13

LA PACIENCIA DE UN MONJE

—B

ien, encontradla —le dijo a Entreri el capitán Cannavara.

—Eso, o nos marcharemos y os quedaréis aquí. ¿No sería tal vez lo mejor para nosotros? —añadió el señor Sikkal, que estaba junto al capitán, balanceándose sobre sus arqueadas piernas de tal modo que su cabeza adoptaba un movimiento oscilante y estúpido. ¡Cómo le habría gustado a Artemis Entreri dar buen uso a su recuperada daga en ese momento!

—Sólo he venido a deciros que no podemos encontrarla —subrayó Entreri dirigiéndose al capitán de forma directa, pero echando al mismo tiempo una mirada a Sikkal para advertirle que tuviera la boca cerrada—. Y no a que ninguno de vosotros me dé consejos.

—Entonces ¿estaréis los cuatro a bordo cuando zarpemos? —preguntó el capitán.

—No —respondió Entreri sin la menor vacilación, y quedó sorprendido de su propia certidumbre, aunque, bien pensado, no podía negar la verdad. No iba a dejar a Dahlia, no abandonaría Puerta de Baldur sin averiguar lo que le había sucedido.

—El Minnow Skipper zarpará con la marea matutina —declaró Cannavara.

—Entonces les explicaréis a Beniago y al gran capitán Kurth por qué mis amigos y yo hemos regresado a Luskan antes que vosotros. Porque vosotros vais a Memnon, ¿no es cierto?

La expresión de Cannavara, y la de Sikkal también, fueron harto elocuentes para Entreri, antes incluso de que tuvieran ocasión de pronunciar una sola palabra. A Cannavara no le constaba que hubieran hablado a nadie sobre su cambio de rumbo, y desde el punto de vista de Sikkal, existía la probabilidad de que hubiera lanzado algún rumo por el cual pudiera acabar arrojado a los tiburones.

—Piensas que manejas todos los hilos —le dijo el asesino sin alterar la voz—. Esa es una suposición peligrosa cuando uno se enfrenta a… mis asociados.

Su tono no dejaba muchas dudas sobre los dos hombres a los que podría referirse. Era evidente que esos dos habían pensado en Bregan D’aerthe o en el Barco Kurth por lo blancas que se habían quedado sus caras.

Entreri empleó ese momento en echarse atrás el capote y apoyar una mano en la empuñadura de su fabulosa daga. Cannavara dio un pequeño respingo al verla. Era evidente que la había reconocido y había recordado por primera vez dónde había visto antes esa arma particular.

Con un bufido de despedida, Artemis Entreri se dio la vuelta y bajó por la pasarela.

Para cuando puso el primer pie en el muelle, ya había dejado a esos dos totalmente fuera de sus pensamientos y otra vez estaba centrado en la desaparecida Dahlia. Habían pasado media noche y medio día ya y no había ni señales de ella.

Sabía que lo que sentía no era sólo irritación.

Tenía miedo.

Ambargrís y Afafrenfere recorrían lentamente el muelle, tomándose su tiempo de camino al Minnow Skipper. Drizzt y Entreri, cada uno por su lado, recorrían todos los barrios de la ciudad, entrando en todas las posadas y tabernas y examinando todos los callejones, pero la enana no había querido hacer caso de las sugerencias de Afafrenfere de que se separaran para cubrir más terreno.

—Tengo una idea —le anunció la enana a su compañero con uno de sus exagerados guiños, y se dirigió directamente a esos muelles, donde había anclados más de una veintena de barcos, algunos fuera del agua, otros bien amarrados a los embarcaderos.

—¿Crees que puede estar en uno de estos barcos? —preguntó Afafrenfere, al darse cuenta del rumbo que llevaba Ambargrís.

—Por lo qu’han dicho los centinelas, no ha salido por ninguna de las puertas de la ciudad.

—A Dahlia no le habría costado mucho pasar desapercibida.

—Sí, pero ¿para qué? —preguntó la enana—. Largos caminos que recorrer sola y ¿por qué iba a hacerlo cuando hay mejores maneras de marcharse de Puerta de Baldur? ¿Me lo pue’s decir?

—Entonces ¿crees que se marchó por propia iniciativa?

