Max se llevó la taza de café a los labios y miró por la ventana hacia el Hotel St. John que estaba justo en la acera de enfrente. Respiraba profundamente y de forma regular, con los pensamientos plenamente centrados en despejar su mente. La excitación y la expectación le recorrían las venas y se esforzó a conciencia por moderarlas.
Control. ¿Dónde estaba? No tenía duda de que cuando estaba con Victoria era el deseo lo que lo impulsaba, no su misión.
Su gatita era una tigresa que se movía sinuosamente en la cama, arañaba y mordía con una pasión desenfrenada. Atarla al cabecero de metal había sido un placer necesario. Y lo había repetido a menudo en las dos últimas semanas.
«No me gusta esto, Max», había dicho ella cada una de las veces. Pero presionaba sus pezones con fuerza contra la lengua de él, y Max sabía la verdad. Ella se estremecía, maldecía, se retorcía y ver aquello siempre le excitaba tanto que tenía que apretar bien los dientes para contener su deseo. Después, Max se rendía y le hacía el amor durante horas, hasta más allá del agotamiento, abandonando su misión a favor de un placer abrumador.
Y el Consejo lo sabía.
«Tu falta de avances nos desagrada», se habían quejado apenas una hora antes.
—Me habéis concedido muy poco tiempo —replicó él.
«Creemos que nunca habrá tiempo suficiente para domesticar a esa salvaje. Es imposible someterla a rehabilitación».
—No es así —contestó con un fuerte suspiro—. Nunca antes me habéis metido tanta prisa y éste es el caso más difícil que me habéis dado nunca.
«Han pasado décadas. Nuestra paciencia tiene un límite».
Max se apartó tanto de la ventana como de aquel recuerdo; maldiciendo en voz baja, cogió su abrigo y salió de la cafetería. El tiempo se había agotado. No podía fallar en esto. El fracaso le costaría más que la pérdida de su orgullo. Le costaría la vida a Victoria.
Cruzó la concurrida calle y entró en el St. John por la puerta giratoria, esperando a estar en medio de la rotación antes de usar sus poderes para subir a la planta de arriba, donde Victoria trabajaba intensamente. La idea de verla ocupada en su mesa hizo que el pene se le pusiera duro. Adoraba a las mujeres inteligentes y Victoria era más astuta que la mayoría. También era más dura que una piedra.
La única vez que podía ser realmente vulnerable era cuando estaba al borde del orgasmo, así que él la mantenía ahí una y otra vez, absorbiendo el repentino flujo de sus pensamientos y recuerdos, sintiendo el amor que antes había sentido por Darius y la dolorosa tristeza por la pérdida. Aquellos destellos de su alma siempre hacían que él llegara al clímax, pues la sensación de conexión era tan profunda que se quedaba sin respiración.
Apretó los dientes mientras la verga se le hinchaba más. Desde que la había conocido, se había corrido más veces de lo que habría pensado que era posible. Era por eso por lo que había hecho tan pocos avances. Una buena domesticación requería control por parte del Cazador. Debería haber buscado desahogo en otra parte para calmar su deseo, pero ninguna otra mujer le atraía.
—Buenas tardes, señor Westin —le saludó la recepcionista con una sonrisa insinuante.
Con un chasquido de dedos, no recordaría la visita de Max y su memoria quedaría limpia en un abrir y cerrar de ojos. Lo único que sabría era que su jefa estaba demasiado ocupada como para que la molestaran, que tomaría los mensajes e impediría que entraran visitas hasta que le dijera lo contrario.
Max entró en la guarida de Victoria sin llamar, poniendo en marcha un encanto sencillo que evitaba que cualquiera que pasara viera lo que hacían a través de la pared de cristal del despacho.
Ella levantó la vista, arqueó una ceja y dejó el bolígrafo en la mesa.
—Max.
Su nombre. Una palabra. Con aquel suave ronroneo, constituía un afrodisíaco y él no era todo lo inmune que debería.
—Hola, gatita. —Sonrió al notar cómo se estremecía ella. Tampoco ella era inmune.
