EGOÍSMOS ENFRENTADOS
E
l sol ya estaba alto en el cielo y Dorwyllan observaba desde su atalaya sobre la ladera empinada de una colina la larga procesión que avanzaba por el sinuoso camino. Carros desvencijados, tirados por burros, caballos y vacas enflaquecidos, que se balanceaban sobre unas ruedas deformadas y poco firmes.
Más mujeres que hombres conducías esos carros, y más ancianos que jóvenes, a excepción de los muy jóvenes, viajaban en ellos. Los niños corrían de carro en carro, de carreta en carreta, jugando a juegos fantásticos en los que revivían imaginativas aventuras. Observando las caras sombrías de los adultos, Dorwyllan comprendió que los padres esperaban desesperadamente que esas aventuras se quedaran en la pura imaginación.
Venían respondiendo a la llamada del buen granjero Stuyles, y varios de sus agentes formaban parte de la caravana. El invierno empezaba a ceder por fin, los caminos se despejaban y Stuyles había enviado carretas hacia el norte, a las granjas de las afueras de Luskan, difundiendo la palabra para que la gente se uniera en un viaje de diez días hasta Puerto Llast, hacia un nuevo hogar.
Y la verdad era que Puerto Llast prosperaba comparado con el otoño anterior. Con la ayuda de Drizzt y de sus amigos y el refuerzo de la banda de salteadores de caminos, los ciudadanos habían recuperado toda la extensión de la ciudad hasta el mar, y una nueva muralla estaba casi terminada, una muralla batida más por la marea alta que por actividad alguna de los sahuagin. Las catapultas situadas a lo largo del acantilado habían sido reparadas y había hombres —o algún semiogro— entrenados para manejarlas. Y lo mejor de todo era que volvían a tener una docena de embarcaciones en condiciones de navegar, y que en el puerto podía pescarse en abundancia bajo la protección de los guardias que vigilaban desde la muralla.
Apenas un par de meses antes, Dorwyllan le había explicado a Drizzt que él se había quedado en la ciudad moribunda de Puerto Llast sólo por lealtad a los tozudos y estoicos pobladores, y sus palabras revelaban su sincera convicción de quela ciudad estaba en las últimas. Sin embargo, al pensar ahora en aquella respuesta, en aquellas dudas, el elfo casi se avergonzaba.
Ahora tenía ante sí a nuevos ciudadanos, y el bullicio de los niños volvería a llenar las calles de Puerto Llast, y realmente ese era un sonido que Dorwyllan había pensado que volvería a la ciudad marcada por las luchas y manchada de sangre.
—Si consiguen llegar —se dijo el elfo volviendo a la realidad, aunque se lo reprochó mientras prestaba su atención al serpenteante camino que quedaba al norte de la caravana.
Tenían ante sí muchos días de viaje, pero Dorwyllan se temía que ninguno iba a ser más peligroso que esos primeros pasos. Se protegió los ojos con la mano a modo de visera y miró hacia el norte, imaginando la silueta desigual de Luskan recortándose contra el cielo. Era cierto que los grandes capitanes de esa ciudad habían abandonado a esas gentes, pero Dorwyllan no creía que fueran a tolerar que ellas hicieran ahora lo mismo con ellos.
El elfo dejó que el desfile superara el punto en el que estaba apostado, siguiendo hacia el sur, entonces cogió su arco y se desplazó hacia el norte, repasando el camino.
Antes de que el sol recorriese la mitad de la distancia que lo separaba del horizonte, tenía su arco preparado y apuntaba a un grupo de cuatro jinetes de la guarnición de Luskan que avanzaban al trote hacia el sur.
Dorwyllan se mordió el labio, dudando. ¿Estarían enterados del callado éxodo? Si así fuera, ¿habrían mandado noticia al norte?
Levantó el arco al ver aproximarse a otro grupo de jinetes que venían al galope desde el norte. Se encontraron e intercambiaron algunas palabras, y el elfo se dio cuenta de que el grupo combinado, formado ahora por diez, se desplazaba velozmente hacia el sur.
Dorwyllan los siguió palmo a palmo, corriendo por las partes altas, por un sendero recto que salvaba las curvas del sinuoso camino.
Cuando el sol se ocultó detrás del horizonte, por occidente, el crepúsculo invernal se impuso y varias fogatas aparecieron a lo lejos, hacia el sur. Dorwyllan dudó de que los jinetes del camino pudieran verlas, ya que también ellos habían hecho un alto y encendido antorchas.
