11

HABITACIÓN OSCURA, OSCURO SECRETO

E

ffron se paseaba por los enormes muelles de Puerta de Baldur como venía haciendo todas las mañanas desde hacía más de un mes. No sabía qué pensar. El barco debería haber llegado a puerto poco después de su llegada. Todos los días iba hasta ahí. Todos los días les preguntaba a todos los estibadores con que se encontraba y que dispusieran de unos instantes para hablar con él.

Nada.

Ni palabra sobre el Minnow Skipper, y con la vista tendida sobre aquella vasta extensión de aguas oscuras en ese día lluvioso, a Effron no se le hacía difícil imaginar que el barco se hubiera perdido en ese inhóspito entorno que era la Costa de la Espada. De hecho, esa mañana particularmente sombría, el brujo estaba convencido de ello.

El océano se lo había tragado, y probablemente a todos los tripulantes, o algún tiburón o ballena gigantes o incluso un kraken había destrozado el casco y lo había hundido para darse un festín con la tripulación.

Si estaba en lo cierto, entonces su madre estaba muerta, y su finalidad en la vida había llegado a un abrupto final.

O tal vez su estado de ánimo era un resultado del tiempo y no una conclusión razonable. El aire estaba pesado ese día, aunque la primavera avanzaba rápidamente hacia el verano.

Effron desechó esa noción superficial. Tal vez el tiempo no ayudara, pero ese no era ni de lejos un final tan abrupto como parecía. Esa mañana era una conclusión lógica de su creciente miedo. Effron llevaba veinte días combatiendo la irritante sensación de que habían desaparecido, engullidos por el mar, y de que su perspectiva de la vida, de su propia vida, estaba a punto de cambiar de una manera radical.

Había querido verla muerta. Había querido matarla.

Ahora era un huérfano. Ahora su sueño se había hecho realidad, pero de repente el sabor que le dejaba no parecía tan dulce.

—Maldita seas —dijo entre dientes mientras caminaba por el enorme malecón de esa impresionante ciudad portuaria. Esas fueron las únicas palabras que pronunció, sin molestarse siquiera en preguntar a los estibadores si alguno había visto u oído algo sobre la llegada de Minnow Skipper.

No tenía sentido.

Y tal vez, temió, casi nada tenía sentido, no más que hacer preguntas vacías a los estibadores de Puerta de Baldur.

Caminó lentamente, con el brazo inerte balanceándose como un péndulo a su espalda. La humedad que sentía en los ojos era algo más que la llovizna del húmedo y pesado día.

Durante muchos años había tratado de probarse ante su padre. Nunca había podido convertirse en el guerrero que Herzgo Alegni habría preferido. Era lógico, con su hombro y su brazo deformes y una docena de lesiones o dolencias no tan obvias que eran la causa de su frágil constitución. A pesar de todo, lo había intentado, todos los días de todas las manera imaginables. ¿Acaso había un brujo en todo el Páramo de las Sombras con su poder y a tan corta edad? Había oído comentarios de que ni siquiera Draygo Quick había sido tan capaz como él hasta que cumplió los cuarenta años, y Effron no llegaba a la mitad de esa edad.

Había vivido la vida con valor y disciplina, y hasta los señores de Netheril habían reparado en él en algunos momentos.

¿Había conseguido con todo eso que Herzgo Alegni se sintiera orgulloso?

Effron, sinceramente, no lo sabía. Si así había sido, su brutal padre tiflin jamás se lo había hecho saber, e incluso en las escasas ocasiones en que una palabra o una mirada de Herzgo Alegni pudiera haberse interpretado como orgullo paterno, la dura experiencia le había enseñado a Effron a considerarlo más como manipulación que como otra cosa, como si el fatuo Herzgo Alegni lo estuviera halagando para conseguir algo más de él.

Effron consideró la posibilidad de no sentir nada más profundo por Herzgo que por Dahlia.

Ah, Dahlia. Para Effron, ella era el problema, el dolor supremo, la cuestión desesperada, la siempre lacerante duda.

Ella lo había arrojado desde un acantilado.

Su madre lo había rechazado, totalmente, y lo había arrojado desde un acantilado.

¿Cómo pudo hacer eso?

¡Cómo la odiaba!

¡Cómo deseaba matarla!

Cómo la necesitaba.