—Estoy ocupada.
—Estás a punto de estarlo —confirmó él apartando a un lado su café y haciendo aparecer en la mesa una caja hermosamente envuelta.
La boca de ella se curvó con una sonrisa sensual que hizo que la sangre de Max se calentara.
—¿Un regalo? Qué encantador.
Sus largos y elegantes dedos tiraron del lazo tornasolado de color lavanda y arrancaron el envoltorio azul marino. En el interior había una ornamentada caja de madera. Él vio cómo la yema de su índice recorría la frase que había tallada en ella: «Sólo dentro de mis cadenas conocerás de verdad la libertad».
Victoria no dijo nada, pero él la observó con ojos de Cazador y se dio cuenta de la repentina erección de sus pezones por debajo de su blusa de seda blanca. Ella levantó la mano para llamar su atención sosteniendo en alto un juego de pinzas para pezones unidas por una delicada cadena de oro.
—Me preguntaba cuándo tenías pensado pasar a los juguetes —dijo ella un poco entrecortadamente—. Has esperado más tiempo que la mayoría.
La insinuación de que él no era especial, simplemente otro más en una larga cadena de incordios, lo provocó. Un aire que se arremolinaba furiosamente invadió la habitación, haciendo que los papeles de la mesa salieran desparramados y lanzando a Victoria hacia atrás. Max se acercó a ella con los ojos entrecerrados y su mano abierta se cerró en un puño, lo que hizo que ella se detuviera de pronto a escasos dos centímetros de la ventana.
Ella tenía sus ojos verdes abiertos como platos, de sus labios separados salía una respiración jadeante y el pecho se le movía con lo que parecía ser miedo. Él, sin embargo, sabía que se trataba de una intensa excitación. Podía sentirla en sus pensamientos y su vínculo crecía con cada momento que pasaban juntos. La explosión de poder que había en el interior de ella, una esmerada combinación de magia e intensificación de su condición de Familiar, hizo que Max lanzara un fuerte gruñido con su propio y abrumador deseo. Jamás en su vida se había sentido así por una mujer. Era casi como si hubiese encontrado el ajuste perfecto de una pieza de rompecabezas. En las yemas de sus dedos sintió el picor de la magia que le recorría el cuerpo, una magia que se fortalecía con su proximidad a Victoria.
—Gatita —gruñó con las manos extendidas hacia ella. Se las introdujo entre su pelo corto y la empujó contra el cristal, haciendo que sus pies quedaran suspendidos unos centímetros por encima del suelo. Los ojos de ambos quedaron al mismo nivel.
Ronroneó y rozó su nariz contra la de él, que sintió el frío de sus pendientes de aro plateados acariciándole la mejilla y, a continuación, volviéndose demasiado calientes. Dio un paso atrás e hizo que con sus poderes ella quedara clavada a la vista panorámica de la ciudad que tenía detrás. Los brazos de Victoria quedaron inmóviles junto a su cabeza y sus pechos se impulsaban lascivamente hacia él con una pose sumisa. Sólo allí, en la sede de su influencia empresarial, podría ser posible una verdadera domesticación. Victoria era quien mandaba allí. Hasta que llegó él.
Ésa era la lección que debía enseñarle.
Mientras él se llevaba las manos hacia los botones de la camisa para desabrocharlos, la magia imitó sus movimientos con la blusa de Victoria. Max sonrió al sentir cómo se aflojaba su cinturón, encantado al ver la iniciativa de ella para ejercer su propio poder para desnudarlo.
—¿Un polvo rápido de mediodía? —murmuró ella antes de relamerse los labios.
—Un polvo de toda la tarde —la corrigió él moviendo los hombros para quitarse la camisa.
—Eres insaciable.
—Y a ti te encanta.
