1

ECOS DEL PASADO

E

n el cielo había oscuros nubarrones, pero de vez en cuando la luna se abría paso entre ellos y su luz tenue se colaba por la ventana de la habitación, proyectándose sobre el redondeado hombro de Dahlia. Ella dormía de lado, dándole la espalda a Drizzt.

El drow se alzó sobre un codo y la miró la luz de la luna. Ahora su sueño era tranquilo; su respiración, rítmica y sosegada, pero poco antes se había estado debatiendo en algunas pesadillas y gritando «¡No!».

Daba la impresión de que trataba de alcanzar algo con las manos, de llegar a algo, tal vez de tirar de algo hacia sí.

Por supuesto, Drizzt no podía descifrar los detalles. Eso le recordó que esa compañera suya era realmente una desconocida para él. ¿Qué demonios llevaba Dahlia sobre sus suaves hombros?

La mirada de Drizzt pasó de ella a la ventana, y al ancho mundo que quedaba al otro lado. ¿Qué hacía él ahí, otra vez en la ciudad de Neverwinter? ¿Pasar el tiempo?

Habían vuelto a Neverwinter tras un peligroso viaje a Gauntlgrym, y en ese viaje había encontrado muchas sorpresas y a un par de nuevos compañeros, enana y humano. Entreri había sobrevivido sorpresivamente, a pesar de que la espada, que él consideraba la causa de su longevidad, había sido destruida.

De hecho, cuando Drizzt había arrojado la Garra de Charon por el borde de la sima del primordial, lo había hecho casi convencido de que Artemis Entreri sería destruido junto con ella. Sin embargo, Entreri había sobrevivido.

Se habían adentrado en la oscuridad y habían salido victoriosos, pero ni Drizzt ni Dahlia habían disfrutado de la aventura y ahora no podían saborear la victoria. En el caso del drow, persistía un resto de resentimiento y de celos porque Dahlia y Entreri habían compartido muchas cosas en los últimos días, una intimidad, temía, más profunda aún de la que él había tenido nunca con ella. Drizzt era su amante, Entreri se había limitado a besarla, y eso, cuando estaba seguro de encontrarse al borde de la muerte. Sin embargo, Drizzt tenía la impresión de que Dahlia se había abierto emocionalmente más a Entreri de lo que jamás se había abierto a él.

Drizzt volvió a mirar a Dahlia.

¿Acaso estaba ahí, en Neverwinter, tratando de distraerse? ¿Se habría convertido su vida en una sucesión de distracciones hasta que por fin encontrara su propia tumba?

En el pasado, Drizzt había cedido muchas veces al Cazador, al guerrero que llevaba dentro y que buscaba batalla y sangre. El Cazador ahogaba el dolor. En el pasado, el Cazador lo había mantenido a salvo de su destrozado corazón mientras los días iban pasando y las heridas se cerraban un poco, por lo menos.

¿Era eso lo que estaba haciendo ahora, se preguntó Drizzt? La idea le pareció obscena, pero ¿de verdad estaría usando a Dahlia tal como en ocasiones anteriores había usado a sus enemigos en la batalla?

No, se dijo que era más que eso. Dahlia le importaba. Había una atracción basada en algo más que el sexo y más que en una necesidad de compañía.

Las muchas capas de esa mujer elfa lo tentaban y lo fascinaban. Había algo dentro de ella, algo que al parecer ni ella misma conocía, y que Drizzt encontraba realmente interesante.

Pero cuando su mirada volvió a buscar la ventana y el ancho mundo, Drizzt tuvo que admitir que realmente no estaba haciendo nada más que pasar el tiempo hasta que desapareciera finalmente la punzada de dolor de los compañeros del Salón. O hasta que probablemente se hiciera más profunda.

Tenía miedo. Incluso estaba aterrado.

Tenía miedo de que su vida hubiera sido una mentira, de que su dedicación a la comunidad, y su insistencia en que existía un bien común por el que valía la pena combatir, fuese una empresa descabellada en un mundo donde predominan el egoísmo y el mal. El peso de la oscuridad parecía burlarse de él.

¿Qué sentido tenía todo eso?

Se deslizó hasta el borde de la cama y se sentó. Pensó en Luskan y en la terrible muerte del capitán Deudermont. Pensó en el granjero Stuyles y en su banda de salteadores de caminos, y en la niebla gris en la que vivían, a medio camino entre la moralidad y la necesidad, entre la ley y los derechos básicos de todo hombre vivo. Pensó en el Tratado de la Garganta de Garumn, que había asentado un reino orco a la puerta de la patria enana. ¿Había sido aquello el mayor logro de Bruenor o su máxima locura?

O lo que era todavía peor: ¿acaso importaba?

Durante unos instantes, esa pregunta quedó suspendida en el aire delante de él, fuera de su alcance. ¿Acaso su vida había sido simplemente una empresa descabellada?

—¡No! —volvió a decir Dahlia dándose la vuelta en la cama.

Drizzt oyó la negación dentro de su cabeza antes incluso de que llegara a sus oídos. Miró por encima del hombro. La mujer estaba de espaldas sobre la cama, otra vez con expresión tranquila. La luz de la luna le daba de lleno en la cara, lo suficiente para entrever sus pinturas de color añil.

¡No! Drizzt volvió a oír la palabra dentro de su corazón y de su alma, y en lugar de los fracasos y las pérdidas, se obligó a recordar las victorias y las alegrías. Pensó en el joven Wulfgar, que, bajo su tutela y la de Bruenor, creció erguido y fuerte y unió a las tribus bárbaras y a las gentes de Diez Ciudades en paz por la causa común.

¡Era indudable que aquella no había sido una victoria pírrica!

Volvió a pensar en Deudermont, no en su derrota final, sino en las muchas victorias que el hombre había obtenido en el mar, aportando justicia a las mareas desatadas por los despiadados piratas. El resultado final de Luskan no podía borrar esos esfuerzos ni las buenas acciones, y ¿a cuantos inocentes habían salvado el buen capitán y la tripulación del Duende del Mar?

—Qué tonto he sido —susurró Drizzt.

Hizo a un lado su indecisión, su dolor personal. Hizo a un lado la oscuridad.

