EL MATRIMONIO CONCERTADO
A
Effron no le gustaba demasiado la nieve, y la Costa de la Espada estaba viendo más nevadas y ventiscas de lo que era habitual en el comienzo del Año del Elfo de los Cinco Brazos. Effron había vuelto para comprobar el avance o retroceso de los thayanos, tal como su maestro le había ordenado. Lord Draygo le había dicho que fuera minucioso pero no ansioso, y la insistencia del viejo brujo en que esta misión era importante había encontrado eco en Effron, más aún porque sabía que mostrar su lealtad a Draygo Quick y su competencia para cumplir esas exigencias probablemente tendría su recompensa.
A pesar de su desesperación por dar a Dahlia su merecido, Effron comprendía que no podía hacerse cargo él solo. La elfa estaba rodeada de poderosos aliados y él necesitaría organizar una respuesta poderosa. Los recursos y el poder personal de lord Draygo Quick serían más que suficientes.
Por eso Effron había ido obedientemente al bosque de Neverwinter una vez más, y había explorado y espiado a lo que quedaba de las fuerzas thayanas, especialmente a la lich conocida como Valindra Shadowmantle. Los ashmadai estaban dispersos y sin jefe, y no representaban ninguna amenaza para la ciudad ni para ninguno de los planes de Draygo Quick en la zona, si es que los tenía. A Effron no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que el informe que había hecho anteriormente para su maestro era correcto, ya que no vio nada de Valindra que pudiera indicar que no fuera una locura absoluta. La lich salía en contadas ocasiones de su torre arbórea y deambulaba por los senderos del bosque llamando a Arklem Greeth o a Dor’crae, y casi nunca pronunciaba correctamente sus nombres. Además de su tartamudez insana, gemía y aullaba, y en ocasiones lanzaba una descarga de energía nigromántica entre púrpura y negra a un árbol o a un pájaro sin motivo aparente.
Effron creía que tarde o temprano sería apresada y debidamente eliminada por la guarnición ciudadana de Neverwinter.
Entonces desvió su atención de Valindra y de los thayanos, pero siguió merodeando por el bosque. Ahora tenía la vista fija en Neverwinter. Cada vez que observaba actividad cerca de las puertas de la ciudad, miraba con atención, ansioso, como si esperara ver aparecer a Dahlia. No paraba de preguntarse qué haría en caso de que eso ocurriera.
¿Se atendría a la promesa de contención y paciencia que había hecho a Draygo Quick?
Se decía que lo haría, que tenía que ser cuidadoso ahora que su padre, Herzgo Alegni, ya no estaba, pero más de una vez se preguntaba si no se estaría engañando.
Durante la mañana del que había decidido sería su último día en las proximidades de la ciudad, Effron rodeó la ciudad a cierta distancia de la muralla, encontrando zonas vacías por las cuales podría acercarse más al lugar en su forma espectral y valiéndose de algunos otros métodos de invisibilidad mágica.
A última hora de la mañana había recorrido la mayor parte del perímetro y se había aventurado dentro de la ciudad cuatro veces, y todavía le quedaba una gran porción de la muralla por explorar. A punto estuvo de abandonar y dirigirse sin más al camino del norte, cada vez más convencido de que Dahlia se había marchado tal como lord Draygo le había dado a entender.
—Jamás te habría creído tan tonto como para volver aquí, como no fuera a la cabeza de un ejército —susurró una voz a sus espaldas, apenas unos segundos después de que se hubiera convencido de continuar su último recorrido.
Effron se quedó paralizado, sopesando combinaciones de conjuros y contingencias, ya fuera para huir o para asestar un golpe contundente, porque conocía esa voz y, lo más importante, conocía la verdad diabólica que ocultaba.
—Vamos, joven tiflin, no tenemos por qué ser enemigos —dijo la mujer de pelo rojo.
—Sin embargo, recuerdo tu presencia en las filas de mis enemigos en la plaza próxima al puente aquel día —le recordó Effron.
—Bueno, no he dicho que te fuera a permitir conquistar mi ciudad —fue la respuesta—. ¿Has vuelto con esa intención? En ese caso, te ruego que me lo digas para acabar contigo ahora mismo.
—Subestimas mis habilidades.
—Tú conoces la verdad sobre las mías —respondió la mujer.
Effron se dio la vuelta para mirarla. Tenía un aspecto tan corriente, tan tranquilo…, incluso insulso. En ese momento parecía maternal, y a Effron se le ocurrió pensar que le encantaría haber tenido una madre así. Cálida y reconfortante, alguien que lo rodeara con sus brazos y le dijera que todo iba a salir bien…
El brujo contrahecho se rio de sí mismo y desechó la idea. Era Arunika, y Arunika era un diablo, un súcubo de los Nueve Infiernos, oculto tras la apariencia de una simple y amable pelirroja con algunas pecas en la cara. Una ciudadana más de Neverwinter que andaba haciendo sus recados como cualquier humano de bien.
—Andas en busca de Barrabus de esa espada —declaró Arunika.
A Effron se le ocurrió pensar que, después de todo, ella no lo sabía todo.
—¿Qué sabes de él? —preguntó el tiflin—. ¿Y de sus compañeros? —añadió rápidamente tratando de que aquello no sonara demasiado obvio.
—¿Y por qué habría de decírtelo?
Effron se pasó la mano buena entre los cuernos y se rascó el pelo púrpura. Tuvo que admitir que era una buena pregunta.
—Tengo información que podría interesarte —ofreció Effron tras pensar unos instantes.
—A ver.
