Max Westin estaba en la cafetería de enfrente del Hotel St. John y apenas podía contenerse ante la expectativa de los orgasmos que iba a disfrutar durante las horas siguientes.
La mujer que iba a estar al servicio de sus necesidades se encontraba ya dentro. Había visto a Victoria en la acera recibiendo a su cita de negocios de esa mañana, con su ágil cuerpo embutido en una falda de tubo negra y una blusa esmeralda de seda que combinaba a la perfección con sus ojos endrinos. Llevaba unos tacones de aguja color carne que hacían que sus piernas ya largas pareciesen infinitas.
Estaba deseando sentirlas alrededor de sus caderas, apretándose en un esfuerzo vano de contener las embestidas de su pene dentro de ella.
El camarero gritó su nombre y él se dirigió al mostrador para recoger el té favorito de Victoria que había pedido acompañado de una generosa dosis de leche. Mientras salía por la puerta, consultó su reloj y se dio cuenta de que iba a llegar justo a tiempo de utilizar el almuerzo como excusa para monopolizar sus atenciones. La sangre le vibraba en las venas, calentándose a cada paso que daba.
Había estado dos días fuera, en una reunión con el Consejo Supremo, y la abstinencia de aquellas separaciones las sufría intensamente. Tenía el falo grueso y pesado entre las piernas, sus testículos llenos y duros. La necesidad de correrse en las apretadas y afelpadas profundidades del dulce sexo de Victoria se lo puso duro.
Max entró en el St. John por la puerta giratoria del vestíbulo y saludó con un movimiento de cabeza a los tres empleados de la recepción. Si hubiese estado seguro de que la reunión matutina de Victoria había acabado, podría haber recorrido la distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos, un hechizo vergonzosamente sencillo para un hechicero con sus poderes. En lugar de hacerlo, rodeó la esquina para entrar en el ascensor privado que funcionaba por código.
Cuando el ascensor empezó a elevarse, se obligó a controlar sus deseos. La inagotable sed por su pareja había aumentado por la magia negra que había envuelto su última captura. Aunque Victoria era lo suficientemente fuerte como para saciar sus ansias más oscuras, él quería presentarse ante ella con ternura. Quería demostrarle que la había echado de menos desde lo más profundo de su alma, pues se había enfrascado en una captura sin ella y sabía que eso le haría daño, a pesar de que tenía buenas razones para hacerlo.
En el momento en el que las puertas del ascensor se abrieron en la planta de la dirección, la vio. El pecho de Max se tensó por la intensidad de su amor por ella, la feroz sensación de conexión que solamente había tenido con ella. Victoria estaba en la zona de recepción de su despacho, con una mano sobre su esbelta cadera y una amplia sonrisa en su sensacional rostro. Estaba hablando con los dos hombres que Max había visto con ella en la calle y las miradas ávidas de ambos delataban su acalorada apreciación masculina. Aquellos hombres estaban hechizados por la belleza y la traviesa naturaleza de Victoria, como lo estaban todos los hombres, que estaba jugueteando con ellos como la gata que era.
Max hizo una señal a la secretaria para que permaneciera callada de modo que él pudiera disfrutar del espectáculo, pero Victoria lo sintió, notó la carga de la fuerza que surgía entre ellos y la serenidad interna que le proporcionaba el volver a estar junto a la otra mitad de sí misma. Lo miró y él casi pudo ver cómo meneaba su cola.
—Ah, caballeros —ronroneó—. Ahora van a tener que perdonarme. Ha llegado mi cita para el almuerzo.
Los dos hombres trajeados lo miraron entonces para examinarlo.
—No quiero interrumpir —le dijo Max—. Puedo esperar.
—Yo no. —Victoria se acercó a él y cogió el vaso que llevaba en su mano—. Mi té preferido. Gracias. ¿Por qué no te pones cómodo en mi despacho? Sólo tardaré un momento.