Se levantó, se vistió y fue hacia la puerta. Se volvió a mirar a Dahlia, volvió a su lado, se agachó y le dio un beso en la frente. Ella ni se movió. Drizzt salió en silencio de la habitación y, por primera vez desde la muerte del rey Bruenor, caminaba con confianza.

Por el pasillo adelante, llamó a una puerta. Al no obtener respuesta inmediata volvió a llamar con fuerza.

Vestido sólo con sus pantalones y con el pelo revuelto, Artemis Entreri abrió la puerta de par en par.

—¿Qué pasa? —preguntó con tono de fastidio, aunque también con cierta preocupación.

—Ven conmigo —le dijo Drizzt.

Entreri lo miró incrédulo.

—No ahora —añadió Drizzt—. No esta noche, pero ven conmigo cuando deje atrás la ciudad de Neverwinter. Tengo una idea, un… motivo, pero necesito tu ayuda.

—¿Qué estás tramando, drow?

Drizzt meneó la cabeza.

—No puedo explicarlo, pero te lo mostraré.

—Un barco sale hacia el sur dentro de dos días y me propongo subir a él.

—Te pido que lo reconsideres.

—Dijiste que no te debía nada.

—Y es cierto.

—Entonces ¿por qué habría de seguirte?

Drizzt respiró hondo. Otra vez el persistente cinismo. Se preguntó por qué toda la gente que tenía a su alrededor se empeñaba en preguntarse en qué podría beneficiarles algo.

—Porque es algo que yo te pido.

—Tienes que esforzarte más —dijo Entreri.

Drizzt lo miró con ojos implorantes y Entreri empezó a cerrar la puerta.

—Sé dónde encontrar tu daga —le esperó Drizzt. No había sido su intención decir eso; a decir verdad nunca había pensado en ayudar a Entreri a recuperarla.

Dio la impresión de que Entreri se inclinaba apenas hacia adelante.

—¿Mi daga?

—Sé dónde está. La he visto hace poco.

—Dime.

—Di que vendrás conmigo —dijo Drizzt—. El camino nos llevará pronto hacia allí. —Hizo una pausa momentánea y luego tuvo que añadir, por sí mismo si no por Entreri—. Ven conmigo de todos modos, dejando de lado la daga y todo lo que puedas ganar. Oye, viejo enemigo, necesitas este viaje tanto como yo. —Drizzt estaba convencido de que era cierto, porque aunque el plan que se estaba formando en su mente lo llevaría a un importante viaje personal, la empresa podría resultar incluso más importante para Artemis Entreri.

Este hombre atribulado y profundamente marcado que tenía ante sí bien podría ser la medida de todo, pensó Drizzt.

¿Ayudaría el viaje de Artemis Entreri a reivindicarlo a él, o haría que la mentira de su vida fuese aún mayor?

Entreri parecía concentrado en desentrañar esa última frase cuando Drizzt volvió a prestarle atención.

—Lo mismo me da un camino que otro —respondió Entreri encogiéndose de hombros.

Drizzt sonrió.

—¿En cuanto asome la primera luz? —preguntó Entreri.

—Tengo algo que hacer primero —aclaró el drow—. Necesitaré un día o tal vez dos. Después partiremos.

—A recuperar mi daga —dijo Entreri.

—A encontrar más que eso —replicó Drizzt, y mientras Entreri cerraba la puerta añadió como para sí— para los dos.

El andar de Drizzt era mucho más ligero cuando volvió junto a Dahlia. En el exterior, la noche seguía clareando y la luna se veía más brillante.

Eso le pareció a Drizzt muy apropiado cuando echó una mirada hacia afuera, porque ahora veía al mundo con una nueva luz y con renovada esperanza.

Y todo había sucedido de repente.

Drizzt y Dahlia deambulaban por el camino del bosque que bordeaba la ciudad de Neverwinter por el sur y el este. Deambulaban porque el ansioso drow le había permitido a Dahlia marcar el ritmo. Drizzt no tenía previsto que ella lo acompañara en esa salida, y no le había pedido que lo hiciera. Buscaba la casa de una adivina de pelo rojo, Arunika, que en una ocasión le había dado pistas sobre Guenhwyvar y esperaba que volviera a dárselas.

La pálida luz del sol proyectaba sombras alargadas entre las ramas de los árboles y moteaba el terreno por delante de ellos, proyectando destellos anaranjados entre la multitud de hojas caídas. El invierno aún no había llegado, pero no estaba muy lejos. Algunos de los árboles ya lucían sus colores del otoño y se enfrentaban desnudos al viento helado, mientras que otros sujetaban obstinadamente las últimas hojas de la estación.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Dahlia, y no era la primera vez que lo hacía.

Las palabras arrancaron a Drizzt de su contemplación y le molestaron bastante. Estuvo por recordarle que había venido porque había querido, e incluso tal vez que habría preferido que se hubiera quedado en la ciudad con los demás.

Pensó en hacerlo, pero era demasiado prudente para hacerlo.

No obstante, dejó su pregunta sin responder. Ese era su reino, la foresta, el dominio de su diosa, el lugar en el que más patente se le hacía la enormidad de la naturaleza. Una noción tan reveladora le permitía a Drizzt poner en perspectiva sus problemas y las cosas que le preocupaban. En el gran esquema del mundo, en el ciclo de la vida y de la muerte, en la vastedad de las esferas celestiales, muchos «problemas» perdían importancia.

Pero Dahlia insistió con su pregunta.

—Podrías haberte quedado en Neverwinter —le respondió Drizzt sin considerar demasiado la respuesta.

—¿No me quieres a tu lado? —dijo Dahlia con un tonito de disgusto. Drizzt se limitó a suspirar, dándose cuenta de que había caído en su trampa. Se dio cuenta de que estaba tratando de entender el sentido de su relación con Dahlia y de que tal vez ella estuviera haciendo lo mismo. Pero hete aquí que la lógica y la razón muchas veces eran superadas por emociones más básicas y poderosas cuando se trataba de relaciones personales.

—Me alegra que estés aquí —le dijo Drizzt—. Sólo desearía que a ti te pasara lo mismo.

—No he dicho en ningún momento…

—Has preguntado una docena de veces por qué estamos aquí. Tal vez no haya más razón que disfrutar de la luz del sol filtrándose entre el follaje.

Dahlia se detuvo y lo miró fijamente, con los brazos en jarras, y Drizzt no pudo por menos que pararse y devolverle la mirada.

