LA RÉPLICA
D
rizzt esperaba, agazapado en posición defensiva, inseguro de su situación. La habitación se había sacudido violentamente y el drow no podía imaginar qué era lo que había causado semejante estruendo. En su mente revivió el cataclismo que había atrasado la ciudad de Neverwinter, el volcán que lo había derribado al suelo con su increíble onda expansiva.
¿Sería este algún desastre natural similar, o primordial?
Drizzt estaba sobre ascuas, escuchando, observando, consciente de que tal vez tuviera que salir corriendo sin previo aviso. Tal vez otro terremoto hiciera pedazos la pared y el techo se viniera abajo. ¿Reaccionaría con rapidez suficiente para librarse del cataclismo? Y existía la posibilidad de que al salir corriendo consiguiera su libertad, dejando atrás las paredes derruidas del castillo de Draygo Quick.
Pero ¿y después qué?
Poco después, el drow oyó carreras al otro lado de la puerta, y gritos de protesta seguidos inmediatamente por gruñidos y quejidos, y el golpe inconfundible de un cuerpo al caer sobre el duro suelo.
—Un ataque —dijo en un susurro, y casi no habían salido las palabras de su boca cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Drizzt se puso en tensión, listo para atacar. Dio un respingo, las ideas se le arremolinaron hasta tal punto que trató de decir un nombre pero sólo pudo tartamudear.
—Yo también me alegro de volver a verte —respondió Jarlaxle con una sonrisa irónica—. Te he echado de menos, mi viejo amigo.
—¿Qué? ¿Cómo? —farfulló Drizzt. Al margen de las implicaciones de ese encuentro inesperado, Drizzt había creído que Jarlaxle había muerto en Gauntlgrym. Al ver este otro vínculo con su tiempo largamente perdido, se sintió abrumado y no pudo contener el alivio. De un salto se plantó a su lado y le dio a Jarlaxle un gran abrazo.
—Ambargrís —explicó Jarlaxle—. Fue la única que escapó del castillo de Draygo Quick y ella me guio hasta este lugar.
—¡Pero si tú moriste en Gauntlgrym!
—Ah, ¿sí? —Jarlaxle dio un paso atrás y se miró los brazos y el torso—. Me temo que debo disentir.
Drizzt lo miró entonces con desconfianza.
—Esta es una treta de Draygo Qui…
La carcajada de Jarlaxle lo interrumpió.
—Mi desconfiado amigo, estate tranquilo. Recuerda el día de tu huida de Menzoberranzan hace décadas, después de que tú y Catti-brie arrojarais una estalactita a través del tejado de la capilla de la Casa Baenre. ¿No te demostré entonces que soy un amigo lleno de sorpresas? Te lo contaré todo sobre los acontecimientos de Gauntlgrym y más, pero en otro momento. Por ahora, salgamos de este lugar.
Drizzt le dio vueltas a la cosa unos instantes y quedó convencido de que ese era realmente Jarlaxle, el verdadero y redivivo Jarlaxle, que había venido a rescatarlo.
—¿El terremoto? ¿Lo provocaste tú?
—Ya lo verás, a su tiempo —le prometió Jarlaxle—. Pero ahora… —Sacó un bolsillo de su cinturón y lo puso boca abajo. De él salieron artículos de todo tipo: un arco y un carcaj, un par de cimitarras y un cinto para sujetarlas, botas, una camisa de mithril, un colgante en forma de unicornio, un par de brazaletes mágicos, aunque era imposible que todo eso cupiera en el pequeño bolsillo a menos que estuviera fuertemente encantado.
—Creo que son todas tus cosas, pero mis muchos compañeros andan buscando por si se nos ha quedado algo.
Drizzt miró el montón de cosas con mirada incrédula, pero un rápido repaso le reveló, por supuesto, que realmente faltaba algo.
—Y aquí lo tienes —dijo Jarlaxle, y al volver a mirarlo, Drizzt vio que el mercenario le ofrecía el anillo hecho de puro rubí que Drizzt le había arrebatado al mago Xorlarrin—. ¿Sabes lo que es?
