LUZ DE LUNA
D
rizzt sostenía la estatuilla ante sus ojos y la miraba con nerviosismo. No había querido separarse de Guenhwyvar la noche anterior, temiendo que su llegada pudiera haber sido una anomalía y que no volviera a repetirse. Sin embargo, la pantera se veía cansada, necesitada de descanso.
Estaba en su habitación de Neverwinter y el sol todavía no había salido. Se había separado del felino después del crepúsculo del día anterior.
A pesar de que había pasado mucho tiempo, tenía que tratar de llamarla otra vez.
—Guenhwyvar —susurró.
En la cama que tenía detrás de sí, Dahlia se removió sin despertarse.
—Guenhwyvar.
A pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, Drizzt pudo ver la niebla grisácea que se adensaba a su alrededor y pudo sentir cómo se iba corporizando la presencia de Guenhwyvar. En cuestión de segundos, que a él le parecieron larguísimos, la pantera volvió a aparecer a su lado. El drow, exultante, le dio un fuerte abrazo. La necesitaba en ese momento, tal vez más de lo que la había necesitado jamás desde su salida de Menzoberranzan tantas décadas atrás.
La estrechó aún con más fuerza y apoyó la cabeza contra su costado.
Notó su respiración agitada.
Se dio cuenta de que había sido demasiado pronto y se reprochó su impaciencia.
—Vete —le susurró al oído—. Te volveré a llamar pronto.
La pantera obedeció, paseándose en círculo y volviendo a transformarse pronto en niebla insustancial para desaparecer luego totalmente.
Drizzt se dispuso a volver a la cama donde dormía Dahlia, pero luego cambió de idea y se dirigió a la ventana. Se sentó y tendió la mirada sobre la ciudad de Neverwinter, que todavía era una sombra de lo que había sido. Sin embargo, los habitantes eran trabajadores y tenían la determinación necesaria para reconstruir Neverwinter de las cenizas del cataclismo.
Drizzt, por su parte, también estaba decidido a reconstruir su propia vida. Miró pensativo a Dahlia mientras consideraba la idea. ¿Formaría ella parte de eso? Era una elfa, y joven, y seguramente lo sobreviviría a él a menos que una espada enemiga segara su vida. ¿Estaría dispuesta a caminar a su lado hasta el fin de sus días?
Drizzt no podía saberlo.
Se volvió otra vez hacia la ciudad oscurecida y pensó en sus otros tres compañeros. No podía dejar de compararlos con los cuatro amigos con los que había viajado en el pasado.
¿Alguno de este grupo daría la talla, tendría el carácter, de cualquiera de los compañeros del Salón?
La pregunta siguió rondándolo. Sin duda en cuestión de pericia, con la espada o los puños o incluso con la magia, el grupo que lo rodeaba había probado su capacidad. En caso de Enfrentarse estos cuatro con sus cuatro compañeros anteriores, sería dudoso que unos u otros salieran victoriosos.
Pero eso poco importaba en opinión de Drizzt, porque sin duda lo más importante era la altura moral.
En cuanto a eso…
Drizzt suspiró y empezó a levantarse, pensando en volver a la cama al lado de Dahlia, pero cambió de idea y siguió en la ventana. Se quedó dormido en la butaca, mirando hacia la ciudad de Neverwinter que se levantaba sobre sus cenizas, porque esa visión lo reconfortaba y le infundía esperanza.
—Más te vale sacarlo de la ciudad si quieres que siga con nosotros —le dijo Ambargrís a Drizzt cuando se encontraron en el salón de la posada. Durante la noche había refrescado y el frío se había colado hacia el interior, de modo que la enana echó otro leño al fuego.
—Pronto —la tranquilizó Drizzt.
—Salen barcos pa’l sur todos los días —le advirtió Ambargrís.
El drow asintió con gesto ausente y la vista fija en el fuego.
—Lo tie’s ansioso, aunque no soy yo quién pa’decirlo. Tú lo entiendes lo suficiente pa’saber que tenerlo nervioso no es la mejor manera de sujetarlo, al menos no en la dirección qu’esperas.
El drow asintió otra vez. No tenía ganas de discutir con el perspicaz razonamiento de la enana. Había atraído a Entreri con la promesa de su daga enjoyada, pero lo más probable era que las demoras transformaran el interés en enfado.
Un Artemis Entreri enfadado no figuraba entre los objetivos de Drizzt Do’Urden.
—Hoy mismo —se oyó decir incluso antes de haber pensado en la promesa que estaba haciendo—. Hoy mismo nos pondremos en camino.
Desistiría de la visita prevista a Arunika, decidió entonces, porque ahora que tenía a Guenhwyvar a su lado no necesitaba salir en su busca. Sin embargo, no podía olvidar tan fácilmente el inquietante misterio que habían descubierto al sureste de la ciudad. Otra vez se le representó el campamento destruido de los goblins, las marcas en una garganta que Dahlia había atribuido a un vampiro, la carnicería en la tienda en la que él veía señales de otro tipo de enemigo. Dahlia había insistido en que volvieran a perseguir al asesino de goblins, y su ansiedad por salir de caza no había hecho más que crecer a medida que avanzaba la noche.
La elfa entró en el salón en ese momento, con expresión que mostraba a las claras que no le había sentado nada bien despertarse sola en la cama.
—Cuando bajen los demás, reuníos conmigo en la plaza del mercado y estableceremos un punto de encuentro al norte de la ciudad —le indicó Drizzt a la enana. Cogió de la bandeja del desayuno un par de bollos y salió al encuentro de Dahlia antes de que ella llegara al centro del salón.