—Bueno, ahí está la cosa, ¿no?
—Ya he llegado a la conclusión de que sé lo que tú sabes.
—No creas, diablesa.
—Debería matarte por haber torturado a mi diablillo —señaló Arunika—. No por el diablillo, por supuesto, sino por la violación del protocolo. Invidoo es de mi propiedad, de modo que exijo recompensa. Dime tu secreto, brujo contrahecho.
—Lo haré —le prometió Effron—. Y tú me cuentas lo de Barrabus.
—No te debo nada.
—Pero ¿qué pierdes con decírmelo? Seguramente no le debes lealtad a Barrabus el Gris, ni a su compañero, el explorador drow, por supuesto. Lo cierto es que si Drizzt llegara a enterarse de la verdad sobre Arunika, te daría caza hasta expulsarte de la tierra.
La expresión de la mujer dejó clara la desagradable sorpresa ante esa amenaza apenas velada.
—Entonces me aseguraría y destruiría a cualquiera capaz de revelar ese secreto. ¿Es eso lo que quieres?
Ahora Effron se rio, pero era una estratagema inquietante.
—No le diría nada… a él —dijo el brujo—. Ni a Barrabus ni a la otra, Dahlia. Ya presenciaste el enfrentamiento del puente, cuando Herzgo Alegni fue expulsado de esta tierra. Effron no es amigo de esos tres, te lo aseguro. Sin embargo, he mencionado lo que se oculta tras Arunika a otros entre mis hermanos netherilianos, incluidos varios señores que no verían con buenos ojos tus amenazas contra mí. Ten cuidado, súcubo, a menos que quieras desatar la ira de Netheril.
Arunika lo miró con dureza, pero incluso en esa mirada se atisbaba un trasfondo tan atractivo en esta criatura…
—Nada de esto es necesario —insistió Effron—. No somos enemigos, o no deberíamos serlo. Netheril no va a volver a Neverwinter. No tenemos por qué preocuparnos ahora que la amenaza thayana ha sido destruida.
—Netheril ya estuvo aquí antes de que los thayanos constituyeran una amenaza para Neverwinter —le recordó Arunika.
—Cierto —admitió Effron—. Nuestro escenario de trabajo era el bosque y, de hecho, podemos volver a ese lugar, pero sin designio alguno sobre el gobierno de la ciudad. No es nuestro lugar. Atrae una atención no deseada. Hala, ahí tienes mi secreto, ofrecido como prueba de amistad.
—Y antes de que especificaras tu petición.
—Todo lo que te pido es que me indiques el camino adecuado para encontrar a Barrabus y a sus compañeros —respondió Effron—. ¿Y por qué habrías de negarte? En caso de que volvieran a Neverwinter no serían amigos de Arunika, y si llegaran a enterarse de tu verdadera identidad, tratarían de destruirte. O sea que lo que te pido no hará sino beneficiarte.
Arunika volvió a reír.
—Cómo me gusta el juego que se traen los mortales —dijo—. Con su estúpida impaciencia mientras se embarullan para dejar un legado que no perdurará, no importa a cuántos maten.
Effron se disponía a responder a esa confusa afirmación, pero Arunika le impuso silencio.
—Hay una banda de asaltantes de caminos unos cuantos días al norte de aquí. Si consigues hacerte notar lo suficiente, es probable que den contigo.
—¿Y eso sería buena cosa? —preguntó el tiflin tras considerar las palabras de Arunika y por qué se las habría dicho.
Arunika le sonrió con dulzura, con una dulzura excesiva.
—Encuentra a los bandidos y averiguarás muchas cosas sobre Barrabus y sus amigos —dijo.
Effron pensó en volver al Páramo de las Sombras y dejar que Draygo Quick lo volviera a mandar a Toril a un lugar más ventajoso, pero parte de su misión, tal vez la más importante, consistía en averiguar la disposición de la tierra en torno a su presa.
Fue así como se puso en marcha. Tenía provisiones suficientes para diez días por lo menos. Había acabado con la mitad de esas vituallas cuando encontró a otra persona, a unos treinta kilómetros o más al norte de Neverwinter.
—Alto ahí, identifícate —exigió la mujer, saliendo al camino cubierto de nieve y acompañada de dos robustos hombres, uno a cada lado.
—Si eres una guardia, te ruego me digas de qué ciudad —contestó Effron con tono inocente. Las palabras de Arunika seguían resonando en su cabeza—. No conozco bien esta región.
—Si así fuera, no serías tan tonto como para recorrer solo los caminos —replicó la mujer con una sonrisa bastante siniestra. Hizo una señal a los matones que la acompañaban y los dos empezaron a avanzar.
Effron no se inmutó, sonrió incluso. Eso hizo que los dos tipos, ambos mucho más fornidos que él, se miraran extrañados.
—Entonces, la única cuestión que queda por aclarar —señaló el pequeño brujo— es si debería heriros y poneros en fuga o simplemente mataros y listo. —Se encogió de hombros y dejó que su brazo inútil se balanceara torpemente detrás de sí, usándolo para transmitir la idea de que aquello no lo intimidaba en absoluto.
Una flecha salió volando de entre los árboles que había al lado del camino directa hacia el brujo que, por supuesto, estaba protegido por medios mágicos contra esos ataques. Su escudo de energía mágica desvió la flecha de modo que pasó a un pelo de su cara, y de no haber ladeado la cabeza instintivamente, seguro que le hubiera arrancado un trozo de nariz.
—Entiendo que lo último —declaró sin inmutarse.
