—¿Qué tal os ha ido en el mercado esta mañana? —les preguntó Tamhas desde la cabecera de la mesa.
Chloris se obligó a asentir educadamente.
—Ha sido muy… tonificante —respondió, antes de bajar la vista hacia la comida.
El cochinillo estaba delicioso, pero la joven apenas podía comer. Cada vez que recordaba lo que había sucedido en el mercado esa mañana, se le hacía un nudo en el estómago al pensar en la cita clandestina que la esperaba. Sentada en el lujoso comedor, le parecía mentira que hubiera accedido a reunirse con ese hombre en casa de su primo. Era una de las estancias más suntuosas de Torquil House, con su larga mesa maciza y sus sillas de enea. La chimenea era grande, y una carísima alfombra cubría el área que iba desde la puerta hasta la mesa. Tamhas llevaba una vida señorial. El servicio tenía instrucciones de preparar cada noche una opípara cena. Era un hombre ostentoso. Vestía ropa cara y pelucas de calidad, ya que para él era vital mostrar su posición y su riqueza al mundo.
—Ha sido muy agradable. Chloris y yo lo hemos pasado muy bien —convino Jean—. Hasta que ha aparecido Lennox Fingal, pavoneándose como si fuera el amo del lugar.
Chloris alargó la mano hacia su copa de vino con el corazón desbocado.
Su primo frunció el cejo bruscamente.
—El hereje tuvo la desfachatez de presentarse en la reunión del consejo.
Chloris dio un trago. La situación era extrañamente onírica. Hacía un rato había estado a punto de pedirle a la mujer de su primo que le explicara qué había querido decir con sus comentarios sobre Lennox, pero tras las palabras de su primo tuvo un mal presentimiento sobre la cita de esa noche. Había tenido dudas y recelos a lo largo de todo el día, pero eso era distinto. Ahora tenía miedo por Lennox, que al parecer planeaba entrar a escondidas en una casa donde se lo despreciaba sólo para ayudarla. Nunca antes se había encontrado en una situación parecida, pero ya no había vuelta atrás.
Jean se revolvió en su asiento, mirando a su esposo horrorizada.
—¿Cómo? ¿Y el consejo lo recibió?
Tamhas siguió observando detenidamente a las dos mujeres mientras hablaba.
—Te aseguro que el consejo no lo habría recibido si yo hubiera estado al frente. —Apretó los labios con fuerza y miró a Chloris.
Tenía que decir algo, pero ¿qué? La idea de que sus parientes descubrieran que había quedado para verse con ese hombre a medianoche le robaba las palabras.
—Me temo que no reconozco el nombre del hombre del que habláis —terció—. ¿Ha llegado a la ciudad hace poco?
Su primo asintió.
—Llegó poco después de tu boda. Es una mala pieza, y me inquieta mucho pensar que vive tan cerca de mis tierras.
Tamhas se volvió hacia su esposa, que seguía aparentemente indignada por el atrevimiento del intruso.
—Dime, ¿os dirigió la palabra directamente?
—¡No! —exclamó Jean, abriendo mucho los ojos—. Cruzamos la calle en cuanto vimos que se acercaba.
Por suerte, Tamhas no se lo preguntó a Chloris. Ésta se sentía cada vez más inquieta. Si su primo le preguntaba directamente a ella, no sabía qué le respondería.
—Si te mira a los ojos —le dijo a su esposa—, aparta la vista. Tiene brujería en la mirada. Nadie, ni hombres ni mujeres, están a salvo de su magia.
Tamhas se volvió entonces hacia Chloris, esperando una reacción.
—¿Brujería? —repitió ella, dejando los cubiertos sobre la mesa.
—Hay cosas que nunca cambian, querida prima —replicó él entornando mucho los ojos.
Chloris se preguntó si se estaría acordando de Eithne.
Su primo estaba de muy mal humor. Era un hombre de aspecto distinguido y podía mostrarse encantador cuando quería pero, como ella bien sabía, tenía muy mal carácter cuando lo contrariaban. Por eso le resultaba imposible relajarse del todo en su presencia. Siempre estaba alerta, preparada por si tenía que defenderse.
