TAMBIÉN PODRÍA BEBER ALGO
B
eniago tenía muchos ojos por la ciudad, por supuesto, pero Luskan era un lugar grande, con muchos miles de habitantes y cientos de visitantes, especialmente en esa época del año cuando el tiempo favorecía la navegación y el comercio mercante estaba en todo su apogeo.
Los informes que le habían ido llegando en los últimos días eran motivo de preocupación para el agente de Bregan D’aerthe. A Drizzt no lo habían localizado, pero sí se había visto a otros drow. Tantos que Beniago había llegado a preguntarse si Tiago y sus amigos Xorlarrin no habrían llevado a cabo una pequeña invasión o si Bregan D’aerthe no habría empezado a operar más abiertamente y sin informarle.
Después de eliminar esa segunda posibilidad simplemente preguntándole a Jarlaxle, Beniago había empezado a buscar respuestas.
Al menos la primera que encontró había resultado un poco confusa pero también algo tranquilizadora.
—No están aliados con Tiago —le dijo a Jarlaxle.
—¿El grupo de la posada?
Beniago asintió.
—Los Xorlarrin, entonces —conjeturó Jarlaxle, porque ya sabían que había un par de varones en el grupo, y al parecer de la creencia arcana.
Pero Beniago negó con la cabeza.
—Estos no son Xorlarrin, al menos no de Menzoberranzan.
—¿Por qué están aquí, entonces?
—Me muevo bajo la apariencia de un humano —respondió Beniago—. ¿Quieres que vaya yo a preguntarles? ¿Y después de eso me darás sepultura adecuada de vuelta en Menzoberranzan?
—Sarcástico —respondió Jarlaxle con una risita—. Al menos ya entiendo por qué apoye tu ascenso.
—¿Nuestra próxima jugada?
—Yo mismo me ocuparé de estos elfos oscuros desconocidos —dijo Jarlaxle—. Me han dicho que Tiago no está en Gauntlgrym, ni tampoco sus inseparables compañeros, Ravel y Saribel Xorlarrin.
—¿Tienes actualmente espías en Gauntlgrym? Estoy impresionado. —Beniago le hizo una profunda y sarcástica reverencia.
—Están de caza —explicó Jarlaxle.
—En la superficie, a la caza de Drizzt entonces.
—Eso parecería.
Beniago repitió la reverencia, esta vez más seria, comprendiendo su papel.
—Tiago lleva consigo sus nuevas armas, su espada y su escudo, sin duda —dijo Jarlaxle—. Y, según tengo entendido, no va disfrazado.
—Es demasiado fatuo para ocultar esas magníficas armas, especialmente porque hablan a la legua de su categoría —reconoció Beniago.
—Encuéntralo, pues.
Beniago asintió y se dispuso a hacer precisamente eso.
—Que sepas qu’es dura la vida sobre las olas —explicó el viejo y malhumorado enano Deamus McWindingbrook. Cuando terminó se sujetó la barriga y lanzó un descomunal eructo.
Ambargrís soltó una risita.
—Ya he estado en el mar, bobo —respondió—. He visto agua y na’más que agua durante to’mi turno y hasta la curva del horizonte.
—No muchos de nuestra sangre s’acostumbran a esa visión —comentó un tercer enano que compartía mesa con ellos, uno más joven que el gruñón viejo de barba cana, pero que se parecía mucho a él en el carácter, entre otras cosas porque era su hijo, Stuvie de nombre. Llevaba un gorro azul echado hacia un lado, mientras que su padre lucía uno similar de color rojo. La barba del joven era amarilla, como lo había sido la de su padre hacía tiempo, antes de que la sal y el sol y los años le cambiaran el color.
—He navegado a Puerta de Baldur —explicó Ambargrís. A punto estuvo de describir el resto del itinerario, pero prudentemente se abstuvo, porque no quería dar demasiadas pistas sobre su anterior visita a la ciudad. Ni siquiera usaba su propio nombre, sino que se había apropiado del de una prima suya, Windy O’Maul.
Después de todo, Cavus Dun podría estar buscándola, o, peor aún, Draygo Quick.
Por ese motivo a la enana le había parecido que en ese momento un viaje a altamar era una buena idea.
—Bah, a Puerta de Baldur es un trayecto fácil —dijo con un resoplido el más joven de los McWindingbrook.
—Ya, pero no bajé más por la Costa de la Espada —mintió Ambargrís—, y espero ver los desiertos de Calimport.
