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LA PUNTA DEL MÁSTIL DEL DUENDE DEL MAR

E

l Minnow Skipper se deslizaba saliendo de las aguas del puerto de Luskan, rodeando la isla de Closeguard para adentrarse en las fuertes corrientes primaverales. De pie en la proa, sosteniendo el cable de remolque, Drizzt observaba cómo se deslizaban las formas familiares, porque ese era el horizonte que había visto durante años y años cuando era más joven. Sólo faltaba la extraña estructura en forma de árbol de la Torre de Huéspedes del Arcano, con sus ramas extendidas, aparentemente inorgánicas.

Sin embargo, a Drizzt no le gustaba nada de lo que veía ahora en Luskan. Nunca había sentido mucho aprecio por ese lugar duro y a menudo sin ley, especialmente desde la caída del capitán Deudermont, pero durante años había pensado que llegaba a casa cuando avistaba ese puerto. Ahora todo aquello había sido destruido, pero, en cierto modo, allí fuera, en el agua, aquel recuerdo tan desagradable de la muerte de Deudermont a manos de Kensindan el Cuervo, del Barco Rethnor, parecía difuminarse en la distancia. Los pensamientos de Drizzt se remontaban a más allá de esos días oscuros, a los años en que él y Catti-brie habían partido con el capitán a bordo del Duende del Mar desde ese mismo puerto.

Una sonrisa se extendió por el rostro del drow al recordar la emoción que sentía cuando el Duende del Mar daba caza a un barco pirata. Él solía esperar preparado sobre cubierta, con las cimitarras desenvainadas y con Catti-brie a su lado armada con Taulmaril, el Buscacorazones, lista para arrasar la cubierta pirata y despejar el camino para que Drizzt y Guenhwyvar encabezaran el abordaje.

El drow cerró los ojos y dejó que el viento y la humedad salobre lo impregnaran, volviendo la cabeza hacia un lado y hacia otro para captar los densos olores y sentir mejor las ráfagas saladas. En uno de esos movimientos abrió brevemente los ojos, lo suficiente para ver la punta del mástil de un viejo naufragio que se había estrellado contra las rocas del puerto meridional.

El Duende del Mar.

Era el palo mayor, Drizzt lo sabía, que sobresalía de las oscuras aguas desde el casco del barco destrozado. Que quedara intacta alguna parte del navío en las tempestuosas aguas de Luskan era una prueba de su magnífico diseño y construcción, pero no sirvió a Drizzt de demasiado consuelo mientras desde la borda contemplaba la gloria perdida del capitán Deudermont.

Se acordó también de Robillard, el correoso mago de a bordo, un mago de considerable poder y dotado con una lengua tan mordaz como sus frecuentes rayos relampagueantes. Robillard sirvió durante mucho tiempo como la mejor baza de Deudermont en el mar, porque no había mago más capaz de destrozar las cuadernas de un barco enemigo en la mismísima línea de flotación, ni de hinchar las velas del Duende del Mar para hacerlo salir a toda velocidad de cualquier peligro.

Lo más probable era que Robillard llevara mucho tiempo muerto, Drizzt lo sabía, y se preguntó si habría abandonado este mundo entre una explosión de bolas de fuego y el granizo de tormentas de hielo que volvía resbaladiza la cubierta de cualquier barco pirata. Esa idea arrancó a Drizzt una sonrisa porque recordó cuando Robillard había usado precisamente esa táctica contra un navío pirata con mar revuelto. Cómo los arqueros piratas se tambaleaban y resbalaban y casi la mitad de la tripulación había caído al mar facilitando su captura.

Se acordó entonces del Tres Veces Afortunado, el barco del joven Maimun.

—¿Joven Maimun? —susurró Drizzt, pensando que seguramente también él llevaría tiempo muerto. Había tomado el relevo de Deudermont como el mayor cazador de piratas de la Costa de la Espada. Eso había oído Drizzt, tras la caída de Luskan en manos de los cinco grandes capitanes y se había mantenido durante años después de eso. Drizzt había oído el nombre del Tres Veces Afortunado susurrado en tabernas por toda la Costa de la Espada, la mayor parte de las veces con gratitud por parte de los que respetan la ley y acompañado de maldiciones de los que recorren un camino menos recto.

