Seis horas antes…
Él estaba allí, en la oscuridad. Observándola. Rodeándola.
Su ansia la envolvió, intensa y penetrante. Insaciable. A veces, la sorprendía por su voracidad. Ella no podía atemperar ni apaciguar los deseos de él.
No podía hacer nada más que rendirse. Someterse. A ellos, a él.
Arqueó la espalda, extendió los brazos todo lo que se lo permitían los grilletes de seda de sus muñecas y agitó sus pestañas bajo la venda de satén rojo. Victoria se puso de pie, sujeta, con los brazos y las piernas en cruz, las manos cerradas alrededor de las cuerdas de terciopelo verde oscuro que caían del techo. Los colores de esa temporada. Más que de simple sentimentalismo, se trataba de un testimonio de la atención que Max prestaba a los detalles. La misma atención intensa que prestaba al cuerpo de ella. La conocía por dentro y por fuera, cada curva y cada fisura, cada sueño y cada secreto.
El repentino azote de la fusta contra sus nalgas desnudas la hizo sisear como la felina que era. El escozor persistió, se volvió caliente y la hizo retorcerse.
—No te muevas, gatita —murmuró Max, y su voz profunda sonó como una caricia áspera.
Deseó poder verlo. Su visión felina podría empaparse de él, adorarlo. Era muy hermoso. Delicioso. Su hechicero. Suyo.
El deseo de él dejaba un fuerte olor en el aire, oscuro y sensual, poderoso. Le ponía de punta los pezones, le hinchaba los pechos y le humedecía el sexo. La boca se le hizo agua por el sabor de su pene y ronroneó, el murmullo de una inconfundible súplica de querer más. Siempre más.
Ella era tan insaciable como él, impulsada por un amor tan arrollador y vital que llegó a preguntarse cómo había vivido alguna vez sin él.
—Max —susurró lamiéndose los labios—. Te necesito dentro de mí.
La magia se elevó en el aire entre ellos dos, y el considerable poder de él aumentó con los dones de Victoria como Familiar. Sintió un hormigueo en el cuello por el collar. Era invisible para los mortales, pero para cualquier otro miembro de la raza mágica era un símbolo evidente e inconfundible de que era propiedad de Max. Un sencillo lazo negro que dejaba claro que tenía un dueño que la amaba, la cuidaba y la protegía. Durante siglos, había rechazado aquel símbolo de sumisión tras el fallecimiento de Darius. Después, Max Westin la capturó y ella aprendió a apreciar las súplicas.
Ahora eran animales solitarios a los que asignaban solamente las misiones menos deseadas, castigados constantemente por el Consejo. La adversidad no hizo más que fortalecer el vínculo entre ellos dos y aumentar su conexión.
—Te quiero —susurró ella arqueándose, en un esfuerzo por liberar el insoportable deseo que la consumía. Tenía la piel caliente y húmeda por el sudor, desesperada por sentir el poderoso cuerpo de él apretado contra el suyo.
El tórrido azote de una lengua sobre su pezón de punta la hizo gritar con un deseo casi irracional.
—Yo también te quiero —murmuró él, su respiración húmeda contra la piel recién empapada de ella. Victoria oyó el estrépito de la fusta sobre el suelo justo antes de que las grandes manos de él se posaran en sus caderas.
—S-sí. —Tragó saliva con fuerza—. Sí, Max.
Mientras su rostro encendido se apretaba contra el valle que había entre los pechos de ella, sus manos se deslizaron alrededor de las nalgas de Victoria, amasando con los dedos la carne prieta. Su caricia era suave y reverencial, a pesar del salvaje deseo que ella olía en él. Max la amaba mucho, lo suficiente como para moderar su pasión y controlarla. No había nada en el mundo como que le hicieran el amor con una intensidad y una atención tan voraces. Victoria era adicta al placer que él ofrecía de forma tan experta y minuciosa.
