EL PROPÓSITO
A
nte la insistencia de Drizzt, los cinco compañeros abandonaron Neverwinter a primera hora de la mañana siguiente. Aunque no había dormido nada la noche anterior, Drizzt estaba decidido a ponerse en camino. Muchas veces miró hacia el este, hacia el bosque donde había encontrado a Thibbledorf Pwent presa de una maldición, y muchas veces esa triste realidad lo hizo retroceder en el tiempo, hasta la muerte de Pwent y de Bruenor.
No hacía más que tratar de sacudirse aquel pensamiento sombrío, y ahora se movía con decisión, conduciendo al grupo por la línea costera antes de que el invierno se instalara definitivamente, lo cual ocurrió pronto y con fuerza, cubriendo las tierras que rodean el bosque con un grueso manto de nieve y creando peligrosas capas de hielo por toda la parte norte de la Costa de la Espada. Muchas veces durante su corto viaje le preguntó Dahlia a Drizzt qué era lo que planeaba, y muchas veces también se interesó Entreri por su daga, pero el drow seguía en silencio y esbozaba una sonrisa calma y satisfecha.
—¿Puerto Llast? —preguntó Entreri cuando quedó claro cuál era su destino, ya que cogieron por una pista que bajaba desde los rocosos acantilados hasta la tranquila ciudad costera.
Las que una vez habían sido una cantera y una ciudad portuaria de gran pujanza, ahora apenas parecían algo que pudiera considerarse una aldea.
—¿Arrastras las palabras por algún motivo? —preguntó Ambargrís.
—De arrastrar nada —respondió Drizzt—. Es el nombre de la ciudad. Puerto Llast, con dos eles.
—Como Lloth —dijo Entreri con su sarcasmo habitual.
—No me conozco el lugar —respondió la enana, y Afafrenfere se encogió de hombros al mismo tiempo.
—Una ciudad próspera hace un siglo —explicó Drizzt—. De estos acantilados salieron muchas de las piedras de los edificios más importantes de Aguas Profundas, Luskan y Neverwinter, y ciudades de toda la Costa de la Espada.
—¿Y qué pasó? —preguntó Ambargrís mirando en derredor—. A mí me parece piedra buena. ¿Se puede haber agotado?
—Orcos… bandidos… —explicó Drizzt.
—Luskan —añadió Entreri, y Drizzt hizo una mueca, aunque estaba casi seguro de que Entreri no tenía la menor idea del papel que había desempeñado él en la catástrofe que había tenido lugar en la Ciudad de las Velas, que estaba a apenas unos días a caballo costa arriba.
—Puerto Llast fue invadida y se fue despoblando —explicó Drizzt—. Pasó de una ciudad de casi veinte mil habitantes a no superar unos cuantos cientos en poco tiempo.
—De todos modos es una población importante —dijo Afafrenfere—. ¿Unos cientos de habitantes, y eso en una ciudad portuaria?
—Eso fue antes de la Plaga de los Conjuros —explicó Entreri. Miró a Drizzt y añadió—: Háblales de nuestro destino paradisíaco.
—La tierra se levantó por allí —dijo Drizzt, señalando hacia el oeste, hacia el mar abierto—. Algún efecto de la Plaga de los Conjuros, según se rumorea, aunque, sea cual sea la causa, la tierra está allí sin duda. Esta nueva isla modificó las mareas, arruinando el puerto y acabando con las esperanzas que le quedaban a la ciudad.
—¿Acabada? —preguntó la enana.
—Hemos rodeado el lugar varias veces —explicó Dahlia, confundida—. Todavía hay gente allí.
—Algo de gente, pero no mucha —aclaró el drow.
—Es la ciudad de Umberlee —dijo Entreri, refiriéndose a una malvada diosa del mar con fama de enviar a sus monstruos marinos a sembrar el pánico por las costas de Faerun.
—Y a pesar de todo, la gente resiste y les hace frente —rebatió Drizzt.
—Noble —dijo Afafrenfere.
—Obstinado —dijo Ambargrís.
—Estúpido —insistió Entreri con tanta claridad y seguridad que atrajo las miradas de los demás—. ¿Aferrarse a qué? No tienen puerto, no tienen cantera. Todo lo que tienen son recuerdos de un tiempo ido que no va a volver.
—Hay honor en eso de defender tu casa —sostuvo Ambargrís.
Entreri se rio de ella.
—¿Sin esperanza? —preguntó—. ¿Cuántos pobladores quedan, drow? ¿Trescientos? ¿Doscientos? Y son menos cada año, ya que algunos desisten y se trasladan, y otros son asesinados por los demonios de Umberlee, o los orcos y los bandidos que dominan esta región. No tienen ocasión de defender sus hogares. No tienen nada de valor que pueda atraer a nuevos habitantes, ningún refuerzo para sus mermadas filas.
En la cara de Dahlia se dibujó una mueca astuta al mirar a Drizzt.
—Al parecer, nos tienen a nosotros.
Entreri miró a Drizzt fijamente.
—¿De verdad? —dijo, incrédulo.
—Veamos lo que podemos averiguar sobre el lugar —respondió Drizzt—. Para nosotros el invierno no será más peligroso aquí que en cualquier otro sitio.
Entreri meneó la cabeza, más como señal de absoluto descreimiento que de resignación, pero no dijo nada más. Sin embargo, la mirada que le dirigió a Drizzt era harto elocuente, sobre todo porque pretendía recordarle al drow que sólo había ido con él para recuperar su preciada daga.
La pista se abría camino entre altas paredes de piedra oscura. Varias mesetas excavadas mostraban las ruinas de antiguas catapultas, todas apuntando hacia el puerto que quedaba por debajo. Después de incontables vueltas y revueltas por la empinada cuesta, los cinco compañeros llegaron por fin a la puerta meridional de la ciudad y la encontraron cerrada y bien guardada.
—¡Alto! —gritó un soldado desde la muralla—. Vaya extraña banda de viajeros llama a nuestras puertas. Un elfo oscuro a la cabeza y un grupo variopinto detrás. —El hombre meneó la cabeza y llamó a otros.
Un par de soldados acudieron a su lado y abrieron los ojos como platos.
¡Y no tenía nada de extraño, porque no sólo iba un drow encabezando el grupo, sino que este iba montado en un unicornio y detrás de él iba un hombre a lomos de una pesadilla de los planos inferiores!
—No es algo que se vea tos los días, ¿no? —les dijo Ambargrís a voz en cuello.
—Bien hallados —dijo Drizzt—. Y os ruego que me digáis si sigue teniendo todavía Puerto Llast a Dovos Dothwintyl como capitán supremo.
—Entonces ¿lo conocéis? —inquirió el guardia.
—No muy bien. Conocía mejor a Haeromos Dothwintyl en el pasado, cuando navegaba con Deudermont y el Duende del Mar.
Ante eso, los tres empezaron a hablar entre ellos y, cuando se volvieron, una segunda guardia, una mujer, gritó:
—Y tú ¿quién se supone que eres, elfo oscuro? ¿Tal vez alguien a quién se conoce por el nombre de Drizzt?
—A tu servicio —dijo Drizzt, e hizo una mención de reverencia, limitado como estaba por ir a lomos de Andahar.
—¿Estáis de paso? —preguntó. Drizzt notó cierto nerviosismo en su voz, y lo entendió, porque cuando el capitán Deudermont había superado los límites de la razón y había tratado de someter a la malvada Luskan, la revolución que sobrevino puso a hombres viles a cargo de la Ciudad de las Velas y eso, a su vez, proyectó una larga sombra sobre la próspera ciudad de Puerto Llast. Drizzt había participado en el fracaso de Deudermont, al menos eso era lo que creía la gente, y el hecho de que hubiera tratado de hacer desistir al capitán de sus peligrosas ambiciones mucho antes de los catastróficos acontecimientos no había tenido tanta difusión.
