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LA BATALLA DE PUERTO LLAST

L

as ovaciones siguieron a los cinco compañeros durante todo el camino de vuelta hasta Solaz del Cantero, e incluso dentro de la taberna, donde su mesa era visitada continuamente por orgullosos pobladores de Puerto Llast que les palmeaban la espalda y les prometían que jamás tendrían que gastar una moneda en la ciudad costera.

—Estaban ávidos de una noche como la que les acabamos de deparar —comentó Drizzt en uno de los pocos momentos en que los cinco se quedaron solos—. Y también de un poco de esperanza. Esta ciudad lleva demasiado tiempo en retirada mientras avanzan los secuaces de Umberlee.

—Bah. ¿Y no van a volver a lo mismo? —preguntó Ambargrís.

—Sólo si nosotros lo permitimos —intervino Afafrenfere antes de que pudiera hacerlo Drizzt, y el drow asintió y le sonrió al monje en señal de reconocimiento y aprecio.

Otros se les acercaron llevando un puñado de espumosas jarras y la conversación se amplió hasta amortiguar las ovaciones que les llovían de todas partes. La enana lo aceptaba todo con una sonrisa de oreja a oreja, disfrutando de los elogios, pero no tanto como disfrutaba de la cerveza.

También Afafrenfere gozaba del momento de gloria, aunque no tomaba parte en el consumo de alcohol y le pasaba a la enana las jarras que le ponían delante, lo cual contribuía notablemente a su felicidad.

En realidad, Drizzt disfrutaba más viendo la reacción de sus compañeros a la celebración que la alegría de los habitantes, que le resultaba satisfactoria, y las libaciones, en las cuales participaba moderadamente. Le hacía bien a su corazón observar a Ambargrís, que le recordaba a tantos viejos amigos a los que había conocido en las décadas pasadas en Mithril Hall, y a Afafrenfere, que parecía corroborar la fe que tenía la enana en su buena disposición. Pero lo que más reconfortaba a Drizzt era la reacción, la sonrisa sincera, de Dahlia. Pensó que ella se merecía esa sonrisa.

El viaje a Gauntlgrym había sido un duro golpe para esta mujer. Incluso el hecho de haber conseguido su tan deseada victoria al matar a Herzgo Alegni le quitó más de lo que le aportó, Drizzt lo sabía. En el camino a Gauntlgrym, antes de que se hubieran enterado de que Alegni había sobrevivido al combate sobre el puente alado, Entreri había sugerido que tal vez la expectativa de Dahlia había satisfecho más su inexorable sed de venganza que la concreción de dicha venganza. Tal como Entreri se lo había explicado a Drizzt, una persona siempre podía aspirar a que algún acontecimiento futuro resolviera muchos más problemas de los que podría resolver jamás la materialización de dicho acontecimiento.

Drizzt esbozó un gesto de dolor al observar ahora a la joven elfa, y comparó esta imagen con la de Dahlia golpeando sin piedad la cabeza de Herzgo Alegni muerto por sus mayales en vertiginoso movimiento. Las lágrimas, el horror, la ira imparable… no, ira no. Esa palabra no bastaba para describir las emociones que emanaban de su furia.

Drizzt había llegado a comprender esa furia, por supuesto, porque Dahlia le había pintado una escena muy oscura. Herzgo Alegni había asesinado a su madre, y eso después de haberla violado a pesar de que por entonces ella era poco más que una niña.

Y ahora, además de las complicadas emociones que se removieron en su interior al ejecutar su venganza, surgía una nueva cuestión, incluso más profunda, o al menos más confusa y conflictiva: la del desfigurado brujo tiflin, su propio hijo. Drizzt se preguntaba qué agitación estaría teniendo lugar dentro de aquella complexión engañosamente delicada. ¿Qué preguntas, imposibles de responder, y qué profundos remordimientos?

Drizzt sólo podía imaginario. No podía comparar nada de su pasado con el tormentoso torbellino que debía de haber ahora en el interior de Dahlia. Mientras él había tenido sus propias pruebas, había afrontado su propio trauma, incluso las traiciones de su familia palidecían cuando las comparaba con lo que había pasado esta joven elfa, y, en realidad, eso sólo le recordaba a Drizzt que ella tenía apenas la edad que tenía él mismo cuando había dejado la Casa Do’Urden para realizar su período de servicio en Melee-Magthere.

Quería empatizar con ella, comprender y ofrecer algún consejo, algún consuelo, pero sabía que seguramente todo lo que dijera sonaría a hueco.

No podía entenderlo realmente.