—Fóllame —susurró a través de sus labios secos—. Por todos los dioses, Max… Necesito tu polla.
—Todavía no, gatita. No he terminado de jugar.
Ella se estremeció cuando la boca caliente de él envolvió la punta dolorida de su pecho. Jadeando, se retorció en sus brazos
—Maldito seas… me estás matando.
El sonido de la orquesta Boston Pops interpretando canciones de Navidad entraba desde el equipo de música de la sala de estar, mezclándose con el sonido de la sangre que palpitaba en sus oídos. Afuera, la nieve seguía cayendo sin cesar, cubriendo la ciudad con un manto inmaculado. Era bonito, pero engañoso. El vello de la nuca de Victoria se le puso de punta y una gota de sudor le cayó por la sien. Una magia oscura y maliciosa los esperaba. El silbido del viento contra las ventanas daba prueba de ello.
«Estamos esperando», susurraba.
La tormenta daba voz al desafío burlón del Triunvirato.
Pero allí, en el interior del amplio ático de Max, ella estaba protegida por una cápsula de deseo y amor. Juntos, su magia era una fuerza poderosa que había que tener en cuenta. Hasta el momento, habían sido imbatibles. Pero nunca habían combatido contra ningún demonio tan cercano a la Fuente como lo era el Triunvirato.
«Piensa en mí», gruñó Max, apretando los dedos sobre su delicada piel.
Su voz resonó en la mente de ella, una manifestación de la profunda conexión que había entre Dueño y Familiar. Su vínculo tenía que estar en su grado más fuerte y profundo si albergaban la esperanza de vencer esa noche.
«Siempre», respondió ella con voz ronca, envolviendo con sus largas piernas la estrecha cintura de Max.
—Siempre pienso en ti.
Victoria se elevó con el poder de él, levantada en el aire como si estuviera sujeta por un arnés. La venda se le cayó y empezó a pestañear mientras los ojos se le acostumbraban a la visión felina nocturna que le permitía ver a su amante en todo su esplendor.
Max estaba de pie entre las piernas abiertas de ella, con su pelo negro empapado de sudor y pegado a su frente arrogante. Tenía los ojos oscuros y brillantes, la piel dorada y su musculatura era visible por la intensa tensión sexual.
Mientras bajaba la cabeza y acercaba los labios a su trémulo sexo, la profundidad de su deseo invadió la mente de Victoria con un voraz gruñido que hizo que ella se sacudiera entre sus grilletes.
«Mi preciosa gatita tiene un coño muy bonito —canturreó él—. Suave, dulce y delicioso».
Entonces, puso la boca entre sus piernas y deslizó la lengua entre los resbaladizos pliegues, acariciando su clítoris hinchado. Ella se arqueó entre sus manos, con el cuerpo estremeciéndose por aquel placentero tormento.
Con ojos aturdidos y somnolientos, Victoria asimiló la visión de un hombre hermoso que se la estaba comiendo con una fascinación desesperada. Su amor no hacía más que aumentar el erotismo del momento. Max disfrutaba teniéndola así y ansiaba tanto su sabor que la chupaba a diario, y su placer era obvio con los gruñidos ansiosos que hacían vibrar la carne delicada de ella. El placer de Max estimulaba el de ella hasta que la montaba con fuerza, desgarrándola.
El poder de Victoria aumentaba con el éxtasis que él le dispensaba con endiablada destreza, haciendo crecer el de él, invadiendo el apartamento hasta que las vigas de madera del techo y los tablones del suelo crujían por el esfuerzo de contenerlo.
—Déjame tocarte —le suplicó ella apretando y abriendo las manos sin parar. Podía liberarse fácilmente, pero no lo hizo. Aquello provocaba que su sumisión tuviera para él más valor. Él la quería por eso y ella lo adoraba por verlo como el símbolo de fortaleza que era y no como un punto débil.
«Te quiero así».
