16

PENUMBRA PERMANENTE

—P

ercibo su presencia —comentó Drizzt sosteniendo la estatuilla delante de sus ojos. Miró hacia un lado, a Effron, que asintió con sobriedad.

—No trates de llamarla —le aconsejó el tiflin—, no sea que alertes a lord Draygo de nuestras intenciones. Incluso aquí, puede que especialmente aquí, vea a través de los ojos de Guenhwyvar.

Drizzt asintió y volvió la figurita a su sitio.

Dahlia observaba todos los movimientos del drow, reconociendo el pragmatismo por el que se regia. Si era pragmatismo, se replanteó, y no algún código moral demasiado estricto que no le permitía dejar aflorar sus emociones libremente. En una ocasión lo había desafiado a sacarlas fuera, pero no recientemente, por supuesto, y lo había llevado a lugares donde se había permitido vivir en el presente y olvidarse de las molestas vocecitas que constantemente querían retenerlo.

Se dio cuenta de que quería recuperar eso, y mentalmente repasó su conversación con Artemis Entreri, que la había acusado de amar a Drizzt.

La expresión de Dahlia se hizo tensa cuando hizo a un lado esa inquietante idea y volvió a centrarse en las acciones y expresiones del drow. Él quería llamar a Guenhwyvar, era evidente. Sabía que tal vez hubiera una posibilidad de que en ese lugar esa llamada dejara a la pantera libre de los vínculos que Draygo Quick le había impuesto.

Pero no lo haría. Sería paciente. Había demasiado en juego y Drizzt Do’Urden no iba a permitir que su desesperación lo desbaratara todo. Dahlia sabía que en eso residía su fuerza, y también su debilidad.

—¿Está muy lejos? —preguntó Drizzt.

Effron miró a su alrededor, negando con la cabeza.

—El problema de utilizar un portal es la ubicación, porque no me atreví a abrirlo cerca de Gloomwrought ni del castillo de lord Draygo. Los mundos están alineados, pero no de una manera perfecta. —Señaló el horizonte—. La residencia de lord Draygo está en la afueras de la ciudad de Gloomwrought, y debemos dar gracias por ello. No me atrevería a recorrer con este grupo los dominios del príncipe Rolan.

—Tampoco a nosotros nos hace gracia que nos vean contigo —dijo Ambargrís, pero acompañó sus palabras con un guiño travieso.

—Pero tampoco podemos andar por el camino que lleva a la ciudad —prosiguió Effron—. No con estos dos. —Y señaló a la enana y al monje.

—Cavus Dun patrulla el camino —reconoció Afafrenfere, y Effron asintió.

—Son una banda poderosa, y en sus filas impera la vendetta.

—Entonces ¿cómo? —preguntó Drizzt.

Effron señaló más hacia el sur.

—Un rodeo, atravesando un pantano. Allí hay caminos secundarios, menos frecuentados, pero el viaje será difícil y peligroso.

—¿Cuánto va a durar? —insistió Dahlia.

—Tres días, tal vez —respondió Effron sin demasiada seguridad.

—Tenemos monturas —le recordó Entreri, pero Effron negó con la cabeza.

—Si llegas a llamar aquí a tu pesadilla, es probable que pierdas el control sobre ella, y lo mismo es aplicable al unicornio que montas. Os advierto que este no es lugar para esos juguetes.

—O sea que tres días andando —dijo Drizzt.

—Ese es un cálculo del tiempo real —confirmó Effron—, pero te advierto que a ti puede parecerte un mes porque no estás aclimatado a las realidades del Páramo de las Sombras.

—¡Yo ya’stoy aclimatá y, sin embargo, ya m’está pareciendo un mes! —dijo Ambargrís—. Por los dioses, odio este lugar. —Miró a Afafrenfere—. Pensar que tú elegiste estar aquí to’s esos años —dijo, meneando la cabeza.

—Ahora que he estado fuera empiezo a pensar lo mismo —respondió Afafrenfere, y la enana lo miró sorprendida.

Dahlia miró a aquellos dos y se centró especialmente en su aspecto. La primera vez que los vio, pensó que eran sombríos, con pelo oscuro y piel gris, pero el aspecto de ambos había sufrido un cambio sutil, casi del mismo modo que la piel de un granjero parece oscurecerse durante las primeras semanas de la primavera. Aunque conservando su rudeza, como la mayoría de los enanos, era como si últimamente a Ambargrís la estuviese abandonando un humor sombrío, y hasta el pelo le había cambiado de color y ahora tenía una tonalidad más rojiza. También reparó en que en el caso de Afafrenfere la vuelta a algo más plenamente humano había sido incluso más notable.

Dahlia no se había dado cuenta hasta entonces, porque el cambio había sido muy gradual, pero en ese lugar de penumbra constante, el monje volvía a presentarse otra vez como había sido la primera vez que ella lo vio, y la abrupta vuelta atrás revelaba muy claramente la medida del cambio.