Los dos McWindingbrook adoptaron un gesto de disgusto al oír sus palabras.
—¡Todavía! —La enana acompañó sus palabras con una carcajada al ver sus caras de duda—. Podéis opinar así porque ya lo habéis visto, pero en mi caso no he visto na’fuera de la Ciudadela Adbar, el camino a Aguas Profundas y los puertos de Luskan y Puerta de Baldur. Y quiero ver más. ¡Mucho más!
—Estaría bien tener a otro de nuestra sangre a bordo —admitió Deamus.
—¡Ya, y mejor si es una chica, y mu’guapa por cierto! —añadió Stuvie, y alzó su jarra en un brindis.
Ambargrís se apresuró a chocar su jarra con la suya, agradeciendo el cumplido, el sentimiento y las posibilidades.
Ahora tenía que reconstruir su vida. Tenía que huir de todo lo que dejaba detrás, tanto en lo emocional como en el terreno práctico. Había pensado en volver a la Ciudadela Adbar, pero teniendo en cuenta las noticias de las que iba a ser portadora, se dio cuenta de que no iba a ser muy bien recibida, en especial si los jefes del complejo enano caían en la cuenta de que podría estar atrayendo hacia ellos a un señor netheriliano hostil.
Esa era la mejor vía, y estaba dispuesta a que fuera mucho más placentera.
Apuró su jarra y levantó otra, vacía, haciendo señas a la mesera para que trajera más a la mesa.
Al fin y al cabo, pagaban los McWindingbrook.
Horas después, dos enanos salían tambaleándose de la taberna, caminando a tirones, riendo de buena gana, sosteniéndose mutuamente y borrachos como cubas.
—¿Esa? —les preguntó Tiago a sus compañeros.
—Esa —respondió Saribel Xorlarrin asintiendo—. De nombre, Ambargrís. Navegó con Drizzt y cabalgó con él hasta Luskan desde Puerto Llast.
Los enanos pasaron con paso inseguro, sin prestar atención siquiera a las figuras oscuras que se ocultaban en las sombras más profundas del callejón.
—¡Hurra por nadar con mujeres de piernas arqueadas! —dijo el varón.
—¡Y por navegar con hombres de buen mástil! —contestó la mujer con tono libidinoso, y siguieron adelante, riéndose y metiéndose mano sin recato. Tan pendientes iban el uno del otro que evidentemente no vieron a los tres que salían de la oscuridad detrás de ellos.
Ravel miró en derredor, y al ver que no había mucha gente empezó a formular un conjuro. Tiago, seguido por Saribel, alzó su Orbcress, su escudo de telaraña, y se adelantó con paso rápido para cerrar la brecha.
—Vaya que me gustas, moza… —empezó a decir el varón, pero se interrumpió y empezó a escupir porque se había metido en una especie de telaraña cuyos hilos le llenaban la boca. La verdad era que los dos se habían metido en la red de Ravel, la enana más que él, y la creación mágica, que se extendía del edificio de la izquierda al poste de la derecha, no los dejaba moverse.
El enano, que seguía escupiendo, tiró hacia atrás y se liberó, dándose la vuelta a trompicones, y sólo entonces reparó en el guerrero elfo oscuro que se acercaba rápidamente.
Con un aullido de sorpresa, el enano sacó un largo cuchillo de su cinto. Stuvie McWindingbrook, que se había pasado la vida navegando por la Costa de la Muerte y al que su padre había preparado a conciencia desde la infancia, no era ningún novato en la batalla. Vio al drow que se acercaba y la mente se le aclaró de inmediato, bueno, casi del todo. Por instinto, echó hacia atrás la mano que le quedaba libre y empujó a Windy defensivamente hacia atrás, y por lo tanto, más hacia el interior de la telaraña.
A continuación se lanzó hacia adelante y ejecutó una fantástica voltereta, acabando firmemente de pie.
El cuchillo largo golpeó el escudo del drow, pero no rechinó como lo habría hecho sobre una hebilla de metal ni produjo un golpe sordo como si hubiera impactado en madera. Fue más bien un sonido amortiguado, como si hubiera chocado contra una manta gruesa.
Stuvie no había esperado que el primer golpe ganara el combate, pero quería aprovecharlo para apartar un poco el escudo hacia un lado. En ese sentido, lo consiguió.
Retrajo el cuchillo rápidamente… o más bien lo intentó.
Su cuchillo estaba pegado a aquel curioso escudo.
