en ese momento, y todo lo que oía era su propio pulso latiéndole en las sienes, mientras una serie de imágenes tanto reales como imaginadas se entremezclaban en un lugar muy alejado de la consciencia.