Eso hizo que volviera la cabeza hacia alguien que aparentemente sí podía hacerlo. Unidos por un trauma común, Artemis Entreri y Dahlia habían encontrado consuelo el uno en el otro. Eso le parecía indudable al drow. Ahora entendía sus conversaciones en voz baja, y hacía que se sintiera realmente tonto por haberse dejado llevar por aquellos celos y aquel enfado irracionales. Cierto que la malvada Garra de Charon había desmesurado su respuesta y le había presentado una y otra vez imágenes de los dos dejándose llevar por la pasión, pero no por eso dejaba de sentir que, enceguecido por sus propias necesidades y por su orgullo, no había superado una prueba importante en su relación con Dahlia.

Y allí donde él había fracasado, este hombre, Entreri, había salido airoso.

Observó entonces al asesino, sentado tranquilamente, aceptando la bebida que le ofrecían, e incluso las palmaditas en la espalda, aunque con una expresión distante, indiferente.

Drizzt se inclinó hacia él cuando encontró un hueco en el torrente de felicitaciones.

—Tienes que admitir cierta satisfacción en lo que hemos hecho esta noche, en el bien que hemos deparado.

Artemis Entreri lo miró como si fuera la cría de un ettin.

—En realidad —corrigió—, tal como yo lo veo, los hemos ayudado y ellos nos tiraron piedras.

—No sabían que vosotros estabais en el tejado —adujo Drizzt.

—Igualmente hace daño.

Sin embargo, ni el sarcasmo implacable de Entreri fue capaz de empañarle la noche al drow. Había traído a sus compañeros a este lugar confiando en llegar a esta situación y a este resultado. No, pensó Drizzt, esa descripción no era adecuada, porque esa noche había superado todas las locas esperanzas que había puesto en esta aventura de Puerto Llast.

Y sólo era el comienzo. Drizzt Do’Urden brindó por ello, alzando su jarra ante Artemis Entreri.

El asesino no respondió, pero si lo hizo Ambargrís, con entusiasmo, y Dahlia se sumó también, e incluso Afafrenfere, a pesar de su aversión al alcohol, alzó una jarra.

—Sólo el principio —dijo Drizzt moviendo apenas los labios mojados de espuma.

—Los thayanos no son una amenaza —le dijo Effron a Draygo

—Rápido. Están desorganizados, son pocos y los lidera esa criatura no muerta, Valindra Shadowmantle, que se ha convertido en una idiota balbuciente.

—Una idiota balbuciente muy poderosa —le recordó Draygo Quick. Se sentó en su silla, adoptando una pose cavilosa, tamborileando con los dedos sobre la mesa, y una expresión de superioridad se dibujó en su viejo y curtido rostro, como si estuviera observando todo eso desde lo alto y tuviera claro que sus súbditos de allá abajo no eran capaces de entenderlo.

Al menos así era como lo veía Effron.

El contrahecho tiflin trató de mantener a raya sus emociones. Sabía que con Draygo estaba siempre sobre arenas movedizas y no quería complicar esa ciénaga potencial con una explosión.

Pero lo que realmente le apetecía era gritar. Había ido al bosque de Neverwinter y había observado a los thayanos, cuyo número se había reducido a grupos desorganizados de fanáticos ashmadai. Ahora eran bandas independientes, evidentemente perdidas, sin la menor coordinación por parte de los poderes superiores, en particular de Valindra, que se había establecido en la misma torre semejante a un tronco de árbol que ocupaba antes Sylora, pero parecía incapaz de pronunciar otra cosa que incoherencias.

Cuando Draygo Quick le había asignado esa misión, había pensado que era una tarea importante, pero en cuanto empezó sus andanzas por el bosque de Neverwinter se preguntó si ese viejo taimado no se habría limitado a apartarlo de las cuestiones realmente relevantes.

—Es como si creyeras que tus palabras deberían confortarme —dijo Draygo Quick.

—Los thayanos no son una amenaza —respondió Effron, como si de eso se desprendiera una lógica irrebatible.

—Valindra Shadowmantle es indudablemente poderosa y peligrosa.

—Es una idiota.

—Lo cual la hace doblemente peligrosa.

—Jamás recuperará las facultades para organizar lo que queda de la fuerza thayana convirtiéndola en una lanza apuntando a Neverwinter, ni siquiera en un seto capaz de contener cualquier avance que pudiéramos intentar en el bosque de Neverwinter.

—Esas dos cosas no me preocupan en este momento.

Effron se disponía a rebatirlo con una reflexión, pero sujetó su lengua y se limitó a asimilar las palabras de Draygo Quick y dejarlas reposar mientras trataba de seguir el razonamiento del viejo shadovar. ¿Por qué diría semejante cosa en el contexto del poder thayano? O, más específicamente, en el contexto de la volatilidad y el peligro relativos que representaba Valindra Shadowmantle. Si no le interesaba volver al bosque de Neverwinter ni tratar de recuperar la ciudad, entonces ¿por qué habrían de importarle Valindra y los demás thayanos?