—La chuchería de un mago, supongo.
Jarlaxle asintió.
—Y de poder nada despreciable. Guárdala bien. —Se la lanzó a Drizzt, que la cogió y se la puso en el dedo.
—Y esto —añadió Jarlaxle, y cuando Drizzt alzó la vista, el sonriente mercenario le mostró lo que él había querido ver por encima de todo lo demás: la figurita de ónix de Guenhwyvar. Jarlaxle la depositó en las manos temblorosas de su amigo.
—Ahora está libre —explicó Jarlaxle—. La atadura con que Draygo Quick la tenía sujeta a este plano ya no existe y descansa cómodamente en su casa astral, recuperándose y esperando tu llamada.
Drizzt sintió que le fallaban las piernas y se dejó caer en una silla, absolutamente abrumado.
—Gracias —repitió una y otra vez silenciosamente, moviendo apenas los labios.
—No hemos acabado —informó Jarlaxle—. Debemos irnos de este lugar.
—Effron… —empezó a decir Drizzt.
—Nuestra próxima parada —lo tranquilizó Jarlaxle, dando un golpecito a un bolsillo que tenía sobre la otra cadera y que se parecía mucho al otro en el que había guardado las pertenencias de Drizzt—. Reúne tus cosas y vámonos. Te vestirás por el camino y debes estar preparado para combatir porque es probable que la batalla no esté totalmente ganada todavía.
Para cuando llegaron a la habitación de Effron, que ahora estaba guardada por guerreros de Bregan D’aerthe, Drizzt ya tenía su arco y todo lo demás en su sitio. A duras penas resistió la tentación de soplar el silbato para convocar a Andahar, hasta tal punto deseaba ver una vez más a su corcel unicornio. Una sensación de normalidad invadió su corazón y su mente, y, sin embargo, era como si al mismo tiempo todo pareciera incluso más extraño, como conocer los caminos que llevan a un lugar en el que se ha vivido para descubrir al final que no es tu hogar.
Simplemente no estaba seguro. Más que nada, deseaba traer a Guenhwyvar a su lado, comprobar la espesura de su manto y la solidez de su musculatura, pero sabía que no debía hacerlo. Recordó la última vez que la había visto, tan demacrada y aparentemente tan próxima a la muerte, y decidió que dejaría pasar diez días antes de volver a llamarla.
Se sobresaltó al oír un ruido sordo y al mirar vio las pertenencias de Effron en el suelo ante el evidentemente sorprendido brujo tiflin.
—¿Has matado a Draygo Quick? —preguntó Effron con voz entrecortada.
—¿Te habría gustado? —fue la respuesta de Jarlaxle.
Effron se lo quedó mirando un momento con curiosidad.
—No —reconoció a continuación.
La sonrisa y la inclinación de cabeza de Jarlaxle cogieron a Drizzt por sorpresa y le hicieron sospechar que la pregunta del drow pudiera haber sido una especie de prueba. Sin embargo, lo dejó pasar porque era evidente que les quedaban cosas por hacer.
Y así era, porque Jarlaxle los condujo a los dos de inmediato por donde él había venido y no tardaron en llegar al gran vestíbulo de entrada. Drizzt y Effron no pudieron hacer otra cosa que mirar atónitos al nuevo añadido de una torre adamantina que se erguía en medio de las ruinas del suelo y las paredes, como si algún gigante la hubiera arrojado a modo de lanza hacia el centro de la estructura.
—¡Bien hallado otra vez, elfo! —sonó el vozarrón de Athrogate que avanzaba a grandes zancadas para saludar a Drizzt como es debido.
—Tú te caíste dentro de la sima, en Gauntlgrym —dijo Drizzt—. Los dos os caísteis.
—Ya, y un año tardó la barba en crecerme, maldita bestia de fuego. ¡Buajajajá! —respondió el enano.
—Presiento que habrá muchas noches junto al fuego, con un trago en la mano —dijo Jarlaxle—, pero las dejaremos para otro mundo. —Con un gesto ampuloso señaló la puerta abierta de la torre—. Athrogate os mostrará el portal.
