EL HIJO DESESPERADO
E
ffron estaba de mal humor a la mañana siguiente mientras iba hacia los muelles de Puerta de Baldur, y se debía en gran parte a su disgusto por los devaneos sexuales de su madre. Y con Artemis Entreri —nada menos que Barrabus el Gris—, un hombre al que Effron había llegado a odiar profundamente cuando tuvieron que luchar juntos bajo las órdenes de Herzgo Alegni.
El hombre que había echado a perder la mejor oportunidad de Effron de cazar a Dahlia y que le había acarreado un coste enorme tanto en dinero como en reputación al desbaratar la emboscada de Cavus Dun.
No paraba de repetirse las órdenes de Draygo Quick como recordatorio de los límites claros que el peligroso señor netheriliano le había impuesto. Sin embargo, cada vez que las repetía lo hacía con una mueca de desdén.
Bajó a los muelles y encontró a sus informadores. Como siempre, daba la impresión de que estaban ocupados, cargados los dos con mopas, y como siempre Effron pronto se dio cuenta de que estos realmente no estaban haciendo nada.
El viejo capataz le dio un codazo a su socio cuando vio acercarse a Effron.
—¿Cuándo? —preguntó el tiflin sin detenerse ya que no tenía el menor interés en permanecer allí, a la intemperie, durante mucho tiempo. Una vez que esos dos le hubieron comunicado la disposición de Drizzt y de Dahlia, les había encargado una simple pregunta, y ahora esperaba una simple respuesta.
Sin embargo, aquellos dos estaban muy sonrientes, dando a entender que había algo más.
—Según hemos oído, quedan diez días antes de que se haga a la mar —dijo el más joven.
—Se suponía que no iban a ser más que tres, pero el capitán Cannavara lo ha retrasado —añadió el mayor de los dos.
Effron asintió y le arrojó al hombre una pequeña bolsa, pero tanto el capataz como su socio seguían sonriendo astutamente.
—¿Qué más sabéis? —preguntó Effron.
—Ah, pero eso te va a costar oro —dijo el viejo capataz—. Más de lo que nos diste la primera vez.
—Ah, entonces a vosotros tal vez os valga seguir respirando —replicó Effron sin la menor vacilación, porque no estaba para oír las tonterías de esos dos tontos. Entrecerró los ojos y mirándolos con fijeza repitió con tono lento y amenazador—: ¿Qué más sabéis?
El capataz rio con una risa ahogada, pero su socio tragó saliva y con un codazo le mandó callar. Una mirada a Effron le bastó para comprender que no era vana la amenaza del peligroso tiflin.
—No vuelve a Luskan —respondió el de mediana edad.
—¿Quién? ¿El Minnow Skipper? —preguntó Effron.
—El puerto al que van es Memnon, y de allí a Calimport, si la estación no está demasiado avanzada. No van a partir hacia Luskan hasta que no empiecen a soplar los vientos invernales desde la Columna del Mundo.
La noticia sorprendió a Effron y en su cabeza empezaron a revolverse las ideas.
—¿Cómo lo sabéis? —consiguió preguntar.
—Tenemos amigos a bordo, por supuesto —dijo el viejo capataz—. En todos los barcos —continuó explicando que conocía al primer oficial del Minnow Skipper y que habían sido compañeros muchas veces a lo largo de los años. Había preguntado si podría trabajar en el viaje de vuelta a Luskan y le habían hablado de la desviación hacia el sur.
Effron casi no escuchaba, totalmente desconcertado por el giro inesperado. ¿Memnon? ¿Calimport? Ni siquiera estaba muy seguro de dónde pudieran estar esos lugares, pero si una cosa sabía con certeza era que en cuanto el Minnow Skipper zarpara de Puerta de Baldur, el rastro de Dahlia empezaría a enfriarse a pasos agigantados.
Con aire ausente buscó en su bolsillo y sacó un puñado de monedas, de oro algunas, otras de plata, y se las entregó sin siquiera contarlas. A continuación se marchó con paso inseguro muelle adelante y se internó en la ciudad propiamente dicha.
Volvió a pensar en la advertencia de Draygo Quick sobre esa banda, pero las órdenes habían dejado de tener sentido. Ahora su madre estaba a punto de perderse de vista, tal vez para siempre.
Por supuesto, se había preguntado si las cosas llegarían a ese punto. Deslizó la mano debajo de su túnica y palpó el tubo con el pergamino que le había robado a Draygo Quick.
¿Sería capaz?