No era capaz de envolver sus pensamientos plácidamente en torno a las emociones que lo asaltaban desde todas las direcciones aquel aciago día. Ahora, esos muelles, esa mañana, aceptó la realidad de que se había ido y las olas que lo azotaban por todos lados, golpeaban y crecían, se estrellaban y chocaban en medio de su conciencia.

—¡Ja! —gritó alguien cuando pasó junto a un par de hombres, uno con una mopa y el otro con un par de almohadillas para descargar sacos de grano.

—¡Ya te había dicho que hoy sería el día en que el adefesio no preguntaría! —continuó el capataz, y dejó escapar una aguda carcajada.

—¿Os estáis burlando de mí? —preguntó Effron con gesto adusto.

Naa, diablillo, sólo se esta riendo de su propio pronóstico —contestó el tipo de la mopa—. Dijo que hoy no preguntarías por el Minnow Skipper.

—Y dime, por favor, ¿cómo lo sabías?

—Porque hoy es el día en que ha habido noticias —respondió el capataz, y volvió a reír, aunque más bien sonó como una risa ahogada—. Esta ahí fuera, al noroeste. La marea es poco propicia y el viento también, pero es posible que sus velas se distingan en el horizonte antes de la puesta del sol. Sea como sea, entrará mañana.

Effron trató de mantenerse firme, pero sabía que estaba temblando porque podía sentir el movimiento de su brazo muerto.

—Dime. ¿Cómo lo sabes?

El otro levantó su mopa y señaló con ella a una embarcación que, evidentemente, acababa de entrar a puerto, porque la tripulación seguía atareada y todavía no había bajado a tierra.

—Lo dejaron atrás hace tres días, enarbolando la bandera de Kurth. Es un barco de Luskan ese de ahí, y conocen al Minnow Skipper.

Effron miraba sin ver el otro barco, pero por dentro se le agolpaban pensamientos que creía perdidos. Dahlia. Probablemente estaba a bordo, y seguramente viva.

Dahlia, que tenía las respuestas a las preguntas que Effron más temía y más necesitaba oír.

Sólo entonces se le ocurrió que su impaciencia, que lo había llevado a los muelles esos últimos días, ahora podría costarle cara.

—Escuchadme —dijo con seriedad a los dos—. Aquí dentro hay monedas para vosotros. Monedas de oro.

—Sigue hablando —dijo el hombre de la mopa.

—Me gustaría saber quién baja de ese barco —explicó Effron—. Y no quiero que se sepa que he preguntado.

—¿Oro? —preguntó el capataz.

—Monedas de oro —le aseguró Effron—. Más monedas que los dedos de tus manos y las manos de ese juntas.

—Buscad a un elfo oscuro y a una elfa junto a él —explicó Effron.

—¿Una elfa drow?

—No, sólo él.

—Hay muchos elfos por ahí. ¿Cómo vamos a saber si es ella?

—Lo sabréis —prometió Effron con la mirada fija en las aguas vacías hacia el noroeste, como si esperara ver aparecer las velas en cualquier momento—. Lo sabréis.

—Dijo tres días —comentó Drizzt refiriéndose al tiempo que estarían en Puerta de Baldur. Dahlia, que caminaba a su lado, se volvió para mirar a Entreri, que iba apenas a un par de pasos por detrás, preguntándose si ese plan se le aplicaría a él.

Entreri había estado desusadamente animado después de la partida de Luskan, y había aceptado los ridículos rodeos e incesantes demoras en altamar de mejor talante que cualquier de los cinco, y también que la mayor parte de la tripulación. Y ahora estaba sonriente. Alzó una mano y mostró tres dedos, como para confirmar lo que había dicho el drow, aunque Dahlia no sabía si estaba respaldando a Drizzt o burlándose de ella.

Dahlia se dio cuenta de que deseaba desesperadamente que Artemis Entreri los acompañara en el viaje de regreso, y por un momento pensó que si él no volvía, ella tampoco lo haría.

—¿Tres días? —dijo Ambargrís. Afafrenfere y ella iban inmediatamente detrás del asesino—. Ah, bueno, a por ellos entonces. Tres días de beber y ligar… ¡Espero que por Puerta de Baldur haya algunos enanos de buen ver! —Lanzó una risa chillona y Afafrenfere meneó la cabeza impotente.