—Llevas unos días sumido en tus pensamientos —dijo Dahlia meneando la cabeza—. Casi no oyes lo que te digo. Estás aquí, a mi lado, y sin embargo no lo estás. ¿Por qué estamos aquí?

Drizzt suspiró y asintió con la cabeza.

—El viaje a Gauntlgrym me ha dejado con más preguntas que respuestas.

—Fuimos a destruir la espada y destruimos la espada.

—Es cierto —admitió Drizzt—. Pero…

—Pero Artemis Entreri sigue ahí —lo interrumpió Dahlia—. ¿Tanto te preocupa eso?

El drow hizo una pausa y consideró la multitud de preguntas que le daban vueltas en la cabeza después de dejar de lado la que Dahlia acababa de hacerle. Al final, la cuestión de Entreri era realmente algo menor en comparación con el verdadero propósito de ese día en el bosque: averiguar lo que pudiese sobre Guenhwyvar.

—¿Hay una finalidad en tu vida en este momento? —preguntó. Dahlia se quedó un paso atrás y tomó una postura más defensiva, estudiándolo con mayor atención.

—Desde que unimos nuestros caminos, hemos emprendido varias misiones —explicó Drizzt—. Todas ellas urgentes. Devolvimos al primordial a su trampa mágica. Buscamos vengarnos de Sylora, y de Herzgo Alegni, y después fuimos y liberamos a Entreri de la insidiosa esclavitud a la que lo sometía la espada. Nuestros caminos han estado sembrados de pequeñas aunque importantes necesidades, pero ¿cuál es la finalidad suprema que los une a todos?

Dahlia lo miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza.

—Sobrevivir —respondió con sarcasmo.

—¡Nada de eso! —el drow—. Podríamos haber dejado la región a las fuerzas primordiales. Podríamos haber evitado a estos enemigos.

—Nos habrían seguido.

—¿Materialmente o sólo en tus sueños?

—Las dos cosas —decidió Dahlia—. Sylora habría tratado de encontrarnos, y Alegni… —Escupió en el suelo.

—O sea que nuestro camino estuvo determinado por necesidades inmediatas.

Dahlia se encogió de hombros y siguió dando la impresión de que aquello no le hacía mella.

—¿Y ahora qué? —preguntó Drizzt.

—No me lo estás preguntando —contestó Dahlia—. Simplemente me estás preparando para el camino que consideres que vale la pena, sea cual sea.

Durante unos instantes, el elfo oscuro se limitó a reír y a encogerse de hombros.

—Estoy preguntando —dijo por fin—. Te lo pregunto a ti y me lo pregunto a mí mismo.

—Cuando encuentres una respuesta, házmelo saber —respondió la elfa dando la vuelta hacia el norte, hacia Neverwinter.

—Un poco más —dijo Drizzt antes de que ella hubiera dado más de un par de pasos.

—¿Por qué? —preguntó ella, imperativa.

—Arunika, la Vidente —admitió Drizzt—. Quiero volver a hablar con ella sobre Guenhwyvar. —Se la quedó mirando un momento más; después, con un encogimiento de hombros se volvió a poner en marcha hacia el sur. Dahlia no tardó en darle alcance.

—Me lo podrías haber dicho cuando salimos —comentó.

Drizzt volvió a encogerse de hombros. ¿Acaso importaba? Ni siquiera estaba seguro de dónde podía estar la casa de Arunika. En algún lugar en el sur, le había dicho Jelvus Grinch, pero al parecer nadie lo sabía con exactitud.

En su anterior encuentro con ella, tras la derrota de los shadovar en Neverwinter y antes de la incursión a Gauntlgrym, la adivina había afirmado que no podía percibir ninguna conexión entre la estatuilla que Drizzt llevaba consigo y la pantera a la que solía invocar. Por lo que Drizzt sabía, nada había cambiado.

Sin embargo, antes de dejar ese lugar, tenía que intentarlo una vez más. Le debía esto y mucho más a su leal compañera.

Con todos estos pensamientos dándole vueltas en la cabeza, Drizzt a punto estuvo de pasar por alto una pista con señales del reciente paso de una banda numerosa, algo que al astuto explorador no le solía pasar. Giró en redondo en el último momento y volvió a la pista lateral, inclinándose para examinar la tierra blanda. Dahlia se colocó a su lado.

—Bastante reciente —comentó la elfa.

Drizzt se agachó más, comprobando la solidez del suelo, inspeccionando una huella evidente con más atención.

—Goblins. —Se puso de pie y miró hacia el interior del bosque. Pensó que esa pista tal vez condujera a casa de Arunika. ¿Habría sido asaltada por esas mugrientas bestezuelas?

En ese caso, probablemente encontraría un puñado de goblins muertos esparcidos en torno a la casa intacta. Según todos los testigos, aparentemente la mujer era formidable.

—O ashmadai —apuntó Dahlia, refiriéndose a los fanáticos adoradores del diablo que habían formado el ejército de Sylora en el bosque de Neverwinter. Desde la caída de Sylora, este ejército se había dispersado por toda la región, o al menos eso les habían dicho los guardias de Neverwinter.

—Goblins —insistió Drizzt. Dio algunos pasos por la pequeña pista, después se volvió a mirar a Dahlia, que no lo siguió.

—Podrían atacar a alguna de las caravanas provenientes de Aguas Profundas antes de las primeras nevadas —dijo Drizzt, pero Dahlia se limitó a encogerse de hombros y pareció que aquello no le interesaba.

Su indiferencia sorprendió a Drizzt, aunque no era nada inesperado. Tenía claro que le quedaba un largo camino por delante si alguna vez había confiado en animarla a contemplar las necesidades de los demás.

Sin embargo, la elfa sonrió, enarboló su bastón, el cayado mágico conocido como Púa de Kozah, y se adelantó a Drizzt por la estrecha senda, internándose más en el bosque.

—Llevamos más de diez días sin combatir con nadie —comentó—. Me vendrían bien la practica… y el dinero.

Drizzt se quedó algún tiempo contemplando el camino mientras ella se alejaba. Sus palabras no trasuntaban un gran espíritu altruista, pero tal vez existiera de todos modos, enterrado bajo el peso que llevaba sobre sus fuertes hombros.