Ambargrís hizo un alto, con los brazos en jarras, y se volvió a mirarlo.

—Bueno, dilo en voz alta de una vez —dijo al ver que el monje no parecía tener intención de contestar a su mirada.

—Creo que fue secuestrada, o asesinada —dijo Afafrenfere.

—Las cosas no han ido demasiao bien entr’ella y Drizzt —dijo Ámbar, una observación que Afafrenfere y ella habían hecho desde hacía días, e incluso antes, en el mar.

—Ella no se marcharía así —sostuvo Afafrenfere negando con la cabeza—. Ella no. Lady Dahlia no es de esas que rehuyen una pelea.

—¿Ni siquiera una pelea con un amante?

Eso hizo reflexionar al monje, pero un instante después volvió a negar con la cabeza. No es que conociera tanto a Dahlia, pero en los meses que llevaban juntos creía haber llegado a apreciar cabalmente las motivaciones de la elfa.

—Sólo estoy discutiendo contigo porque me temo que ties’ razón —admitió Ambargrís.

—Entonces ¿por qué me has traído a los muelles?

—Si fueras a secuestrar a alguien, para venderlo a los tratantes de esclavos o para tu propio servicio, ¿te interesaría tenerla en Puerta de Baldur sabiendo que nosotros, sus amigos, andamos por allí?

—Y si la hubieras asesinado, ¿qué mejor lugar para arrojar el cuerpo? —continuó Afafrenfere.

—Ya, y esperemos que no haya sido eso.

Afafrenfere se unió a su deseo de todo corazón. No había conocido mucha camaradería a lo largo de su vida, su única experiencia había sido su larga relación con Parbid. No lo había creído posible al abandonar Gauntlgrym, cuando había salido de aquel complejo en condiciones muy extremas y en compañía de los que habían matado a su querido amigo, pero Afafrenfere había llegado a considerar a esos cuatro, incluso al drow que había matado a Parbid, algo más que simples compañeros. Disfrutaba combatiendo junto a ellos, negarlo habría sido una mentira imperdonable.

Mientras caminaba con su amiga enana por los muelles, pensó en una noche estrellada en alta mar sobre el Minnow Skipper. No pudiendo dormir, había subido a cubierta. Allí estaba Drizzt, distraído, de pie en la proa y contemplando el mar y el cielo.

Afafrenfere se había acercado, silencioso como era su costumbre, pero antes de hablarle a Drizzt, se dio cuenta de que el drow estaba manteniendo una conversación consigo mismo.

Drizzt, ese curioso explorador drow hablaba solo, aprovechando la serenidad de la noche del mar para aclarar sus ideas y analizar sus miedos. Y a juzgar por su tono, el drow ya había avanzado bastante en la cuestión y había encontrado sus respuestas. Sus palabras no hacían más que evidenciar lo que tenía en su corazón:

—Por eso vuelvo a decir, soy libre, y lo digo con convicción —había dicho Drizzt—, porque ahora acepto y hago mío lo que está en mi corazón, y entiendo que esos principios son la guía más sólida a lo largo del camino. Puede que el mundo esté ensombrecido con diversas tonalidades de gris, pero el concepto de lo que está bien y lo que está mal no es tan sutil para mí ni lo ha sido nunca. Y cuando ese concepto choca contra la ley establecida, entonces maldita sea la ley establecida.

Drizzt había seguido hablando, pero Afafrenfere se había apartado, conmovido, no por las palabras, sino por el ejercicio en sí mismo. Afafrenfere había aprendido técnicas como esta en el Monasterio de la Rosa Amarilla. Había aprendido a meditar profundamente, a vaciar la mente, a transformar ese trance sin fondo, esa paz suprema, en una calma conversación personal para acallar su tumulto interior. No con palabras, pero sin duda en un soliloquio similar al que Drizzt mantenía en la proa de aquel barco en esa noche oscura.

Aquella noche oscura había resultado esclarecedora, porque el monje se había dado cuenta de que esa experiencia junto a esos compañeros era muy diferente de todo lo que había conocido en Cavus Dun. Cierto que ahí no tenía nada tan intenso como su relación con Parbid, pero había otra cosa que no podía negar: a diferencia de Ratsis, Bol y los demás miembros de Davus Dun —por supuesto a diferencia de Parbid, aunque Afafrenfere se resistía a reconocerlo— esos compañeros no lo iban a dejar tirado. Ni siquiera Entreri, el más hosco y violento de todos ellos, lo abandonaría en caso de encontrarse en un trance difícil.