—¿Qué es esto? —preguntó el enano, incrédulo, y tiró con toda su fuerza, que no era poca. Realmente consiguió liberar el cuchillo, pero cuando cayó hacia atrás sintió la mordedura de una buena espada drow.
No fue una herida mortal, sin duda, pero sí dolorosa, un corte abrasador en el hombro izquierdo.
Doloroso, abrasador.
Con el fuego del veneno.
La espada de Tiago se llamaba Vidrinath, o Arrullo en la lengua común, porque estaba infundida con el infame veneno drow del sueño. El enano giró para apartarse. Le gritó a su compañera que huyera, pero no podía articular bien las palabras. Levantó su cuchillo largo para defenderse o para atacar, pero su movimiento fue muy lento.
Tiago arremetió, escudo por delante, y el enano lanzó un corte desesperado. En el último momento, el drow dio un salto en alto, pero mantuvo bajo el escudo que recibió la endeble cuchillada. En el aire, el drow invirtió la sujeción de Arrullo y apuntó con la espada directamente hacia abajo mientras descendía.
La hermosa hoja, casi traslúcida, pero reluciente con el poder de diamantes internos y el reflejo de las luces de la calle, se clavó justo al lado del cuello del enano, partiéndole la clavícula y hundiéndose aún más, atravesando sin dificultad músculo y cartílago.
Calle abajo, después de abrirse camino a través de las finas telarañas del conjuro de Ravel, Ambargrís dio un chillido de horror y salió corriendo.
—Cogedla —les gritó Tiago a sus compañeros—. ¡Detenedla!
Retrajo su espada mientras el enano caía sobre el empedrado y ni siquiera se molestó en limpiar la sangre de la hoja al incorporarse a la persecución.
Vidrinath no necesitaba limpieza, porque la bella hoja no admitía manchas de sangre de un mortal. Colgando despreocupadamente al costado de Tiago, la espada empezó a humear y la espesa sangre del enano se disipó en el aire de la noche al tiempo que la fuerza vital de la criatura se disipaba en el éter.
Ambargrís se desvió por una calle lateral y se apoyó contra un edificio para recobrar el resuello. Hizo una pausa para escuchar, pero enseguida recordó la identidad de sus perseguidores. ¡Cómo iba a oír la aproximación de unos elfos oscuros!
En silencio se fue alejando de la calle, sin separar la espalda de la pared.
Entonces se sumió en la negrura cuando la pared, extrañamente, desapareció detrás de ella.
Se encontró en una burbuja sin luz, una zona de vacío. Trató de volver atrás sobre sus pasos, pero sólo había negrura y el terciopelo de una pared por delante y un suelo por debajo de ella, sin nada a que asirse ni por donde trepar.
Saltó estirando el brazo todo lo que pudo, pero no había nada. Sólo un agujero.
—¡Bueno, malditos! —gritó—. ¡Mostraos, miserables, y acabemos de una vez!
Nada.
La enana retrocedió una pasos y a continuación arremetió contra la pared, golpeando con todas sus fuerzas. La pared cedió un poco, apenas lo suficiente para absorber su golpe.
Nada.
Cogió su Rompecráneos y empezó a golpear frenéticamente en el vacío y contra las paredes. Al poco tiempo, puso los brazos en jarras y apoyó la maza en la cintura, jadeando y resoplando, y se dio cuenta de que tal vez fuera eso exactamente lo que querían los drow, que quedara agotada antes de empezar la pelea.
—Vaya boba —se reprochó finalmente, y maldijo el güisqui. A continuación se centró y trató de recordar las palabras de un conjuro sencillo.
Su luz mágica llenó el pequeño recinto de paredes negras y cuadrado, tres metros de lado.
—A estas alturas se habrán ido ya —dijo una voz a su espalda y Ambargrís casi se cae sentada. Se dio la vuelta, enarbolando su maza, y vio a un elfo oscuro cómodamente sentado en el rincón. Llevaba una camisa ablusada de color púrpura bajo un chaleco negro de buen corte y perfectamente remetida en unos elegantes pantalones negros. Tenía un ojo tapado con un parche y la miraba por debajo del ala de uno de los sombreros más grandes que Ambargrís hubiera visto. Estaba sujeto hacia arriba por un lado con una enorme pluma del mismo color que la camisa.
No parecía preocupado ni por su pose agresiva ni por su enorme arma, y con gesto displicente se puso de pie, hizo una graciosa reverencia y dijo:
—Jarlaxle, a tu servicio, encantadora enana.