—No creo que Szass Tam se digne volver a la región —dijo Effron—. A decir verdad, el anillo de pavor parece bien muerto y despojado de todo poder real. Teniendo en cuenta los penosos afanes necesarios para la creación de un anillo así, o la recreación del mismo, casi no parece que valga la pena ni el riesgo que representa. La gente de Neverwinter ahora conoce a los thayanos, y los combatirán ferozmente.

—No tengo motivo para creer que Szass Tam vuelva a prestar atención a Neverwinter en un futuro próximo —dijo el viejo brujo—. Podría, o más probablemente podría uno de sus noveles y ambiciosos subordinados, pero eso carece de importancia.

Effron rebobinó hasta el punto en el que había empezado, y nuevamente tuvo que luchar contra su creciente frustración. A punto estuvo de preguntarle a su tutor dónde podría residir el problema, dado todo lo que el brujo acababa de decir, pero comprendió que eso equivaldría a admitir un fracaso, a admitir que Draygo Quick estaba pensando a un nivel más elevado que él, y a eso, sin duda, no estaba dispuesto.

Así pues, se quedó allí mirando al viejo shadovar un largo rato, reuniendo todas las piezas en orden lógico y sopesando cada una de las exquisiteces que Draygo Quick había ofrecido uniéndolas a la forma en que el misterioso brujo las había expresado.

Y entonces lo entendió.

—Temes que Valindra Shadowmantle amenace a Drizzt y a Dahlia… no, sólo a Drizzt Esto sólo atañe al solitario drow. El resto no te importa en absoluto.

—Muy bien —lo felicitó Draygo—. Puede que por fin me estés escuchando.

—No va a ir a por Drizzt, y si lo hiciera, él y sus compañeros la aniquilarían —dijo Effron.

—Eso tú no lo sabes. Ni una cosa ni otra.

—¡Sí que lo sé! —insistió Effron—. Valindra está instalada en su torre, farfullando el nombre de Arklem Greeth una y otra vez, más como una letanía contra cualquier transgresión de la cordura que como un intento de mantenerla. Y ahora ha añadido un segundo nombre, el de Dor’crae, a la receta. La mitad de las veces los suelta entremezclados en una especie de jerga incomprensible. —Alzó los brazos y en un gesto dramático echó la cabeza hacia atrás y declamó—: ¡Ark-crae Lem-Dor-Greeth! —dijo ridiculizando a Valindra—. Dudo de que tenga la lucidez necesaria para recordar que puede lanzar conjuros, y mucho menos recitar realmente a nadie las palabras —terminó.

—Entonces irás de buena gana a matarla —contestó Draygo Quick.

Effron trató de impedir que la palidez se extendiera por su cara, pero no lo consiguió, lo sabía. A pesar de todo su dramatismo, en el fondo sabía que la evaluación que había hecho Draygo Quick del formidable poder de Valindra probablemente se acercaba mucho más a la verdad que la suya. Después de todo, era una lich.

—¿Son esas tus órdenes? —preguntó con tono grave.

Draygo Quick lanzó una risita, y Effron se dio cuenta, una vez más, de que el pérfido anciano llevaba las de ganar.

—Si permanece en el bosque de Neverwinter, no te ocupes de ella como no sea para confirmar lo que acabas de decirme —le ordenó Draygo Quick—. Todo parece indicar que los que nos interesan han abandonado esa zona, de modo que es probable que Valindra se olvide de ellos.

La primera parte de la última frase hizo que Effron se pusiera en guardia.

—¿Qué se han marchado? —preguntó con un hilo de voz.

—No te preocupes por eso —le indicó Draygo—. Puedes estar seguro de que yo los vigilo.

La expresión de Effron se volvió tensa e hizo un gesto de disgusto al darse cuenta de que Draygo Quick había reparado en el nerviosismo de su tono.

—¿Qué quieres de mí, lord Draygo? —preguntó.

—Vuelve a tus estudios. Te informará cuando te necesite.

Effron se pegó al suelo, resistiéndose a aquella orden inaceptable, pero no tenía auténtico poder para contradecirlo ni para oponerse a él. Pasaron unos segundos y Draygo lo miró inquisitivo.

—Quiero volver a Toril —le espetó, y se dio cuenta de que aquello había sonado desesperado y patético.

El viejo brujo sonrió.

Effron se removió incómodo. Estaba a merced del otro. Acababa de admitirlo.

—Supongo que ya no a espiar a Valindra —observó Draygo Quick.