—Date prisa —le dijo—. Los mercaderes están desempaquetando sus mercancías y podríamos conseguir mejores precios si somos los primeros en llegar.
Dahlia lo miró con curiosidad.
—Nos queda poco tiempo —explicó Drizzt—. Salgamos a buscar a tu vampiro.
Dahlia se lo quedó mirando con los brazos en jarras. El drow entendía su confusión, porque de regreso a la ciudad la noche anterior, cuando a ella se le ocurrió la idea de comprar cierta ayuda mágica para buscar a un vampiro, Drizzt había cuestionado abiertamente la idea, incluso la había ridiculizado un poco.
Drizzt se limitó a responder a su mirada inquisitiva con una inclinación de cabeza, le pasó una pequeña faltriquera con monedas y salió de la posada.
No había pasado una hora cuando Andahar, el unicornio, salía atronador de Neverwinter por el camino oriental, directo hacia el sol naciente, llevando sin dificultad a Drizzt y a Dahlia.
A petición de Dahlia, el drow redujo un poco la marcha. Se volvió a mirar a la mujer y a la curiosa varita que emitía un suave resplandor y con la que señalaba un punto en el bosque, a su derecha.
—Allí —dijo, apuntando con la varita hacia los árboles.
—¿De modo que confías en lo que dijo el mercader y crees en esa varita?
—La pagué con oro del bueno.
—Una tontería —dijo Drizzt para sí, pero sólo para suavizar las cosas. Al fin y al cabo, había sido su oro.
Dirigió a Andahar hacia un lado y partieron al trote atravesando el pequeño campo que lindaba con la fila de árboles. Según había dicho el mercader, la varita llevaba incorporado un detector de criaturas no muertas de las cuales no había precisamente escasez en la región desde que Sylora había creado el repugnante anillo de pavor.
Drizzt tiró de las riendas para detener a Andahar y se volvió para mirar a Dahlia a la cara, aunque ella no daba muestras de notar su mirada, tan concentrada estaba en la varita.
—¿A qué se debe que esto te resulte de pronto tan importante? —preguntó Drizzt.
Sobresaltada, Dahlia lo miró y pasaron unos segundos antes de que respondiera.
—¿Te parece que dejar libre a un vampiro es una actitud valiente para un buen ciudadano?
—El bosque está lleno de peligro, con vampiros o sin ellos.
—¿O sea que Drizzt Do’Urden quiere dejar de buscar debajo de una piedra? —bromeó la elfa—. Y yo que creía que tú eras un héroe.
Drizzt hizo una mueca burlona. Le gustaba oír a Dahlia hablar en ese tono desenfadado. Había momentos en que la elfa le daba a entender que podía haber mucho más entre ellos, momentos en los que él se atrevía a esperar que todavía había esperanzas de transformar a esos nuevos compañeros en una banda a la altura de sus recuerdos.
La expresión de Dahlia cambió de repente.
—Dame un gusto —le rogó Dahlia con toda seriedad.
—¿Crees que es tu antiguo compañero?
—¿Dor’crae? —dijo Dahlia, y Drizzt pudo ver que su sorpresa era genuina—. ¿Cómo iba a serlo? ¡Lo destruí totalmente y con mucho gusto! ¿No te acuerdas?
Claro que lo recordaba. Dahlia había combatido a Dor’crae, al lado de los enanos moribundos. Lo había obligado a abandonar la antecámara, ya mortalmente herido, y él voló bajo el diluvio de los elementales de agua que volvían a la sima del primordial en Gauntlgrym. Bajo la embestida de las aguas mágicas, aparentemente el vampiro había sido destruido.
Entendió entonces que no era la idea de Dor’crae lo que movía a Dahlia, y sospechó que había otro motivo por el que ella quería acabar con eso. A lo mejor creía que ese Effron, su hijo, podía estar detrás del ataque.
Se dio cuenta que, sin embargo, no podía seguir el rumbo de sus propios pensamientos ya que el recuerdo de los últimos momentos de Dor’crae le hacía revivir esos espantosos instantes en que, al llegar a la sima y a la antecámara, se había encontrado a sus amigos muertos o moribundos debajo de la trascendental palanca.
—De modo que no puede ser él, y deberíamos… —empezó a decir Drizzt, pero puso cara de estupor al recordar la escena de la palanca que siguió inmediatamente a la desaparición de Dor’crae.
Las últimas palabras que le había dicho Bruenor volvieron a resonar, dulces y tristes, en su cabeza; recordó la rápida muerte del rey, la luz que iba abandonando sus ojos grises y a Thibbledorf Pwent…
Thibbledorf Pwent.
Le vino a la cabeza la tienda destrozada en el campamento goblin, la masacre identificable. Vampiro o batallador. Dahlia y él lo habían discutido.
Todos esos pensamientos inquietantes se unieron, y Drizzt tuvo su respuesta. Él había supuesto bien, pero Dahlia también.
Sin pronunciar una sola palabra más, se dio la vuelta y espoleó a su cabalgadura.
—Gracias —le susurró ella al oído, pero no tenía por qué, ya que, de haber estado solo, Drizzt habría tomado el mismo rumbo.
Redujeron el paso al entrar en el bosque donde Drizzt empezó a abrirse camino con cuidado entre los árboles y las ramas enmarañadas.
No habían hecho más que internarse en la espesura cuando la varita de Dahlia empezó a brillar con más intensidad y de ella salió una voluta de niebla azul grisácea que se metió en el bosque por delante de ellos.
—Eso sí que es interesante —comentó Drizzt.
—Síguela —le indicó Dahlia.
La voluta de niebla siguió desenrollándose delante de ellos como una cuerda, guiando su camino entre los árboles. Llegaron a un grupo de robles, cerca del cual había algo que tomaron por una piedra.
