A LA CAZA
M
uchos ojos se posaron en el Minnow Skipper mientras entraba, aprovechando la marea, en el recogido puerto de Luskan.
Desde el balcón de la torre de mando del Barco Kurth en la isla de Closeguard, Kurth y Beniago contemplaban la llegada del barco con perspectivas muy diferentes, aunque el gran capitán Kurth no lo sabía, del mismo modo que no sabía que el hombre alto y delgado de pelo rojo que estaba a su lado era un elfo oscuro al servicio de Bregan D’aerthe.
Para el gran capitán Kurth, el Minnow Skipper traía la promesa de poder para su barco más allá de Luskan. Con Drizzt y Dahlia y sus compañeros al servicio del Barco Kurth, tendría la ruta interna para comerciar con Puerto Llast, y tendría más influencia que sus cuatro competidores sobre acontecimientos que tuviesen lugar en los alrededores de Luskan.
Para Beniago, todo eso era una preocupación secundaria, si es que realmente era una preocupación. Había hecho lo que le había pedido Kimmuriel, pero ¿bastaría el paso de unos cuantos meses para que su primo Tiago le perdiese la pista a Drizzt?
Conociendo a Tiago como lo conocía, el drow disfrazado lo consideraba poco probable. No le cabía duda de que iban a suceder cosas entre Tiago y Drizzt, hiciera lo que hiciese Bregan D’aerthe. De lo que se trataba, Beniago lo sabía, era de demorar ese enfrentamiento inevitable todo lo posible para que ellos pudieran influir mejor sobre él, y decidir en la dirección que más les interesara. La Casa Xorlarrin estaba haciendo grandes progresos en Gauntlgrym, estaba claro, y lo que eso significaba para el siempre lógico y pragmático Kimmuriel era, más que nada, oportunidad.
La mejor vía para explotar esa oportunidad, la línea más precisa entre la potencialmente dramática confluencia de intereses, era, por supuesto, todo lo que le interesaba al gremio mercenario y mercantil de Bregan D’aerthe. Y también era su salvación, porque en sus éxitos encontraban también un respiro de las sacerdotisas de la Reina Araña. Sin embargo, al perseguir a Drizzt, Tiago bien podía ir en contra de los deseos de la Madre Matrona Kenthel y de los deseos de la propia Lloth, y si Drizzt mataba a Tiago ¿haría Quenthel responsable a Bregan D’aerthe que estaba enterada de esa persecución?
En ese momento, con el Minnow Skipper a la vista, Beniago estaba contento de que esas decisiones recayeran sobre Kimmuriel y Jarlaxle y no sobre sus hombros. Sabía que por eso se derramaría sangre drow.
Y en su fuero interno confiaba en que una buena parte de ella perteneciera al joven y atrevido Tiago.
Al norte de la isla y de la fortaleza del Barco Kurth, en una pequeña y poco destacada torre emplazada entre las rocosas estribaciones de las colinas de la Columna del Mundo, Huervo el Buscador se paseaba nervioso. No podía ver la entrada del Minnow Skipper desde el balcón de su torre alquilada, o, al menos, no podía distinguir un barco de otro allá en los muelles, pero había llegado a sus oídos información fiable sobre su regreso.
El mago repasó los estantes de libros de la pequeña biblioteca. ¿Habría en ellos una respuesta para lo que había pasado por alto? ¿Había algo más, al menos, que pudiera protegerlo a él de esa inminente conversación que no podía evitar?
Por supuesto, no encontró nada, porque había revisado esos tomos un centenar de veces o más en los dos últimos meses.
No había nada. Lo habían engañado. Había jugado con fuego y se había quemado.
Con un intenso suspiro tras el cual respiró hondo para recuperar la fuerza de sus temblorosas piernas, Huervo el Buscador fue hacia la escalera de caracol y bajó por ella.