Él se dispuso a hacer lo que ella le pedía, rozando cariñosa y posesivamente la curva de su cadera.
El despacho de Victoria tenía paredes con ventanales a dos lados: uno daba a la animada ciudad que había abajo y el otro a la recepción. Se trataba de un espacio femenino que, sin embargo, transmitía poder, y era allí donde ella dirigía su imperio de la hostelería. Su mente rápida e inteligente la mantenía varios pasos por delante de la competencia, mientras que su sensibilidad felina garantizaba una comodidad, un lujo y un servicio discreto para su clientela.
Max se desabrochó la chaqueta de su traje de Armani, se la quitó con un movimiento de hombros y la echó sobre el respaldo de una silla que estaba frente al escritorio.
Antes de conocerla, había admirado su inteligencia y ambición. En el tiempo que llevaban juntos, su respeto y reconocimiento no había hecho más que aumentar. Estar allí, en su guarida, reforzaba su orgullo por sus triunfos. Max sabía muy bien lo afortunado que era por ser el hombre que se atribuía su pertenencia. Aquélla era una decisión que volvería a tomar si tuviera la oportunidad, sabiendo incluso el coste que conllevaría y todo lo que arriesgaría por compartir su vida con una mujer tan magnífica.
Ella entró en el despacho rápidamente y sus ojos brillaron de amor y placer al verlo. Llevaba el cabello, de un lustroso negro azabache, rapado casi al cero, para exhibir mejor su fino cuello y sus esculpidos pómulos. Aquella suntuosa piel permanecía inalterable en su forma felina, junto con sus ojos. En cualquiera de sus encarnaciones —mujer o Familiar—, Victoria le dejaba sin aliento.
El amor por ella le hacía crecer la verga y provocaba todo instinto primario que había en él. Era casi una salvaje cuando se conocieron. La misión de Max había sido domesticarla para un posterior apareamiento con otro hechicero, o bien derrotarla. Al final, no pudo hacer otra cosa que quedársela para sí mismo. Se había vuelto tan necesaria para él como el aire que respiraba. Las sombras del salvajismo que había en ella se adaptaban a la perfección a la tendencia del propio Max a bordear los límites de la magia negra.
Victoria cerró la puerta de un puntapié al entrar y cruzó la amplia habitación con su exuberante elegancia felina.
—Te he echado enormemente de menos, Max.
—No más de lo que yo te he echado de menos a ti. —Le envolvió el cuello con sus manos, imitando el collar que la ataba a él. Con el pensamiento, lanzó un hechizo a la pared de cristal que enmarcaba la puerta del despacho para ocultar su abrazo de la vista de la recepción y creó una fuerza que evitaba que los molestaran.
Estaba en casa. Ella era su casa.
Max tomó su boca con un beso ardiente y delicioso, introduciendo la lengua profundamente y con seguridad, deslizándola por la de ella. Apretó su abrazo, no lo suficiente como para dejarla sin respiración, pero sí como para aumentar la sensación de presión que haría que su mente se alejara del trabajo y entrara en un lugar donde sólo existieran ellos dos. Victoria gimió y se derritió en sus brazos, abandonando el peso del dominio y rindiéndose a la insaciable necesidad que Max tenía de ella. Se sintió invadido por una felicidad eufórica.
«Te quiero». La apasionada declaración de ella se deslizó por la mente de Max como un humo fragrante, apartando las sombras que le habían invadido incesantemente durante los últimos dos días. La magia negra era tentadora y capturar a dos practicantes consumados le había vuelto a despertar su ansia de ella. De no ser por el amor de Victoria, podría ser vulnerable a su atracción. Ella hacía que siguiera estando cuerdo y limpio, le mantenía anclado mientras su poder seguía creciendo cada día que pasaba.
Separó los labios de los de ella y los acercó a su oído.
—¿Has sido buena mientras he estado fuera?
Ella le agarró la muñeca.
