Medianoche, la hora de las brujas.
Él iba a morir.
Por el goteo caliente de sangre que salía de la nariz de Max, estuvo seguro de que sería así. Sus venas se abrasaban por el ácido, el pecho le quemaba con cada jadeo, sentía el cráneo como si se lo estuvieran estrujando en un torno. Cada golpe a su hechizo protector era como un puñetazo físico y no paraba de recibirlos, procedentes de dos lados.
—¡Victoria! —gritó Max, mientras su blindaje se ondulaba sinuosamente como muestra de su desplome, que se aproximaba con rapidez. Victoria tenía que darse la vuelta y salir corriendo antes de que la fuerza de él disminuyera y la hiciera vulnerable.
«¡Corre!».
Justo cuando su visión empezó a nublarse y temió caer inconsciente, una oleada de fuerza casi demasiado potente como para contenerla le recorrió el cuerpo como un torrente abrasador.
Victoria. La sensación era tan visceral que fue como si el alma misma de ella hubiese entrado en su cuerpo. La intensificación que provenía de ella le azotó por todo el cuerpo, fortaleciéndolo y protegiéndole de todo daño.
Cuando su objetivo cayó de rodillas y tuvo la victoria en sus manos, un frío invasivo salió del centro del pecho de Max y se le aferró al corazón. Aquel puño helado se tensó y, después, se extendió arteramente por sus venas. La repentina ausencia de Victoria dentro de su mente fue como un grito silencioso, penetrante y aterrador.
Giró la cabeza, la buscó y la encontró tumbada en la acera con un agujero llameante en su pecho.
—¡Victoria! ¡NO!
Su amada voz, con su suave y gutural ronroneo, susurró a través de su mente: «Te quiero».
Max lanzó un rugido en la tormenta. Empezó a bajar las manos, pues su necesidad de estar con ella era una fuerza impulsora que no podía controlar.
Pero ella no le iba a permitir que se rindiera.
Su fuerza de voluntad enderezó los brazos de Max y aumentó el flujo de magia gris que estaba lanzando al hermano caído. Sus brazos temblorosos se impulsaron hacia delante y la magia salió de la punta de sus dedos con chorros candentes que dibujaban un arco en el aire, como un rayo, y se hundían en el cuerpo caído del hermano del Triunvirato que estaba en medio. Los escudos que le rodeaban se hicieron más densos, protegiéndole de los golpes que acribillaban su perímetro frontal.
El cuerpo y la magia de Max ya no eran suyos. Estaban poseídos por una fuerza más grande que él. Algo extraño y nuevo le caló hasta los huesos, abrazando su pena y su furia, engrandeciéndolos y lanzándolos hacia fuera en una onda sísmica de fuerza tan destructiva que destrozó sus escudos y rebanó a los hermanos del Triunvirato por la mitad como la hoja de una guillotina.
Sus gritos resonaron en el callejón, elevándose como los lamentos de las hadas que anuncian la muerte, rasgando el cielo con estruendo atronador. Al unísono, el Triunvirato explotó con un resplandor cegador, obligando a Max a moverse hacia atrás y haciendo temblar el mismo suelo que había bajo sus pies. Los edificios se sacudieron con tal violencia que amenazaban con venirse abajo y los animales de toda la ciudad protestaron con una repentina cacofonía. Los perros gimieron y aullaron. Los gatos chillaron. Los pájaros salieron huyendo de sus calientes nidos en un tumulto de aleteos y graznidos.
Después, el callejón quedó en silencio. Los únicos sonidos que rompían la quietud eran los tintineos de lejanos cascabeles y el llanto atormentado de Max.
Se dejó caer de rodillas en la nieve y el vacío de su interior se convirtió en un enorme agujero abierto al que sabía que no podría sobrevivir. Necesitaba a Victoria. No podía vivir sin ella.
Había pasado siglos solo, concentrado en su misión principal —hacer valer la voluntad del Consejo con la muerte—. Victoria había llevado luz a su vida, calidez con el fuego de su pasión y amor para el vacío de su corazón.
—Maldita seas —dijo él con voz ronca, arrastrándose hacia ella mientras los escombros caían y se mezclaban con los copos de nieve—. No puedes dejarme aquí solo.
Max la levantó y la puso en su regazo. Recitando un hechizo tras otro. Tratando de hacer todo lo que sabía, magia negra y blanca, lo que fuera para curarla y volver a tenerla con él.
Pero ella no se movía, su pecho no subía ni bajaba con la respiración, sus párpados no se agitaron sobre aquellos iris esmeralda que él tanto adoraba.
—Gatita… —sollozó—. No puedes dejarme aquí solo… No puedes dejarme…
Acunándola, Max besó con labios temblorosos su frente y sintió que la cordura se destilaba como la arena de un reloj.
—¡Curadla! —Su orden sonó como un estruendo en la noche y llegó hasta el Consejo, que lo había visto y oído todo—. Curadla o iré a por vosotros —siseó—. Hasta el último de vosotros. Os mataré a todos. Lo juro.
