7

LAS REDES DROW

—¿N

o te gusta lo que ves? —le dijo el drow a su compañero enano. El enano fornido tenía una negra barba dividida en dos trenzas rematadas con bolas de estiércol que le llegaba al musculoso pecho, y llevaba sujetos a la espalda, en diagonal, sus poderosos manguales, cuyas cabezas adamantinas se balanceaban en los extremos de sus cadenas a la altura de los hombros. Tuvo que respirar hondo y pasarse la mano por la peluda cara. Le costó recuperar el habla. Athrogate no odiaba a los elfos oscuros como los enanos Delzoun; al fin y al cabo, su amigo más dilecto era uno de ellos y lo tenía justo a su lado. De hecho, Athrogate era ahora un miembro formal de Bregan D’aerthe, una banda de mercenarios de la ciudad drow de Menzoberranzan. Los clérigos de esa organización casi exclusivamente drow le habían devuelto la salud después de la caída que casi le había costado la vida en Gauntlgrym.

Con todo, al enano le costó recuperar el habla y responder con todo lo que veía a su alrededor. El enano curtido en mil batallas había estado al borde de la muerte muchas veces en su larga, larga vida, pero nunca de la manera que había descubierto en ese oscuro lugar, y nunca frente a un enemigo tan poderoso. Se había caído desde el borde de la sima del primordial, directo hacia las feroces fauces de aquella bestia sobrenatural e irrefrenable. Sólo la buena suerte había querido que cayera en una cornisa, y que su compañero, Jarlaxle, lo salvara empujándolo hacia una oquedad e invocando a los elementales del agua para combatir las llamas mordaces del primordial. A pesar de todo, Athrogate había estado a un paso de la muerte y había sufrido dolores inimaginables al desprenderse de sus huesos la carne calcinada.

Más que nada, el valiente y poderoso Athrogate se había sentido… insignificante e impotente, y estas no eran emociones que le gustaran al orgulloso enano.

Ahora estaban otra vez en Gauntlgrym, bajando por una gran escalera de caracol hacia los niveles más bajos del complejo, una escalera que había sido reparada recientemente y por artesanos con un estilo diferente y más delicado que el original de los enanos.

Sabían lo que se encontrarían en el antiguo complejo, porque habían sido enviados allí —Jarlaxle había sido enviado allí— por Kimmuriel Oblodra, el jefe en activo de Bregan D’aerthe, ejecutando una orden de una instancia mucho más poderosa, la madre matrona de la Casa gobernante en Menzoberranzan.

—¿Y bien? —lo tanteó Jarlaxle mientras seguían bajando, pasando del trabajo más reciente a los restos de la escalera enana original—. Habla con sinceridad. Te prometo que no me ofenderé.

Athrogate solía ser muy directo, y sobre todo en cuestiones de importancia enana, y era indudable que la disposición de Gauntlgrym se avenía a esa descripción. Sin embargo, el enano sólo pudo emitir un gruñido y menear la peluda cabeza al rememorar su caída hasta la cornisa, y revivir su profundo sufrimiento.

Y entonces sus emociones se revolvían todavía más. No le gustaban esas innovaciones. En absoluto. El clima y el olor de este asentamiento drow le parecían un absoluto sacrilegio contra Gauntlgrym. No lo confundían en un plano lógico. Después de todo tenía todo el sentido. ¿Por qué no habrían los drow, o cualquier otra raza, de volver a este lugar y tratar de reconstruirlo?

Y mejor los drow que los goblins, trataba de convencerse.

Pero visceralmente, la idea de una ciudad drow creciendo entre las ruinas de la más antigua patria enana le parecían una trágica pérdida, o un gran expolio a su pueblo, a pesar de que su pueblo hacía tiempo que lo había repudiado y los elfos oscuros lo habían acogido en su seno.

Jarlaxle le dio una palmadita en el hombro y, cuando alzó la vista, el drow le hizo un guiño con el ojo que no llevaba tapado por aquel extraño parche mágico, dándole a entender que comprendía los sentimientos encontrados que todo aquello le suscitaba.

—Harías bien en mantener tus dudas en secreto —le aconsejó en voz baja el drow mientras seguían bajando por la escalera hasta encontrar a un grupo de drow montados en sus lagartos subterráneos que los estaba esperando en la planta inferior—. La Casa Xorlarrin está aquí, nos guste a ti o a mí o a cualquier otro, y si llegan a percibir tu disgusto como una amenaza, lo solucionarán según su estilo especialmente eficiente y definitivo.

—Bah, ¿acaso no cuento con el respaldo de Bregan D’aerthe? —preguntó Athrogate.

—¿Ves al que está montado en el lagarto más grande? ¿El que lleva el escudo reluciente? —le preguntó Jarlaxle señalando con el mentón al suelo.