—¿Portal? —preguntó Effron.
—A Luskan —explicó Jarlaxle, y empujó a Drizzt y a Effron—. No te apartes de ellos —le indicó a Athrogate—. Me reuniré pronto con vosotros.
—Únicamente si el elfo le habla bien de mí a la bonita Ambargrís —dijo Athrogate mientras le hacía a Drizzt un guiño exagerado.
Drizzt, que volvía a sentirse —o no había dejado de sentirse— superado, no pudo hacer otra cosa que asentir tontamente y seguir adelante. Se llevó la mano a la faltriquera y palpó los contornos de la figurita de ónix de Guenhwyvar recordando la promesa de recuperar a una verdadera amiga.
La mayor parte de los drow se habían marchado ya, pero Jarlaxle no había terminado. Mantuvo en su sitio la mágica torre de Caer Gromph y decidió confiar en que lord Draygo se hubiera tomado en serio las palabras de Kimmuriel.
Jarlaxle atravesó una serie de pequeñas estancias de la esquina posterior izquierda de la gran entrada. Kimmuriel le había indicado el camino y parecía que habría pocos obstáculos o centinelas que le impidieran el paso, pero de todos modos iba nervioso, más que en ningún otro momento de esa misión de rescate.
No era Draygo Quick el que le hacía sudar la gota gorda, algo que no le sucedía a menudo. Tampoco era la perspectiva de los guardias, y ni siquiera la posibilidad de enfrentarse a un brutal enemigo que sabía que merodeaba por ahí.
No, era la perspectiva de enfrentarse a aquel al que esperaba salvar.
Bajó por la escalera de caracol hacia la estructura subterránea del castillo y avanzó por un largo corredor hasta un lugar donde había tres puertas. Ante ellas había otros cuatro centinelas de Draygo Quick atados y amordazados. Dos estaban despiertos, y los otros todavía seguían bajo los efectos del veneno drow del sueño.
Jarlaxle los saludó llevándose la mano al sombrero y les pasó por encima hacia la puerta del centro. Respiró hondo y la atravesó, procurando cerrarla con suavidad detrás de sí. Había llegado a un sótano de grandes proporciones lleno de arcadas bajas que sostenían la estructura del edificio.
Por fortuna, Caer Gromph no había hundido sus raíces en esa parte del castillo.
Jarlaxle avanzó lentamente, manteniéndose pegado a los contrafuertes, tratando de acostumbrarse a las polvorientas y antiguas catacumbas. El lugar olía intensamente a descomposición, y a lo largo de las paredes había numerosas criptas que daban todas al área principal. Los esqueletos que contenían yacían en una postura de descanso eterno, muchas con los brazos cruzados mientras que a otras les faltaban huesos. Por el rabillo del ojo y gracias a su visión nocturna, Jarlaxle pudo ver espadas herrumbrosas y coronas que habían perdido su brillo, ropas en jirones y casi desechas y cosas que se arrastraban, pero la oscuridad era demasiado completa para permitir una adecuada apreciación del lugar.
Se puso en cuclillas junto a una de las arcadas y sacó una pequeña bola de cerámica de la faltriquera que llevaba al cinto. Se la acercó a los labios y tras susurrar la palabra de mando, la arrojó hacia el fondo de la catacumba.
La bola rodó y rebotó y se prendió fuego al asentarse, echando chispas mientras alumbraba el polvo a su alrededor hasta quedar brillando con la intensidad de una antorcha, proyectando extrañas sombras a su alrededor.
—Ven a jugar, bonita —dijo Jarlaxle en voz baja.
Se quedó quieto y esperó, y le pareció que algo o alguien se había movido detrás de otra arcada baja no muy lejos de él.
—Sé razonable —dijo avanzando en esa dirección, pero sus palabras eran más bien una idea tardía, porque seguramente su concentración estaba en otra parte.
Se detuvo junto a aquella arcada e hizo una pausa mientras contemplaba el baile de las sombras.
