EL HÉROE DEL VALLE DEL VIENTO HELADO
—H
ola a todos, y bien hallados seáis —saludó Tiago Baenre al grupo de guardias que habían llegado a la carrera cuando el joven guerrero y sus tres compañeros elfos oscuros se acercaban a la puerta occidental de Bryn Shander. Sonreía mientras lo decía, tratando de infundir tranquilidad, pero seguro que el grupo no se relajó a juzgar por su tono y su postura, porque eran muy pocos, sin duda, los que podían componer una figura más impresionante e imponente que la de Tiago Baenre. Llevaba una armadura de cuero negro, tachonada con tachones de mithril y adornada con elaborados diseños de platino laminado. Como cinturón lucía un grueso cordón de hilos de oro, que le rodeaba las caderas y colgaba de lado sobre una pierna, como una borla. Su fino piwafwi era intensamente negro, de una tonalidad tan rica que parecía como si la tela tuviera una gran profundidad, como si al mirarla se contemplara sin esperanza el interior de una profunda caverna de la Antípoda Oscura.
Pero además de la obvia elegancia y de la calidad de su vestimenta, había otros dos elementos que destacaban a este drow como alguien a quien había que temer. Sujeta a su cinturón, no enfundada en una vaina, sino simplemente inserta en una lazada —¿porque quién querría ocultar una maravilla como Vidrinath en una vaina?—, se veía su impresionante espada, cuya semitraslúcida hoja chispeaba gracias a la potencia de los diamantes incrustados, y cuyos ojos verdes de araña miraban fijamente a los guardias desde la empuñadura curva como si actuara a modo de guardián sensible con el que Tiago estuviera familiarizado. Orbcress, que descansaba sobre la espalda de Tiago, tenía en ese momento apenas el tamaño de una pequeña rodela. El escudo, independientemente de su tamaño trasuntaba poderosos encantamientos, porque daba la impresión de haber sido modelado de un bloque de hielo, y un examen más detallado ponía de manifiesto lo que parecía ser una intrincada telaraña embutida en él.
—Descansad —le dijo directamente al guardia con su perfecto dominio de la lengua común de la superficie—. Vengo en busca de un amigo, y no soy enemigo de las gentes de las Diez Ciudades.
—¿Drizzt Do’Urden? —preguntó una de los guardias, dirigiéndose más a sus compañeros que a los visitantes, pero Tiago la oyó, y a decir verdad, nunca unas palabras habían sonado tan dulces en sus oídos.
—¿Se encuentra aquí?
—Se encontraba —respondió otro de los guardias—. Partió hace unos días en dirección a Puerto Este y de allí tenía la intención de dirigirse hacia el este, por lo que oí.
—¿Hacia dónde? —inquirió Tiago conteniéndose para que no se trasluciera su decepción, especialmente bajo la forma de un acceso de rabia que ya hervía en su interior.
El guardia se encogió de hombros y miró a sus compañeros, que también menearon la cabeza o se encogieron de hombros porque no tenían respuesta a la pregunta.
—No muy lejos, y no por mucho tiempo, probablemente —respondió la mujer que había pronunciado primero el nombre de Drizzt—. Podría estar visitando las tribus bárbaras, o tal vez cazando. Pero lo más seguro es que regrese pronto. No hay nada al este de las Diez Ciudades.
Eso calmó de momento a Tiago.
—¿Puerto Este? —preguntó con toda la tranquilidad de que era capaz.
—Un día a caballo por el Camino del Este —respondió la mujer.
Tiago se volvió hacia sus compañeros, Ravel, Saribel y Jearth, y los cuatro pusieron cara de perplejidad.
—Hacia el este —explicó otro de los guardias, y dándose media vuelta señaló la gran avenida que se internaba hasta el centro de la ciudad—. Primero todo recto hasta la puerta este de Bryn Shander, hacia el este.
—Pronto se hará de noche —informó la mujer—. Vais a necesitar un lugar donde alojaros.
Tiago negó con la cabeza.
—Ya lo tengo previsto en otro lugar. Esa ruta, el Camino del Este, ¿conduce al otro extremo de la ciudad?
—Sí —respondieron a coro.
