TALLA DE MARFIL Y SUEÑOS APACIBLES
L
os seis compañeros salieron de Bryn Shander por la puerta este a la mañana siguiente, por el Camino del Este, una ruta empedrada bastante llana y recta que comunicaba la ciudad principal de las Diez Ciudades con las comunidades más orientales de la zona, acertadamente llamadas Puerto Este. Ambargrís llevaba la pequeña carreta que habían alquilado, y Afafrenfere y Effron iban sentados en el banco a su lado, mientras que Drizzt abría camino a lomos de Andahar, con Entreri y, por supuesto, Dahlia que lo seguían a lomos de la pesadilla de Entreri.
Todo parecía augurar un viaje tranquilo hasta Puerto Este, a unos dieciocho kilómetros de distancia, y eran conscientes de que la ruta podría resultar más peligrosa y difícil a partir del punto en que vadearan el desbordado canal que unía los lagos Dinneshere y Agua Roja. A partir de Puerto Este no podrían seguir en la carreta, porque la tundra que se extendía a partir de allí era sin duda demasiado cenagosa, y Drizzt insinuó que tal vez Andahar y la pesadilla no podrían seguir adelante tan cargados por aquel suelo inestable.
Se quedaron apenas media noche en la ciudad de Puerto Este, donde alquilaron una habitación sencilla para guardar los suministros y dar una cabezada.
Se habían enterado de que en ese lugar había un transbordador que los llevaría desde los muelles de la ciudad hasta la otra orilla del río donde se encontraba el lago Dinneshere, lo malo era que el capitán sólo podría hacerles el servicio antes de la salida del sol.
—Estaré demasiado ocupado con la pesca a lo largo de la mañana —les explicó.
Así pues, salieron antes del amanecer. En el momento de subirse a la ancha y plana barcaza atada en un muelle de Puerto Este, delante de ellos se alzaba la oscura silueta de la Cumbre de Kelvin. La montaña se quedó a la izquierda de Drizzt cuando el transbordador empezó a moverse hacia el este aprovechando la brisa del amanecer. El sol empezaba a brillar sobre la planicie que se extendía ante ellos cuando el capitán de la barcaza lanzó la pasarela y los seis compañeros desembarcaron en la orilla oriental del lago Dinneshere.
—¿Y tenemos qu’ir hast’esas montañas? —preguntó Ambargrís, señalando hacia el sur, hacia la cordillera de la Columna del Mundo, cuyos picos cubiertos de nieve lanzaban destellos por efecto de la luz del sol naciente.
—En algún momento —respondió Drizzt, y esa respuesta sorprendente hizo que todas las miradas se volvieran hacia él. Entonces, el drow les señaló la dirección contraria, hacia el norte bordeando la anchurosa orilla del lago.
—¿Hasta la tribu del Alce? —preguntó Dahlia—. ¿No estarás buscándolos para realimentar tus preciosos sueños de que Catti-brie esta viva?
Su tono dejó estupefacto a Entreri; Afafrenfere y Effron se miraron con incredulidad, y Ambargrís contuvo el aliento como si esperara que se produjese un estallido.
—Ya, y según tú viven al pie de las colinas —agregó la enana con un puntillo de humor en su voz, que no le pasó desapercibido a Drizzt.
El drow sonrió agradecido a la enana y asintió.
—Estarán al pie de las colinas o en los alrededores durante un mes o más —explicó—. Pero los buscamos para confirmar los rumores, o por lo menos el papel que les ha correspondido en la difusión de dichos rumores. —Volvió a mirar hacia el norte y asintió con la cabeza—. Podremos confirmar mucho más dentro de un día más o menos.
—¿Está tu bosque por allí?
—Eso es lo que espera —murmuró Dahlia.
Drizzt empezó a caminar hacia el norte siguiendo la orilla del lago, y muy de cerca lo seguían Ambargrís y Afafrenfere. Effron no se movió de su sitio, pendiente de lo que decían Entreri y Dahlia.