Drizzt había pasado por Puerto Llast un par de veces en las últimas décadas, pero no había sido objeto de una bienvenida demasiado entusiasta desde la caída de Luskan. La mayoría de las veces evitaba la ciudad en sus viajes hacia el norte y hacia el sur.
—Esperamos pasar el invierno en vuestra hermosa ciudad —respondió.
Dos de los guardias desaparecieron, el tercero se dio la vuelta, aparentemente para participar en una conversación con los compañeros que no podían ver desde abajo. Antes de que hubieran dado una respuesta verbal, se oyó el ruido de las puertas al abrirse.
—Bienvenidos, entonces —dijo el guardia que había sido el tercero sobre la muralla, y con una reverencia los dejó pasar—. Hay una posada, Solaz del Cantero, a la sombra de los acantilados orientales.
Creo que allí encontraréis buen alojamiento. Sed listos y permaneced en la zona este, no os acerquéis a los muelles.
Drizzt asintió y, tras deslizarse de su montura, despidió a Andahar. El guardia se quedó asombrado cuando el poderoso unicornio dio un salto y pareció reducirse a la mitad de su tamaño. Otro salto y otra vez se redujo a la mitad, y así una tercera y una cuarta vez, y finalmente Andahar se desvaneció en el aire.
—¿Habéis estado recientemente en Neverwinter? —preguntó el guardia, tratando de aparentar calma, aunque estaba evidentemente pasmado—. ¿Cómo andan las cosas por allí?
—Se está reconstruyendo —respondió Drizzt—. Las mayores y más inmediatas amenazas contra la ciudad han sido eliminadas.
El hombre asintió y pareció muy complacido con la noticia, y Drizzt entendió bien la reacción. Puerto Llast necesitaba que Neverwinter fuera fuerte y segura para mantener a raya a los piratas de Luskan, y tal vez para apoyarlos en sus continuas tribulaciones contra las criaturas del dominio oceánico de Umberlee. La Ciudad de las Velas lo tendría muy fácil para superar a esta ciudad otrora floreciente y ahora casi abandonada, y Drizzt vio eso con claridad cuando miró el abrigado puerto, donde había apenas una docena de pequeños barcos balanceándose al influjo de las mareas, y varios ejemplares de esa reducida flota apenas si parecían aptos para navegar. Las catapultas instaladas en los acantilados orientales que dominaban la ciudad, todavía operativas y atendidas, eran un espectáculo imponente. Pero lanzar una piedra a un barco en movimiento no era tarea fácil. Si los grandes capitanes de Luskan se caían por allí, Puerto Llast casi seguro caería sin apenas un gemido.
—No parece un lugar acogedor —comentó Afafrenfere mientras los cinco iban recorriendo las calles sinuosas entre casas de piedra y tiendas en estado ruinoso. La verdad, la mayoría de las contraventanas estaban cerradas a cal y canto, y otras se cerraban de golpe al paso del pintoresco grupo.
—Estas son tierras castigadas por criaturas salvajes —respondió Drizzt—. Los ciudadanos son precavidos y tienen motivos para serlo.
—Supongo que por el simple hecho de estar aquí hemos redoblado sus defensas —intervino Dahlia.
—Supongo que subestimas la fuerza de los pobladores —apuntó inesperadamente Artemis Entreri, a lo cual los otros cuatro se volvieron a mirarlo. Todavía seguía montado en su pesadilla—. Si sobreviven aquí, eso no es poca cosa.
—Bien dicho —comentó Drizzt poniéndose otra vez en marcha—. Este lugar estará bien para pasar el invierno.
—¿Por qué? —preguntó el asesino y, cuando Drizzt hizo un alto y se volvió, añadió—: ¿Tienes pensado decírnoslo en algún momento?
—Esta noche —prometió Drizzt y siguió adelante.
El camino formaba una horquilla, pero el ramal de la izquierda estaba bloqueado por una pared de piedra guardada por un trío de guardias. Ese era el acceso a la parte más baja de la ciudad, el puerto y la costa, y al mirar a su alrededor, los cinco pudieron ver que se habían levantado muchas paredes nuevas dividiendo prácticamente la ciudad en dos mitades, la oriental y la occidental. El camino que se abría a la derecha llevaba casi en línea recta hacia el este, hacia los acantilados y las secciones más altas de la ciudad, e incluso desde esa distancia los compañeros pudieron ver fácilmente su destino: un edificio central de reciente construcción, de piedra libre de moho que todavía no había adquirió un color gris oscuro.
El salón del Solaz del Cantero era ancho y amplio y estaba bien atendido, con varios hogares donde ardía un buen fuego y docenas de parroquianos sentados alrededor de mesas redondas que llenaban el espacio delante de una gran barra. Una media pared que había por detrás de la barra permitía ver la cocina rebosante de actividad.
—Podría acostumbrarme a este lugar —comentó Ambargrís ante una vista tan prometedora. Se dejó caer junto a la mesa más próxima, dedicando una sonrisa a los tres que estaban sentados a ella, un hombre y dos enanos, todos ellos con caras curtidas por el sol de la costa, las manos callosas de desenterrar piedras y los brazos fuertes y musculosos.
—Bien hallados —los saludó Ambargrís.
—Hola, muchachita, ¿por qué no te sientas con nosotros? —respondió uno de los enanos.
Ambargrís hizo una pausa, miró a sus cuatro compañeros, les hizo un guiño y aceptó la invitación.
—Nada de combates —le indicó Drizzt a Afafrenfere mientras dejaban atrás la mesa. No voy a permitir que nos echen de esta posada ni de esta taberna.
—Por mí puedes estar tranquilo —respondió el monje—. Ya sabes, es Ambargrís la que siempre quiere oír el tintineo de sus monedas al caminar.
—Lo sabía y lo sé, y no quiero nada de eso ahora —contestó Drizzt—. Tenemos un importante trabajo que hacer aquí.
—Puede que nos cuentes algo y pronto —respondió Afafrenfere con tono áspero mientras se alejaba hacia la barra.
Drizzt se detuvo.
—Quédate con él —le dijo a Dahlia en voz baja mientras echaba un vistazo a la enana, que estaba distraída—. Trata de averiguar algo sobre él, sobre su conducta y su lealtad.
—Puede combatir —comentó Dahlia.
—Pero ¿sabe cuándo y contra quién hacerlo?
—Hará lo que la enana le mande —dijo Entreri.
Drizzt volvió la vista hacia la mesa en la que Ambargrís tomaba un trago tras otro de fuertes licores junto con sus tres nuevos amigos.
—¿Crees que la conoces? —preguntó Entreri—. Le pones la cara de Bruenor. Ten cuidado con esa.
—Vaya, Artemis Entreri previniéndome sobre aquellos con los que decido caminar —apuntó Drizzt entre dientes—. El mundo se ha vuelto loco.
Dahlia rio al oírlo y se apartó, siguiendo a Afafrenfere hacia la barra. Mientras tanto, Drizzt y Entreri encontraron una mesa desocupada en el rincón opuesto a la puerta.
—Esta es una ciudad condenada —dijo el asesino en cuanto se sentaron—. ¿Por qué pierdes el tiempo aquí? —Sopesó un momento esas palabras antes de introducir un cambio sutil—. ¿Por qué me haces perder mi tiempo aquí?