Tras sacudir la cabeza con desaprobación, Jean le dirigió un gesto a la criada que aguardaba para que retirara los platos. La joven así lo hizo, creando unos instantes de distracción que Chloris agradeció profundamente.
Cuando la sirvienta se hubo retirado, Jean se inclinó hacia su esposo.
—¿Tienes miedo de la influencia que pueda tener sobre las mujeres? ¿Crees que son ciertos los rumores que corren sobre lo que hacen… todos juntos… en el bosque?
El brillo de curiosidad en la mirada de Jean era inconfundible. Chloris se preguntó si su prima sentiría la misma curiosidad que ella por saber qué hacían los brujos y las brujas cuando se reunían.
—Esa gente no obedece reglas —replicó Tamhas—. No conocen los límites de la decencia.
Con las mejillas encendidas, Jean se dio unos golpecitos en el cuello con la servilleta.
—No respetan las reglas del rey ni de la Iglesia —siguió diciendo Tamhas, sumido en sus pensamientos—. Son una panda de herejes, son como animales.
Chloris sintió que empezaba a marearse. Tenía que impedir que Lennox fuera a verla, pero ¿cómo?
«Debo seguir adelante con el plan. Todo depende de que el tratamiento funcione».
A pesar del miedo que sentía, la fe en los poderes de Lennox había aumentado en las últimas horas. Tenía que concentrarse en sus habilidades, no en su turbia reputación. Si pensaba en el posible resultado, podría obtener las fuerzas que necesitaba para ser valiente y llegar hasta el final. No obstante, no tenía garantías de que el tratamiento que él le había propuesto fuera a funcionar y sabía que se arriesgaba a disgustar profundamente a su primo, quien la había acogido en su casa cuando su marido la había amenazado con echarla a la calle, dejándola sin nada y sin nadie.
—Contén tu curiosidad —le advirtió Tamhas a su esposa—. Deja que los hombres se ocupen de esas alimañas. El sexo débil debe limitarse a ir con cuidado y asegurarse de que cierra bien las puertas por la noche.
Con cada nueva palabra de su primo, Chloris se sentía más y más inquieta por la cita clandestina de esa noche. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? ¿En qué estaba pensando cuando había accedido a que ese hombre la visitara en casa de su primo?
Tamhas seguía pontificando sobre el tema, incluyendo a Chloris en la conversación.
—No creo que te acuerdes de nuestro abuelo Lucas, pero cuando era pequeño una vez me llevó a ver cómo quemaban a una bruja en la hoguera.
Jean lo miró asombrada.
—Oh, Tamhas, no me lo habías contado.
—No suelo hablar de ello porque no es agradable, pero no puedo olvidarlo. Y eso era justamente lo que el viejo Lucas pretendía. El abuelo quería protegerme a mí y a las generaciones venideras, enseñándonos que debemos tener cuidado con esa gente. Ya había visto a buenos cristianos descansando en paz en sus ataúdes. Ese día aprendí que no hay paz para los que adoran al demonio. —Hizo una pausa para sacudir la cabeza, asqueado—. Gritaban, pataleaban y proferían insultos mientras los llevaban al patíbulo.
Chloris se preguntó si lo habrían hecho por culpabilidad, por miedo o por sentirse tratados injustamente.
—Menudo espectáculo tuvo que ser —comentó Jean, que parecía fascinada.
—Eran tres en total, dos mujeres y un hombre. Una de las mujeres era la pura encarnación del mal. Maldijo a todos los presentes. Maldijo su descendencia, su ganado y sus cosechas.
Jean se santiguó.
—¿Los colgaron?
Tamhas asintió.