—Entonces ¿por qué lo seguimos? —preguntó Entreri—. Que espante él sus fantasmas mientras averiguamos si ese lugar, las Diez Ciudades, merece el trabajo que nos hemos tomado para llegar hasta aquí. Tal vez sea el apropiado para escondernos del drow que nos persigue, pero por cuánto tiempo…
—No —lo interrumpió Dahlia, y también ella se puso en marcha hacia el norte bordeando el lago—. Quiero ser testigo de esto. Quiero ver cómo Drizzt encuentra a sus fantasmas, o abandona sus esperanzas. Al menos me debe eso.
—Ah, el amor verdadero —le soltó Entreri melancólicamente a Effron mientras adelantaba al contrahecho brujo.
Effron se quedó allí mirando durante unos instantes, tratando de imaginarse lo que estaba pasando, pero enseguida se lanzó a la carrera para alcanzar a los demás.
El drow y su tropa de driders entraron por el extremo sur del paso que atraviesa la Columna del Mundo, avanzando rápidamente hacia el norte. Tras la salida de Gauntlgrym, Tiago Baenre los había obligado marchar a buen paso sin contemplaciones, ansioso por conseguir su victoria. Sin embargo, cuando se enteraron de que Drizzt se dirigía al norte, Ravel Xorlarrin le había aconsejado que aflojara el ritmo y que ordenara una marcha rápida pero prudente. El Valle del Viento Helado no era una región muy extensa, y estaba todo él rodeado por montañas, en su mayoría insalvables, y por el Mar de Hielo Movedizo, no navegable.
Drizzt no podía ir a ninguna parte.
Montado sobre Byok, su magnífico lagarto, Tiago miró en derredor para observar a su tropa y se sintió satisfecho. Eran solo treinta fuertes guerreros, pero a Tiago no le cabía la menor duda de que podrían destruir las Diez Ciudades si las comunidades se unían para apoyar a Drizzt, aunque por lo que había oído parecía muy poco probable. Ravel había llevado sus hiladores de conjuros más poderosos, los siete que lo habían ayudado a desarrollar su encantamiento de la red relampagueante. Ravel era el más joven del grupo, pero todos le profesaban una gran lealtad.
Por su parte, Jearth, maestro de armas de la Casa Xorlarrin, había llevado consigo a sus guerreros más experimentados y diestros, por no hablar de Yerrininae y de los cinco poderosos driders, incluida su consorte, que flanqueaban la marcha.
Tiago observó a Saribel, que montaba sobre un lagarto no muy lejos de él, y a sus compañeras sacerdotisas. Se dio cuenta de que ninguno de ellos era muy mayor y ninguno tan completo en sus respectivos campos como los hiladores de conjuros y los guerreros. Incluso Tiago se dio cuenta de que él mismo tenía fe en ese grupo; seguro que la Madre Matrona Zeerith Xorlarrin había enrolado con ilusión a su familia en esa cacería, en la que cabalgaban dos de sus hijos y el maestro de armas de su Casa.
Y todo ello en beneficio de Tiago. Drizzt era el trofeo que él reclamaba, y los Xorlarrin lo sabían. Porque si bien la cabeza de Drizzt daría la gloria a Tiago, lo más importante para Zeerith era el permanente apoyo de los Baenre mientras los Xorlarrin consolidaban el mantenimiento de Gauntlgrym como ciudad hermana de Menzoberranzan.
No había duda de que muchos de los reemplazos que en ese momento se movían por los túneles de la Antípoda Oscura para apuntalar a las fuerzas de Gauntlgrym eran, de hecho, Baenre o agentes de los Baenre.
Mientras hacía estas consideraciones, reflexionando acerca de los lazos que se fortalecían cada vez más entre las dos familias, Tiago se dio cuenta de que tenía la vista puesta en Saribel. Sintió que su afecto por ella había ido creciendo, y ella había aprendido a complacerlo.
Con sus nuevas armas, la espada Vidrinath y el escudo Orbcress, y con la cabeza de Drizzt Do’Urden que consideraba segura, Tiago había empezado a pensar que le llegaría muy pronto la posibilidad de ascender al puesto de maestro de armas de la Casa Baenre, probablemente a su regreso a la ciudad. Ni siquiera Andzrel cometería la idiotez de oponérsele.