Drizzt fijó otra vez la mirada en el palo mayor del Duende del Mar que se veía con claridad en la estela del barco cada vez que las olas agitaban el agua.

Dedicó una solemne reverencia al orgulloso navío, a la noble tripulación y al capitán que lo había llevado tan lejos en tantas ocasiones. Pensó que era un buen recuerdo. Buenos momentos con buenos amigos haciendo buenas obras.

Y la emoción, siempre eso, cada vez que se veía un barco pirata en el horizonte, con la tripulación siempre dispuesta y ansiosa de darle caza.

—El mejor barco que haya surcado la Costa de la Espada —comentó Drizzt cuando Dahlia llegó a su lado y lo vio contemplando todavía el mástil.

—Por lo que parece, ya no —dijo ella con ligereza.

—Ah, es una larga historia, digna de ser contada —replicó Drizzt—, y no hay mejor lugar para contarla que la cubierta de un barco en mar abierto, bajo las estrellas y con el movimiento del océano dando veracidad a cada palabra.

Dahlia lo rodeó con sus brazos y Drizzt se puso tenso un momento, luego se obligó a relajarse. En cierto modo, aquel contacto no le parecía bien. No ahí fuera, no en esas aguas por las que tantas veces había navegado con Catti-brie.

—No tenemos un camarote privado, pero podemos encontrar un lugar privado —le susurró la elfa al oído—. ¿Crees que el océano lo aprobaría?

Por toda respuesta, Drizzt lanzó una risita, no muy convencida, y se dio cuenta de que Dahlia la había sabido interpretar cuando retiró los brazos y se apartó. Se volvió hacia ella, tratando de encontrar una manera de reparar el agravio, pero se distrajo cuando vio a sus otros tres compañeros que se disponían a reunirse con ellos.

—Ya me gustaría saber cómo se las arreglan estos patizambos con tanto cabeceo y balanceo durante días y días —se quejó Ambargrís. Plantó bien los pies abriendo las piernas, pero aun así el más leve bamboleo del Minnow Skipper hacía que se tambaleara. Entonces trató de afirmarse más aún, pero sin el menor éxito.

—Tienes que compensar el cabeceo con la barriga —le explicó Afafrenfere golpeándose el duro estómago.

—Vamos, cállate antes de que te rocíe con mi desayuno —dijo la enana.

—Te acostumbrarás al movimiento del mar —le prometió Drizzt—, y cuando lleguemos a puerto te volverás a sentir inestable.

Eso hizo reír a Afafrenfere y a la enana, pero Dahlia se limitó a mirar a Drizzt. Parecía bastante herida por su rechazo, y Artemis Entreri tenía el gesto adusto de siempre cuando pasó al lado de Drizzt hacia la borda.

—Ese debe de haber navegado antes —susurró Ambargrís señalando con la cabeza a Entreri que caminaba como si tal cosa, porque no perdía un paso ni siquiera cuando el barco cabeceaba inesperadamente al encararse con una ola especialmente grande.

—¿Muchas veces? —preguntó Drizzt volviéndose hacia el hombre.

—Demasiadas —respondió Entreri.

—Entonces ¿conoces Puerta de Baldur?

—Cada calle.

—Bien —dijo Drizzt—. No sé cuánto tiempo atracaremos allí, pero serás nuestro guía.

Entreri se volvió a mirarlo y le dedicó una mueca sardónica.

—Apenas el tiempo suficiente para que Luskan destruya Puerto Llast, supongo. O sea que no mucho.

Eso hizo que los otros cuatro se le acercaran.

—¿Qu’has oído? —le preguntó Ambargrís.

—Sólo se me ocurre que Beniago dispuso las cosas convenientemente para que los cinco mejores luchadores abandonaran Puerto Llast todos al mismo tiempo —musitó Entreri.

—Vaya —gruñó Ambargrís a la que aparentemente no se le había ocurrido antes aquello.

Pero sí a Drizzt.

—Beniago sólo me pidió a mí que viniera como parte del acuerdo por tu daga —dijo—. No podía prever que yo os trajera a los cuatro.

—Pero ahora lo sabe —añadió Entreri.

Drizzt desechó esa idea con un resoplido.