—Puerto Llast tiene poco que ofrecer —les dijo Dorwyllan a Drizzt y a los demás cuando los encontró preparándose para el camino.
—Tú estás aquí —respondió Ambargrís con ironía.
—Bueno, gracias, buena enana —dijo el sonriente elfo con una reverencia exagerada—. ¡No era esa mi intención! —insistió Ambargrís, pero no pudo evitar que se le borrara la dentuda sonrisa ante el inteligente retruécano de Dorwyllan.
El elfo le dedicó un guiño.
—Yo estoy aquí por lealtad a estas gentes que tan ferozmente han defendido sus hogares y su lugar en el mundo. Llevo varias décadas viviendo aquí. Tengo amistades que se remontan a varias generaciones atrás de las familias de Puerto Llast. Muy mal amigo sería si los abandonara ahora.
—Entonces es posible que ese sea el atractivo de Puerto Llast —dijo Drizzt—. Un sentido de la lealtad y de la amistad unidos a una causa común. La comunidad no es algo que carezca de importancia.
Dorwyllan se puso serio.
—Haría falta más que eso para convencer a otros de venir y sumarse a esta comunidad, ¿no te parece? La cantera, la razón por la que se fundó la ciudad, no es tan rica ahora, pues la mayor parte de los valiosos metales y piedras ha sido extraída ya. Puede dar algo de negocio, tal vez, pero no es suficiente para mantener a una ciudad de tamaño considerable.
—Las mareas ya no favorecen a Puerto Llast. Los cambios que se sucedieron tras la Plaga de los Conjuros han reducido muchísimo la posición de la ciudad como pujante puerto de mar, y con la reconstrucción de Neverwinter y Luskan al norte, no veo la ventaja de realizar mejoras importantes en el puerto.
—Tal vez deberías hacer campaña para alcalde de la ciudad —dijo Afafrenfere son sorna—. Tus palabras ya me han convencido para quedarme.
—Es la verdad descarnada, dicha ante los que se han ganado esa verdad —respondió Dorwyllan—. Todavía se podría realizar algo de comercio y obtener beneficios en el mar, si consiguiéramos expulsar a los secuaces de Umberlee. Comida en abundancia, y parte de ella justamente apreciada, pero Neverwinter y Luskan pueden proclamar lo mismo, de modo que no logro entender qué podría atraer gente suficiente a Puerto Llast para consolidar nuestras posesiones y tratar de devolver a la ciudad cierta medida de prosperidad.
—Estaría de acuerdo en el caso de los que ya tienen una comunidad —dijo Drizzt.
—Si te estás refiriendo a este grupo tuyo, debes saber que… —empezó a responder Dorwyllan, pero Dahlia lo interrumpió.
—Stuyles —dijo, entendiéndolo todo—. ¡Te refieres al granjero Stuyles, y a Meg, la mujer de la granja de las afueras de Luskan, y al necio carnicero que a punto estuvo de amputarme el pie!
—Trataba de salvarte —le recordó Drizzt sin acalorarse.
—Podría ser sabroso —añadió Ambargrís alegremente, y Afafrenfere acompañó sus palabras con una risita.
La expresión de Dorwyllan era de perplejidad.
—Los marginados —le explicó Drizzt al elfo—. Los que tenían granjas en las afueras de Luskan bajo la protección de esta ciudad antes de que la Ciudad de las Velas se deteriorara.
—De eso hace más de un siglo —dijo Dorwyllan.
—La degradación tardó más tiempo en extenderse desde las murallas de Luskan —explicó Drizzt—. Las granjas perdieron interés para los piratas y los que mandaban desde la ciudad eran más bien saqueadores que una milicia defensiva. No obstante, algunos de los pobladores de las afueras siguieron aferrándose a sus antiguos hogares a pesar de la fuerte presión, ya que no tenían adónde ir.
—Y hay algunos en los caminos que rodean tu propio pueblo —añadió Dahlia.
Drizzt la fulminó con la mirada, pero Dahlia le devolvió apenas una sonrisa.
—¿En los caminos? —preguntó Dorwyllan, y por su tono Drizzt se dio cuenta de que no le había pasado desapercibido el cruce de miradas entre él y la elfa—. ¿Refugiados? No hay refugiados. ¿O acaso te refieres a los salteadores de caminos?
—Concediendo lo que pides, se merecen la verdad —afirmó Dahlia antes de que Drizzt pudiera dar una respuesta debidamente diplomática. Otra vez le echó una mirada de furia, tratando esta vez de parecer más decepcionado.
—Viven en medio de la naturaleza —explicó Drizzt—. No son malas personas, sólo desesperados, antiguos granjeros y artesanos empujados a vivir en estado salvaje por los poderes profundamente arraigados de la Costa de la Espada. Luskan solía proteger a estas comunidades, pero ahora los grandes capitanes los miran con indiferencia en el mejor de los casos, o incluso como enemigos. Y para esa gente desesperada, los grandes capitanes no son más que amos orcos.
—No puedo discrepar de esa evaluación —comentó Dorwyllan.
—Entonces ¿lo entiendes?
—¿Salteadores de caminos? Los mataría sin dudar si me los encontrara en el camino, sin cargo de conciencia.
—Eso mismo pensaba yo —dijo Drizzt secamente—, y, sin embargo, cuando se me presentó la ocasión de castigarlos, no lo hice, y al no hacerlo llegué a entender la verdad más profunda que escondía este grupo particular de gente desesperanzada.
—Podrían haber ido a Neverwinter. ¿Me entiendes? —dijo Dorwyllan—. Los habitantes de esa ciudad buscan aumentar sus habitantes casi tan desesperadamente como nosotros, en Puerto Llast.