Max vio con excitada expectación cómo el sujetador se desabrochaba con un chasquido entre los pechos y, después, se abría. Las pinzas para los pezones se levantaron del suelo y, a continuación, se colocaron en su lugar; la reacción de ella a la repentina presión fue un ligero siseo que salió de entre sus dientes apretados. La visión de aquellos pechos pálidos y firmes rematados con unos pezones hinchados y enrojecidos y la fina cadena hicieron necesaria la liberación de su falo de su confinamiento.
—Oh, Max —ronroneó ella moviéndose sinuosamente contra la ventana mientras él dejaba caer sus pantalones—. Qué polla tan grande tienes.
Él le respondió con su mejor sonrisa lobuna, disfrutando de su tono juguetón, pese a estar tan indefensa.
—Es para follarte mejor, querida.
La cremallera lateral de su estrecha falda se bajó y, después, cayó sobre la moqueta del suelo junto con el tanga de encaje negro y los tacones de aguja.
—Después de follarte con esto —continuó él haciendo aparecer en su mano abierta el resto de los contenidos de la caja.
Victoria tragó saliva al verle en la mano el consolador ligeramente curvado. Era largo y grueso, parecido en el tamaño, la forma y el color al miembro de Max. Lo lubricó generosamente sin apartar en ningún momento sus ojos de los de ella.
—No quiero esa cosa —dijo ella con un mohín—. Te quiero a ti.
Max vaciló un momento al oír sus palabras y, después, se acercó rápidamente, tomando su boca con profunda ansia, distrayéndola del vínculo cada vez más intenso que había entre ellos.
«Te quiero a ti». Unas palabras muy sencillas pero, para ella, las palabras suponían un riesgo. No eran para nada la «necesidad» que se requería para hacer aparecer el collar, pero eran casi suficientes para provocar dentro de él un estímulo. No debía sentir otra cosa más que triunfo al oír esas palabras, pero no fue así. Sintió mucho más.
Aquello era lo que él había estado esperando, el resultado que él tenía la intención de alcanzar, pero no había esperado que ocurriera tan deprisa. Había estado seguro de que primero tendría que volverla loca. No podía hacerlo mientras estaba dentro de ella, como había hecho con todas las demás Familiares a las que había domesticado. Cuando estaba conectado a Victoria, el Consejo desaparecía de su mente, dejándolos a los dos perdidos el uno en el otro. Lo único que le importaba eran sus propias necesidades y el Consejo podía irse al infierno.
Mientras inhalaba profundamente el olor de Victoria, apretó los párpados. Su pecho se movía pesadamente contra el de ella, y deslizaba los dedos entre sus piernas para acariciarle el clítoris. Se sentía posesivo y necesitado. Dios, desde que la había dejado esa mañana había estado deseándola. Sólo unas horas separados. Demasiado tiempo. Consciente de que su tiempo juntos era limitado, codiciaba cada momento y odiaba compartirla con el trabajo o con cualquier otra persona.
Irreverente, descarada y traviesa, Victoria era un gato de los pies a la cabeza. Lo confortaba tanto como le instigaba, una dicotomía que le satisfacía en todos los aspectos.
Y la estaba preparando para una eternidad con otro hombre.
Saber aquello le hizo sentir una dolorosa presión en la mandíbula y en el pecho. Apartó de su mente ese pensamiento y se concentró en el presente. Al menos, seguiría viva. Si tenía que perderla, mejor que fuera por otro hechicero que por su muerte.
Gimiendo contra la boca de él mientras le acariciaba su vagina resbaladiza, Victoria trató de retorcerse, pero no pudo luchar contra la fuerza que la sujetaba.
—Max —susurró sobre su boca—. Déjame acariciarte.
Él negó con la cabeza, pues no estaba dispuesto a romper aquel beso.
—¡Quiero tocarte, maldita sea! —Apartó la boca con brusquedad.
—Deberías querer lo que quiero yo. —La voz de él sonaba ronca, áspera—. Mi placer es el tuyo. Mi deseo es el tuyo.
—¿Tu necesidad es también la mía? —le preguntó Victoria en voz baja mirando fijamente al hombre que tenía delante. Oyó cómo Max rechinaba los dientes como reacción a su pregunta y sus manos la soltaron.