—Te ayudaré a seguir a Drizzt Do’Urden.

—Vas a atacar y serás destruido…

—¡No! —lo interrumpió Effron con gran énfasis—. No lo haré. No sin tu permiso.

—¿Por qué habría de confiar en ti? ¿Por qué habría de concederte esto?

Effron se limitó a encogerse de hombros, y resultó un movimiento curioso y patético teniendo en cuenta su forma contrahecha y su brazo inerte colgando inútil a la espalda. No tenía respuesta para aquello, de ahí que se sorprendiera cuando Draygo Quick le dio su consentimiento.

—Ve a Toril, pues —le dijo—. Vigila a Valindra y confirma tus sospechas y tus expectativas, y que sepas que no tendré clemencia contigo si ella llega a causarme problemas. Sé meticuloso y no te muestres ansioso. ¡Esto es importante!

—Sí, maestro.

—Entonces explora la ciudad sin meterte en problemas. Drizzt y sus compañeros podrían estar usándola como base todavía, pero si no es así, sigue sus pasos. Encuéntralos, pero obsérvalos de lejos. Pregunta a la gente que está a su alrededor. Quiero un informe completo de su entorno: las ciudades, la milicia, todo y todos a los que consideran sus aliados, y todo y todos a los que tienen como enemigos.

—¡Sí, maestro! —dijo Effron, tratando sin éxito de que su voz no reflejara su entusiasmo.

—Y sobre todo, averíguame a qué diosa le reza Drizzt Do’Urden.

—Es de suponer que a Mielikki.

Draygo Quick lo miró con fijeza y retrocedió un paso.

—Y averíguame también, si puedes, qué diosa responde a su llamada.

—¿Maestro?

Draygo Quick se quedó sentado mirándolo, sin parpadear, como si no quedara nada que discutir.

Con una breve reverencia, Effron se dio la vuelta y salió presuroso de la habitación para preparar lo que necesitaba para el viaje a Toril. Sin embargo, no abandonó de inmediato la torre, porque aunque esperaba cumplir lo que le había encomendado su maestro (ya que sin duda lo aterrorizaba la idea de enfadarlo otra vez) se dio cuenta de que ese grupo en particular había dado por tierra con todos los planes que él, su padre y Draygo Quick habían hecho para ello.

Effron intentaba estar preparado, tal vez incluso más de lo que lord Draygo podía entender.

Esperó el momento oportuno y se volvió a introducir en las habitaciones privadas de Draygo Quick. Conocía muy bien el lugar por haber servido como discípulo directo del hombre durante casi una década. Empezó primero por el extremo más lejano de la habitación. Se acercó a una pared recubierta con madera en la que había un maravilloso relieve de una gran cacería donde unos mastines de sombra guiaban a los cazadores shadovar que perseguían a un alce que huía.

Effron introdujo los dedos detrás de la cornamenta del alce y empujó hacia abajo. Los paneles de madera se retiraron hacia un lado dejando ver detrás unos casilleros, treinta filas de ancho por otras tantas de alto, suficientes casillas para seiscientos tubos de pergaminos separados. Estaban casi todos ocupados.

Effron conocía el sistema de archivo porque había sido él quien lo había organizado. En el centro mismo, y en rollos de calidad normal, estaban los conjuros más importantes. Sacó uno, le echó una mirada y lo volvió a su sitio, y así uno tras otro hasta que encontró los que deseaba. Con dedos temblorosos, abrió el tubo y sacó el pergamino, sin atreverse a desenrollarlo siquiera. Este conjuro estaba muy por encima de él, lo sabía, porque sin el pergamino ni siquiera podía intentarlo. E incluso con el pergamino, sería una jugada desesperada.

Pero esos eran tiempos desesperados.

Effron sujetó el conjuro bajo el brazo, volvió a poner la tapa al tubo y lo colocó otra vez en la casilla. Cerró el panel de madera haciendo presión en la rueda de una de las cuadrigas de los cazadores y cogió de una lata que había a un lado un tubo vacío para proteger el conjuro robado.

El joven tiflin respiró hondo y se aseguró de que Draygo Quick no fuera siquiera a ese gabinete secreto y, sobre todo, de que no se diera cuenta de que faltaba ese rollo en especial. Al fin y al cabo había estado en su poder desde antes de que naciera Effron, y el viejo brujo pocas veces necesitaba semejantes conjuros ahí, en el Páramo de las Sombras. Effron volvió a respirar hondo al pensar en eso, porque ¿y si Draygo Quick partía para Toril en algún momento? Y en ese caso, si lo hacía para dar caza a Drizzt Do’Urden ¿tal vez necesitaría un segundo ejemplar, un rollo, de ese mismo conjuro?