—Los grandes capitanes de Luskan no son capaces de ponerse de acuerdo sobre qué muelle usar cuando un señor los visita sin que haya una batalla campal No podrían reunir una fuerza importante para marchar sobre Puerto Llast en las escasas semanas que estemos fuera. Tampoco están en condiciones de entender el poder que llegará a tener la ciudad en poco tiempo más, con o sin nosotros.

Entreri lo miró y rio por lo bajo, lo cual prácticamente equivalía a llamarlo «bobalicón», pero no dijo nada y se alejó desapareciendo por la escotilla hacia la bodega.

—Eso iba por mí —les dijo Drizzt a los otros tres, señalando con desdén al que se alejaba. Creía que su hipótesis era cierta. Entreri siempre estaba lanzando pullas para hacerlo dudar. De hecho, parecía que eso le producía un extraño placer.

Drizzt se volvió hacia el mar, echó una última mirada al palo mayor del Duende del Mar y luego contempló la gran extensión de agua ante sí. Cerró los ojos y respiró hondo, inhalando el olor salado y dejando que lo remontara a mejores días y —trató sin éxito de excluir a Dahlia de la idea que se iba formando— con mejor compañía.

—¿Quién va en ese barco? —preguntó Effron a un estibador. El brujo tiflin había llegado a los muelles justo para ver al Minnow Skipper pasando junto a la isla de Closeguard. Había oído rumores sobre unas anexiones tardías a la tripulación del barco, y ahora, desde los muelles de Luskan, estaba claro que había perdido a su presa por poco.

Por eso desde un callejón había asaltado y torturado a uno de los hombres que había soltado las amarras del Minnow Skipper.

—No lo sé, señor —replicó el aterrorizado estibador.

—¡O me lo dices ahora o te pongo arañas debajo de la piel!

Effron dio una buena sacudida al otro con el brazo bueno y lanzando rayos por los ojos, uno rojo y el otro azul.

—Es un ba-a-arco de Kurth —tartamudeó el hombre—. Bajo bandera del Barco Kurth.

—¿Y quién iba en él?

—Una tripulación de veintitrés hombres —respondió.

—¡Háblame de los guardias! ¡De los drow!

—Uno solo —dijo el hombre—. Drizzt. Y una enana y dos hombres y una mujer, una elfa.

—¡Su nombre!

—Dahlia —respondió el hombre—. Dahlia, la que mató al gran capitán Rethnor, y el Barco Rethnor estaba furioso al verla circular por las calles de Luskan con la protección de Kurth.

Siguió tartamudeando sobre las implicaciones políticas, pero a esas alturas Effron casi no escuchaba. Sólo miraba las velas que se iban empequeñeciendo, veía cómo su odiada madre navegaba lejos, lejos de él.

—¿Adónde van? —preguntó, pero ahora con calma. Su momento de furia había pasado.

—A Puerta de Baldur.

—¿Y eso dónde está?

—Más abajo, por la costa —dijo el hombre, y Effron frunció el entrecejo ante esa respuesta tan vaga y tan obvia.

—Pasando Aguas Profundas. Varios cientos de kilómetros.

Effron lo soltó y se desplomó sobre el suelo, donde quedó tirado protegiéndose con los brazos.

El brujo tiflin no le hizo más caso. Tratando de contener su ira, Effron recordó que no podía enfrentarse a Dahlia si no quería exponerse a las represalias de Draygo Quick. Había maneras de viajar rápido, y Puerta de Baldur no estaba demasiado lejos.

Dejó el callejón y a continuación se marchó de Luskan, tratando de no preocuparse de que el Minnow Skipper se hundiera con todos los que llevaba a bordo. Dahlia no podía escapársele de ese modo. Se decía que la Costa de la Espada era un lugar peligroso para hacerse a la mar, pero seguramente que un barco bajo bandera del Barco Kurth estaría más o menos a salvo de la mayor parte de los piratas.

Para cuando estuvo de vuelta en el Páramo de las Sombras, Effron ya estaba más tranquilo respecto de esas amenazas. No sólo ayudaría el ir bajo bandera del Barco Kurth, sino también el hecho de tener a Drizzt, Dahlia y Artemis Entreri a bordo. Eso era un buen indicador de que el Minnow Skipper llegaría a su destino sano y salvo.