El codazo de Ambargrís sacó al monje de sus cavilaciones.

—¿Te acuerdas de esos dos? —preguntó la enana, moviendo apenas los labios y en voz baja para que nadie pudiera oírlo.

Sin estudiar abiertamente a los señalados, Afafrenfere trató de situarlos.

—Cuando bajamos del barco —lo orientó Ambargrís, y entonces él recordó realmente.

El monje también notó que aquellos dos, el viejo capataz y el hombre de mediana edad, a su vez los observaban a la enana y a él con curiosidad evidente. Tomó nota de ellos mentalmente y miró al Minnow Skipper, que estaba amarrado no lejos de allí.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Ámbar.

—Creo que sí —susurró Afafrenfere a modo de respuesta, para luego añadir en voz más alta—: Y ahora estoy sin blanca. Espero que el capitán Cannavara nos dé trabajo hasta que nos volvamos a hacer a la mar.

A continuación, el monje y la enana subieron al Minnow Skipper, y Afafrenfere ni se molestó en pedirle la paga al capitán. Se limitó a quedarse en el barco, mopa en mano, tratando de parecer ocupado, mientras Ambargrís se dirigía al punto de encuentro con Drizzt y Entreri.

La pura paciencia era una de las principales lecciones que Afafrenfere había aprendido en sus años en el Monasterio de la Rosa Amarilla, y ahora estaba aplicando esa formación.

Iba a seguir todos los movimientos de esos dos estibadores, dado el gran interés que parecían tener en él y en sus amigos.

Después de las muchas y frustrantes horas de recorrer las tabernas de Puerta de Baldur, Drizzt cruzó la ciudad para encontrarse con Artemis Entreri en la posada donde este paraba.

Durante todo el camino lo abrumaban sentimientos encontrados.

Drizzt creía saber dónde había estado Dahlia antes de desaparecer y, por cierto, dónde pasaba Dahlia casi todo el tiempo que no compartía con él.

No sabía hasta dónde habría llegado su relación con Entreri. Ya hacía tiempo que sabía que había algo entre ellos, por supuesto; una sospecha que la sensitiva espada Garra de Charon había aprovechado para convertirla en una rabia asesina contra Entreri cuando estaban en Gauntlgrym. Incluso cuando Drizzt se había dado cuenta de las intrusiones de la espada y las había hecho a un lado, no pudo negar que si aquello había hecho carne en él era porque unos celos muy reales se habían abierto camino en su mente.

Dahlia había pasado mucho tiempo con Entreri durante la travesía desde Luskan; el drow la había visto a menudo tirando de los cabos de una vela codo con codo con el hombre, y siempre estaban conversando.

Era muy posible que hubiera una chispa entre ellos, algo que fuera más allá de la comprensión que tenían los dos de las profundas huellas emocionales del otro.

Drizzt habría sido un mentiroso, sin duda, si hubiera afirmado que la idea de una aventura de Dahlia con Entreri no le molestaba.

Era curioso, sin embargo, que aunque pensaba en la posibilidad de ser engañada, esas cuestiones le parecían algo trivial. Algo le había sucedido a Dahlia, y el drow dudaba de que ella hubiera salido corriendo por propia voluntad. Creía que seguramente se hubiera enfrentado a él y se lo habría dicho, o al menos, pensó, se lo habría dicho a Entreri.

¿Y no era curioso, pensaba Drizzt, que no sospechase nada de Entreri en ese misterio? El asesino había sido el último del grupo que la había visto, y al fin y al cabo era, o había sido al menos, un asesino implacable. Y sin embargo, Drizzt estaba seguro de que no le había hecho ningún daño a Dahlia, e incluso de que no ocultaba nada sobre la desaparición de la elfa.

Esa idea hizo que Drizzt aminorara la marcha ya que necesitaba una pausa para considerar sinceramente sus sentimientos al respecto, su instinto más visceral.