De repente resultó que una de esas sombras no era tal, sino la medusa que saltaba hacia él mientras él giraba para responder al ataque. La criatura tenía los rojos ojos abiertos de par en par, su mortífera mirada fija en él.
Jarlaxle la vio en todo su espantoso esplendor, y supo sin la menor duda que sólo el parche que llevaba en el ojo lo había salvado en ese caso, que sin ese poderoso encantamiento su piel ya se estaría convirtiendo en piedra. Recurrió a sus capacidades innatas de drow, a su afinidad con las emanaciones mágicas de la Antípoda Oscura, e hizo surgir un globo de oscuridad impenetrable en torno a sí mismo y a la medusa, privándola así de su arma más poderosa.
Al mismo tiempo, abría y cerraba su mano izquierda y su brazalete le proporcionaba dagas que lanzar a su enemiga. También agarró una daga en la mano derecha y giró la muñeca para alargar el arma convirtiéndola en una espada que puso por delante, esperando así mantener a raya a la medusa con su cabellera de serpientes venenosas.
Al ver que no la tocaba con la espada, lanzó una estocada más larga, y tampoco en este caso encontró nada más que vacío, de modo que dedujo que su enemiga se había deslizado hacia un lado.
Totalmente ciego y totalmente indefenso no eran lo mismo en el caso de Jarlaxle. Había encomendado la zona a la memoria cristalina, y ahora se movió sin la menor vacilación, agachándose y girando para pasar debajo de la arcada, un espacio no más alto que sus hombros. Salió de la oscuridad mágica en cuanto pasó por debajo, apoyando la espalda contra el contrafuerte de piedra. Sin embargo, a punto estuvo de flaquear, porque desde esa perspectiva observó delante de sí al hombre al que había llamado amigo durante décadas.
Por supuesto, Artemis Entreri estaba absolutamente quieto, aunque era indudable que la mirada de la medusa lo había sorprendido en pleno movimiento. Estaba inclinado contra el costado de Dahlia, como tratando de apartarla, y Jarlaxle no necesitó mucha imaginación para representarse la escena que había desembocado en esa tragedia.
La distracción estuvo a punto de costarle cara al drow, ya que sólo se dio cuenta de la proximidad de la medusa en el último momento. Se apartó de un salto y giró para enfrentarse a ella, pero no para mirarla, sino para apuntarle a la cabeza con una varita. Escuchó con atención el silbido de las serpientes hasta que lo tuvo a su alcance para pronunciar la palabra de mando. Suspiró aliviado cuando el silbido cesó abruptamente y oyó que la medusa retrocedía tambaleándose.
Se atrevió entonces a abrir el ojo y vio a la poderosa criatura que se debatía y trastabillaba, con la cabeza envuelta en una bola de pegamento viscoso. También sus manos habían quedado pegadas cuando intentó librarse de la pegajosa sustancia.
Una de las serpientes consiguió zafarse del pegamento y se agitaba amenazadora, aunque estaba demasiado lejos para poder alcanzarlo.
Sin embargo, se dio cuenta de que esa serpiente liberada podría guiar a su enemiga, ya que él no conocía muy bien la relación que existía entre una medusa y esas víboras, y no sabía si tal vez la medusa podría ver a través de los ojos de la víbora. O sea que disparó contra ella otro globo que la capturó por su sección central y la pegó contra el lateral de la arcada de piedra.
Pensó en ir y rematarla, pero se contuvo, imaginando que tal vez lord Draygo podría ser más amable en futuros encuentros si dejaba viva a la desgraciada y poderosa criatura. La estuvo observando unos instantes para asegurarse de que estaba real y totalmente inmovilizada.
Jarlaxle se volvió hacia las estatuas y no tardó en encontrar a la tercera, la de Afafrenfere, no lejos de las otras. De otro de sus múltiples bolsillos, el mercenario drow sacó una jarra de gran tamaño y la puso en el suelo a medio camino entre el monje y los otros dos.