Ella ahogó un grito cuando sus labios le envolvieron el clítoris y chupó; el placer le recorrió el cuerpo en una sucesión de oleadas. Su lengua le acariciaba de manera rítmica a lo largo del endurecido manojo de nervios, haciendo que su vagina se apretara desesperadamente con una silenciosa súplica de que lo invadiera.
—Max…
Él inclinó la cabeza y la levantó más, dando profundas embestidas con la lengua, metiéndosela con fuerza y rapidez en las profundidades de ella mientras se derretía y se movía con espasmos.
Victoria gritó corriéndose con fuerza y arqueando la espalda mientras el orgasmo la cegaba. La magia estalló desde su cuerpo como las ondas en el agua, entrando en Max hasta que empezó a agitarse de una forma tan salvaje como ella.
Pero él no se detuvo.
Sus labios, su lengua y sus dientes siguieron dándose un banquete con ella, y de su garganta salían gruñidos mientras se la bebía. La sedosa cortina de su pelo se restregaba contra la parte interior de sus muslos, aumentando el abrumador aluvión de sensaciones que la acometía. Todo aquello habría sido demasiado de no ser por el amor de él, que la sujetaba en medio de aquella vorágine y evitaba que perdiera el juicio.
—¡Por todos los dioses, Max! —gimió ella estremeciéndose con los temblores posteriores.
Nunca había imaginado que el sexo pudiera ser tan… ferviente hasta que conoció a Max. Él llevaba su cuerpo hasta lugares que no sabía que pudiera ir. Max no dejaba que hubiese ninguna barrera entre ellos, ninguna resistencia.
Le soltó las muñecas y ella se hundió sin fuerzas entre sus brazos, con la mejilla cayendo sobre el hombro de él y los labios acariciándole la piel. Su sabor era afrodisíaco y hacía que se mantuviera caliente y húmeda. Hambrienta.
Él la puso de pie con cuidado y, a continuación, presionó suavemente pero con insistencia sobre sus hombros.
—Chúpame la polla, gatita.
Ella se puso de rodillas elegantemente y agradecida, con la boca sedienta de su sabor y de la sensación de aquel miembro pesado y venoso deslizándose por encima de su lengua. Estaba deseándolo y la garganta se le cerraba ante la expectativa.
Él sostuvo su pesado y largo instrumento con una mano apretada y dirigió el sonrojado y reluciente prepucio hacia los labios separados de Victoria.
—Sí —dijo con un gruñido mientras su pecho se ensanchaba—. Te pones muy guapa cuando me la mamas, cariño.
Caliente y palpitante, el pene de Max se deslizaba inexorable dentro de su boca empapada. Con las manos, Victoria le agarraba las nalgas y se lo acercaba más, adaptando la garganta para introducírselo más adentro.
Él mantenía la mano apretada alrededor de la base para no metérsela demasiado. La otra la tenía colocada sobre la mejilla de ella, sintiendo desde fuera cómo su boca rendía culto a su falo.
—Ah, dioses —exclamó con un grito entrecortado, apretando sus nalgas contra las manos de ella mientras la lengua de Victoria revoloteaba sobre el punto sensible por debajo del glande—. Más despacio, gatita.
Victoria se soltó con un pequeño estallido húmedo, curvando los labios en forma de una sonrisa gatuna. Inclinó la cabeza y siguió una palpitante vena con la punta de la lengua y, después, rodeó la mano de él que agarraba el miembro. Volvió a su tarea, chupando suavemente al mismo tiempo que se movía hacia arriba, mientras sus emociones se mezclaban con sus reacciones físicas.
—Joder —gruñó él, temblándole las piernas—. Chúpala, cariño. No juegues.
Apretó los labios contra el diminuto agujero de la punta sin apenas separarlos y, después, se deslizó sobre él con un rápido movimiento de la cabeza.
