Uno

Un cuarto de hora antes de la medianoche, la hora de las brujas.

Nochebuena

Había algo indefinible en aquel hombre alto vestido de oscuro que cruzaba por la acera. Aquella cualidad misteriosa atraía las miradas persistentes de cada borracho que ocupaba los asientos de las ventanas del restaurante de Richie. Él parecía no darse cuenta, con la mirada fija en el frente y un inmutable propósito en mente.

Resultaba difícil precisar qué era lo que llamaba la atención. ¿Se trataba de la impresionante anchura de sus hombros y el modo en que su melena negra se deslizaba por debajo de ellos? ¿Era la sensualidad con que se movía, con paso elegante pero depredador? ¿O era su rostro, de una belleza clásica pero a la vez descarnada, con planos y ángulos marcados y una mandíbula rígida combinada con unos labios hermosamente grabados?

Quizá pasaba simplemente que era Nochebuena, una festividad en la que debería estar en el calor y la seguridad de su casa con todos sus seres queridos. No en la calle nevada, solo y serio.

Tenía los ojos grises, como una tormenta que se avecina, y un aire de absoluta seguridad que claramente expresaba que no se trataba de un hombre que se enfadara sin imponer un castigo.

—Ese hombre podría follarse a una chica y llevarla al orgasmo a grito limpio. Seguro —dijo la mujer de Richie en voz baja a su prima.

—¿Dónde hay que firmar?

El restaurante estaba cerrado para los clientes, pero lleno hasta arriba con la familia y los amigos de Richard Bowes. Los niños manejaban la máquina de helado de crema y se preparaban batidos mientras los hombres cocinaban y contaban chistes verdes en la cocina. Frank Sinatra entonaba canciones de Navidad por los altavoces y las risas invadían el aire con la alegría propia de aquellas fechas.

Deteniéndose en la esquina, el cachas que estaba en la calle extendió ambos brazos y un ágil gato negro que no se había dejado ver con anterioridad desde los asientos de las ventanas saltó rápidamente a sus brazos. Antes había estado nevando con fuerza y aún se movían entre las caprichosas ráfagas de viento algunos ligeros copos, pero el suntuoso pelaje de color ébano del animal no había sufrido con el mal tiempo. El hombre tampoco parecía estar mojado ni tener frío.

Sostuvo al felino con reverencia, acariciándole detrás de las orejas y pasándole la mano por toda la arqueada espalda. El gato se subió al pecho del hombre y miró por encima de su hombro, retando con sus ojos verde esmeralda a los ocupantes del restaurante. Mientras frotaba la parte superior de su cabeza contra la mejilla de él, el gato parecía sonreír engreídamente a las miradas envidiosas de las mujeres del establecimiento.

No hubo una sola mujer de la familia Bowes que no deseara ser aquel gato.

Durante un largo rato, las resplandecientes luces de Navidad de las ventanas proyectaron colores del arcoíris sobre el lustroso pelaje y el abundante cabello creando una excepcional y hermosa escena navideña.

El hombre cruzó la calle, dobló por la esquina y desapareció.

Max Westin lanzó un suave gruñido al sentir que una áspera lengua felina le acariciaba de forma rítmica la sensible piel de detrás de la oreja.

—Gatita… —le advirtió.

«Estás delicioso», ronroneó Victoria en su mente.

—Ya entiendo por qué los hechiceros del grado superior no conservan a los Familiares. —La apretó con más fuerza para suavizar la punzada de sus palabras—. Eres una distracción.

«Soy necesaria —replicó ella riéndose—. No podrías vivir sin mí».

Él no contestó. Los dos sabían que era verdad. La amaba con profunda y absoluta entrega y disfrutaba con el vínculo que compartían como hechicero y Familiar. Ella estaba con él en todo momento, sus pensamientos y emociones se mezclaban con los de él, su poder aumentaba el de él. Incluso cuando la distancia física los separaba, siempre estaban juntos. Ya no podía respirar sin ella. Formaba parte de él y no aceptaría que fuese de otra forma.