Dahlia permaneció junto a Drizzt mucho después de que Afafrenfere y Ambargrís se hubieran marchado bajo cubierta en busca de bebida y diversión, y el drow estuvo mucho tiempo allí, en la proa, contemplando las oscuras aguas que se abrían ante él. No volvió a mirar hacia atrás, porque no tenía sentido ya que hacía tiempo que habían perdido de vista Luskan, y la vista por popa era muy similar a la que tenían ante sí.

Después de un tiempo, Dahlia se puso a su lado y Drizzt le rodeó el talle con el brazo y la atrajo hacia sí. Se sintió como un hipócrita al hacerlo porque se le ocurrió que sólo se debía a los sentimientos inquietantes que había tenido durante la última hora. No podía seguir comparando a Dahlia con su amada esposa si quería tener algo más que amistad con esa elfa.

El Minnow Skipper no era el Duende del Mar, y Dahlia no era Catti-brie, y a Drizzt esas comparaciones le parecieron oportunas, pero ahora la atrajo hacia sí, más por sí mismo que por ella.

Porque tenía miedo.

Tenía miedo de continuar con ella sabiendo, y admitiendo ahora, la verdad de lo que sentía. Tenía miedo de poner fin a esa relación con ella porque no quería recorrer solo el camino.

—Me he desacostumbrado a que me toques —le dijo Dahlia después de unos instantes.

—Hemos estado ocupados —respondió Drizzt—. Con cosas importantes.

Dahlia resopló, viendo claramente que era una excusa.

—Otras victorias como esas a menudo acababan en placeres carnales —comentó.

Drizzt no tenía respuesta para eso, al menos ninguna que quisiera compartir realmente. Se limitó a atraerla más hacia sí.

—Entreri nos dejará en Puerta de Baldur. —Drizzt se sorprendió de que eligiera ese momento en particular para cambiar de tema.

La miró atentamente, pero no pudo leer su expresión.

—Lleva amenazando con eso desde Neverwinter —respondió Drizzt.

—Ahora tiene su daga.

—La daga era una excusa y jamás la razón por la que no se iba.

—¿Qué es lo que sabes? —Dahlia se volvió soltándose del brazo de Drizzt.

—Artemis Entreri vuelve a ser libre, pero teme las cadenas de sus recuerdos —respondió Drizzt—. No quiere volver a ser lo que fue una vez, y la única manera que tiene de evitar ese destino es quedarse con nosotros, conmigo realmente. Encontrará esta u otra excusa para justificar sus acciones, porque jamás me dará crédito ni estará dispuesto a adularme, pero no nos dejará.

—En Puerta de Baldur —dijo Dahlia.

—O de vuelta en Luskan, o cuando hayamos vuelto a Puerto Llast a continuación.

—Pareces confiado.

—Lo estoy —le aseguró Drizzt.

—¿Sobre todos tus compañeros? Entonces eres un necio —le dijo, y con una pequeña mueca sarcástica, que Drizzt no entendió muy bien, Dahlia se alejó.

El drow volvió a centrar su atención en el mar. En lugar de retrotraerse a sus lejanas aventuras con Catti-brie y con el capitán Deudermont, pensó en su historia reciente, en los últimos meses invernales. Las observaciones de Dahlia eran ciertas: ya casi no la tocaba y sólo mantenía con ella conversaciones triviales. Se estaban separando, y la culpa era enteramente suya, tal vez de una manera inconsciente, pero inexorable.

Ese pensamiento alarmó a Drizzt, y por un instante culpó a Entreri.

Esa idea era ridícula y bastaron unos segundos para que Drizzt se riera de sí mismo. Era cierto, Entreri se había interpuesto entre ellos, o al menos la forma en que él comprendía a Dahlia, pero sólo porque eso le hizo ver a Drizzt la superficialidad de su relación con esa guerrera elfa a la que realmente no conocía.

Drizzt no era capaz de ver adónde podría conducirlo todo esto.

Trató de seguir el hilo para llegar a una conclusión lógica, pero muy pronto se volvió a encontrar mentalmente a bordo del Duende del Mar, con Catti-brie a su lado, Guenhwyvar tumbada en la cubierta ante ellos, el viento en sus caras y la aventura en su corazón y en su alma.