—Por supuesto. Pero ha sido duro.
Él se echó hacia atrás y la miró. Le pasó el dedo pulgar por encima del carnoso labio inferior sabiendo lo necesitada que debía estar tras haber obedecido su orden de no darse placer a sí misma mientras él no estaba.
—No tan duro como ha estado mi miembro los dos últimos días. Iba a esperar a después del almuerzo, pero voy a comerme tu boca ahora, gatita.
Ella le mordió la yema del dedo pulgar, mirando hacia abajo, sumisa. Él tiró de ella hacia atrás y la mantuvo pegada a su cuerpo, hasta alcanzar la parte delantera del escritorio y medio sentarse en el borde.
—Tócame —ordenó, necesitado de las manos de Victoria sobre su cuerpo.
Ella le desabrochó el chaleco con dedos ágiles y separó los filos para bajar la mano a lo largo de su corbata.
—¿Qué quería el Consejo Supremo?
—Lo que siempre quiere. —Respiró hondo, dudando si echar a perder su buen humor—. Sirius Powell se ha escapado.
Victoria se quedó inmóvil, con las manos sobre el corazón de Max. A continuación, acercó una silla y se sentó.
—¿Cómo es posible?
—Ha tenido ayuda. Xander Barnes se ha escapado con él.
Victoria se llevó la mano al cuello, tanteándose el collar que sólo aquellos que practicaban la magia podían ver. Su collar, el símbolo del sometimiento de ella y de la posesión de Max. Victoria comprendió la gravedad de la noticia. Tanto Powell como Barnes eran unos granujas despiadados tan adictos a la magia negra que mataban a quienes la practicaban para robarles sus poderes.
Victoria no le preguntó por qué el Consejo le había elegido a él. Sabía que Max era su primera elección para capturar a los Otros —aquellos que habían cruzado con creces los límites de la magia negra y no podían ser salvados—. Aun así, él le explicó:
—Para empezar, fui yo quien los capturó a los dos.
Victoria dejó caer la mano en su regazo y la apretó en un puño.
—Por supuesto. ¿Estaban separados en aquel entonces? ¿O juntos?
—Separados. Pero esta vez mis órdenes son distintas. Ahora sólo tengo que sacrificarlos.
—Has dicho «tengo» en lugar de «tenemos». —Su mirada se endureció—. Formamos un equipo, Max. Ya no trabajas solo.
Él le tomó la cara entre las manos. Como Cazador de disidentes, no debería tener un Familiar. Aunque los Familiares aumentaban enormemente los poderes de un hechicero o una bruja, también constituían un terrible punto débil en la batalla. Él sabía de primera mano que eso era cierto, pues casi perdió a Victoria cuando se enfrentaron al Triunvirato. Verla sangrando y destrozada en la nieve aquella noche, con su vida apagándose a pesar de que él apretó su cuerpo contra el suyo, lo había llevado al borde de la locura. Pero nunca la abandonaría. No podía. Había dejado todo aquello por lo que siempre había luchado, renunciando a un puesto en el Consejo Supremo, y desatando con ello la ira de sus miembros, porque su vida no valía nada si Victoria no estaba en ella.
—Hay una razón por la que los Cazadores no tienen Familiares —le recordó él con cuidado—. Además, éste es un asunto inacabado de antes de conocerte.
—También lo era mi lucha contra el Triunvirato —espetó ella—, pero te permití que lucharas conmigo. No te atrevas a actuar como si yo fuera una carga.
Los dedos de él recorrieron la curva de sus cejas.
—Tú eres mi corazón.
—Max. —Su voz se suavizó. Pero mientras examinaba su rostro, entrecerró los ojos y adoptó la mirada calculadora de una astuta felina.
Para distraerla y recordarle la orden que ella tenía pendiente de cumplir, Max movió una mano y se quedó desnudo ante ella, con su ropa bien doblada sobre el sofá de detrás. Sentada, con los ojos al mismo nivel de su ingle, Victoria se lamió los labios. Por un momento, controló su necesidad de obedecerlo y, después, accedió y acercó sus finas manos a su largo y ansioso instrumento.