Iba a perderlos. Esta idea perturbadora lo acompañó en todo momento durante los días que siguieron, e hizo que siguiera con absoluta atención todos los detalles de los movimientos de los compañeros, especialmente de Dahlia, por supuesto. Para ello, el brujo pasó casi todo el tiempo en su forma espectral, oculto en las grietas de la argamasa reseca y de las paredes de madera de una u otra posada.
Dahlia había vuelto a pasar las noches con Drizzt, pero había un nivel de tensión inconfundible en la habitación cuando estaban juntos. Compartían una cama, pero casi no se tocaban ni sexualmente ni en ningún otro sentido. Era evidente que ella no le había contado al drow lo de su encuentro con Entreri, y Effron había pensado más de una vez en la posibilidad de jugar esa carta si se metía en problemas con el explorador.
Por lo poco que sabía de él, no podía imaginar a Drizzt Do’Urden perdonando una traición como esa.
Recordó que ocasionar un daño a Drizzt tal vez no fuera una elección prudente teniendo en cuenta la insistencia de Draygo, y que divulgar esta información podría muy bien implicar un enfrentamiento a muerte entre el drow por un lado y Dahlia y Entreri por el otro.
Por otra parte, Dahlia no estaba mucho en la habitación del drow, volvía muy tarde por la noche y se marchaba temprano por la mañana. Drizzt, a su vez, pasaba casi todo el tiempo en la posada, aunque no en la propia habitación. Al fin y al cabo, los elfos oscuros no eran muy frecuentes en Puerta de Baldur, de modo que Effron podía entender muy bien la poca propensión de Drizzt a andar mostrándose por ahí.
No le resultaba difícil adivinar adónde iba Dahlia todas las mañanas, y seguía de cerca todos sus movimientos, movimientos que casi siempre la llevaban a Entreri.
Sin embargo, no observó que hubiera vuelto a la habitación del asesino como había sucedido aquella primera noche. Por lo general se sentaban juntos a la mesa que Entreri había hecho suya en el salón (llegando incluso a expulsar, con unas cuantas palabras bien escogidas, a cualquiera que pudiese haberla ocupado antes que él) provistos de una botella de vino élfico.
En una de esas ocasiones, la segunda noche después de haberse enterado de la ruta desviada del Minnow Skipper, Effron se atrevió a correr un gran riesgo. Para ello hizo su encantamiento y se fundió con la pared de la posada, recorriendo a continuación las junturas de la madera hasta llegar muy cerca de la mesa de Entreri para poder escuchar a la pareja.
La noche iba pasando sin que hablaran demasiado, y Effron se dio cuenta de que no podía quedarse mucho más, de que su encantamiento se debilitaba. Con un suspiro mental, se dispuso a marcharse, pero precisamente en ese momento oyó que Dahlia le decía a Entreri en un susurro:
—No puedes imaginarte el dolor.
—Pensé que podría —dijo él—. ¿No es ese el motivo por el que estás aquí?
—Creo que es diferente —respondió Dahlia—. La violación…
—No vayas por ahí —dijo el hombre, remarcando muy bien cada palabra.
—El embarazo, quiero decir —se corrigió Dahlia.
Había algo en el timbre de su voz que cogió a Effron desprevenido. La Dahlia que él conocía era descarada y agresiva, e incluso con Drizzt había siempre una voracidad en su voz, un tono áspero y crudo, pero ahora no. Ahora percibía una profunda sobriedad, aunque se había bebido una botella o más de vino élfico, y una especie de humildad que suavizaba las aristas de sus palabras.
Y, por supuesto, la palabra «embarazo» puso a Effron sobre aviso.
—Cada día me lo recordaba —dijo Dahlia—. Cada día, sabiendo que él volvería a mi lado, probablemente para matarme ahora que había contribuido a darle un hijo.
Effron pensó que sin duda estaba hablando de Herzgo Alegni.
Entreri alzó su vaso y lo inclinó levemente para demostrar su simpatía.
—Odiaba al niño y lo odiaba a él —dijo Dahlia con rabia—. Y más que nada odiaba al niño.
—Sentías ansias asesinas —apuntó Entreri, y Dahlia respondió con una mueca dolorosa. Effron, aunque casi no podía verla desde su posición dentro de la madera, creyó notar cierta humedad en sus ojos y sin duda una lágrima rodó por la mejilla de la elfa.
—No —dijo, para luego admitir rápidamente—. Sí —y el temblor de su voz fue evidente—. Y lo hice, o creí haberlo hecho.