—Primero los ahorcaron y los dejaron colgando de la cuerda. Luego encendieron el fuego que habían preparado a sus pies para asegurarse de que los demonios que habitaban en su interior desaparecían. Es necesario matarlos dos veces. Pensábamos que habían muerto ahorcados, pero una de las mujeres era tan maligna que el diablo la mantuvo con vida y, cuando las llamas le alcanzaron el vestido, soltó un terrible grito. Ni siquiera las llamas podían con ella. Siguió gritando hasta que no quedó de ella más que huesos y cenizas.
Chloris se llevó la servilleta a la boca. Estaba mareada y sudando por la vívida descripción de su primo.
—La carne de aquellos desgraciados se fundió como si fueran tres velas de cera. Nunca olvidaré el olor. Esos seres no eran humanos.
Jean frunció el cejo.
—¿No huele mal cualquier persona cuando la quemas?
Su esposo la fulminó con la mirada por haberlo interrumpido. Al parecer, estaba disfrutando con el relato.
—No de ese modo. Ése era el olor del diablo.
Jean no parecía del todo convencida. Chloris pensó que la pregunta de su prima era muy sensata, pero Tamhas no debía de ser de la misma opinión porque cambió de tema.
—Mi abuelo me enseñó a desconfiar de esos seres y me dio las claves para descubrir su presencia entre nosotros. Recogen hojas extrañas en el bosque y se reúnen para sus aquelarres, pero cuando los descubres se dispersan enseguida para que no puedas contarlos. Si pudiera contarlos algún día y confirmar que son trece, tendría la prueba que necesito para denunciarlos.
Hasta ese momento Chloris no se había dado cuenta de que su primo estaba tan obsesionado con el tema. Sabía que desaprobaba todo lo que tuviera relación con la magia. Era plenamente consciente de ello cuando fue a Somerled. Lo que no sabía era que planeara denunciar a Lennox y a su gente para que los ejecutaran.
—No son parientes —siguió explicando Tamhas—. Aunque vivan todos juntos, no son de la misma familia. Lo único que tienen en común es que son siervos del demonio. No es correcto que buenas familias cristianas tengan que vivir tan cerca de esas criaturas demoníacas.
El riesgo que Lennox y ella corrían por la cita de esa noche hizo que Chloris deseara salir huyendo del comedor. Esperó hasta que la criada volvió. En cuanto ésta apareció, deseó buenas noches a Tamhas y a Jean y se marchó.
Una vez sola, recorrió su habitación arriba y abajo, mirando la hora en el reloj que había sobre la repisa de la chimenea cada pocos minutos. A diferencia de lo que había deseado, quedarse sola no la tranquilizó. Al contrario, todavía se preocupó más. Tamhas había dicho que los habitantes del bosque eran como animales. ¿Sería verdad?
Pensó en Lennox. Era innegable que había algo salvaje en él, pero también tenía un aire de nobleza. Había algo en su postura y en sus modales que mostraba que no tenía miedo de nadie. Chloris sospechaba que eso era lo que la atraía de él, la rebelión que asomaba a sus ojos. Nunca había conocido a nadie parecido. Los hombres de su vida, su marido y su primo Tamhas, eran poderosos por lo que poseían; por su capacidad de proporcionar o quitar la comida y el techo a los que los rodeaban. Lennox, en cambio, no era un hombre rico. Y, sin embargo, tenía un aire casi regio. No le extrañaba nada que las mujeres se sintieran atraídas por él.
«Tengo que andarme con cuidado», se recordó. Tenía que centrarse en conseguir su objetivo, que era darle un hijo a su marido. No era correcto pensar en el físico de ese hombre, ni en su porte, ni en su poder de seducción con las mujeres cuando estaba a punto de dejar que llevara a cabo un misterioso ritual pagano en su cuerpo. Además, tal vez no se presentara.
Cuando la doncella fue a prepararle la cama y a ayudarla a desvestirse, Chloris rechazó su asistencia. No sospecharía nada, ya que normalmente prefería hacerlo sola. La doncella la miró con compasión, como si pensara que era demasiado tímida. Mejor así. Los criados de Edimburgo ya estaban acostumbrados a su conducta y la dejaban tranquila. Por razones que prefería no compartir con nadie, había aprendido a vestirse y desvestirse siempre sola. No había cinta ni corchete que se le resistiera.