Tiago se dio la vuelta y avanzó por el camino por el que había venido, seguido por los otros tres, que ni siquiera lanzaron una mirada de despedida ni por asomo miraron hacia atrás, salvo Jearth, cuya tarea consistía en vigilar la retaguardia.
—Drizzt Do’Urden —cuchicheó con excitación Tiago cuando ya los guardias no podían oírlos.
—Y sólo nos llevan unos días de ventaja —convino Ravel.
—Sin posibilidad de ir a ninguna parte —destacó Saribel, mientras los cuatro soñaban con la gloria que muy pronto alcanzarían.
La barcaza de fondo plano cabeceaba y daba bandazos, y el nervioso capitán observaba a sus tres pasajeros, temiendo que lo castigasen con dureza debido a la incómoda travesía. Pero a ninguno de los siete, todos drow, parecía molestarle el cabeceo; se mostraban tan duchos y equilibrados incluso en ese medio que les era extraño que apenas se inmutaban cuando la cubierta se inundaba repetidamente por el embate de las cambiantes olas.
El capitán miraba más a los drow de lo que estos lo miraban a él, y eso le producía al menos cierto alivio. Se habían declarado amigos de Drizzt Do’Urden, pero había algo en su comportamiento que no encajaba con esa declaración. Desde luego, el capitán no conocía bien a Drizzt, pues sólo se habían encontrado con él una vez haciendo esa travesía en el transbordador, pero las historias acerca del solitario drow corrían de boca en boca en Diez Ciudades, sobre todo en Puerto Este, que se asomaba a la tundra abierta. Drizzt había sido un interlocutor clave un siglo atrás para lograr un acuerdo de paz entre Diez Ciudades y las tribus bárbaras, y esa paz se había mantenido hasta el presente; eso sin hablar de las legendarias hazañas del drow que habían posibilitado la derrota de los súbditos de la infame Piedra de Cristal.
Pese a todo, quedaba poca gente viva en Diez Ciudades que conociera mucho al Drizzt actual —de hecho, sólo quedaba una pareja de elfos en Bosque Solitario que ya vivían en la época de Akar Kessell y de la Piedra de Cristal—; la mayoría le abrirían las puertas de par en par. El nervioso capitán a duras penas podía creer que tuvieran la misma actitud con respecto a ese grupo concreto de aventureros drow de gesto grave. Por eso se alegró cuando su barcaza empezó a bordear el último acantilado para fondear finalmente en la protegida cala de la orilla oriental del lago. Arrió la vela solitaria de la embarcación y dejó que la corriente lo arrastrara, mientras bloqueaba el timón, dirigiéndose luego al ancla y a la pasarela de desembarco que sobresalía a un costado de la barca. Habitualmente era capaz de facilitar el desembarco con mucha rapidez, pues tenía la práctica de sus muchos años de oficio, pero ese día, pese a lo agitado de las aguas, el capitán tuvo a sus pasajeros listos para el desembarco y la pasarela tendida hacia la orilla más rápido que nunca.
Se alejó de la pasarela y se mantuvo en la proa de la embarcación mientras el grupo de drow se dirigía hacia la playa.
—¿Es este exactamente el lugar donde desembarcaste a Drizzt? —preguntó Tiago, avanzando hacia la costa sólo seguido por Jearth.
—Justo el mismo punto —respondió el capitán.
—¿Hace diez días?
—Hoy se cumplen, señor.
—Esperarás aquí mismo a que volvamos.
El capitán casi se atragantó al oírlo. Había acordado llevarlos hasta ahí, y por eso le habían pagado, pero a pesar del mal tiempo, quería tener un día de holganza para dedicarse a pescar. Además, con la mar así era más fácil que picaran las incautas truchas.
—Pero… —intentó oponerse el capitán, pero el drow lo miró de tal manera que supo que cualquier resistencia podría significar la muerte sin más y allí mismo.
—Esperarás nuestro regreso sin moverte de aquí —repitió Tiago.
—¿Cua… cuánto tiempo?
—Hasta que mueras de viejo, si es necesario —le espetó Tiago—. Y luego nos llevarás de vuelta al muelle de Puerto Este, o empezarás a hacer una travesía más tortuosa con tu barcaza desde ese embarcadero hasta este lugar cuando llegue el resto de mis fuerzas.