Después de todo, había vuelto a Gauntlgrym y al primordial, y aunque quisiera aparentar que lo había hecho sólo por vengarse de Sylora Salm, Drizzt sabía que no era así. El sentimiento de culpa era lo que había empujado a Dahlia a ese supremo peligro en aquel lugar siniestro. Esa culpa nacía de su necesidad de corregir el mal que había ayudado a instituir, porque antes había contribuido a liberar al monstruoso ser ígneo y, por lo tanto, había participado en la catástrofe que había asolado a Neverwinter una década atrás.

En lo más profundo de Dahlia había compasión, empatía y la capacidad para distinguir entre el bien y el mal.

Drizzt creía que así era, aunque se temía que si creía era porque tenía que hacerlo.

Poco después, con el sol todavía alto sobre sus cabezas, Drizzt se agachó y espió por entre la maraña de ramas que tenía ante sí. Alzó una mano para indicarle a Dahlia que no avanzara. Los goblins estaban por delante de ellos, no muy lejos, lo sabía porque podía olerlos. Probablemente habrían montado un campamento un poco más adelante, oculto entre las sombras de un bosquecillo de robles y unos cuantos peñascos, porque a los goblins no les gusta la luz del sol y muy pocas veces viajan durante el día.

Por señas le indicó a Dahlia que se apartara hacia el flanco derecho y después contuvo la respiración cuando la elfa se puso en marcha delatando sus pisadas por el crujido de las hojas. Se preguntó si intentaría siquiera ser cuidadosa o simplemente estaba dando muestras de su natural petulancia.

Meneó la cabeza en un intento de desechar la idea. La alfombra parda del otoño era una capa gruesa sobre el suelo. Incluso él, elfo oscuro y avezado explorador, habría tenido problemas para moverse silenciosamente por ella. Preparó a Taulmaril, montó una flecha y avanzó agachado, tratando de conseguir una visión más clara. Por fin dio con el campamento, o con lo que quedaba de él.

Se puso de pie y miró hacia Dahlia. Su expresión le indicaba que no tenía necesidad de ser silenciosa, alguien se les habían adelantado y había destruido el lugar y acabado con sus habitantes.

Había goblins muertos esparcidos por todo el campamento, y se veían por todas partes sus mantas infestadas de piojos. Todavía había algunos troncos humeantes, restos probables de un improvisado fogón, que también habían sido dispersados en la aparente escaramuza.

Drizzt retiró la flecha del arco y la devolvió al carcaj mientras se volvía a colgar a Taulmaril al hombro. Dahlia apareció a un lado del campamento con una amplia sonrisa en el bonito rostro, y Drizzt se sintió incapaz de apartar la mirada de ella bajo la luz de la mañana, una luz diferente de la que había dominado sus recientes conversaciones.

Su cabello negro con reflejos rojizos otra vez formaba una bonita melena que se balanceaba suavemente sobre los hombros bajo el elegante sombrero negro de ala ancha doblada hacia arriba del lado derecho. El sol se filtraba entre los árboles bailando en torno al diseño color añil que se había pintado en la cara. Bajo la luz matinal, a Drizzt esas marcas no le parecieron tan fieras, se veían algo atenuadas e incluso inocentes, como las pecas en una danzarina de corta edad.

El drow recordó que Dahlia era una maestra del disfraz y la manipulación. Lo más probable es que en ese preciso instante lo estuviera manipulando a él, pero, a pesar de todo, no pudo apartar los ojos de ella.

La elfa llevaba la capa negra como ala de cuervo plegada hacia atrás sobre los hombros, la blusa blanca con varios botones abiertos, hasta el borde del chaleco negro que ceñía su esbelto torso. Su falda negra, más corta de un lado que del otro, dejaba ver una porción generosa de sus bien torneadas piernas que no cubrían sus botas de caña alta, también negras.

Era la mezcla perfecta de aparente inocencia y prometedora sensualidad. En otras palabras, Dahlia era peligrosa, y más le valía tenerlo siempre presente, sobre todo después de sus aventuras con Artemis Entreri.

Sin embargo, Drizzt no podía apartarla totalmente de sus pensamientos, ni ahora ni nunca. Observó su entrada en el campamento, vio cómo empujaba al pasar a un goblin muerto con la Púa de Kozah que todavía conservaba la forma de un simple bastón de algo más de un metro de largo. De pronto se la veía dulce, sexy y con un aire malicioso, como si estuviera dispuesta a besarlo, o a matarlo, sin que le importara más una cosa que otra. ¿Cómo podía ser? ¿Qué magia la rodeaba? Drizzt hasta se preguntó si no estaría todo en su propia cabeza.

—Alguien llegó antes que nosotros —dijo Dahlia.

—Eso parece. Nos ahorraron el trabajo.

—Dirás que nos ahorraron la diversión —aclaró Dahlia con una mueca acre. Sacó un pequeño cuchillo que llevaba al cinto—. En Neverwinter ofrecen una recompensa por orejas de goblin.

—No los matamos nosotros.

—¿Y eso qué importa? —Se inclinó con el cuchillo preparado, pero Drizzt se acercó y le sujetó el brazo, del que tiró para colocarla frente a sí.

—Querrán saber quién, o qué, hizo esto —dijo el drow—. ¿Ashmadai? ¿Una patrulla netheriliana?

Dahlia meditó sobre sus palabras durante un instante y luego volvió a mirar hacia abajo.

—Bueno —dijo—. Yo sé qué fue, aunque no exactamente quién.

Drizzt siguió su mirada hasta el goblin muerto al que había puesto boca arriba. Tal como había quedado se veían dos heridas punzantes, como de unos colmillos.

—Un vampiro —observó Dahlia.

Drizzt se quedó mirando la herida en busca de una respuesta diferente. Tal vez un lobo, se dijo, aunque sabía que era ridículo. Un lobo no habría mordido a su víctima de esa manera para dejar la garganta intacta. Sin embargo, Drizzt no estaba muy dispuesto a aceptar la idea de otro vampiro. Ya había visto más que suficiente de una criatura de esas en las entrañas de Gauntlgrym; de hecho, a Bruenor y a Thibbledorf Pwent los había matado uno de ellos.

—No se puede estar seguro —respondió Drizzt, y no lo dijo llevado sólo por un anhelo desesperado, por algo que parecía fuera de su alcance. Avanzó hacia un lado, donde había una tienda destrozada enganchada en una pequeña rama.