Siendo ya Cazador para el Consejo que gobernaba en toda la «raza mágica», le habían asignado solamente las misiones más difíciles: derrotar a aquellos que se habían pasado a la magia negra y que no podían ser salvados. Lo habían preparado para entrar en el Consejo, un honor que se otorgaba en tan raras ocasiones que pocos recordaban la última vez que se había dado un ascenso así.

Después, le asignaron una última misión: capturar o matar a Victoria St. John, una Familiar que se había convertido en una salvaje a causa del dolor por la pérdida de su hechicero.

Max no olvidaría nunca la primera vez que la vio y lo muchísimo que le había conmovido. Delgada y de piernas largas, con ojos verdes oscuros y pelo negro y corto, tenía la sensualidad propia de un felino y el cuerpo de una mujer nacida para el sexo.

Una parte de él en lo más hondo de su ser supo que ella le pertenecía desde el momento en que se vieron. Una parte de ella también lo supo, pero habían jugado al gato y al ratón hasta que ya no pudieron seguir haciéndolo. Hasta que el Consejo intervino y los obligó a tomar una decisión: los dictados del Consejo o los de ellos mismos.

Ninguno de los dos dudó en optar por su amor, a pesar del castigo.

«Puedo sentirlos», dijo ella con su voz gutural desprovista de la guasa burlona de un momento antes.

—Yo también.

El Triunvirato. Ellos eran los responsables de la muerte del anterior hechicero de Victoria, Darius. También él había sido preparado para el Consejo, el último hechicero que había recibido tal honor antes de que se fijaran en Max. Furiosos por la decisión de Darius de emparejarse con Victoria en lugar de aceptar el escaño del Consejo, habían contraatacado enviando a la pareja en busca del Triunvirato solos.

Darius debió haberse negado, sabiendo que su muerte sería el resultado inevitable de un enfrentamiento tan desigual. Debió haber luchado por quedarse con Victoria, por protegerla de las intrigas del Consejo.

Eso es lo que habría hecho Max.

«Sin embargo, ahora los estás persiguiendo», murmuró ella.

—Por ti.

Ésa fue la promesa que él le había hecho cuando la reclamó para sí —su sumisión a cambio de que él destruyera al Triunvirato—. Ella no se lo había pedido hasta que él insistió, pero un Dueño tenía derecho a asegurarse de que su sometida tuviera lo necesario para ser feliz. Victoria necesitaba un desenlace. Él se lo daría.

«Te quiero».

Max sintió la indiscutible verdad de los sentimientos de ella en lo más profundo de su alma. La reluciente luz del amor de Victoria era tan poderosa que hacía que la oscuridad que había en su interior permaneciera en las sombras, donde debía seguir. Bordear los límites de la magia negra era peligroso, pues el lado oscuro era tentador. Si no contara con Victoria como ancla, Max no estaba seguro de en qué habría llegado a convertirse con el paso de los siglos.

—Yo también te quiero, gatita.

La nieve empezó a intensificarse de nuevo y dificultaba la visibilidad. El viento se volvió más frío, soplando en diagonal y arrojándoles ráfagas de nieve desde el lateral. Deberían estar en casa, con sus cuerpos enredados y desnudos delante de la chimenea, sudando tras el esfuerzo carnal, y no tiritando por el frío que venía tanto del interior como del exterior.

Protegiendo a los dos con la magia, Max los mantuvo secos mientras doblaban la esquina y, después, otra vez más al adentrarse en un callejón lleno de basura. La repentina ventisca era una muestra de la fuerza del Triunvirato, un recuerdo de que los tres hermanos eran tremendamente poderosos. Pese a ser dos contra tres, las probabilidades eran menos favorables aún. El Triunvirato obtenía su poder de la Fuente de Toda Maldad. Max y Victoria sólo se tenían el uno al otro, no contarían con ningún otro recurso. El Consejo no les ayudaría. Se había negado a autorizar esa batalla, sabiendo que era lo que Max y Victoria deseaban por encima de todo. Cuando se trataba de mostrarse rencoroso, el Consejo era único en su género.

«¿Merece la pena?».

Max se detuvo de pronto, sorprendido ante lo que ella estaba pensando.

Victoria dio un salto desde su hombro hasta la acera mojada. Cambió su forma al instante y apareció de pie ante él, desnuda e infinitamente sensual, llevando como único adorno un lazo negro alrededor del cuello.

