Preocupada y nerviosa, Victoria retorcía con el dedo el collar de zafiros y diamantes que había robado en el museo y se preguntaba si finalmente había presionado demasiado al Consejo Supremo. Una pequeña investigación sobre Max Westin le había revelado que sus presas habituales no eran las de su especie, sino los Otros, los que se habían pasado a la magia negra y no podían ser redimidos. Él había conseguido salvar a miles destruyendo a los pocos que causaban estragos con su maldad.
Saber aquello la llenó de preocupación. ¿Se había convertido ahora en uno de esos Otros? Teniendo en cuenta que a Max rara vez lo enviaban en busca de algo que el Consejo no quisiera ver muerto, podría parecer que sí. El Cazador era una leyenda, un héroe, y estaba a punto de ser ascendido para entrar a formar parte del Consejo. Ella lo habría sabido de haber sido un miembro activo de su comunidad en lugar de una marginada, lo que hacía que se preguntara algo a lo que llevaba años tratando de responder: ¿su objetivo final era morir? ¿Deseaba ella en realidad la muerte ahora que Darius había fallecido? Era lo suficientemente fuerte como para librarse del collar, pero no tanto como para repeler a un hechicero con la considerable fuerza de Max. Y, sin embargo, ella había provocado deliberadamente que fuese a buscarla.
Preocupada por la dirección que habían tomado sus pensamientos, hizo lo que siempre hacía: concentrarse en la acción en lugar de en la reacción. Como no podía tener un mano a mano con Max y ganar, debería llegar a él de otra forma.
Debería seducirlo, lograr que sintiera cariño por ella. Estuvo segura de que hacer eso constituiría un golpe cruel para el Consejo. De hecho, aquello sería la venganza definitiva. El Consejo rara vez ascendía a nadie. Sin ir más lejos, el último en recibir ese honor había sido Darius y éste los había rechazado porque eso habría significado perderla a ella. Rehusó la seguridad de un cargo de mando distante y había seguido siendo un soldado raso y Ellos lo castigaron con la más cruel de las misiones: lo llevaron a la muerte. Ella se aseguraría de que el Consejo se arrepintiera de ello.
Estaba deseando ponerse en marcha.
«¡Maldito sea Max Westin por ser tan testarudo!». Si hubiese ido a cenar, tal y como ella quería, ahora podría estar restregándose contra ese hermoso cuerpo masculino. Podría estar lamiéndole la piel, mordiéndole la carne, copulando con él hasta reventarlo.
Vengando a su amado Darius del único modo que sabía.
Max era el cazador perfecto con el que provocar al Consejo. Victoria podía imaginárselo fácilmente atado a su cama y postrado para darle placer. Toda esa musculatura ondulada y esa fuerza voluptuosa. El hechicero favorito del Consejo atrapado en su propia trampa.
Soltó un suspiro. El repentino remordimiento era demasiado perturbador. Victoria se puso de pie y se desabrochó los botones de la camisa de satén sin mangas de su pijama. Se disponía a cambiar a su forma felina cuando el sonido del timbre de la puerta la detuvo. Caminando sin prisa y sin hacer ruido por el suelo de madera dorada, olfateó el aire.
«Max».
Aquel placer inesperado le calentó la sangre.
Abrió la puerta y, por un instante, se quedó sin habla. Vestido de Armani, Max Westin había estado demoledor. En esos momentos, vestido con unos vaqueros caídos y una camiseta ajustada y sus pies enfundados en unas sandalias de piel estaba… Estaba…
Ronroneó, y aquella suave vibración invadió el aire que había entre los dos con una exuberante promesa.
«Astuto cabrón». Él sabía que el instinto natural de ella al ver sus pies desnudos sería el de cambiar de forma y restregarse contra ellos, rodeándole las piernas con una descarada muestra de su buena disposición. Luchando contra su propia naturaleza, Victoria levantó el brazo y se apoyó sobre el quicio de la puerta. La camisa se le abrió con aquella pose y mostró su vientre y la curvatura de la parte inferior de su pecho. Él lanzó una breve mirada para examinarla y, a continuación, la apartó suavemente a un lado, entrando en la casa como si tuviera todo el derecho de hacerlo.