—Todo viaje tiene un comienzo —dijo Drizzt, y se puso en marcha en la dirección que Effron había señalado.

Sin embargo, Effron lo cogió por el brazo rápidamente.

—Preferiría llevarte a un lado —explicó—. Y a ti —señaló a Entreri—, al otro. Este lugar es la materia de las pesadillas, y os aseguro que el nombre es muy merecido.

—Ya, y cuéntales por qué —dijo Ambargrís, y cuando vio que Effron no respondía inmediatamente y se limitaba a mirarla, añadió—: El pantano está lleno de cosas muertas que no se quieren estar quietas. Y siempr’están hambrientas.

Dahlia, Drizzt y Entreri se volvieron hacia Effron, que se limitó a encogerse de hombros. El drow asintió y se colocó del lado izquierdo mientras Entreri hacía lo propio hacia la derecha. Effron tomó la delantera, con Dahlia junto a él y la enana y el monje detrás, a cierta distancia.

—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó Dahlia en voz baja, cuando estuvo a solas con su hijo.

La expresión de Effron se volvió muy tensa.

—No lo sé —admitió.

—¿Es por odio a ese tal lord Draygo?

—No —contestó el tiflin sin pensarlo siquiera. Sin embargo, era verdad—. Draygo Quick me ha brindado más amistad que… —Dejó la frase en suspenso.

—No trates de hacerle daño —la previno Effron—. No me pongas en la tesitura de tener que elegir entre tú y lord Draygo.

—¿Porque te pondrías de su lado?

—No lo sé —fue la respuesta una vez más.

Claramente incómodo, Effron apuró el paso, y Dahlia, tras considerarlo un momento, decidió no insistir.

No podía imaginar siquiera el dolor y la confusión que Effron estaba sufriendo en ese momento. El viaje de su vida estaba experimentando vueltas y revueltas, y no todo por su propia voluntad, si es que había algo que sí respondía a ella. Dahlia pensó entonces en la evolución de su propia vida, desde Szass Tam hasta ese nuevo horizonte. Se había enfrentado a una crisis en Gauntlgrym, una encrucijada ética y moral radical que habría acabado con ella de haber elegido en otro sentido. Si hubiera tirado de aquella palanca para liberar al primordial del fuego y sembrar la devastación en la tierra, habría sucumbido por completo a la oscuridad que la venía persiguiendo desde aquel día en que Herzgo Alegni la había violado, y especialmente desde aquel otro día en que había arrojado a su hijo desde el acantilado. Las alas oscuras de su propia culpa la habrían envuelto para siempre, convirtiéndola en una criatura tan despreciable como el propio Szass Tam.

Qué diferente este nuevo camino. Claro que era un camino que ella había elegido.

¿Podría Effron decir lo mismo?

—Un cobre por tus pensamientos —dijo Ambargrís, y Dahlia se dio cuenta de que, absorta en su diálogo interior, se había quedado rezagada.

—Te van a costar una bolsa de oro, un cofre de joyas y piedras preciosas y un viaje rápido a un lugar con sol —respondió.

—¡Un rescate qu’un buen enano no pagaría ni loco! —respondió Ámbar con una carcajada.

Afafrenfere, que alcanzó a Dahlia por el otro lado, se unió a ellas, pero Dahlia se limitó a reír por lo bajo, manteniendo la mirada fija al frente, a la espalda contrahecha de aquella criatura físicamente frágil que abría el camino.

Nunca había mucha luz del sol en el Páramo de las Sombras, pero cuando caía la noche, el contraste parecía todavía más marcado si se lo comparaba con la caída de la noche en Toril, porque en el Páramo, la puesta del sol despertaba a más habitantes que el amanecer.

Los seis compañeros lo percibieron con toda claridad cuando sentaron su campamento en medio del terreno embarrado y los bichos. En el aire había un olor punzante a podredumbre, y el hedor era más un enemigo tangible y vivo que el mero resultado de la descomposición dela flora y de la fauna. En sus oídos era permanente la molestia de los insectos zumbadores, y el sonido de sus manotazos muy pronto llegó a ser casi tan molesto como el zumbido de las alas.

—Si la luz del fuego no nos delata —dijo Entreri—, lo hará este golpeteo.

—¿Tienes una idea mejor? —preguntó Ambargrís, subrayando su pregunta con un sonoro bofetón en su propia cara. Retiró la mano y la levantó, mostrando un bicho achaparrado del tamaño de su propio pulgar y la palma llena de sangre—. ¡…tos bichos chupasangres pum acabar con una!

Antes de que Entreri pudiera responder, tanto él como la enana se volvieron a mirar a Afafrenfere que había iniciado lo que parecía una danza frenética.

Sus movimientos eran rápidos, como si estuviera ejecutando una rutina de entrenamiento conocida, y así era, pero con unos cuantos agregados según se dieron cuenta, ya que sus giros acababan en movimientos circulares y arrebatos de bien dirigidas bofetadas por todo el cuerpo. Siguió así durante varios segundos y por fin se volvió hacia su público con una ancha sonrisa extendiendo sus manos abiertas y mostrando trocitos de docenas de insectos a los que había apresado y aplastado.