Tras avivar el fuego, la doncella se retiró.
En cuanto volvió a quedarse sola, Chloris respiró hondo. Probablemente la sirvienta sería la última persona que vería esa noche y no tendría que lidiar con el brujo. Seguramente él se olvidaría o lo pensaría mejor. Eso debería haberla hecho sentir más tranquila, pero lo cierto es que no fue así. ¿A quién quería engañar? Iba a quedarse despierta toda la noche, esperando tener la oportunidad de ser testigo de la magia que le ofrecía. Si él no acudía a la cita, se sentiría profundamente decepcionada.
Mientras las manecillas del reloj se acercaban a la medianoche, Chloris permaneció pegada a la ventana, mirando al exterior desde detrás de las cortinas. Cuando el reloj marcó la hora, lo vio cruzando el jardín a la luz de la luna. Agarró las cortinas con fuerza, sin dar crédito a sus ojos. Llevaba un rato preguntándose si no se lo habría imaginado todo. ¿Qué hombre en su sano juicio entraría en casa de alguien que planeaba denunciarlo a él y a los suyos?
Lennox se detuvo y alzó la cara hacia las ventanas. Tenía un aspecto impresionante, tan alto y seguro de sí mismo. Se veía tan cómodo merodeando por la mansión de noche como recorriendo el mercado a plena luz del día. Debería desconfiar de él, pero la única emoción que despertaba en ella era la curiosidad. Necesitaba saber más.
Tragó saliva antes de retirar la cortina para que la viera. Cuando él alzó una mano para indicarle que la había visto, Chloris soltó la tela y comenzó a caminar de nuevo de un lado a otro de la alcoba.
¿Qué pasaría si lo descubrieran tratando de entrar en la casa? Tal vez no llegara hasta su habitación. Una parte de ella deseaba que no lo hiciera. Pero otra parte estaba lista para echar a correr y abrirle la puerta en cuanto llamara.
¿Cómo se las apañaría para saber cuál era su puerta?
Esa idea le provocó un escalofrío. No conocía el alcance de sus poderes. Había oído historias, por supuesto. Historias oscuras sobre las cosas terribles que los brujos y las brujas eran capaces de hacer. ¿Sería Lennox tan poderoso e incontrolable como advertían los sacerdotes en las iglesias? Si era así, podría hacer muchas cosas.
Y eso significaba que podría concebir un hijo. «Estoy salvada».
Se acercó a la puerta y apoyó la oreja en la madera tratando de oír cualquier ruido que le indicara que habían detectado la presencia del intruso en la casa. Pero, en cambio, sólo oyó silencio. ¿Usaría la magia para entrar? No se le había ocurrido, pero suponía que eso tendría sentido. Las dudas volvieron a asaltarla. ¿Magia? ¿La obra del demonio? ¿A qué había accedido? Se dirigió a la chimenea y se agarró de la repisa con fuerza.
Un instante después oyó un chasquido a su espalda y un haz de luz entró por la puerta entreabierta.
La vela que había sobre la repisa parpadeó.
La luz que momentos antes se filtraba por la puerta volvió a desaparecer y todo quedó en calma.
Chloris se preguntó si lo habría imaginado pero, al volver la cabeza, vio la sombra alta y oscura de un hombre apoyado en la puerta.
Estaba allí. El líder de los brujos estaba en su habitación.
Se sujetó con más fuerza de la repisa. El corazón llevaba rato latiéndole más deprisa de la cuenta, pero desde que había notado su presencia —tan poderosa y misteriosa— dentro del dormitorio se había desbocado por completo. Estaban solos. Chloris respiró tan profundamente como pudo, tratando de mantener sus pensamientos bajo control, aunque le resultaba sumamente difícil. El corsé y el corpiño no le facilitaban las cosas.