Dorwyllan se llevó el cuerno a los labios y tocó una nota larga y lúgubre.
Unos segundos después, desde el sur llegó la respuesta a esa llamada.
El elfo miró el camino, donde notó movimiento en la patrulla luskana y vio que algunos señalaban hacia él de una manera aproximada. Esto no lo preocupó mucho, sin embargo, porque estos marineros limpiacubiertas jamás lo encontrarían de noche y en medio del bosque.
Tampoco daba la impresión de que les importara hacerlo, y Dorwyllan lo tomó como una señal esperanzadora de que aquellos necios piratas no tenían ni idea de que las señales del cuerno fueran una advertencia para la caravana a la que se aproximaban, de que una nota significaba menos de diez soldados, y de que la gente de la caravana estaría bien preparada para recibirlos.
—Ese siempre anda llamando la atención —observó Gromph obviamente divertido.
—No es difícil de encontrar —respondió Kimmuriel.
—Ahí tienes a Jarlaxle, siempre tratando de encontrarlo.
Kimmuriel asintió, dándolo por cierto.
—Pero tú hablas con Jarlaxle casi tan a menudo como yo. —El psionicista había estado a punto de referirse a Jarlaxle como «tu hermano», pero prudentemente se había abstenido—. A menudo me he preguntado por qué el archimago no se limita a encontrar al renegado y acabar con él de una vez para siempre. Seguramente, Drizzt Do’Urden no constituiría un gran problema para alguien con tu maestría mágica.
—Seguramente.
—¿Por qué entonces?
—¿Y por qué no se ha encargado de él Bregan D’aerthe? —preguntó Gromph a su vez—. ¿Acaso ese gran trofeo que sería la cabeza de Drizzt Do’Urden no os daría más categoría, y aumentaría vuestros precios?
—Jarlaxle —respondió Kimmuriel sin vacilar—. Hace tiempo dejó claro que Drizzt no era cosa nuestra, y nos prohibió que lo persiguiéramos con el fin de cobrarnos un trofeo.
—¿Y a qué supones que se debe?
—Tal vez a una amistad personal —apuntó Kimmuriel—. Esa ha sido siempre una de las principales debilidades de Jarlaxle.
—Más que eso —añadió Gromph.
—Entonces ¿por qué no te encargas tú de esa misión? Podrías encontrarlo y librarte de él.
—¿Con qué fin?
—El trofeo.
—Soy archimago de Menzoberranzan, y llevo siéndolo desde antes de que tú nacieras. Tengo todas las riquezas, todo el poder, todo el lujo, todo el tiempo y toda la libertad que un varón de Menzoberranzan pueda haber soñado jamás. ¿Qué podría aportarme la muerte de Drizzt?
—Ha matado a miembros de tu familia.
—Y yo también.
Kimmuriel no era muy dado a las manifestaciones de alegría, por supuesto, pero a punto estuvo de romper a reír ante la respuesta de Gromph, tan natural, con un tono tan casual, que esos acontecimientos parecían una conclusión lógica, lo cual, sin duda, era cierto entre las grandes Casas de Menzoberranzan.
—¿Te cae bien?
—No lo conozco ni tengo el menor deseo de conocerlo.
—¿Y su legado? —insistió Kimmuriel—. Estoy seguro de que Jarlaxle admira a ese guerrero de la Casa Do’Urden por haber escapado de las garras de las sacerdotisas de Menzoberranzan.
—Entonces Jarlaxle es un tonto que debería esconder muy bien sus sentimientos —respondió Gromph, y advirtió, sin demasiada sutileza, dejándole claro a Kimmuriel que se movía por un terreno peligroso—. La reina Lloth desea caos, y a su modo Drizzt sirve a los fines de Lloth aunque no a ella misma.
A Kimmuriel le sorprendió que Gromph hubiera admitido tan abiertamente lo que se venía susurrando en la Primera Casa desde la caída de la Madre Matrona Baenre bajo el hacha del enano amigo de Drizzt hacía más de un siglo. Comprendió que no iba a avanzar más con Gromph con esa línea de sondeos y sabía muy bien que no convenía insistir con un drow tan poderoso como el archimago de Menzoberranzan.