Su mano fue instintivamente a la bolsa que llevaba al cinto y no pudo resistirse a la llamada de su corazón. No tardó en tener a la pantera a su lado, demacrada tal vez, pero aparentemente contenta de estar con él, refregándose contra su costado.

Y su presencia precipitó aún más a Drizzt hacia los días en el Duende del Mar. Se sintió feliz.

A Artemis Entreri le habían asignado una pequeña hamaca a estribor del Minnow Skipper, pero no fue allí a donde se dirigió después de dejar a Drizzt y a los demás en proa.

Había algo que le molestaba de todo ese acuerdo. Entreri ya no estaba muy familiarizado con las costumbres de Luskan, pero no podía imaginar que las cosas hubieran cambiado de forma tan llamativa desde los días del gobierno de los cinco grandes capitanes. Ese barco navegaba bajo bandera del Barco Kurth, que era todavía una fuerza dominante en el liderazgo de la ciudad, lo cual era evidente por la fuerte vigilancia que rodeaba la residencia de Kurth en la isla de Closeguard, y como demostraba el hecho de que Beniago hubiera podido hacer ese trato con Drizzt sobre Puerto Llast.

Entonces ¿por qué necesitaba el Minnow Skipper guardias adicionales y extraordinarios?

Tal vez sólo se tratara de una demostración de poder por parte de Beniago y el Barco Kurth, consiguiendo que Drizzt y Dahlia confirmaran su alianza al enviarlos a una misión tan trivial como esta. O tal vez, se temía Entreri, se tratara de algo más, mucho pero mucho más siniestro.

¿Habría algún peligro terrible acechando en las oscuras aguas? ¿Tal vez los sahuagin? ¿Sería que los diablos marinos habían abandonado sus ataques a Puerto Llast para lanzar una ofensiva contra los barcos mercantes?

¿O sería acaso, como él había sugerido —y por ninguna razón que no fuera fastidiar a Drizzt—, una táctica de distracción para despojar a Puerto Llast de sus ciudadanos más poderosos a la vista de un ataque de los poderes de Luskan contra la ciudad?

Esa posibilidad no le importaba mucho. Lo que más le molestaba era no saber. Artemis Entreri había sobrevivido a las calles de Calimport en su niñez y había prosperado en su etapa adulta gracias a lo que conocía, porque su comprensión instintiva de las personas, combinada con su permanente vigilancia y recopilación de información le habían dado una gran ventaja a la que jamás había renunciado.

Tenía la sensación de haber permitido ahora que Drizzt renunciara a esa ventaja por su deseo de cerrar el trato. Esta era la razón por la que Entreri no había vuelto a su hamaca y, de hecho, ni siquiera estaba en la bodega, aunque en un principio se había encaminado hacia allí para burlar la atención de la atareada tripulación. Después se había vuelto sigilosamente a cubierta, había hecho un recorrido premeditado y, tras una rápida mirada, se había dirigido al camarote del capitán al final de la cubierta principal, donde abrió la endeble cerradura sin la menor vacilación.

Las redes colgantes y la abundancia de trofeos y demás condecoraciones hicieron que al astuto asesino le resultara muy fácil esconderse.

Entonces esperó, con la paciencia que había caracterizado sus éxitos en Calimport y más allá, consciente de que el capitán seguiría en cubierta hasta que hubieran dejado atrás Luskan y las rocas que bordeaban la línea costera.

Apenas se había acomodado cuando la puerta del camarote se abrió y apareció el primer oficial, no el capitán. El hombre —si es que era humano, porque parecía tener algo de orco— desempeñaba a la perfección el papel del viejo lobo de mar, con una rala y desaliñada barba que había ido cambiando el negro original por el gris, una cara que recordaba a Entreri el terreno agrietado y de líneas marcadas de la tundra de las Tierras de la Piedra de Sangre durante la temporada estival y unas piernas largas tan arqueadas que habría podido montar en un poni por detrás sin necesidad de levantar una de ellas. Uno de sus ojos era una cuenca muy abierta cubierta por una película gris y densa. Incluso su porte hablaba de un marinero que había visto demasiadas olas y putas baratas, porque no hacía más que gruñir y maldecir por lo bajo a cada paso mientras avanzaba hacia la mesa de trabajo.