Había tantos callejones oscuros por los que podía dejar vagar su mente, tal vez sospechas de Entreri librándose de Dahlia por temor a su reacción cuando se enterara de que la había hecho su amante. O que Dahlia, en su visita, hubiera descubierto algo inconfesable sobre el asesino y lo hubiera amenazado con revelarlo. No resultaba difícil comprender que una relación con Artemis Entreri pudiera marchar muy rápido por muy mal camino, y sin embargo Drizzt sabía que estaba en lo cierto en cuanto a la inocencia del hombre.

Al acercarse a la posada de Entreri, Drizzt apenas podía creer lo poco que le importaba la relación de Dahlia con él, fuera de la índole que fuera. Al menos en ese momento. Ahora, sólo le importaba averiguar qué le había sucedido.

Cuando todo eso hubiera pasado, y fuera cual fuese el desenlace, tendría tiempo suficiente para aclarar sus confusas emociones.

Entreri alzó la vista brevemente cuando Drizzt entró en la atestada taberna, pero volvió enseguida a lo que estaba bebiendo.

Le estaba resultando difícil sostenerle la mirada al drow.

—Nada —dijo Drizzt acercándose a la mesa y ocupando la silla de enfrente. Entreri se dio cuenta de que era precisamente la que Dahlia había elegido aquella primera noche en el puerto cuando acudió a él.

—He estado en todas las tabernas de Puerta de Baldur —continuó Drizzt—. Nadie la ha visto.

—O no admiten haberla visto —comentó Entreri.

—¿Será posible que nos haya dejado sin avisar?

Entreri habría querido decir «dejarte a ti, tal vez», pero se mordió la lengua. Y cuando pensó en ello se dio cuenta, sorprendido, de que no quería realmente decirle algo así a Drizzt. Le había puesto los cuernos, y aunque este explorador había sido durante mucho tiempo su más encarnizado enemigo, Artemis Entreri no estaba orgulloso de ello.

No le había hecho el amor a Dahlia movido por ninguna mala intención hacia Drizzt, ni porque le guardara rencor por algo.

Y por eso estaba tan molesto, porque esa realidad estaba en el fondo de su dolor. Había estado con Dahlia por la forma en que ella lo tocaba, por cómo lo hacía sentir, cómo lo comprendía como consecuencia de sus propias experiencias, de su historia paralela.

Había estado con Dahlia por sus sentimientos hacia ella, y ahora que había desaparecido, que tal vez la había perdido, el asesino se veía enfrentado a emociones que le eran muy ajenas.

Y sin embargo, ahí estaba, sintiéndose desdichado y preocupado, temiendo que Dahlia le hubiera sido arrebatada.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Drizzt.

Y ahí estaba Entreri, hablando de ella con Drizzt Do’Urden, su otro amante.

—¿Y yo qué sé? —dijo alzando la mirada hacia el drow.

—Tú la conoces tan bien como yo —admitió Drizzt—. Tal vez mejor.

Entreri recibió las palabras con una mueca, como si esperara que vinieran seguidas de una andanada de improperios. Volvió a fijar la vista en su vaso, lo levantó y apuró su contenido sin mirar ni un momento a Drizzt.

—¿Y bien? —insistió Drizzt.

No había el menor reproche en el tono del drow. Al menos Entreri no lo detectó.

—Dahlia es una mujer con profundos conflictos —respondió.

Drizzt asintió.

—Complicada —prosiguió Entreri—. Las violaciones de las que fue objeto la dejaron más marcada de lo que podamos… —Se detuvo.

No quería clavarle una daga a Drizzt.

Pero Drizzt respondió:

—Lo sé. —Y lo dejó pasar.

Entreri se dio cuenta de que también sabía otras cosas, o al menos sospechaba, y, sin embargo, todo lo dejaba a un lado en ese momento de peligro. Drizzt pasaba en puntillas por el asunto escabroso, nada dispuesto a enfrentarse a Entreri.

Y todo porque Dahlia le importaba, Entreri se dio cuenta, y eso hizo que su culpa le remordiera todavía más.

—Effron —dijo Entreri, y Drizzt reaccionó.

—Es el único que se me ocurre —explicó Entreri—. Su odio hacia Dahlia, si es que puede llamarse odio, no lo abandona nunca.

—Estamos muy lejos de Puerto Llast —dijo Drizzt—, y tuvo que dar un buen rodeo para llegar aquí.