Andahar se paró de golpe y resopló. Drizzt dio un respingo, alarmado, porque lo que tenían delante no era una piedra, sino una extraña bestia de gran tamaño, una especie de revoltijo de magia mal avenida: una mezcla de oso y de ave rapaz.
—O sea, que vamos hacia el norte —comentó Afafrenfere—. ¿Conoces este lugar?
Artemis Entreri colocó su saco repleto en la parte de atrás de la montura y saltó sobre su pesadilla.
—Apenas una hora a caballo —explicó.
—Vaya, y mi amigo qu’aquí ves pue’correr como nadie —dijo Ambargrís—. Pero con mis cortas piernas creo que será mejor que monte.
Entreri asintió, pero se limitó a poner al paso a su montura.
—Una pena que no tengas caballo —comentó por encima del hombro—, o jabalí.
Ambargrís puso los brazos en jarras y alzó la vista hacia el hombre.
—Pues entonces tardaremos más en llegar —dijo.
—No —la corrigió Entreri—. Tardarás más tú. —Y sin más, espoleó a su caballo y partió al galope hacia la puerta norte de Neverwinter.
El hermano Afafrenfere resopló y lanzó una risita impotente.
—Vaya —concedió Ambargrís—. Si tuviera ante mí un camino mejor, me marcharía.
—¿Mejor que… qué? —preguntó el monje—. ¿Sabemos siquiera qué aventura tiene Drizzt pensada para nosotros?
—Es necesario que lo tengamos cerca —explicó la enana—. Y a Dahlia, y ah, a ese también —añadió señalando con la cabeza a Entreri, que ya estaba lejos—. Si lord Draygo o Cavus Dun vienen a por nosotros, voy a querer tener las espadas d’esos tres entre los sombríos y yo.
Afafrenfere consideró lo que había dicho durante un momento, después asintió y se puso en marcha hacia la puerta norte.
—No me dejes atrás —le advirtió Ámbar— o t’haré un conjuro y te dejaré atao e indefenso en medio del bosque.
El recuerdo de aquel asalto inesperado en las entrañas de Gauntlgrym hizo que el monje se volviera con mirada furiosa hacia Ambargrís.
—Eso funcionó una vez —dijo—, pero no volverá a suceder. Nunca más.
La enana se rio de buena gana al darle alcance.
—El mejor conjuro que t’hayas encontrao, chico —dijo—, porqu’ahora tienes ante ti una vida mejor. Una vida de aventura, no lo dudes. Una vida de batallas.
—Ya, y probablemente una vida de batallar con mis propios compañeros —dijo secamente, lo cual hizo que su compañera redoblara sus carcajadas.
Aquella bestia, mezcla de oso y lechuza, no se levantó para enfrentarse a ellos, y Drizzt se tranquilizó rápidamente, reconociendo que estaba bien muerta.
—Menos mal —dijo Dahlia, dejándose caer de la grupa del unicornio y acercándose al behemoth muerto. Porque realmente era un behemoth, tan grande como un oso pardo, pero con la cabeza y el poderoso pico de una lechuza sobre los robustos hombros del plantígrado.
—Ya lo creo —coincidió Drizzt bajando también al suelo.
Dahlia se agacho junto a la bestia, separando el pelaje ensangrentado del cuello.
—Supongo que hemos encontrado la víctima más reciente de nuestro vampiro.
—¿Un vampiro que mató a un oso-lechuza? —preguntó Drizzt, escéptico, y también él se inclinó y empezó a examinar el cadáver, pero no el cuello.
—¿O sea que admites que fue un vampiro? —al preguntarlo, Dahlia se valió de las dos manos para separar el espeso pelo y dejar al descubierto las dos heridas punzantes de unos caninos.
—Eso parecería —respondió Drizzt—, y, sin embargo… —Aplicó el hombro a la bestia y la empujó un poco para separar también el pelo y mostrarle un agujero más grande, mucho más profundo—. También conozco esta herida.
—Dime.
—La púa de un casco. —A Drizzt le costó pronunciar las palabras. Volvió a pensar en la macabra escena junto a la palanca, volvió a pensar en Pwent.
—¿Puede ser que un vampiro y un batallador actúen juntos?
—¿Un enano aliado con un vampiro? —preguntó Drizzt con tono de duda. Él tenía otra explicación, pero no era algo que estuviese dispuesto a compartir.
—Athrogate viajó junto a Dor’crae.
—Athrogate es un mercenario —dijo Drizzt meneando la cabeza. Él no se refería a un batallador cualquiera—. Los batalladores son soldados leales, no mercenarios.
Dahlia se puso de pie y volvió a apuntar al bosque con la varita. La voluta de niebla reapareció y se introdujo entre los árboles.
—Bien, vamos a averiguar lo que hay —dijo Dahlia.
Drizzt despidió Andahar y se internaron a pie en el bosque. Durante muchas horas continuaron con su búsqueda infructuosa en la que Dahlia gastó carga tras carga de su varita. Muchas veces echó Drizzt mano al bolsillo que llevaba al cinto, pero sabía que no debía invocar a Guen, que debía dejar pasar por lo menos un día.
—Si esperamos a la noche, es posible que el vampiro nos encuentre a nosotros —comentó Dahlia más tarde, y sólo entonces se dio cuenta el drow de que el sol ya había pasado su cenit y empezaba a descender hacia el oeste. Meditó en las palabras de Dahlia, cuya idea no se avenía a sus planes. Guenhwyvar estaría con ellos por la mañana, y ella encontraría a su presa.