—Llévalos. Te van a proteger —musitó en un tono que pretendía burlarse de alguien que Entreri no sabía quién era—. Vaya, protegernos, ¿de qué nos van a proteger? ¿De los feroces perros de la Puerta de Baldur? ¡Vaya atajo de sucios vagabundos todos ellos, y si esa enana no se deja meter mano ya se puede ir preparando porque la voy a tirar por la borda!

Revolvió algunos documentos sin el menor cuidado, buscando una carta de navegación en especial, Entreri pudo verla, y tras enrollarla se la metió bajo el brazo y se fue como había venido. Casi había llegado a la puerta cuando entró el capitán Andray Cannavara, cerrando la puerta tras de sí.

—Se te oyó en la cubierta, señor Sikkal —dijo el capitán tratando de sonar majestuoso y también de representar su papel, sin conseguir ninguna de las dos cosas. Llevaba un chaleco con faldones, tal como aconsejaba la moda, y un gran sombrero tricornio con una pluma que, evidentemente, había pertenecido a otro hombre porque no se ajustaba a su cabezón enorme, especialmente por su voluminosa y revuelta mata de pelo. Había cortado el sombrero en un lado para tratar de encajarlo mejor, pero ay, eso había acabado con la integridad de la cinta, con lo cual, a cada movimiento que hacía, el sombrero volvía a colocarse demasiado alto, ridículamente alto, sobre su mugrienta cabellera.

—¿Es que te propones minar la moral de mi tripulación incluso antes de dejar el puerto, hombre? —preguntó—. Si es así, dímelo antes de que nos hayamos alejado demasiado para que puedas volver a nado a los muelles.

El curtido primer oficial bajó la mirada.

—Mil perdones, capitán —respondió con respeto.

—Tu último perdón, señor Sikkal.

—Sí, capitán, pero yo no dije nada que los demás no estuvieran pensando —dijo atreviéndose a levantar la vista—. Esos cinco perros de tierra.

—Cinco formidables guerreros.

—¡Ya, pero ese Drizzit Dudden no es ningún amigo de Luskan, diga lo que diga el capitán Kurth!

—El agua está fría —respondió Cannavara con tono sombrío y amenazador.

—Entonces, mil disculpas otra vez, o más bien extensión de las primeras.

El capitán se volvió y empujó la puerta para asegurarse de que estuviera bien cerrada. A continuación le hizo señas a Sikkal de que lo siguiera hasta su mesa.

—Esto me importa tan poco como a ti —explicó en voz baja, pero no tan baja que Artemis Entreri, bien oculto en una viga y envuelto en una red que había por encima de la mesa, no pudiera oír.

—No tuve, no tuvimos opción —prosiguió—. Las órdenes de Beniago fueron claras, y no estoy dispuesto a enfrentarme a ese.

—¿Qué relación tiene con estos perros? —preguntó Sikkal—. El hombrecillo lleva su daga.

—Su relación es más bien con el elfo oscuro, supongo. Beniago hace lo que le mandaron, del mismo modo que supongo que el gran capitán Kurth también cumple órdenes.

—¿Kurth? ¿Órdenes? —Sikkal se disponía a protestar, pero entonces se le encendió la cara al decir—: Los malditos drow han vuelto.

—Eso supongo.

Desde su posición elevada, Artemis Entreri se sujetó a la viga y tuvo que reprimirse para no lanzar un gruñido ante la sorprendente noticia. ¿Estarían hablando de Jarlaxle? Tenía que ser, o de Bregan D’aerthe por lo menos. De forma repentina, todo cambió desde el punto de vista de Entreri, porque ahora, de pronto, ya no estaba tan seguro de que eso tuviera que ver con Drizzt. Seguramente, la banda de Jarlaxle tenía interés por Drizzt, pero ¿su mayor interés no sería por él, por Entreri? Si se habían enterado de que se había liberado de Herzgo Alegni, entonces Jarlaxle y ese miserable de Kimmuriel seguramente sabrían que no estaban a salvo.

¡Jarlaxle! El nombre se abrió camino entre los pensamientos de Entreri. Recordó la última mirada que el drow le había dedicado, tal vez de tristeza, o al menos de resignación… pero detrás de esas emociones estaba la mayor de todas, Entreri lo sabía: una sensación de alivio. Porque mientras Entreri estaba allí, cogido en una red, rodeado de enemigos, Jarlaxle había encontrado la libertad y se movía por las filas netherilianas casi sin preocupación.