—Allí estuvieron los shadovar, y los thayanos merodeaban por el bosque.
—Ahora estás buscando excusas.
Drizzt afirmó con la cabeza, solemnemente.
—Necesitan un hogar, y vosotros tenéis necesidad de ciudadanos. De ciudadanos capaces, cosa que estas gentes han demostrado ser por el simple hecho de haber conseguido que sus familias sobreviviesen en los territorios salvajes de la Costa de la Espada sin contar con murallas ni guarniciones que los defendieran. ¿Acudo a ellos, o no?
—Yo no hablo por Puerto Llast.
—No me vengas con juegos semánticos.
Dorwyllan dejó vagar su mirada por la ciudad todavía deshabitada en su mayor parte, por la nueva muralla, y, más allá, por el mar amenazante.
Cuando Drizzt volvió a mirar a Dahlia, era él el que lucía la sonrisa.
—¿Necesito recordarte que la última vez que tuvimos algo que ver con el granjero Stuyles nos vimos envueltos en una batalla desesperada en el bosque contra un diablo de la legión y sus subordinados? —le preguntó Dahlia cuando Dorwyllan se hubo alejado.
—Vaya, eso no suena nada bien —comentó Ambargrís.
Entreri soltó una risita y atrajo la mirada de Drizzt. Entonces, el asesino meneó la cabeza sarcásticamente y desvió la mirada.
—Stuyles y los demás no sabían nada sobre la verdadera identidad de Hadencourt —sostuvo el drow.
—Es lo que tú quieres creer, ¿verdad? —dijo Dahlia con un bufido burlón.
La sonrisa de Drizzt había desaparecido a pesar de que creía lo que afirmaba. Esos dos, con su proverbial cinismo, no estaban dispuestos a dar lugar a la esperanza. En su concepción cínica del mundo, él era un tonto idealista, incapaz de afrontar las duras realidades de la vida en los reinos sombríos.
Se le ocurrió pensar a Drizzt que tal vez tuvieran razón. De hecho, ¿no había sido ese el peso que había estado arrastrando como una pesada bola atada a sus pies incluso mucho antes de la muerte de Bruenor?
—No —fue su respuesta a Dahlia.
Se levantó de su asiento, pintó una expresión decidida en su cara y habló en voz alta y clara y con absoluta confianza.
—Lo digo porque sé que casi con toda seguridad es cierto.
—¿Porque el mundo está lleno de gente buena?
Drizzt asintió.
—En su mayor parte —respondió—. Y obligarla a tomar decisiones insostenibles no es la forma de medir su moralidad. Stuyles y su banda no tienen hambre de sangre. Simplemente tienen hambre.
—A menos que haya más diablos entre ellos —lo interrumpió Dahlia—. ¿Has considerado esa posibilidad?
—No —respondió Drizzt, pero no era tanto una admisión como una negación de toda la premisa.
Dahlia pareció a punto de responder, pero en lugar de eso rio entre dientes y miró a Entreri, y el propio Drizzt se encontró volviéndose a mirar al asesino.
Entreri rehuyó la mirada de Dahlia y devolvió la de Drizzt. Hizo un gesto, aunque débil, confirmándole su apoyo.
—Os podría haber matado a todos —les dijo Effron a los cuatro vapuleados y tambaleantes ladrones de caminos—. Sed razonables.
—¡Me has puesto arañas debajo de la piel! —dijo un hombre, el arquero que había estado a punto de matar a Effron con su primera flecha.
Effron lo miró y sonrió malignamente.
—¿Estás seguro de haberte librado de todas? ¿No habrá otras poniendo sus huevos?
Los ojos del hombre se llenaron de horror y empezó a rascarse y a frotarse la piel hasta hacerse sangre… en la medida en que podía, teniendo en cuenta las correas con que Effron los había atado a los cuatro, espalda contra espalda. La forma en que se revolvía el hombre hizo que los compañeros que tenía a ambos lados lo empujaran molestos, cosa que divirtió sobremanera a Effron.
—No tiene gracia —insistió la mujer de cuyas ropas salían todavía volutas de humo.
—Vosotros me atacasteis —respondió Effron—. ¿Es que eso no importa? ¿Voy a tener que disculparme por no dejar que me asesinarais?
—¡No queríamos matar a nadie! —insistió la mujer.
Effron señaló con la cabeza al arquero que no dejaba de moverse y de quejarse.
—Su primer disparo me habría matado de no haber venido preparado con defensas mágicas.
—No tiene tan buena puntería —dijo uno de los matones más corpulentos.
—Sólo tenía que asustarte —dijo la mujer.
—Entonces haríais bien en buscaros mejores arqueros, porque este tonto seguramente habría acabado conmigo. —Effron hizo una pausa y rodeó al grupo para colocarse de frente a la mujer, que parecía la jefa de la banda, adoptando una pose pensativa con el dedo índice de su mano buena sobre los labios fruncidos—. A menos… —dijo sugerente.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó la mujer—. Ya tienes nuestros petates y las pocas monedas que llevábamos encima.
—Que os devolvería gustoso si me dejarais unirme a vuestra banda —explicó el contrahecho brujo.
—¿Unirte?
—¿Es una idea demasiado difícil de entender para vosotros?
—¿Quieres unirte a nosotros?