Había en su seducción un apremio que no había visto antes. Ir a verla durante el día, cuando iban a verse pocas horas después…
Victoria tomó aire con fuerza. ¿Con qué frecuencia se había sorprendido a sí misma fantaseando con él, reviviendo escenas de la larga noche de antes? Cocinaba para ella cada noche y le daba de comer de su mano. Se duchaba con ella y le lavaba el pelo. Había también momentos duros además de los tiernos. Momentos de fuerte pasión, como cuando él había atravesado la puerta de su casa y la había arrastrado por el suelo, saludándola con gritos guturales y propinándole embestidas de su preciosa verga bien dentro de ella. Nunca pedía permiso. Cogía lo que quería como si tuviera derecho a hacer uso de su cuerpo.
Sus atenciones la habían seducido, recordándole la íntima conexión que había entre hechiceros y Familiares. Pero la mujer que había en ella también había quedado cautivada. Ejercía un gran poder en su vida humana. Era la responsable de los miles de empleados que trabajaban a sus órdenes. Encontraba alivio y placer en verse completamente bajo la custodia dominante de Max. Darius la había tratado como a una igual. Max nunca permitía que olvidara que era él quien tenía el poder.
Pero ahora sus palabras le habían traicionado, revelando el profundo cariño que sentía por ella.
«Deberías querer lo que tu Dueño quiere. Su placer es el tuyo. Su deseo es el tuyo. Su necesidad es la tuya».
Pero Max se había incluido a sí mismo como su Dueño. Y la necesidad de aceptarlo era casi abrumadora.
Cuando estaba con él, la inquietud que la había invadido durante tanto tiempo quedaba enormemente mitigada. No estaba sola cuando estaba con Max. Aparte de Darius, él era el único hombre que la había hecho sentir así. Había ganado peso, cosa que necesitaba, disfrutando de compartir sus comidas y su vida con alguien que deseaba que ella fuera feliz. Y lo era, porque él se aseguraba de ello. Sí, el aspecto más importante de su relación era que Max quedara satisfecho, pero lo que le satisfacía era darle placer a ella.
Victoria lo observaba con cautela mientras él se acercaba. El consolador, que relucía con el lubricante, apuntaba directamente hacia la unión entre sus piernas. Max se inclinó hacia delante y le lamió los labios.
—Ábrete, gatita.
Ella lo desafió amotinándose.
—Oblígame.
Con una ligera sacudida de la mano, la magia le separó las piernas. Victoria se corrió y se ablandó aún más. Una parte traicionera de su acervo saboreaba aquella domesticación, consciente de que iba a ser complacida mucho más de lo que podría soportar y que no tenía que hacer nada en absoluto.
—Mira cómo te has puesto de húmeda —la elogió, frotando la suave punta arriba y abajo por su empapada hendidura—. Te encanta meterte una polla dura —susurró presionando la boca contra la oreja de ella.
—Me encanta meterme tu polla dura —jadeó ella apretando sus genitales con fuerza para tratar de atrapar el grueso glande que le estaba tentando su abertura.
—Primero, vamos a jugar —murmuró deslizando el consolador un par de centímetros dentro de ella. Victoria trató de girar la cadera para bajar sobre él, pero no pudo.
—¡Max!
—Calla. Yo te lo daré. —Con hábiles giros de muñeca, lo bombeó suavemente, abriéndose paso dentro de ella, agarrando con la otra mano la cadena que tenía entre los pechos y tirando de ella con delicadeza. Un profundo deseo apareció dentro de sus pechos extendiéndose por su torso y haciéndola gritar—. Tranquila —canturreó él mientras embestía suavemente y se lo metía por fin hasta el fondo con impresionante pericia.
Ella lo miró a los ojos tratando de comprender por qué estaba tomándola de ese modo y qué era lo que quería de ella para poder dárselo. Después, se rindió, fue cerrando los ojos y su cuerpo se estremeció de placer mientras él la poseía con largas y delicadas caricias.