—La Madre Matrona Quenthel Baenre no se mostrará tan relajada con Drizzt Do’Urden cuando su sobrino nieto favorito le sea devuelto sobre una tabla —dijo Kimmuriel, devolviendo la conversación al punto de partida: a las revelaciones de Tiago sobre Drizzt y su deseo de darle caza.
—No lo subestimes a ese —dijo Gromph.
—Ni al uno ni al otro —le recordó Kimmuriel—, pero si bien estoy muy convencido de la capacidad del entorno anunciado de Tiago Baenre, estos dos raquíticos Xorlarrin, Saribel y Ravel, te puedo asegurar que Drizzt se ha rodeado de formidables aliados.
—Tiago es joven y ambicioso —respondió Gromph—. Es muy probable que pronto modifique su rumbo.
—El rastro está que arde —dijo Kimmuriel.
—Entonces enfríalo. —La respuesta de Gromph era exactamente lo que el psionicista quería oír.
Kimmuriel llevaba tiempo buscando calladamente un gran acuerdo con algunos señores de Netheril, y Jarlaxle ya había mandado noticias desde el Enclave de Sombra diciendo que esos señores en particular, liderados por uno llamado Parise Ulfbinder, se habían interesado por Drizzt y estaban mostrando gran interés por el explorador. Jarlaxle no les había dado ninguna pista y Kimmuriel no lograba determinar si, por lo que respecta a Drizzt Do’Urden, lo consideraban un enemigo o un aliado.
La prudencia y el buen sentido le decían que una confrontación en este momento entre Tiago y Drizzt no favorecería a los negocios, fuera cual fuese el resultado.
Ahora tenía la aprobación de Gromph para hacer lo que consideraba mejor, aislarse y aislar a Bregan D’aerthe de la ira potencial de la Primera Casa.
—Bah, si no hemos matao a los perros, y eso tiene que tener importancia pa’ algo —dijo Ambargrís cuando las carretas descargaron las provisiones, a los refugiados y a diez prisioneros en Puerto Llast unos días después.
Drizzt y los demás, entre ellos los jefes de Puerto Llast y el granjero Stuyles, lo observaban todo con inquietud.
—No podemos dejar que se vayan —opinó Dorwyllan—. Irían directamente a los grandes capitanes con la noticia de nuestra renovación.
—¡No, no diremos nada! —insistió uno de los luskanos capturados.
—Tampoco podemos retenerlos contra su voluntad —dijo Drizzt—. No han hecho nada contra nosotros.
—Atacaron la caravana, o pensaban hacerlo —le recordó Ambargrís—. La ley hubiera justificao que los matáramos en el camino. ¡Ningún buen juez discutiría eso!
Drizzt tuvo que admitir eso, pero tranquilamente apuntó:
—Pero no lo habéis hecho, y eso está bien. —Con eso pretendía acallar algunos gritos enardecidos que oía a su alrededor.
—Todavía podríamos —replicó Ambargrís, pero con una sonrisa y un gruñido a los prisioneros que estaban agrupados cerca de una carreta, y un guiño a Drizzt.
El drow meneó la cabeza para imponerle silencio. Su actitud no ayudaba nada.
—De todos modos, Luskan lo sabe —intervino Artemis Entreri, y su contribución sorprendió a los que lo conocían bien—. Da lo mismo que los dejéis ir o que los pongáis en una embarcación y los dejéis abandonados en el mar a merced de los diablos marinos.
En la multitud se oyeron comentarios a favor de una u otra opción.
—Que se queden —dijo Drizzt imponiéndose a todos y exigiendo la atención—. Mantengámoslos a salvo y en buenas condiciones. No son nuestros enemigos. Artemis y yo iremos a Luskan.
—Y yo —intervino Dahlia.
—Entonces vosotros dos solos, y a mí dejadme al margen —dijo Entreri entre dientes, entre sorprendido y molesto.
—Nada de eso —lo corrigió Drizzt—. Al fin y al cabo tú y yo tenemos asuntos que atender allí.
Eso sorprendió a Entreri que le devolvió una mirada desconfiada.
Drizzt se llevó una mano a la cadera derecha, al lugar donde Artemis Entreri solía llevar la daga enjoyada, y le hizo una señal con la cabeza.
—Después de ti —dijo el asesino.