Effron soltó un profundo suspiro.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Effron hasta que se dio cuenta de que se estaba comportando como el tonto que tenía ante sí—. Porque estoy sin compañía en una tierra que no conozco. No tengo casa y es invierno. Os podría haber matado a todos… y todavía puedo hacerlo, y muy fácilmente, pero ¿qué ganaría con ello? Vosotros no ganaríais nada, es evidente, y para mí no sería más que una placentera diversión. Siendo prácticos, a mí me iría mucho mejor con compañeros que conocen el terreno.
—Eres un shadovar medio diablo, y un usuario de la magia —dijo el matón.
—¿Dudas de mi valor potencial?
—Pero ¿por qué? —quiso saber la mujer—. Seguramente se te presentarán mejores oportunidades.
Effron se rio.
—Ni siquiera sé dónde estoy, de modo que aceptadme. Ya veréis que mis habilidades os ayudarán en vuestras pequeñas aventuras del camino. Eso por lo menos.
La mujer se disponía a responder, pero se mordió la lengua y miró más allá de Effron dándoles pie para opinar a los recién llegados incluso antes de que ninguno de ellos hubiera hablado.
—No le corresponde a ella decidir —dijo una voz de hombre.
Effron se volvió y vio a un grupo que tomaba posiciones formando un semicírculo en torno a él y a sus prisioneros.
—Ah, de modo que tenéis amigos —le dijo a la mujer.
—¡Van a acabar contigo! —dijo el arquero.
Effron se volvió hacia él, sonrió y dijo:
—Las arañas seguirán ahí.
El hombre se estremeció y volvió a rascarse y a removerse frenéticamente.
—Te apartas de ellos y escuchamos lo que tengas que decir —le dijo el recién llegado, un hombre de mediana edad de gran corpulencia y aspecto rubicundo y entrecano, con mechones de barba blanca y gris en su cara de fuertes mandíbulas.
Effron miró al grupo y dio un bufido, como si ellos casi no tuvieran nada que ver en eso.
—Si te apartas de ellos, garantizo tu seguridad —dijo el hombre.
—¿Crees que eso importa? —respondió Effron—. Te aseguro que no corro ningún peligro. Tanto da que me aparte de ellos como que los mate aquí mismo.
El hombre lo miró fijamente.
—¡Pero por supuesto que no voy a matarlos! No he venido aquí a hacer enemigos, sino a encontrar un lugar, porque me temo que no lo tengo. Lo admito, soy un proscrito, expulsado del Páramo de las Sombras porque no me gustan mucho las formas del Imperio de Netheril —improvisó, dando por sentado que el Imperio de Netheril no gozaba de gran popularidad en esa banda de salteadores de caminos—. De haberme quedado es muy probable que hubiera acabado muerto o encerrado en una mazmorra, y ninguna de las dos cosas me resultaba atractiva. —Miró a los cuatro prisioneros—. ¿Me admitiréis pues? Habéis oído lo que les pedí a vuestros cuatro compañeros ¿No merezco por lo menos un juicio por la clemencia que he demostrado para con este grupo? Habría estado en mi derecho según la ley de esta o de cualquier otra tierra si los hubiera matado en el camino y hubiera seguido adelante. Después de todo no fui yo quien atacó, sino ellos. Y sin embargo, podéis ver que están vivos.
—¡Matadlo y listo! —dijo el impulsivo arquero.
Effron se echó a reír.
—La próxima vez apunta mejor —le respondió al hombre—. O bien matas a tu enemigo, o bien fallas el tiro si lo que pretendes es realmente eso, es decir, que yo lo hubiera tomado como una advertencia y no como un ataque letal. Y deja ya de rascarte. Ya no hay más arañas.
El pobre hombre no sabía adónde mirar, eso parecía, y todavía seguía removiéndose y lloriqueando.
El jefe del pelo entrecano y sus compañeros deliberaron privadamente un momento y después él se acercó a Effron tendiéndole la mano.
—Stuyles, a tu servicio —dijo—. Puedes montar tu tienda para pasar con nosotros el invierno por lo menos. Menuda banda de despiadados seríamos si echáramos a alguien solo a los caminos.
Effron asió la mano del hombre y la estrechó con desgana. Iba a decir su nombre, pero se contuvo. Aunque sólo por un momento porque se dio cuenta de que no tenía nada que perder con dar su nombre verdadero ya que su aspecto peculiar sin duda lo delataría a cualquiera que se enterara de su presencia.
—¡Granjero Stuyles! —gritaba Drizzt cada pocos metros. Iba por el sendero montado en Andahar. La campanilla mágica del unicornio cantaba alegremente y ponía una nota de color en el día encapotado, que presagiaba una buena nevada. Junto a él cabalgaba Entreri, a lomos de su pesadilla. El asesino no había hablado mucho en los dos días transcurridos desde que habían dejado Puerto Llast, pero tampoco se había quejado, y para Drizzt eso era harto elocuente. El silencioso gesto de afirmación de Entreri en la ciudad había sido una aceptación del plan de Drizzt.
Detrás de los dos jinetes venía una carreta que les habían prestado en Puerto Llast y de la que tiraba un par de fuertes mulas. Ambargrís la conducía con Afafrenfere sentado a su lado y Dahlia detrás, sentada a medias sobre una pila de sacos llena de mariscos. Habían traído regalos, pero, a pesar del tiempo frío, Drizzt temía que la comida no duraría fresca el tiempo suficiente para que resultara aprovechable.
—¡Granjero Stuyles! —volvió a gritar Drizzt—. ¿Estás por aquí, hombre? Te traigo…
—¡Será mejor que te detengas ahí mismo! —respondió una voz ronca y atronadora. Drizzt y Entreri tiraron de las riendas y Ambargrís detuvo la carreta.