La idea de que llegara un contingente de esa gente tan peligrosa le puso los pelos de punta al capitán. ¿Qué había transportado hasta allí, se preguntó?, e imaginó una invasión de tropas drow que arrasarían Puerto Este. ¡Hasta los cimientos!
Ese mismo día, horas más tarde, a la puesta del sol, el capitán lanzó un suspiro de alivio mientras Tiago y sus acompañantes abandonaban la embarcación, pero esta vez en el muelle de Puerto Este. No habían encontrado ni rastro de Drizzt en dirección este y no tardaron en convencerse de que sería una locura tratar de perseguir al explorador, que conocía la región mucho mejor que ellos, en plena tundra.
De modo que Tiago y unos cuantos Elegidos se hospedaron en la posada de Puerto Este, mientras que sus fuerzas compuestas por treinta guerreros acampaban en un espacio extradimensional creado por Ravel y los demás tejedores de conjuros, listos para una respuesta rápida.
Y así empezó la espera.
Pasaron otros diez días. Tiago envió enlaces —las sacerdotisas de Saribel— a Bryn Shander, y contrató guías de la zona para ampliar su red de búsqueda hasta abarcar la totalidad de Diez Ciudades, incluido el contingente de Battlehammer que habitaba bajo la montaña solitaria. Entretanto, Ravel y sus tejedores de conjuros utilizaban su magia adivinatoria, mientras Saribel y los suyos convocaban a las camareras de Lloth para que los guiaran en su búsqueda.
Pasó un mes. Tiago contrató gente del lugar para que viajara hasta las tribus bárbaras para conseguir información sobre el desaparecido drow.
Pasó otro mes sin noticias de Drizzt y ni siquiera las criaturas extraplanares ni las sacerdotisas ni los usuarios de la magia que había convocado pudieron encontrar ni la más mínima pista del explorador. La estación estaba a punto de cambiar y en la siguiente los puertos de montaña quedarían bloqueados por la nieve y el frío, y el Valle del Viento Helado volvería a quedarse aislado del resto de Faerun. Con la primera tormenta de nieve ninguna caravana se aventuraba por la única ruta que conectaba el Valle del Viento Helado con las tierras meridionales de la Columna del Mundo.
Tal vez ninguna caravana, pero la tormenta no impidió la aproximación de un balor demoníaco cuyas monstruosas zancadas convertían la nieve acumulada en vapor.
Una tremenda explosión sacudió la puerta de Bryn Shander, haciendo pedazos las piedras y arrancando las bisagras de las grandes hojas, que se vinieron abajo y fueron rápidamente consumidas por los fuegos demoníacos. Una guardia que estaba al lado del derrumbe enarboló su lanza y la disparó, gritando vivas a Bryn Shander y a Diez Ciudades. El proyectil desapareció en medio de la nube de humo que rodeaba al demonio, pero la pobre centinela nunca supo si había alcanzado su objetivo. Porque si su lanza salió disparada, el largo látigo del demonio alcanzó a la mujer y se enroscó alrededor de su torso. Con un giro de su potente muñeca, Errtu la elevó en el aire y la arrancó volando de la muralla, arrastrándola hasta los fuegos letales que rodeaban su enorme figura.
Se despreocupó de ella, y lanzó al ataque a tres poderosos secuaces, enormes demonios glabrezu. Las enormes criaturas bípedas, que tenían dos veces la estatura de un hombre y cuatro brazos que agitaban sin cesar, entraron rápidamente en la ciudad a través de la brecha abierta. Dos de los brazos terminaban en gigantescas pinzas, con una fuerza suficiente para cortar a un hombre por la mitad, como descubrió casi de inmediato en sus propias carnes un desafortunado soldado.
—¡Quiero al drow! —rugió Errtu—. ¡Enviádmelo ahora, o arrasaré vuestra ciudad!
Desde un lugar situado a corta distancia, al sur de la batalla que se estaba desarrollando, Tiago y sus secuaces, muy versados en la tradición de los demonios, entendieron que la amenaza no era humo de paja.
—Un balor —dijo Saribel con una voz que era apenas un susurro.
—¿Viene a por nosotros? —inquirió un confundido Ravel.
—Eso parecería —respondió Tiago. Y aunque estoy disfrutando el espectáculo de esta carnicería, tal vez deberíamos preguntarnos qué podría querer esta bestia de nosotros. Nada bueno, me parece, y por eso quizá tengamos que destruirla. Es realmente una pena.