Mientras caminaba hacia la cocina con una bolsa de papel de una tienda de comestibles en los brazos, las velas que ella había dispuesto por la habitación se encendieron a su paso. El equipo de música se puso en marcha y emitió una disonancia de señal confusa hasta que se detuvo en una emisora de música clásica. El exquisito sonido de unos instrumentos de cuerda invadió la habitación y se elevó por los conductos de ventilación al descubierto de su moderno apartamento, preparando el escenario para lo que ella sabía que sería una noche memorable.
Lo siguió hasta la cocina, donde él dejó la bolsa sobre la encimera y empezó a sacar sus contenidos. Detrás de él, una cacerola se soltó por arte de magia de su enganche y se colocó sobre el fogón.
—El hechicero se muestra tal cual es —dijo ella en voz baja.
Max sonrió.
—Soy exactamente quien dije que era.
—Un investigador de fraudes en seguros. Le he investigado.
—He resuelto todos los casos.
—Eso tengo entendido —replicó ella secamente—. Está decidido a salvar al mundo de malhechores, ya sean mágicos o no.
—¿Tan malo es eso? —preguntó con cierto desafío—. Hubo una vez en que usted hizo lo mismo.
Sacó un bote de crema de leche orgánica y ella se lamió los labios. Perspicaz, como todos los Cazadores, Max atrajo con un movimiento de la mano un cuenco del armario y le sirvió una ración. Victoria se desabrochó el último botón de la camisa. Un momento después, tanto la camisa como los pantalones del pijama estaban sobre el suelo de mármol de la cocina. Esperó un segundo más, concediéndole a su invitado una rápida visión de lo que él podría disfrutar más tarde y, a continuación, cambió de forma. Con un fluido brinco de sus piernas felinas, Victoria dio un salto grande hasta la encimera de madera maciza y se agazapó sobre el cuenco.
Max le pasó la mano por su suave pelaje negro.
—Eres preciosa, gatita —rugió con su deliciosa voz.
Ella contestó con un ronroneo.
Mientras daba lengüetazos a la crema de leche, Victoria enrolló su cola alrededor de la muñeca de él. Su enorme mano hacía que ella pareciera más pequeña, pero se sintió segura con él, algo poco habitual tratándose de una Familiar sin collar junto a un hechicero al que le faltaba una guía.
Los Cazadores eran los más poderosos de los magos y no necesitaban el aumento de poderes que proporcionaban los Familiares. Mantenían limpio el mundo mágico, localizando a los desviados que se enfrentaban al dominio del Consejo Supremo y ocupándose de ellos.
Otros como ella.
Las despuntadas yemas de los dedos de él buscaron tras las orejas de ella el punto donde rascarle. Victoria se derritió sobre la encimera.
—Deja que acabe de preparar la cena —murmuró él—. Y después, jugaremos.
Max se apartó para ocuparse de los fogones y ella contuvo el deseo de ir tras él. Se quedó tumbada en la encimera con el mentón apoyado en sus patas, observando cómo los músculos de la parte superior de su espalda se flexionaban mientras cortaba las verduras y ponía el pescado al fuego. Mientras lo estudiaba, se fijó en su pelo de color ébano, que brillaba lleno de vida, y en la firme e imponente curva de su trasero. Suspiró.
Echaba de menos tener a un hombre fijo en su vida. Últimamente, la soledad parecía ser peor que nunca y culpaba al Consejo de ello. Deberían haber esperado a que un segundo apareamiento entre una bruja o un hechicero y un Familiar se hubiese unido a ellos en contra del Triunvirato, pero el Consejo no consiguió atemperar su entusiasmo. Darius no estaba dispuesto a fracasar en una tarea tan importante y perdió su vida para que pudieran triunfar. Y ella había perdido a su alma gemela.
Con enorme pesar en su corazón, Victoria saltó al suelo y rodeó los pies de Max, ronroneando y esponjándose para llamar su atención. Sorprendentemente, él estaba demasiado ocupado encargándose de ella como para tener sexo sin más. Demasiado ocupado cocinando para ella y relajándola con música y luz de velas.
El alma agotada de Victoria absorbió con avidez aquellas atenciones.
Moverse por la eternidad sin un compañero le estaba pasando factura. No podía salir con humanos y la habían desterrado de su comunidad. No había nadie que la esperara ni que se preocupara por ella.