—Condenada no —respondió Drizzt—. A menos que nosotros nos resignemos a ello.
—Y tú no lo has hecho —conjeturó Entreri.
Drizzt se encogió de hombros.
—Tenemos una oportunidad de hacer el bien aquí —explicó, y se interrumpió abruptamente cuando una mesera se acercó para ofrecerles algo de beber.
—¿Hacer el bien aquí? —repitió Entreri con tono de duda cuando se hubo ido la chica.
—La gente de Puerto Llast se merece la oportunidad —dijo Drizzt—. Se han enfrentado a todas las vicisitudes.
—Porque son tontos —interrumpió Entreri—. Creía que eso ya estaba claro.
—Ahórrame tus amargas bromas —pidió el drow—. Estoy hablando en serio. Tú has vivido una… vida cuestionable. ¿No te remuerde la conciencia?
—¿Ahora pretendes darme lecciones?
Drizzt lo miró fijamente y meneó la cabeza.
—Te estoy haciendo una pregunta. Sinceramente.
La mesera, una morena joven y bonita que no pasaría de los quince años, volvió con sus bebidas, se las puso delante y se alejó acudiendo a la llamada de otra mesa.
—Suena como si estuvieras dando una lección —respondió Entreri después de un buen trago de la Cerveza Roja de Puerta de Baldur.
—Pues lo siento y vuelto a preguntarte: ¿No te arrepientes de nada?
—De nada.
Los dos se quedaron mirándose. Drizzt no se podía creer esa respuesta, pero encontraba poca cabida para el debate en el tono firme de Entreri.
—¿Alguna vez has hecho algo por alguien simplemente porque era lo que correspondía hacer? —preguntó—. ¿Es que lo que haces tiene que tener siempre una recompensa para ti?
Entreri se limitó a mirarlo mientras tomaba otro trago.
—¿Alguna vez lo has intentado?
—Vine contigo al norte porque me prometiste mi daga.
—Todo a su tiempo —dijo Drizzt con displicencia—. Pero por ahora lo que quiero saber es si lo has hecho.
—¿Tienes algo que puntualizar?
—Aquí tenemos la ocasión de hacer el bien a mucha gente —explicó Drizzt—. Eso implica un nivel de satisfacción que dudo que hayas conocido alguna vez.
Entreri respondió con un bufido y una mirada de incredulidad.
—¿Es así como curas tus heridas? —preguntó. Cuando Drizzt lo miró inquisitivo, continuó—: Si eres capaz de reformarme no te sentirás tan culpable por haberme permitido escapar de tus espadas en el pasado, ¿no es eso? Pudiste haberme matado en más de una ocasión, pero no lo hiciste, y ahora te cuestionas esa actitud compasiva. ¿Cuántos inocentes han muerto porque no tuviste el valor de acabar conmigo?
—No —dijo Drizzt en voz baja negando con la cabeza.
—¿O se trata de otra cosa? —preguntó Entreri, que obviamente disfrutaba con esta conversación—. Una vez conocí a un rey paladín… en realidad en su mazmorra donde fui su huésped. ¡Oh, cuánto me detestaba porque veía en mí un reflejo oscuro de su propio corazón! ¿Será eso? ¿Te asusta pensar que tal vez no seamos muy diferentes?
Drizzt se quedó pensando un momento antes de responder a la mirada confiada de Entreri.
—Confío en que no lo seamos.
La expresión de Entreri cambió rápidamente.
—¿O sea que debes redimirme para que puedas sentir tu propia vida justificada? —Esta vez en su tono había poco de certidumbre.
—No —respondió Drizzt—. Nuestros caminos se han cruzado muchas veces. No te considero mi amigo…
—Ni yo a ti.
Drizzt asintió.
—Sino un compañero… circunstancial, tal vez, pero un compañero de todos modos. Déjame que te guíe por mi camino. Considéralo una ocasión para ver el mundo desde una perspectiva diferente. ¿Qué tienes que perder?
La expresión de Entreri se endureció.
—Me prometiste mi daga.
—Y la tendrás, o al menos te indicaré dónde está.
—¿Si te complazco en esto? —inquirió con un tonillo sarcástico.
Drizzt respiró hondo y trató de sacarse de encima el peso de las obstinadas respuestas del asesino.
—Si me complaces o no. No te he ofrecido un trato. Me he limitado a sugerir un camino.
—Entonces ¿por qué habría de ayudarte?
Drizzt estuvo a punto de rebatirlo, pero captó algo por detrás de la insensible pregunta de Entreri, algo que le dio la clave sobre la verdad que se ocultaba detrás de esa conversación.
Le dedicó una sonrisa cómplice a su antiguo enemigo.
Entreri vació su jarra y la puso con fuerza sobre la mesa, haciendo señas para que le trajeran otra.
—Pagas tú —le dijo al drow a modo de información.
—Estarás en deuda conmigo —apuntó Drizzt a su vez.
—Vaya, ¿por unas cuantas monedas de plata?
—No, por la cerveza —aclaró el drow.
Entreri trató de aparentar que toda esa conversación le había resultado aburrida y fastidiosa, y puede que hubiera en ello algo de verdad, pero Drizzt no pudo evitar una sonrisa, porque él también sabía que había conseguido intrigar a su viejo enemigo.
Sin embargo, esa sonrisa pronto se le borró cuando la puerta del salón se abrió de golpe e irrumpió en él un grupo de ciudadanos. Una mujer y un elfo llevaban a un hombre cuyos brazos se apoyaban en los hombros de ambos y cuya cabeza estaba caída sobre el pecho.
—¡Necesitamos ayuda! —gritó la mujer—. ¡Llamad a un sacerdote!
Entraron casi de lado para poder pasar por la puerta. Cuando estuvieron dentro y de frente, el problema quedó patente para Drizzt y para todos los presentes. La camisa del hombre estaba desgarrada y empapada de sangre y tenía una sucesión de heridas que iban desde la cadera hasta las costillas.
—¡Traedlo aquí! —gritó Ambargrís, mientras que otros corrían hacia la puerta y uno, el que iba delante, clamaba por un clérigo. De un manotazo, Ambargrís despejó la mesa tirando al suelo las jarras y los restos de bebida, y sus tres acompañantes se disponían a protestar cuando le vieron sacar su símbolo sagrado y alzar sus regordetas manos en gesto de súplica al tiempo que susurraba el nombre de Dumathoin.
Drizzt, Entreri, Dahlia y Afafrenfere llegaron todos juntos a la mesa más o menos al mismo tiempo que los compañeros del herido lo colocaban encima de ella. El monje, familiarizado con el trabajo de la enana, se apresuró a asistirla, inclinándose y sujetando al hombre para que no se moviera.
A su alrededor, todo eran preguntas y gritos de «¡Demonios marinos!», y maldiciones contra la malvada diosa Umberlee. En medio de tanto tumulto, Drizzt llevó a un lado al elfo que lo siguió tras una breve vacilación, seguramente confundido por la visión de un drow en Puerto Llast.
—¿Cómo sucedió todo? —preguntó Drizzt.
—Tal como dicen —respondió el elfo sin dejar de mirar al drow con desconfianza.
—No soy un enemigo —lo tranquilizó Drizzt—. Soy Drizzt Do’Urden, amigo de…
No tuvo que terminar, porque en la mirada del elfo hubo una chispa de reconocimiento unida a una sonrisa y a una inclinación de cabeza.
—Soy Dorwyllan, de Puerta de Baldur —dijo.
—Bien hallado.
—Diablos marinos —explicó Dorwyllan—. Sahuagin, el azote de Puerto Llast.