Effron guardó el tubo entre sus ropas, decidido a correr el riesgo.

El siguiente paso sería más complicado, lo sabía, porque se trataba de apoderarse de algo mucho más obvio. Draygo Quick podría notar que le faltaba ese objeto, pero en ese caso Effron podría justificarse diciendo que era una protección necesaria.

La jaula en la que estaba encerrada Guenhwyvar no era el único objeto de ese tipo que poseía Draygo, aunque sin duda ese era el más complejo. Después de todo, la jaula de Guenhwyvar no sólo tenía que encogerse y contener al felino, sino que también tenía que impedir su regreso a su residencia astral.

Esas otras jaulas no estaban a su altura y, la verdad, parecían simples vasijas tras las puertas cerradas de otro armario.

Effron abrió esas puertas y con un gesto de la mano apartó la niebla mágica perpetua que mantenía intacto el contenido del armario en un estado de estasis. Detrás de la niebla, Effron echó un vistazo a la colección de animales. No era una colección capaz de hacer soñar a una niña pequeña deseosa de cachorros y gatitos. Lo más probable era que semejantes ejemplares la hicieran salir corriendo aterrorizada, o que se cayera de espaldas, presa de un ataque de pánico paralizante.

Porque ninguna de las criaturas contenidas en esas vasijas estaba viva. Como correspondía a las inclinaciones nigrománticas de Draygo Quick, se trataba de cosas muertas, o más bien de cosas no muertas, en diversos estados de descomposición, y también de un par de constructos mágicos o golems. Effron retiró la vasija más nueva y se maravilló al ver al diminuto umber hulk que había dentro. Hacía poco que Draygo Quick había recogido este cadáver de las calles de Neverwinter.

Apenas unos instantes después de haberlo retirado del armario, el diminuto umber hulk se removió y se puso de pie, con cierta vacilación, dando la impresión de que observaba a Effron. Era diminuto sólo porque estaba dentro de la vasija, y si dejara suelto al zombi, rápidamente recuperaría su estatura de más de tres metros.

Sí, podría necesitar a esta fuerza de choque contra enemigos tan formidables. Deslizó la vasija dentro de su bolsa.

Sin embargo, no había venido a por esta criatura, sino a por otra que había creado por orden de su maestro, usando un antiguo Manual de Golems que Draygo le había entregado. Había sido una de las mayores pruebas para Effron, y uno de sus principales logros. Eso, tal vez más que ninguna otra cosa (a excepción de su ascendencia), le había dado gran preponderancia dentro de las filas de subalternos del brujo.

Extrajo la vasija del armario. Dentro había un esqueleto de víbora no mayor que el dedo medio de Effron. Se removió y se enroscó, a continuación levantó la cabeza y empezó a reptar, una danza que hizo que Effron por un momento se olvidara de sí mismo a pesar de que el golem estaba dentro del recipiente y reducido a una fracción de su longitud real, que representaba el doble de la estatura de un humano alto.

Effron la miró más detenidamente, maravillándose de su propia habilidad manual. El golem, un necrofidio, tenía una cabeza copiada de un cráneo humano, pero con colmillos de serpiente.

—Mi gusano de la muerte —susurró Effron, usando el nombre más común de una creación de este tipo—. ¿Estás listo para cazar?

Afafrenfere observaba con curiosidad mientras su compinche danzaba y entonaba un canto melódico, balanceando un incensario que derramaba su aromático humo por toda la habitación que compartían en Solaz del Cantero. Ambargrís más que alquilar había comprado la habitación a precio de ganga gracias a los buenos sentimientos hacia los compañeros tras su victoria contra los diablos del mar.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó el monje, pero la enana siguió con su danza y su cántico sin responderle.

Afafrenfere cruzó los brazos sobre el pecho y suspiró ostensiblemente.

Después de un buen rato, la enana paró por fin. Miró en derredor y sonrió, evidentemente satisfecha consigo misma.

—¿Y bien? —volvió a preguntar el monje.

—Ahora es mi santuario —le contestó Ámbar con un guiño—, el lugar que llamo hogar.

—¿Piensas establecer aquí tu residencia?

—Vamos a pasar el invierno —respondió la enana con aparente tranquilidad.

—¿Y luego?

Ambargrís respondió con un gesto de indiferencia.

—Entonces parece un ejercicio sin sentido —comentó Afafrenfere, y dejó la habitación para ir a desayunar.

La enana simplemente sonrió y no se molestó en dar ninguna explicación. Lo que ella sabía, y Afafrenfere no, era el significado de la palabra «santuario». Cuando había acudido al Páramo de las Sombras como espía de la Ciudadela Adbar, Ambargrís había recibido un broche especial que contenía un único encantamiento, un conjuro, capaz de devolverla al santuario designado en un abrir y cerrar de ojos.