Su actitud despreocupada, tan flemática y tranquila pese al formidable enemigo que tenían ante ellos, hizo que los demás miraran al joven Baenre con renovado respeto, y sin dudarlo asintieron.
Tiago se volvió hacia Saribel.
—Protégeme de las llamas demoníacas —le ordenó—. Protégenos a todos. Despojemos a ese balor de su arma primaria.
Mientras Saribel y sus sacerdotisas se ponían manos a la obra, formulando muchas protecciones mágicas sobre el grupo, Tiago reunió a Ravel, Jearth y Yerrininae para preparar el campo de batalla. En un santiamén, Tiago hizo cabalgar a Byok hasta la cabeza de su columna. Observó cómo el enorme balor seguía al glabrezu al interior de la ciudad en medio de una cacofonía de alaridos que se repetían a lo largo de toda la muralla protectora de Bryn Shander, luego siguió adelante. Señaló en dirección a la muralla, unos seiscientos metros al sur de la desvencijada puerta, y espoleó a Byok para que emprendiera el trote. Los guerreros drow y las sacerdotisas de Saribel lo siguieron rápidamente, guiados por Jearth. Los poderosos driders corrieron tras el grupo durante un corto trecho, pero muy pronto se desviaron hacia el oeste, aumentando su velocidad en una ruta circular que los llevaría al norte de la puerta.
Ravel y sus compañeros tejedores de conjuros no siguieron a los demás. Adoptaron la formación de combate en la que el noble drow ejercía como eje de la «rueda» que habían formado. Cuando los otros cinco empezaron a formular su largo encantamiento, Ravel pronunció el primer conjuro mediante el cual abrió un portal dimensional desde el norte de su posición hasta la zona inmediatamente anterior a la puerta derruida de Bryn Shander. Cuando hubo terminado el conjuro, empezaron a estallar las primeras chispas, cada vez más potentes, en el espacio aéreo que lo rodeaba.
Tiago Baenre condujo al lagarto que montaba a toda velocidad hasta la base de la elevada muralla de Bryn Shander, luego saltó sobre los bloques de piedra y trepó a tal velocidad que un observador podría haber pensado que la muralla era una ilusión óptica, o todo lo más la suave pendiente de una colina. Tiago alcanzó la cima de la muralla rápidamente y corrió durante un corto trecho para encontrarse ante la escena de una carnicería mientras Jearth y los demás se congregaban al pie de la muralla, pero del lado de afuera.
Los ciudadanos de Bryn Shander no habían tenido más remedio que unirse para hacer frente al asalto de los demonios, y para honra suya, no se habían dispersado mientras el poderoso balor y su sanguinario glabrezu iban acabando con todo lo que se les oponía. Una docena de guerreros cargaron al unísono contra un glabrezu que se mantenía al margen del centro del combate, algunos aparecían de pronto en las puertas de sus casas enarbolando lanzas y atrayendo la atención de la criatura, mientras otros saltaban de los tejados, lanzándose sobre el monstruo con determinación implacable.
Casi de inmediato se cernió sobre el lugar una nube de sangre, y los doce guerreros pasaron a ser diez, luego seis en un abrir y cerrar de ojos. El glabrezu rugía y golpeaba con furia, embistiendo con los cuernos, lanzando dentelladas con sus fauces caninas, atenazando con sus enormes pinzas. Sin embargo, pese a todo el daño que podía causar, el contundente peso de los valientes ciudadanos lo derribó al suelo, y los humanos pudieron finalmente teñir las hojas de sus lanzas y espadas con la sangre del demonio.
—¡Te atraparé, drow! —rugió el balor, y la gran bestia apenas parecía preocupada por la caída del glabrezu—. ¡Da la cara o verás cómo los destruyo a todos! ¡Llevo cien años esperando!
Mientras berreaba, la criatura lanzó una cortina de fuego que se metió por un callejón, al tiempo que una flecha surcaba el aire en dirección al monstruo. Esa flecha tuvo muy poco efecto, y los gritos del pobre arquero llenaron el aire cuando se lo tragó la lengua de fuego.
—¿Quién es este balor para exigir tan categóricamente que lo escuchen? —gritó Tiago en la lengua demoníaca en lugar de emplear el idioma de la superficie.