—Je, je. ¡Me parece que el movimiento del barco m’arqueó un poco las piernas! —añadió la enana con otra risotada.

—Vaya, quién iba a decir lo que sale de los muelles de Luskan —dijo una voz hacia un lado, volviendo a llamar la atención de Dahlia hacia un par de estibadores, uno de mediana edad y otro que ya había superado la primavera de la vida, y su mayor parte en el mar por su aspecto y por su porte.

Drizzt se detuvo, como hizo Dahlia a su lado, y miró a los dos tipos.

—Ah, no iba por ti, drow —dijo el de más edad, y mirando a Dahlia le hizo un guiño.

El otro se apoyó la mopa en el hombro, alzó las dos manos, movió los dedos y dijo:

—Más monedas de oro que dedos.

Dahlia no supo cómo interpretar aquello, y además no le importaba. Otra vez se puso en marcha, tirando de Drizzt con ella.

—Creo que te estaba haciendo una proposición —dijo Entreri desde atrás cuando ya estaban lejos.

—Entonces debería volver y besarlo —contestó Dahlia, y sus cuatro compañeros se volvieron a mirarla con incredulidad—. A continuación, coger sus monedas, aplastarle el cráneo y tirarlo al mar.

Siguió caminando, alegremente, como si la idea pudiera ser una broma a medias, pero tal vez no. Y los demás, que habían visto a la guerrera elfa en acción, sabían que cualquiera de las dos posibilidades eran ciertas. Sin duda eso fue lo que dio a entender Drizzt cuando le echó una mirada de desaprobación.

Dahlia se dio cuenta de que últimamente ya estaba cansada de ver esa expresión en la cara del drow.

Cuando hubieron entrado a la ciudad se dividieron, Dahlia y Drizzt buscando las mejores posadas; Ambargrís tirando de Afafrenfere hacia las muchas sórdidas tabernas situadas al borde de los muelles, y Entreri por su cuenta tras despedirse informalmente. Dahlia lo siguió con la mirada, tratando de adivinar qué parte de Puerta de Baldur lo atraía más. La ciudad estaba dividida de una manera bastante clara: mercaderes ricos, artesanos y pobres. Dahlia se imaginó que Entreri buscaría los niveles intermedios, pero cerca de las regiones más salvajes, no lejos de los muelles. La dirección que tomó pareció confirmar esa tendencia.

—¿Pedimos una habitación o dos? —le preguntó Dahlia a Drizzt, que se volvió de golpe evidentemente sorprendido—. ¿O a lo mejor unas simples literas en un dormitorio común, para hacer como si estuviéramos todavía en el barco?

La mirada de Drizzt se volvió incrédula.

—Eso nos dará la excusa que pareces necesitar.

Drizzt se detuvo y la miró a la cara.

Dahlia respiró hondo.

—Llevas semanas sin tocarme, tal vez meses.

—Eso no es cierto.

—¿Qué no? Salvo nuestro primer día en el mar.

Drizzt tragó saliva y miró a su alrededor.

—Aquí no —dijo, y agarrándola por un brazo se dirigió a la posada más cercana, donde alquiló la mejor habitación disponible.

En cuanto hubo cerrado la puerta, fue hacia ella en actitud agresiva.

Dahlia encontró en ello cierta satisfacción, pero de todos modos se sorprendió rechazándolo. Al principio no supo por qué, pero pronto se dio cuenta de que Drizzt actuaba así más por obligación que por deseo, o, si era deseo, entonces deseo físico no emocional.

Aunque podía entenderlo y apreciarlo, no estaba muy interesada en ceder a él.

—¿Por qué? —preguntó al ver la expresión confundida de él, confundida, pero no herida, se dio cuenta, y si Drizzt se sintió decepcionado, se las compuso perfectamente para no demostrarlo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Dahlia lo apartó con un bufido, incluso le volvió la cara porque no quería mirarlo en ese momento.

—Estás tratando de aplacarme.

—Acabas de decir…

La elfa se volvió, enfrentándose a él con los brazos cruzados sobre el pecho y dando golpecitos en el suelo con un pie.

Esta vez fue Drizzt el que suspiró. Fue hacia una silla situada en la pared opuesta, como un boxeador que se va a su rincón entre asalto y asalto. Giró la silla y se sentó a horcajadas, con los codos apoyados en el respaldo.