Pero también tenía en mente que quizá no fuera esa la mejor carrera que tenía por delante. Había pocas dudas de que a un varón drow le iría mucho mejor en Gauntlgrym que en Menzoberranzan, porque la Casa Xorlarrin siempre había ofrecido a sus varones los puestos de gran poder e influencia en relación con las demás Casas.
Quizá Tiago podría servir mejor a la Casa de Baenre, y favorecer sus propios intereses, si se quedaba en Gauntlgrym.
Desvió a Byok hacia un lado en dirección a Saribel, pero las demás sacerdotisas retrocedieron cuando se vio claramente que pretendía acercarse a la Xorlarrin.
—No me gusta el Mundo de la Superficie —confesó ella cuando lo tuvo cerca—. Aquí siempre me siento vulnerable, sin muros alrededor ni techo que pueda protegerme de los ataques desde arriba.
Mientras hablaba no dejaba de observar las elevadas paredes rocosas y se estremecía, imaginando, como es obvio, que desde allí acechaba algún arquero, o algún gigante dispuesto a dejar caer sobre ellos una lluvia de rocas.
—Nuestro premio merece sobradamente los inconvenientes —le aseguró Tiago.
—Querrás decir tu premio.
Tiago sonrió.
—¿Acaso no querrás compartir mi gloria?
—Somos tu fuerza de rastreo, estamos a tu mando.
—¿Y tú eres sólo eso?
Ella lo miró con curiosidad.
—¿No eres mi amante? —preguntó él.
—También lo es Berellip —respondió ella, haciendo referencia a su hermana mayor—. También lo son la mayoría de las mujeres de Gauntlgrym, y un buen número de las de Menzoberranzan, supongo.
Tiago se encogió de hombros y soltó una carcajada, pero no la contradijo.
—Sí —respondió—, pero ninguna de ellas, ni siquiera Berellip, podría conseguir los beneficios que tú obtendrás de este viaje. Piensa en la gloria que conseguiré yo cuando haya vuelto con la cabeza de Drizzt Do’Urden. Estará en mis manos elegir mi futuro.
—Maestro de armas de la Casa Baenre —se apresuró a decir ella, y Tiago a asentir, pero Saribel siguió presionándolo—. Corre ese rumor desde antes de que saliéramos hacia Gauntlgrym.
—La Casa Baenre tendrá una importante posición en la ciudad xorlarrin, tan deseada por tu madre matrona —respondió él—. Quizá sea yo el que personifique esa posición.
Saribel trató de mantener la calma, pero abrió los ojos de par en par, abandonando sus esperanzas.
—Quizá me case con una noble xorlarrin, uniendo nuestras familias en una alianza que refuerce nuestras mutuas aspiraciones —dijo Tiago.
—Berellip sería la elección obvia —afirmó Saribel.
—Mi elección —insistió Tiago— no sería Berellip.
Saribel tragó saliva.
—¿Qué estás…?
—Nos casaremos tú y yo y uniremos a nuestras familias —soltó Tiago de un tirón.
—¿Qué? —La pregunta llegó de al lado mismo, y los dos se volvieron para encontrarse con que Ravel estaba escuchando.
—¿Tú no apruebas… hermano? —preguntó Tiago.
Ravel se sentó sobre su invisible disco flotante mirando a su vez al Baenre, mientras le cambiaba la expresión de la cara a medida que iba digiriendo la asombrosa noticia. Poco a poco una especie de sonrisa inundó su cara. Tiago comprobó, sin ninguna duda, que Ravel estaba pasando por el mismo proceso mental por el que Tiago había pasado, y estaba llegando a la misma conclusión.
—Ah, hermano —dijo finalmente Ravel—. ¡Estoy contento de haber salido de cacería contigo!
—Especialmente cuando nuestra presa esta acorralada —respondió Tiago.