El balor se quedó rígido al escuchar el sonido de aquellas palabras en un acento claramente menzoberranio, y giró en redondo.
Tiago empezó a formular otra pregunta, pero la criatura no estaba de humor para conversaciones —no al menos con un guerrero drow solitario—, y en un giro ascendente hizo restallar su látigo en torno a su cornada testuz. Luego lanzó su arma, y Tiago se acuclilló detrás de su escudo, y la imponente red que era Orbcress se desplegó en espiral al mismo tiempo, y aumentó su tamaño hasta protegerlo totalmente de la mortal mordedura del látigo de Errtu.
—¡Cien años no es tanto tiempo, Drizzt Do’Urden! —rugió Errtu, y lanzó una bola de fuego en dirección a Tiago.
Sin embargo, el drow ya estaba cambiado de lugar montado sobre Byok, al que condujo a lo largo de un estrecho corredor que conducía a la puerta derruida, y de allí a la parte exterior de la muralla, para llegar finalmente al campo que se extendía ante Bryn Shander. No había oído bien las palabras del demonio, pero de lo que había entendido se deducía que no lo perseguía a él, sino a Drizzt, cuando la bestia volvió a la carga fuera de la ciudad golpeando una vez más a Tiago con su terrible látigo.
Al mismo tiempo, el gigantesco demonio extendió su mano espada, haciendo fluir una fuerza telequinésica que levantó una voluminosa piedra de entre los escombros de la destruida puerta.
Tiago bloqueó el restallante látigo una vez más, y volvió a dirigirse al monstruo, tratando de iniciar una conversación con ese demonio. Pero todas las posibilidades de entenderse con la criatura se desvanecieron cuando vio la gigantesca piedra que se le venía encima.
Se agachó detrás del escudo una vez más, y eso le salvó la vida, sin duda, pero el peso del impacto lo hizo volar de su montura con tal fuerza que arrancó la silla del lomo de Byok y el poderoso lagarto salió despedido y dando rumbos.
Un glabrezu levantó por los aires a un guerrero de Bryn Shander sujetándolo con sus grandes pinzas. El compañero y amigo del hombre gritó:
—¡Nooo…!
Pero fue en vano. Las pinzas se cerraron y el pobre guerrero cayó al suelo partido en dos.
—¡Drizzt lo hizo! —gritó el hombre, lanzándose con ímpetu contra el enorme demonio. Lo golpeó y lo apuñaló ciegamente con su espada, propinándole un par de acertados golpes antes de que la criatura le atizara un poderoso golpe con el dorso de la mano, apartándolo violentamente de su camino.
Vinieron otros guerreros a reemplazarlo. Desde el balcón de un edificio próximo, un mago lanzó un rayo relampagueante, que impactó sobre el glabrezu deslumbrándolo y debilitando su estado físico mientras empezaban a llegar más ciudadanos.
A un lado de la escena, el golpeado guerrero lloraba por su amigo caído, y a grandes gritos maldecía el nombre de Drizzt Do’Urden.
Otros muchos se le unieron.
Tiago dio una docena de volteretas, tratando de absorber el choque de la onda expansiva. Se puso de pie, abatido el brazo que sostenía el escudo, el hombro entumecido, justo en el momento en que su valioso lagarto atacaba con ferocidad al balor.
—¡No! —gritó Tiago, pero el lagarto, pese a estar bien entrenado, no hizo caso de ninguna de sus órdenes. Byok saltó hacia el balor, las patas delanteras en posición rampante, las mandíbulas abiertas.
Pero el látigo del balor reaccionó antes, enroscándose sobre el cuerpo del lagarto, y con una fuerza descomunal, el gran demonio dio un fortísimo tirón y desactivó el impulso del lagarto y lo lanzó contra el suelo, dando vueltas como un trompo, hasta que cayó finalmente entre las llamas que crepitaban a los pies del monstruo.
Tiago se lanzó al ataque, gritando el nombre de su valiosa mascota. Vio cómo Byok le daba una dentellada al balor, y le aferró el brazo del látigo rasgando la carne del demonio, pero entonces la gran espada del balor hurgó en las llamas y se retiró impregnada en la sangre fresca del lagarto.