—El único arrepentimiento que he conocido es que me arrepiento cuando me arrepiento —dijo Entreri con un tono que a Effron le pareció bastante cruel—. No puedes cambiar lo que ha pasado.
—Pero se puede hacer algo para compensar en parte.
Entreri hizo un gesto de descreimiento al oír eso.
—¿No es eso lo que tú estás haciendo ahora mismo? —lo acusó Dahlia—. ¿No es esa la razón por la que fuiste a Puerto Llast con nosotros?
—Quería recuperar mi daga.
—No —dijo Dahlia negando con la cabeza y sonriendo, y ahora que la conversación había vuelto a cuestiones de Entreri, Effron tenía que marcharse. Se deslizó fuera del edificio, hacia el callejón y recuperó su forma física. A continuación se apoyó contra el edificio, necesitado del sólido apoyo de la pared para mantenerse de pie.
Trató de encontrarle sentido a la conversación que había escuchado, pero el mero hecho de que se refiriera a él, y a aquel acto criminal, lo superaba y no hacía más que aumentar su ya creciente sensación de desesperación.
Necesitaba volver a oír esa conversación, pero no entre Dahlia y alguien más. Necesitaba oírle admitir su crimen ante él, abiertamente, para poder retribuirle con violencia. Pero ella estaba a punto de marcharse, durante meses, y en un viaje que tal vez la llevara a cualquiera de los puertos del trayecto, especialmente considerando la explosión que preveía entre Dahlia y Drizzt. El drow volvería a Puerta de Baldur, a menos que Dahlia y Entreri lo mataran, pero tal vez ellos dos no volvieran. No se les había perdido nada en el norte, ni en ninguna otra parte, porque era evidente que no tenían el mismo sentido del deber que tenía Drizzt por lo que respecta a Puerto Llast.
Iba a perderla y tal vez no volviera a encontrar su rastro nunca más.
¡Y estaba tan cerca!
Fue así como lo decidió, allí y en ese momento. Corrió por los muelles con una bolsa de oro en la mano. Entonces, completado su cometido, volvió presuroso por un determinado callejón que no tenía salida y que había seleccionado meticulosamente en el camino que Dahlia seguramente tomaría para regresar a la posada de Drizzt.
Todavía quedaba algo de gente en el bulevar principal, a pesar de lo tardío de la hora. Su presencia puso nervioso a Effron que no dejaba de cambiar el peso de su cuerpo de un pie a otro. ¿Intervendrían de alguna manera y desbaratarían los planes que tan cuidadosamente había trazado? ¿Qué estaba haciendo ahí? Aunque consiguiera escapar, Draygo Quick lo estaría esperando al otro lado de su paso hacia la sombra, y a ese viejo despreciable no iba a gustarle nada aquello. A punto estuvo de abandonar sus planes. Casi, pero entonces se dijo que era ahora o tal vez nunca, y entonces, antes de que pudiera decidir una postura definitiva, ella apareció al final de la calle.
Pasaba unto a las luces del callejón, aparentemente distraída, probablemente acababa de salir de la cama de Artemis Entreri, pensó Effron, y esa idea inquietante sólo consiguió incrementar su odio.
Effron luchó con todas sus fuerzas por dejar a un lado sus propios pensamientos. Se dio cuenta de que había estado a punto de perderle la pista. Había planeado todo perfectamente, sin omitir un solo detalle, y si quería atrapar a alguien tan peligroso como Dahlia, tenía que ser perfecto.
Contó las farolas de la calle una vez más, midiendo el ritmo de su avance, reservándose hasta el momento en que llegara al lugar indicado. Entonces dio a sus pasos la sincronización adecuada y no le salió al paso tal como su corazón le pedía que hiciera.
Cruzó al otro lado de la avenida principal, alineándose con la visión de Dahlia en el momento preciso.
La elfa estaba lo bastante cerca para verlo, pero no lo suficiente para darle caza.
Dahlia abrió mucho los ojos y se tambaleó un poco. Era evidente que esa situación la superaba.
Effron, a propósito, evitó mirarla directamente, y pasó de largo, entrando en el callejón. Rompió a correr, acallando su temor de que no lo siguiera, negándose a admitir las palabras de duda que se colaban en su mente: ¿Tanto la había impresionado con su presencia como para que huyera de él sin más?
El final del callejón describía una curva a la derecha, rodeando la parte trasera de un edificio. Desde esa esquina se asomó apenas para ver la calle, y su corazón dio un salto al ver que Dahlia, caminando con precaución, entraba en el callejón. Con el fondo de la luz de las farolas la podía ver sin que ella lo viera. Eso lo sabía por el meticuloso estudio que había llevado a cabo, pero a pesar de su confianza intelectual, sus emociones estuvieron a punto de sobrepasarlo otra vez.