Siguió a Afafrenfere, o casi, porque se detuvo en la puerta y se volvió a contemplar los restos del incienso que se expandía por todos los rincones del santuario. Sólo entonces cobró auténtico significado para ella la importancia de su acción. Su santuario anterior estaba en la Ciudadela Adbar, en el hogar donde había nacido, y esta era la primera vez que pensaba en cambiar su ubicación.

Pero esta vez le había parecido una elección perfectamente obvia.

Ambargrís lucía una sincera sonrisa. Había encontrado un nuevo santuario porque había encontrado un nuevo hogar, y había encontrado un nuevo hogar, de forma tan inesperada, porque realmente había encontrado una nueva familia.

Lo había hecho sin pensar casi, y simplemente en un intento de ser pragmática sobre su situación actual. Pero ahora, volviéndose a mirar la habitación, la enana comprendió bien las implicaciones más profundas, las esperanzas y emociones subconscientes que la habían llevado a una acción tan llamativa. Cerró la puerta y siguió a Afafrenfere al salón con paso alegre y saltarín.

Los días se convirtieron en un mes y las nieves del invierno empezaron a caer y los compañeros seguían en Puerto Llast. A menudo acudían a la muralla defensiva para enfrentarse a los sahuagin y cada encuentro resultaba más rápido que el anterior ya que los diablos marinos aprendieron que cuanto antes escaparan de esta poderosa banda, menos bajas sufrían.

Sin embargo, la tarea más importante tenía lugar detrás de la improvisada muralla de Puerto Llast. Lo que Drizzt y sus cuatro compañeros habían traído a los castigados habitantes de la ciudad era, sobre todo, una sensación de esperanza, y bajo esa nueva luz, Dorwyllan y los demás se reagruparon y reorganizaron sus fuerzas convirtiéndolas en eficientes patrullas de ataque. Drizzt y los demás los entrenaban, y a menudo uno o más del grupo acompañaban a la gente del lugar en sus incursiones a los lugares más peligrosos.

En esas empresas extremaban las precauciones; jamás se aventuraba una patrulla fuera de la muralla sin una línea de apoyo que la conectara con la población.

Durante demasiado tiempo, la noche de Puerto Llast había pertenecido a los diablos del mar, pero todos los que conocían a los elfos oscuros lo entendían de una manera diferente. Ahora, en Puerto Llast, la noche pertenecía al drow, y, lo más importante, a sus decididos seguidores.

—Ganar las batallas es apenas el primer paso —le explicó Drizzt a la gente de la ciudad en una reunión en la que participaron los trescientos—. Ganar y retener el terreno ganado será más difícil.

—Más allá de la muralla, casi imposible —respondió una voz.

—Entonces moved la muralla —aconsejó Artemis Entreri.

Drizzt miró al asesino con atención. Casi nada había cambiado en su relación desde su llegada a la ciudad. Entreri seguía en su actitud hostil y cínica y dispuesto a criticar todo lo que el drow intentaba hacer allí. Sin embargo, a pesar de la dura coraza exterior, las acciones del hombre hablaban por sí solas. No había abandonado Puerto Llast por otra ciudad más cómoda, aunque Neverwinter estaba a una fácil cabalgada en su pesadilla, y seguía combatiendo sin vacilación, aunque no sin queja. A lo mejor Artemis Entreri había llegado a disfrutar realmente de ese nuevo papel que había encontrado.

Eso no quería decir que hubiera dejado de fastidiar a Drizzt con lo de recuperar su daga, y Entreri sostenía que esa recuperación era la única razón por la que seguía cumpliendo. Que Drizzt lo creyera o no, si había o no alguna otra razón para la asistencia de Entreri más allá de cualquier ganancia tangible, parecía irrelevante, en realidad, ya que el camino a Luskan y un hombre llamado Beniago eran una promesa para un futuro próximo.

Al cumplirse el segundo mes, la segunda muralla estaba muy avanzada. Empezaron a lo largo de los acantilados por el norte, construyendo casi desde la mitad de la muralla anterior hacia el mar. Al principio la tarea los dejaba perplejos: ¿Cómo iban a poder construir una muralla y dejarla a merced de los diablos marinos cuando se retirasen cada noche detrás de la primera?

La respuesta la dio Ambargrís al diseñar una sección portátil de muralla que pudieran colocar en diagonal desde la primera muralla hasta el final de la segunda, sin terminar, todas las noches. O sea que mientras los canteros y albañiles trabajaban en la segunda muralla, otro grupo creaba puertas de acceso a lo largo de los cubos correspondientes de la primera muralla que quedaba por detrás, y un tercer grupo terminaba la estructura fijando la muralla portátil que Ambargrís había diseñado desde el nuevo extremo de la segunda muralla.