—Tengo cierta experiencia en estas cuestiones —dijo Dahlia—. Reconozco el aspecto de estas heridas.

En realidad, Drizzt sospechaba que el mismo vampiro, Dor’crae, que había atacado a Bruenor en la antesala de la sima del primordial había sido amante de Dahlia.

Drizzt trató con todas sus fuerzas de no centrarse en el recuerdo de Dor’crae. Trató de desechar esa imagen centrándose en la de la hermosa elfa entrando en el campamento, trató de enterrarla bajo la absoluta atracción que la mujer ejercía sobre él.

Cuando vio que eso no surtía efecto volvió a esa sensación penetrante de desapego.

Sacó una cimitarra y la usó para hacer a un lado la tienda destrozada, dejando al descubierto más goblins o, para ser más precisos, miembros de goblins, esparcidos en el suelo. Estudió la macabra visión, los desgarros en las ropas y en la piel. Se trataba de heridas que Drizzt conocía mejor por haber compartido el camino con un combatiente de esos durante tantas décadas.

—Batallador —dijo en voz baja, confundido.

—No —insistió Dahlia—. He visto antes marcas de colmillos como estas… —Se interrumpió al dirigirse hacia él y notar, sin duda, la carnicería muy diferente que había tenido lugar en esa parte del asolado campamento.

—Vampiro —aseguró.

—Batallador —eplicó Drizzt.

—¿Es que siempre tienes que discutir conmigo? —Hizo la pregunta como al pasar, pero Drizzt detectó un fondo de auténtico enfado. ¿Cuántas veces había advertido ese tono en la voz de Dahlia últimamente?

—Sólo cuando estás equivocada.

Drizzt le dedicó una sonrisa seductora y se dio cuenta de que probablemente era la primera mirada desenfadada que le había dirigido desde que habían salido de las entrañas de Gauntlgrym, o, mejor dicho, desde que había visto a Dahlia y a Artemis Entreri compartiendo un beso apasionado.

—Supongo que eso debe de parecerte siempre —la provocó Drizzt, decidido a dejar atrás sus propios sentimientos negativos y sus celos.

—¿Ya no estás de morros? —le preguntó Dahlia ladeando la cabeza.

La pregunta dejó a Drizzt descolocado un momento, porque le pareció que era como si Dahlia estuviese proyectando sobre él su propio mal humor. O tal vez fuera que Dahlia empezaba a admitir que su propio enfado o su fastidio, o sorpresa, o la combinación de cualesquiera de ellos que fuera, tenía que terminar.

Sin embargo, la pregunta le llegó a Drizzt en un nivel mucho más profundo, y tal vez mucho más profundo de lo que Dahlia había pretendido. Drizzt no podía negar la verdad de sus palabras.

Para él, Dahlia seguía siendo esa gran contradicción, capaz de movilizar sus emociones en el sentido que quisiera, al parecer con la misma facilidad con que cambiaba de peinado. Pero con Entreri… no, sus trucos seguro que no le funcionaban con Entreri. Porque Entreri la conocía, o sabía algo sobre ella, que iba más allá de los peinados, la piel limpia o las pinturas de guerra, de sus ropas, de su aspecto dulce o seductor. Ante Drizzt puede que hubiera estado desnuda, físicamente, pero ante Entreri se había desnudado emocionalmente, le había mostrado hasta el conflicto mismo que la acuciaba.

Drizzt apenas había tenido un atisbo, en la forma de un joven brujo tiflin tullido y de la reacción que había tenido Dahlia ante esa criatura, Effron.

—¿Y tú qué tal? —preguntó el drow—. No has hablado mucho en los diez días que hace que salimos de Gauntlgrym.

—Puede que no tenga nada que decir. —Dahlia apretó la mandíbula, como si tuviera miedo de lo que pudiera salirle por la boca en caso de perder, aunque sólo fuera mínimamente, el control—. Tengo oídos —dijo, y empezó a alejarse.

Drizzt la siguió y salieron del campamento internándose una vez más en el bosque con mucho sigilo, escondiéndose entre la maleza y buscando ramas rotas o huellas. Dahlia caminó durante largo rato hasta que por fin decidió descansar en un soleado claro donde había una sola piedra medio enterrada que se ofrecía como cómodo asiento.

Dahlia se recostó, se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo, permitiendo que los rayos del sol le bañaran la cara.

—Vamos —le dijo el drow—. Debemos averiguar quién o qué mató a esos goblins. Anda por ahí un vampiro, o al menos eso dices.

Dahlia se encogió de hombros, sin mostrar el menor interés.

—O un batallador —continuó Drizzt obstinadamente—. Y si es esto último, haríamos bien en encontrarlo. Un poderoso aliado.

—Lo mismo pensaba de mi amante vampiro —dijo Dahlia, y dio la impresión de que disfrutaba cuando Drizzt respondió a su referencia con una mueca.

—¿Es que nunca vamos a hablar de lo que sucedió en Gauntlgrym? —le preguntó Drizzt de pronto—. El tullido tiflin te acusó de asesinato.

La expresión de Dahlia cambió abruptamente. Le echó una mirada furiosa.

Dahlia tragó saliva y durante un momento mantuvo los ojos fijos en Drizzt, mientras este se sentaba a su lado.

—Dijo que Alegni era su padre —insistió Drizzt.

—Cállate —le advirtió Dahlia.

—Y afirmó que tú eras su madre.

Lo atravesó con la mirada y Drizzt pensó que le iba a clavar las uñas en la cara o que iba a estallar en una sarta de maldiciones.

Sin embargo, no lo hizo, y tal vez eso fuera aún más preocupante. Se limitó a estarse allí, sentada, y a mirarlo. Una nube pasó por el cielo tapando el sol y proyectando una sombra sobre la bonita cara de Dahlia.

—Poco creíble, por supuesto, casi imposible —dijo Drizzt en voz baja, tratando de recular.

Dahlia ni se movió. El drow casi podía oír los latidos de su corazón. ¿O eran los suyos? Pasó un buen rato. Drizzt casi perdió el sentido del tiempo que había pasado.

—Es cierto —admitió Dahlia, y ahora fue Drizzt el que tuvo la sensación de que lo habían abofeteado.

—No puede ser —logró contestar por fin—. Es un hombre joven, pero tú eres también una mujer joven.