Su collar. Ver aquello y saber lo que simbolizaba excitó a Max con una repentina celeridad.

—Dios, qué hermosa eres —dijo él con voz áspera, admirando la absoluta perfección curvilínea de su ágil cuerpo. Con un chasquido de dedos, ella quedó vestida de pies a cabeza con una licra negra ajustada. Aquella figura era para disfrute de él y de nadie más.

Cuando se conocieron, ella estaba demasiado delgada, una señal del abandono forjado a lo largo de siglos vividos sin un Dueño que cuidara de ella. Los Familiares necesitaban que los alimentaran y los acicalaran, que los acariciaran y los mimaran. También necesitaban disciplina y ella no había tenido ninguna, ni siquiera con Darius, quien a pesar de su poder y destreza, había sido demasiado flexible a la hora de controlar a una Familiar tan terca como Victoria St. John.

—No estoy segura de querer hacer esto, Max —dijo ella aproximándose a sus brazos.

Él sintió cómo la fuerza vibraba por sus venas al tenerla tan cerca. Ese día le había estado haciendo el amor durante horas, usando su vínculo para almacenar reservas que serían muy necesarias para la batalla que los esperaba. Cada vez que ella llegaba al orgasmo, la magia estallaba por todo el cuerpo de Max, intensificándose y redoblándose antes de volver a ella, lo que creaba un ciclo que les hacía sentirse invencibles estando juntos.

—Pero no somos invencibles —alegó Victoria en contra de los pensamientos de él—. Y yo no puedo perderte. No merece la pena poner en riesgo tu vida. Puedo sobrevivir en un mundo con el Triunvirato. No puedo hacerlo en un mundo sin ti.

—Esto es lo que tú querías.

—Ya no. —Apretó su deliciosa boca con determinación. Era muy hermosa con sus ojos de un brillante color verde rodeados de unas densas pestañas de ébano—. Durante mucho tiempo mi deseo de venganza era lo único que tenía en la vida. Mi única razón para seguir viva. Tú has cambiado eso, Max.

Él introdujo la mano entre los cortísimos mechones de ella y la colocó en la parte posterior de su cabeza.

—Esta noche tenemos nuestra mejor oportunidad en todo el año de vencer al Triunvirato.

El mundo estaba lleno de alegría y amor, de celebración y felicidad, con las oraciones de los creyentes y la esperanza de los no creyentes. Los mortales sentían aquel cambio, aunque no eran conscientes de lo real que era. Los poderes del Triunvirato quedarían reducidos, una diminuta ventaja que Max y Victoria necesitaban con desesperación.

—Olvídate de este año y del que viene —dijo ella con lágrimas en los ojos—. ¿No te das cuenta? Te quiero demasiado. Derrotar al Triunvirato no va a hacer que Darius vuelva y, aunque así fuera, seguiría sin merecer la pena. Esa parte de mi vida terminó. Tú y yo tenemos una nueva vida juntos y es más valiosa para mí que cualquier otra cosa.

—Gatita. —A Max se le contrajo la garganta. No había creído que fuera posible amarla más de lo que ya lo hacía, pero aquel repentino dolor de su pecho demostró que estaba equivocado. Durante siglos, ella había buscado un modo de vengar a Darius. Ahora estaba dispuesta a abandonar esa cruzada. Por él.

«Qué conmovedor».

Las voces chillonas del Triunvirato se arremolinaron a su alrededor, agitando la burbuja protectora que los protegía de la nieve. La fuerza necesaria para afectar al hechizo que los amparaba era enorme y Max respiró profundamente mientras instaba a Victoria a que unieran sus fuerzas.

Un escalofrío recorrió su tenso cuerpo. Max lo sintió y la tranquilizó, acariciándola a lo largo de la curva de su espalda.

—Podemos hacerlo —murmuró con total determinación.

—Sí —respondió ella apretando en un puño la camisa de él.

Max le dio un fuerte beso en la frente. Ella lo soltó y tomó posición a su lado, con los dedos entrelazados a los de él.

Ante ellos estaban colocadas en fila tres figuras encapuchadas con ojos de color rojo que relucían desde el interior de las sombras de sus capuchas, con una altura de más de dos metros y complexión muy delgada, pero poseedora de un increíble poder.