—Ah, y ¿quién se supone qu’es este Jarlaxle, y dónde está mi Stuvie?
—¿Stuvie? ¿El enano que te acompañaba en la taberna? —preguntó a su vez Jarlaxle encogiéndose de hombros—. Probablemente muerto. Los tres que te perseguían no se caracterizan por su clemencia.
—¿Y qué es Jarlaxle pa’ellos?
—Un enigma. —Repitió la reverencia—. Que es como a mí me gusta que sea. Y tú eres Ámbar Gristle O’Maul, de los O’Maul de Adbar, ¿correcto?
—Windy —corrigió Ambargrís después de una tonta e instintiva inclinación de cabeza.
Jarlaxle suspiró y riendo dio un paso hacia ella, visto lo cual Ambargrís enarboló su Rompecráneos.
—Tú viajabas con Drizzt Do’Urden —afirmó Jarlaxle—, un amigo mío. Y con Artemis Entreri, que en una época fue mi amigo pero ahora es probable que quiera matarme.
—No tienes que procuparte por eso —dijo Ambargrís.
Jarlaxle la miró intrigado.
—Ven —dijo después de un momento. Se sacó el sombrero, lo agitó y las paredes negras que los rodeaban cayeron, plegándose simplemente hacia el suelo y dejando ver que se encontraban en una habitación sin ventanas. Ambargrís miró atónita la pared que tenía cerca, pensando que debía de ser la pared del callejón a la que estaba pegada cuando cayó en ese… lo que fuera.
—Da un paso de lado —le indicó Jarlaxle señalándole la sección despejada del suelo y yendo en pos de ella. Entonces asió el borde de la «habitación» en la que habían estado y que ahora se parecía más a una gran sábana, o tal vez a un mantel negro. El drow hizo un giro de muñecas y dio la impresión de que todo se encogía. Repitió el movimiento una docena de veces, levantó el pequeño trozo de tela negra y lo hizo girar sobre la punta de un dedo. A continuación lo metió con todo cuidado dentro de su gran sombrero.
—¿Por qué no debo preocuparme por lo de Artemis Entreri? —preguntó el drow.
—Está muerto —respondió Ambargrís—. Y también Dahlia, y mi amigo el monje Afafrenfere. —La enana pudo ver con claridad la expresión alicaída de Jarlaxle y se dio cuenta de que era un reflejo sincero de su conmoción y de su pena.
—¿Y Drizzt?
Ambargrís se encogió de hombros.
—Tienes que contármelo todo detalladamente —declaró Jarlaxle.
—¿Y si no lo hago?
—Ya lo creo que lo harás —respondió el drow cambiando súbitamente de tono.
La única puerta se abrió de golpe y un enano de negra barba y aspecto temible irrumpió en la habitación con un par de manguales, sujetos en diagonal sobre su espalda y cuyas pesadas bolas se balanceaban sobre sus hombros.
—El camino está despejao —informó—. Los elfos oscuros se han marchao.
—¿Despejado hasta Illusk?
El enano asintió.
—O sea que vamos, bella dama —le dijo a Ambargrís—. Te pondremos a salvo.
—Eso es —aseguró Jarlaxle—. A salvo en un lugar donde me lo puedas contar todo.
Ambargrís lo miró con desconfianza.
—Lo harás —le aseguró Jarlaxle con tono que podría describirse como sepulcral. Cada sílaba y cada inflexión hablaban de un control absoluto y reflejaban absoluta confianza—. De un modo u otro.
La enana tragó saliva, pero deslizó su maza hasta el suelo.
Este, o estos dos, le habían salvado la vida, sin duda, y comprendió que iniciar una pelea con ellos tal vez no fuera la idea más inteligente que había tenido en su vida.
Poco rato después atravesaban la ciudad hacia la región encantada de Luskan conocida como Illusk. Desde el suelo parecía apenas un antiguo cementerio y una ruina, pero dentro de esas tumbas había túneles secretos que conducían a una sección subterránea de la ciudad que pocos conocían. Bregan D’aerthe se había adueñado últimamente de ese lugar, convirtiendo las cámaras subterráneas en su escondite.
—No te procupes —le dijo el enano de aspecto rudo a Ambargrís poco después mientras caminaban por esas cámaras llenas de elfos oscuros que los miraban con curiosidad—. Ahora estás con Jarlaxle y nadie hará nada contra ti.
—¿Y lo dice quién…? —preguntó Ambargrís para que él continuara.
—Athrogate de Adbar, a tu servicio, hermosa dama —respondió con una reverencia.