Respiró hondo, no muy seguro de si eso funcionaría o no. Ni siquiera Gromph, que lo había hecho para él, había podido darle garantías. Y aun cuando funcionara, le había advertido el mago, la conversión de carne en piedra y otra vez en carne provocaba una conmoción tan tremenda del cuerpo que existía la posibilidad de que alguno no sobreviviera a una u otra de las transmutaciones.
—Entreri y Dahlia —susurró el drow para sí, tratando de reunir fuerzas—. Afables almas. —Miró al monje y se limitó a encogerse de hombros porque aquel extraño no le importaba demasiado.
Quitó el tapón de la jarra y se apartó mientras el humo empezaba a extenderse, oscureciendo su visión. El primer indicio de que su poderoso hermano lo había conseguido fue el ruido de tropezones cuando Entreri y Dahlia, otra vez de carne y hueso, empezaron a dar tumbos tratando de desenredarse.
Entreri gritó:
—¡No!
Y Dahlia simplemente dio un alarido. Desde el otro lado llegó el monje que dio un salto y aterrizó en una postura defensiva, con un brazo alzado para protegerse los ojos y el otro dispuesto para el golpe.
—Tranquilos, amigos —dijo Jarlaxle dando un paso adelante y recogiendo la jarra cuando la niebla empezó a disiparse—. La batalla está ganada.
—¡Tú! —gritó Entreri, claramente horrorizado e indignado, y se lanzó contra el drow.
—¡Artemis! —lo interrumpió Dahlia bloqueando además la carga de Entreri.
—Bienvenida seas —dijo Jarlaxle secamente.
—¿Quién eres? —inquirió Dahlia.
—¡Jarlaxle! —respondió Entreri antes de que pudiera hacerlo el drow.
—A tu servicio —confirmó Jarlaxle con una profunda reverencia—. En realidad, doblemente a tu servicio —añadió, y chasqueando los dedos produjo otra antorcha de cerámica. La arrojó al suelo y cuando cobró vida todos pudieron ver ala medusa que seguía debatiéndose contra el contrafuerte de piedra y a una serpiente amenazadora enroscada encima de su cabeza cubierta de una sustancia viscosa.
—Y todavía querrás que te lo agradezca —le espetó Entreri.
—Digamos entonces que estamos empatados —replicó Jarlaxle—. O deja nuestra riña para otro momento y lugar, cuando estemos lejos de lord Draygo y de sus secuaces.
Dahlia lo miró claramente alarmada, lo mismo que Afafrenfere.
—Venid —les dijo Jarlaxle—. Es hora de marcharse. Habéis estado aquí mucho tiempo.
—¿Cómo es posible? —preguntó Dahlia mirando a su alrededor, examinando la catacumba desconocida—. Estábamos en el salón del suelo ajedrezado. Drizzt y Effron cayeron…
—Están bien —la tranquilizó Jarlaxle—. Ya han huido hacia Luskan.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Afafrenfere.
—Vosotros tres habéis servido de objetos decorativos para el castillo de Draygo durante muchos meses —explicó Jarlaxle—. Más de un año. Es la primavera de 1466 en Toril.
Los tres lo miraron con estupor. Incluso a Entreri parecía haberlo serenado la noticia.
—Rápido —les dijo Jarlaxle—, antes de que la medusa se libere o lord Draygo nos encuentre. —Se puso en marcha a paso rápido y los otros tres lo siguieron.
Afafrenfere y Dahlia dieron un grito ahogado cuando llegaron al vestíbulo de entrada y vieron una torre delante de la pared del otro lado. Pero lo más estentóreo de todo, y lo que más satisfizo a Jarlaxle, con diferencia, fue el resignado suspiro de Artemis Entreri, que conocía lo suficiente a Jarlaxle para no necesitar ninguna explicación pormenorizada.
—Pasad adentro —les dijo Jarlaxle, poniéndose a un lado y señalándoles la puerta de la torre donde un soldado drow montaba guardia—. Él os mostrará el portal que os permitirá llegar a Luskan.