El miserable diablillo estaba sentado sobre mullidos cojines a un lado de la habitación situada debajo de la biblioteca, apoltronado como alguna grotesca parodia de un pacha del sur y dándose un festín con las frutas que Huervo había comprado un par de días antes.
—¿Las saboreas siquiera? —preguntó el mago frunciendo el entrecejo.
—Jugosas —respondió Druzil clavando los colmillos en la piel de un melón y empezando a sorber ruidosamente.
Huervo lo miró con odio, lo cual hizo que el diablillo rompiera a reír. Porque Druzil evidentemente confiaba en que el mando no sufriría el menor cambio ahí.
El diablillo señaló al mago, luego hacia la escalera con una risita estúpida mientras el jugo del melón se colaba entre sus dientes mellados.
¡Cómo le habría gustado a Huervo formular un conjuro y hacer desaparecer a la miserable criatura! Al fin y al cabo, todo eso era culpa de Druzil. Huervo había invocado a un diablillo, un encantamiento que había realizado cien veces desde sus primeras prácticas de las artes arcanas, en el lejano sur hacía ya dos décadas. Su apelativo, el Buscador, se debía a que siempre había sido el más inquisitivo de los magos, centrando sus esfuerzos en la adivinación y las invocaciones, buscando siempre encantamientos y respuestas en los libros, y cuando esos volúmenes no bastaban, consultando a los habitantes de otros planos. Invocar a un demonio menor o un diablo o a algún otro viajero interplanar no era nada desusado para el Buscador.
Sin embargo, ese diablillo había llegado con un plan propio. Posteriormente, y cuando ya era tarde, Huervo se había dado cuenta de que había estado esperando la llamada que contuviese los ingredientes capaces de desencadenar esa nefasta cadena de acontecimientos, una burla relacionada con su mayor conocimiento de la cuestión que Huervo estaba investigando: el nombre de otro diablillo que tenía grandes secretos relativos a ese tema, y una bolsa secreta llena de ingredientes pensados para reforzar una puerta interplanar. Fue así como Huervo invocó ansiosamente al otro diablillo y Druzil arrojó sus mejoradores sobre los fuegos crecientes de esa puerta, y el otro diablillo resultó no ser un diablillo en absoluto.
El mago se dio cuenta de que no había escapatoria. Al menos no en ese momento. Tal vez Drizzt y los amigos del drow facilitaran sin querer la libertad de Huervo, después de todo corrían rumores de que eran muy poderosos.
¿Serían suficientemente poderosos?
Con un profundo suspiro y después de respirar hondo otra vez para tranquilizarse, Huervo fue una vez más a la escalera para bajar a un lugar donde mantendría una conversación que ni en sus pesadillas más descabelladas hubiera imaginado.
Bajó a hablar con el balor que tenía en su sótano.
Los compañeros, que ahora eran seis, estaban sentados alrededor de una mesa en una habitación privada de una taberna de Luskan.
—Ni siquiera habréis experimentado el tiempo de la misma manera —comentó Effron continuando con su curso básico sobre el Páramo de las Sombras para los miembros del grupo que nunca se habían aventurado a entrar en él—. El transcurso del tiempo en sí mismo se convierte en una medida de la profundidad con que las sombras se cuelan en vuestra mente.
—Cierto —dijo Afafrenfere, y pareció sorprendido por la revelación, o al menos por la manera sucinta en que Effron la había descrito—. ¡Estuve allí varios años, pero me parecieron apenas unas semanas!
—Porque estabas enamorado —le dijo Ambargrís—, y eso te mantenía por encima de los movimientos del Páramo de las Sombras. Pa’mí fue al revés. Cada semana se m’hizo un año.
—Fuiste allí por propia voluntad —dijo Effron.
—Fui como espía —corrigió Ambargrís—. Fue mi castigo porque me cogieron haciendo lo que no debía.
—¿Una delincuente? —preguntó Effron—. Cuenta, cuenta.