—¿Te he hablado alguna vez de Innovindil, una elfa que conocí? —preguntó.

Dahlia no cambió de pose ni de expresión.

—Una amiga que conocí hace un siglo —explicó Drizzt—. Era mayor que tú y mayor que yo. Llegó a mi vida en un momento de confusión, había orcos asolando la campiña y asediando el reino de mi queridísimo amigo, un amigo al que yo creía muerto, junto con todos los demás, incluida…

—Catti-brie —señaló Dahlia, porque Drizzt le había hablado de su esposa—. O sea, que la perdiste y llenaste tus días con una compañera elfa.

Drizzt negó con la cabeza.

—Pensé que la había perdido, que los había perdido a todos, pero no, eso fue antes de esa época.

—¿Tiene algún sentido contarme esta historia?

Drizzt volvió a suspirar.

—No un sentido fácil de entender —admitió—. Tú apenas estas entrando en tu cuarta década de vida, pero las lecciones de Innovindil fueron una explicación de una vida contemplando el nacimiento y la muerte de siglos.

—¿Por qué habría de importarme, entonces?

—Porque te explicará… lo que soy yo —le dijo Drizzt—. Lo que hago o dejo de hacer.

—¿Es que todo debe ser para ti un acto tan importante? —dijo Dahlia.

Drizzt soltó una risita.

—No eres la primera que me dice eso.

—Entonces tal vez tendrías que escuchar.

—Lo he intentado —dijo el drow, y señaló el lugar delante de la cama donde había perseguido a Dahlia.

—Meses —dijo ella con amargura.

—Innovindil me dijo que viviera mi vida en etapas más cortas, en etapas humanas, y que empezara en cada una de ellas desde el principio. Especialmente, me dijo, si quería hacer amigos, incluso enamorarme, con las razas de vida más corta.

—Te dijo que superaras tus penas.

—Creo que podría expresarse así.

—Eso hice. Y entonces aquí estamos. ¿Ha pasado un siglo desde que perdiste a esa mujer humana? Y no parece que estés siguiendo su consejo. —Observó que Drizzt había hecho una mueca ante la forma en que ella había pronunciado la palabra «humana», dándole un sentido insultante, y eso, pensó Dahlia, era elocuente—. ¿Y este es el mismo consejo que quieres darme a mí? —dijo con una risita—. Primero aplícate el cuento.

—¡Lo estoy intentando! —respondió Drizzt con cierta brusquedad, más de la que Dahlia había esperado. Bueno, pensó, al menos he provocado en este tonto alguna emoción.

—¿Se ha terminado mi lección? —preguntó ella con igual brusquedad.

—Es posible que la mía haya empezado apenas —dijo Drizzt lamentándose—. Esto es más complicado de lo que piensas. Cuando seas mayor…

—Escúchame bien, Drizzt Do’Urden —lo interrumpió avanzando hacia él con un dedo amenazador—. Por cada uno de mis años, tú has vivido siete, pero en muchos aspectos yo he vivido más que tú, más de lo que puedas vivir jamás. En cuestiones de… —Hizo una pausa y miró a su alrededor, buscando la palabra adecuada, y acabó señalando con gesto dramático la cama de la habitación—. Tengo más experiencia y soy más racional.

—Los tachones que llevas en las orejas no dicen eso —dijo Drizzt en voz baja.

—Puede que yo tenga mis demonios, pero al menos no hago el amor con fantasmas —replicó mientras salía en tromba por la puerta dando un portazo.

Tocó el diamante negro que llevaba en la oreja derecha, el último de ese lóbulo, y se dio cuenta de que tal vez estuviera próxima la hora de su batalla a muerte con el drow al que acababa de dejar atrás.

Al fin y al cabo, ese era el motivo por el que lo había elegido. Por fin, afortunadamente, después de tanto esperar, Dahlia había encontrado un amante que casi con seguridad la derrotaría, que le daría la paz.

No obstante, Dahlia no se sentía reconfortada por esa idea. Drizzt se había apartado de ella. La rechazaba sin tener siquiera intención de hacerlo. Sabía que él era sincero cuando le dijo que no quería hacerle daño.

Sin embargo…

Los sorprendentes ojos azules de Dahlia estaban húmedos cuando dejó la posada y más de una lágrima surcó sus delicadas mejillas.