—Ese joven tiflin no carece de recursos —respondió Entreri—. Hasta el propio Herzgo Alegni tenía muy alto concepto de él, y eso a pesar de que lo odiaba con todas sus fuerzas.

—Herzgo Alegni era su padre —le recordó Drizzt.

—Eso no importaba —aseguró Alegni—. O tal vez esa era la verdadera razón de su odio. Effron se unió a nosotros en Neverwinter por petición de un señor netheriliano. Tuve mis tratos con esos señores mientras duró mi esclavitud. Jamás debes subestimarlos.

—¿Crees que ese señor netheriliano habrá ayudado a Effron a cazar a Dahlia? —preguntó Drizzt.

—Lo temo —admitió Entreri, y en ese momento era totalmente sincero—, porque si eso es cierto, habremos perdido a Dahlia para siempre.

Drizzt se sobresaltó al oír eso, y los dos se estuvieron mirando durante varios segundos. Pero tampoco esta vez abordó Drizzt el tema más delicado, y eso volvió a sorprender a Entreri.

—Necesito otro trago —dijo Entreri poniéndose de pie, porque lo que realmente necesitaba era zafarse un momento de esa presión constante. La idea de haber perdido a Dahlia para siempre hería sus sensibilidades de una manera que no era capaz de asimilar.

—Tráeme uno a mí también. —Estas palabras de Drizzt sorprendieron a Entreri, que se volvió desde la barra—. Y bien grande.

Entreri se volvió y rio disimuladamente, interpretando la hipérbole como lo que era. De todos modos, volvió con un par de vasos y la botella de ron, aunque se dio cuenta de que se había bebido él solo la mayor parte.

Desde antes del amanecer hasta después de que el sol se pusiera, el hermano Afafrenfere estuvo limpiando la cubierta del Minnow Skipper, o revisando las velas, o remendándolas con chapapote o realizando cuanta tarea se le ponía por delante o lo que el señor Sikkal le mandaba, cualquier cosa que no lo obligara a bajar a la bodega. Después de todo, no estaba allí para trabajar.

—Vete abajo y ayuda a Cribbins con los parches —le ordenó Sikkal a última hora de la tarde.

—¿Abajo dónde?

—En la sentina —respondió Sikkal—~. Tenemos una entrada de agua y no me gusta. ¡Abajo entonces y ponte a trabajar!

Afafrenfere miró a su alrededor y se dio cuenta de que había otros marineros sentados por allí en la cubierta que habían terminado su trabajo, si es que a alguno de ellos se les había asignado alguno ese día. El Minnow Skipper estaba cargado y listo para hacerse a la mar y sólo estaba en puerto por la desaparición de Dahlia, aunque al parecer no había nadie a bordo que supiese que había desaparecido, o que al menos tuviera a bien admitirlo.

—No creo que vaya a hacerlo —respondió Afafrenfere.

—¿Eh, cómo has dicho? —preguntó Sikkal.

—Que mandes a otro —contestó el monje.

—¡Si estuviéramos en alta mar te haría arrojar a los tiburones por esa respuesta, muchacho!

—Si estuviéramos en alta mar, podrías intentarlo —respondió el monje con toda la calma. Sin embargo, no estaba hablando con Sikkal mientras hablaba. Los dos estibadores habían aparecido en el muelle, el viejo capataz con un saco sobre el hombro. Afafrenfere había presenciado antes ese juego, al atardecer del día anterior.

Sikkal seguía farfullando algo, pero el monje ya no lo escuchaba. Los dos estibadores parecían nerviosos mientras avanzaban por el muelle, mirando a todos lados a cada paso, igual que la noche anterior.

Afafrenfere miró a lo lejos, hacia un lado, hacia una vieja gabarra que no parecía muy apta para navegar y que estaba pegada al muelle más apartado. El monje pensó que esos dos se dirigían hacia ella porque la noche anterior habían subido a bordo llevando un bulto similar. El monje había observado la gabarra un buen rato, pero no los había visto marcharse, ni habían salido la mañana anterior. En aquel momento no le había llamado demasiado la atención, ya que muchos de los estibadores de Puerta de Baldur, como en otros puertos, usaban los barcos atracados como posada. Sin embargo, ese mismo día había visto a la pareja mirando hacia allí más de una vez, y había esperado que llegaran a los muelles alrededor de la hora de cenar y se dirigieran al esquife.