—Naaa.
—El Páramo de las Sombras —intervino el impaciente Drizzt, obligando a retomar el hilo. No tenía tiempo para distracciones. Effron conocía dónde estaba la prisión de Guenhwyvar y eso era lo único que le importaba, e iría a ese lugar, al Páramo de las Sombras y al castillo de ese señor netheriliano, y la recuperaría. Era así de simple.
—Sólo estoy tratando de prepararos —dijo Effron.
—Estoy más que listo.
—A los demás, entonces. No se puede entender el Páramo de las Sombras hasta que no se ha andado por sus oscuros caminos. El propio aire es diferente, pesado, lleno de una penumbra palpable. Para los que no están preparados, el peso del lugar…
—Abre el portal —le dijo Drizzt—. Dijiste que podrías guiarme, hazlo. Que los otros vengan o no depende de ellos, pero yo voy a ir, y voy a ir ahora.
—Bueno, yo y m’amigo monje no le tenemos miedo al lugar —dijo Ambargrís—. Vivimos años allí.
Drizzt escuchó a la enana, pero sus ojos estaban fijos en Dahlia, que lo miró con expresión dolida, como si la simple implicación de que no fuera a acompañarlo fuera ridícula, y como si el mero hecho de que él lo pudiera pensar fuera una afrenta.
—Te debo esto por lo menos —dijo Entreri, y la conmoción de las palabras quebró la mirada entre los amantes e hizo que ambos lo miraran con cierta sorpresa.
Entreri sólo se encogió de hombros.
Huervo el Buscador estaba en el salón de aquella misma posada, bebiendo a sorbos su vino y tratando de evitar que fueran demasiado evidentes sus miradas a la escalera que daba al entrepiso del fondo donde Drizzt y los demás estaban manteniendo una discusión privada.
De vez en cuanto, el mago se levantaba y, dando un rodeo, se llegaba al bar, pasando al lado de la escalera con la esperanza de captar algo de la conversación. En esas ocasiones oía el sonido de voces, pero no podía distinguir más de una o dos palabras. Había oído mencionar el Páramo de las Sombras, pero teniendo en cuenta a la contrahecha criatura tiflin, que evidentemente rebosaba sustancia de sombra, eso no lo sorprendió ni lo alarmó demasiado.
La noche avanzaba, y el público de la taberna empezaba a ralearse, pero la puerta seguía cerrada en lo alto de la escalera.
Huervo volvió a acercarse al bar. Esta vez no oyó nada. Se demoró un poco junto a la escalera.
No le llegó ningún sonido desde arriba. La idea de volver a la torre para admitir ante Errtu que había perdido el rastro del grupo no le resultaba nada agradable.
Completó un conjuro de clariaudiencia dirigido a la habitación cerrada, y los sonidos de la taberna se atenuaron de forma inmediata, como si Huervo ya hubiera entrado en ella. Esperaba oír una conversación susurrada, o tal vez incluso algún ronquido.
No se oía nada que no fuera el rumor del salón de la planta baja de la taberna.
Cada vez más preocupado, el mago formuló una segunda adivinación, esta de clarividencia, y del mismo modo que había trasladado sus oídos a la habitación, trasladó ahora su visión. Como si hubiera atravesado físicamente la puerta, Huervo echó un vistazo al espacio cerrado.
La habitación estaba vacía.
No era posible, pensó, porque no había ninguna otra puerta, sólo una ventana…
Huervo dedicó un momento a pensar en eso, después salió corriendo de la taberna y la rodeó por un lateral hasta salir a un callejón. Llegó a la esquina trasera del edificio y sigilosamente se asomó al callejón del fondo.
Estaba vacío, pero vio la ventana en cuestión. Se trasladó a la base de la pared que quedaba por debajo de ella, tal vez a unos tres metros por debajo del alféizar, pero no pudo acercarse demasiado porque había un desorden de cosas amontonadas. Nada parecía haber sido alterado. Si habían bajado por esa ventana lo habían hecho con muchísimo cuidado, incluso la enana.