Entreri obligó a los recuerdos a replegarse en el fondo de su mente y recordó que debía prestar atención.

—Bah, apenas se tarda unos veinte días en llegar a Puerta de Baldur, y encontraremos la marea favorable —musitó Sikkal, pero el capitán meneaba la cabeza a cada palabra.

—Daremos un rodeo —respondió el capitán Cannavara, y señaló la carta que el otro había ido a buscar—. Un rodeo hasta Puerta de Baldur y otro más grande de regreso a Luskan, porque se nos ordenara ir a Memnon cuando lleguemos a puerto.

Los ojos de su segundo se abrieron todavía más.

—¿Memnon? —repitió con incredulidad.

—La orden nos sorprenderá, por supuesto, pero zarparemos hacia Memnon, y tal vez lleguemos incluso a Calimport.

—Pero ¿qué dices? ¿Qué mercancías llevamos para esos lugares?

—No tiene que ver con las mercancías, señor Sikkal.

—¡Se trata de esos cinco!

—Sí, tenemos que mantenerlos alejados de Luskan todo el verano y llevarlos hasta el último confín septentrional antes del invierno.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Sikkal.

—No me interesa discutir con Beniago, y mucho menos exponerme a las quejas de la banda de Kimmuriel. Esto es lo que ordenan, y no sé por qué.

Sikkal emitió un gruñido, pero el capitán se rio y le dio una palmadita en el hombro.

—¡Trabajo fácil! —explicó el capitán—. Pasaremos toda la temporada en el mar, que es lo nuestro, y si encontramos algún botarate dispuesto a no respetar la bandera del Barco Kurth, ya sean piratas o súbditos de Umberlee, o incluso un barco de guerra de los señores de Aguas Profundas, debes saber que no nos faltará protección, con las espadas y el talento de los cinco que llevamos a bordo.

—Ya, pero no van a hacer ningún trabajo, ¿no?

—Tal vez podrías convencer a Drizzt Do’Urden de contribuir en algo. Después de todo tiene gran experiencia en el mar.

—¡Ya, por haber navegado con ese maldito Deudermont! —Sikkal escupió en el suelo.

—Sea como sea, la tiene.

—Entonces podría ser que tuviera algún pequeño accidente.

El capitán lo miró con dureza, y a Entreri lo reconfortó un poco su respuesta.

—Hemos zarpado con cinco y volvemos con cinco… vivos, a menos que surjan circunstancias imprevistas y que nada tengan que ver con nosotros. Te enfrentarías a la ira de los drow, valiente señor Sikkal, pero que sepas que, si lo haces, mi propia ira te enviaría a la tripa de un tiburón mucho antes de que el Minnow Skipper toque otra vez los muelles de Luskan.

El hombre, otra vez con los ojos bajos, asintió. Por petición del capitán, desenrolló el mapa sobre la mesa y los dos trazaron el rumbo hacia Puerta de Baldur. Desde arriba, Entreri lo observaba todo con gran curiosidad. Se temía que se la estaban jugando, demorando su regreso a Luskan hasta que Jarlaxle y Kimmuriel pudieran prepararles un buen recibimiento en los muelles.

Sin embargo, esos temores se vieron acallados al recordar que Jarlaxle no era enemigo de Drizzt Do’Urden, y cualquier cosa que lo implicara a él seguramente estaría por encima de los temores o resquemores que el drow pudiera tener respecto de un personaje secundario como Artemis Entreri.

No consiguió salir del camarote del capitán antes de que el sol estuviera bajo en el horizonte, lo cual le dio muchas horas para meditar sobre todo lo que había averiguado. Tomó la decisión de no compartir la información con los demás.

Si al volver a Luskan los esperaba una emboscada de Bregan D’aerthe, seguramente él no estaría por allí para presenciarla, pero si había algo más… entonces tendría una ocasión de devolverle a Jarlaxle su traición, y eso, por supuesto, bien valía el riesgo. No paraba de apoyar la mano en la empuñadura de su daga enjoyada cada vez que pensaba en Jarlaxle, imaginando lo dulce que podría resultar robarle a ese drow su negra alma.