En ese momento se produjo la carga de Jearth y de los demás, que lanzaron una andana de jabalinas que se clavaron en el gran demonio, pero precisamente entonces aparecieron en la puerta dos glabrezu que contrarrestaron esta nueva fuerza.
Tiago hacía un gesto de dolor con cada golpe, mientras ante él seguía su curso la batalla entre las llamas. El balor se irguió sobresaliendo por encima de la hoguera y levantó su brazo látigo, y Byok —¡el poderoso y valiente Byok!— seguía atado, dando furiosas dentelladas. De las fuertes mandíbulas del lagarto pendían colgajos de piel, y Byok sacudía la cabeza arrancando aullidos de dolor al monstruo mientras la esperanza hacía latir con fuerza el corazón de Tiago. Fue entonces cuando el brazo espada del demonio surcó rápidamente el aire, y su afilada hoja vorpal segó limpiamente la cabeza de Byok.
Tiago se detuvo en seco y tuvo la sensación de que un gigante le había dado un puñetazo en el estómago.
«Byok», gimió, y le dieron arcadas como si fuera a vomitar.
Había criado a ese lagarto desde el día en que había roto el cascarón, y se había conectado a él mágicamente, de manera muy parecida a como un mago suele buscar a un animal familiar y conectarse con él.
—¡Matadlo! —gritó enfurecido, y miró a Jearth y a los guerreros que se lanzaban sobre la pareja de glabrezu.
—¡Matadlo! —volvió a gritar, contemplando desesperadamente las puertas de la ciudad y a las fuerzas que se habían congregado a su alrededor sin atreverse a avanzar.
—¡Alto! —ordenó el comandante de la guardia a las fuerzas de Bryn Shander—. ¡Qué nadie salga de la ciudad!
Agitó la mano ordenando a los arqueros que se retiraran al amparo de las murallas. ¿Quiénes eran esos elfos oscuros que presentaban batalla a los demonios?
—¿Aliados? —preguntó con voz tranquila pero audible, y los que lo rodeaban no supieron darle una respuesta.
Entonces miró hacia el norte, por donde se acercaban nuevas fuerzas, y tragó saliva con dificultad presa de un profundo asco y horror, y con el pensamiento de que Bryn Shander acabaría teniendo graves problemas fuera quien fuera el vencedor de aquella batalla.
La incitación de Tiago fue respondida con una red de chisporroteantes relámpagos que se precipitó a través de una puerta dimensional que de repente apareció de la nada justo al lado del gigantesco balor. El demonio lanzó un rugido de sorpresa mientras la red caía sobre él, con gran aparato de fogonazos de luz que surgían por todos lados, cegando a todos los que observaban. Tiago siguió entrecerrando los ojos para protegerse delas relampagueantes explosiones, si bien quería ver cómo quedaba totalmente destruido ese demonio, deseaba ser testigo de la venganza contra la criatura que había matado al preciado lagarto que montaba.
Las chispas estallaban en el aire, arrastrando las llamas del demonio. El balor trató de resistirse al empuje de la red, pero las hirientes explosiones relampagueantes lo desequilibraban cada vez más y provocaron su caída mientras rugía enloquecido por el dolor.
El suelo empezó a temblar, las explosiones relampagueantes se multiplicaron hasta que chisporrotearon y eclosionaron en una nota única e interminable de destrucción.
La red se aplastó contra el suelo entre las mortecinas llamas, donde siguió explotando y chispeando.
Pero el demonio había desaparecido, y en el instante siguiente estaba nuevamente de vuelta, pero no debajo de la red.
No, Errtu se había teletransportado dejando atrás el peligro y ahora aparecía directamente detrás de Tiago Baenre. La gran espada del balor se abatió sobre Tiago, que apenas tuvo tiempo de esquivarla y de alzar su escudo para detener el pesado golpe. Su hombro se entumeció de nuevo, y el brazo que sostenía el escudo cayó inerme. ¡Un guerrero no podía por sí solo luchar contra un balor! Y aunque esta criatura estaba muy maltrecha, cruzados el rostro y el torso por heridas causadas por los relámpagos, y pese a haber perdido uno de sus cuernos, un balor era una criatura llena de furia.
Errtu estaba enfurecido.
Pero también lo estaba Tiago, que había sido testigo de la muerte de Byok.