Siguiendo ese movimiento, Athrogate pudo distinguir sin dificultad al drow del que le hablaba.

—Es un Baenre —explicó Jarlaxle—. Un Baenre muy importante que goza de grandes simpatías.

—¿De la Primera Casa?

—Si la Casa Baenre pone peros a tu actitud, Bregan D’aerthe no podrá hacer nada por ayudarte. Te entregaríamos a la Madre Matrona Quenthel con gran prontitud para evitar vernos involucrados en tu necedad.

En la cara de Athrogate se dibujó una ancha sonrisa porque sabía que Jarlaxle no haría tal cosa. Por supuesto que Kimmuriel sería capaz, lo mismo que el resto de los de la banda, pero Jarlaxle no, y de hecho el drow lo admitió implícitamente cuando respondió al enano con otra sonrisa cómplice.

—Por fin, Jarlaxle —dijo el drow montado en el gran lagarto—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi.

—Si conociera tu nombre, estoy seguro de que podría devolverte el cumplido —respondió Jarlaxle con una graciosa reverencia.

El jinete, Tiago Baenre, puso mala cara y echó una mirada a sus compañeros, a derecha e izquierda: un mago Xorlarrin más joven que él, y un maestro de armas de más edad al que Jarlaxle conocía como Jearth Baenre. En realidad, Jarlaxle conocía al Baenre, y sabía su nombre ya que en los últimos tiempos se hablaba mucho de él, lo cual se debía en gran medida al escudo que llevaba y a la espada que colgaba de su cinto, ambas creaciones recientes y asombrosas de la vieja magia. Jarlaxle trató por todos los medios de no quedarse boquiabierto al mirar el escudo redondo que parecía realmente notable. Era casi traslúcido, como si estuviera hecho de hielo con chispas de diamante en el interior. A pesar de su fingida indiferencia, Jarlaxle no pudo por menos que examinarlo más detenidamente, porque dentro del cristalacero había líneas unidas en una configuración definida. Según todas las apariencias, daba la impresión de que una telaraña de brillante geometría hubiera quedado atrapada dentro del hielo.

Magnífico, pensó Jarlaxle, aunque no lo dijo. En realidad, no tenía importancia, porque su expresión había reflejado claramente lo que sentía. Se dio cuenta al mirar a Tiago y ver al joven guerrero radiante de orgullo.

—Tienes un curioso gusto para elegir compañeros —dijo Tiago al reparar en Athrogate.

—Ya, pero puedo aguantar el olor —le espetó el enano.

En los ojos de Tiago brilló un destello de odio. Jarlaxle se debatía entre hacer callar a su amigo o romper a reír. Ninguna de las dos cosas le parecieron posibles en ese momento.

—Soy Tiago Baenre —proclamó el joven guerrero—. Sobrino nieto de la Madre Matrona Quenthel y nieto del Maestro de Armas Dantrag.

—Lo conocí bien —respondió Jarlaxle.

—Comprenderás por qué hemos solicitado esta entrevista con Kimmuriel —dijo el tejedor de conjuros, y el mero hecho de que se hubiera atrevido a hablar sin autorización de Tiago Baenre le dio a Jarlaxle la pista de quién era. Este era, pues, el joven Ravel Xorlarrin, el mago al que se había encargado de liderar la expedición a Gauntlgrym.

El tejedor de conjuros al que Gromph, hermano de Jarlaxle, había forzado a «descubrir» Gauntlgrym con información que Gromph había reunido gracias a la gema en forma de calavera que Jarlaxle le había dado.

—Tenemos muchos cometidos en la superficie ahora mismo, y este nuevo… asentamiento es un probable punto intermedio entre esos cometidos y Menzoberranzan —respondió Jarlaxle—. Bregan D’aerthe se habría puesto en contacto con vosotros de todos modos.

—¿Habría? —preguntó Tiago ladinamente—. ¿O ya lo ha hecho?

—Bueno, aquí estoy ahora —contestó Jarlaxle sin captar la referencia críptica.

—¿Y qué me dices del trío de Bregan D’aerthe que estuvo aquí antes? ¿Hace apenas unas semanas, al comienzo de nuestra expedición a Gauntlgrym?

Jarlaxle alzó las manos como si no tuviera la menor idea de lo que le estaban diciendo, y la verdad es que así era.

—Me pidieron que viniera a saludaros, y aquí estoy.

—Hubo aquí otros tres antes que tú que dijeron pertenecer a Bregan D’aerthe, entre ellos una darthiir que dijo ser tu amante —dijo Ravel, empleando la palabra drow para los elfos de la superficie.

—¿En serio? —Jarlaxle se golpeó los labios con un dedo—. ¿Y era atractiva?

—¡Darthiir! —dijo Tiago con desprecio—. Eso es desagradable.

Jarlaxle lanzó una sonora carcajada.