Volvió a preguntarse si se había vuelto loca al consentir reunirse con él allí. Ya era bastante malo que hubiera ido a buscar su ayuda al bosque. Pero ¿por qué había accedido a su propuesta en el mercado? Su presencia en las habitaciones privadas de la familia era un escándalo. Se ruborizó vivamente. Nunca se había sentido tan sofocada.
En ese momento él dio un paso adelante. Al entrar en la zona iluminada por el fuego, todas esas preguntas desaparecieron de la mente de la joven. Volvía a estar presa del embrujo de su aspecto físico, rebelde, pero sereno y distinguido al mismo tiempo. Le recordó a un esbelto sabueso, tranquilo en el salón de la casa, pero capaz de convertirse en un salvaje cazador si la ocasión lo requería. Cuando sus ojos se encontraron, ella sintió que la razón le flaqueaba.
—Buenas noches, señora Chloris —la saludó, inclinando la cabeza.
—Señor —respondió ella con voz temblorosa. No podía flaquear a esas alturas. Sabía lo que tenía que decir porque se había preparado las palabras, así que se forzó a soltarlas cuanto antes—. Se ha arriesgado mucho viniendo hasta aquí, gracias.
Él sonrió levemente.
—Necesita mi ayuda, pero tenía miedo de que la vieran acudiendo a mi casa. Es comprensible. Aquí podemos hablar en privado.
Chloris asintió, pero bajó la mirada. Se sentía más segura de ese modo. No podía evitar recordar la advertencia de su primo sobre los ojos de Lennox, así que se limitó a mirarlo de reojo de vez en cuando. Ella también había notado algo extraño en ellos en el mercado. ¿Sería verdad lo que había dicho Tamhas? Sabía que tenía que darse prisa, no fueran a descubrirlos hablando en secreto a medianoche, pero la curiosidad era más fuerte que ella.
—Parece que conoce usted bien la casa. Ha encontrado mi habitación sin problemas.
—Sí, ya había estado aquí antes. Tamhas Keavey no sabe nada, por supuesto. La esposa de su primo me invitó a visitarla… en secreto. —Lennox la observaba atentamente, como si no quisiera perderse detalle de su reacción—. Fue poco después de convertirse en señora de la casa.
Chloris estaba tan sorprendida que no supo qué responder. Al parecer, él sabía desde el principio que Tamhas era su primo. Suponía que no debía de ser difícil de averiguar. Tal vez había sido ella misma la que le había dado la información sin darse cuenta. Al conocerlo había quedado muy impactada, y no había podido pensar con claridad. Qué curioso que existiera una relación previa entre Jean y él. Eso explicaba la intensa reacción de la mujer de su primo al verlo en el mercado esa mañana. Aunque era inquietante pensar que lo había invitado a la casa igual que ella. ¿Por qué lo habría hecho?
Las palabras de advertencia de Jean le volvieron a la mente. Había hecho comentarios sobre su falta de moral y su capacidad de seducción. Las mejillas de Chloris se ruborizaron al recordar el aturullamiento de su prima mientras le explicaba por qué tenían que evitar a Lennox. Había dicho que era por su reputación, pero ¿habría algo más? ¿Habrían tenido una relación íntima Jean y él?
El recién llegado rio por lo bajo, como si supiera que su afirmación la había confundido.
—La señora Jean es una mujer amable, aunque un tanto ingenua —siguió diciendo mientras se acercaba lentamente a ella—. Poco después de casarse, estaba convencida de que había una presencia fantasmal en el ala oeste de la vivienda. Me pidió que viniera para encontrar al espectro y echarlo de la casa. Me temo que fue una pérdida de tiempo, porque no descubrí nada extraño.
—Ah, sí —asintió Chloris, aliviada de que la visita de Lennox a la casa tuviera una explicación decente—. El escurridizo fantasma. Los criados llevan siglos hablando de él. Pasé varios años en Torquil House como pupila de mi primo antes de ir a Edimburgo para casarme. Mientras yo estuve aquí no vi a ningún espíritu. Supongo que sería un cuento inventado por alguno de los criados.