Tan absorto estaba Drizzt en las posibilidades que se atropellaban en su cabeza que había olvidado otro detalle de los planes que había hecho para ese día. Miró hacia el norte, donde sus tres compañeros esperaban que los requiriera. Artemis Entreri no debía de estar muy contento.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Dahlia.
Drizzt se volvió hacia el oeste. Estaban demasiado lejos y se habían internado en partes del bosque que no conocían.
—Volvemos a Neverwinter —decidió.
—¿Vas a dejar a Entreri y a los demás solos en el bosque con un vampiro suelto?
—Si no estamos en su campamento a la puesta del sol, volverán a la ciudad —dijo Drizzt con aire ausente. No podía centrarse en los demás. De repente, esa búsqueda había cobrado importancia.
—Vampiro… —repitió Dahlia con tono ominoso.
—Lo encontraremos mañana.
—Me complaces —comentó Dahlia—. Eso me gusta.
Drizzt no se molestó en explicar sus propios intereses, especialmente al ver que Dahlia se acercaba con un gesto de picardía.
—Vampiro —repitió la elfa con una ancha sonrisa y los ojos chispeantes.
Drizzt contempló su expresión y quiso compartir su alegría en aquel momento, pero le resultó imposible porque estaba demasiado preocupado por todas las posibilidades que aquello implicaba.
Dahlia se puso frente a él y le echó los brazos al cuello, acercando mucho la cara a la suya.
—¿No vas a discutir nada esta vez? —le preguntó en voz baja.
Drizzt logró soltar una risita.
—Vampiro —dijo Dahlia y su sonrisa tomó un cariz lascivo. Se desplazó hacia un lado y buscó la garganta del drow, mordisqueándolo juguetona en el cuello.
—¿Sigues sin discutir? —preguntó, y volvió a morderlo, esta vez un poco más fuerte.
—Tú ansías un vampiro —respondió Drizzt, y en ese momento le resultaba difícil mantenerse centrado. Era la primera vez que se tocaban, a excepción de cuando iban a caballo, desde que habían dejado atrás la oscuridad de Gauntlgrym—. Nada más lejos de mi intención que rechazar tus deseos.
—¿Desear? —dijo Dahlia volviendo a buscar sus ojos.
—Desear ser uno, entonces —dijo Drizzt—, por lo que parece.
Entre risas, Dahlia lo estrechó entre sus brazos. Apoyó sus labios sobre la oreja de él y lo besó suavemente.
—¿Me has perdonado? —le preguntó.
Drizzt la apartó de sí y se quedó estudiando su expresión. No podía negar la atracción que sentía por ella, especialmente cuando llevaba el pelo así y cuando sus pinturas de guerra casi no eran visibles.
—No tengo nada que perdonar.
—¿Y mi beso con Entreri? —preguntó Dahlia—. ¿Tus celos?
—Fue cosa de la espada que jugaba con mis inseguridades y me llevaba a concebir ideas oscuras.
—¿Estás seguro de que no era más que eso? —preguntó, apartándole de la cara el largo pelo blanco—. A lo mejor la espada se valía de lo que veía en tu interior.
Antes de que terminara, Drizzt ya estaba negando con la cabeza.
—No hay nada que perdonar —repitió.
A punto estuvo de preguntarle si ella misma se había perdonado, pero prudentemente se abstuvo de hacerlo, no fuera que reabriese la herida abierta por la aparición del joven y maltrecho brujo.
—Volvamos a Neverwinter —dijo Drizzt, pero ahora era Dahlia la que negaba con la cabeza.
—Todavía no —le respondió—, y lo condujo a un lecho de musgo.
Dahlia le dio unos golpecitos a Drizzt en el brazo y cuando él alzó la vista del cuenco de estofado, le señaló con la cabeza la puerta de la taberna.
Al drow no le sorprendió ver entrar a los tres, ni tampoco lo pilló desprevenido la expresión hosca de Artemis Entreri. Cuando el asesino lo vio, condujo a los otros dos directo hacia él por entre la multitud.
—El invierno se nos echa encima —dijo Entreri apropiándose de una silla que Drizzt tenía enfrente—. La noche está fría —añadió al ver que el otro no respondía.
—Entonces hicisteis bien en volver a la ciudad —contestó el drow con tono casual.
—Oh, estupendo —le comentó Afafrenfere a Ambargrís—. Cómo voy a disfrutar viendo cómo se matan estos dos.
La enana dio un bufido.
Como si todo aquello no fuera con él, Drizzt volvió a su estofado, o lo intentó hasta que la mano de Entreri salió disparada a través de la mesa y lo cogió sin miramientos por la muñeca.
El drow alzó la vista lentamente para mirarlo.
—No me gusta nada que me dejen plantado en medio de un bosque oscuro —dijo Entreri sin alterar la voz.
—Nos perdimos —explicó Drizzt.
—¿Cómo es posible que os perdierais? —preguntó Entreri—. Fuiste tú el que fijó el lugar del encuentro.
—Nuestro camino nos llevó hacia el este, hacia terreno desconocido —intervino Dahlia.
—¿Qué camino? —preguntó Entreri sin apartar los ojos de Drizzt.
El drow se recostó en la silla cuando Entreri le soltó la muñeca, miró hacia el lado y les hizo señas a los otros dos de que se sentaran. No estaba muy seguro de cómo encarar eso. Estaba casi seguro ahora de que y a quién perseguían. La cuestión era si quería o no que Entreri tomara parte en esa misión. El encuentro, en caso de producirse, ya iba a ser de por sí difícil de controlar, y era imposible saber hasta qué punto podía complicar las cosas la participación del impredecible y despiadado Artemis Entreri.
—¿Cuál es tu plan, drow? —preguntó Entreri.