Drizzt conocía el nombre, y al monstruo, porque había combatido a los malvados hombres pez en varias ocasiones durante los años que había pasado en el Duende del Mar con el capitán Deudermont. Volvió la mirada hacia el herido. Afafrenfere le había abierto la destrozada camisa y otros habían acudido con agua para eliminar el exceso de sangre. El drow vio entonces con claridad las heridas: tres profundas punciones, como si tres jabalinas lo hubieran alcanzado en línea recta. Pudo imaginar el tridente, una de las armas favoritas de los sahuagin, que habían clavado en el pobre desdichado.
—¿Dónde?
Otros estaban haciendo la misma pregunta.
—En el cobertizo para embarcaciones que hay al norte —respondió Dorwyllan.
—Y así empieza todo —musitó Dahlia a su lado.
El elfo se volvió a mirarla y se sorprendió al apreciar plenamente a esta elfa que tenía ante sí, ante su belleza y el curioso dibujo de puntos azules que adornaban su cara.
—Fue una suerte que llegáramos este día —dijo Drizzt.
—¡Bah, si esto se ve casi to’s los días! —contestó uno de los enanos que había estado sentado con Ambargrís—. Si no tenemos una mínima de tres diablos marinos por semana, esto no es Puerto Llast, ¿sabéis?
Muchos empezaron a abandonar el Solaz del Cantero y desde el exterior se empezaron a oír gritos instando a la formación de una cuadrilla.
Drizzt miró a Dahlia y a Entreri y los tres se dispusieron a acudir, pero Dorwyllan sujetó a Drizzt por el brazo.
—No hace falta —le explicó cuando Drizzt se volvió hacia él—. Los diablos marinos han huido ya a su santuario de agua, sin duda, porque saben que nos hemos refugiado tras las murallas. La gente acudirá en una gran demostración de fuerza, alineándose en los muelles, arrojando pedruscos a las oscuras aguas para que las criaturas sepan que Puerto Llast permanece vigilante. Y los sahuagin oirán las salpicaduras desde la seguridad de sus guaridas y listos para volver a atacar. Esto se ha convertido en un juego macabro.
—Entonces ¿por qué estabais los tres solos allí abajo?
—No suelen presentarse durante el día —respondió Dorwyllan.
—¿Y por la noche? —preguntó Artemis Entreri desde un lado antes de que pudiera hacerlo Drizzt.
—Se deslizan con la marea —respondió Dorwyllan—. Se acercan a la muralla, se mofan y arrojan piedras y lanzas. Nos ponen a prueba, esperando un momento de debilidad para poder irrumpir en lo alto de la ciudad y darse un festín de carne humana. Y todos los días enviamos patrullas allá abajo. —Señaló a la mujer y al hombre herido con los que había entrado en la posada—. Los diablos del mar están construyendo defensas como preparativo para la batalla inminente. Todos los días bajamos y tratamos de encontrar y derribar sus barricadas.
—Pero por las noches… —le marcó Drizzt el camino.
—Evitamos bajar a los muelles por la noche —respondió Dorwyllan—. Ponemos una fuerte vigilancia en la muralla, pero no nos aventuramos más allá. No contamos con gente suficiente capaz de ver en la oscuridad, y el que lleva una antorcha se convierte en presa fácil.
—Entonces, supongo que los diablos marinos vienen a la costa por la noche, todas las noches.
Dorwyllan asintió. Drizzt hizo una mueca y se volvió a mirar a Entreri, que tenía una expresión sombría, como si supiera exactamente adónde llevaba todo eso.
—¿Estás a punto de terminar tu trabajo, Ámbar? —inquirió Drizzt.
—Ssse, y vivirá, pero no deberá beber por un tiempo porque seguramente perderá —respondió la enana limpiándose las manos llenas de sangre.
—Si tú vas a beber que sea pronto —le advirtió el drow—. Esta noche tenemos trabajo.
Dio un paso para marcharse, pero otra vez Dorwyllan lo sujetó por un brazo, obligándolo a volverse.
—Habrá muchos ahí fuera —lo previno.
—Cuento con ello —respondió Drizzt.
Poco después los reunió a los cinco y puso límites a su ingestión de alcohol, aunque, al parecer, estaban a punto de disfrutar de una suculenta comida, ya que el propietario del Solaz del Cantero quería recompensar a Ambargrís por el excelente trabajo de curación que había hecho con su amigo herido.
—¿Te queda magia suficiente para ayudarnos a pasar una noche difícil? —le preguntó Drizzt a la enana.
—Tengo mucha. ¿Qué tie’s en mente, elfo? Y más te vale que sea bueno si estás pensando en apartarme de la cerveza.
—¿La oscuridad no será un problema para ti? —le preguntó Drizzt a Entreri.
—Hace tiempo me fue concedida la visión nocturna.
—Te la concedió Jarlaxle —dijo Drizzt, porque recordó aquello de hacía mucho tiempo.
—No menciones su nombre —dijo el asesino.
—De modo que sólo Afafrenfere se verá perjudicado por la noche —conjeturó el drow.
El monje resopló, como si hubiera dicho algo absurdo.
—Para nada —explicó Ambargrís—. Este fue entrenado combatir a ciegas y vivió en el Páramo de las Sombras muchos años. No llegó a ser del todo un sombrío, pero anduvo mu’ cerca, que no te quepa duda. Tu noche es un faro rutilante al lado del día del Páramo.
—Perfecto —dijo Drizzt.
—Vamos a salir de la muralla —supuso Dahlia—. ¿Has hecho algún trato para salvar a esta ciudad?
—Vamos a salir de la muralla porque es lo correcto —la corrigió el drow—. Vamos a atacar con contundencia a esos sahuagin y puede que los convenzamos de que se mantengan alejados el tiempo necesario para que Puerto Llast se recupere.
—Los diablos del mar son enemigos formidables —le advirtió Ambargrís con tono solemne.
—Y nosotros también. —Al hacer esta declaración miró a Entreri, a quien consideraba el más proclive a rechazar el plan, pero el asesino parecía muy cómodo, recostado en su silla con los brazos cruzados sobre el pecho. No hizo ni la más mínima objeción.
—Dejaremos que salga la luna —explicó Drizzt.
—No es que vaya a haber mucha, esta noche —intervino Dahlia.
—Creo que eso nos favorecerá —dijo la enana.
Drizzt asintió y no agregó nada más, mientras las mesetas del Solaz del Cantero formaban fila trayendo cada una, una bandeja de suculentos platos. Y todos se dieron cuenta de que esa comida tenía un valor especial porque había sido obtenida en condiciones de dureza extrema. Las bandejas estaban a rebosar de pescado y moluscos, ensalada de algas y enormes langostas marinas que en una época se habían considerado el mayor manjar de la Costa Norte de la Espada. En Luskan eran contados los que las atrapaban actualmente y, por supuesto, aventurarse dentro de Puerto Llast o en sus inmediaciones era tremendamente peligroso.
—Bajamos al mar para pescar —dijo el propietario, un hombre alto y delgado cuyas piernas estaban combadas de forma permanente y cuya cara, de tan curtida, daba la impresión de que podría separarse de su cuerpo para ser usada como armadura—. ¡Espero poder servir un día diablo marino y que el sabor de las asquerosas bestias sea mejor que su comportamiento!
Eso arrancó gritos de entusiasmo a todos los presentes, y llegaron a su punto culminante cuando el hombre que había probado el tridente se apoyó sobre los codos y se sumó gustoso a ellos.
—Hurra por Ámbar Gristle O’Maul —corearon.