—Sabía que este día llegaría —les dijo Drizzt a Dorwyllan y a unos pocos que estaban con él—. Tengo contactos en Luskan. Artemis Entreri tiene razón. Ellos saben que aquí en el sur está sucediendo algo, aunque tal vez no saben si es en Puerto Llast o en Neverwinter, que también está creciendo con fuerza. Tienen claro que esos granjeros abandonaron los campos que rodean Luskan en un éxodo hacia el sur y pronto averiguarán la verdad. No me extrañaría que cualquier día vierais las velas de Luskan en vuestro puerto.
—No van a cruzar la muralla y entrar en la ciudad como enemigos —dijo Dorwyllan con firmeza.
—No al principio, con un barco o dos. Pero si se trata de ataques… —Drizzt dejó la frase sin terminar. Todos los presentes entendieron que la poderosa Luskan podía aplastar sin mucho esfuerzo a la Ciudad de las Velas si así lo deseaba.
—Iré y serviré de emisario.
—¿Y si eso fracasa? —preguntó Dovos Dothwintyl, el actual señor de la ciudad que sin embargo había permanecido oculto durante todos los intentos de recuperación.
—Entonces tal vez vayamos a Neverwinter y procuremos el apoyo de Jelvus Grinch que, espero, nos dará una calurosa bienvenida.
Algunos del grupo empezaron a refunfuñar. ¿Acaso no habían defendido solos la ciudad durante todos esos años?
Dorwyllan les pidió calma.
—Teníamos que llegar a un punto álgido —dijo con un tono directo y sin embargo tranquilizador—. Nuestro punto muerto con los diablos del mar era una muerte lenta. Nuestra victoria contra ellos significa que Puerto Llast o bien se recupera o bien retrocede totalmente. Si Drizzt no tiene éxito en Luskan, apelaremos a Neverwinter y a Aguas Profundas para que nos protejan contra ellos.
—Esperemos que eso no sea necesario —dijo Drizzt, y tras hacer una reverencia se dispuso a partir, haciéndole señas a Entreri de que lo siguiera. En realidad, Drizzt no pensaba que llegaran a lanzar ataques. Después de todo, había hecho incursiones en el Barco Kurth, que ejercía la supremacía.
Dahlia hizo como que se unía a él y a Entreri, pero el drow la detuvo.
—Tenemos dos caballos y debemos cabalgar a toda velocidad para llegar antes de que manden a cualquier armada contra Puerto Llast. Además, te necesito aquí.
—Montaré contigo. No creo que eso frene demasiado al poderoso Andahar —insistió.
Drizzt negó con la cabeza y se mantuvo firme.
—Necesito el acuerdo de todo Luskan de que nos van a dejar en paz, incluido el Barco Rethnor —dijo tajante, poniendo el acento en las tres últimas palabras para recordarle a Dahlia que tenía cierta historia que no les iba a resultar favorable con los poderes de Luskan.
Dahlia entornó los ojos en un gesto de desprecio que equivalía a recordarle a Drizzt que eso, unido a algunas desavenencias de los últimos tiempos, no fortalecía precisamente su relación.
Drizzt se sorprendió al ver que aquello no lo afectaba demasiado. En realidad, casi nada.
Por más que lo intentara, Beniago no conseguiría parecer tan inquieto como Klutarch, el viejo y encanecido asesor que no hacía más que cambiar el peso de su cuerpo de uno a otro pie. Después de todo, se encontraban en un sótano de Luskan rodeados por un puñado de mercenarios drow.
—Volvemos, pues —dijo Kimmuriel—. Tenemos un renovado interés por la zona, por el bien del Barco Kurth y de los demás.
—¿Y entonces os habéis reunido ya con los demás? —inquirió Klutarch.
—¿Tengo que hacerlo? —respondió Kimmuriel.
Klutarch pareció sorprendido, pero Beniago, por supuesto, sabía que era verdad.
—Bueno, ellos… —empezó a decir Klutarch.
—Carece de importancia —intervino Beniago—. Nuestro buen amigo Kimmuriel aquí presente nos acaba de informar de que el regreso de Bregan D’aerthe a Luskan representará la supremacía del Barco Kurth sobre los demás. El resto de los grandes capitanes estarán de acuerdo, o lo harán sus sucesores.
Klutarch tardó un momento en asimilar aquello, a juzgar por su expresión, pero cuando captó las implicaciones ocultas tras aquella confiada afirmación, su rostro se iluminó, aunque brevemente.
Brevemente, porque en las palabras de Beniago había una velada amenaza contra la Casa Kurth.
—Deberíamos consultar al Gran Capitán Kurth —dijo Klutarch.