Los otros cuatro, Dahlia incluida, lo miraron a la espera de que respondiera exactamente a esa pregunta, y era una buena pregunta.
—Me acompañaste a las entrañas de Gauntlgrym para deshacerme de aquella maldita espada —dijo Entreri—. Hasta ahí, estoy en deuda contigo.
El asesino miró a Dahlia deliberadamente.
—O te lo debía —aclaró—, pero ya no. Esperé donde dijiste y no te presentaste.
—Un gran sacrificio —dijo Dahlia, sarcástica.
Afafrenfere rio por lo bajo y Ambargrís volvió a soltar un bufido.
Entreri desplazó la mirada de Dahlia a los otros dos antes de volver a fijarla en Drizzt.
—No me debías nada —fue la respuesta del drow—. Ni antes ni ahora.
—No es del todo cierto —dijo Dahlia.
—Librarnos de Herzgo Alegni, librarnos de la Garra de Charon —hizo una pausa para mirar a Dahlia— o librarnos de Sylora Salm… todas eran cosas buenas y correctas. Habría hecho lo mismo de encontrarme solo si se me hubiera presentado la oportunidad.
—Drizzt el héroe —dijo Entreri en voz baja.
El drow se encogió de hombros. No estaba dispuesto a discutir con el asesino en ese plan.
Artemis Entreri se lo quedó mirando unos segundos, después apoyó las dos manos sobre la mesa y se puso de pie.
—No nos separamos como enemigos, Drizzt Do’Urden, y ya no me parece poco —dijo—. Bien hallado y adiós.
Con una última mirada a Dahlia se volvió y salió andando de la taberna.
—¿Y dónde nos deja esto a nosotros? —le preguntó el hermano Afafrenfere a Ambargrís.
La enana miró a Drizzt a la espera de una respuesta.
—¿Qué camino se t’hace más apasionante? —preguntó—. ¿El tuyo propio o el de Entreri? Por lo que a mí respeta, estoy que rabio por una pelea o por diez.
—Diez, y diez más después de eso —añadió Afafrenfere, ansioso.
Drizzt no tenía una respuesta, y cuando se volvieron hacia Dahlia, ella también se limitó a encogerse de hombros.
También Drizzt miró a la elfa su expresión de desaliento se le clavó en el corazón. Sin embargo, no era una punzada de celos, lo cual le resultó curioso.
—Bueno, no lo vamos a resolver aquí, entonces —declaró Ambargrís levantándose también de su asiento—. ¡Y mis tripas están rugiendo, os lo aseguro! —Y al oír el choque de una bandeja miró hacia la barra donde una banda de rufianes se atropellaban por dejar un espacio libre.
—La casa cubre las apuestas —anunció el posadero.
—Vaya, está empezando a gustarme Neverwinter —dijo la enana—. Ven conmigo, chico —añadió dirigiéndose a Afafrenfere—, vamo’a ganar unas monedas.
Se volvió hacia Drizzt y Dahlia y les hizo un guiño exagerado.
—Ahí donde lo veis —dijo indicando con un gesto a su menudo flacucho compañero—, pocos resisten mucho tiempo frente a sus puños desnudos.
Lanzó una estentórea carcajada.
—Estaremos por aquí si encontráis un camino que valga la pena recorrer —dijo. Volvió a mirar hacia la barra donde dos tipos corpulentos habían desnudado su torso para pelear mientras otros intercambiaban monedas anunciaban a ritos sus apuestas.
—Pue’que nos encontréis en las habitaciones más caras de la ciudad —anunció Ambargrís marchándose con Afafrenfere detrás. Mientras se alejaban, Drizzt y Dahlia la oyeron decirle en voz baja al monje—: Veamos, no tires a ninguno d’ellos demasiao rápido. Deja qu’el segundo piense que pue’vencerte, pa’que podamos sacarle el mayor jugo posible.
La risita de Dahlia hizo que Drizzt volviera a fijarse en ella.
—Al parecer, atraemos a interesantes compañeros —dijo.
—Divertidos, al menos. —Dicho esto se puso seria y miró a Drizzt—. ¿Qué es lo que pretendes hacer?
—¿Ahora mismo? Encontrar a nuestro vampiro, ¿no?
—Batallador, quieres decir.
—Eso, también.
—¿Y después?
Drizzt adoptó una expresión reflexiva mientras trataba sinceramente de decidir eso.
—Encuentra una respuesta rápido o vamos a perder tres compañeros —señaló Dahlia—, u otros dos, porque uno acaba de marcharse.
Drizzt pensó en eso, pero meneó la cabeza. Creía que la atracción de la’enjoyada daga bastaría para mantener a Entreri a su lado, al menos un poco más. A pesar de las palabras de despedida y de su evidente enfado, Drizzt sabía que podía contar con él siempre y cuando iniciaran pronto ese viaje.
—¿Quieres conservarlos a nuestro lado? —le preguntó Drizzt señalando con un gesto al monje y a la enana.
—El mundo está lleno de peligros —contestó ella mirando más allá de su compañero al tumulto que empezaba a formarse, y le hizo señas de que se volviera.
Ahí estaba Afafrenfere, con el torso desnudo. Su engañosa delgadez hacía que pareciera un alfeñique frente al gigante que tenía enfrente.
El tipo forzudo lanzó un golpe pesado que el monje esquivó sin dificultad aprovechando para asestarle un puñetazo en las costillas. Un segundo gancho del contrincante erró de lejos su objetivo, y el público lo celebró con estridentes carcajadas.
El tercer puñetazo, sin embargo, alcanzó a Afafrenfere en un lado de la mandíbula y lo derribó al suelo. La multitud volvió a aullar.