—No es la palabra que emplearía yo, pero para un provinciano que casi no ha salido de Menzoberranzan, esa podría ser la idea.

—Ahórrame tu condescendencia —dijo Tiago.

—¿Condescendencia? —repitió Jarlaxle con fingida inocencia—. Más bien alivio que condescendencia. Habiendo tantos de los míos que comparten tu punto de vista respecto de cualquiera que no sea drow, quedan más delicadezas para mi propio disfrute.

—Ella iba con un drow y un humano, un hombre menudo de piel gris —intervino Ravel, tratando de mantener centrada la conversación.

—Un hombre que vino contigo a Menzoberranzan hace tiempo, eso dijo Berellip Xorlarrin —intervino Jearth.

Jarlaxle trató de ocultar su sorpresa, pero sé temía que sin éxito, y aunque él lo hubiera conseguido, Athrogate, que estaba a su lado, dio un respingo.

—De modo que conoces a este humano —comentó Tiago.

—Si es quien tú dices, ya debería llevar muerto mucho tiempo —dijo Jarlaxle—. ¿Supiste su nombre? ¿O el de los demás? —preguntó, aunque creía saber ya la respuesta. Sin embargo, ¿cómo era posible que Artemis Entreri, si es que realmente era el asesino, hubiese acabado con Drizzt y con Dahlia? Eso escapaba a su comprensión.

—Masoj Oblodra —respondió Tiago.

—¿Oblodra?

—El drow —aclaró el joven Baenre—. Pariente de Kimmuriel, supongo. Al menos ese fue el nombre que usó.

La forma en que lo dijo era tan reveladora como las propias palabras; Jarlaxle lo sabía. Después de todo, Masoj había sido el mago del que Drizzt había obtenido a Guenhwyvar hacía muchas décadas, aunque sin duda Masoj no era un Oblodra. Ahora sabía que esos tontos se habían topado con Drizzt sin tener la menor idea de ello.

¡Seguramente el abuelo muerto de Tiago, muerto a manos de Drizzt, se estaría revolviendo en la Red de Pozos Demoníacos, rumiando su frustración!

—No nos ocupamos de preguntar el nombre de los otros dos —añadió Tiago.

—¿Eran o no de Bregan D’aerthe? —preguntó Ravel con mordacidad.

—¿Quién sabe? —dijo Jarlaxle ladinamente usando algo de magia del parche que llevaba en el ojo para dar cierto peso a sus palabras—. Tenemos muchos agentes independientes que se mueven por la Costa de la Muerte. Tal vez uno y otro…

—Lo sabrías si fuera tu consorte, tal como afirmó. ¿No? —preguntó Tiago. El tono sibilino de su voz daba a entender claramente que creía que Jarlaxle estaba acorralado.

—¿Una de cuantas docenas? —le retrucó el astuto mercenario—. Como ya dije, el hecho de que tantos de mis hermanos sean demasiado necios para apreciar la belleza física amplía el ámbito de mis disfrutes. ¡De hecho, hay muchas por aquí que podrían afirmar lo mismo!

Athrogate dio un bufido.

—¿Dónde están estos tres de los que hablas? —preguntó Jarlaxle.

—Se fueron hace tiempo —respondió Jearth—, lo mismo que los netherilianos con los que luchaban.

—Entonces es una discusión para otro día —decidió Jarlaxle—. Tengo poco tiempo, y si estos tres no tienen importancia…

—Mataron a un noble Xorlarrin —lo interrumpió Tiago.

Jarlaxle asintió y dedicó un momento a asimilar las implicaciones.

—Entonces informaré a Kimmuriel y haremos todo lo posible por averiguar quiénes son y si tienen alguna conexión con nuestra humilde organización. —Volvió a hacer una reverencia, y en el movimiento echó una mirada furtiva a Athrogate para prevenirlo de que la cuestión que los había llevado allí se había puesto muy seria.

—¿Vamos a discutir nuestros acuerdos comerciales preliminares aquí, en este grupo reducido? —inquirió Jarlaxle.

—Sería prematuro formalizar algo —dijo el tejedor de conjuros—, pero permite que te mostremos lo que hemos hecho y tal vez haya servicios y bienes que Bregan D’aerthe podría suministrarnos y que favorezcan esos acuerdos posteriores. Materiales, por ejemplo, y fórmulas. —Miró directamente a Athrogate al terminar—. Tenemos la forja.

—Mostradnos el camino —les dijo Jarlaxle, y él y Athrogate dieron un paso adelante.

—Él no —dijo Tiago, señalando al enano.

—Él trabaja para mí.