No le encontraba sentido al enigma; a menos que hubiera una puerta secreta en aquella habitación. Teniendo eso en mente, Huervo realizó otro conjuro y levitó desde el suelo, impulsándose cuidadosamente con las manos por la pared para espiar por la ventana. En la chimenea el fuego ardía mortecino, a pesar de que a un lado había un recipiente con buena provisión de leña, y todas las velas de la mesa se habían apagado ya.
Entonces, una puerta secreta, pensó, y decidió volver a la taberna para encontrar una forma de acceder a la habitación para investigar. Sin embargo, se dio cuenta de que la ventana no estaba cerrada con pasadores, o no lo estaba ya, al menos, porque los pasadores habían sido quitados hacía muy poco y los habían dejado del lado de adentro del alféizar.
Huervo hizo palanca con los dedos debajo de la madera y lentamente la abrió. Por la facilidad con que se abrió, a pesar de su evidente antigüedad, coligió que la habían abierto antes. No mucho tiempo antes.
Lo que no entendía era cómo habían salido sin desbaratar el amontonamiento de cosas que había abajo, en el callejón.
Se dispuso a entrar, pero se detuvo, y dejándose llevar por una corazonada prefirió flotar hasta la pared desde donde caminó hasta el tejado. Primero escuchó muy atentamente unos instantes y después lo repasó todo con la mirada.
Nada.
No, nada no, recapacitó, porque como muchos tejados de Luskan, ese era una combinación de ángulos con sólo unas cuantas zonas planas, como la que tenía enfrente. Y como la mayor parte de las áreas planas del tejado, esa estaba cubierta de pequeñas piedras, y en ellas encontró Huervo huellas de botas que recientemente las habían pisado.
Volvió a mirar hacia abajo y todo alrededor. ¿Habían subido ahí? ¿Por qué? Y si así había sido, ¿adónde habían ido?
Se alzó por encima del borde y caminó por el tejado, buscando otra puerta o ventana, o algún indicio del camino que habían seguido a partir de allí, si es que realmente habían subido hasta ahí y se habían marchado por los tejados de la ciudad.
Formuló otro conjuro para detectar si había alguna magia en funcionamiento y entonces se quedó helado, sin moverse, porque su corazón dejó de latir un momento. Reconocía ese tipo de emanación por encima de cualquier otra, y lo sabía.
Alguien había estado ahí arriba, hacía menos de una hora, y había abierto un portal mágico.
Huervo abrió mucho los ojos y volvió a mirar hacia abajo, a la ventana, e inspeccionó el borde del tejado que quedaba por encima. Encontró un gancho debajo de la viga en la que se asentaba desde el cual, probablemente, habían descolgado una cuerda.
La realidad se le impuso de una manera contundente. ¡El drow y sus amigos habían ido ahí arriba y desde ahí habían pasado por un portal mágico! Los había perdido, así, sin más. Podían estar en cualquier lugar del mundo; podrían haber salido de ese mismo plano de existencia… Volvió a pensar en la conversación que había oído, en las únicas palabras que había entendido: el Páramo de las Sombras.
Huervo tragó saliva.
Flotando, se descolgó por el lateral del edificio. Entró corriendo en la taberna y, sin molestarse siquiera en pedir permiso, subió corriendo la escalera y entró por la puerta de la habitación privada.
El propietario corrió tras él seguido por un grupo de parroquianos.
—¿Dónde están? —preguntó Huervo.
El hombre no tenía respuesta.
Registraron la posada, desde el tejado hasta el sótano, pero el extraño grupo formado por drow, elfa, humanos, enana y tiflin no aparecía por ninguna parte.
Los había perdido. Se le habían escapado al Páramo de las Sombras. Eso no le iba a gustar nada a Errtu, el balor.