Su trabajo la satisfacía y su éxito era fuente de verdadero orgullo, pero a menudo deseaba acurrucarse en el sofá con un hombre que la quisiera. Que la amara. Max no era ese hombre, pero sí que era el primero de todos los hechiceros que habían enviado tras ella que se tomaba su tiempo para cortejarla. Una parte de ella agradecía ese esfuerzo. La otra sabía que él tenía segundas intenciones.
Así que también ella le cortejaba a él, restregándose contra sus fuertes pantorrillas con suaves y tentadores ronroneos.
El camino hacia el fracaso empezaba así con todos sus Cazadores. Les prometía placer con cada caricia contra sus piernas y sus feromonas perfumaban el aire hasta que ellos se volvían locos por tenerla. Gracias al don de Darius, era capaz de cambiar su olor pasando de uno de sumisión a otro de deseo carnal, un primitivo desafío ante la necesidad de todo Cazador de ser dominante. Prácticamente, un capote rojo ondeando ante un toro embravecido.
—No está tan mal —dijo Max con voz calmada y en un tono que hizo que la espalda de ella se arqueara de gozo—. Existe placer en la sumisión.
Resentida porque él permaneciera tan impasible, Victoria se apartó con la cola en alto y la cabeza levantada con orgullo.
Sumisión. Ella no estaba hecha para eso. Era demasiado tenaz, demasiado independiente como para ceder ante las exigencias de un hombre. Darius había sido consciente de ello. Lo había aceptado y había hecho excepciones por ella para que pudieran vivir en armonía.
Victoria cambió de forma y se tumbó en el sofá desnuda. Desde donde estaba en la cocina, Max sólo tenía que girarse para poder verla. Su autocontrol la inquietaba, lo mismo que la tranquila expresión de mando y la férrea determinación en aquellos ojos grises. No era un hombre que se dejara llevar por su pene.
Ella suspiró y esperó a que se acercara. Ningún hombre ni hechicero podía resistirse durante mucho tiempo a una mujer desnuda, tumbada y con ganas.
Inclinándose pesadamente sobre la encimera, Max se quedó mirando la tabla de cortar y suspiró con frustración. En ese momento, no deseaba otra cosa que enseñarle a aquella hermosa mujer desnuda que estaba en el sofá todas las cosas que podía hacerle. Las que podía hacer por ella. Necesitó mucho más control del que estaba acostumbrado a ejercer para no lanzar el cuchillo al fregadero y hacer exactamente eso. Un buen e intenso polvo la ayudaría a olvidar, por un momento, la pena que sentía en su interior.
Max cerró los ojos y se concentró en aquel leve asomo de tristeza. El vínculo entre Familiar y hechicero siempre empezaba con aquel diminuto toque de concienciación. Era pronto, demasiado pronto, para que apareciera esa conexión, pero allí estaba. Aún no era suficiente como para averiguar la causa de la infelicidad de ella, pero Max supo que no se trataba de una angustia reciente, sino de una pena que llevaba acarreando desde hacía tiempo.
Curiosamente, era aquel conocimiento más profundo de ella lo que ahora lo atraía más. Más que su belleza. El deseo provocado por la ternura era una nueva sensación para él y la saboreó despacio, lo mismo que el primer sorbo de un buen vino. Suave y delicado, le calentó la sangre igual que lo habría hecho un licor.
Mientras continuaba cocinando, se aferró al tacto de su gatita, alimentando el vínculo que utilizaría para sacarla de su situación marginal y hacer que volviera al redil.
—La cena está lista —dijo un rato después.
Victoria alzó los ojos al cielo y se preguntó cómo podía Max mostrarse tan indiferente a su descarado ofrecimiento sexual.
—Quiero comer aquí —contestó malhumorada.
—Como prefieras —respondió él en tono relajado. Victoria oyó cómo retiraba una de las sillas de la mesa del comedor y, un momento después, el tintineo de los cubiertos sobre los platos. Boquiabierta, se incorporó.
—Hum… —La profunda expresión de placer de Max hizo que a ella se le pusiera la carne de gallina. Entonces, el delicioso olor a atún a la plancha con nata le llegó a las fosas nasales e hizo que le sonaran las tripas.
Se puso de pie y entró en la cocina con pisadas fuertes, donde encontró solamente un servicio de cubiertos, el que estaba delante de Max.
—¿Y yo qué? —espetó con las manos en las caderas y su sensibilidad felina herida.