—Él no —insistió Tiago, y su tono no dejaba lugar a dudas. A Jarlaxle le sorprendió que aquel joven descarado lo retara tan abiertamente. Dadas las circunstancias, Jarlaxle no consideró conveniente enzarzarse en esa discusión y, además, sabía que era capaz de facilitar su propia huida en caso necesario, pero no podría ayudar a Athrogate a ponerse a salvo. Se volvió al enano.

—Arriba —le dijo en un susurro.

Athrogate le indicó con una inclinación de cabeza que había entendido. En la cima de la escalera, Jarlaxle había puesto en marcha un encantamiento de su sombrero de ala ancha y enorme pluma para crear una habitación extradimensional, un refugio seguro.

Jarlaxle invocó a su pesadilla y siguió a los tres jinetes de los lagartos. Athrogate, a su vez, subió rápidamente la escalera poniéndose a salvo en aquella habitación secreta. Él nunca despreciaba una buena pelea, pero, al fin y al cabo, esos eran elfos oscuros.

—Ese escudo es sorprendente —comentó Jarlaxle un poco más tarde, cuando él y Tiago estaban en la forja mirando a la línea de artesanos que hacían funcionar los hornos incandescentes. Desplazó la mirada hacia la empuñadura en forma de araña de la espada que llevaba al cinto.

—¿Fue forjada recientemente? —preguntó.

Tiago se rio.

—Fue el segundo objeto creado por la gran forja de este complejo cuando se volvió a encenderla.

—La espada fue la primera —afirmó Jarlaxle.

Tiago sacó la espada y la levantó para que Jarlaxle la viera. Estaba hecha de la misma sustancia, cristalacero, que el escudo, y al igual que este contenía chispas de diamante y tenía el mismo diseño en forma de araña en la empuñadura.

—Obra de Gol’fanin —dijo Jarlaxle, y esa conclusión evidentemente alarmó a Tiago.

—Un viejo amigo —explicó Jarlaxle—. ¿Anda por aquí?

—Sí, pero supongo que está descansando. Le haré llegar tus buenos deseos.

Tiago estaba respondiéndole con evasivas, Jarlaxle lo sabía, temeroso de que si reunía a los dos, Jarlaxle pudiera tener alguna ventaja sobre él en su relación con ese importantísimo forjador.

—¿Entonces la Casa Xorlarrin entrará en guerra con Bregan D’aerthe? —preguntó Jarlaxle a bocajarro, y Tiago abrió los ojos sorprendido—. Si se llega a la conclusión de que estos tres tenían relación con la banda de Kimmuriel, quiero decir. Como mataron a un noble… ¿o son meras sospechas?

Esa última parte no era una nimiedad. Que un drow matara a otro drow era una práctica aceptable en Menzoberranzan, siempre y cuando no hubiera una prueba definitiva que determinara quién era el culpable.

Brack’thal Xorlarrin —explicó Tiago.

Jarlaxle conocía al mago.

—Interesante. Pensaba que se había vuelto loco por la Plaga de Conjuros.

—Hijo de Zeerigh y primogénito de la Casa —añadió Tiago.

—¿Tienes pruebas concluyentes de este crimen?

—¿Y qué importa eso? Esto no es Menzoberranzan, y en este lugar, los Xorlarrin pueden imponer sus reglas. Harías bien en averiguar la verdad sobre esos tres y en entregarlos a la mayor brevedad.

Una sonrisa irónica apareció en la cara de Jarlaxle, una mirada divertida que no le importó compartir con Tiago.

—¿Realmente te crees eso?

Tiago mantuvo su cara de piedra.

—Tu tía abuela Quenthel vería tan divertida como yo tu amenaza escasamente velada, no tengo duda.

—¿Tan divertida como si se enterara de que Jarlaxle de Bregan D’aerthe se asocia con el herético Drizzt Do’Urden que luchó contra su familia en la batalla donde murió su amada madre matrona? Ese hereje de Drizzt Do’Urden que mató a su hermano, mi abuelo Dantrag, el más grande maestro de armas que haya conocido Menzoberranzan.

Jarlaxle estuvo a punto de rebatir eso. Al fin y al cabo, si Dantrag era tan grande, ¿cómo era que Drizzt lo había matado? Prudentemente se calló la boca.

—Haces afirmaciones muy atrevidas, joven Baenre —dijo.

—Los tres dijeron ser de Bregan D’aerthe.

—Eso sólo significa que eran listos, no que estuvieran diciendo la verdad —respondió Jarlaxle—, pero espera, ¿estás diciendo que uno de los tres era el pícaro Drizzt Do’Urden?

Tiago lo miró atentamente y Jarlaxle se dio cuenta de que no era ningún tonto.

—Interesante —añadió Jarlaxle fingiendo sorpresa—. ¿Ese pícaro de Drizzt Do’Urden sigue vivo?

—Y pertenece a Bregan D’aerthe.

—Hábil mentira.