«Te dijimos que pasaría esto —se pavonearon—. Su pérdida es el castigo por tu arrogancia».
Max apretó la mandíbula. Miró con los ojos entrecerrados a Victoria, que tenía un aspecto hermoso y curiosamente tranquilo. Su piel pálida y luminosa como una perla, sus densas pestañas atravesadas por las lágrimas y la nieve derritiéndose. Relucía. Suave y ligeramente. Con un resplandor interior.
Inmóvil, Max contempló aquel atisbo de luz. Y lo que significaba.
La magia que había dentro de ella seguía viva. La magia de Darius.
«No podéis tenerla —gruñó Max, la furia superando a su demoledora tristeza—. Es mía».
Había consecuencias por penetrar en el Reino Transcendual. Castigos terribles.
No le importó.
Quedaría manchado, marcado. Algunos lo perseguirían por haberse apartado de la manada. La paz sería algo efímero mientras su cabeza tuviese un precio.
Max no vaciló. Todo ello merecería la pena. Si tenía a Victoria.
Se hizo un corte transversal en la muñeca con una astilla mágica y sostuvo el brazo sobre las heridas del pecho de Victoria. El carmesí de su sangre se mezcló con la nieve y goteó sobre la carne carbonizada de ella. La mezcla crepitó sobre su piel y empezó a salir humo.
Max cerró los ojos y comenzó a entonar un conjuro.
Victoria se despertó con un jadeo y se vio tumbada en un campo de flores amarillas. Había un aroma de lirios y de hierba calentada por el sol y las mariposas revoloteaban por el aire en cantidades pocas veces vistas.
Incorporándose, miró detenidamente a su alrededor con enorme atención, tratando de conciliar la belleza de aquel día de verano con el callejón cubierto de nieve donde había estado tan sólo un momento antes. Bajó la mirada y vio el vestido suelto y sencillo que llevaba, bien confeccionado y sin adornos. Levantó la mano hacia su pecho intacto y frunció el cejo.
¿Dónde estaba Max? ¿Y dónde estaba ella?
Una mano masculina apareció en su campo de visión.
Levantó la mirada y fue a posarla sobre un rostro amado que creía que no volvería a ver nunca.
—Darius.
—Hola, Vicky. —Su hermosa boca se curvó con una encantadora sonrisa. La luz del sol iluminó su cabello dorado con una luminosidad que le cortó la respiración y le hizo sentir una presión en el pecho. Su hoyuelo favorito se le marcó en la mejilla y le trajo un torrente de valiosos recuerdos.
—¿Dónde estamos?
Aceptó la mano que él le tendió y dejó que tirara de ella para ponerla de pie.
—Juntos —respondió él sin más—. Aunque yo siempre he estado contigo.
Darius entrelazó sus dedos con los de ella.
—¿Damos un paseo?
—¿Estoy muerta?
Él inclinó la cabeza, como si estuviese escuchando algo que ella no podía oír. Sus atractivos rasgos adoptaron una expresión pensativa y apretó los labios. A continuación, empezó a andar, tirando de ella para que fuera con él y olvidando darle una respuesta. O decidiendo no hacerlo.
Mientras paseaban, Victoria reconoció el lugar donde estaban: el sur de Francia. Uno de los muchos lugares que habían visitado y que habían disfrutado como pareja.
—¿Has estado aquí todo el tiempo? —preguntó ella.
—No. Voy rulando de vez en cuando.
—¿Rulando?
Él la miró con un resplandor familiar en los ojos.
—Me estoy poniendo al día con el lenguaje coloquial.
Mientras las flores se aplastaban bajo sus pies, una fragancia dulce y sensual impregnaba el aire. Aquello era, en cierto modo, un paraíso, pero unos ecos de dolor y anhelo doblaban hacia abajo las comisuras de su boca.
«Max». El miedo que sentía por él ocupaba un lugar primordial en su mente.
—¿Dónde estamos, Darius?
—Ya sabes dónde estamos. —Él miraba hacia delante, sin mostrar nada más que la elegancia clásica de su perfil.
—Entonces, ¿todo ha acabado para mí?
—Puede ser. —Con un gesto de la mano, le indicó que se sentara en un banco en forma de media luna que rodeaba un árbol. Un árbol que no estaba allí un segundo antes.
—Sigues teniendo magia —aseveró ella.
—Está arraigada en nosotros.
Victoria se sentó mientras movía los dedos sin cesar por el filo de su falda. La premura de su interior crecía con cada aliento que daba, provocándole una necesidad que la impulsaba a actuar. Para ella, el reloj avanzaba a doble velocidad, un contraste que desentonaba con la generalizada sensación de ocio que había en aquel Reino Transcendual.
Darius se sentó a su lado y le agarró una de las manos.