Unos golpecitos metálicos que venían del otro extremo hicieron que todos miraran a Dahlia. La elfa sonreía satisfecha mientras ponía en funcionamiento sus mayales en una exhibición destinada a Afafrenfere.

—Yo estoy mejor preparada —explicó mientras golpeaba sus mayales giratorios repetidamente, produciendo de cada vez un chispazo relampagueante de la poderosamente encantada Púa de Kozah.

—No a menos qu’estés aplastando bichos con sus golpes —replicó Ambargrís.

—Manejas bien tus nunchakus —observó Afafrenfere, y Dahlia lo miró con curiosidad sin saber muy bien a qué se refería.

En realidad no importaba. Dahlia se limitó a ensanchar su sonrisa y a multiplicar sus movimientos, haciendo girar los mayales a su alrededor, por encima y por debajo del hombro y en redondo. Clic, clic, clic hacían, golpeteando cada vez con más intensidad.

Y por fin llegó la revelación, cuando Dahlia dio un salto y un llamativo salto mortal que acabó con sus mayales rotando en un tremendo golpe en el cual liberó toda la energía acumulada de su arma mágica.

Un gran relámpago estalló, anulando momentáneamente la noche y llenando el aire con semejante descarga que a todos sus compañeros se les pusieron los pelos de punta. Y en ese estallido, todos los que estaban muy atentos vieron mil pequeños estallidos de insectos que explotaron al recibir la descarga.

—¿Por qué no tocas un cuerno, alto y prolongado, para indicar nuestra posición? —le dijo Entreri con voz ronca. Era evidente que aquello no lo divertía.

Pero la enana se rio y Afafrenfere aplaudió entusiasmado.

—Brillante trabajo —la felicitó el monje—. ¿Dónde aprendiste a utilizar los nunchakus de esa manera?

—Usar qué —preguntó Dahlia mirando sus armas.

—Nunchakus —intervino Entreri—. Nun’chuks.

—Mayales —dijo Dahlia haciendo girar uno de ellos en el extremo de su cuerda. Entreri le dedicó un encogimiento de hombros como si le importara un bledo esa distinción semántica.

—Nunchakus —corrigió Afafrenfere—. Aprendemos a usarlos en el Monasterio de la Rosa Amarilla. Se diferencian de los típicos mayales porque puedes sujetarlos alternadamente desde uno u otro de los extremos. —Se acercó a Dahlia y estiró la mano—. ¿Puedo?

Dahlia miró a su alrededor a los demás compañeros. Todos parecían intrigados, de modo que le alargó los dos mayales a Afafrenfere, que cogió sólo uno.

La elfa dio un paso atrás y el monje empezó su disciplinada rutina, moviendo el arma alrededor de su torso, por encima de un hombro y por debajo del otro, de forma fluida y rápida.

Con una sonrisa, también Dahlia inició su danza, y los dos describieron un círculo, con sus respectivas armas girando tan rápido que casi se desdibujaban. En un momento dado, los dos se echaron hacia adelante al mismo tiempo, dejando que el extremo libre volara por encima y con un giro de la muñeca ambos colocaron ese extremo libre debajo de la axila sujetándolo exactamente al mismo tiempo y se quedaron uno frente al otro, con los músculos flexionados mientras la mano tiraba de la empuñadura.

Los dos empezaron a reírse, y a su alrededor los demás aplaudieron su coordinación y precisión.

Todos excepto Artemis Entreri, que de un salto se colocó donde todos pudieran verlo. Sin embargo, no estaba mirando a Dahlia ni a Afafrenfere, sino escrutando la oscuridad hacia el oeste.

—Tenemos compañía —dijo.

Miró a Drizzt y el drow, tras asentir, se internó en la oscuridad hacia el norte, mientras que Entreri se movía hacia el sur.

—Todos a mi alrededor —ordenó Ambargrís a los demás plantándose delante del fuego con su enorme maza, Rompecráneos, apoyada sobre un hombro.

—¿El fuego? —preguntó Dahlia, porque seguramente la luz marcaba su posición.

—Lo vamo’a necesitar —respondió Ambargrís.

—Los muertos vivientes —le explicó Effron a su madre, y Afafrenfere, al otro lado de la enana, le devolvió a Dahlia el nunchaku y le indicó con un gesto afirmativo que estaba de acuerdo con el diagnóstico.

Pareció que hubiera pasado una eternidad antes de que por fin se oyera un movimiento en el oscuro pantano, el crujido amortiguado de la hierba y el chapoteo de unas pisadas sobre el embarrado terreno.

—Necrófagos —señaló Effron.

Sus palabras llegaron acompañadas de una oleada nauseabunda que se imponía al pesado olor de la ciénaga.

—Es probable que tengan uno o dos necrarios entre ellos —dijo la enana.