Effron se reprendió mentalmente y empezó lentamente a formular su callado conjuro. Con una última mirada a Dahlia, que estaba ahora a varios pasos de él, en el callejón, soltó sus encantamientos y su forma tridimensional se convirtió una vez más en un espectro.
Se introdujo en las junturas del edificio de piedra —había andado ese camino como espectro muchas, muchísimas veces, determinándolo con exactitud— y se deslizó por el callejón, rebasando a Dahlia que no reparó en él. Entonces, habiéndose colocado por detrás de ella, más cerca de la calle, esperó, y esa fue la parte más difícil.
Dahlia llegó a la esquina y trató de ver al otro lado, agazapada, con el arma preparada. Eso, con el arma preparada, pensó Effron, porque lo que pretendía era acabar lo que no había podido hacer el día de su nacimiento.
Effron dejó atrás la pared y recuperó su forma normal. Quería gritarle algo a Dahlia, pero realmente no podía articular palabra en ese momento. Sacó un frasco y arrojó su contenido sobre el empedrado. El diminuto umber hulk no muerto se lanzó sobre su presa incluso antes de que el conjuro de miniaturización hubiera desaparecido, deslizándose como un gran bicho callejón abajo. A apenas unos pasitos de Effron, empezó a crecer, y sus pisadas empezaron a producir un ruido estruendoso.
Dahlia se volvió de un salto y quedó asombrada, lo que produjo en Effron una gran satisfacción.
El umber hulk, que había recuperado ya su tamaño real, el doble de la estatura y el triple de la complexión de un hombre, con enormes mandíbulas que lanzaban dentelladas al aire, cargó contra ella agitando amenazador sus manos ganchudas capaces de horadar la piedra y de destrozar sin piedad la carne humana.
Con dedos temblorosos, Effron sacó el tubo que contenía el pergamino. ¿Se atrevería? ¿O debía matarla sin más y acabar de una vez?
Un pesado manotazo de su mascota ni siquiera rozó a la rápida elfa que lo contrarrestó con una punzada contundente de su largo bastón entre las mandíbulas de la bestia y retrotrajo el arma con tal rapidez que los dientes no pudieron cerrarse sobre ella.
Effron tuvo que recordarse que ese no era un umber hulk. Era un zombi gigantesco e imponente, pero sin la inteligencia, la rapidez ni el poder abrumador que había tenido en vida.
Y al parecer, Dahlia ya se lo estaba imaginando. Volvió a golpear una y otra vez con su poderosa arma, y otro manotazo mal dirigido del behemoth falló por mucho. La bestia se agachó para darle un mordisco, pero sólo consiguió que Dahlia le atizara varios golpes en la cabeza. Effron se dio cuenta de que la confianza de la mujer iba en aumento. Había empezado con su bastón largo, sin duda para mantener a raya a la poderosa criatura, pero ahora, evidentemente más segura de que ese monstruo no podría alcanzarla, dividió la Púa de Kozah en los dos mayales gemelos e inició una danza circular, aprovechando cada paso que daba en el estrecho callejón, para conseguir espacio suficiente para golpear y retroceder.
Durante un buen rato, Effron se limitó a contemplar lo magnífica que era esa mujer elfa en lo suyo. En realidad, saltaba para colocarse por encima del grueso brazo del monstruo en un manotazo bajo, descargaba una andanada de golpes con sus armas y retrocedía con la velocidad del rayo antes de que el zombi umber hulk tuviera tiempo de responder.
El joven brujo se dio cuenta de que el monstruo jadeaba, y eso le produjo una gran conmoción, hizo que se diera cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, de que estaba perdiendo rápidamente el impulso inicial, lo que lo incitó a entrar en acción. Abrió el tubo, sacó el rollo del conjuro y se puso inmediatamente a formular. El encantamiento superaba con mucho su comprensión, por supuesto, y existía la probabilidad de que desperdiciara el pergamino sin conseguir el efecto deseado, o aún peor, que él mismo resultase destruido en el inútil intento.
Sin embargo, no dejó que esas dudas lo disuadieran y prefirió centrarse en la situación que tenía entre manos y que se deterioraba a marchas forzadas.
¡La estaba perdiendo!
Una vez más, Dahlia conseguiría escapar, o acabaría con él como ya había intentado antes.