—Por favor —susurró ella apretando su caliente mejilla contra el frío cristal.
—Por favor, ¿qué? —Pasó la lengua por la contraída punta de un torturado pezón y, después, cerró la boca alrededor de él y de la pinza, chupando al ritmo del movimiento que hacía entre sus muslos.
—Te deseo.
Max le soltó el pecho y aumentó el ritmo. Las caderas de ella se mecían todo lo que podían, con gritos desesperados, el clítoris estaba hinchado y palpitaba por la ligera caricia que la llevaría al orgasmo. En su interior, la sensación del ancho y grande prepucio acariciándole las paredes de la vagina, le hacía girar la cabeza de un lado a otro, la única parte de su cuerpo que se le permitía mover.
Él lanzó un gruñido y se inclinó sobre ella, su piel cubierta por una fina capa de sudor. Le lamió con la lengua el lóbulo de la oreja y, después, embistió.
—¿No me deseas, Max? —jadeó ella, muriéndose por la necesidad de llegar al orgasmo, de moverse, de tener algo más que un pene falso.
—Me vuelves loco. —Apoyó la frente húmeda contra la mejilla de ella.
—¿Eso es un sí?
Si lo era… si él sentía la misma conexión… ¿Qué no daría ella por encontrar el amor por segunda vez? Puede que, al final, no fuera con Max, pero aquello era lo más cerca que había estado de esa emoción durante más de dos siglos.
De repente, la mano de él estaba en su cuello, su boca sobre la de ella, sus rodillas apuntaladas contra la ventana para soportar los movimientos de su mano.
«Dame lo que quiero».
La unión de sus pensamientos con los de ella era el único estímulo que Victoria necesitaba. Una parte de la doma consistía en la capacidad de él de leerle la mente, pero para ella, el hecho de conocer la de él implicaba que la conexión fluía en ambos sentidos.
La tensión desapareció del cuerpo de ella. Su sexo empezó a moverse con espasmos de deseo, apretándose con avidez ante lo que necesitaba…
—Por favor —susurró, deseando poder abrazarse a él—. Te necesito.
Max inclinó hacia atrás la cabeza de Victoria un instante antes de que apareciera el collar. El fino lazo negro parecía inofensivo, pero la amarraba con más fuerza de lo que podrían hacerlo nunca unas cadenas. Desaparecería cuando se emparejara con un hechicero, se convertiría en parte de ella, lo mismo que lo haría su nuevo dueño.
La visión del collar y la sumisión que ello implicaba hizo que el semen goteara de la punta del palpitante falo de Max y que cada célula de su cuerpo se encendiera de triunfo masculino. Sacó de un tirón el consolador y lo tiró al suelo, liberando a Victoria de su hechizo, envolviendo su cuerpo dispuesto y sin fuerzas con un abrazo protector.
Max había estado a punto de rendirse de tanto como la había deseado. Sentir cómo su cuerpo se aferraba a él, hambrienta de él, le había vuelto loco. Lo único que le contuvo fue su preocupación por ella. Si no conseguía sacarla de su situación, Ellos la matarían. Y eso acabaría con él.
Apretándola con fuerza, Max usó sus poderes para llevarlos a casa —a la de él—. Allí, la dejó delicadamente sobre su cama cubierta de terciopelo y, después, le agarró la pierna para abrirla. La visión de los relucientes labios vaginales y del diminuto órgano hizo que los testículos se le levantaran. Al mirarla a los ojos sintió un dolor en el corazón.
Horas. Eso era lo único que les quedaba.
Se subió sobre ella, admirando las nuevas curvas que había adquirido con sus cuidadosas atenciones. Con sus cuidados, ella había perdido los signos de la dejadez. Mientras la agarraba de una de sus muñecas y se la pasaba por encima de la cabeza, no apartó los ojos de ella, utilizando la magia para tirar de la cuerda de terciopelo del pilar de la cama y atarla.
—Max. —Un susurro, sólo eso, mientras ella levantaba el otro brazo sin prisas y hacía uso de sus propias portentosas facultades para contenerse.