—Ve tú —respondió Kimmuriel, y se volvió a mirar a Beniago, que carraspeó y le hizo a Klutarch señas de que fuera.
—¿Hay algo más entonces? —inquirió Beniago cuando se quedó a solas con los elfos oscuros.
—Pareces muy cómodo con tu piel clara, por lo que veo —contestó Kimmuriel.
Con una risita, Beniago echó la mano a su pendiente y tiró de él, disipando la ilusión, y apareció ante Kimmuriel en su auténtica forma drow.
—Kurth estará de acuerdo —afirmó más que preguntó Kimmuriel.
—Es obstinado y testarudo, pero pragmático después de todo —respondió Beniago.
—En caso de que no lo hiciera, ¿estás dispuesto a asumir el cargo de gran capitán?
A Beniago no lo entusiasmaba la perspectiva.
—Como ordenes, por supuesto —dijo, sin embargo.
—Esperemos no tener que llegar a eso.
—Entonces hay más —conjeturó Beniago.
—Tu primo, Tiago Baenre, se ha establecido con los Xorlarrin en las ruinas de Gauntlgrym —explicó Kimmuriel—. Según parece, su expedición va viento en popa.
—De ahí el renovado interés de Bregan D’aerthe en la región.
—Por supuesto, pero hay un problema potencial. Tu primo Tiago ha mostrado interés por un explorador de Menzoberranzan que se sabe anda por la región.
Beniago suspiró, comprendiendo a la perfección las implicaciones.
—Drizzt Do’Urden lo matará y Quenthel iniciará una guerra.
—Y la guerra, en este caso, no es buena para los negocios —dijo Kimmuriel.
—¿Qué quieres que haga?
—Saca a Drizzt de en medio.
Beniago miró a su jefe con incredulidad y con una dosis de terror nada despreciable. Drizzt por sí mismo sería un enemigo formidable —lo sabía muy bien por experiencia personal— y cuánto más ahora, teniendo en cuenta los personajes de los que se había rodeado últimamente. Aun cuando Beniago, Beniago Baenre, se las arreglara para despachar al explorador, Jarlaxle les había dejado muy claro a todos ellos que semejante cosa traería aparejadas duras represalias. Ningún drow, y en particular ningún drow de Bregan D’aerthe, tenía interés en ponerse a mal con Jarlaxle.
—No se trata de matarlo, imbécil —dijo Kimmuriel, a lo cual Beniago respondió con un suspiro de alivio.
—Actúa con astucia —añadió Kimmuriel—. Encuentra la forma de hacer que Drizzt y Tiago no se encuentren, al menos en un futuro previsible.
—Habla con Tiago.
—Lo hemos hecho —dijo Kimmuriel—. El propio Jarlaxle habló con él.
—Y se mostró tan obcecado, orgulloso y tozudo como de costumbre —aventuró Beniago.
Kimmuriel no se molestó en responder, de modo que Beniago preguntó:
—¿Dónde está Drizzt?
—En Puerto Llast.
Eso hizo que Beniago se pusiera tenso, porque Puerto Llast se estaba convirtiendo en el centro de todas las Conversaciones en Luskan en los últimos días. La situación acababa de complicarse, se temía, pero cuando hubo superado esa reacción inicial vio un destello de esperanza.
Recordó que era un lugarteniente de Bregan D’aerthe, y aunque había muchos de su nivel, por encima de él sólo estaban Kimmuriel, Jarlaxle y el independiente Valas Hune en la jerarquía de la organización. Luskan era su base de operaciones y otra vez estaba a punto de convertirse en un puesto muy pero que muy importante para la organización.
Esta era su ocasión para ponerse por encima de muchos de los otros lugartenientes y no estaba dispuesto a permitir que ese miserable de su primo Tiago, cuyo padre había traicionado a Beniago y lo había expulsado de las filas Baenre hacia los brazos abiertos de Bregan Diaerthe, lo estropeara todo.
—Haz que Kurth acepte —le pidió a Kimmuriel—. Puedo servir mejor a nuestros intereses desde mi posición actual. Da instrucciones a Kurth a fin de que me dé margen para negociar el asentamiento de Puerto Llast.
—Ya tienes pensada tu estrategia —le dijo Kimmuriel, y Beniago aceptó con una inclinación de cabeza ese halago del más inteligente y pragmático de todos los drow.