Buscó en una bolsa y sacando su símbolo sagrado lo alzó inquisitivamente ante sus ojos. Le dio vueltas entre sus gruesos dedos y la imagen plateada de las montañas destelló a la luz del fuego a cada vuelta.

—¿Te concederá Dumathoin esa fuerza? —preguntó Afafrenfere interpretando la expresión escéptica de la enana.

—Mi dios s’a ido acercando a medida que se m’aclaraba la piel —respondió Ambargrís, pero al margen de eso, no podía asegurar nada.

Artemis Entreri volvió a aparecer en el espacio iluminado, sobresaltándolos a todos.

—¡Atrás! ¡Atrás! —les advirtió—. ¡Una horda de necrófagos, y con tumulario por el medio!

Los cuatro guerreros formaron una barrera en torno a Effron mientras que el brujo preparaba sus conjuros.

—Envuélvete las manos, monje —le dijo Ambargrís a su amigo—. ¡Más te vale no tocar a las bestias con la piel descubierta!

Drizzt sabía que el sigilo no iba a serle de gran ayuda, porque los no muertos podían olerlo, podían percibir su fuerza vital, y para mitigar eso no servía de nada esconderse detrás de un arbusto o de una piedra. Se confió más a la velocidad, sin parar de moverse, cambiando constantemente de dirección.

Notó que los cazadores se aproximaban, un grupo de criaturas encorvadas y macilentas que habían sido humanas pero ahora apenas se parecían a la forma que habían tenido en vida. Bamboleándose y rascando a cada paso, sus movimientos se parecían más a los de un animal, y sus caras lucían una expresión permanente de ira, o hambre, con las mandíbulas abiertas, mostrando unos dientes que aparentemente habían seguido creciendo en la tumba, o a lo mejor era que sus encías se habían retraído muchísimo.

Drizzt echó mano de Taulmaril y apuntó a la criatura que tenía más próxima. Miró en derredor, pensando en su vía de escape y en que su mejor posibilidad era eliminar a tantos necrófagos como fuera posible a fin de ganar tiempo para sus amigos.

Justo cuando iba a lanzar su flecha se dio cuenta de que no todas las criaturas que tenía delante eran iguales, porque entre las filas de los necrófagos destacaban otras criaturas más erguidas, aparentemente menos estimuladas por la rabia y el hambre y tal vez más medidas en su aproximación al fuego. Y mientras los necrófagos arañaban el suelo, esos pocos parecían flotar sobre el cieno del pantano.

Drizzt no era un especialista en distinguir criaturas no muertas, pero le parecía claro que esa segunda versión, menos visceral y animal, podía llegar a ser más peligrosa.

Cambió de dirección el arco, lo niveló y disparó. Su estela relampagueante anuló la noche en un destello cegador de penetrante y chisporroteante energía. Alcanzó al tumulario en el hombro, y la fuerza del golpe hizo que, entre chillidos, la bestia girara en redondo describiendo un círculo completo, tambaleándose, antes de recuperar el equilibrio.

Justo a tiempo para recibir la segunda flecha directamente en la macilenta y horrible cara. A la criatura le explotó la cabeza con la fuerza del impacto, y salió volando hacia atrás hasta acabar en el suelo.

Entonces vio Drizzt a otro tumulario, uno más grande, protegido con armadura, que blandía un espadón con el que lo señalaba, y los necrófagos, siguiendo esa dirección, avanzaron hacia él masivamente.

Había llegado el momento de correr, pero Drizzt vaciló, observando al que pensaba que era el jefe de esa horda de monstruos. Trató de encontrar un camino para llegar al blindado tumulario, porque si conseguía descabezar a la banda, era probable que la lucha acabara rápidamente.

Pero entonces se dio cuenta de que ni siquiera era ese ser impresionante el que iba al frente del enemigo, porque detrás de él venía un destello chispeante de profunda luz azul, que iluminaba sólo a otra monstruosidad. La criatura, en parte de apariencia espectral, tenía un aspecto como si alguien hubiera colocado un segundo y un tercer cráneo sobre los hombros de un cadáver esquelético. Portaba un bastón que a Drizzt, en el breve atisbo que tuvo de ella, le pareció más de hueso que de madera, y llevaba una corona en su calavera central.

—¿Qué demonios…? —murmuró Drizzt, y se preguntó a qué se enfrentaban sus amigos y él.

Venían a la carrera, sin miedo, famélicos, en su mayor parte del oeste, pero abarcaban los flancos norte y sur. Los compañeros se dispusieron a hacerles frente, sobre todo Ambargrís que no blandió su enorme maza, sino que dio un paso adelante y puso por delante su símbolo sagrado.

—¡Por la gracia de Dumathoin, marchaos! —rugió con voz clara y melódica, cargada de resonancias y de poder divino, que se manifestó en un resplandor sobrenatural, una luz que emanaba de la propia enana.