—¿Estos son tus amigos? —preguntó Entreri en voz baja.
Drizzt se encogió de hombros.
—Dejad la carreta y vuestras bonitas cabalgaduras y empezad a volveros por donde habéis venido —rugió la voz.
—Entonces, espero que no —dijo Entreri.
Drizzt alzó la mano imponiendo silencio a los demás y se giró en la montura, hacia un lado, hacia otro, tratando de captar un atisbo del presunto ladrón.
—Venimos en busca del granjero Stuyles y de su banda de salteadores de caminos —gritó Drizzt—. Venimos como amigos y no como enemigos. Traemos comida y buena cerveza de regalo, y no para ser robados sino para ser dados.
—¡Bien, entregadlos y también vuestros bonitos caballos y marchaos!
—Eso no va a ser así —le aseguró Drizzt al que hablaba, cuyo paradero ya había identificado en una honda rodada al lado derecho del camino, oculto por un pequeño grupo de álamos temblones—. Quiero hablar con Stuyles. Dile que Drizzt Do’Urden ha vuelto.
—¡Ya basta, entonces! —dijo una voz familiar desde detrás de la carreta, y cuando los cinco se volvieron se encontraron con un trío de bandidos que salían de entre la maleza al camino. Dos llevaban arcos, pero no apuntaban con ellos, y el tercero, que iba entre ellos, enfundó la espada y se acercó con una amplia sonrisa.
—¡Última oportunidad de marcharte, elfo! —volvió a resonar la voz camino adelante.
—¡Ya basta, Pequeñín! —gritó el de la espada desde atrás de la carreta—. Estos son amigos, botarate.
Rodeó la carreta, saludó a Dahlia con una inclinación de cabeza al pasar, y llegó hasta el corcel de Drizzt.
El drow desmontó. Recordaba al hombre de meses antes, en el campamento alrededor del fuego, cuando les había contado sus historias a la banda de Stuyles a cambio de un poco de comida, alojamiento y compañía.
—Bien hallado otra vez —dijo el hombre tendiendo la mano.
Drizzt se la estrechó pero con una expresión de perplejidad y como disculpándose.
—No rec…
—No creo habértelo dicho —interrumpió el hombre—. Kale Denrigs, a tu servicio.
—¿Pequeñín? —oyeron que preguntaba Entreri, y al volverse al unísono para mirarlo, siguieron su mirada camino adelante, donde había aparecido otra media docena de hombres, entre ellos, al parecer, el que antes había hablado, un hombre gigantesco y fornido que más parecía un gigante de las colinas que un hombre.
—Semiogro —explicó Kale—, pero es buen tipo.
Eso arrancó una risotada a Ambargrís, que estaba en la carreta.
—¿Está Stuyles por ahí? —preguntó Drizzt.
—No está lejos.
—Traemos comida y otras provisiones, y noticias que pueden ser ventajosas para tu banda.
—¿Una recompensa por Hadencourt? —preguntó Kale Denrigs con una mirada cómplice.
—A nosotros tendríais que pagarnos por Hadencourt —dijo Dahlia desde la carreta.
—¿Qué es Hadencourt? —preguntó Afafrenfere.
—No qué, sino quién —corrigió Ambargrís.
—Ambas cosas —dijo Dahlia—. Hadencourt, el diablo de la legión al que daba cobijo la banda del granjero Stuyles.
—Fantástico —musitó Entreri.
—¿El qué? —preguntó Kale.
—Diablo de la legión —repitió Drizzt—. Nos persiguió hasta el bosque y trajo a sus amigos de los Nueve Infiernos para su defensa.
—Y están todos de vuelta en los Nueve Infiernos, que es a donde pertenecen —dijo Dahlia.
—¿Hadencourt? ¿Nuestro Hadencourt, un diablo de la legión? ¿Cómo podéis…?
—Fue un doloroso descubrimiento, te lo aseguro —dijo Drizzt, tajante—. Si hay todavía algún secuaz suyo en vuestras filas…
—Ninguno —respondió Denrigs sin vacilar, y el hombre parecía realmente conmocionado por la revelación.
—Llévanos con Stuyles —le pidió Drizzt—. Tengo que hablar con él, y rápido. —Miró al cielo, donde se amontonaban, amenazadoras, las nubes.
Kale lo miró con escepticismo.
—Me temo que es un camino difícil para la carreta.
—Entonces la dejamos aquí. Mis amigos se quedarán y esperaran mi regreso.
Con la duda todavía reflejada en su cara, Kale miró la pila de sacos que había en la trasera de la carreta y empezó a hacer una señal a su gente.
—Esos déjalos también —dijo Drizzt.
—¿Nos habéis puesto un señuelo?
—Permíteme que hable con Stuyles —dijo Drizzt—. En cualquier caso las provisiones serán vuestras, pero no es necesario llevarlas ahora.
—Explícate.
Pero Drizzt ya había oído suficiente. Negó con la cabeza y volvió a decirle que lo llevara con Stuyles.
Kale ordenó a los suyos que se quedaran también con la carreta, y ellos obedecieron de muy buen grado cuando Ambargrís abrió el barril de la cerveza y empezó a ofrecer bebida para todos. Siendo sólo dos, el trayecto fue rápido, aunque por terreno difícil, y Drizzt se dio cuenta de que era verdad aquello de que no sería tarea fácil recorrerlo con la carreta, ni siquiera con los sacos de las provisiones.