—Bueno, a esto me cuesta a mí trabajo llamarlo bosque —exclamó Ambargrís, avanzando con dificultad entre los escasos y desmañados árboles que se erguían por encima de la desvencijada cabaña que se levantaba a las orillas del lago Dinneshere—. ¿Tu’stás seguro de qu’el lugar ese es este?
La enana se calló y dejó de andar cuando observó a Dahlia y a Drizzt. Él tenía una rodilla en tierra y miraba fijamente su mano. No, su mano no, algo que tenía en ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Dahlia.
Drizzt la miró con cara inexpresiva y se limitó a negar con la cabeza, como si estuviera confuso, como si no pudiera encontrar las palabras en ese momento.
Entonces llegaron Ambargrís y Entreri desde diferentes direcciones.
Drizzt cerró la mano y empezó a mover los dedos, recobrando poco a poco la fuerza para levantarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó ahora Entreri.
Drizzt lo miró, luego miró por encima del hombro de Entreri a Effron y a Afafrenfere, que se encontraban en el pequeño muelle delante de la vieja cabaña.
—¿Drizzt? —saltó Dalia.
—La figurilla de marfil —respondió con voz hueca.
Dahlia alargó su mano, pero Drizzt la apartó rápidamente y con actitud defensiva. A ella la sorprendió ese movimiento, y también alarmó a los otros dos.
Drizzt respiró hondo y levantó la mano, abriendo los dedos y dejando ver la estatuilla que representaba a una mujer sosteniendo un arco muy característico, al parecer el mismo arco que Drizzt solía llevar colgado al hombro.
—Es obra de Regis —identificó Artemis Entreri.
—¿Esa es ella? —preguntó Dahlia en voz alta, ahogando la voz del asesino.
Drizzt la miró sin comprender, dudando en la respuesta.
—¿Catti-brie? —lo presionó ella—. ¿Tu amada Catti-brie?
—¿Pero cómo va’star aquí? —preguntó Ambargrís, mirando a su alrededor—. Me da pa’mí que pocos han estao aquí desde hace muchos años.
—Lo más probable es que nadie —dijo Dahlia, sin apartar la mirada de Drizzt y con una expresión que reflejaba un profundo y obvio malestar.
—Salvo, tal vez, cuando hay bosque —dijo Artemis Entreri, y Drizzt volvió a respirar hondo, sintiendo como si pudiera desmoronarse sin más, o preguntándose si Dahlia podría saltarle encima y estrangularlo, a la vista de su expresión.
—Tal vez sólo sea una coincidencia —dijo Drizzt.
Artemis Entreri dio algunos pasos y echó mano a la estatuilla, pero Drizzt se lo impidió.
—El pie —dijo Entreri—. El pie derecho. ¿Tengo que decirte eso también?
Drizzt giró lentamente la estatuilla, la miró por la parte de abajo, y la apretó contra su corazón.
—La «R» de Regis —explicó Entreri a los demás.
—¿Y com’es que sabes eso tú? —preguntó Ambargrís.
—Tengo con ese una larga historia —dijo con una risita el asesino.
Drizzt intercambió con él una mirada.
—¿Qué quieres decir?
Entreri se encogió de hombros y alargó la mano, y, esta vez, Drizzt le pasó la estatuilla. Entreri la examinó cuidadosamente.
—Lleva mucho tiempo aquí —afirmó.
—Y no hay ningún bosque a la vista —agregó Dahlia, con bastante brusquedad.
—Y ha sido un día muu largo —insistió Ambargrís, volviendo a mirar al horizonte, más allá del lago, donde se empezaba a poner el sol—. Va que, por lo menos esta noche dormiremos baj’un verdadero tejao ¿qu’os parece? —Dirigió la mirada hacia la cabaña del embarcadero—. Que podría ser ese.
Por toda respuesta, Drizzt desenrolló su petate y lo estiró en el suelo.
Ambargrís le echó una ojeada, luego volvió la vista hacia la inexpresiva cara del drow.
—Tal cual como yo lo decía —refunfuñó—. Otra bonita noche abajo’e las estrellas.