Y después de todo ¿por qué se habían deslizado sigilosamente del barco en mitad de la noche?

—¡Eh! —gritó Sikkal agarrando a Afafrenfere por un brazo.

El monje lentamente giró la cabeza, mirando primero a los demás miembros de la tripulación, que ahora observaban con bastante interés, y luego la mano sucia de Sikkal, para posarla, finalmente, en el propio Sikkal, mirando al hombre directamente a los ojos con una furia que tenía más de promesa que de amenaza.

Sikkal no pudo sostener la mirada, ni el brazo, y retrocedió, pero sólo momentáneamente, porque pareció reunir un poco de valor cuando se liberó de la mirada de Afafrenfere y vio a la tripulación a su alrededor.

—¡Qué vayas abajo! —le ordenó al monje.

—Únicamente si es para trasladar tu cadáver —le contestó Afafrenfere en voz baja, de modo que sólo Sikkal pudiera oírlo y remarcando bien cada palabra.

—El capitán se va a enterar de esto —gritó Sikkal, pero el monje ya no estaba mirándolo a él. Otra vez tenía la vista fija en los muelles y en aquellos dos estibadores, y justo a tiempo para verlos arrojar el bulto en el distante esquife y deslizarse a bordo.

Sikkal corrió al camarote de Cannavara, pero no había recorrido tres pasos antes de que el monje saltara limpiamente por la borda y cayera con ligereza sobre el muelle.

Sikkal lo llamó y Afafrenfere decidió que volvería corriendo al barco y le aplastaría la tráquea a aquel idiota si insistía en armar gresca.

Pero no lo hizo, y el monje avanzó en zigzag, deslizándose por los muelles, ocultándose detrás de un barril, de un cofre, escogiendo con cuidado su sigiloso rumbo hasta el viejo esquife. Cerca del barco, se ocultó tras una pila de barriles y escuchó con atención.

Oyó cierto murmullo, pero nada definitivo. No podía distinguir ninguna palabra porque las olas batían con fuerza en los postes que soportaban el muelle y rompían a apenas unos pasos de donde él estaba apostado.

Paciencia, se dijo Afafrenfere, y esperó a que oscureciera.

Con su habitual sigilo, el hermano Afafrenfere se deslizó entonces en la cubierta del esquife y se refugió en las sombras junto al camarote principal. Oyó a los dos estibadores dentro, riendo y bromeando, y entonces pensó, con gran decepción, que esa embarcación tal vez fuera sólo su refugio nocturno. De todos modos esperó, porque tenía que asegurarse. No sabía si esos dos habían tenido algo que ver con la desaparición de Dahlia, pero todavía recordaba la corazonada de Ambargrís y el tiempo que los había estado vigilando los dos últimos días no lo había disuadido de creer que esos eran dos tipos viles y que tenían algo que esconder, si bien no podía estar seguro de lo que era.

El monje se movió silencioso por la cubierta, en busca de pistas. Todo parecía de lo más corriente… hasta que entrevió una débil luz entre las tablas de la cubierta. Esa luz no venía del camarote, sino de la bodega.

Como se había criado en las Tierras de la Piedra de Sangre, Afafrenfere no estaba versado en el diseño de barcos, pero había estado en un par de embarcaciones similares a esta y no creía que hubiera forma de que los estibadores pudieran ir a la bodega desde el camarote. Volvió a deslizarse hasta el camarote y oyó a los dos que seguían allí, y que el más joven se quejaba del olor del tabaco de pipa del capataz.

En el otro extremo de donde estaba la puerta del camarote, justo en medio de la cubierta, estaba el mamparo. Aunque el monje se dio cuenta de que no sería fácil llegar hasta allí sin ser visto, se puso en marcha, arrastrándose sobre el suelo.

—¡Sal fuera, a la cubierta, perro apestoso! —se oyó dentro del camarote.

Alarmado, el monje se puso de pie de un salto justo cuando la puerta del camarote se abría de golpe y salía por ella el viejo capataz.