—Eso dices tú, y eso es lo que tienes que decir. El humano que lo acompañaba estuvo una vez contigo en Menzoberranzan —sostuvo Tiago.

—Mucho antes de que tú nacieras, suponiendo que sea el mismo humano.

—Berellip Xorlarrin así lo afirmó. ¿Pondrías en duda la palabra de una sacerdotisa de la Reina Araña?

También eso hizo reír a Jarlaxle. ¿Acaso alguna vez en su vida había dejado de dudar de esas sacerdotisas?

—Eso lo convertiría en un hombre muy, pero que muy viejo —dijo Jarlaxle—. Y os aseguro que no he visto al hombre del que habláis en medio siglo o más. Tampoco es miembro de Bregan D’aerthe. Como no lo es Drizzt Do’Urden, si eso es lo que sospechas sobre la verdadera identidad del drow, ni lo ha sido jamás. Tampoco tendría jamás el deseo de serlo, como podrías comprender si tuvieras siquiera un atisbo de los sentimientos de Drizzt Do’Urden.

Tiago lo miró con evidente desconfianza.

—Se lo preguntaré al propio Drizzt Do’Urden —apuntó Tiago—, justo antes de matarlo.

Al mirarlo, Jarlaxle supo que esa era su verdadera intención. Este drow era audaz y no le faltaba confianza. Además, al menos aparentemente, tenía buenas armas y buena armadura, incluso por encima de lo que sería dado esperar de un Baenre. Jarlaxle tomó nota mentalmente de que debía indagar más en la creciente fama de este Tiago Baenre, y de Ravel Xorlarrin, añadió para sí cuando vio que el tejedor de conjuros iba hacia él.

Por sus recientes visitas a Menzoberranzan, Jarlaxle sabía que esos dos descollaban entre los miembros de la nueva generación de la ciudad. Gromph había hablado muy bien de Tiago, y había dado a entender que era muy probable que Tiago reemplazara en breve a Andzrel como maestro de armas de la Primera Casa. A través del parche que llevaba en el ojo, Jarlaxle había detectado un componente mágico nada despreciable en Tiago, y el avasallador brillo del escudo y de la espada no hacían más que confirmar las sospechas de Gromph, ya que seguramente a Andzrel no le gustaría nada ver a Tiago portando elementos tan portentosos, y la Madre Matrona Quenthel no habría permitido que Gol’fanin construyese esa combinación de espada y escudo para Tiago si sus planes hubieran sido mantenerlo por debajo de Andzrel en la jerarquía de su Casa.

Claro que, si Tiago se dispusiese a ir a por Drizzt, tal como había declarado, de nada le valdrían sus armas ni su armadura, y Andzrel seguramente tendría un largo y tranquilo reinado en su puesto de maestro de armas, sin ningún heredero vivo a la vista.

Ese pensamiento hizo que Jarlaxle esbozara una leve sonrisa, pero sólo leve, porque había algo inquietante en este joven, y en sus aliados, pensó, cuando se unió a ellos Ravel, igualmente confiado y audaz.

Él era Jarlaxle, jefe durante mucho tiempo de Bregan D’aerthe, temido y respetado en todo Menzoberranzan durante siglos. Sin embargo, ese respeto no era tan evidente en las expresiones y palabras de esos dos. ¿Sería que él se estaba volviendo viejo y estaba perdiendo importancia?

¿Serían esos dos figuras en ascenso? ¿Les habría llegado el momento?

¿Sería esta vez Drizzt lo bastante rápido contra el descendiente de Dantrag?

—¿Y qué? ¿Me lo vas a contar o no? —preguntó Athrogate mucho después de que Jarlaxle y él dejaran atrás Gauntlgrym. Los dos iban en sus cabalgaduras, Jarlaxle en su caballo infernal y el enano en su jabalí de idéntico origen.

—Te aseguro que no tengo la menor idea de qué me hablas.

—Has estao lleno de pesadumbre desde que volviste de hablar con esos drow.

—No son un grupo agradable.

—Y pa’más —dijo Athrogate—, ni siquiera m’has contao nada sobre las forjas en funcionamiento.

Jarlaxle sofrenó a su montura y miró a su compañero enano.

—Es realmente un lugar fantástico y ya está produciendo armas extraordinarias.

—¡Pa’los malditos elfos drow! —dijo Athrogate escupiendo en el suelo y dejando a Jarlaxle con expresión atónita—. No, tú no. Esos otros.

—Ya.

—Es Entreri, ¿no?

—Podría ser, por la descripción que han hecho.

—Naaa, lo que quiero decir es qu’es Entreri lo que te tiene tan apesadumbrao. Llevas un montón de años sin pensar en él, y ahora vuelvo a verlo en tu cara.

—Hice lo que tenía que hacer, por su bien y por el nuestro.

—Eso es lo que t’has estao diciendo durante cincuenta años.