—¿Ahora quieres cenar conmigo?
—Tenía intención de hacerlo.
Apartándose de la mesa, Max se puso de pie mostrando toda su estatura y empequeñeciéndola a ella, una diferencia que se hizo más evidente por la desnudez de Victoria. Le ofreció su silla y su aparente indiferencia ante el cuerpo desnudo de ella hizo que ésta apretara sus puños. Victoria se dejó caer en la silla con un audible suspiro. Aquello no era en absoluto lo que había planeado para pervertirlo.
Max cogió el tenedor de dientes largos. Pinchó un trozo del pescado casi crudo, lo mojó en la nata y lo acercó a los labios de ella. Sorprendida, levantó los ojos hacia él.
—Abre.
Antes de darse cuenta de que se trataba de una orden, separó los labios y aceptó el ofrecimiento. Diseñados para su paladar, aquellos sabores se mezclaron para convertirse en una delicia para sus sentidos. Max estaba de pie a su lado, con una mano sobre el respaldo de la silla, rodeándola mientras le preparaba otro mordisco. Sus ojos se encontraron con una pregunta silenciosa.
—El deber de un hechicero es el de cuidar de su mascota.
—Yo no soy tu mascota. —«Pero, en cualquier caso, me parece maravilloso».
—Por ahora, lo eres.
Odiaba reconocerlo, pero la seguridad inquebrantable de él la excitaba. Sus pequeños pechos se volvieron pesados, sensibles, y los pezones se le pusieron duros, deseosos de que él los acariciara. Amablemente, la mano de él se soltó del respaldo de la silla para colocarse sobre su excitada protuberancia. Victoria ahogó un grito ante aquella muestra inesperada de intimidad y Max le introdujo el siguiente trozo en la boca. Mientras ella masticaba despacio, saboreando aquella singular comida, los diestros dedos de él jugueteaban con su pezón.
—Someterse no es ser débil —canturreó él en un tono ronco e hipnótico—. No vas a ser menos mujer, gatita, sino mucho más.
Ella negó con la cabeza con fuerza a la vez que apretaba los muslos para tratar de controlar el intenso y profundo deseo que no quería sentir. Los suaves círculos y estirones de los dedos de Max sobre su pezón hicieron que la sangre le hirviera. A medida que la excitación de él crecía para ponerse a la altura de la de ella, su piel se calentó e invadió el aire con el ligero olor de su colonia. El prominente bulto de su erección quedaba a la altura de los ojos de ella, por lo que no pudo evitar mirarlo. El peligro inherente en el hecho de desearlo y la implacable arrogancia de Max la excitaban hasta tal punto que se puso a jadear en la silla. Arqueó la espalda sin poder evitarlo, suplicando más.
—Está en tu naturaleza —murmuró él con su boca en la oreja de ella—. El deseo de ser poseída. Quedarte sin capacidad de elección, de modo que lo único que tienes que hacer es sentir. Imagínate mis manos y mi boca sobre tus pechos… mis dedos, mi lengua y mi polla embistiendo entre tus piernas… Tu única obligación sería disfrutar del placer que puedo darte. Imagínate la libertad que hay en ello.
Libertad. Sumisión. Aquellas palabras no podían utilizarse juntas. Se excluían mutuamente, pero cada vez que Victoria abría la boca para replicarle, él se la llenaba de comida.
Max continuó dándole de comer y acariciándola hasta que ella empezó a retorcerse en su silla. Tenía la piel caliente y tensa y el sexo húmedo y cremoso. Max lo sabía todo de ella. Habría estudiado exhaustivamente a los Familiares y a ella en especial. Su misión era cazar a aquellos que desafiaban al Consejo. Sabía que los Familiares ansiaban ser acariciados y estar bien alimentados. Su manera de acercarse a ella había sido inusual y, por tanto, la había pillado desprevenida. Normalmente trataban de someterla copulando con ella, no a través de los mimos.
Enseguida, sintió el vientre lleno, lo cual normalmente la adormilaba. Pero esa noche no. El deseo ardiente de sus venas le impedía echarse una siesta. Pero, aun así, se sentía lánguida. Flexible. Max la levantó y la llevó al dormitorio, y ella fue incapaz de protestar. Deseaba sentirlo dentro de ella tanto como respirar. Y, sin embargo, no era estúpida. Con una palabra pronunciada suavemente, Victoria le anuló los poderes.