Llegaron relativamente rápido a un amplio campamento con docenas de tiendas. La banda de Stuyles había crecido desde la última vez que se habían visto, y Drizzt y el granjero Stuyles volvieron a estrecharse las manos amistosamente. Como muchos se acercaban para ver al extraño visitante, Drizzt le señaló a Stuyles la tienda de la que había salido.
Dejaron tras de sí muchas caras de sorpresa cuando entraron. Entre los espectadores había un joven brujo tiflin de hombros contrahechos como consecuencia de una caída desde un acantilado cuando era apenas un recién nacido.
Kale Denrigs, uno de los lugartenientes de la banda, se unió a los dos dentro de la tienda y explicó a Stuyles, que no salía de su asombro, lo de Hadencourt.
—¿Un demonio? —preguntó el granjero con incredulidad.
—Diablo —corrigió Drizzt—. Yo creo que hacía de espía para Sylora Salm.
—¿La thayana del bosque de Neverwinter?
—Está muerta; sus fuerzas, dispersas, y su anillo de pavor, casi extinguido.
—¿Por los tuyos?
Drizzt asintió.
—Supongo que Hadencourt estaba buscándonos a Dahlia y a mí por mandato de Sylora. Entre los thayanos estaban los ashmadai, fanáticos adoradores del diablo.
—Hemos tenido algunos encuentros desagradables con ellos —dijo Kale.
—Ya no os causarán grandes problemas —lo tranquilizó Drizzt.
—O sea que traes buenas noticias y provisiones —dijo Kale, y al oír hablar de provisiones Stuyles miró a Drizzt con curiosidad.
—Provisiones sólo si rechazáis mi oferta —puntualizó Drizzt con tono misterioso que acompañó con una sonrisa irónica.
—Parece una extraña propuesta —comentó Kale, pero Stuyles, que evidentemente había entendido que Drizzt tenía en mente algo mucho más importante, le impuso silencio con la mano y le indicó a Drizzt que continuara.
Fue así como el drow lo expuso todo ante la incredulidad de Stuyles y de Kale Denrigs. Les explicó la situación en Puerto Llast, una ciudad necesitada de pobladores entusiastas, y les hizo su oferta.
—Lo que os ofrecen es un hogar —dijo.
—Aunque no un refugio seguro —dijo Kale.
—No voy a mentiros —contestó Drizzt—. Los súbditos de Umberlee son tozudos y feroces. Tendréis que luchar, pero estad seguros de que lo haréis junto a camaradas leales.
—¿Tú entre ellos? —quiso saber Stuyles.
—Al menos por el momento —respondió Drizzt asintiendo—. Yo y mis amigos. Ya hemos luchado junto a la gente de Puerto Llast y hemos hecho volver a los sahuagin, es decir los diablos del mar, a su guarida, aunque no tenemos dudas de que volverán. El invierno ha traído un respiro, tal vez, pero los habitantes de Puerto Llast tienen que permanecer vigilantes.
—La verdad, llevamos unos días memorables —dijo Kale Denrigs. Cuando Drizzt lo miró, añadió—: Lleno de visitantes memorables.
Drizzt no entendió mucho la observación, hasta que Kale miró a Stuyles y completó la idea.
—Entre los compañeros que nuestro amigo Drizzt dejó en su carreta había tres que también tenían un aire del Páramo de las Sombras.
Drizzt miró al hombre con interés.
—El hombre gris sobre el extraño corcel —explicó Kale rápidamente, y levantó las manos en son de paz para demostrar que no pretendía insultar a nadie—, y la enana y el hombre de la carreta. No son shadovar, pero tienen un toque de sustancia de sombra.
—Tienes buen ojo —dijo Drizzt.
—Para los sombríos sí, de verdad, y por buenas razones —respondió Kale visiblemente aliviado—. He combatido lo mío…
—¿Qué querías decir cuando dijiste «también»?
Kale volvió a mirar a Stuyles.
—Nos topamos con un sombrío, nada menos que un tiflin, en el camino hace apenas unos días —explicó Stuyles—. Una criatura formidable, aunque no lo parece. Algunos… camaradas míos, asaltantes… bueno, lo encontraron en el camino, pero él los redujo a todos. Dijo ser un paria de la sociedad y así se convirtió en el miembro menos esperado de nuestra banda desde que Pequeñín, el semiogro, y los suyos se unieron a nosotros después de tu partida.
—Diablos, ogros, tiflin shadovar —apuntó Drizzt—. Deberíais tener cuidado con los amigos que hacéis —dijo mientras trataba de encontrar una manera para averiguar más sobre ese recién llegado, pero Stuyles le proporcionó todo lo que necesitaba oír.
—Fue una suerte que hoy no llevaras a Effron contigo —le dijo Stuyles a Kale—. El encuentro en el camino podría haber tenido resultados muy diferentes, y mucho más peligrosos.
Lo dijo con tono desenfadado y muy sonriente hasta que vio la expresión sombría del drow.
—¿Effron el brujo? —inquirió Drizzt—. Os ruego que tengáis cuidado con él, por vuestro bien.
—¿Lo conoces?
—Llevadme con él.
Stuyles se disponía a preguntarle al drow por su repentino cambio de talante, sin duda, pero tragó saliva y ordenó a Kale que buscara al brujo contrahecho.
—¿Qué sabes? —le preguntó a Drizzt cuando se quedaron solos.
—Sé que Effron Alegni es un joven brujo atribulado y furioso. Lleva un gran peso sobre sus contrahechos hombros.
—¿Lo aceptarán entonces en Puerto Llast en caso de que aceptemos tu generosa oferta?
—Lo veo difícil —respondió Drizzt meneando la cabeza.