—Quizá esta vez te llevemos con nosotros, linda gatita —le dijo uno de ellos a Victoria con voz ronca y riéndose. Su rostro era blanco como la tiza y estaba muy arrugado, como si la piel se le fuese desprendiendo poco a poco de los huesos.

—No mientras yo viva —les desafió Max en voz baja.

—Por supuesto que no —intervino otro con una carcajada—. ¿Qué tendría, si no, de divertido?

El frente unido del Triunvirato y su apariencia aumentaba la sensación de que uno estaba ante un auténtico ejército al enfrentarse a ellos. Aunque normalmente era fácil deshacerse de otros demonios y cancerberos y apartarlos del favor de la Fuente, estos hermanos llevaban siglos inmutables en la Orden del Mal. La mayor parte de la raza mágica había llegado a considerarlos figuras tan permanentes como Satán. Simplemente existían y siempre estarían ahí.

Con un movimiento rápido como un rayo, Victoria se agachó y extendió el brazo para lanzar una bola de magia y alcanzar al hermano del centro. Casi instantáneamente, dieron dos golpes de contraataque desde la izquierda y la derecha. La fuerza de aquellos golpes fue suficiente como para lanzarla hacia atrás, a pesar de las defensas que tenía a su alrededor.

Max embistió hacia delante con las dos manos extendidas para devolver el fuego. Victoria volvió a atacar al del centro, lo que hizo que el Triunvirato sufriera golpes simultáneos.

Si no fuera por el don que Darius le había dado, Victoria no podría hacer más que estar junto a Max para darle fuerza, tal y como había hecho la noche en que mataron a Darius. Pero ahora ella llevaba en su interior la fuerza del hechicero caído. El poder de Darius vibraba en su sangre y le permitía luchar como una bruja, intensificado todo ello por el hecho de ser una Familiar. Max esperaba que aquello fuera suficiente para salvarse los dos.

El Triunvirato contraatacaba como uno solo, avanzando paso a paso, lanzando una descarga tras otra de una heladora magia negra que echaba abajo las defensas de Max y Victoria.

Pero no se retiraron. Mientras luchaban para mantener su defensa protectora y devolver el fuego, el sudor apareció en sus frentes, a pesar de la fuerte nevada. El Triunvirato lanzaba aullidos de furia, al parecer impasibles ante el ataque que estaban sufriendo.

Victoria echó un vistazo a Max, vio su mandíbula apretada y las venas marcadas en sus sienes mientras lanzaba por sus dedos una magia gris de chisporroteantes arcos de energía. Se concentró en un hermano, sus hombros echados hacia dentro con la fuerza con la que proyectaba el poder que tenía en su interior.

Cuando los maliciosos torrentes penetraron las túnicas oscuras y carbonizaron la pálida piel, el hermano al que iban dirigidos gritó de agonía. Sus hermanos corrieron en su ayuda, centrando su atención en Max. Victoria continuó atacando con la esperanza de atraer el fuego hacia ella. Pero ante la posible pérdida de uno de ellos, el Triunvirato recibió sus ataques con una resistencia admirable.

La defensa que protegía a Max empezó a ondularse y a doblarse, cediendo ante el poder mayor que se levantaba contra el exterior. Le sangraba una de sus fosas nasales y el dolor le invadía el pecho como una lanza candente. Victoria lloraba, con el estómago en tensión y aterrorizada. El recuerdo de la noche en que perdió a Darius se mezclaba con el horror del momento actual, dando lugar a una pesadilla sin precedentes.

El Triunvirato era demasiado fuerte. Max podía morir.

Victoria gritaba, incapaz de soportar la idea de perderle.

Siglos en soledad… Afligida por la pena… Después, Max había entrado en su vida. Lo había cambiado todo. La había cambiado a ella. Completándola de nuevo. Calmando su inquietud. Amándola a pesar de sus fallos.

«¿Cómo voy a vivir sin ti?».

Entonces, con una rapidez pasmosa, apareció una solución en su mente que le ofreció un remoto rayo de esperanza.

Ella podía repetir el hechizo que Darius había utilizado y traspasarle la mayor parte de sus poderes a Max. Así, él sería más fuerte y podría salvarse y huir.