—Casi no lo tocó —señaló Dahlia con tono de respeto que indicaba que había reconocido la finta del monje. Drizzt también lo había visto. Afafrenfere había girado perfectamente siguiendo el golpe de tal modo que apenas pudiera producirle daño.
El monje se puso de pie, aparentemente inestable, pero cuando el tipo corpulento se le echó encima, Afafrenfere adoptó una postura perfectamente equilibrada y le lanzó al otro una repentina seguidilla de feroces puñetazos a la parte media, sutilmente, en rápida sucesión, y pocos notaron que el hombretón que se inclinaba sobre él estaba demasiado abatido por el dolor para ofrecer un auténtico contraataque.
Afafrenfere consiguió zafarse del abrazo hacia un lado y golpeó repetidamente con las manos abiertas sobre las costillas de su oponente.
—Está tratando de que golpee —comentó Drizzt.
—No derribes a ninguno de ellos demasiado rápido —dijo Dahlia repitiendo casi al pie de la letra las palabras de Ambargrís. Sin embargo, se cortó abruptamente e hizo una mueca de dolor, lo mismo que Drizzt, cuando el grandote se dio la vuelta con un gancho de izquierda en el que parecía aplicar toda la fuerza de su cuerpo, un golpe potente y salvaje que podría haberle arrancado al monje la cabeza de haberlo alcanzado.
Pero Afafrenfere se agachó y el puño pasó de largo hasta estrellarse contra una de las columnas de la taberna, con tal fuerza que el edificio todo se estremeció.
El hombre a punto estuvo de desmayarse al retirar la mano rota. Su mirada se veía perdida y se le doblaron las rodillas mientras parecía que procuraba por todos los medios no vomitar.
Afafrenfere se deslizó hacia un lado con gran velocidad, se agachó y describió un círculo apoyándose en el metatarso del pie derecho. Se cogió a la barra, afirmándose, y levantó el pie izquierdo que aplicó a la espalda del hombre al que empujó con todas sus fuerzas lanzándolo despedido hacia el otro extremo de la habitación, hasta empotrarse de cara contra una mesa. Salieron volando platos, vasos y astillas mientras los parroquianos se apartaban rápidamente.
La multitud daba vivas, sobre todo al ver que el hombretón trataba de levantarse y acababa cayendo al suelo, cogiéndose la mano destrozada y perdiendo el sentido.
Se oyeron tintinear de monedas y maldiciones entre dientes. La taberna se llenó de vivas y de voces que pedían más mientras la atmósfera festiva iba creciendo.
Y en medio de todo, Drizzt y Dahlia se fijaron en Ambargrís, que sacaba su símbolo sagrado y se acercaba al pugilista caído.
—Te arreglaré la mano —le dijo, y añadió—: Por unas cuantas monedas.
—Brillante —musitó Drizzt con tono de impotencia, y a sus espaldas, Dahlia rompió a reír otra vez.
—Me estoy aburriendo —le dijo Afafrenfere a Ambargrís. Los dos esperaban a un lado mientras otra pelea ocupaba el centro del local.
—Bah, no te preocupes —dijo la enana—. De todos modos, después d’ese último no voy a dejar que nadie te desafíe.
Mientras hablaba, un tipo corpulento alzó a su adversario por encima de su cabeza y lo arrojó al otro extremo de la habitación, donde cayó de bruces entre las sillas y las mesas.
—Más monedas pa’una sanadora —susurró Ambargrís.
Se dispuso a acudir, pero se detuvo de repente estudiando al vencedor que estaba con los brazos levantados, rugiendo y pavoneándose ante todos.
—Pue qu’ese quisiera probar contigo —le dijo la enana al monje.
—Es un necio pesado —comentó Afafrenfere.
—Sí, pero presuntuoso.
El monje se encogió de hombros.
Poco después de que Ambargrís hubiera hecho un conjuro de sanación al último perdedor, Afafrenfere se midió contra el tipo corpulento que parecía tener un poco de sangre de ogro por lo alto y enorme que era.
Claro que eso sólo lo convertía en un blanco más grande.
Llegó bravuconeando, balanceando los gruesos brazos uno detrás del otro, mientras Afafrenfere lo esquivaba retrocediendo, agachándose, después hacia el lado.
Los gritos de aliento empezaron a aquietarse y fueron reemplazados por quejas al ver que muchas fintas y vueltas no resultaban en un solo golpe.
Afafrenfere seguía mirando a Ambargrís, que sostenía una bolsa de monedas para las cuales no había candidatos.
El gigantón se le echó encima con las manos abiertas, y esta vez el monje no lo esquivó, sino que dio un paso adelante y le atizó un puñetazo en la cara.
Sin embargo, lo pagó muy caro ya que el hombre lo cogió por el cuello con ambas manos y lo levantó del suelo. Afafrenfere trató de asestarle una patada, pero el otro tenía los brazos tan largos que sus piernas no conseguían alcanzarlo.
Volvió a mirar a Ambargrís, que estaba discutiendo con varios parroquianos que le pedían que aceptara sus apuestas.
La enana discutía de forma convincente, demasiado convincente y durante demasiado tiempo, pensó Afafrenfere mientras el tipo aquel lo ahogaba y lo sacudía de un lado para otro como si fuera un muñeco de trapo. Finalmente, Ambargrís cedió y las monedas cambiaron de mano.
La enana reparó en la mirada del monje y le hizo un guiño.
Entonces, Afafrenfere se cogió a los pulgares del gigantón y se sujetó a ellos con fuerza para luego lanzarle una patada con ambos pies, que retiró junto antes de golpearlo. Usó ese impulso para lanzarse hacia arriba, levantando las piernas por encima de él y liberarse así de su sujeción.