—De los O’Maul de Adbar —añadieron los tres que habían estado sentados con ella antes de que se produjera el revuelo.
—Fantástica comida —dijo Ambargrís con un sonoro eructo.
—Así suelen ser las últimas comidas —comentó Entreri.
Drizzt y los demás lo miraron con acritud.
—¿Qué pasa? —preguntó con tono inocente alzando la vista y sosteniendo una pata de langosta en cada mano.
—¿Siempre eres tan animoso? —inquirió la enana.
—No es que tema por mí —explicó Entreri inocentemente—. Sé que puedo correr más que tú, enana, y que ese —añadió señalando con una pata a Drizzt—, que sin duda se quedará el último, luchando valientemente para dar a sus compañeros ocasión de escapar. —Afafrenfere y Ambargrís se volvieron con expresión curiosa hacia Drizzt al oír eso, y Entreri añadió—: ¿Por qué, si no, habría que permanecer junto a semejante tonto?
A Drizzt no se le ocurrió siquiera responder, estupefacto como estaba ante la idea de que la ligereza de Artemis Entreri seguramente le ayudaría a templar sus nervios ante la perspectiva de una empresa peligrosa.
Se deslizaron sigilosamente por las oscuras avenidas de la parte baja de la ciudad, moviéndose con precisión de edificio en edificio, sin apartarse de las lindes meridionales de la ciudad, bajo las sombras de las mismas murallas altas y rocosas que habían atravesado a su llegada a Puerto Llast.
Entreri, Dahlia y Drizzt avanzaban haciendo el «salto de la rana», como lo llamaba Ambargrís, turnándose a la cabeza del grupo, explorando y asegurando el avance y haciendo señas al siguiente para que se adelantara. Afafrenfere permanecía al lado de la enana, manteniendo siempre la posición junto al último miembro del trío que abría la marcha.
Drizzt llegó al extremo noroccidental de un bajo edificio de piedra y echó un vistazo al otro lado. Se puso en cuclillas al final de una calle larga y bastante recta que penetraba en el corazón de la ciudad baja. Apenas un poco al este de su posición, hacia su derecha y a sólo una manzana de distancia, asomaba la muralla, donde ardían antorchas a intervalos regulares. A su izquierda, más o menos a la misma distancia, esta sección de la ciudad descendía abruptamente sobre la costa rocosa.
El drow se volvió hacia Entreri, que era el siguiente en la fila, y en lugar de indicarle que lo adelantara le hizo señas de que se reuniera con él donde estaba. Casi en el momento mismo de llegar, el asesino asintió con la cabeza, viendo el mismo potencial que Drizzt había observado en este lugar particular.
El drow se lo señaló a su compañero, levantó dos dedos y por señas le indicó la esquina suroriental del edificio en el que estaban y la calle paralela que había más allá. Después levantó otra vez dos dedos y señaló el edificio opuesto a este hacia el oeste, al otro lado de la calle.
Entreri se deslizó otra vez al lugar del que había venido y reunió a los demás. Dahlia y él se colocaron al este de Drizzt, mientras que la enana y el monje se colocaron en la calle paralela y al oeste.
Allí permanecieron los cinco agazapados en las sombras y esperaron, aunque no mucho tiempo. Un grito proveniente de la muralla que dividía la ciudad los alertó.
Drizzt miró a Entreri y a Dahlia, que eran los que estaban más cerca de esa muralla, y el asesino lo miró a su vez, señaló hacia el norte e hizo un gesto afirmativo. Ante eso, el drow colocó una flecha en la cuerda de Taulmaril y rodeó la esquina del edificio, poniéndose en cuclillas contra la estructura en medio de la oscuridad.
Desde el este llegó el silbido de Dahlia imitando el canto de un ave nocturna. Hacia el oeste le respondió Afafrenfere, tal como previamente habían planeado.
A la primera señal de movimiento avenida abajo, Drizzt tensó la cuerda del arco y permaneció firme, apuntando. Vio unas formas que trataban de encontrar cobertura en las sombras de un edificio al extremo de la calle y oyó el golpe de las piedras que les arrojaban desde la muralla. Se abstuvo de disparar. Quería estar seguro.
Una forma humanoide se apartó del grupo hacia el centro de la calzada y alzó una jabalina para arrojarla.
Humanoide, que no humano. Drizzt lo vio con claridad a pesar de la distancia y de la oscuridad de la noche. Tenía como mínimo la estatura de un hombre, y una cresta pequeña y espinosa recorría toda su espalda desde la cabeza. Avanzaba con movimientos irregulares, como los de un reptil.
La criatura alzó la jabalina en el momento en que Drizzt soltó su flecha. El destello plateado surcó la calle y a su paso fue revelando una sucesión de imágenes fugaces y de sombras.
La criatura se tambaleó y retrocedió varios pasos con el impacto y se volvió a medias hacia donde estaba Drizzt. Sin embargo, siguió girando al tiempo que se agachaba más y más con cada movimiento hasta acabar cayendo sobre la calle.
Aparecieron otras formas y Drizzt lanzó una sucesión de flechas sin apuntar a nada en particular, sino más bien para mantener ocupados a los atacantes.
Vio que un par de ellos atravesaba la calle a toda prisa corriendo a refugiarse en la seguridad de un edificio que había al otro lado. Oyó unos chillidos agudos mezclados con silbidos que se disipaban en silbidos discordantes.
Más flechas surcaron el aire. Drizzt fue desplazando el arco de derecha a izquierda cubriendo todo el ancho de la calle y haciendo luego el recorrido inverso.
Tuvo apenas un atisbo de un diablo marino sobre los tejados, saltando de un edificio a otro, en dirección hacia él. Un momento después volvió a entreverlo, apenas un instante.
Le bastó.
A la luz argentada de la flecha de Taulmaril, notó la expresión sorprendida y horrorizada del humanoide antes de salir volando con tal fuerza que Drizzt vio claramente sus pies palmeados al caer de cabeza.
Supuso que habría más de ellos allí arriba, y lo más probable era que también vinieran algunos por los edificios de su lado de la calle.
Con una voltereta se plantó en medio de la calle y empezó a disparar desde allí una vez más, llamando la atención. No seguía la trayectoria delos disparos, no se molestaba en apuntar a nada en particular, y seguía mirando hacia arriba, a derecha e izquierda, preparado para el inevitable tumulto.
En cuanto observaron el destello de la primera flecha de Drizzt, Dahlia y Entreri se desplazaron con presteza. Rodearon corriendo el primer edificio y se internaron en el estrecho callejón que había al otro lado, después salieron por el segundo y así siguieron hacia abajo.
Tras varios recorridos como ese, Entreri se disponía a iniciar otro, pero Dahlia lo retuvo en el sitio porque había reparado en otro disparo del drow, que partiendo de la calle apuntaba hacia arriba. La flecha se hizo cargo del diablo marino que estaba apostado en el tejado y cuando ambos estaban mirando hacia arriba, hacia el sitio que Dahlia había señalado con el pulgar, vieron pasar un diablo marino por encima de ellos, saltando al tejado del edificio por el que acababan de pasar.
Dahlia plantó su bastón y Entreri giró sobre sí y se agachó, disponiéndose a servirle de apoyo en su salto. La elfa se elevó en el aire y girando en el extremo de los dos metros y medio de pértiga se lanzó por encima del borde del tejado. Aterrizó en cuclillas, casi sobre el estómago y de cara al callejón, pero sin solución de continuidad se giró y realizó un amplio barrido con la Púa de Kozah que hizo perder la estabilidad a un diablo marino.