Dahlia entró en la taberna con una expresión amarga, sin ganas de encontrar a su presa, ya que había visitado anteriormente varios establecimientos como ese en esa parte de Puerta de Baldur. A decir verdad, la ciudad era demasiado para la sensibilidad de la elfa. Había estado varias veces en Luskan, por supuesto, y había crecido en las ciudades de Thay, incluso había visitado en una ocasión la poderosa Aguas Profundas, pero ahora que estaba explorando Puerta de Baldur, la energía y la conmoción del lugar la superaban.

Por supuesto, no tenía ni idea del número de tabernas y posadas de todo tipo, a menudo con apartamentos en la planta alta, que había a lo largo de las calles. Cuando ella y Drizzt se habían apartado de los demás, Dahlia jamás habría imaginado que encontrar a Artemis Entreri fuera a resultar una empresa tan difícil.

Fue así como entró en la taberna sin expectativas, habiendo perdido las esperanzas.

La multitud se dividió delante de ella, un desplazamiento casual en dos grupos separados de marineros mercantes le permitió tener una visión más amplia del lugar, y allí estaba él, sentado a solas a una pequeña mesa en el rincón más apartado del salón.

Dahlia vaciló —creyó que él no la había visto— y pensó qué debía hacer. Recordó que no había vuelta atrás.

Avanzó por el salón. Un hombre se plantó delante de ella con una sonrisa maligna y una expresión ávida, pero lo hizo a un lado con su bastón, y al ver que se resistía lo dejó frío con una mirada tan helada que el tipo se quedó sin sangre en la cara.

Nadie más se interpuso en su camino.

Entreri reparó en ella y se recostó en su silla.

—Imagínate lo que me ha sorprendido verte aquí —dijo Dahlia sentándose enfrente de él.

—Me lo puedo imaginar. ¿Dónde está Drizzt?

—No lo sé ni me importa.

Entreri respondió con una risita.

—¿Después de un mes en altamar? Y con la perspectiva de más meses por delante habría esperado que vosotros… os pusierais al día.

—¿Más meses en el mar por delante? —dijo Dahlia con sorna.

Entreri la miró como si no la entendiera.

—Dijiste que Puerta de Baldur sería tu última etapa —le recordó Dahlia—. Que no volverías a Luskan con el Minnow Skipper.

Entreri se encogió de hombros como si eso no tuviera importancia. Levantó su vaso y tomó un buen trago.

—Entonces ¿sigues con nosotros hasta Luskan?

—No he dicho eso.

Dahlia suspiró ante la siempre críptica forma de hablar del hombre. Echó una mirada en derredor, casi tan irritada como cuando dejó a Drizzt en la habitación.

—¿Dónde está la mesera?

Entreri rompió a reír, atrayendo su mirada hacia él.

—No la hay —explicó y le indicó una dirección hacia la derecha de Dahlia—. La barra está por ahí.

—Bueno, ve y tráeme un vaso de vino élfico.

—Que te crees tú eso.

Dahlia iba a atravesarlo con la mirada, pero lo dejó pasar y saltó de su asiento empujando impaciente a los parroquianos reunidos en grupos. Uno iba a protestar, incluso a amenazarla, pero miró más allá —Dahlia se dio cuenta de que a Entreri—, se mordió la lengua y le abrió paso. La verdad era que Entreri conocía muy bien esa ciudad y al parecer él también era muy conocido.

Poco después, Dahlia volvió a la mesa con dos botellas de vino élfico y un par de vasos.

—¿Tienes prevista una noche larga? —inquirió Entreri.

—Te propongo un juego.

—Va a ser que no. Ve a jugar con Drizzt.

—¿Tienes miedo?

—¿De qué?

—De perder.

—¿De perder qué?

—Tu aire de superioridad, tal vez.

Entreri se rio de ella, que sirvió dos vasos. Alzó uno proponiendo un brindis, y el asesino, sin muchas ganas, lo aceptó y chocaron los vasos. No obstante, Entreri bebió apenas un sorbo y Dahlia se dio cuenta de que lo había puesto en guardia, lo cual no era en absoluto lo que se había propuesto.

—Podríamos jugar por monedas —dijo la elfa.

—No ando muy sobrado, y no me apetece buscar trabajo en tierra.

—Por cosas, entonces.

Entreri echó un vistazo.

—No diría que no a esa extraña arma que llevas contigo.