—¿Adbar?
—Hace mucho tiempo de eso —le explicó Athrogate—. Mucho antes de que tú nacieras. Te contaré mi historia, si te interesa, pero tendrás que esperar un poco, hasta que Jarlaxle haya terminado contigo.
—Quieres decir si todavía sigo viva.
—Oh, claro que estarás viva, no lo dudes. ¡Buajajajá! —dijo Athrogate con su ronco vozarrón—. Jarlaxle puede ser un enemigo feroz, pero es más feroz com’amigo, y lo ha sido de Drizzt y de Entreri durante más de un siglo.
—Dijo que Entreri quiere matarlo.
—Bah, por un malentendido —le aseguró Athrogate.
Llegaron a una cámara ricamente amueblada, llena de cómodos cojines y provista de una señorial chimenea y un escritorio y una silla aún más señoriales. Jarlaxle esperó a que los enanos hubieran pasado y cerró la puerta.
—Sin omitir detalle —le dijo a Ambargrís—, y puedes empezar diciéndome por qué fuisteis al Páramo de las Sombras.
—A buscar al felino.
—¿Al felino?
—¿Y tú te dices amigo de Drizzt? —inquirió Ambargrís, desconfiada.
—Ah, a Guenhwyvar —respondió Jarlaxle, cayendo en la cuenta, pero después negó con la cabeza como si todo aquello careciera de sentido para él, cosa que, por supuesto, no era así—. Los cinco fuisteis a rescatar…
—Seis —lo interrumpió la enana—. Effron, el tiflin, nos hacía de guía. Fue él precisamente el que nos contó que lord Draygo tenía al felino de Drizzt.
Jarlaxle la miró con ojos de asombro, y Ambargrís pudo ver que había encontrado algo de sentido en todo aquello, aunque, fuera lo que fuese, ella no lo entendía.
La enana respiró hondo y fue directa al grano.
—Miraron a la bestia a los ojos —empezó Ambargrís, y tomándose su tiempo contó con todo detalle aquel aciago día en el Páramo de las Sombras. No se le escapó la mueca de aquel curioso drow cuando le habló de la medusa y del destino de sus tres compañeros, especialmente el de Artemis Entreri, y le pareció una sincera muestra de pesar.
—¿Y Drizzt y ese joven tiflin, Effron? —preguntó Jarlaxle cuando hubo terminado y después de haberse tomado su tiempo para recuperar la compostura—. Entonces cayeron por una trampa en el suelo. ¿Y después?
—Na’más los perdí de vista, tuve que correr pa’salvarme —dijo Ambargrís encogiéndose de hombros.
—Pero ¿oíste algo? ¿Algún grito desde abajo?
—No, na’más, pero la batalla era a muerte. No habría oído na’anque hubieran gritado bajo mismo de mis pies. Tampoco es qu’importara —añadió meneando la cabeza—. Con lord Draygo no se juega. Lo conozco bien de mis tiempos con Cavus Dun… —Hizo un alto al darse cuenta de lo que se le había escapado y de la curiosidad que había despertado en la agraciada cara del drow.
—De eso también tienes que hablarme —le dijo Jarlaxle.
—Ya —respondió la enana afirmando con la cabeza.
—Pero primero, acaba tu relato. ¿Por qué dices que no importa?
—Lord Draygo no tie’fama de compasivo.
Jarlaxle asintió.
—Pero por lo que tú sabes ¿estaban vivos cuando huiste del castillo?
—Sip —replicó Ambargrís. Bajó la mirada. Dicho así parecía que ella quedaba como cobarde.
Jarlaxle asintió y se quedó pensando.
—¿En qué piensas? —preguntó Athrogate.
Eso sacó al drow de sus cavilaciones. Se puso de pie y asintió.
—Atiende a sus necesidades —le indicó a Athrogate, y luego, volviéndose hacia Ambargrís le dijo—: Has hecho bien, bella dama. En lo de sobrevivir donde pocos lo hubieran conseguido, y en lo de confiar en mí. Tus palabras son sumamente apreciadas. Volveremos a hablar, y pronto.
—¿Soy tu prisionera? —preguntó la enana.
—Deberías quedarte aquí —respondió Jarlaxle—. De hecho, insisto en ello. Esos tres que te perseguían no se detendrán, te lo aseguro, y no puedes con ellos.