Aterrizó a una o dos zancadas del oponente, pero el tipo, respondiendo a lo que el monje había esperado, se lanzó tras él y volvió a cogerlo por la garganta. Sin embargo, antes de que aquel bruto pudiera acercarse y lo volviera a levantar del suelo; Afafrenfere le cogió las manos, enganchó los pulgares debajo de los del hombre y plegó las piernas debajo del cuerpo, cayendo directamente al suelo.
El gigante se tambaleó hacia adelante, pero antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, el monje aterrizó de rodillas y aprovechó el envión de la caída para empujar hacia abajo con las manos con una fuerza repentina y brutal, doblándole al otro los pulgares hacia atrás.
El golpe sordo de las rodillas del monje al golpear el suelo se sumó el agudo crujido de los dedos del otro al romperse.
El hombretón emitió un sonido extraño, mezcla de gruñido y aullido, y retiró las manos. Fue entonces cuando el furioso monje arremetió contra él, saltando hacia adelante para asestar una rápida sucesión de puñetazos —derecha, izquierda— en la cara del hombre. El otro levantó las manos maltrechas y Afafrenfere atacó aún con más violencia, dándole un tremendo derechazo en el estómago que lo hizo tambalearse y doblarse sobre la zona dolorida.
El gancho de izquierda del monje lo alcanzó en plena cara y su cabeza salió disparada hacia un lado, mientras su poderoso gancho de derecha lo golpeaba otra vez en el estómago con fuerza suficiente para levantarlo del suelo.
El hombretón bajó las manos y llegó entonces el gancho de izquierda de Afafrenfere que otra vez hizo que la cabeza del oponente girara bruscamente de lado. El otro alzó las manos en actitud defensiva y otro gancho lo separó otra vez del suelo.
El devastador ciclo se repitió una tercera vez, consiguiendo que el hombre perdiera pie y quedara con los brazos colgando inermes a ambos lados del cuerpo. Furioso todavía por el intento de estrangulamiento, Afafrenfere se inclinó hacia la derecha contra el adversario y lanzó repetidos golpes con la derecha. Con cada golpe levantaba al bruto del suelo y lo dejaba caer otra vez en el mismo sitio.
—¡Ya basta! —gritó alguien del público.
—¡Eh, que lo vas a matar! ¡Ya basta! —gritó otro.
El hermano Afafrenfere se volvió y levantó las manos en actitud pacífica. Se encontró con una veintena de tipos que lo miraban con expresión atónita, muchos meneaban la cabeza desconcertados.
El monje miró a Ambargrís con un encogimiento de hombros y una media sonrisa, y la enana, reconociendo la intención que se escondía tras ese gesto asintió con una mueca.
En ese preciso momento Afafrenfere ejecutó un giro repentino sobre los metatarsos, adquiriendo gran velocidad y fuerza; descargó un gancho de izquierda en la mandíbula del gigantón haciéndole perder pie y, tambaleándose, este cayó por fin pesadamente de espaldas sobre el suelo de madera.
El salón entero pareció quedar detenido en el espacio y en el tiempo, los vítores y los gritos dieron paso a un silencio helado. Nadie apartaba la vista de este hombre increíble, enjuto, de manos demoledoras.
El gigantón gruñó y se removió, demostrando que al menos no estaba muerto, y rompió así el encantamiento. Entonces varios parroquianos que estaban cerca de Ambargrís empezaron a darle empujones y a gritarle. Afafrenfere acudió rápidamente a su lado.
—¿Qué magia has empleado, enana? —preguntó un hombre.
—Ninguna —respondió inesperadamente una mujer desde detrás de los allí reunidos, y todos se apartaron y dejaron paso a una mujer de pelo rojo bien conocida en Neverwinter.
Arunika avanzó hasta donde estaban la enana y el monje y lo estudió a él minuciosamente. Lo cogió por la muñeca y, viendo que él no ofrecía resistencia, le levantó el brazo dejando al descubierto una rosa amarilla que llevaba tatuada en la cara interior del antebrazo.
La risa de la mujer fue una confirmación de sus sospechas.
—Nada de magia —les dijo a los presentes—. Una victoria limpia, aunque yo no apostaría por ninguno de sus adversarios.
—¡Vaya, nos la has jugado, maldita enana! —dijo con un gruñido un parroquiano especialmente sucio.
—Y tu hermana más —le respondió Ambargrís sin vacilar—. ¡No querías apostar conmigo, y cuando tu chico parecía un claro ganador bien qu’aceptaste mis monedas!
—¡Lo preparaste todo de esa manera! —declaró el otro.
—¿Lo prepare todo para que estrangularan a mi amigo?
—¡A mí me parece muy vivo!
—¡Claro, pero hacemos caso de lo que dices, entonces ese campeón tuyo no vale ná! ¡Piénsalo bien, zoquete! —A medida que se iba encorajinando, Ambargrís se iba acercando al hombre, hasta que quedó cara a cara con él y le puso el dedo regordete delante de las narices, obligándolo a retroceder—. Que vengas a decir que dejé que mi chico llegara al borde de la muerte sabiendo que después se soltaría y derribaría al tuyo al suelo no dice nada a favor de fu protegido, y me aseguraré de contarle la confianza y la estima que le tienen —miró al hombre que seguía de espaldas en el suelo—, en cuanto se despierte.
Eso sacó de sus casillas al otro.
—Pagadle —les dijo Arunika a los parroquianos—. Ha sido dinero bien habido y, si apostáis, debéis estar dispuestos a pagar lo que perdéis.