—Yo era casi una niña cuando la sombra de Herzgo Alegni cayó sobre mi clan —dijo Dahlia, tan quedamente que Drizzt a duras penas pudo oír sus palabras—. Hace veinte años.

Los pensamientos de Drizzt se agolpaban en su cabeza, llegando fácilmente a la oscura conclusión de las primeras palabras de Dahlia. Trató de responder, pero se encontró balbuciendo impotente ante un horror que lo superaba totalmente. Volvió a pensar en su propia juventud, en su graduación de Melee-Magthere, cuando su propia hermana se había abalanzado sobre él tan lascivamente, obligándolo a salir corriendo asqueado.

Por un momento pensó en contarle aquello a Dahlia, para tratar de mostrarle que entendía su dolor, pero se dio cuenta de que su propia experiencia se quedaba tamañita ante el trauma que ella había sufrido.

Por eso siguió balbuciendo, y finalmente le tendió una mano para atraerla hacia sí.

Ella se resistió, pero estaba temblando. Las lágrimas que brotaban de sus azules ojos nacían de una tristeza profunda, Drizzt lo sabía, a pesar del gruñido con que pretendió ocultar su debilidad.

Pero la negación ya no podía sostenerse y el enfado no podía ocultar la cicatriz.

Drizzt trató de acercarla, pero ella se dio vuelta y se puso de pie, alejándose unos pasos y dándole la espalda.

—O sea que ahora ya lo sabes —dijo, con una voz tan fría como el hielo invernal más profundo.

—Dahlia —le rogó, poniéndose de pie y dando un paso hacia ella. ¿Debía acercársele y abrazarla, tenerla muy cerca de sí, susurrarle para que pudiera dar rienda suelta a su dolor? ¿Era eso lo que ella quería? No parecía que así fuera, y sin embargo había dejado que Entreri la besara…

Con otro gruñido, Drizzt desechó esos ridículos celos. Eso no tenía que ver con él, no tenía que ver con su relación con Dahlia, y sin duda no tenía nada que ver con sus momentos con Entreri. Eso tenía que ver con Dahlia y con su dolor tan profundo.

No sabía qué decir ni qué hacer. Se sentía como un niño. Él había crecido en un lugar en que engaños y crímenes y traiciones eran un modo de vida, tal vez en la ciudad más vil del mundo, y por eso pensaba que estaba totalmente inoculado contra las cicatrices de la depravación y la inhumanidad. Era Drizzt Do’Urden, el héroe del Valle del Viento Helado, el héroe de Mithril Hall, el que había librado mil batallas y matado a mil enemigos, el que había visto morir a sus queridos amigos, el que había amado y perdido. Siempre tan juicioso, endurecido contra las oscuras realidades de la vida…

Eso había creído.

Se había mentido a sí mismo.

Esa combinación de emociones que se agitaban dentro de Dahlia lo superaban ampliamente en ese extraño momento. Eso era oscuridad sobre oscuridad, irredimible y fuera de todas las zonas de confort que Drizzt había construido en el curso de sus propias experiencias menos complicadas. Dahlia había sufrido algo que afectaba a su propio centro vital, una violación que iba incluso más allá de cualquier espada enemiga, algo que Drizzt no podía sentir en su lugar y que ni siquiera podía entender.

—Vamos —le propuso Dahlia con voz firme y fuerte—. Encontremos a este asesino —dicho esto, se internó en el bosque.

Drizzt la observó sorprendido, hasta que se dio cuenta de que estaba dispuesta a seguir la búsqueda por el único motivo de encontrar un enemigo que combatir. Las emociones que Drizzt había removido eran demasiado hondas, y Dahlia no podía encontrar consuelo en el abrazo vacilante ni en las palabras torpes de su amante, por eso necesitaba encontrar a alguien o algo que destruir.

Drizzt entendió que había dejado pasar su momento. Le había fallado.

El monje estaba de pie en la plaza principal de Neverwinter. Se miraba las manos mientras las hacía girar delante de sus ojos.

—¿Es eso una práctica de lucha? —le preguntó Ambargrís.

—Estoy buscando algún indicio de materia de sombra —le contestó el hermano Afafrenfere con brusquedad—. ¿Qué me has hecho, enana?

—Ya te lo dije —respondió Ambargrís—. No puedo permitir que vayas por las tierras de Toril siendo en parte un sombrío, ¿no te parece?

—Esto no es una ilusión —protestó Afafrenfere—. La piel se me está aclarando.

—¿Y el corazón también? —preguntó la enana.

Afafrenfere la miró con furia.

—¿Durante cuánto tiempo fuiste un sombrío?

—Me consagré al Páramo de las Sombras —protestó el monje.

—Bah, tú t’enamoraste y na’más —lo amonestó la enana—. ¿Cuánto tiempo? No puedes…

—Tres años —admitió Afafrenfere.

—O sea que pasaste la mayor parte d’un cuarto de siglo aquí, y podría pregunta’te viviendo dónde si no fuera porque ya lo sé.

—Ah, ¿sí? ¿Lo sabes?

—Ya, recibiste tu entrenamiento en las montañas de cerca de Damara.

El monje dio un paso atrás como si le hubiera dado un puñetazo.

—¿Cómo has podido…?

Ties’una rosa amarilla pintad’en la car’interna del antebrazo, zoquete. ¿Crees que me va a pasar desapercibida una pista como esa? Y ya te lo dije bien claro allá, en Gauntlgrym. Servidora es de la Ciudadela Adbar, y en Adbar se conoce el Monasterio de la Rosa Amarilla.

—No importa —insistió Afafrenfere—. Yo me consagré por voluntad propia a Cavus Dun.

—A Parbid, quieres decir.

—A Cavus Dun y al Páramo de las Sombras —le dijo Afafrenfere con un gruñido—. Y ahora quieres despojarme de la materia de sombra.

—No eres un maldito sombrío —insistió Ambargrís—. Igual que yo. Eres humano, tal como lo eras antes de refugiarte en la oscuridad. Te comportas como si yo te estuviera robando algo, pero lo que parece es que te estoy salvando de ti mismo. En la oscuridad no se t’ha perdío nada. N’has nacío sombrío, y por lo tanto no vas a recibir ninguna recompensa allí, entre los de piel gris.

—Y tú no eras más que una espía —dijo Afafrenfere—. Una espía traidora.