—¿Algún problema? —le preguntó Artemis Entreri a Drizzt aquella noche cuando ya habían recorrido una tercera parte del camino hacia Luskan a pesar de lo tardío de su partida.
Drizzt dio vuelta entre sus manos a la figurita de la pantera.
—No lo sé.
—No la has llamado últimamente.
—No lo he considerado necesario.
Entreri le puso la mano en el hombro y lo obligó a mirarlo de frente. Su expresión era de incredulidad.
—Hemos estado metidos en una docena de peleas desde que mataste al diablo del mar en los muelles.
—Solía estar detrás de la muralla, usando un arco —respondió Drizzt.
—Y muchas veces no.
Drizzt suspiró y asintió, incapaz de refutar esa acusación.
—La pantera parece demacrada —dijo Entreri antes de que pudiera hacerlo él—. Su piel se ve flácida, como si estuviera exhausta.
—Lo has notado.
—Llámala —dijo Entreri encogiéndose de hombros.
Drizzt volvió a mirar la figurita y durante un momento se quedó pensando, luego, en voz baja, llamó a Guenhwyvar. Unos instantes después surgió la niebla gris que luego se transformó en pantera y se quedó de pie delante del drow, que permanecía sentado.
—Está jadeante —observó Entreri.
Drizzt alargó una mano para acariciar al animal y para sentir la flacidez de su piel, como si los músculos que cubría hubieran envejecido. Ya la había visto así antes, pero por lo general después de haber pasado muchas horas a su lado, luchando con trolls o cosas por el estilo.
—¿Lo ves? —preguntó.
—¿Envejecen las criaturas mágicas como esta?
Drizzt no tenía respuesta.
—Todas las veces anteriores, cuando Guenhwyvar estuvo así de agotada, un día en su casa astral bastaba para rejuvenecerla. Me temo que el enfrentamiento con Herzgo Alegni, cuando la tuve perdida, le ha hecho daño.
—O a lo mejor no está volviendo precisamente a su casa astral —conjeturó Entreri.
Drizzt giró la cabeza como un rayo para mirar al asesino.
—De todos modos, parece algo mejor que la última vez que estuvo a tu lado, de modo que puede ser que se le pase.
Drizzt no estaba seguro de eso, pero como no tenía necesidad de Guenhwyvar en ese momento, le dio un abrazo y la despidió rápidamente. Al recordar que Entreri lo estaba observando, se sintió un poco incómodo, pero vio sorprendido que el hombre no hacía ningún comentario, al menos ningún comentario negativo. Drizzt tomó nota de ello en el subconsciente y volvió a pensar en puertas de sombra y en sus sospechas de dónde se había perdido Guenhwyvar. Se preguntó si a fin de cuentas no tendría que visitar muy pronto el Páramo de las Sombras.
—¿Crees que Puerto Llast volverá a convertirse en una ciudad pujante? —preguntó Drizzt poco después.
—¿Crees que me importa?
Drizzt se echó a reír y reprimió las ganas de decir: «¡Oh, sí!». Era mejor conceder a Entreri su permanente desapego si eso le servía al hombre para algo, fuera lo que fuese.
—O sea que cuando recuperemos tu daga te embarcaras en Luskan y no volverás a dedicarnos un pensamiento a mí ni a Puerto Llast.
—Ya no lo hago ahora.
Drizzt volvió a reír y lo dejó pasar, totalmente convencido de que Artemis Entreri volvería cabalgando junto a él a Puerto Llast en el viaje de regreso.
Si llegaban a eso, recordó al pensar en la tarea que tenía por delante. ¡Él sabía dónde estaba la daga de Entreri, o al menos eso creía, pero no estaba dispuesto a matar al único hombre que podría hacer de intermediario en el acuerdo que necesitaba para Puerto Llast para recuperar la maldita arma!
Gracias a sus corceles encantados llegaron a Luskan a la noche siguiente y ni uno ni otro tuvieron el menor problema para trepar por la muralla secretamente. Drizzt sabía que Beniago estaría más que dispuesto a reunirse con él. Se orientó y condujo a Entreri por los callejones de la ciudad.
—No te conozco —comentó Beniago poco después, cuando llegó al lugar acordado para reunirse con Drizzt y sólo se encontró con un hombre menudo recostado displicentemente sobre la pared del callejón, como si estuviera aburrido.
—Esa daga que llevas sobre la cadera es mía —contestó el hombre—. Y me gustaría recuperarla.
—La tengo desde hace años.