La elfa se puso de pie y repitió los golpes una y otra vez para mantener a raya a ese sahuagin y a otro más, tratando de ganar tiempo.
Tras trepar sin dificultad, Entreri irrumpió en el tejado con repentina ferocidad. Se adelantó a Dahlia, dejando atrás los extremos de los dos tridentes con que le presentaban batalla. El asesino hizo entonces un alto y giró a la derecha. El diablo marino de ese lado trató de morderlo cuando se le puso a tiro, pero cambió de idea, o fue Entreri el que lo obligó a cambiar, al introducir una daga por debajo del mentón de la criatura, atravesando su mandíbula inferior y llegando a la superior. Sin aflojar la presión, Entreri rodeó a su contrincante por el flanco y se colocó detrás. Entonces arrancó la daga, desenvainó la espada y con ella atravesó al humanoide por la espalda.
El segundo sahuagin mantuvo su ataque sobre Dahlia, que se tambaleó ante la presión de su atacante. Pensando que ya la tenía, el sahuagin entró con el tridente que la elfa esquivó sin dificultad con un paso lateral.
El diablo marino no se mostró tan ágil cuando la elfa contraatacó, plantándole la Púa de Kozah en la parte alta del pecho y parando en seco su avance. Dahlia retrajo el bastón y volvió a avanzar, haciéndolo retroceder un paso, asestó a continuación un tercer golpe, esta vez en la garganta, y la criatura trastabilló y siguió retrocediendo.
El cuarto golpe lo lanzó despedido del techo y aterrizó de espaldas, duramente, sobre la calle.
—Más —dijo Entreri, y con la mirada le señaló a Dahlia el tejado contiguo.
La elfa dividió su bastón en dos, después lo convirtió en mayales, y ambos se lanzaron contra la nueva amenaza. Atravesaron de un salto y codo con codo el siguiente callejón, aterrizando a la carrera y cargando contra los monstruos que avanzaban.
Dahlia se giró de lado, evitando una embestida, y con la mano derecha dio un golpe transversal enganchando con el movimiento giratorio de su mayal el asta de un tridente. Tiró hacia atrás y hacia arriba, manteniendo la presión hacia adelante a medida que el arma del contrincante se elevaba, lo que aprovechó para golpear con fuerza con el segundo mayal la cara del sahuagin. La criatura se sacudió, claramente desconcertada, y Dahlia se volvió, doblándose por la cintura, y lo arrolló, sin aflojar el movimiento envolvente de su mayal.
La criatura le lanzó un mordisco a la nuca, pero Dahlia, continuando con su impulso, tiró del diablo marino y lo alzó por los aires por encima de ella. El sahuagin soltó el tridente al caer, y Dahlia lo lanzó lejos con un golpe de muñeca. Cuando el monstruo trató de darse la vuelta y levantarse, la elfa le atizó duro en la frente con el otro mayal. La tozuda bestia se volvió a poner de pie, justo a tiempo para recibir el impacto de una doble patada voladora de Dahlia que lo lanzó despedido del tejado.
La elfa volvió a su posición de partida para aguantar la carga de otro diablo marino que, sin portar arma, no se podía decir que estuviera desarmado ya que no dejaba de mover sus garras amenazantes mientras avanzaba hacia ella.
Dahlia imprimió un giro vertiginoso a sus mayales, que golpearon una y otra vez aquellas manos, y al mismo tiempo los batía el uno contra el otro para acumular energía.
A su lado, Entreri luchaba con una segunda criatura y Dahlia se las arregló para echarle una mirada y dedicarle una sonrisa que se desvaneció cuando miró detrás de él y vio que ya había derribado a otros dos adversarios.
¡Esto se había convertido en una competición, y ella tenía pensado ganarla!
Ambargrís se dio de bruces contra Afafrenfere, que se había parado en seco junto a la muralla occidental de un edificio a medio camino calle abajo. La enana estuvo a punto de decir algo, pero prudentemente sujetó la lengua.
El monje tenía la mano izquierda apoyada sobre una ventana cerrada con tablas. Sus dedos apenas rozaban la madera, casi como si captara vibraciones dentro. Tenía los ojos cerrados y habría parecido paralizado en el sitio de no ser por la mano derecha que lentamente alzaba delante de su pecho con los dedos curvados como las garras de un águila.
O como los colmillos de una serpiente, fue la conclusión que sacó la enana cuando Afafrenfere lanzó la mano hacia adelante con la velocidad de una víbora, atravesando los tableros y golpeando la sien del diablo marino que estaba dentro. El monje consiguió asirse a la cresta del monstruo cuando este se apartó, obligándolo a asomar su cabeza por el agujero abierto en la ventana. Afafrenfere se giró al mismo tiempo, alzando el brazo izquierdo y, con el cuello del sahuagin plantado sobre el borde astillado de los tablones rotos, aplicó un golpe descendente con el codo que funcionó como la hoja de una guillotina.
La criatura emitió un extraño gorgoteo que acompañó al crujido seco de su cuello al romperse.
Ambargrís pasó corriendo junto al monje al oír movimiento dentro del edificio e hizo coincidir perfectamente un mazazo de Rompecráneos, su maza de más de un metro, aplicado con las dos manos, con el momento en que el siguiente diablo marino salía por la puerta trasera de la cabaña. El sahuagin salió despedido hacia un lado por efecto del poderoso golpe y acabó sentado sobre el empedrado de la calle.
Se puso de pie con dificultad, tambaleándose y con un brazo colgando. Al parecer, no quería tener nada más con la enana porque se dio la vuelta y salió corriendo.
Sin embargo, un segundo monstruo salió de repente por la puerta y se lanzó sobre Ambargrís a la que pilló desprevenida. La atacó con sus garras y sus fuertes colmillos y la derribó al suelo.
A la enana se le escapó la maza de las manos. Luchó denodadamente, retorciéndose, hasta liberar una mano, suficiente para aferrar con fuerza el brazo del diablo marino. No pudo evitar, no obstante, que las garras de esa misma mano se le clavaran a fondo en el brazo.
Para colmo, el sahuagin consiguió enderezarse y su cara quedó sobrevolando la de Ambargrís. Con un bisbiseo, el diablo abrió sus fauces dejando ver dos líneas de dientes afilados.
También se abrieron, y mucho, los ojos pardos de la enana que escupió desafiante, en la mismísima boca abierta de la criatura.
Aquello tuvo más de declaración de principios que de defensa.
Drizzt observó que un diablo marino volaba desde un tejado a la calle a su derecha, pero no pudo preparar el arco para acabar con la criatura. Otro apareció justo por encima de el, a la izquierda, con el brazo levantado, listo para lanzar su jabalina.
El drow lanzó la flecha y se echó hacia atrás. Alcanzó al sahuagin en el pecho y lo levantó en el aire. La puntería de la criatura no era tan buena, o tal vez demasiado buena, porque la jabalina se clavó en el suelo y quedó allí, justo en el lugar donde Drizzt había estado en cuclillas.
Drizzt había ganado aquel duelo, pero otro diablo marino vino a reemplazar al anterior, y el drow también oyó a otro detrás, sobre el tejado de la derecha. Afirmó bien el talón y se dio la vuelta. Dos zancadas y un salto de cabeza lo pusieron a salvo tras la muralla norte de aquel edificio de la izquierda, y lo bastante cerca como para que el diablo marino tuviera que inclinarse si quería alcanzarlo.
Fue lo bastante necio para hacerlo, y la flecha de Taulmaril le atravesó limpiamente el cráneo.