—Ni yo a tu daga.

Entreri negó con la cabeza y se cruzó de brazos.

—Ni por todo el oro del mundo, Dahlia. Ya la perdí una vez y no volverá a suceder.

—Esa daga no —dijo ella con una sonrisa maliciosa y un brillo travieso en los ojos.

La expresión de Entreri no sólo no se suavizó, sino que más bien se endureció.

—Vuelve con Drizzt —dijo sin alterarse.

Dahlia se dio cuenta de que lo había llevado demasiado lejos y se preguntó si sería un código de honor. ¿O le tendría miedo a Drizzt?

Eso le pareció descabellado. ¿Sería que Entreri era más amigo de Drizzt delo que ambos querían admitir?

—Necesito hablar —dijo, probando una táctica diferente.

—Ve a hablar con Drizzt.

—Él no entiende —dijo meneando la cabeza.

—Entonces cuéntaselo.

Dahlia suspiró y se desmoronó ante la andanada de respuestas cortas y cerradas del hombre.

—Lo sabe, pero no lo entiende —dijo la elfa añadiendo emoción a su voz.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo podría no entenderlo nadie que no haya vivido en la oscuridad?

Al parecer, a Entreri se le habían agotado los monosílabos. Permaneció allí sentado, con los brazos cruzados.

—¿Menzoberranzan? —musitó como respuesta a la afirmación de Dahlia.

Dahlia alzó otra vez el vaso en un brindis, y ante su sorpresa, él respondió. Bebió un trago más largo de vino, tan largo que al terminar cogió la botella y volvió a llenar los vasos.

Dahlia se dio cuenta de que la sutil sugerencia del trauma compartido había tocado una fibra sensible.

—¿Alguna vez has encontrado el amor? —preguntó, y su tono tenía más carga de tristeza que de rabia.

—No lo sé —respondió Entreri.

—¡La verdad! —dijo Dahlia con brusquedad y adelantándose. Abandonó su silla y se sentó en otra que estaba justo al lado del hombre—. La verdad —repitió en voz más baja—. No lo sabes porque no puedes estar seguro, porque ni siquiera estás seguro de lo que significa realmente la palabra.

—¿Tú amas a Drizzt? —inquirió.

La pregunta la sorprendió.

—No —balbució incluso antes de haberlo pensado siquiera.

Porque Dahlia no estaba ahí para pensar en esas cosas. No tenían importancia. Dahlia estaba ahí para desencadenar una serie de acontecimientos que la llevaran a donde quería estar realmente. Y Artemis Entreri la llevaría a ese lugar como un buen corcel.

—Es una cuestión de conveniencias —explicó.

La sonrisa de Entreri se ensanchó al oír eso y volvió a vaciar su vaso, y esta vez lo volvió a llenar por propia iniciativa.

—¿Y Drizzt lo sabe? —preguntó mientras vertía el vino.

—Estoy segura de que si me pasara los días preocupándome por lo que ese sabe o no sabe sobre el amor, no pensaría en nada más. Pero no me preocupa mucho. Él no puede entender la verdad de quién soy yo, ni del lugar de donde vengo, de modo que ¿hasta dónde podría llegar cualquier amor con él?

Se acercó más a Entreri y puso su cara casi pegada a la suya.

—Cuéntame sobre tus primeros años —le pidió.

Él se resistió, pero ya no tenía los brazos cruzados.

Dahlia sería paciente. Podía ver la verdad: el hombre estaba destrozado por recuerdos que jamás había compartido, y su tozudez de guerrero no le había permitido dejar aquellos días tan lejos como habría querido.

Dahlia lo vio vulnerable, y por su propia experiencia y porque hacía tiempo que había visto la verdad sobre sí misma, sabía cómo liberar esa vulnerabilidad para sacar ventaja de ella.

—¿Sabes por qué llevo estos pendientes en las orejas? —preguntó.

Entreri la miró con curiosidad, estudiando sus diamantes, los muchos claros de la oreja izquierda y el único diamante negro de la derecha.

—Examantes —explicó, tocándose la oreja izquierda.

—El actual en la derecha —dijo Entreri, y rio por lo bajo—. Diamante negro por un drow, ya veo.

—Espero que no desentone cuando lo traslade al lóbulo izquierdo con los demás —dijo.

Entreri se rio de ella.

Dahlia sirvió más vino.