—Tal vez —concedió Ambargrís, aunque seguramente era más complicado que eso. Sin embargo, no tenía ganas de explicarse ante el joven monje en ese momento. Ámbar Gristle O’Maul no había elegido ir al Páramo de las Sombras como espía de la Ciudadela Adbar. Los jueces de la Ciudadela Adbar la habían sentenciado a cumplir esa misión como castigo por serias indiscreciones, o eso o una cadena y una bola, un pico, y veinte años de romper piedras en las minas más profundas del complejo enano.

Pues’estar contento de que lo fuera —dijo la enana—, porque de lo contrario debes saber que Drizzt Do’Urden t’hubiera transformado en pequeños trocitos de monje.

—¿Y entonces se supone que debo perdonarlo? —preguntó Afafrenfere con incredulidad—. ¿Perdonar al demonio que mató a Parbid? ¿Y se supone que debo perdonarte a ti, a la traidora, a la que se hacía pasar por sombría? ¿Esperas que cambie el color de mi piel y que haga como que no ha pasado nada?

—Si eres listo, tratarás de olvidar esos tres años —dijo Ambargrís.

Afafrenfere dio un paso hacia ella con aire amenazador, pero la poderosa enana no retrocedió ni un centímetro y ni siquiera pestañeó.

—Mira, chico —dijo, agitando un grueso dedo admonitorio ante las mismísimas narices del monje—, y mientras miras, aprovecha pa’examinar tu corazón. Nunca perteneciste a ese atajo oscuro, no eres de su familia ni de su especie. Y lo sabes bien. Puede que no seas un monje paladín como esos otros de la Rosa Amarilla, pero tampoco eres ningún asesino de piel gris que mata a los suyos por imposición de los perros netherilianos.

—¡Él mató a Parbid! —gritó Afafrenfere, y Ambargrís se alegró de oír sólo ese argumento, porque eso no hacía más que confirmar sus sospechas.

—Parbid lo atacó y obtuvo lo que sin duda reciben la mayor parte de los qu’atacan a ese drow en particular —le espetó Ambargrís con sorna, y entonces se puso en puntillas y plantó su gorda nariz contra la del monje mientras hablaba—. ¿Vas a pelear a muerte contr’alguien que l’único qu’hizo fue defenderse de tu propio ataque?

Afafrenfere se enderezó un poco, apartando la cara, pero Ambargrís no cejó en su empeño.

—¿Y qué? ¿Vas a hacerlo? ¿Realmente eres tan tonto? ¿Tan dispuesto y tan ansioso ’tas de morir?

—¡Al diablo! —gimió Afafrenfere poniendo el antebrazo delante de sus ojos al tiempo que se volvía.

—Vaya, vaya. ¡No te me vas a poner dramático! —lo regañó la enana—. ¡No tengo tiempo pa’eso!

Afafrenfere se volvió hacia ella, con expresión todavía más ceñuda.

—¡De acuerdo, pues! —dijo la enana con voz rugiente al tiempo que estampaba su bota contra el empedrado—. Tú quieres una puerta al Páramo de las Sombras y yo voy abrirte una, y se acabó todo, siempre y cuando me des tu palabra de que no vas a delatarme a Cavus Dun ni a ningún otro.

Eso, evidentemente, lo descolocó.

—¿Mandarme de vuelta? —preguntó un poco avergonzado.

—Eso no suena a música a tus oídos, ¿verdad? —insistió la enana—. Ahora que tu Parbid está muerto, ¿qué pieles grises vas a tener a tu lado, humano?

Afafrenfere tragó saliva.

—Nunca has pertenecío a ese lugar —dijo Ambargrís en voz baja—. Deja de mentirte tal como m’estás mintiendo a mí. Es más difícil hacer eso, lo sabes. Nunca quisiste ir al Páramo de las Sombras. Nunca fuiste uno d’ellos, y te gusta más tu piel clara qu’oscura.

—Supones demasiado.

—Y ya puedes estar contento de que l’haga, porque si no l’hiciera ya te habría arrojado a las fauces del primordial detrás de Glorfathel —replicó Ambargrís, que ahora lucía una gran sonrisa porque sabía que había ganado, que sus suposiciones habían sido ciertas. A pesar de todas sus amenazas y bravatas, a ella le caía bien ese joven monje con toda su teatralidad y su exagerada gestualidad. Donde fuera que el amor, la pasión o la confusión o… lo que fuere… lo habían empujado, no era un mal tipo. Podía hacer algo sucio si se veía obligado, pero esa no era nunca su primera opción, como tendría que serlo de sobrevivir entre los rufianes y asesinos de Cavus Dun.

—Ojalá lo hubieras hecho —intervino una tercera voz, y al volverse los dos vieron a Artemis Entreri avanzando hacia ellos

—¿Estuviste escuchando nuestra conversación privada? —dijo Afafrenfere con tono acusador.

—Ah, cállate —respondió el asesino—. La mitad de la maldita ciudad os estaba oyendo, sin duda, y os agradecería que mantuvierais estas conversaciones realmente en privado. No tengo ganas de recordarle a la gente de Neverwinter cuáles son mis propios orígenes.

—¿Y hasta qué punto’starías agradecío? —preguntó la enana moviendo los dedos, ansiosa.

—Lo bastante como para dejaros vivir —respondió Entreri.

Tal vez fuera una broma.

Tal vez.

—¿Dónde está Drizzt? —inquirió Entreri.

—Salió esta mañana con Dahlia —respondió Ámbar.

—¿Hacia dónde?

—Dijo qu’estaría de vuelta pa’la cena —respondió la enana con un encogimiento de hombros.

Entreri echó una mirada al cielo. El sol se estaba acercando a su cenit. Después se volvió a mirar al puerto donde varios barcos de gran calado se balanceaban más allá del punto en el cual el río iba a dar a la costa de la Espada.

—¿Nos dejas, entonces? —preguntó la enana.

—Que tengas un buen viaje —añadió Afafrenfere con un tono en el que se mezclaban el sarcasmo y la esperanza.

Entreri se lo quedó mirando un momento, sosteniendo la mirada del monje con la expresión intimidante que había acabado con tantos enemigos potenciales dentro de hoyos oscuros.

Sin embargo, el fraile no bajó la vista y lo miró con gesto tan decidido como el suyo.