—Entonces ¿me pides que me quede aquí? —preguntó Ambargrís con incredulidad—. Ellos son drow, tú eres drow…
—Ellos no van a venir aquí —la tranquilizó Jarlaxle—. Y aunque lo hicieran, no sabrán que estás aquí y, de todas formas, no harían nada contra ti en este lugar.
—Otros me vieron llegar.
—Confía en él —le dijo Athrogate dándole unas palmaditas en el brazo.
Jarlaxle le hizo una señal de reconocimiento a su compinche enano, después se tocó el sombrero a modo de saludo y salió a toda prisa de la habitación.
—Parise Ulfbinder preguntó específicamente sobre Drizzt —le dijo Jarlaxle a Kimmuriel poco después en otra habitación diferente de las entrañas de Illusk—. Esto es más que una coincidencia.
—Aun así —contestó Kimmuriel, poniendo de manifiesto su escepticismo.
Jarlaxle le había ofrecido bastante información poco antes, y con una propuesta que parecía muy arriesgada. ¡Y arriesgada no sólo para Jarlaxle!
—Esto no sólo tiene que ver con Drizzt —le recordó Jarlaxle—. Los señores de Netheril sospechan algo de gran importancia, y parecen interesados en aquellos a los que creen favorecidos por los dioses. Sospecho que Drizzt podría contarse entre ellos, como discípulo elegido de lady Lloth.
Al oír eso, Kimmuriel soltó una carcajada, cosa realmente rara en él.
—Ya sé que lo consideras absurdo —dijo Jarlaxle—. Seguramente da esa impresión, pero ¿acaso Drizzt Do’Urden no sería el perfecto instigador de lo que Lloth más ansía? Al fin y al cabo, trajo una buena cuota de caos a Menzoberranzan.
—Tampoco es que tenga la menor importancia que esta teoría particular de Drizzt sea o no cierta —añadió Jarlaxle—. Lo que importa es que los shadovar puedan creerla cierta, y a la vista de los recientes movimientos de la Reina Araña sería un descuido dejar pasar esto.
—Siguiendo ese razonamiento, si vas y descubres que Drizzt está vivo, y de alguna manera consigues traerlo de vuelta, ¿no estaríamos obligados a entregárselo a Tiago Baenre, o a tu hermana que es quien gobierna en Menzoberranzan?
—Aunque estuviéramos obligados, no lo haría —fue la sincera y definitiva respuesta de Jarlaxle—. Ni te lo permitiría a ti.
—Y sin embargo, pides mucho de mí y de Bregan D’aerthe.
—Sí —respondió Jarlaxle con franqueza.
—Estás loco. El coste sería enorme. ¿Estás dispuesto a pagarlo por esos iblith?
—Sí a las dos cosas, y te aseguro que estoy loco en los dos sentidos del término.
—Entonces debo quitarte todo el mando.
—No, lo que tienes que hacer es concederme esto, con toda la fuerza de Bregan Diaerthe.
—¿Y cómo se tomarán semejante acción el consejo rector de Menzoberranzan y la Casa Baenre? —preguntó Kimmuriel.
—Draygo Quick lo mantiene prisionero porque cree que Drizzt es el Elegido de Lloth. ¿Qué buenos ciudadanos de Menzoberranzan serían los miembros de Bregan D’aerthe si permitieran esto?
Kimmuriel no pudo por menos que reírse otra vez ante la inflexible tozudez de Jarlaxle.
—Te ruego que me envíes a Gromph —dijo Jarlaxle.
Kimmuriel no se lo podía creer.
—Lo que quieres de tu hermano queda fuera de los límites de tu argumento.
—Lo exijo —dijo Jarlaxle para dejar las cosas claras—. Y le pagaré a mi querido hermano de mi propio bolsillo.
—¿Y cualquier riesgo que implique este añadido recaerá sólo sobre Jarlaxle?
Jarlaxle asintió y Kimmuriel cerró los ojos, invocando los poderes psiónicos para atender a la exigencia de Jarlaxle.
Jarlaxle esperaba el portal mágico con gran ansiedad, tanto como había ansiado cualquier cosa desde que había vuelto a la sima de Gauntlgrym con Drizzt, Bruenor, Dahlia y Athrogate para devolver al primordial de fuego a su prisión mágica. Jarlaxle volvía a sentirse vivo.
Comprendía las dificultades que aquello entrañaba, y la probabilidad de que fuera ya demasiado tarde para aquellos que habían ido a la guarida de Draygo Quick.
Claro que a Jarlaxle le gustaban las cosas difíciles. En realidad, vivía para ellas.