Con su sonrisa, Max le hizo saber que había notado lo que había hecho. No se trataba de una sonrisa cualquiera, sino de una que prometía que Victoria pagaría por ello.
Aquello no hizo más que ponerla más caliente.
Max la dejó de pie y le giró la cara para apartarla de la suya. La expectación la recorrió por la espalda, haciendo que sintiera un escalofrío y que su respiración se volviera superficial. La agarró de manera firme e irrefutable de la nuca y la empujó hacia delante hasta que ella se dobló por la cintura, con la cara hacia abajo, en la cama.
—¿Max?
Al apartarse, él le mordió en el hombro a modo de seductor presagio y antes de que ella pudiera pestañear, tenía las manos atadas por detrás.
—¿Qué demonios…? —El corazón se le aceleró con algo cercano al pánico. No podía creer que él hubiese actuado con tanta rapidez. Nunca la habían atado. La repentina sensación de desamparo le recordó el modo en que se sintió cuando Darius estaba en medio de remolinos de magia mortales y ella sólo podía mirar, inútil—. ¡No! —Victoria se removió de forma incontrolada.
—Calla, gatita. —Echó su enorme cuerpo sobre el de ella, una manta física y caliente. Con las manos a cada lado de la cabeza de Victoria, rozó su nariz con la de ella y su voz sonó más áspera de lo habitual—: No voy a hacerte daño. Nunca.
—Yo… Tú…
—No puedes anular mis poderes —murmuró—. Eres fuerte, pero no tanto.
—No me gusta esto, Max. —Su voz era un susurro lastimero.
Entonces, una de las manos de él se levantó del colchón. Ella sintió cómo le rozaba la curva del trasero justo antes de oír el lento sonido de su cremallera bajándose. Para su sorpresa, la excitación, que había desaparecido, volvió a cobrar vida.
—Estás muy tensa. —Con la lengua le trazó un camino lento y húmedo a lo largo de la espalda—. Lo único que tienes que hacer es tumbarte ahí y correrte.
De repente, ella no podía ver. Tenía la visión bloqueada por algún hechizo que le había lanzado. Victoria se quedó completamente inmóvil, con la respiración retenida en la garganta. Nunca se había sentido tan completamente a merced de otra persona.
Entre sus piernas sentía el ansia de una excitación que la hacía retorcerse. A pesar de lo que la mente le decía, no podía controlar su naturaleza instintiva.
—Ya estás lista. —Los dedos de él la acariciaban entre las piernas y se deslizaban por la cremosa evidencia de lo excitada que estaba—. Debe de ser agotador estar todo el tiempo luchando contra una misma.
—Que te follen —espetó ella. Aunque el tono de Max era desapasionado y nada engreído, ella se sentía reprimida. Contenida.
«Dominada».
—Lo cierto es que va a ser a ti a quien voy a follar. Y vas a confiar en mí lo suficiente como para disfrutarlo.
—No puedo confiar en ti. No te conozco. Sólo sé lo que quieres, que es exactamente lo contrario a lo que yo quiero.
—¿Ah, sí? —preguntó él en tono paciente—. Me conocerás cuando haya terminado. Empezaremos por el sexo y seguiremos avanzando.
—Qué original —bufó Victoria.
Él se detuvo y ella supo que se había anotado un tanto. Pensó que aquello sería el final.
Entonces, sintió contra la parte posterior de sus piernas la aspereza de los vaqueros de él.
—¿No te vas a desvestir? —susurró ella, con sus sentidos ya intensos ahora dolorosamente agudos por la ceguera.
—No.
Una palabra. Sin explicaciones. Forcejeó pero quedó inmovilizada por el caliente y ancho prepucio de su miembro rozándose contra su clítoris.
—Abre más las piernas, Victoria.
No se movió. No pensaba ayudar a que la domesticara ese cabrón engreído.
Él se introdujo dentro de ella, obligando a que sus resbaladizos tejidos se abrieran para él, a que lo aceptara. Sólo un par de centímetros. Después, se salió. Restregando el extremo, ahora cremoso, contra ella, Max la provocó y, a continuación, volvió a entrar con fuerza. Sólo dos centímetros. Ella enterró la cabeza en el edredón y gimió mientras su sexo daba espasmos tratando de absorberlo hacia donde lo necesitaba.