Las criaturas que Ambargrís tenía ante sí alzaron los escuálidos brazos y las manos rematadas en garras en actitud defensiva, y un horrendo grito colectivo llenó el aire. Algunas cayeron al suelo, moviendo brazos y piernas, y otras, muchas otras, huyeron, se volvieron por donde habían venido, a toda velocidad, escapando del poder esencial de la clériga enana.

—¡Redención! —celebró Afafrenfere al lado de la enana, pero no tuvo tiempo de decir nada más, porque si bien Ambargrís había mejorado sus posibilidades, el enemigo seguía disfrutando de una apabullante superioridad numérica.

Un necrófago dio un salto, arremetiendo con su mano izquierda, y el monje dio un paso adelante con el pie izquierdo y antepuso el antebrazo contra el del necrófago en un sólido bloqueo, poniendo cuidado en evitar las mugrientas y paralizantes garras. Como era de imaginar, el necrófago trató de morder el brazo que le impedía avanzar, pero Afafrenfere ya había lanzado su potente directo de derecha que alcanzó al monstruo en el lado derecho de la mandíbula, destrozando los huesos y sacudiendo implacable la cabeza del no muerto.

El monje liberó rápidamente su brazo y retrocedió, cambiando todo su peso a la pierna derecha rezagada y levantando la izquierda con una patada que alcanzó al contrincante en la garganta cuando se volvió hacia él, haciéndolo retroceder.

Al mismo tiempo, Afafrenfere lanzó una serie de ganchos y directos con el brazo derecho y dio una rápida voltereta para evitar las garras de un segundo necrófago. Se agachó y lanzó una patada hacia afuera que rompió la rodilla del necrófago, haciendo trizas los huesos, pero las criaturas no muertas no sentían dolor, y esta se lanzó de un salto sobre él.

Afafrenfere cogió al monstruo y se irguió, alzándolo por encima de su cabeza y lanzándolo sobre el siguiente de la fila, aunque no pudo evitar que el necrófago le clavara sus garras en el brazo desgarrándole la piel. El monje no reparó en la leve herida, pues ya estaba girando y asestando una patada al que venía detrás.

Sin embargo, no tardó en percibir la insensibilidad que se expandía por su brazo, la infección del contacto del necrófago, al tiempo que todo a su alrededor se volvía borroso e inestable y empezaba a perder fuerza en las piernas.

Dahlia, situada en el extremo opuesto al del monje, estaba mejor armada contra semejantes monstruos. Una vez más había montado la Púa de Kozah como un bastón único, y aguijoneaba con él a los necrófagos o barría con él el espacio que la rodeaba, manteniéndolos a raya. Mientras lo hacía se iba abriendo camino hacia Entreri que, a su vez, procuraba acercarse a ella. Pronto establecieron un ritmo y Dahlia empezó a combinar el uso del bastón con sus ráfagas mágicas relampagueantes para imponer un perímetro libre de bestias de amenazadoras garras.

Entreri se mantenía en una posición baja y discreta, permitiendo que la guerrera elfa llevara la voz cantante en la batalla. Sus ancestros, su sangre elfa, la protegerían al menos de la parálisis del necrófago, mientras que él no contaba con esa protección. Entreri vigilaba los flancos, y cada vez que un monstruo conseguía superar uno de los giros del bastón de Dahlia, era recibido con contundencia por la espada y la daga del asesino, que nunca fallaba el golpe. Sin embargo, Entreri también tenía mucho cuidado y no dejaba de recordar cuál era la naturaleza de sus enemigos, especialmente cuando su hoja más corta encontraba un blanco.

No podía dejar que su daga bebiera, que era lo que siempre ansiaba, porque la fuerza vital que extraería de los no muertos no lo alimentaría a él.

Como experto que era en la cuestión de las criaturas no muertas, Effron el brujo se dio cuenta enseguida de que ese no era un simple grupo de necrófagos a la caza. Esas bandas solitarias eran frecuentes en los pantanos, pero esta vez habían salido demasiados y había tumularios entre ellos.

Además comprendió que llevaban detrás algo más siniestro y poderoso que acechaba allí, en la oscuridad, esperando el momento de avanzar con todo su siniestro poder.

El brujo tiflin contuvo sus conjuros más poderosos en los primeros escarceos de la batalla, lanzando llamas nigrománticas aquí y allá para hacer daño y frenar los avances en los puntos donde las defensas de sus compañeros parecían más débiles.

No tardó mucho en encontrarse formulando como un loco un ataque feroz detrás de otro, lanzando andanadas de negras llamaradas de forma constante contra la horda invasora.

Tenía claro que Ambargrís les había dado una oportunidad, porque si ella no hubiera aplicado con tanto poder su influencia divina, si no hubiera hecho trizas el centro de la línea de no muertos con la palabra de su dios, seguramente que los cinco que ahora combatían furiosamente habrían sido ya superados.

Tal como estaban las cosas, a duras penas mantenían su posición, y la tregua se volvió realmente débil cuando el hermano Afafrenfere cayó al suelo, tras haber perdido su batalla contra la parálisis de la necrofagia.

Drizzt salió de detrás de un árbol en una carga repentina.