—¿Y tú no estás de acuerdo?

—No soy quién pa’decirlo. No estuve allí, pero sé a qué te enfrentabas, tanto por parte d’esos, los perros netherilianos como de los tuyos.

Señaló con la cabeza un lado del camino, donde se veía un trozo de sombra más oscuro, un drow que les era familiar estaba parado al lado. —Y hablando de los tuyos…

Los dos despidieron a sus monturas mágicas y se unieron a Kimmuriel. No tenían necesidad de presentar ningún informe porque Kimmuriel había estado presente en el viaje a Gauntlgrym, telepáticamente conectado con Jarlaxle durante toda la entrevista con los Xorlarrin y su séquito.

—Su avance ha sido considerable y digno de elogio —manifestó Kimmuriel—. La Madre Matrona Quenthel hizo bien en permitir que los Xorlarrin hicieran ese viaje. Las profundidades de Gauntlgrym van a ser de gran valor y rentabilidad para todos nosotros. Estoy seguro.

—Siguen siendo un comienzo —respondió Jarlaxle—. Ahora muchos conocen el lugar, por lo que probablemente los Xorlarrin tendrán que superar todavía muchas pruebas.

—Claro, pocos enanos están dispuestos a permitir que los malditos drow se adueñen de Gauntlgrym —apuntó Athrogate, y los dos elfos oscuros se volvieron a mirarlo. La expresión de Jarlaxle era claramente divertida. La de Kimmuriel no tanto.

—Entonces habrá un montón de enanos muertos —dijo Kimmuriel secamente, y se volvió a mirar a Jarlaxle, haciendo a un lado a aquel necio enano—. Este asentamiento vendrá a reforzar nuestros negocios en la superficie.

—Seguramente nos dará mayor acceso al mercado drow, puesto que es de más fácil acceso que Menzoberranzan —coincidió Jarlaxle—. Es una pena que hayamos abandonado los puntos más próximos.

—Luskan —dijo Kimmuriel, y con evidente fastidio, porque él y Jarlaxle habían tenido encarnizadas discusiones sobre su posición de la Ciudad de las Velas. Jarlaxle había querido que Bregan D’aerthe mantuviera una presencia importante entre los grandes capitanes que gobernaban la ciudad, pero Kimmuriel, con las miras puestas en otro lugar, le había pasado por encima.

—Admítelo, mi cerebral amigo —dijo Jarlaxle—. Ahora ves más claramente el valor de Luskan. Puedes negar esa evidencia, pero sin la menor convicción. Tenemos que volver allí masivamente y convertirnos otra vez en el poder en la sombra tras los grandes capitanes. A mí me gustaría encabezar esa misión.

—Sí —aceptó Kimmuriel, y Jarlaxle se llevó la mano al ala del sombrero, sonriente, hasta que Kimmuriel añadió—: Y no.

—Eres demasiado presuntuoso. —Jarlaxle no ocultó su enfado.

—¿Debo recordarte las condiciones de nuestra asociación? —preguntó Kimmuriel sin tardanza.

—Bregan D’aerthe no te pertenece sólo a ti.

Kimmuriel bajó la cabeza como muestra de deferencia a Jarlaxle, tratando de que esta acción amortiguara su creciente ira. Jarlaxle y Kimmuriel compartían el liderazgo de Bregan D’aerthe, pero por el bien de la banda, Kimmuriel asumiría el control siempre que los demás intereses de Jarlaxle —especialmente el buen número de amistades que mantenía con los iblith, o no drow, en la superficie— entraran en conflicto con lo que, a juicio de Kimmuriel, era mejor para la banda de mercenarios. Kimmuriel, que se dejaba llevar siempre por la lógica y por el más puro pragmatismo, jamás permitiría que este acuerdo tuviera un alcance mayor que el que se le pretendía dar.

Kimmuriel había presenciado la conversación con Tiago y los demás en las entrañas de Gauntlgrym, y no se le ocultaba el verdadero deseo que había tras la graciosa oferta de Jarlaxle de liderar el regreso de Bregan D’aerthe a la Ciudad de las Velas. Debido a eso, la invocación por su parte del acuerdo que tenían era totalmente adecuada en lo que respecta a los intereses de la banda. Jarlaxle había tenido mucho ojo al elegir a este brillante lugarteniente para actuar en su lugar.

Tal vez demasiado bien.

—Tenemos posibilidades con un grupo de señores netherilianos en el Enclave de Sombra —explicó Kimmuriel—. Están muy interesados en favorecer una red de comercio subterráneo.

—¿El Enclave de Sombra? —dijo Jarlaxle entre dientes. Jamás había estado allí, en lo que había sido el desierto de Anauroch antes de la Plaga de los Conjuros y de los grandes cataclismos que habían cambiado tanto la faz de la tierra.