Max deslizó sus manos por el cuello de ella y le levantó el mentón para que se miraran a los ojos.
—Me vas a chupar la polla porque eso me da placer, no porque tú lo veas como una forma de controlarme.
—¿Por qué no puede ser por los dos motivos? —le desafió ella.
—Ah, Victoria —canturreó, mientras la sangre se le calentaba a un ritmo peligroso. Concentrándose, apareció un cordel de seda y se lo enrolló a Victoria sinuosamente alrededor de las muñecas, atándoselas a la espalda—. Vamos a mantener ocupada esa bonita boca tuya con otra cosa antes de que te dé unos azotes.
—Max… —Ella se estremeció por la excitación y los pezones se le pusieron duros bajo la blusa. Lo mismo que le gustaba controlar, también le gustaba ceder… ante él. Sólo ante él.
—De rodillas —murmuró él acariciándose desde la base hasta la punta.
Ella se dejó caer desde la silla y bajó al suelo elegantemente, manteniendo el equilibrio gracias a su lado felino.
Él se apretó el miembro y llevó un chorro de fluido preseminal hasta la punta.
—Lámelo, gatita. Con esa lengua caliente y áspera que tienes.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y abrió la boca, gimiendo cuando él le colocó una mano en la nuca y deslizó el pene dentro de ella con la otra.
—Hasta el fondo y despacio —le ordenó.
Max vio cómo ella se sometía y soltó un gruñido al sentirla. La boca de ella se movió sobre él, rodeando la sensible punta con un baño de calor húmedo. Él echó la cabeza hacia delante, con los ojos entrecerrados y los párpados pesados por aquel deseo narcotizador. Le acarició el pelo, pasando los dedos por la corona de sedosos cabellos, tratando de expresar sin palabras lo mucho que la quería.
A continuación, ella chupó, tirando de él más hacia dentro, y el cuerpo de Max se tensó mientras el placer amenazaba con romper las riendas de su control.
Gruñó, con el falo tan duro que le dolía.
—Me la estás chupando muy bien. No hay nada en el mundo como follarme tu boquita glotona.
La traviesa lengua de Victoria revoloteó por debajo del prepucio y el sudor estalló en el pecho de Max. Ella lo miró con aquellos ojos verdes y rasgados, ardiendo de amor y sintiendo cómo su poder femenino brillaba en las profundidades de color esmeralda. La punta de su lengua sondeó el agujero del glande de su miembro dando lengüetadas al fluido preseminal que salía en un goteo continuo.
—Por todos los dioses, eres preciosa… —Se estremeció cuando ella le acarició los testículos con la mejilla. Ya estaban elevados y duros, pesados de semen y desesperados por derramarse a chorros por su garganta. Victoria chupó el tierno prepucio con fuerza y le sacó la leche. Tragó con avidez, ronroneando, y extrajo otra oleada de semen cremoso.
Soltó un murmullo de placer al saborearlo y chupó más rápido, dando lengüetazos a la gruesa verga.
Él apretó las manos, una a un lado, la otra, en el pelo de Victoria. Su abdomen se contrajo, mientras su cuerpo luchaba contra la necesidad de correrse demasiado pronto. La boca de ella estaba suave y caliente y su deseo era voraz. Los sonidos eróticos que invadieron la habitación estimularon la lujuria de Max y lo acercaron más al borde de la sinrazón.
—Me estás matando —dijo con brusquedad, con el pecho tenso de amor por ella—. No vayas muy rápido. Haz que dure.