Mientras este caía otro descendió del tejado saltando sobre Drizzt y otros dos bajaron también al otro lado del callejón, ambos armados con jabalinas.
Drizzt sacó las cimitarras rápido como una exhalación en el momento en que los proyectiles volaban hacia él. El drow giró hacia la izquierda, apartándose del edificio, y esquivó a uno limpiamente mientras interponía a Centella justo a tiempo para desviar el segundo, aunque no lo suficiente para que pasara sin tocarlo.
—¡Ahora! —gritó Artemis Entreri, y Dahlia chasqueó el mayal de la mano izquierda frente a su adversario, haciendo retroceder al diablo marino. Al retraerse, retiró el pie izquierdo hacia atrás y girando se apartó hacia la derecha mientras Entreri se colaba delante de ella.
Dahlia apareció frente al adversario del asesino mientras el sahuagin estaba todavía con la vista fija en Entreri. Su mayal se estrelló en el cráneo de la criatura al mismo tiempo que la espada de Entreri le cortaba el gaznate al que antes había atacado a Dahlia.
Los dos siguieron corriendo, codo con codo. Entreri se agachó y giró hacia la izquierda, cruzando su espada para hacer a un lado una jabalina que volaba hacia él.
También Dahlia se agachó, girando a la derecha y hacia el suelo al mismo tiempo mientras volvía a reunir sus mayales en sólidas estacas de más de un metro de largo y luego rehacía con ellas el bastón de más de dos metros. A todo esto, ella y Entreri seguían corriendo para alcanzar el borde del edificio.
Sin embargo, era demasiado tarde. Los dos se dieron cuenta mientras se acercaban, porque un par de diablos marinos que estaban en el tejado continuo ya estaban en el alero, interponiendo sus tridentes para cortarles el paso.
Artemis Entreri frenó la carrera al acercarse al alero y se llevó la mano al cinto.
Dahlia llegó al mismo tiempo que él, pero no redujo la marcha, sino que plantó el extremo de su largo bastón que usó como apoyo para lanzarse por los aires hacia la criatura. El diablo marino cambió la orientación de su tridente en consecuencia y pareció convencido de poder esquivar a la elfa, pero en el último momento Dahlia alzó más las piernas, tensó los músculos del torso y aplicó toda su fuerza, consiguiendo alzarse más en el aire. Pasó por encima del tridente, superando al escamoso humanoide, y se giró en vuelo, aterrizando de frente a la dirección de la que había venido. Retrajo su bastón y lo alineó justo a tiempo de bloquear el afilado tridente que trataba de alcanzarla.
Echó una mirada al otro diablo del mar, pero no estaba interesado en ella. Se sujetaba las entrañas donde Entreri había enterrado el cuchillo que llevaba oculto en la hebilla del cinto. A pesar de todo, conseguía mover el tridente de un lado a otro por delante de sí, impidiendo los intentos del asesino de saltar desde el tejado contiguo.
Dahlia paró el envión del tridente de su oponente, tratando de encontrar una manera de acabar este combate y allanar el camino para que su compañero se uniera a ella. Echó una mirada a Entreri que intentaba, inútilmente, apartar el tridente con su espada, aunque a duras penas podía llegar a él y no tenía la menor oportunidad de arrancarlo de las manos del sahuagin o al menos de apartarlo lo suficiente para poder dar el salto.
Dahlia estuvo a punto de gritarle eso a Entreri, pero se contuvo porque comprendió que toda aquella representación de Entreri no era más que una artimaña en la que trataba de llamar la atención del sahuagin con su espada. Retorciéndose y bisbiseando, el diablo marino seguía con su tridente los movimientos de la espada totalmente ajeno a que Entreri le había arrojado su daga a la cara.
El diablo marino retrocedió un par de pasos. La daga no había dado el giro adecuado para clavarse y se limitó a rebotar en la frente del sahuagin, pero consiguió sorprender a la criatura y hacerle perder el equilibrio. Para cuando consiguió recuperarse y centrarse otra vez, Entreri ya estaba en el tejado frente a él y tenía una buena espada apuntándolo al pecho.
Trató de apartarse y de esquivar el golpe.
Pero lo único que pudo hacer fue emitir un gruñido cuando el arma se le clavó.
Entreri aplicó toda su fuerza y la introdujo hasta la empuñadura, acercándose tanto que la criatura mortalmente herida no pudo pensar siquiera en utilizar su largo tridente.
El contrincante de Dahlia emitió un horrible chillido y colocó el tridente en ángulo para ensartar a Entreri, pero la elfa no se lo iba a permitir. Contraatacó con una andanada implacable de golpes y reveses, adelantándose siempre al tridente mientras el diablo del mar trataba de recuperarse y oponer resistencia para situarse en pie de igualdad con ella.
Por fin, la frustrada criatura se limitó a arrojarle a Dahlia su tridente, que ella esquivó con facilidad y a continuación se lanzó sobre ella con garras y dientes.
Bueno, o lo intentó, porque la guerrera elfa lo golpeó repetidas veces con dureza con la Púa de Kozah, y en el último embate descargó la energía relampagueante del bastón que lanzó al diablo marino hacia atrás, haciéndolo salir despedido del tejado y acabar estrellándose contra la pared del otro edificio.
Dahlia miró a Entreri, que se dio la vuelta y expulsó de su espada al sahuagin empalado de tal modo que también este cayera muerto en el callejón, mientras que con la mano libre recuperó tranquilamente su cuchillo del abdomen del muerto.
—Cuatro —anunció, disponiéndose a recoger la daga que estaba sobre el tejado.
Dahlia respondió con un gruñido y se dispuso a marcharse, aunque no llegó lejos porque una piedra la golpeó en la sien y la hizo caer de rodillas, desorientada.
Entreri se quedó mirando, atónito, luego se volvió hacia la muralla e imaginó cuál había sido el repentino giro de los acontecimientos, porque el aire se llenó de piedras voladoras, una andanada de misiles lanzados por los habitantes de la ciudad que en la oscuridad eran incapaces de distinguir entre un aliado y un diablo del mar.
El sahuagin quiso morderla desde arriba, y Ambargrís levantó de golpe la cabeza para salir al encuentro de su ataque. Su frente chocó violentamente contra la mandíbula superior del diablo marino. El resultado fue un buen tajo cuando la sorprendida criatura se retrajo, pero la enana aceptó el dolor porque había conseguido un avance significativo.
Entonces llegó el pie de Afafrenfere como una centella y golpeó al atontado diablo marino en un lado de la mandíbula. Sin embargo, Ambargrís vio que el monje no sería su salvador en este caso, ya que de un salto se apartó de ella para enfrentarse a otro sahuagin que salía del interior de la cabaña.
Mientras el diablo marino que tenía encima se levantaba un poco para acomodar sus revueltas ideas, Ambargrís se las ingenió para encoger las piernas debajo del cuerpo. Lanzó una patada hacia arriba tirando al mismo tiempo de los brazos del monstruo al que levantó por encima de sí. Valiéndose de sus poderosas piernas la enana levantó el trasero del suelo, quedando apoyada prácticamente sobre los hombros, y lanzó al monstruo con tal fuerza que aterrizó de espaldas dándose un buen golpe.
Ambargrís arqueó la espalda y tensó los músculos de la espalda, consiguiendo ponerse de pie nuevamente. Se giró de inmediato y se dio cuenta de que su maza estaba demasiado lejos, de modo que tiró del pequeño escudo que llevaba a la espalda y saltó sobre el enemigo caído. Levantó el escudo con ambas manos y con todas sus fuerzas, que no eran pocas, clavó el borde en el cuello del diablo del mar que yacía en el suelo.