—Serías el intermediario perfecto —dijo Kimmuriel—. En tu actuación contra el primordial les asestaste un golpe muy duro a los súbditos de Thay, y estos señores lo saben muy bien. Tendrán mucho gusto en conocerte y en entablar negociaciones.

—Y lo de Luskan ¿qué?

—Yo me ocuparé de Luskan.

—Deberías hablar con los Baenre.

—Ya lo he hecho.

Perderán al joven maestro de armas que les es tan caro, dijo Jarlaxle comunicándose por señas.

Yo me ocuparé de eso, fue la críptica respuesta de Kimmuriel.

Jarlaxle hizo bien en ocultar su frustración ante este drow que siempre parecía ir un paso por delante de todos, o al menos pensó que lo había ocultado hasta que se dio cuenta de que no había activado los escudos psíquicos que le permitía el parche que llevaba en el ojo, y lo más probable era que Kimmuriel le hubiera leído la mente.

—Que sea, pues, el Enclave de Sombra —dijo Jarlaxle.

Kimmuriel se adentró en las sombras y desapareció.

—¿Dónde está ese lugar? —preguntó Athrogate—. Ya me empieza a doler el trasero.

—Oh, será de cabalgar —respondió Jarlaxle sin apartar la vista de las sombras que empezaban a disiparse—. Unos mil quinientos kilómetros hacia el este.

—O sea, en el mismísimo imperio.

—En el corazón del Imperio de Netheril —explicó Jarlaxle.

Invocaron a sus monturas, pesadilla y jabalí infernal, y se pusieron en marcha. Como de costumbre, cabalgaron sin tropiezos, a un paso firme y constante, más al trote que al galope, aunque sus cabalgaduras invocadas no eran proclives al cansancio.

—¿Crees que realmente sería él? —preguntó Athrogate cuando el sol empezó a descender en el cielo por detrás de ellos.

—¿Quién?

—Venga, no t’hagas el listo conmigo —le reprochó el enano—. Te conozco demasiao bien pa’eso.

—Entonces tal vez haya llegado la hora de matarte.

—Demasiado bien pa’que esa broma sea algo más que una broma —añadió el enano—. O sea, ¿crees realmente que fuera Artemis Entreri?

—No lo sé —admitió Jarlaxle—. Debería llevar muerto mucho tiempo, pero incluso por entonces me dio la impresión de que no envejecía como un humano normal. La verdad es que al menos no estaba perdiendo su astucia en la batalla.

—¿Sustancia de sombra? —preguntó Athrogate—. ¿Crees que su daga le transmitió un poco de longevidad cuando mató a un sombrío?

—Eso era lo que pensaba —afirmó Jarlaxle, pero luego añadió—: Era.

Athrogate lo miró con curiosidad.

—¿Y qué viene a ser lo que piensas ahora?

—Podría ser la daga, pero en cualquiera de sus intervenciones desvitalizadoras, no necesariamente de un sombrío —dijo Jarlaxle encogiéndose de hombros—. Tal vez una extracción de vitalidad de un enemigo, cualquier enemigo, represente una suma a la propia vitalidad y una prolongación de la vida.

La sola idea hizo que Athrogate, que había sido maldecido con una larga vida como parte de un antiguo castigo, diera un bufido horrorizado.

—O, lo que es más probable, Artemis Entreri lleva tiempo muerto y ya no quedan de él más que polvo y huesos —añadió Jarlaxle.

—Ese tipo, Tiago Baenre, pensó quiera él.

—Tiago Baenre no tiene edad para saber de la visita de Entreri a Menzoberranzan.

—Pero dijiste que su hermana…

—Puede ser —interrumpió Jarlaxle, y esa expresión tan poco propia de él bastó para darles a ambos la clave de lo inquietante y fascinante que resultaba esta posibilidad para el mercenario drow.

Jarlaxle dio un suspiro de desánimo y sacudió con fuerza la cabeza.

—No importa —dijo sin convicción—. Lo más probable es que Drizzt y Dahlia hayan encontrado un compañero, sea quien sea, y que Drizzt le contara esa historia para salvarlos a todos cuando fueran apresados por los Xorlarrin.

—Naaa, Drizzt no haría eso —insistió Athrogate, y la respuesta sorprendió a Jarlaxle… hasta que miró a su compañero y vio su sonrisa. El enano lo estaba aguijoneando, tratando de hacerlo salir de su ensimismamiento.

—Drizzt no es d’esos que tejen una red de mentiras por anticipao —dijo Athrogate—. Eso es lo qu’haces tú, no él.

—Ese es el motivo por el que yo prospero mientras él sólo sobrevive —bromeó Jarlaxle—. Estoy seguro de que él y Dahlia no tardarán en encontrar un lugar. Él siempre lo hace.

—Oh, no, no lo hagas —dijo Athrogate.