Ella gimió alrededor de su pene como si le estuviese adorando, soltándolo para besarle la punta antes de seguir con la lengua las gruesas venas que lo recorrían. El brutal placer golpeaba el poco control del que disponía tras haber pasado varios días sin ella. La magia negra se retorcía en su interior, luchando contra las emociones que Victoria le inspiraba. No había espacio para el amor en la magia negra. Ni espacio para la magia negra en el vínculo de Max con su amada.
—Max —susurró ella—. No te contengas.
Ladeó su miembro y le acarició los labios con la punta.
—Me voy a correr para ti —prometió con voz áspera—. Cuando llegue el momento.
Ella hizo un mohín y él puso una sonrisa forzada, consciente de que Victoria pensaba que se estaba burlando de ella. La verdad no era tan hermosa, pero sí igualmente motivada por su preocupación por ella. Cuando se corriera, su magia fluiría hacia el interior de ella, aumentaría gracias a sus dones como Familiar y volvería a él. Victoria sentiría entonces su agitación y entendería de dónde procedería.
Ella se la metió hasta el fondo y sus mejillas se ahuecaron.
—Victoria.
Su lengua se agitó contra la sensible parte de abajo, provocándolo, tentándolo con la promesa de un orgasmo explosivo.
Max le tomó las mejillas para inmovilizarla, balanceó las caderas y penetró aquella ansiosa boquita dictando él el ritmo. Deslizándose hacia dentro y hacia fuera dejó que el placer fuera aumentando hasta sentir los primeros hormigueos del orgasmo. A continuación, fue más despacio para saborear la avalancha.
—Oh, dioses —gruñó mientras sus piernas se debilitaban por la atroz necesidad de dejarse ir tras varios días sin ella.
Victoria gimió y chupó frenéticamente retorciendo la lengua. Su necesidad de darle placer conmovió a Max, instándole a darle lo que ella quería. La soltó y se agarró al escritorio enroscando las manos alrededor del filo.
Ella movió la cabeza de arriba abajo y lo llevó hasta la parte posterior de su garganta, una y otra vez, mientras sus pestañas revoloteaban, concentrada en hacer que terminara. Sus suaves labios se deslizaban arriba y abajo, a lo largo de su verga, acariciándolo, provocándole para que se corriera dentro de su boca en movimiento. Con los ojos entrecerrados, levantó la vista hacia él, con los pezones en tensión, suplicando su caricia.
Max colocó la palma de las manos sobre sus pechos y los apretó, haciendo girar sus pulgares sobre las duras puntas. Ella se estremeció y gimió, y la vibración reverberó a través de la tensa complexión de Max. Las feromonas de Victoria impregnaron el aire, un olor tan carnal y tentador que él no podía resistirlo.
Con un grito ahogado, él se dejó ir, se corrió. El primer impulso le sacudió el cuerpo y un calor derretido le recorrió la columna antes de estallar desde la punta de su miembro. Gruñó mientras lanzaba chorros ardientes, bombeando semen en la temblorosa lengua de ella. La garganta de Victoria lo rodeó, cerrándose mientras tragaba hasta el fondo, bebiéndoselo. Ante los ojos de Max aparecieron puntos en movimiento y los pulmones se le detuvieron mientras el orgasmo lo destrozaba. Su fuerza salió desde su tenso cuerpo y explotó con una oleada de calor.
Las luces parpadearon violentamente. Con un grito de dolor, Victoria absorbió la magia y después la soltó con una ola de fuerza que rompió la cuerda de sus muñecas e hizo estallar la bombilla de la lámpara de su escritorio. La oscuridad se hizo en la habitación con un siseo, enroscándose y serpenteando para, después, introducirse de golpe en Max, haciendo que se balanceara sobre el escritorio.
Victoria dio un traspié al levantarse y fue hacia él, lo agarró y lo sostuvo. Max enterró su rostro húmedo en el recodo de su cuello y la aplastó contra él, temblando mientras el poder vibraba a través de su cuerpo como el martilleo brutal de un dolor de cabeza.
Ella hundió los dedos en su espalda.
—Max… ¿Qué has hecho?