El balor cargó de nuevo, pero Tiago era más rápido y se echó a un lado. Restalló el látigo del demonio, pero Tiago retrocedió como un rayo, evitando la mordedura de la flameante arma. Detrás apareció la gran espada del demonio, pero el drow interpuso su escudo, y Tiago rodó para evadirse y asestó su propio golpe.
Vidrinath, forjada en Gauntlgrym por el legendario herrero Gol’fanin, seccionó la piel y el músculo de Errtu con facilidad y abrió una herida profunda en la cadera del balor. Tiago retrocedió, bloqueó otro pesado mandoble, luego lanzó una estocada que rajó directamente el vientre de Errtu, desparramando tripas y sangre.
El balor levantó un gigantesco pie de tres garras y descargó un fuerte golpe, y aunque Tiago lo esquivó, Errtu lo pateó y lo lanzó volando a cierta distancia.
La bestia levantó su peligroso látigo, restallando su llameante extensión sobre su propia cabeza. Atontado por el puntapié, Tiago reaccionó con lentitud, y trató desesperadamente de moverse en redondo para alcanzar el escudo a tiempo de absorber, al menos en parte, el feroz golpe.
El brazo de Errtu salió disparado hacia adelante… casi.
Pero la bestia quedó paralizada, mirando con odio a Tiago, y con curiosidad la protuberancia que acababa de aparecer en su voluminoso tórax.
Sin pensarlo dos veces, Tiago recuperó la vertical rápidamente y cargó, luego dio un salto en el aire y descargó un fuerte golpe vertical con Vidrinath. La soberbia espada partió la cabeza de Errtu en dos, justo por la mitad, y ambas mitades se separaron de un modo sobrecogedor mientras el balor caía de rodillas. Sin embargo, pese a que se había quedado sin boca, el gran demonio lanzó un estentóreo y agonizante berrido, un grito de rabia y negación, una resonante promesa que era a la vez amenaza:
—¡Cien años no es tanto tiempo, Drizzt Do’Urden!
Errtu se derritió en el suelo.
Tiago levantó la vista de la mancha carbonizada y pudo ver a Yerrininae de pie ante él, llevando en la mano el gran tridente del que aún goteaban la sangre y el icor del balor masacrado.
—Pensó que eras Drizzt —observó el drider—. Y eso está bien.
—Que la bestia sepa que fue Tiago Baenre quien acabó con ella —respondió el joven guerrero y se arrodilló en el suelo, pero como el cuerpo de Errtu se había fundido, lo único que quedaba era la espada del demonio y la cabeza de Byok.
—Yo me atribuiré su muerte —insistió Tiago, golpeando cariñosamente la cabeza de Byok—. Puedes quedarte con la espada y el látigo, poderoso Yerrininae, y bien merecidos los tienes.
Una sonora aclamación a sus espaldas hizo darse la vuelta a Tiago justo en el instante en que caía muerto el último glabrezu ante los guerreros de Jearth. A corta distancia de aquella pelea el pueblo de Bryn Shander se había reunido en la derruida puerta, sin perder detalle, gritando hurras pero con cierta indecisión.
Tiago entendió perfectamente que mostraran dudas, porque no sólo habían visto la totalidad de las fuerzas drow que lo acompañaban, muchos más elfos oscuros de los que se esperaban, sino también un puñado de horribles driders.
—Reúne a tus guerreros y regresad al campamento —ordenó tranquilamente a Yerrininae—. Esta batalla está ganada.
—Hay más de cien enemigos potenciales que te están observando —respondió sin inmutarse el drider.
—No son enemigos —lo tranquilizó Tiago—. Lo más probable es que sean campesinos agradecidos.
Saludó al drider y encaminó sus pasos hacia la puerta, haciendo señas de que avanzasen a los que lo flanqueaban.
—Daría la impresión de que Drizzt Do’Urden hizo poderosos enemigos en los planos inferiores —le dijo a la gente congregada en la puerta—. Habéis tenido suerte de que nos encontráramos en los alrededores.
Todos dirigieron hacia él la mirada, y se dio cuenta de que miraban de reojo hacia el sur, donde estaba el resto de sus fuerzas, y sobre todo hacia el norte, donde se habían reunido los cinco driders antes de ponerse en marcha.