Victoria era la mujer más poderosa que él había conocido nunca, tanto en su mundo como en el que compartían con los humanos. El sometimiento de ese poder a sus exigencias era un regalo de tal magnitud que le sobrecogía.
Su gatita. Suya.
Después, la tomó con un embiste rápido y seguro que los unió de una manera tan estrecha que no quedaba ninguna separación. Un sonido seco salió de su garganta y ella se corrió al instante, succionando su miembro entre oleadas de placer, tentándolo para que se corriera dentro de ella con fuertes y virulentos chorros. Apretando el cuerpo tembloroso de ella contra el suyo, Max bombeó suavemente, vaciando su semilla mientras prolongaba el placer de Victoria, absorbiendo sus gritos con verdadera pasión.
Después, entrelazó sus dedos con los de ella y cabalgó de nuevo sobre su cuerpo amarrado. Más fuerte esta vez, liberando su pasión con una conquista brutal, azotando con sus caderas las de ella, hundiendo hasta el fondo su pene.
Victoria acogió su deseo con gran belleza, con la voz ronca y sus palabras apenas audibles por encima de los fatigosos gemidos de él.
—Sí… sí… sí…
Asimilando todo lo que él era, abriéndose como una flor debajo de él, exuberante ante tal promesa. Los lugares en los que podría tomarla, las cosas que podría enseñarle, la libertad que podría darle…
Pero se trataba de un Cazador dispuesto a entrar en el Consejo, y Ellos no conservaban a los Familiares.
Así que Max tomó lo que pudo, moviendo la lengua y los labios sobre su pecho, valiéndose de ella con ansiosos tirones, mordisqueando el duro pezón contra el cielo de su boca. La sujetaba con las manos y la mantenía inmóvil para la constante subida y bajada de sus caderas, provocándola con su falo para llevarla a un placer infinito, sin darle descanso alguno, temiendo dejar de tocarla. Temiendo perderla.
«Conservarla».
La compulsión llegó de una forma tan inesperada que el ritmo se le quebró y le dejó en suspenso en el punto más profundo de una zambullida, con su miembro escaldado en el caliente abrazo de su sexo.
—¡No! —exclamó ella retorciéndose debajo de él—. No pares. Por favor…
¿Cómo iba a abandonarla? Ella había sacrificado la vida que se había construido para entrar en la de él.
Max haría lo mismo por ella. Tenía que hacer lo mismo por ella.
—Nunca —gruñó él apretándola contra su cuerpo, e insistió en su afirmación presionando su mejilla enrojecida contra la de ella—. No voy a parar nunca. Eres mía. Mía.
Victoria cogió la túnica negra que los Familiares llevaban cuando iban a ver al Consejo y se vistió en silencio. Había conservado aquella vestimenta durante todos esos años, guardándola para el día en que tuviera que enfrentarse a Ellos y vengarse. En esos momentos se la estaba poniendo con otro objetivo en mente.
Mientras se preparaba para salir, no apartó ni un instante los ojos de la silueta que dormía en la cama. El poderoso cuerpo de Max estaba tumbado boca abajo y las sábanas de satén rojo le cubrían la parte baja de la cadera. Precioso.
Deseó tocarlo, despertarlo, mirarse en aquellos ojos de plata fundida por última vez.
Qué peligroso era, incluso dormido.
Las lágrimas le caían descontroladas.
Perdido en ella, la mente de Max había bajado la guardia, sus pensamientos y sentimientos fluían hacia el interior de ella en un torrente arrasador de deseo y cariño. Estaba dispuesto a dejar todo aquello por lo que había trabajado con tal de conservarla, y ella no podía permitir que lo hiciera.
No podía perderlo como había perdido a Darius. El Consejo se pondría furioso al ser boicoteado por segunda vez. Su rencor ya le había costado a ella un amor. Victoria se negaba a permitir que le pasara otra vez.
Mejor perderle por una vida lejos de ella que por la muerte.
Así que se tapó la boca para reprimir su dolor y lo dejó.