—La primera vez que te vi supe que eras la única mujer para mí —dijo él calladamente—. Aquella sensación era única, me di cuenta de inmediato. Estuve seguro, antes de intercambiar palabra alguna contigo, de que me harías más feliz de lo que había sido nunca o de lo que podría llegar a serlo sin ti.
Ella sintió un escozor en los ojos mientras la visión se le empañaba por las lágrimas.
—Yo sentí lo mismo.
—Siempre supe que me amabas.
—Sí…
—También sabía que yo no era tu alma gemela.
Victoria enmudeció. Darius sonrió, pero sus atractivos rasgos estaban marcados por la tristeza.
—¿Qué estás diciendo?
—Tú eras todo lo que yo necesitaba, Vicky, pero yo no podía ser todo lo que tú necesitabas. Yo no tenía suficiente mano dura. Estabas contenta conmigo, pero no satisfecha.
—No —protestó ella ladeándose para mirarlo a los ojos—. Eso no es verdad.
—Sí que lo es. —Colocó la mano en la mejilla de ella y con el dedo pulgar siguió la línea de su mandíbula—. Por eso te regalé mis poderes. Quería que tuvieras una oportunidad. Quería darte la posibilidad de hacerlo bien la próxima vez.
—Lo hice bien la primera vez —insistió ella—. Siempre te he querido, siempre te he amado.
—Lo sé. —La tristeza abandonó sus ojos azules y fue sustituida por el brillo travieso del que ella se había enamorado—. Lo que tuvimos fue perfecto… pero ahora tienes algo aún más perfecto. Ojalá hubiera podido ser yo eso para ti. Sin embargo, me siento agradecido por lo que tuvimos. Sé que compartimos algo maravilloso.
—Sí. Así fue. —Victoria miró hacia el campo de flores que los rodeaba—. ¿Qué va a pasar ahora?
—Ahora, tú decides. —Le apretó la mano—. Te quedas conmigo o vives el resto de tus ocho vidas.
Ella le dio un leve golpe en el hombro con el suyo.
—Eso es un mito.
Darius sonrió.
—¿Sí? —Se burló él poniéndose de pie.
Victoria hizo lo mismo y se quedó mirándolo.
—¿Eres feliz?
—Desde luego. —Su hoyuelo resplandeció—. Estoy siempre contigo. No podría pedir nada mejor.
—¿Quieres que me quede?
—Quiero que seas feliz —contestó con voz baja y apasionada—. Ya sea conmigo o con Westin. Él te ama. Casi tanto como yo. Está tratando de hacerte volver mientras hablamos.
—Yo lo quiero. —Las lágrimas empezaron a caer sin control.
—Me alegro mucho, Vicky.
—También te quiero a ti.
—Sé que es así.
Inclinó hacia abajo su cabeza dorada, dirigiendo su boca a la de ella. Su avance era lento, pero desgarradoramente familiar. La presión de sus labios calmó una parte de su corazón que había estado inquieta mucho tiempo. No había tenido oportunidad de despedirse. Se lo habían arrebatado muy rápidamente. Aquella falta de un desenlace la había perseguido durante siglos.
Las manos de Victoria se apretaron sobre la camisa de lino de Darius y lo besó con desesperación. No con la pasión que sentía por Max, pero sí con el amor que habían compartido una vez y que aún sentía. Fue una despedida agridulce, pero la hizo sentir absolutamente bien. Su vida estaba ahora con Max. Y su corazón también.
—Gracias —susurró ella—. No podría haberle salvado sin ti.
—Te veré en el otro lado, cariño —contestó Darius en voz baja—. Hasta entonces, no te metas en líos.
Victoria trató de abrir los ojos, pero en lugar de ello, se sumió en la oscuridad.
Victoria se despertó al sentir la nieve cayendo sobre su rostro. Notó un calor que la mecía por el lado derecho y se giró hacia él, gimiendo mientras un dolor penetrante le abrasaba el pecho.
—¿Gatita? —Incluso desde una considerable distancia, el doloroso interrogante de la voz de Max era inconfundible.
—Hola. —Apretó la mejilla contra la camisa empapada de él—. ¿Me has echado de menos?
—No te burles, condenada. Me dan ganas de matarte por haberme hecho pasar por esto. —La atrajo hacia sí y su enorme complexión tembló por la violencia de sus emociones—. Vaya disparate hacerle algo así a un hombre. Sobre todo, en Navidad.
—Lo siento, cariño. —Le pasó la mano por el costado.
«Cuida bien de ella, Westin».
La voz de Darius recorrió el cuerpo de Victoria como una caricia real.
—Lo haré —aseguró Max con voz ronca.
Victoria giró la cabeza y vio a Darius de pie a varios centímetros de distancia. Translúcido y resplandeciente, la miraba con ojos cálidos y llenos de amor.
«Ahora vive tu propia vida —le aconsejó con ternura—. Ya has vivido suficientes siglos por mí».
Ella asintió.
Despidiéndose con la mano, Darius desapareció.
Y con un chasquido de dedos de Max, también desaparecieron él y Victoria.