—¡Ambargrís! —dijo Afafrenfere—. ¡No me iré sin ella!
—Tu amable amiga enana fue la que me condujo hasta aquí, por supuesto —respondió Jarlaxle.
—¿Y Effron y Drizzt? —inquirió Dahlia.
—Es probable que estén con Ambargrís a estas alturas, y sí, en la Ciudad de las Velas. Ahora, marchaos, por favor.
Tanto Afafrenfere como Dahlia miraron a Entreri.
—Confiad en él —admitió el asesino—. ¿Acaso tenemos otra opción? Y que lo sepas —añadió mirando fijamente al tan odiado Jarlaxle—, sólo porque no tenemos otra opción.
—El monje y Dahlia se pusieron en marcha hacia la torre, pero Entreri se retrasó y se cuadró delante de Jarlaxle:
—No me he olvidado de lo que me hiciste Ni de los años de tormento que sufrí por tu cobardía.
—La historia tiene más matices —le aseguró Jarlaxle—. Tal vez algún día la escuches completa.
—Lo dudo —replicó Entreri con un gesto desdeñoso antes de ir en pos de sus compañeros.
Miró hacia atrás un par de veces, pero daba la impresión de que más bien lo hacía por desconfianza de Jarlaxle, como si esperara que el drow lo apuñalara por la espalda, y esta vez literalmente.
Jarlaxle no dijo nada más y lo dejó ir. Había albergado la esperanza de que su arriesgado y costoso rescate lo volviera a poner en pie de igualdad con el hombre, pero siempre había sabido que esa esperanza tenía su origen en su corazón más que en la razón.
Artemis Entreri había sufrido décadas de tortura mientras fue esclavo de Herzgo Alegni, y lo que Jarlaxle tuviera que decir tenía escaso peso frente a la verdad de que el sufrimiento de Entreri había sido en gran parte culpa suya.
Artemis Entreri no era hombre proclive al perdón.
Un destello en la segunda planta de la torre le señaló al drow que el trío y los guardias que quedaban habían pasado por el portal mágico de vuelta hacia Toril.
Con una breve salmodia despidió a la torre, que volvió a convertirse en un simple cubo sobre el suelo, y una parte considerable del castillo de Draygo Quick se vino abajo al desaparecer la estructura que lo sostenía. La gran balconada del salón quedó hecha una ruina. Cuando acabó el retumbo, Jarlaxle se dio cuenta de que no estaba solo. Fue Kimmuriel en realidad el que salió de la lejana ala del castillo para recoger el juguete de Gromph.
—¿Has terminado ya? —preguntó Kimmuriel con un sarcasmo poco común en él, pasándole el cubo a Jarlaxle.
—¿Has conseguido llegar a un acuerdo con lord Draygo?
—Está desesperado por oír las respuestas que estoy descubriendo en mis conversaciones con los illitas —explicó Kimmuriel.
—¿Y estás dispuesto a facilitarle esas respuestas?
—En el tumulto de días venideros encontraremos aliados valiosos en lord Draygo Quick y sus pares.
Jarlaxle miró en derredor, al vestíbulo en ruinas, y se rio ante lo absurdo de la situación.
—Aliados, pues —dijo con una risilla—. Ahora, por favor, abre un portal para que pueda salir de este lugar.
—Claro, pero no a Luskan, sino a Puerta de Baldur.
Jarlaxle lo miró con curiosidad.
—Tu papel en esta representación ha terminado ya, amigo mío —explicó Kimmuriel.
—Hay grandes poderes que buscan a Drizzt…
—No es necesario que me lo recuerdes, pero eso es algo de lo que tienen que preocuparse otros miembros de Bregan D’aerthe, no Jarlaxle.
—Athrogate está en Luskan —protestó Jarlaxle.
—Pronto lo devolverá a tu lado.
Jarlaxle miró a su compañero con dureza, incluso se le ocurrió la posibilidad de traicionarlo allí mismo. No obstante, pronto la desechó al pensar en la reacción de Entreri hacia él.
Tal vez fuera mejor a la manera de Kimmuriel.