Drizzt acampó allí mismo, durmiendo sobre el punto exacto donde había encontrado la figurilla. Ninguno de sus cinco compañeros se fue a la cabaña, sino que colocaron sus propios petates alrededor de él.
—Persiguiendo fantasmas —le susurró Dahlia a Entreri algún tiempo después, mientras ambos estaban sentados a un lado, fuera del círculo, mirando de nuevo a Drizzt.
La noche no era fría y la hoguera seguía ardiendo, pero la luna en cuarto creciente ya había alcanzado su cenit y podían ver al drow con toda claridad. Estaba acostado de espaldas sobre su petate, contemplando la multitud de estrellas que brillaban sobre el lago Dinneshere. Seguía apretando y acariciando la estatuilla con sus ágiles dedos.
—Quieres decir persiguiéndola a ella.
Dahlia se volvió hacia él.
—No tienes derecho a culparlo, ¿o acaso lo tienes? —respondió Entreri a aquella mirada—. Todos nosotros hemos perseguido nuestros fantasmas.
—Para matarlos, no para hacer el amor con ellos —lo contradijo Dahlia y volvió a mirar al drow.
Entreri sonrió ante su clara demostración de celos, pero prudentemente no hizo ningún comentario.
En un principio se le vino a la cabeza la música de Andahar, suaves campanillas repiqueteando en la noche, pero cuando abrió los ojos a Drizzt se le hizo evidente que era algo más sutil y más potente al mismo tiempo, con todo el bosque en derredor resonando con una suave e irresistible melodía.
Todo el bosque en derredor…
Se había quedado dormido contemplando el cielo nocturno y sus innumerables estrellas, pero ahora, desde el mismo lugar, Drizzt apenas podía percibir alguna de esas titilantes lucecitas a través de la densa enramada que divisaba sobre su cabeza.
Se incorporó y se quedó sentado, mirando a su alrededor, tratando de darle sentido a todo aquello.
Se encontraba a la orilla de un pequeño estanque que antes no estaba allí. Cerca se divisaba una pequeña y bien conservada cabaña que tampoco estaba allí antes, al pie de una pequeña colina poblada de arbustos y flores y un huerto que antes no estaban allí. Se puso de pie y echó una ojeada a sus compañeros, dormidos todos a su alrededor, con una singular excepción.
Drizzt se acercó a Dahlia y la despertó.
—¿Dónde está Entreri? —preguntó.
La elfa se frotó los ojos.
—¿Qué? —preguntó automáticamente, sin que su mente se hubiera despertado del todo; se volvió a frotar los ojos y se sentó, miró a Drizzt sin comprender nada—. ¿Qué es esa música? —volvió a preguntar al tiempo que miraba a su alrededor.
Y entonces abrió los ojos desmesuradamente.
Artemis Entreri apareció entonces y ambos lo miraron con curiosidad mientras él se encogía de hombros con impotencia.
—No hay ningún cantor —informó moviendo la cabeza a uno y otro lado y con evidente frustración—. Sólo una canción.
Terminó con un bostezo y se acomodó en el suelo.
—¿Hasta dónde exploraste? —preguntó Drizzt, pero tampoco él pudo evitar un bostezo mientras luchaba por modular sus palabras, porque entonces lo invadió una invencible fatiga.
Miró a Dahlia, pero ella también se había desplomado sobre el suelo y parecía profundamente dormida.
Magia, magia poderosa, pensó Drizzt, porque los elfos solían ser inmunes a tales conjuros de sueño y fatiga. Los drow también y por eso Drizzt se quedó de rodillas. Miro a su alrededor y trató de luchar contra el conjuro.
Entonces su cabeza quedó apoyada sobre el liso abdomen de Dahlia, aunque no era consciente del movimiento que había dado con el por tierra. Todo lo que percibió fue la canción, que llenaba sus oídos con dulzura, que colmaba su corazón de calor y que cerraba pesadamente sus párpados.
En sus pensamientos danzaban los sueños de Catti-brie.