Eso hizo que apareciera una sonrisa taimada en la cara de Entreri.

—Vaya, ¿es que no tenéis ya enemigos suficientes a los que combatir? —preguntó Ámbar, pero los dos siguieron mirándose y sonriendo.

—Dile a Drizzt que me busque cuando vuelva —dijo Entreri—. Puede que todavía esté en la ciudad y puede que no.

—¿Y dónde podrías estar si no fuera en Neverwinter? —preguntó la enana.

—Si eso fuera de vuestra incumbencia, ya lo sabríais —dijo Entreri, y con esas se dio media vuelta y se marchó.

Drizzt se mantuvo a cierta distancia de Dahlia mientras avanzaban por el bosque mientras sus emociones todavía seguían el hilo de la inquietante conversación que habían tenido.

Dahlia abría camino, ansiosa de encontrar a algún enemigo tangible, alguna manera de liberar su enfado. Drizzt se dio cuenta de que ni siquiera se había vuelto a mirarlo, y de que no quería seguir hurgando en su herida emocional. Al hablar de Effron, el tiflin contrahecho, él le había asestado un duro golpe. La había obligado a contarle lo sucedido, pero tal vez, y ahora se daba cuenta, ella todavía no estaba dispuesta a divulgarlo.

O peor aún, tal vez Dahlia necesitaba algo de él que él no sabía darle.

Drizzt se sentía muy solo en ese momento, más de lo que había estado desde la muerte de Bruenor. Dahlia estaba más distante, y posiblemente para siempre, y él no podía recurrir a la única compañera con que había contado desde su salida de Menzoberranzan.

Con aquella idea inquietante rondándolo, el drow metió la mano en el bolsillo que llevaba al cinto y sacó la figurita mágica. La levantó y miró la cara en miniatura de Guenhwyvar, la leal Guenhwyvar que ya no volvería a acudir a su llamada.

Sin siquiera pensar en ello, llamó a la pantera en voz baja:

—Ven a mí, Guenhwyvar.

Se quedó mirando impotente la estatuilla, volviendo a sentir una vez más el profundo dolor, y tan ensimismado estaba que no prestó atención a la niebla grisácea que se condensó en torno a él durante unos instantes, ¡tantos que Guenhwyvar ya estaba casi plenamente formada a su lado antes de que notara su presencia!

Y allí estaba ella, completamente. Drizzt cayó de rodillas y le dio un enorme abrazo mientras pronunciaba su nombre una y otra vez. La pantera refregó el hocico contra él, respondiéndole como sólo ella podía hacerlo.

—¿Dónde has estado? —inquirió Drizzt—. ¡Guen, cuánto te he necesitado! ¡Cuánto te necesito ahora!

Tardó un buen rato en calmarse lo suficiente para gritar:

—¡Dahlia!

Temía que estuviera demasiado lejos para oírlo, pero sus temores resultaron infundados, porque Dahlia apareció corriendo a través de la maleza, con el arma preparada. Se relajó inmediatamente al salvar el último obstáculo y ver a Drizzt y a la pantera juntos una vez más.

—¿Cómo? —preguntó.

Drizzt sólo la miró y se encogió de hombros.

—La llamé y vino. Seguramente que la magia que la tenía retenida se ha disipado, o tal vez un desgarro en el tejido que separa los planos se reparó solo.

Dahlia se agachó y acarició el musculoso costado.

—Es bueno tenerla de vuelta.

Drizzt respondió con una sonrisa, y la calidez de esa expresión se fue acentuando cuando vio a Dahlia acariciando el suave pelaje del felino. Había serenidad en su rostro muchas veces crispado, una calidez y un cariño genuinos. Esta era la Dahlia que Drizzt quería como compañera.

Esta era la Dahlia que él podía querer, incluso amar.

Sin saber por qué, pensó en Catti-brie, y mentalmente superpuso el recuerdo de su esposa muerta a la imagen de Dahlia que tenía ante sí.

—Entonces no necesitamos visitar a la vidente —apuntó Dahlia.

—Parece que no —coincidió Drizzt, y siguió acariciando y abrazando a Guenhwyvar.

—Bueno, envía a la pantera de caza, entonces —propuso Dahlia, y su voz y su expresión perdieron calidez—. Ya estoy cansada de esta caminata. Encontremos al goblin asesino y acabemos con esta aventura.

La idea, aunque parecía razonable, sonó como una campana cascada en el corazón del drow. No estaba dispuesto a separarse de Guenhwyvar si podía evitarlo. Y más aún, el tono de Dahlia le molestó. Ella no consideraba esa caza en el bosque, al sur de Neverwinter, como una empresa grandiosa e importante. Estaba buscando una buena pelea —¿y cuándo no?—, pero sólo por motivos egoístas, por la necesidad de soltar su rabia o de juntar más orejas de goblins para cambiarlas por monedas.

Siempre para su propio beneficio, personal o de otra índole.

Lo mismo que cuando hacían el amor, dijo para sus adentros. Antes había pensado que se aprovechaba de Dahlia, pero ¿acaso esa hipocresía no era mutua?

La seguridad de la carretera, el mejoramiento de los que la rodeaban… estas emociones no encontraban eco en el corazón roto de Dahlia. Al menos no de una manera importante, y sin duda no lo suficiente para que Drizzt la viera a la misma luz a la que había visto una vez a su amada Catti-brie.

Miró el cielo.

—La noche se acerca Si vamos a cazar un vampiro, tal como tú sospechas, será mejor que nos encontremos con él de día. —Volvió a mirar a la pantera y le rascó debajo de las orejas—. Volveremos mañana por la mañana.

Dahlia lo miró con escepticismo apenas un momento y parecía dispuesta a discutir por su trayectoria. Pero luego respondió, como si hubiera hecho un descubrimiento:

—Tienes miedo de tener que despedir a la pantera y volver a tener problemas para volver a llamarla.

Drizzt no discutió la cuestión.

—¿Puedes concederme eso al menos? —le rogó.

Eso pareció conmover a la mujer, que le tendió la mano y, cuando él la cogió, hizo que se pusiera de pie y le dio un abrazo.

—Por supuesto —le susurró al oído una y otra vez.

En su tono había desesperación, Drizzt lo sabía, y también sabía que realmente él no sabía cómo reaccionar.

Una vez más resultaba que ella no era la persona que él había decidido que era.