«Hazlo».

Reuniendo hasta la última gota de magia que tenía, Victoria empezó a recitar aquel conjuro que nunca había olvidado. Jamás podría olvidarlo, pues habían sido las últimas palabras que Darius había pronunciado.

Atraídos por un hilo invisible, sus poderes se unieron y sintió un extraño mareo por su fuerza. Sus labios se movieron más rápido y las palabras empezaron a fluir con mayor libertad.

—¡Victoria! —gritó Max moviendo su escudo protector de forma serpenteante como anuncio de la destrucción que se les avecinaba con rapidez.

Era culpa de ella que él estuviese allí, combatiendo en una batalla que era solamente de Victoria. Era su amor por ella lo que le había llevado a ese final. Sería el amor de ella por él lo que le salvaría la vida a Max.

—Max. —La magia salió de Victoria con una explosión tan potente que hizo que cayera de rodillas. Golpeó a Max con tal violencia que su cuerpo se sacudió como si hubiera sufrido un golpe físico. Su escudo protector recuperó su estado rígido y sus brazos doblados se enderezaron con una fuerza renovada.

Ella le dio todo lo que tenía, sin quedarse nada para sí misma, pues su vida valdría muy poco sin él. No sobreviviría a su pérdida. Apenas había sobrevivido a Darius.

Max lanzó un alarido de triunfo ante aquella repentina y embriagadora avalancha. Una fina capa de protección se separó del escudo que protegía a Max. Aumentó de tamaño expandiéndose hacia fuera y abarcando al Triunvirato, lo que evitó que los poderes fortalecedores que provenían de la Fuente llegaran a los hermanos.

Incapaz de recargar su fuerza que se iba agotando, el objetivo de Max cayó de rodillas, gritando ante su inminente derrota.

Victoria miraba con los ojos inundados de lágrimas.

«El Triunvirato saca fuerza de sus números».

La voz de Darius recorrió la mente de Victoria. Ella y Max no estaban solos. Eran tres, lo mismo que también eran tres los hermanos. Y era Nochebuena. Tenían posibilidades de sobrevivir.

Haciendo uso hasta de la última gota de fuerza que tenía, Victoria lanzó una última descarga contra el hermano que tenía más cerca. La fuerza impotente de la explosión apenas fue suficiente como para llamar su atención. Pero mientras ella caía de rodillas, la mirada de él, brillante como un rayo láser, la fulminó. Victoria notó la satisfacción que aquel hermano sintió al ver su estado tan débil. Debió suponer que su ayuda a Max la estaba afectando. No sabía que ya era demasiado tarde.

Preparada para el inevitable golpe, Victoria no emitió sonido alguno cuando el lacerante y funesto ataque penetró bien dentro de su pecho, congelándole el corazón y reduciendo el ritmo de sus latidos. Se mordió el labio y cayó sobre sus manos, conteniendo cualquier grito que pudiese distraer a Max en el momento del triunfo.

El callejón empezó a dar vueltas y a retorcerse. Otra sacudida la alcanzó en la parte superior de la cabeza y la hizo caer de espaldas. El cráneo dio un golpe seco contra el asfalto granulado y la visión se le volvió borrosa y reducida. Sentía un pitido en los oídos que ahogaba el sonido de su pulso acelerado.

—Max… —susurró, notando el sabor metálico de la sangre en su lengua.

Una explosión de luz cegadora convirtió la noche en día. El azufre invadió sus fosas nasales y le quemaba la garganta. Los edificios que los rodeaban temblaron con el impacto, liberando una nube de diminutos restos que se mezclaron con la nieve que caía.

«Lo has conseguido, mi amor», pensó ella mientras sus extremidades se enfriaban.

¡Victoria, no!

El grito angustiado de Max le rompió el corazón.

Los helados copos de nieve se fundieron con las lágrimas calientes. En aquella repentina quietud, los sonidos lejanos de los villancicos y del tintineo de las campanillas trataban de contagiar alegría. En lugar de ello, sonaban como un triste réquiem.

El pecho de Victoria se hinchó con un último aliento.

«Te quiero».

Con Max en su mente y en su corazón, Victoria murió.