Soltó la mejilla de Victoria y colocó la mano en la parte posterior de su cabeza, inmovilizándola mientras le penetraba la boca con empujones rápidos y poco profundos. Ella gimió de placer, apretando con fuerza las piernas para controlar la sensación de vacío de su sexo.
—Chúpala con fuerza, gatita.
Sus mejillas se ahuecaron para absorber y el feroz grito de triunfo de Max se elevó a través de los conductos descubiertos, combatiendo los sonidos desafiantes del Triunvirato en el viento de fuera.
Estremeciéndose, Max se corrió con un chorro caliente y denso, y la estela cremosa de su semen fluyó sobre la lengua de ella y bajó por su garganta. Movió el puño desde la gruesa base del pene hasta llegar a los labios de Victoria, bombeando su leche fuerte y rápidamente a lo largo de su miembro entre sacudidas para introducirla en la boca que la esperaba dispuesta.
El poder que ella le había dado con su orgasmo regresó de nuevo a Victoria, más caliente y más potente, una avalancha tan intensa que no habría sido capaz de tomar de no ser por el don que Darius le entregó. Sentía a Max en su mente y su amor fluía a través de ella con un abrazo que la colmaba. El placer de él era para ella tan necesario como respirar.
Max se salió de su gatita mamadora. Al instante, un terciopelo fresco y arrugado amortiguaba la espalda de ella y Max estaba encima, abriéndole más las piernas para poder hundir su cadera entre ellas. Victoria ronroneó al sentir la húmeda punta colocándose en la diminuta entrada abierta de su vagina.
Con una potente embestida, se metió en ella hasta el fondo, su falo aún rígido entró a través de los tejidos hinchados hasta llegar al final.
—¡Max! —Su nombre fue un grito jadeante en sus labios y los dedos de los pies se apretaban por el placer de tenerlo palpitando dentro de ella, estirándola hasta el límite de la forma más deliciosa posible.
—Gatita mala —dijo él con voz ronca, acariciando su mejilla contra la de ella—. Casi me dejas seco con tu boca.
—Me encanta tu polla, Max.
—Toma todo lo que quieras. —Inclinó la cabeza y con sus ojos le prometió que les esperaban varias horas de deleite—. Siempre te daré todo lo que puedas tomar, gatita.
—Dámelo ahora —ronroneó ella—. Dura y hasta el fondo.
Con los puños cerrados apretando la colcha, Max la complació y la clavó al colchón con la largura caliente de su magnífica verga. Le susurró lascivos elogios al oído, describiéndole cómo la sentía rodeándole, cómo le encantaba su vulva caliente y sus gritos ansiosos pidiéndole más.
Victoria le hincó las uñas en la espalda, envolviendo con sus largas piernas sus caderas en movimiento, apretando el sexo con cada retirada y estremeciéndose con cada zambullida. Disfrutando golosamente de la brutalidad de la pasión de él.
Había desesperación en su manera de tomarla, un deseo primario de penetrar todo lo hondo que le fuera posible para que nunca pudieran separarse. Esa noche se enfrentaban al mayor enemigo de sus vidas y quizá no sobrevivieran.
«Te quiero… eres tan hermosa… mía…».
Mientras las emociones de Max invadían la mente y el corazón de Victoria, las lágrimas corrían por sus sienes y le mojaban el pelo. Se abrazó a su espalda mojada en sudor y abrió más las piernas, gimiendo por el placer abrumador de verse poseída por él, temblando intensamente por el orgasmo más feroz que había experimentado nunca.
El orgasmo de Max siguió al suyo, y su semen salió con chorros abrasadores, sacudiendo su pene dentro de ella con cada impulso. La magia mezclada de los dos aumentó, haciendo temblar todo lo que había en el apartamento. Las ventanas crujieron, chirriaron, apenas incapaces de contener el poder que los dos habían formado en uno solo. Esa misma noche.
Victoria se aferró a Max, llorando. No iba a perderlo. No podía.
Si se acercaba el final, sería su vida por la de él.
Se aseguraría de ello.