Hubo muchas quejas, pero Ambargrís y Afafrenfere salieron de la taberna con varias bolsitas de oro.
—No vamos a volver a ganar de esa manera —comentó Afafrenfere—. Deberíamos haber parado después del segundo.
—¡Bah! Volverán a apostar. Esos zoquetes no pum evitarlo.
—Pero apostarán por mí. Entonces ¿dónde está tu ganancia?
—Puede que tengas razón —dijo Ambargrís, y acompañó sus palabras con una sonrisa pícara y un guiño—. A menos que pienses que pue’s con un par de ellos.
Afafrenfere se disponía a contestar, pero sólo suspiró. Sabía que lo más probable era que Ambargrís lo pusiera a pelear con tres.
—Ahí tienes a tu vidente —le comentó Dahlia a Drizzt.
Con aire pensativo, el drow se llevó una mano a la faltriquera, pero la retiró de inmediato. No necesitaba a Arunika porque Guen ya había vuelto a su lado. Pero entonces se le ocurrió otra idea, de modo que le sonrió a Dahlia y le hizo señas a Arunika de que se reuniera con ellos.
—Se os ve bien —observó la pelirroja después de sentarse entre los dos.
—Encontró a su pantera —explicó Dahlia—, y ahora estamos buscando… —Drizzt le puso la mano en el antebrazo para cortarla, algo que seguramente no le pasó desapercibido a Arunika.
—Barrabus, es decir Artemis Entreri, está aquí —dijo Drizzt—. Está en la tercera habitación de arriba. ¿Querrías reunirte con él? Yo te pagaré.
Dahlia abrió los ojos como platos y se volvió a mirar a Drizzt con expresión llena de sorpresa y rabia.
—No soy ninguna furcia —dijo Arunika riendo.
—No —respondió él riendo a su vez—. No se trata de eso. Entreri se había comprometido a marchar con nosotros hacia el norte, pero ahora se ha vuelto atrás. Yo insisto en que lo que más le conviene es ir hacia el norte, y me gustaría que tú se lo confirmases a él.
—¿Porque tú lo dices? —preguntó la mujer, escéptica.
—Entonces utiliza tus poderes —le dijo el drow—. Yo sé dónde encontrar algo que quiere que le devuelvan.
—¿La espada?
—Está destruida —intervino Dahlia.
—Ah —dijo Arunika, y pareció impresionada.
—Se trata de algo diferente, pero no menos importante —le aseguró Drizzt.
Arunika se lo quedó mirando un momento y susurró algo casi inaudible. Drizzt se dio cuenta de que era un conjuro.
—¿Algo material o una revelación? —preguntó astutamente la vidente.
—Sí —respondió él.
Arunika hizo intento de levantarse y Drizzt echó mano a su faltriquera, pero la mujer le hizo señas de que esperara.
—Iré a verlo —prometió.
—¿Qué quieres? —preguntó Artemis Entreri con la puerta apenas entreabierta. Tenía el torso desnudo y Arunika se aseguró de que su mirada no dejara dudas sobre lo que pensaba de su musculoso cuerpo.
—Barrabus —respondió.
—Ese no es mi nombre… no volverá a serlo nunca.
—Artemis, entonces —dijo—. Quiero que hables conmigo. Somos grandes figuras en medio de un mar de patanes. No deberíamos ser extraños, ni enemigos.
Sus palabras estaban cargadas de una buena dosis de sugestión mágica, pero no tendría que haberse molestado, ya que para la mayoría de los hombres, y Entreri no era una excepción, el efecto mágicamente seductor e insinuante de su aspecto incrementado por el conjuro era más que suficiente.
Entreri dio un paso atrás y abrió la puerta, y Arunika entró alegremente en su guarida.
—Es bueno que hayas regresado —dijo ella sentándose sobre su cama revuelta con coqueta timidez. Se le pasó por la cabeza que tal vez le convendría olvidarse de la petición de Drizzt y convencer a Entreri de que se quedara en Neverwinter. ¿Le convendría tomarlo como informante, tal vez, otro gran subordinado en la red que había creado? Después de todo, conocía muy bien las hazañas de Barrabus el Gris, y sabía que era un hombre peligroso pero también poderoso.
Decidió que el peligro era excesivo después de conversar un rato con él, no mucho después de haberse enfrentado a su fría mirada. Sí, recordaba muy bien a Barrabus el Gris, y siempre había tenido claro que era uno de los pocos mortales que conocía capaces de derrotarla.
Con todo, eso no quería decir que no pudiera serle útil, y de varias manera diferentes.
A pesar de sus protestas anteriores, la pelirroja no dejó de aprovecharse un poco de su poderosa seducción, de permitirse ciertos juegos para complacer a Entreri. No abandonó la habitación hasta que en el cielo empezó a apuntar la luz del amanecer, dejando a Entreri exhausto y profundamente dormido.
Le había deparado gran placer, y él se lo había retribuido. Una ventaja inesperada, pensó la súcubo, ya que la finalidad de su seducción no había sido su propio placer. ¡Esta noche no, aunque había llegado sin duda como recompensa añadida! No, en medio de su apasionado encuentro, Arunika había hecho un conjuro sobre este peligroso asesino, un conjuro de clarividencia. Y cuando hubieron acabado, agotados el uno en brazos del otro, la súcubo de pelo rojizo, un demonio susurrante, había estado a la altura de la reputación de los de su especie y había destilado en el oído de Entreri los argumentos para convencerlo de que lo que más le convenía era seguir su camino junto a Drizzt y Dahlia.
Después de todo, su fama como vidente no era inmerecida, y ahora Artemis Entreri, marcado por el conjuro de Arunika, le serviría de espía.