Tiago tuvo la intención de tranquilizarlos, pero decidió callarse, dejando que todo se diera por sobrentendido, tratando de ver hacia dónde llevaría todo aquello.
Empezó como un tímido aplauso de una sola persona, perdida entre la multitud del fondo, pero fue creciendo rápidamente hasta desembocar en una tumultuosa marea de vítores y hurras en honor a los héroes drow que habían salvado Bryn Shander.
Tiago y los suyos habían montado el campamento al sur de la ciudad, pero Tiago y los nobles Xorlarrin se quedaron en Bryn Shander después de la batalla. Su dinero no fue aceptado en ningún lugar, pues tuvieron comida, bebida y alojamiento gratis durante todo el tiempo que quisieron.
Poco tiempo antes de su llegada al campo de batalla, Errtu y los demonios glabrezu habían matado a decenas de personas y habían causado grandes destrozos en la parte este de la ciudad, y el resto se había salvado gracias a la carga de Tiago, según el sentir popular, y era totalmente cierto.
—¡Qué ironía! —exclamó Jearth una noche en la taberna, al tiempo que levantaba su copa para brindar—. ¡Quién habría de pensar que Tiago Baenre acabaría siendo aclamado como un héroe por los humanos de la superficie!
Tiago, Ravel y Saribel bebieron a una para celebrar esa increíble paradoja.
Seguían en Bryn Shander a la espera de noticias sobre el regreso de Drizzt, y ahora Tiago no tenía la menor duda de que la gente de las Diez Ciudades lo ayudaría en su búsqueda. Para reforzar la voluntad de cooperación, el astuto joven Baenre empezó a difundir rumores que ponían de manifiesto que Drizzt Do’Urden había traído consigo esa tragedia demoníaca al Valle del Viento Helado, al tiempo que destacaba que Drizzt lo había hecho a propósito. Con todos esos rumores repetidos y aumentados en las calles de Bryn Shander, Tiago y sus aliados tenían cada vez más confianza en que la gente de Diez Ciudades no se pondría del lado de Drizzt cuando este regresase.
Y los días dejaron paso a los meses, y el invierno abrió la puerta a la primavera, y esta, al verano. Se enviaron mensajeros a las tribus bárbaras, y a los confines de las Diez Ciudades.
Pero nadie había oído ni una palabra de Drizzt Do’Urden ni de sus cinco compañeros, y la última persona que los había visto, el capitán del transbordador, insistía en que habían tomado tierra exactamente donde él había desembarcado al grupo de Tiago.
Antes de que los caminos volvieran a quedar bloqueados otra vez por el inminente invierno, Tiago y sus fuerzas marcharon hacia el sur, a través de la Columna del Mundo, y regresaron a Gauntlgrym. Con todo, Ravel y sus tejedores de conjuros habían dejado atrás una zona preparada para sustentar un portal mágico que les permitiría retornar rápidamente a Diez Ciudades. Utilizaron esa magia muchas veces en los meses siguientes, e incluso en los siguientes años.
Sin embargo, no se encontró ni el más mínimo rastro de Drizzt Do’Urden, ni el menor rumor entre los bárbaros ni un avistamiento por parte de los enanos de la Cumbre de Kelvin, ni una sola visita a alguna de las ciudades del Valle del Viento Helado.
En el colmo de su furia, Tiago envió espías por todo el norte de Faerun, exploradores contratados a Mithril Hall y a la Marca Argéntea, ladrones sobornados a Luskan, y solicitó a Bregan D’aerthe que le trajeran a Drizzt. Invocó el poder de la Casa Baenre, y de su tía, la madre matrona de Menzoberranzan, e incluso el poderoso Gromph, cada vez más intrigado, se unió a la cacería.
Sin embargo, nadie podía encontrar a Drizzt, porque estaba realmente perdido, incluso para Bregan D’aerthe, y para los ojos de lady Lloth, y para Draygo Quick y los archimagos de Netheril, y para gran pesar de Jarlaxle, que gastó la fortuna de un rey en la búsqueda, habiendo ido más allá que nadie al contratar una legión de espías para que recorriesen el Páramo de las Sombras.
Y los años se convirtieron en una década, y la leyenda de Drizzt seguía viva, pero el explorador, al parecer, no.
A Drizzt se lo había llevado el viento, se había perdido entre las leyendas, era un nombre de otra época.