Un necrófago le salió al paso, sacando la lengua rabiosamente y tratando de alcanzarlo con sus garras, pero Drizzt lo había visto, y a los otros dos. Antes de que aquella miserable cosa pudiera acercarse a él, sus cimitarras descendieron como rayos.

El necrófago cayó con la cabeza partida por la mitad.

Drizzt lo dejó atrás, cruzó el cenagoso camino con una voltereta que remató corriendo a toda velocidad, incrementada su velocidad por sus tobilleras mágicas, mientras sus cimitarras actuaban segadoras a izquierda y derecha, pasando entre los otros dos necrófagos que quedaron retorciéndose a su paso.

El tumulario blindado alzó su espadón para responder a su carga, y lo manejó con destreza para frenar el impulso del drow. No se trataba de un simple cadáver animado, sino de los restos recuperados de alguien que evidentemente había sido en vida un guerrero formidable.

Drizzt no se dio cuenta de ello en el encuentro anterior, y tuvo que echarse al suelo hacia atrás para evitar el pesado mandoble de aquella hoja de un metro veinte. Sintió cómo cortaba el aire al pasar casi rozando su cara.

El drow mantuvo los pies firmemente apoyados mientras tocaba el suelo con la espalda, y todos los músculos de su cuerpo se tensaron para que pudiera levantarse de inmediato. Incluso consiguió lanzarle una estocada antes de saltar hacia atrás para evitar el arrollador revés del espadón.

El tumulario avanzó vertiginosamente detrás de la espada.

Drizzt amagó con ir a la derecha, retrocedió un paso y se inclinó hacia atrás, después se inclinó hacia la izquierda por detrás del siguiente mandoble y corrió de frente, dejando atrás al tumulario que se volvía y golpeándolo una segunda y una tercera vez mientras pasaba corriendo.

Sin embargo, el tumulario salió de inmediato en su persecución, acosando al drow. No sentía dolor. Cualquier otro adversario se habría estado sujetando el costado de donde, de la profunda herida abierta por Muerte de Hielo, manaban ahora icor y gusanos.

Drizzt se afirmó una vez más en previsión del siguiente ataque del tumulario, y empezó a moverse al mismo tiempo que el espadón.

Sin embargo, el cenagoso terreno cedió bajo su peso y cayó al suelo.

La formación defensiva de los amigos se estremeció y pareció a punto de desaparecer cuando el veneno penetró a fondo en el hermano Afafrenfere.

El monje perdió el sentido y habría caído al suelo si una fuerte mano enana no lo hubiera agarrado por el hombro. Ambargrís lo levantó con un brazo mientras con el otro descargaba con fuerza su Rompecráneos por delante de sí para mantener a raya a sus propios enemigos. Como si aquello no bastara para mantenerla ocupada, al mismo tiempo entonaba un cántico.

A pesar de todo, Effron se dio cuenta de que los heroicos esfuerzos de la enana no iban a ser suficientes. Hizo un movimiento ondulante con la mano que hizo surgir una línea turbulenta de llamaradas negropurpúreas por delante de Afafrenfere para quemar y hacer retroceder a los voraces necrófagos.

El brujo buscó algo más profundo y potente en su repertorio para su siguiente conjuro, y unos negros tentáculos surgieron del cenagoso terreno y empezaron a asir a los necrófagos a lo largo de ese lado de la formación, aferrándolos, apretándolos y quemándolos.

Sabía que tenía que actuar rápido, porque los tentáculos sólo los frenarían durante muy poco tiempo.

No podían ganar. No con aquellas monstruosidades no muertas que acechaban en la oscuridad.

Mientras esa preocupante idea se abría paso en la mente del brujo, este observó que un necrófago se levantaba una vez más, devuelto al estado animado después de que Dahlia aparentemente lo había destruido con su descarga relampagueante.

¡Un señor calavera!

Un señor calavera acechaba, Effron lo sabía, y volvería a animar a su ejército una y otra vez hasta que el agotamiento hiciera sus espadas más lentas y el veneno de necrofagia hiciera estragos en sus filas. Tenía que encontrar a ese monstruo en concreto y derrotarlo, y debía hacerlo rápido.

Pero ¿dónde?

Drizzt sabía que iba a ser herido, no había manera de evitarlo, tenía que elegir entre un golpe de refilón del espadón o la garra del tumulario. Con gran agilidad, el drow afirmó los pies y se adelantó al tumulario poniéndose al alcance del espadón.

Sintió el frío helado de la garra clavándose en su hombro y se tiró hacia adelante y hacia un lado, desesperado por librarse rápidamente.

Se liberó y quedó fuera de alcance justo a tiempo para afrontar el ataque de otro necrófago al que cortó los dedos con el movimiento rotatorio de sus espadas. A continuación ensartó a la criatura debajo del mentón y la levantó hacia arriba y hacia atrás. El drow retrocedió veloz y dejó caer al suelo al destruido necrófago.

Otra vez se salvó por los pelos, girando y parando la espada del tumulario que lo perseguía.