Se acercó a la entrada de la tienda y miró al exterior. No quería ser cogido por sorpresa en un lugar cerrado por alguien como Effron, pero enseguida se dio cuenta de que Kale estaba desconcertado, con los brazos en jarras, junto con otros que lo rodeaban. Todos negaban con la cabeza y algunos señalaban hacia el bosque.
—Es muy probable que me haya visto llegar y haya huido —dijo Drizzt volviéndose hacia Stuyles.
—Entonces ¿los dos sois enemigos declarados?
Drizzt negó con la cabeza.
—Es mucho más complicado que eso, y puedes creerme si te digo que nada me gustaría más que reconciliarme con él, por mí mismo y por… —estuvo a punto de mencionar a Dahlia, pero decidió no seguir por ese camino.
En lugar de eso lanzó un suspiro.
—Es una buena oferta para ti y para tu banda —dijo—. Allí encontraréis una comunidad, y una mejor forma de vida.
—Algunos podrían pensar que nos las apañamos bien así —dijo Stuyles.
—Vivís en tiendas, en medio de un bosque nevado en el invierno de la Costa de la Espada. Seguramente las casas de… —Dejó de hablar al ver la mano alzada de Stuyles.
—Me temo que no es así de fácil —explicó—. Por lo que a mí respecta, la oferta es tentadora, pero no todos los de mi banda serán bienvenidos por la gente de bien. Algunos han venido a nosotros porque simplemente no les queda adónde ir.
—Ahora sí.
—¿Ofreces una amnistía? ¿Así, sin más?
—Sí —dijo Drizzt sin alterar la voz. No estaba dispuesto a dejar que se viniera todo abajo cuando parecía a punto de cambiar las cosas por ahí—. Un sincero apretón de manos sin exigencia de divulgar ninguna historia poco aceptable. —Hizo una pausa momentánea y miró a Stuyles directamente a los ojos—. En la medida en que puedas responder por ellos de que no van a causar tumultos en Puerto Llast. No voy a añadir más peligro a las vidas de esas buenas gentes.
El granjero Stuyles se quedó pensando en aquello mientras Kale entraba en la tienda.
—Puedo —dijo, indicándole a Kale que esperara un momento para darle las noticias—. Al menos por casi todos. Puede que uno o dos planteen alguna duda, pero eso lo dejaré en tus manos.
Drizzt asintió y ambos miraron a Kale.
—Ha desaparecido —informó el hombre—. Daría la impresión de que Effron ha huido. He enviado algunos exploradores.
—Haz que vuelvan —dijo Drizzt—. Es probable que ya esté otra vez en el Páramo de las Sombras. Y os pediría además, como amigo, que no digáis nada de Effron a mis compañeros.
—¿Ni siquiera a lady Dahlia? —inquirió Stuyles.
—Sobre todo a ella —respondió Drizzt.
Una sola carreta había partido de Puerto Llast hacía un par de días, pero ahora eran casi veinte las que bajaban por el último tramo de camino hacia la ciudad, aunque la mayor parte habían sido robadas en los caminos en los últimos meses. La banda de Stuyles había hecho muy bien, porque no había falta de gente en la región que habían dejado atrás por los designios de los grandes capitanes de Luskan, olvidados por los señores de Aguas Profundas y expulsados por la agitación de Neverwinter. La banda de salteadores de caminos ya contaba con más de cien hombres, ya que se habían unido a otro grupo similar de refugiados de la civilización.
A Stuyles no le había sido necesario usar grandes dotes de convicción, porque casi todos habían aceptado de buen grado la invitación de Drizzt, o sea la promesa de una nueva vida y de volver a tener auténticos hogares como los que habían conocido en tiempos mejores.
Al frente de la caravana iba el granjero Stuyles conduciendo una carreta junto a la cual cabalgaba Drizzt sobre Andahar. Se tomaron su tiempo en recorrer el último tramo del camino, el largo descenso entre los acantilados y la puerta vigilada de la ciudad, y para cuando llegaron ya se había difundido la noticia de su llegada y la ciudad en pleno estaba esperando para recibirlos.
Dorwyllan salió por la puerta y apareció ante Drizzt y Stuyles.
—Refugiados —explicó Drizzt—. Gente que fue quedando fuera de las mermadas esferas de la civilización.
—Salteadores de caminos —dijo Dorwyllan con una sonrisa.
Stuyles miró a Drizzt con expresión preocupada.
—Ex salteadores de caminos —puntualizió Drizzt.
—Entonces, ciudadanos de Puerto Llast —concedió el elfo, y su sonrisa se ensanchó mientras le tendía la mano a Stuyles—. ¡Abrid de par en par las puertas! —gritó Dorwyllan mirando por encima del hombro—. ¡Y que sepan los súbditos de Umberlee que no pondrán un pie en Puerto Llast sin encontrar resistencia!
Una gran ovación llegó desde el interior de la muralla a la que respondieron con otra los curtidos y marginados miembros dela banda de renegados de Stuyles.
—Otros más se unirán a nosotros —le explicó Stuyles al elfo—. Vendrán de todas partes.
—Sobre todo de las tierras de labranza de los alrededores de Luskan —le explicó Drizzt a Dorwyllan, que no hacía más que asentir satisfecho.
—He mandado emisarios —explicó Stuyles.
—Tenemos muchas casas vacías y mucho que cosechar del mar —informó Dorwyllan—. Bienvenidos.
Drizzt siempre lo había sospechado, pero ahora quedó confirmado: «bienvenida» era su palabra favorita de la lengua común, y, hasta donde él sabía, no tenía un equivalente en la lengua drow.