—¿Quieres oír mi historia? —susurró Dahlia.

—Creo que la conozco casi toda.

Dahlia miró a su alrededor.

—Aquí no —dijo—. No puedo. —Empujó la silla y se puso de pie, vació el vaso de un trago e hizo lo mismo con el de Entreri. Recogió las botellas y los vasos y miró al hombre lastimeramente.

—Necesito contarlo Todo. Jamás lo he hecho y me temo que no seré libre hasta que lo haga.

Miró a través del salón hacia la escalera que llevaba a las habitaciones de arriba. Después volvió a mirar a Entreri que —y la sorprendió agradablemente— se estaba poniendo de pie. El hombre se detuvo en el bar al pasar y pidió otras dos botellas de vino.

Al llegar a la habitación, Dahlia se dio cuenta de que había quedado presa en su propia red, y también de que no le importaba. Se lo contó todo, su caminata aquella lejana mañana hasta el río para llenar la cantara de agua, su regreso a la pequeña aldea de su clan para encontrarla llena de shadovar.

Con lágrimas en los ojos, le contó lo de la violación, cómo presenció el asesinato de su madre.

Estuvieron bebiendo y hablando, y ella empezó a pinchar a Entreri, que también empezó a contar. Le habló a Dahlia de la traición de su propia madre, de cómo fue vendido como esclavo y llevado a Calimport, y casi escupió al hablar del nombre de esa ciudad. Empezó a hablar de cómo se había criado en las calles, pero de repente se detuvo y miró a la elfa con expresión intrigada.

Ella tragó saliva.

—Cuéntame de esos otros diamantes —pidió Entreri—. Los de la oreja izquierda.

—Quieres decir de esos otros amantes —dijo Dahlia, y deslizó en su tono un atisbo de maldad, pero cualquier esperanza que albergara de que Entreri estuviera buscando la excitación de un voyeur se desvaneció rápidamente al ver el rostro serio del asesino.

—¿Cuál representa a Herzgo Alegni? —preguntó Entreri.

Dahlia trató sin éxito de que su rostro no expresara su sobresalto. ¿Por qué diría semejante cosa? ¿Especialmente en ese momento?

—He observado que no trasladaste ninguno cuando murió Alegni —dijo Entreri, y Dahlia se dio cuenta de que había dejado pasar mucho tiempo tratando de asimilar el anterior comentario del hombre—. No eliminaste ninguno, ni cambiaste ninguno de oreja. ¿A qué se debe?

—No te va a gustar oírlo —respondió Dahlia.

—¿Debería sentir celos? ¿O miedo?

—Tú no pareces responder al tipo de los celosos.

Entreri le respondió con una sonrisa, una mirada que le hizo pensar que sabía mucho más de lo que aparentaba sobre su juego macabro con los pendientes de diamante.

—Herzgo Alegni fue mi violador, nunca un amante —dijo sin alterarse, y Entreri asintió sin parecer intimidado por su tono amenazante. Más bien dio la impresión de que esa era la respuesta que esperaba y de que estaba satisfecho de ello.

—¿Y cuando vas a trasladar el diamante negro?

Dahlia lo miró con dureza, pero no respondió.

—La regla del viejo espadachín, ¿verdad? —dijo Entreri provocándola mientras levantaba un vaso lleno con la mano derecha y lo vaciaba de un trago. Se enjugó la boca con la manga izquierda y añadió—: Despachar con la mano derecha, desechar con la izquierda.

Tampoco esta vez respondió Dahlia. Permaneció en silencio, asimilando las mordaces afirmaciones del hombre. Por supuesto que ninguno de los diamantes representaba al bestial Alegni, pero también era cierto que todos ellos lo representaban. Al fin y al cabo todo ese juego de los diamantes había surgido por él, y porque aquellos amantes no eran lo bastante fuertes para vencer en el combate necesario y poner fin a su dolor.

Por eso todos ellos habían servido para saciar a la mujer, todos esos amantes, uno por uno, y para llevar la justa retribución de Alegni…

Pero… ¿y Drizzt, entonces?… se preguntó.

Siguieron bebiendo, y Dahlia se aseguró de ponerse muy cerca de Entreri sentados como estaban en la cama, y también de volverse lo justo para que él pudiera tener un panorama tentador de su blusa bastante abierta. Y tampoco se le olvidó tocarlo de esa manera que primero fue una forma de reconfortarlo y después una incitación.