Nuevamente se afirmó en los dos pies, trabajando furiosamente, tratando de acercarse y acabar con ese espadachín no muerto.

Pero ese combate ya iba durando demasiado. Eso temió Drizzt cuando notó que se acercaba otro, el monstruo espectral de tres calaveras.

Desvió hacia un lado el espadón y dio un salto adelante para ensartar al incorpóreo, pero detrás de él, y hacia un lado, el señor calavera interpuso su bastón de hueso. La energía de color azul profundo se disparó como una serpiente viva y lanzó unas llamaradas negras y purpúreas contra el guerrero tumulario y contra Drizzt.

El drow saltó hacia un lado, realizando otra voltereta, y después de eso, otro salto mortal mientras envainaba las cimitarras.

Cuando estuvo de pie otra vez, tenía a Taulmaril en la mano, ya preparado, y lanzó una flecha directa y certera. La flecha relampagueante alcanzó a la criatura de las tres calaveras en pleno pecho.

Se tambaleó hacia atrás, pero no cayó, y respondió inmediatamente con otra oleada, más grande, de llamas nigrománticas, llamando a tiempo a sus súbditos necrófagos y tumularios para que se abalanzaran contra el solitario drow.

El destello argentado de una flecha relampagueante le indicó a Effron el camino.

—¡Resistid! —les dijo a los cuatro que combatían a su alrededor, y después añadió dirigiéndose a Ambargrís—: Estate preparada, cuando te avise, para recurrir una vez más al poder de tu dios.

Sin esperar a que terminara de hablar, Ambargrís lanzó un golpe con su maza por encima del hombro que hizo honor a su nombre, Rompecráneos. La cabeza de un necrófago explotó bajo el peso del golpe, y por todos lados volaron materia gris y trozos de hueso.

—Hala, más diversión pa’hoy —dijo riéndose mientras sacaba de en medio a otros dos cuando estúpidamente pasaron a ocupar el lugar de sus aniquilados compañeros.

Effron no pudo negar la evidencia de la exclamación de la enana, pero se apartó del feroz espectáculo y puso en marcha su conjuro de forma espectral.

—¡Resistid! —les volvió a recomendar a los cuatro con voz tan delgada como su forma bidimensional y se coló en el suelo dirigiéndose hacia donde había visto el destello.

Volvió a emerger del suelo en la grieta de un viejo árbol carcomido, desde donde estudió la situación que tenía ante sí. Tal como había esperado, Drizzt se había topado con el jefe de la banda de los no muertos, y a Effron se le hicieron los ojos chiribitas cuando vio el bastón de hueso del señor calavera chisporroteando con su poder nigromántico.

Drizzt corría en redondo, lanzándose y dando volteretas, poniéndose de pie y lanzando un proyectil tras otro. Era evidente que quería acabar con el señor calavera, pero la presión inmediata de los necrófagos y demás secuaces, incluido un guerrero tumulario, lo obligaban a atacar también a los que tenía más cerca una y otra vez.

Y tampoco podía dejar de esquivar las acometidas del monstruo de tres calaveras cuando descargaba contra él andanadas de llamas restallantes que lo perseguían de un lado a otro. Sólo la velocidad y la agilidad del drow le permitían salir airoso de los ataques, y siempre por los pelos.

Effron sabía que no iba a poder aguantar mucho tiempo.

El brujo se deslizó fuera del árbol, recuperó su forma tridimensional e inmediatamente lanzó un ataque insidioso, susurrándole al distante señor calavera en la lengua del mundo netheriliano, enfrentando su fuerza de voluntad contra la de la monstruosidad no muerta.

La criatura se volvió hacia él, bisbiseando las tres calaveras una protesta unificada, y empezó a blandir su bastón contra él, pero Effron lo detuvo con una orden, ejerciendo su voluntad.

—¡Acaba con ellos! —le gritó a Drizzt, y el avezado drow ya estaba usando la distracción del señor de la calavera para su provecho.

Effron observó una flecha chispeante que atravesó al guerrero tumulario, después otra, abriendo los proyectiles agujeros a través de la criatura, y dejando los bordes irregulares de las heridas de salida relucientes con relámpagos crepitantes.

Un necrófago salió volando, después un segundo, y el drow atravesó con otro misil, a quemarropa, al tumulario que se tambaleó hacia atrás. Su cabeza explotó con el siguiente disparo a quemarropa, y el drow irrumpió contra él, derribándolo a un lado y cayó sobre una rodilla, niveló el arco y lo preparó inmediatamente, lanzando un proyectil sobre el enemigo número uno.

—¡Las calaveras! —le explicó Effron.

Sin embargo, el bastón de hueso y una onda de fuego nigromántica trataron de alcanzar al joven tiflin. Effron gruñó y se blindó contra el asalto. Las energías negativas lo alcanzaron mordaz y profundamente mientras con palabras balbucientes trataba de formular su siguiente conjuro.