—Si abres las piernas tendrás lo que deseas.
Victoria levantó la cabeza.
—Quiero atarte a la cama para poder torturarte yo. No al revés.
La risa estruendosa de él la hizo estremecer. Lo cierto era que, por mucho que Max dijera o hiciera, él la atraía.
—Pero no ibas a disfrutar con eso tanto como con esto.
—A la mierda tus juegos, Max. ¿No podemos limitarnos a follar?
—Quiero follarte así, quiero que estés doblada así.
—¿Y qué pasa con lo que yo quiero? —se quejó ella.
—Tú quieres lo mismo, gatita. Sólo que desearías que no fuera así. De esta forma estás muy apretada. Tu coño es como un puño de terciopelo. Voy a tener que esforzarme para meterme dentro de ti…
Max esperó con la misma paciencia calculada que había mostrado desde que la vio y, durante todo el tiempo, el glande de su falo le acariciaba la boca de la vagina como una tentación silenciosa. El cuerpo traicionero de ella lo atrajo hacia sí con un suave estremecimiento. Estaba húmeda y caliente, más que dispuesta.
Pensó brevemente en cambiar de idea y apartarse, pero entonces no tendría sexo con Max, y no estaba dispuesta a renunciar a ello. Así que, tragándose su orgullo, Victoria adoptó una postura más abierta. Ya se vengaría de él más tarde.
Inmediatamente, él se metió dentro de ella, bien profundo y, después, aún más, hasta que no pudo respirar ni pensar, con cada parte de su cuerpo concentrada en el grueso y palpitante pene que la invadía por completo.
Jadeando, su espalda se arqueó mientras las uñas cortas de él le arañaban ligeramente las caderas. Max se inclinó sobre ella. La dominó. Mientras su vientre marcado tocaba las manos atadas de Victoria, ésta sintió su húmedo sudor a través de la camiseta.
El hechicero no estaba tan controlado como parecía.
Haciendo uso del poco poder que le quedaba, lo agarró de la camiseta y lo atrajo hacia ella.
Con las manos sobre el colchón para soportar su peso, Max empezó a poseerla con largas y profundas embestidas. El ángulo de su penetración la acariciaba por dentro con una presión tentadora y modificó sus lances, frotándola por arriba y, después, por abajo, con un experto masaje interior.
Fue despacio y muy calmado, bombeando su cadera con un ritmo medido y calibrado. Sin poder ver, ella se imaginó cómo debía estar siendo, con Max completamente vestido, apretando el culo y aflojándolo mientras tenía trato carnal con el cuerpo amarrado de ella. Se estremeció y empezó a ronronear. Él respondió con un gruñido y la vibración atravesó todo su cuerpo hasta llegar a su miembro tieso.
—¿Te sientes débil? —preguntó con su voz gutural y tentadora—. ¿Te sientes inferior porque tu cuerpo está al servicio de mi placer y no del tuyo?
Ella quería replicarle, discutir, pelear, pero no podía. Le gustaba demasiado no estar haciendo otra cosa que recibir lo que él le estaba dando. Al fin y al cabo, era una gata, perezosa por naturaleza.
—Sumisa por naturaleza —la corrigió él. Movió una mano para agarrarle el muslo y abrirlo más para poder penetrarla más adentro. Ahora, cada zambullida de su falo le llevaba sus testículos apretados y pesados hasta el clítoris.
«Me ha leído el pensamiento», reflexionó Victoria con la parte de su cerebro que aún seguía funcionando.
La domesticación había comenzado.
Con un suave siseo, ella lo apretó. Él maldijo en voz baja y se estremeció, viéndose traicionado por su cuerpo.
De repente, Victoria comprendió que él estaba tan indefenso como ella. Había intentado utilizar su cuerpo para seducirlo y él había sucumbido. A pesar del control externo que mostraba, Max había empezado la velada con un acercamiento completamente distinto y había pasado a un evidente deseo. Incluso ahora, sus dedos le arañaban las caderas, sus piernas se apretaban contra las de ella y su respiración fatigosa sonaba con fuerza en la habitación.
Al darse cuenta de que no se encontraba sola en aquella inesperada fascinación física, se relajó y se hundió en la cama con un gemido. No fue una rendición, sino un punto muerto.
La boca de Victoria se curvó con una sonrisa gatuna.