La segunda muralla sin terminar era vigilada por guardias todas los noches, pudiendo requerir con facilidad el apoyo de la ciudad si era necesario y disponiendo de vías de retirada en todo momento.

Esa segunda muralla ya se extendía hasta más de medio camino a través del tramo norte-sur de la ciudad cuando los diablos del mar montaron un asalto coordinado contra ella.

Claro que, esa noche, Drizzt Do’Urden se encontraba entre los sahuagin, aunque ellos no lo sabían, y la voz de alarma llegó a los habitantes de la ciudad con antelación suficiente, de modo que cuando los diablos marinos llegaron, fueron recibidos por la guarnición de Puerto Llast en pleno que formó una sólida línea de defensa.

Un centenar de antorchas volaron desde la muralla, iluminando la noche, y media docena de sacerdotes y un número similar de magos, todos ellos coordinados por Ambargrís, convirtieron la oscuridad en día con una lluvia de iluminación mágica.

Armada como estaba con rocas y jabalinas, lanzas y arcos, el pesado ataque de la milicia hizo retroceder a los monstruos marinos.

Al mismo tiempo, una fuerza considerable, liderada por Entreri, Dahlia y Afafrenfere, se deslizó por los confines meridionales de la ciudad y atacó el flanco de los asaltantes. Al verse desbaratada su coordinación por la andanada de proyectiles lanzados desde la muralla, los súbditos de Umberlee fueron cogidos por sorpresa, y las primeras fases de la batalla estuvieron totalmente en manos de una de las partes, matando los habitantes de Puerto Llast a diablos marinos por docenas.

Drizzt observaba el desarrollo de la batalla desde un tejado a varias manzanas de distancia. Al principio pareció una aniquilación segura. Los sahuagin parecían más interesados en escapar que en ninguna otra cosa, pero después se reagruparon inesperadamente y arremetieron contra las fuerzas de Entreri, ávidos, al parecer, de una lucha encarnizada.

Drizzt hizo una mueca de disgusto ante la idea. La gente de Puerto Llast no estaba en condiciones de sufrir bajas considerables. El drow fue pasando de techo en techo, tratando de encontrar la fuente de esta renovada coordinación. Llevaba a Taulmaril en la mano, pero no lo utilizó. No quería delatar su posición de explorador a cambio de unas cuantas muertes.

Fue avanzando hacia el mar, perfectamente consciente de que si llegaban a descubrirlo no tendría la menor esperanza de recibir refuerzos.

Sin embargo, era de noche, la hora del drow.

Por fin llegó al origen de la determinación de los sahuagin, un diablo marino de proporciones extraordinarias que de pie en los muelles daba órdenes, no sólo a los que corrían, en retirada o en avance entre los muelles y el frente, sino también a otros diablos marinos a los que hacía salir del mar para incorporarse a la lucha.

Drizzt se agazapó y en voz muy baja llamó a Guenhwyvar, que no tardó en aparecer. Drizzt empezó a darle instrucciones, pero hizo un alto y por unos momentos no pudo evitar abstraerse de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Guen parecía demacrada. Su respiración era superficial e irregular. Sus musculosos flancos estaban flácidos y el pelaje había perdido su brillo.

¡Cuánto deseó poder llevarla a un lugar bien iluminado para realizar un examen más completo! Se dijo que no podía. Cuanto antes terminara su carrera, antes podría enviar a la pantera a casa para el descanso que tanto necesitaba. Ordenó a Guen que permaneciera a su lado sirviéndole como guardián, y, por necesidad, tuvo que centrarse otra vez en lo que tenía por delante. Pasó a otro tejado y vio una mejor atalaya en otro que había más adelante. Claro que para llegar hasta allí se hacía necesario un gran salto por encima de una calle estrecha atestada de diablos marinos.

Iba a ser un salto difícil, y casi imposible de darlo sin que repararan en él.

Drizzt buscó en su herencia cultural, en las sensaciones de la profunda Antípoda Oscura que seguía vibrando dentro de su ser drow. Invocó un globo de oscuridad mágica que sobrevoló la calle, cubriendo la mayor parte de la zona abierta que tenía que sortear.

¡Qué difícil le parecía ahora ese salto! Tendría que saltar al medio de la negrura y atravesar la calle hasta el otro tejado y conseguir aterrizar sano y salvo.

Le comunicó su plan a Guenhwyvar. El sonido de la lucha encarnizada que tenía lugar a sus espaldas, junto a la muralla, le recordó que cada segundo de demora podría significar la muerte de otro habitante de Puerto Llast.