Lennox no pareció extrañado.
—Hay muchas personas que nos piden ayuda sin una razón que lo justifique. —El énfasis que puso en las palabras le hizo preguntarse a Chloris si se estaría refiriendo a ella—. La gente acude a nosotros movida por supersticiones, habladurías, por miedo, por creencias erróneas… —Sonrió con ironía. Se había detenido a menos de un metro de distancia—. Aunque muchas veces esas mismas cosas son usadas en nuestra contra. —Su voz había adquirido un tono amargo, pero enseguida hizo un gesto con las manos, rompiendo así la tensión—. ¿Y bien?, ¿ha pensado en lo que hablamos?
Chloris aún albergaba muchas dudas, pero debían darse prisa. No podían arriesgarse a ser descubiertos, sobre todo cuando ya conocía el motivo de la preocupación de Jean. La mujer de Tamhas llevaba años ocultándole un secreto a su marido, y ahora conocía la causa. La actitud de su primo durante la cena había dejado claro su odio hacia cualquier tipo de brujería.
—He tomado una decisión —respondió finalmente—. Quiero que lleve a cabo el ritual esta misma noche.
Él la miró ladeando la cabeza.
—Me sorprende. No pensaba que se decidiera usted tan deprisa.
Por un instante, a Chloris le pareció que estaba decepcionado por su falta de resistencia. Ese hombre la asombraba cada vez que abría la boca.
—Pensaba que tal vez tendría que convencerla —añadió mirándola de arriba abajo con aprobación.
La atención con que la observaba la hizo sentirse incómoda. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza, eso era evidente.
—He pensado detenidamente en lo que me dijo y, aunque el ritual en sí me pone un poco nerviosa, quiero probarlo.
Él alzó una ceja. Al parecer, esperaba que le diera una razón.
Chloris bajó la mirada.
—No habría acudido al bosque el otro día si no estuviera segura de que necesito ayuda. Hace años que sé que soy una mujer defectuosa.
Hizo una pausa para tragarse la vergüenza que le provocaba su confesión. No solía hablar de sus problemas abiertamente. Mucho menos con un hombre, y menos aún con un extraño. Era una mujer orgullosa y todo eso le estaba costando un gran esfuerzo.
—Si pudiera ayudarme, le quedaría muy agradecida.
—Nadie es perfecto, señora Chloris, no lo olvide. —La boca de Lennox tembló; estaba conteniendo la risa—. Todos nos esforzamos por ser mejores, útiles a la sociedad. Dadas las circunstancias, creo que su visita al bosque demuestra que es usted una mujer muy valiente.
Ella alzó la barbilla y le devolvió la mirada, desafiante.
—Tan valiente como usted al venir aquí esta noche.
Un extraño silencio siguió a esas palabras mientras ambos se examinaban a la luz de las brasas. Chloris llegó a la conclusión de que era una mirada de respeto mutuo. No estaba acostumbrada a tratar con hombres como él, alguien capaz de controlar una situación gracias a su habilidad, a la magia, a la seducción o a un instante de respeto. Como mujer, no había encontrado ninguna de esas cosas en su marido, que era un tipo de hombre totalmente distinto.
«¿Por qué los estoy comparando?», reflexionó de pronto. No era correcto. Apretó el puño y se lo llevó al esternón, avergonzada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.
Se volvió y cogió la bolsa de monedas que había preparado.
—Por favor, dígame si será suficiente —le dijo, ofreciéndosela.
Él la aceptó y la sopesó en la palma de la mano antes de volver a dejarla sobre la mesa.
—Le sugiero que decida la cifra cuando hayamos completado el tratamiento. Si queda satisfecha con los resultados, ponga la cantidad que le parezca adecuada.
¿Tan seguro estaba de su magia?
—Como prefiera.
Él asintió en silencio.
Su actitud le robaba el aliento. Era muy contenido, pero al mismo tiempo daba la impresión de estar a punto de saltar sobre su presa en cualquier momento. Era una sensación inquietante.