—¿De dónde la sacaste?
—Eso carece de importancia.
—No para mí.
—No lo recuerdo muy bien.
Entreri mantuvo la distancia, pero entrecerró los ojos para que Beniago se diera cuenta de que su furia iba en aumento.
—Quiero que me la devuelvas.
—No puedo dártela.
—Tu cadáver no le tendrá tanto apego, y en caso de que así fuera me bastaría con rebanarte los dedos.
Beniago se rio, pero su postura y sus movimientos delataban su intranquilidad.
—Realmente te matará. —Llegó una voz desde arriba, y Beniago se quedó paralizado. Lentamente alzó la cabeza y vio a Drizzt Do’Urden cómodamente sentado en un alero en el edificio que tenía a su izquierda, con las piernas estiradas delante del cuerpo y las manos entrelazadas detrás de la cabeza mientras descansaba contra una chimenea.
—Te he visto luchar y he presenciado muchos combates de este hombre, Artemis Entreri —continuó Drizzt—. Podrás mantener tu posición durante un rato, tal vez algo más porque él sabe cuidarse de tu daga, pero pronto te superará y sentirás el golpe mortal antes de haberlo visto venir siquiera.
—Me has traicionado —dijo Beniago—. ¡Me trajiste aquí para tenderme una emboscada!
—Nada de eso. Sólo si tú la conviertes en eso.
—Y supongo que tu pantera andará merodeando por si trato de huir.
—Ya sabes cómo preparo yo un campo de batalla —respondió Drizzt dejándose caer ágilmente desde su apostadero y aterrizando con levedad en el callejón a unos cuantos pasos de Beniago—. Sin embargo, no te atraje hasta aquí para tenderte una emboscada ni para iniciar ninguna pelea. Resultó que cuando te vimos venir, mi compañero reconoció tu daga como la que solía llevar hace muchos años. —La afirmación era bastante cierta, aunque Drizzt no habló de que él y Entreri ya sabían de antemano lo del arma ni de que esa era la razón por la que había traído a Entreri consigo.
—Me he aficionado mucho a ella —dijo Beniago.
—¿Más que a respirar? —preguntó Entreri.
—No vale tanto —le respondió Drizzt al hombre alto de cabeza roja—. El derecho de Artemis Entreri a la daga es tan legítimo como su capacidad para quitártela si eso es lo que eliges.
Beniago miraba ora a Drizzt ora a Entreri.
—Soy un hombre de negocios —dijo.
—Contaba con eso.
—¿Cuál es tu oferta, entonces? —preguntó Beniago y miró a Entreri. Antes de que este pudiera decir algo añadió—: Además de mi vida.
—Lo que en una ocasión me pediste —dijo Drizzt—. Dahlia, mi amigo Entreri al que aquí ves y yo podemos prestar muy buenos servicios a la Casa Kurth desde lejos. Estamos en este momento en situación de dar al Gran Capitán Kurth una gran ventaja sobre sus pares.
—Dímelo, por favor —le pidió Beniago.
—Venimos como emisarios de Puerto Llast.
Beniago pareció muy sorprendido al oír eso.
—¿Puerto Llast? Es un nombre que estoy oyendo a menudo en los últimos días.
—Y que oirás más a menudo en el futuro, te lo aseguro —dijo Drizzt—. Su población crece en número y en fuerza. Están recuperando su ciudad de las garras de los súbditos de Umberlee, y otra vez han avanzado los límites de su ciudad hasta el borde del mar.
—Es una ciudad rival por lo que respecta a los designios de Luskan.
—Ya no —dijo Drizzt—. Las mareas no favorecerán a Puerto Llast. No volverá a imponerse como puerto comercial, pero de sus frías aguas se obtiene una gran recolección de crustáceos y otros manjares, además dela buena piedra de su cantera. En Puerto Llast no hay nada que amenace a Luskan, sino más bien muchas oportunidades para alguien lo bastante listo como para tener visión de futuro.
—Y ese alguien sería el Barco Kurth —dijo Beniago.
—A ti te corresponde elegir —respondió Drizzt—. Y contarías con los ojos que una vez dijiste que te interesaban, los míos y los de Dahlia.
—¿Por qué? No me pareces del tipo de los que podrían aliarse con el Barco Kurth, y lo dejaste claro en nuestro último encuentro.