La ira se apoderó de él. La furia hizo presa de él. Empezó el encantamiento. Cada uno de los símbolos del pergamino se cristalizaban ante él, cada sílaba que pronunciaba era una clara negación de que Dahlia volviera a escapársele.
Centrado como estaba, se perdió de vista a sí mismo. Lo único que importaba era la palabra siguiente, la cadencia adecuada del encantamiento. Todo lo demás carecía de importancia porque si no, todo estaba perdido.
Había llegado a la mitad, pero no lo sabía.
En el callejón, Dahlia, tras un golpe certero, lanzó una tremenda descarga de energía relampagueante de la Púa de Kozah que hizo que el behemoth saliera despedido hacia atrás y cayera de espaldas, pero Effron no lo supo.
Él seguía adelante. Llegó a la última línea, a la última descarga, y mientras pronunciaba la última palabra echó un vistazo por encima del pergamino.
Ahí estaba Dahlia, mirándolo, mirando a su hijo contrahecho, con los brazos caídos a los lados del cuerpo, la boca abierta, una expresión totalmente conmocionada, como si no pudiera soportar mirarlo.
Una plancha de metal apareció en el aire y descendió para golpear a la mujer. Otra más surgió del otro lado, lanzándola hacia donde había venido. Luego, una tercera y una cuarta, todas balanceándose como si las movieran las cuerdas de un marionetista. Dahlia trató de pararlas, pero eran demasiado pesadas y la zarandeaban de un lado para otro. Trató de esquivarlas, pero eran demasiadas, y la magia estaba demasiado coordinada.
Ahora se iban cerrando, casi sin balancearse, rodeándola totalmente, encerrándola.
Confinándola, como en un ataúd.
Effron llamó a su umber hulk y le puso el frasco en el suelo, en su camino. Mientras se acercaba, la magia tiró de él, lo condujo y lo encogió.
Mientras recogía y encerraba a aquella mascota, Effron sacó la otra. El poderoso conjuro, la Tumba Tartárea, cerró entonces sus placas en torno a Dahlia, ejerciendo una fuerte presión y sujetándola con fuerza, a pesar de su feroz resistencia. Ni siquiera este poderoso conjuro conseguiría mantener a la fantástica guerrera encerrada durante mucho tiempo. Effron lo sabía, lo había comprendido durante su minuciosa planificación, y ahora su pieza final, el gusano letal, se deslizó hacia su posición.
La tumba no estaba completa, los pies y la parte inferior de la mujer asomaban por el borde inferior de las placas de metal, y el necrofidio se le enroscó en una de las piernas y se metió en la tumba junto con Dahlia.
¡Qué gritos!
Primero de horror y después de dolor cuando el gusano letal la mordió.
Dahlia seguía gritando y retorciéndose.
—Sucumbe ya —le rogó Effron en un susurro, porque, para sorpresa suya, esos gritos de dolor y de terror ya no sonaban a música en sus oídos.
—¡Cae ya, maldita seas! —gritó, y como obedeciendo a sus órdenes, los gritos cesaron.
Effron se quedó helado, sin atreverse casi a respirar. Se dio cuenta de que la mordedura paralizante del necrofidio había surtido efecto por fin.
El ataúd se tambaleó y cayó.
Effron susurró una orden a su mascota de que permaneciese en su lugar y de que volviera a morder si la mujer se movía.
—¿Ahora? —oyó Effron detrás de sí.
—Traedla —fue la instrucción que les dio a sus dos secuaces estibadores sin volverse a mirarlos. Pasaron a su lado portando mantas—. ¡Y tened cuidado! —les gritó—. ¡Si no, os destruiré!
Se dirigió calle adelante hacia el carro que sus secuaces habían llevado hasta la entrada del callejón. Había alguna gente observando, pero nadie se acercó, porque en un lugar como Puerta de Baldur cualquiera que metiera las narices donde no debía solía perderlas.
Con gran esfuerzo, el capataz y su camarada llevaron el ataúd medio a cuestas, medio a rastras, hasta el carro, incluso se les cayó en la calle en una ocasión.
Subieron a toda prisa al pescante y pusieron a la mula en marcha.
Effron fue por otro camino. No quería llamar la atención sobre la carga. Se encontraba a varias manzanas de allí, dando un rodeo hacia los muelles y hacia la embarcación vacía en cuya bodega pondría a su presa, cuando el peso de lo que había hecho se le vino encima.
La tenía.
Tenía a la mujer que lo había arrojado del acantilado.
Tenía a la madre que lo había rechazado y lo había condenado a una vida miserable.
¡La tenía!