Soltaba la humareda de su pipa, y realmente el olor era espantoso. El viejo lobo de mar pasó justo por debajo de Afafrenfere, que se había enroscado como una serpiente entre la viga transversal y el palo mayor. La puerta del camarote seguía abierta, crujiendo mientras se balanceaba suavemente con el vaivén del barco. Afafrenfere atisbó al otro dentro, moviéndose mientras, al parecer, preparaba una comida.

El viejo capataz se acercó a la borda y se puso a mirar el mar.

Afafrenfere se deslizó por la viga, justo por encima de él. Echó una rápida mirada al otro para asegurarse de que estaba distraído y se descolgó justo detrás de su presa, sujetándola con el antebrazo derecho contra la garganta y la mano izquierda a la altura de la nuca y empujó al hombre hacia adelante, cortándole la respiración. En cuestión de segundos, el capataz estaba inerte y el monje lo depositó inconsciente sobre la cubierta.

Afafrenfere no se detuvo siquiera ante la puerta del camarote, sino que irrumpió rápida y violentamente y aplicó al otro hombre el mismo gancho incapacitante. Poco después, los dos estaban sentados en el camarote, espalda contra espalda, atados y amordazados, mientras el monje se acercaba silenciosamente a la entrada de la bodega.

De bruces contra el suelo, Afafrenfere espió entre las tablas del viejo mamparo. Hizo bien en contener la respiración al hacerlo, porque allí estaba Dahlia, maniatada y amordazada, en una silla. Y allí estaba Effron, sentado en una silla a un lado y mirándola fijamente.

Afafrenfere se dio cuenta de que Dahlia no podía mirar al tiflin a los ojos. Trató de recordar todo lo que sabía sobre ese peligroso y joven brujo. Se tomó su tiempo porque, además, quería averiguar de que iba todo eso. ¿Qué pasaba realmente entre Effron y Dahlia? ¿Por qué la había secuestrado y por qué seguía todavía en Toril? Podría haberse marchado con ella al Páramo de las Sombras; Afafrenfere lo sabía muy bien.

En eso había mucho más, y el monje quería saberlo.

Esperó, pues, mientras la noche iba avanzando a su alrededor. A juzgar por la ubicación de la luna, era más de medianoche cuando Effron se movió por fin.

El joven tiflin se acercó a Dahlia y le quitó la mordaza.

—Por supuesto, ahora todos duermen —dijo Effron—. Nadie te oirá si gritas…

—No voy a gritar —respondió Dahlia, que seguía sin mirarlo.

—Yo podría hacerte gritar.

Dahlia ni siquiera alzó la vista. ¿Dónde estaba la feroz guerrera que Afafrenfere había llegado a conocer? Si Drizzt o Entreri o cualquier otro le hubieran hablado así en Puerto Llast, atada o no, les habría escupido en la cara.

—¿Sabes cuánto te odio? —preguntó Effron.

—Estás en tu derecho —respondió Dahlia apenas en un susurro y, al parecer, con auténtica humildad.

—Entonces, ¿por qué?

—No podrías entenderlo.

—¡Inténtalo!

—¡Porque te parecías a él! —le respondió Dahlia alzando al fin los llorosos ojos para mirarlo—. ¡Te parecías a él, y cuando te miraba, lo veía a él!

—¿A Herzgo Alegni?

—¡No pronuncies su nombre!

—¡Era mi padre! —le contestó Effron bruscamente—. Herzgo Alegni era mi padre. ¡Y al menos le importé lo suficiente para que se molestara en criarme! ¡Al menos no me arrojó por un acantilado!

Otra vez Afafrenfere tuvo que contenerse para reprimir un respingo, porque le dio la impresión de que Effron no estaba hablando en sentido figurado.

—¡Me querías muerto! —le arrostró a la mujer, que ahora lloraba abiertamente.

—Lo quería muerto a él —lo corrigió, quebrándose su voz con cada sílaba—. ¡Y a él no podía matarlo! No era más que una niña, ¿no lo entiendes? Sólo una pequeña elfa huérfana escondida en el bosque con los pocos de mi clan que habían sobrevivido a la incursión asesina. Y él iba a volver a por ti.

Effron balbució varias sílabas indescifrables.

—Entonces ¿por qué no dejaste simplemente que me llevara? —preguntó.

—Me habría matado.