Emprendió carrera hasta el borde del tejado, donde saltó y se introdujo dentro de la oscuridad mágica, volando hasta donde pudo. Lógicamente, sabía que podía dar ese salto, pero el hecho de saltar a ciegas hizo que el miedo hiciera latir su corazón con fuerza.

Salió del globo justo cuando tocó el tejado, y el hecho de no verlo antes de tomar contacto hizo que lo hiciera torpemente y que tuviera que contenerse para no gritar al aterrizar con una voltereta para absorber el choque de la caída. Guenhwyvar apareció a su lado y le pasó por encima, tras atravesar con facilidad el globo y con impulso suficiente todavía para posarse en el tejado con elegancia y en silencio.

Tras reorganizar sus pensamientos y dejar de lado sus pequeños rasguños y magulladuras, Drizzt corrió a la esquina noroccidental de la muralla, el punto más próximo al líder sahuagin.

La criatura seguía dando órdenes, ajena a la presencia del asesino apostado a apenas veinte pasos de distancia.

Drizzt preparó su arco y contuvo la respiración para mantener las manos perfectamente firmes. Miró a Guen de soslayo y le hizo un guiño, dándole a entender que pronto tendrían un poco de animación. Volvió a apuntar.

La primera flecha salió volando y estalló en el torso escamoso del sahuagin. A esa le siguió otra que abrió un boquete justo al lado del primero, y la tercera alcanzó al sahuagin en plena cara. La criatura enroscó su cuerpo serpentino y cayó sobre las piedras de la calle.

De una carrera, Drizzt volvió al centro del tejado, luego fue al borde meridional, desde donde se dejó caer a la calle perseguido por una andanada de jabalinas de los diablos marinos.

Guenhwyvar y él siguieron moviéndose, pero hacia el mar, alejándose de los sahuagin que trataban de darles alcance. Los pocos que encontraron tuvieron que enfrentarse a los disparos de Taulmaril y a las acometidas de Guenhwyvar. Y a los atronadores disparos de las flechas, las llamadas y gritos de los diablos del mar y los rugidos de la pantera se sumó un silbido largo emitido a través de un colgante que tenía la forma de una cabeza de unicornio.

Poco después, Drizzt, montado en Andahar, cargaba hacia el sur y luego hacia el este, galopando por las calles de guijarros y perseguido por una multitud de diablos marinos.

—¡Márchate, Guen! —ordenó Drizzt, pegando la cabeza al fuerte cuello de Andahar y fiándose en que la suerte y la velocidad impedirían que las jabalinas lo alcanzaran.

El primer aliado al que encontró en su huida fue a la propia Dahlia, apostada tras la esquina de un edificio. Frente a ella estaba Afafrenfere agazapado y, detrás de ambos, la gente de la ciudad.

Los diablos marinos seguían persiguiéndolos, centrados en su esquiva presa drow, de modo que se vieron sorprendidos de verdad cuando les cayeron encima las fuerzas que los esperaban.

Así fue como empezó la verdadera batalla de aquella noche oscura, la encarnizada batalla por el centro de Puerto Llast. No duró mucho, aunque para todos los participantes, sin duda, aquellos momentos terribles se hicieron larguísimos.

La voz del líder del grupo guerrero de los sahuagin había sido acallada y sus refuerzos estaban muy mermados, mientras que todos los ciudadanos de Puerto Llast salieron a recibirlos.

Victoria.

Una semana después, la segunda muralla estaba terminada, de un extremo a otro de la ciudad, y Puerto Llast había recuperado el doble del terreno correspondiente a su anterior puerto. Aunque sus bajas habían sido menores en esa terrible batalla y, de hecho, gracias a la labor de Ambargrís y de los demás sacerdotes, apenas habían perdido a un puñado de ciudadanos, y aunque docenas de sahuagin yacían muertos en las calles, esa expansión les planteaba un nuevo dilema.

—Ahora estamos más dispersos, tenemos más territorio que defender —dijo Dorwyllan en la reunión de los jefes locales que tuvo lugar en cuanto se hubo terminado la muralla.

—El invierno juega a nuestro favor —opinó otro—. Las esquinas del puerto se están cubriendo de hielo.

—Los diablos del mar buscarán aguas más profundas con el frío —apuntó un tercero.

—Sí, tal vez unos meses de respiro —dijo Dorwyllan—, pero volverán con fuerzas renovadas en la primavera. Me temo que no contamos con fuerzas suficientes para proteger esta muralla exterior de los atacantes.

No obstante, también para esto tenía Drizzt Do’Urden una respuesta.

—Lo haréis —le dijo a Dorwyllan con un gesto tranquilizador.