Las piernas de la criatura se levantaron por la fuerza del golpe, entonces empezó a retorcerse y a agitar brazos y piernas, mientras trataba de encontrar el aire que se le negaba.
Ambargrís miró por encima del hombro para observar a su compañero en acción. Tenía a un diablo marino de rodillas, indefenso ante la andanada de puñetazos que le sacudían la cabeza hacia uno y otro lado.
—¡Detrás de ti! —le gritó la enana, al ver a otro enemigo saliendo por la puerta, tridente en mano. No tenía de qué preocuparse, porque era evidente que el avezado monje tenía plena conciencia de él e incluso lo incitaba a atacar pensándolo tan distraído.
Afafrenfere dio un salto mortal hacia atrás cuando el tridente buscaba su cuerpo, impulsándose de tal modo que dejó atrás la penetrante punta. Agarró la larga asta con la mano izquierda y descargó un golpe con la derecha que la partió limpiamente en dos. El monje no perdió el tiempo y con un movimiento de través de la mano izquierda impulsó hacia arriba el puntiagudo tridente y lo lanzó contra la cara del diablo marino.
De un salto en el aire, el monje siguió al proyectil y le dio una patada al monstruo en plena cara. Tocó el suelo y giró sobre los metatarsos, preparando una patada voladora que alcanzó al sahuagin en el pecho y lo hizo volar de espaldas hasta estrellarse contra la pared de la cabaña.
El monje se dejó caer sobre una rodilla, recogió la mitad caída del tridente y después de una vuelta completa quedó frente al diablo marino con el proyectil en posición horizontal por detrás de su oreja.
Afafrenfere lanzó la mano hacia adelante y golpeó con el tridente a modo de látigo en el pecho del sahuagin. El monstruo echó mano del asta, pero Afafrenfere obligó a la escamosa criatura a soltarlo y volvió a lanzarlo en el ángulo correcto para clavarlo en el gaznate del diablo marino. Otra vez lo liberó y estaba vez se lo clavó en el pecho, abriendo tres nuevos boquetes por encima de los tres que le había hecho antes.
Acompañaba cada movimiento con un pequeño grito, aumentando su energía con las llamadas cortantes de su orden y con su chi tan afilado como la punta de una lanza.
O como la punta de un tridente.
La camisa de mithril de Drizzt desvió la jabalina hacia arriba impidiendo que se le clavara en el hombro. Y aunque le produjo un doloroso corte en un lado del cuello, no fue nada grave, nada que le restara fuerzas.
Y nada que ver con lo que había conseguido el otro proyectil. Drizzt se dio cuenta al volverse por efecto del golpe y comprobar que la jabalina anterior se había clavado a fondo en el muslo de la criatura que había saltado del tejado colindante. Sin embargo, con obstinado tesón, el diablo del mar avanzaba hacia él renqueando, con la jabalina colgando de su pierna.
Drizzt saltó hacia él y le dio una patada a la jabalina. La criatura se retorció de dolor mientras el drow pasaba corriendo a su lado, lanzándole un golpe de través con Centella. A pesar de todo, el otro intentó volverse para hacerle frente, pero Drizzt se paró en seco y dando la vuelta lo atacó con ambas cimitarras, derribándolo antes de que el sahuagin pudiera plantear siquiera alguna estrategia defensiva.
El drow se vio obligado a saltar hacia atrás cuando los otros dos se lanzaron contra él y, sorprendentemente, el diablo del mar herido, tozudamente, se unió al ataque. Tenía una docena de heridas profundas y sangrantes en los brazos y en el torso; llevaba la jabalina colgando torpemente de la pierna e iba dejando un rastro de sangre por la herida que Drizzt había agravado con su patada… y a pesar de todo seguía adelante.
Drizzt se apartó de él, rodeándolo para cargar contra los otros dos. Les hizo frente con una vertiginosa sucesión de movimientos, girando y lanzando tajos oblicuos, agachándose y girando para darles tajos en las piernas, poniéndose de pie de golpe y repitiendo los giros y los cortes. Para un espectador no avisado, aquello podría haber sido tomado por un caos absoluto, pero a un guerrero avezado, cada vuelta, cada descenso y elevación, cada tajo y cada estocada del explorador drow le habrían sonado como las armoniosas notas de una dulce y perfecta melodía. Cada movimiento llevaba al siguiente, de una forma lógica, equilibrada y potente. Cada golpe, de frente o de lado, daba en su objetivo.
Y cada retracción oblicua de esas espadas desbarataba el ataque de una garra, una patada o un avance repentino de un sahuagin. Esto se prolongó unos momentos, pero cuando Drizzt se apartó con una voltereta de aquel desbarajuste, dejó a los dos diablos marinos tambaleándose, sangrando y desorientados, lo cual le dio tiempo más que suficiente para lanzarse a recuperar su arco.
Rodando se puso de pie, al tiempo que se volvía y colocaba una flecha en el arco.
El sahuagin que tenía más próximo salió volando con un destello relampagueante.
El segundo se mantenía de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos.
Drizzt lo derribó al suelo haciendo estallar su cerebro bajo el peso del disparo.
Eso dejaba solo al tercero, que todavía cojeando, con la jabalina clavada moviéndose a cada paso que daba y dejando un reguero de sangre, seguía avanzando hacia él. Drizzt colocó otra flecha y apuntó con todo el tiempo del mundo. Siguiendo el astil de la flecha contempló a la criatura, buscando alguna señal de miedo, algún atisbo de conciencia de que estaba a punto de morir, algo que lo hiciera pensar que no tenía la menor posibilidad con él.
Sólo vio determinación y odio.
Casi sintió pena por él.
Casi.
Por fin lo lanzó por los aires.
—Los demás huyen hacia el mar —informó Ambargrís mientras ella y el monje rodeaban corriendo el edificio hacia el otro lado de donde estaba Drizzt—. Si nos damos prisa podemos acabar con uno o dos más.
—Dejad que huyan —respondió Drizzt—. Volveremos mañana cuando se ponga el sol, y la noche siguiente. Los aguijonearemos una y otra vez. Al final se cansarán de esto y ayudaremos a la población a reclamar Puerto Llast al mar.
—Héroes —sonó otra voz con tono sarcástico, y al volverse hacia la calle los tres vieron a Entreri y a Dahlia que se acercaban a ellos.
La elfa apenas se tenía en pie y se apoyaba en el asesino que también estaba lleno de heridas, incluso tenía un ojo tan hinchado que los otros pudieron apreciarlo con la única luz de las estrellas.
Drizzt corrió hacia Dahlia y la apartó del lado de Entreri. De inmediato se dio cuenta de que tenía el pelo apelmazado y pegajoso por la sangre.
—¡Ámbar! —llamó Drizzt, apoyando a Dahlia en el suelo.
—Da la impresión de que a ti también te vendrían bien un par de mis conjuros —comentó la enana arrodillándose al lado de la elfa mientras observaba el hilo de sangre que brotaba del cuello de Drizzt.
Cuando Drizzt miró a la enana, que tenía una herida sangrante en la frente, se dio cuenta de que lo mismo podría aplicársele a ella.
—Deberíamos retirarnos a la parte alta, más allá de la muralla —propuso Afafrenfere—. Los sahuagin podrían volver en mayor número y organizados.
—Sí, es cierto —reconoció Entreri—. Tengo unas cuantas cosas que decirles a esos granaderos.
El tono en que lo dijo hizo que todos se volvieran a mirarlo.
—Quedáis advertidos —añadió Entreri con tono grave—. Podríamos volver al camino poco después.