—La mayoría de las madres están dispuestas a morir por sus hijos. Una madre de verdad habría muerto…

—Lo más probable es que me hubiera vuelto a violar —dijo Dahlia. Ya no miraba a Effron, y por su tono Afafrenfere se dio cuenta de que era más como si estuviese hablando para sí que para él en ese momento, tratando de superar sus propios recuerdos dolorosos—. Me habría llenado con otro niño, para que pudiera servirle como incubadora, como una esclava. Y a ti —prosiguió, mirándolo una vez más y como si tratara de encontrar otra vez un hilo de fuerza—, a ti te habrían enseñado a odiarme de todos modos.

—No.

—¡Sí! —lo rebatió Dahlia—. Te habría enseñado desde los primeros días. Te habría hecho a su imagen y semejanza, dispuesto a asesinar y a violar…

—¡No! —repitió Effron y abofeteó a Dahlia. A continuación retrocedió un paso. Parecía tan herido como ella, que una vez más se deshizo en sollozos.

Afafrenfere ya había visto bastante. Sigilosamente se apartó de la bodega y trepó por un cabo colocándose en posición.

Repasó la situación mentalmente varias veces, recordando todo lo que sabía de Effron, reconociendo el mortífero arsenal del tiflin.

Oyó abajo otra bofetada.

El monje dio un salto, y con una doble patada descendió sobre el mamparo. Con su peso, su impulso y las poderosas patadas voladoras hizo saltar en pedazos el viejo mamparo de madera y aterrizó en la bodega perfectamente equilibrado. Inmediatamente se lanzó sobre el sorprendido Effron en una voltereta arrolladora.

Dahlia dio un grito, Effron alzó su brazo bueno en actitud defensiva y Afafrenfere se puso de pie con una andanada de golpes. A pesar de que el brujo tenía defensas mágicas, el ataque implacable del monje consiguió abrirse paso, golpeando al tiflin en la cara una y otra vez.

Effron cayó hacia atrás y Afafrenfere fue tras él con patadas, puñetazos, lanzando una ofensiva total para impedir que el brujo pudiera recuperar el equilibrio y lanzar un conjuro. Sabía que su mejor posibilidad era apabullar al joven tiflin, para que el peligroso Effron no pudiera recuperarse.

Un gancho de izquierda superó rápidamente el brazo alzado del brujo, lanzando su cabeza hacia atrás. Le siguió una directa con la derecha, pero gran parte de su peso quedó bloqueado, inadvertidamente, por el brazo del tambaleante Effron. Casi no importó, sin embargo, porque Afafrenfere había lanzado el derechazo simplemente para hacer que Effron diera un medio giro y abrir una brecha en sus defensas, y para que Afafrenfere pudiera adelantar un pie. Fue entonces cuando llegó el verdadero ataque, un arrollador gancho de izquierda que alcanzó al brujo en toda la mandíbula haciendo rebotar su cabeza hacia un lado.

El monje dio un giro cerrado, levantando tanto la pierna derecha que a punto estuvo de enganchar las vigas del bajo techo de la bodega y la bajó descargando una patada en la clavícula del tiflin que lo hizo caer de rodillas.

Afafrenfere no se atrevía a aflojar la ofensiva, ya que un solo conjuro de Effron podía cambiar rápidamente las tornas. Sin embargo, por algún motivo Effron no parecía ofrecer resistencia. Tal vez había sido la velocidad y la brutalidad del ataque, pero al monje le daba la impresión de que había algo más, como una profunda resignación.

De haberse parado a considerar aquello, Afafrenfere lo habría adivinado, por supuesto: el tiflin había quedado tan abrumado como Dahlia por aquel enfrentamiento.

El monje no estaba dispuesto a correr el riesgo de que una rendición tan evidente se mantuviera. Siguió atacando con ambas manos, frustrando a bofetadas el menor intento de bloqueo, después golpeó de revés a Effron en la frente, lanzándole la cabeza hacia atrás y dejando preparado un claro golpe en el cuello descubierto. Sin solución de continuidad, Afafrenfere se afirmó con fuerza y levantó la mano derecha por detrás, con los dedos formando una especie de garra para asestar el golpe final.

Effron no podía pararlo.

Effron no parecía querer pararlo.