La calavera de la derecha de la criatura no muerta explotó con el destello de una flecha de plata.

El señor de las calaveras se tambaleó y se volvió hacia Drizzt, a tiempo de recibir la flecha siguiente en el pecho. A pesar de todo, consiguió lanzar otra poderosa ráfaga.

Effron encontró las energías místicas de los poderes arcanos, tejió con ellas una llama blanca y usó su conexión telepática con el señor de las calaveras para insertar ese fuego dentro de la mente de la criatura no muerta. Inmediatamente, las cuatro cuencas que le quedaban a la monstruosidad que ahora tenía sólo dos cabezas, empezaron a relucir con aquel fuego blanco, y de todos los orificios de esas calaveras empezaron a salir hilillos argentados que se elevaban hacia el aire de la noche y fueron rodeando al señor de las calaveras de un halo feroz.

Eso no hizo más que favorecer la puntería de Drizzt.

Las flechas volaron en rápida sucesión contra la criatura. Una segunda calavera explotó y la corona del monstruo cayó al pantanoso terreno.

Effron desplazó su ataque mágico y una fría luz estelar descendió desde lo alto para aguijonear a la tambaleante criatura.

—¡Ahora, Ambargrís! —pudo gritar por fin entre asalto y asalto. Oyó que allá en el campamento, la enana invocaba otra vez el nombre de Dumathoin, y esta vez, destruido ya el contrapeso del señor de las calaveras, con un efecto mucho más intenso. Tan potente fue la llamada de la enana que, ante ella, varios necrófagos quedaron reducidos a polvo, y ni siquiera los tumularios pudieron resistir la llamada divina.

Ante los ojos de Effron, el señor de las calaveras se desmoronó en el barro.

Más explosiones hicieron que se volviera hacia Drizzt, que hacía frente a un grupo de voraces necrófagos. Anteriormente, Effron no había podido apreciar realmente la belleza de la danza de Drizzt, porque el drow dejó a un lado el arco y desenvainó sus espadas con una rapidez tal que el brujo a duras penas pudo seguir el movimiento.

Drizzt saltó hacia adelante y atravesó dos veces al necrófago que tenía ante sí, después arrancó las cimitarras de lado, invirtió el impulso y las esgrimió como tijeras para decapitar a la criatura. Sin reducir apenas el ritmo, el drow cambió la forma de coger la empuñadura y ensartó con ellas a un par de necrófagos que lo acosaban uno a cada lado. Casi con idéntica rapidez retrajo las hojas y saltó hacia atrás en una veloz retirada, pero aterrizó inclinado hacia adelante en una repentina arremetida en la que lanzó sobre los necrófagos heridos una devastadora lluvia de tajos.

No se paró casi, sino que saltó encima del derribado guerrero tumulario, asegurándose con la labor de sus espadas de que no volviera a levantarse.

Viendo la batalla terminada, el brujo corrió a recoger su botín, y levantó la corona con manos temblorosas. No se atrevería a hacer uso de ella, ni a colocársela, al menos no hasta que la estudiara a fondo, pero no tomó semejantes precauciones con el bastón que agarró con decisión. Era tan alto como él. Estaba hecho de tres fémures fundidos en uno y como empuñadura tenía un diminuto cráneo humanoide. El destello azulado había desaparecido, pero el joven brujo lo recuperó sin dificultad al establecer una comunión mágica con el poderoso artefacto, y cuando Drizzt se unió a él ya habían empezado otra vez los destellos de un azul casi negro que salían de las cuencas de la calavera que remataba el bastón.

Drizzt lo miró con desconfianza.

—La magia no es ni buena ni mala —explicó Effron respondiendo a esa expresión inquisitiva—. Simplemente es.

La expresión de Drizzt no se modificó demasiado, conservando su toque de escepticismo, pero no dijo nada y siguió a Effron, que iba al encuentro de los demás. También allí había terminado la lucha y ante los cuatro compañeros se apilaban los cuerpos. Evidentemente, Afafrenfere era el que había salido peor parado, y Ambargrís estaba atendiendo su hombro herido y sus manos ensangrentadas.

—Buen combate —dijo Drizzt.

—Habría sido mejor si uno de nosotros no hubiera salido corriendo —le reprochó Dahlia— y otro no lo hubiera seguido.

Drizzt se rio y meneó la cabeza. No valía la pena disculparse, y hasta el mismísimo Entreri soltó una risita ante lo absurdo de las acusaciones de Dahlia.

—¿Estos enemigos fueron enviados contra nosotros? —preguntó Entreri—. ¿Por Draygo Quick?

Effron negó con la cabeza.

—Esas fuerzas errantes son comunes en los pantanos que rodean Gloomwrought —explicó—. Aunque estas eran especialmente poderosas —acompañó sus palabras con una elocuente mirada a su nueva arma y sonrió, sintiendo los poderes contenidos en el bastón de hueso.

Estaba seguro de que si al día siguiente los atacaban más monstruosidades no muertas, muchas de ellas se pasarían a sus filas.