—Y no lo soy, pero ¿hay una facción mejor que otra aquí en Luskan? No tengo intención de luchar por vosotros, ni de proporcionaros nada que podáis usar contra gente inocente que no se lo merece, pero espero poder atenerme a mis principios morales y, sin embargo, resultar útil para un… hombre de negocios.
—Convincente —admitió Beniago—. Sería un tonto si no aceptara tu trato. Y supongo que a cambio de este acuerdo, el Barco Kurth debería negarse a cualquier ataque coordinado de Luskan contra Puerto Llast.
—Correcto, y si cambias de idea debes saber que Puerto Llast está mucho mejor defendido, y con manos mucho más capaces de lo que cabría suponer dado su pequeño tamaño.
Beniago se rio ante esa amenaza manifiesta.
—¿De acuerdo, entonces? —inquirió Drizzt.
—Tengo que hablar con mis grandes capitanes, pero me parece razonable.
—¿Y la daga? —preguntó Drizzt.
—¿Y tu vida? —apuntó Entreri.
—Ese trato es aparte, creo —dijo Beniago—, ahora que pienso que no vas a dejar que tu amigo me ataque. Sin mí, tu enlace con el Barco Kurth se vería muy perjudicado, por supuesto, y como mis asociados saben que acudí a encontrarme contigo por petición tuya, si aparezco muerto o desaparezco lo más probable es que emprendan una acción contra Puerto Llast, ¿no te parece?
—Estoy empezando a aburrirme —advirtió Entreri, pero Drizzt alzó la mano para mantenerlo a raya.
—Tenemos prisioneros de Luskan que asaltaron una caravana que llevaba refugiados a Puerto Llast —le dijo a Beniago—. No han sufrido ningún daño y se los ha tratado bien. No queremos una guerra con Luskan. Pertenecen al menos a tres de los demás barcos, y también hay un hombre del tuyo.
—Y me los entregarás —dijo Beniago, a lo cual Drizzt asintió.
—Su rescate, por tu parte, te ganará voluntades y capital, supongo.
Beniago lo consideró un instante, después asintió.
—Es un buen comienzo, pero necesito algo más, y tú eres el drow indicado para ello. Tengo un barco de mercancías listo para zarpar hacia Puerta de Baldur tan pronto como el invierno lo permita, puede que dentro de cuarenta días. Estará bien armado y equipado, una tripulación de primera, pero me gustaría tener a algunos de mis propios mercenarios a bordo como protección adicional de ciertos… intereses que tengo en el barco.
—¿Me pides que proteja un barco mercante? —preguntó Drizzt con incredulidad.
—La travesía no tendrá complicaciones.
—Entonces ¿por qué…?
—Lleva a bordo cosas que quisiera que estuvieran doblemente protegidas, tal vez de otros mercenarios que van a bordo. Pero repito, lo más probable es que no haya problemas. En Luskan nadie haría nada contra Drizzt Do’Urden sin más apoyo del que pueden encontrar en un pequeño barco.
—El Barco Rethnor podría no coincidir con esa evaluación, especialmente si Dahlia me acompaña.
—No habrá agentes Rethnor a bordo. Te lo puedo prometer.
—¿Y mi daga? —Entreri se estaba impacientando. A
—Es una daga valiosa —respondió Beniago—. Odio tener que separarme de ella.
—No tienes otra opción —dijo Entreri, y empezó a avanzar hacia él.
—¿Drizzt? —preguntó Beniago.
—Trato hecho —dijo el drow.
Beniago sacó la enjoyada daga, le dio la vuelta y se la entregó a Entreri por la empuñadura.
—¿Debo ir con vosotros a Puerto Llast a recuperar a los prisioneros? —preguntó Beniago.
—No tienes un corcel capaz de seguir nuestro ritmo —respondió Drizzt—. Tú o tus emisarios vendréis dentro de dos días. Nuestra carreta con los prisioneros os saldrá al encuentro a medio camino.
Drizzt miró a Entreri que sostenía la daga ante sí, contemplándola, con expresión en la que se mezclaban la confusión y el alivio por haberla recuperado. Drizzt lo comprendió. Seguramente, el hecho de volver a sentir el peso del arma le traía a Entreri un montón de recuerdos, algunos buenos, otros no tanto.
Los dos volvieron al camino poco después, cabalgando a galope tendido hacia el sur en sus incansables corceles. Artemis Entreri no dijo una sola palabra en todo el trayecto hasta Puerto Llast.
Drizzt no quiso presionarlo.