Y se dio cuenta de que estaba surtiendo el efecto deseado.

—Aunque lo niegues, amas a Drizzt —dijo Entreri de una manera inesperada empujándola apenas.

—No estoy con Drizzt —protestó.

—Porque lo amas y él te ha rechazado. Dahlia no puede aceptar eso, ¿no es cierto?

—¿De veras quieres hablar de Drizzt? —preguntó la elfa, decidida a no dejarse desviar de su propósito.

—¿O será que tienes celos de él? —planteó Entreri—. ¿Celos o simple admiración?

Dahlia se echó hacia atrás y lo miró con incredulidad.

—Porque fue más fuerte que tú —explicó Entreri—. Por las elecciones que hizo. Te puedo asegurar por propia experiencia que la ciudad de Menzoberranzan, de donde es Drizzt, es tan mala como pueda serlo cualquiera de las cosas que has conocido, incluso tan mala como la violación de Alegni.

—No creo que puedas hacer semejante afirmación. —Dahlia procuró por todos los medios no enfadarse.

—Un lugar nauseabundo. Horrendo en todos los sentidos.

—¿Y peor que todo lo que yo pueda haber conocido?

Entreri hizo una pausa momentánea, aparentemente considerando con atención la cuestión, pero a continuación asintió.

—O por lo menos igualmente malo. Y Drizzt creció allí, traicionado por su familia.

—¿Igualmente malo? —dijo Dahlia, y bufó con mordacidad—. ¿Hablas de mis sentimientos hacia Drizzt? ¿Celos? ¿Admiración? ¿O de los tuyos?

—No, realmente es cariño hacia ti, creo —dijo Entreri, esquivando la cuestión—. No te culpo. Drizzt sobrevivió. Drizzt salió adelante, cuando tú no lo hiciste.

—Dirás que nosotros no lo hicimos —insistió Dahlia.

Entreri no tenía respuesta para eso.

Bebieron algo más y su conversación giró hacia su situación actual, pero Dahlia no quería oír nada más sobre Drizzt, y, de hecho, cuando Entreri quiso sacar otra vez el tema, Dahlia se le echó encima y abogó sus palabras con un beso ávido, apasionado.

Y aunque precisamente eso era lo que había tratado de fingir para conseguir su objetivo más importante, Dahlia se había olvidado ya de ese objetivo y su avidez no tenía nada de fingido.

La elfa empezó a desabotonarle la camisa y él trató de protestar, pero sin mucho énfasis. Sus objeciones no eran tan fuertes como los sentimientos que Dahlia despertaba en él.

Un poco más adelante por el pasillo, una puerta se abrió de pronto y una cara sombría se asomó, observando la puerta de la habitación que había alquilado Entreri.

Los ruidos que llegaban de dentro no dejaban duda sobre lo que estaba sucediendo detrás de esa puerta e hicieron fruncir el entrecejo al observador.

Effron Alegni reprimió su impulso inicial de irrumpir en aquel cuarto y lanzar una andanada de magia devastadora sobre la pareja. Tuvo que recordar la advertencia de Draygo Quick y después que la advertencia de Draygo se había referido a Drizzt, no a esos dos.

O sea, que nada le impedía entrar allí y matarlos a los dos mientras estaban distraídos…

Pero no lo hizo.

Effron cerró la puerta, apoyó la espalda contra ella y respiró hondo para calmarse.

Los rayos oblicuos de la mañana se colaban por la sucia ventana y daban en la bella cara de Dahlia, que todavía dormía.

Artemis Entreri la observaba.

Pensaba qué haría a continuación. No había usado el pronombre «nosotros», no se había incluido en el grupo que zarparía de Puerta de Baldur en el Minnow Skipper por accidente, pero eso era exactamente lo que tenía pensado hacer. El barco pondría rumbo a Memnon, aunque Drizzt, Dahlia y los demás no lo sabían, y se imaginaba que cuanto más cerca pudiera llegar él de Calimport, tanto mejor.

Pero ¿por qué?

¿Qué había esperándolo en Calimport al fin y al cabo? Dwahvel llevaba tiempo muerto y él no tenía más amigos allí que en cualquier otro lugar de este miserable mundo.

Miró a Dahlia y siguió divagando.