—Te aseguro que no sé de qué estás hablando.

T’estoy hablando de Entreri, lo sabes muy bien. Es el fantasma que t’ha estao persiguiendo cincuenta años.

Jarlaxle desechó esa idea con un bufido.

—He enterrado a amigos más queridos, y a muchas amantes.

—Ah, sí, pero ¿cuántos tuvieron que ser enterrados como consecuencia de tus propias acciones? —preguntó Athrogate.

Ahí estaba, dicho abiertamente, y Jarlaxle abortó su respuesta inicial para mirar con rabia al enano. Athrogate había dado en el blanco, lo sabía. Jarlaxle había traicionado a Entreri ante los netherilianos hacía ya muchos años, cuando el imperio había acudido masivamente para recuperar la espada, la Garra de Charon. No había sucedido con frecuencia en su larga vida que Jarlaxle se encontrara atrapado sin recursos, pero los netherilianos lo habían conseguido, y antes de rodear físicamente a la pareja, los poderosos señores de Netheril habían apelado a los mayores poderes del círculo de aliados potenciales de Jarlaxle, a Kimmuriel y a la Madre Matrona Quenthel.

De hecho, las trampas de Netheril habían sido completas.

Y por eso había aceptado su oferta.

Jarlaxle se quedó callado un buen rato, dejando que sus pensamientos volaran de vuelta a Puerta de Baldur, la ciudad donde se había representado el último acto. A cambio de su libertad, Jarlaxle había facilitado el apresamiento de Artemis Entreri, y hasta había encerrado al hombre en una de sus bolsas extradimensionales para brindárselo a los netherilianos. De no haberlo hecho, tanto él como Entreri habrían muerto. Eso se había repetido el drow más de mil veces, y sólo había elegido la vía de la traición porque había confiado en ejecutar con prontitud un rescate de Entreri, aunque probablemente sin recuperar la espada, por supuesto, poco después de su huida de Puerta de Baldur.

En realidad, ese intento de rescate jamás se produjo y pasaron muchos años antes de que Jarlaxle se enterara siquiera de la conspiración que se estaba gestando contra él. Kimmuriel y los Baenre, por el bien de Jarlaxle, habían trabajado conjuntamente para debilitar las defensas mágicas de Jarlaxle y permitir así al psionista que invadiera la mente de Jarlaxle y alterara los detalles de la traición de Puerta de Baldur. Por lo que Jarlaxle podía recordar, apenas unas horas después de que hubiera dejado a Entreri a merced de los netherilianos, ese escenario jamás había existido, habiéndose reemplazado los acontecimientos reales por la idea de una traición de Entreri contra Jarlaxle. Fue así que, para cuando Jarlaxle llegó a la verdad y recordó que Entreri había sido tomado prisionero por los netherilianos, era demasiado tarde para que pudiera hacer algo al respecto.

A esas alturas, la Madre Matrona Quenthel ya le había dejado bien claro al enfurecido Jarlaxle que tenía que olvidar aquella dura experiencia.

Por razones puramente pragmáticas, el drow optó por hacerle caso. ¿De qué le habría servido intentar un rescate como ese, o tratar de averiguar siquiera cual era por entonces la disposición de Artemis Entreri? Aun cuando Entreri hubiera conseguido de algún modo sobrevivir a la captura inicial y a la prisión consecutiva, a esas alturas lo más probable era que hubiese muerto ya de viejo.

A menos…

—O sea qu’ahora sólo me queda la esperanza de que tengas de mí una idea tan alta como d’Entreri —dijo Athrogate, arrancándolo de sus contemplaciones.

—¿Qué? —dijo Jarlaxle, sorprendido, mirando otra vez a su barbudo compañero.

—Todavía lo llevas contigo —explicó el enano—. Después de todos estos lustros. Estoy pensando que muy pocos merecen de Jarlaxle algo más qu’un pensamiento transitorio, incluso en el caso de que llegaras a pensar que alguien al que creías muerto no lo está.

—Estoy intrigado, eso es todo.

Athrogate se burló de él con una risotada estentórea.

La expresión de Jarlaxle se puso tensa y miró directamente hacia adelante, mientras espoleaba a su pesadilla para que apurase un poco el paso.

—Eh. ¿Y qué tal si cumplimos nuestra misión para que puedas encontrar a Drizzt y a sus compañeros?

Jarlaxle tiró de las riendas y detuvo a su cabalgadura. Después se volvió hacia el enano con gesto furioso. Sin duda Athrogate había dado en el blanco. Sabía que poco podía hacer para cambiar el pasado, pero, por alguna razón, era importante para él poner las cosas claras con Artemis Entreri.

—¿Por qué t’importa tanto, elfo? —le preguntó Athrogate.

—No lo sé —fue la respuesta sincera del drow.