—¿Comenzamos ya? —preguntó Chloris, sin saber muy bien a qué se estaba refiriendo.
Él sonrió con ironía.
—Lo ideal sería realizar el ritual bajo el manto de la naturaleza, a la luz del alba o poco después, para aprovechar el flujo natural de la energía. Pero podemos empezar aquí.
Ella frunció el cejo.
—¿Empezar?
—Es posible que haga falta más de una sesión.
—Oh, no lo sabía.
La joven no estaba nada convencida. Quería someterse al tratamiento, pero había pensado que podrían empezarlo y acabarlo el mismo día. No quería arriesgarse a que su primo los descubriera. Las dudas volvieron a asaltarla. ¿Y si lo pasaba mal durante el ritual? ¿Sería capaz de someterse a una nueva sesión?
—Confíe en mí, señora Chloris —la tranquilizó él con los ojos brillantes—. Lo único que vamos a hacer es invocar el poder que nos rodea. Siempre está a nuestro alrededor, controlando el ciclo de las estaciones, el poder de la naturaleza de florecer y multiplicarse. Invocaré el espíritu de la primavera, cuando la tierra está en su punto álgido de fertilidad, y atraeré su vitalidad hacia usted.
Sólo escuchando sus palabras, Chloris se excitó. Nunca había oído nada parecido. El conocimiento que demostraba era muy persuasivo, al igual que su presencia.
—Sin embargo, debo hacerle una advertencia. Si estuviéramos al aire libre, las fuerzas mágicas que invocaré se dispersarían por el aire, pero aquí, al estar en un lugar cerrado, pueden permanecer.
Ella contuvo el aliento un instante.
—¿Permanecer? ¿A qué se refiere?
—Puede sentirse… estimulada. —La miró de arriba abajo, como si estuviera disfrutando al imaginársela en ese estado—. Me parece justo avisarla.
Chloris estaba convencida de que sabía perfectamente que ya estaba estimulada. ¿Se estaría burlando de ella? Se dispuso a replicar, pero antes de poder decir nada, él se volvió y se quitó el abrigo.
Ella se lo quedó mirando, boquiabierta, mientras lo colgaba de una silla. Bajo el delicado lino de la camisa se adivinaban unos hombros grandes y fuertes, puesto que no llevaba chaleco. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, Chloris trató de apartar la vista para que no pensara que lo había estado observando, pero no pudo. La fina tela cubría un torso ancho y poderoso. La abertura del cuello mostraba parte de su piel desnuda. Miró en dirección a la puerta, que quedaba a la espalda de Lennox, temiendo lo que podría pasar si alguien lo descubría allí.
—Es usted una mujer prudente —comentó él—, lo que es comprensible. Y muy orgullosa. También siento que, por alguna razón, no acaba de fiarse de mí.
—Oh, yo…
—Para que el ritual funcione, debe creer en mí. La confianza es vital.
—No es de usted de quien desconfío —replicó ella, negando con la cabeza—. Discúlpeme. Tengo miedo por los dos; miedo de que nos descubran aquí. Mi primo no lo aprobaría. No debería haberlo dejado venir.
—No tenga miedo —la tranquilizó él con una sonrisa que le infundió calor y la tranquilizó.
—Le agradezco mucho las molestias que se toma conmigo —dijo Chloris, arrepintiéndose inmediatamente de sus palabras. Lo había dicho sin pensar, sólo porque no quería que se marchara.
Él se acercó hasta que sus cuerpos casi se rozaron.
—¿Puedo quitarle las perlas? —le preguntó ladeando la cabeza.
Sorprendida, ella se llevó la mano al cuello. Llevaba un collar de perlas de triple vuelta que había pertenecido a su madre. Las perlas ya no estaban tan de moda como lo habían estado antiguamente, pero a veces se las ponía para sentirse más cerca de su madre.
—Permítame. —Lennox le apartó la mano y luego le rodeó el cuello con los dedos hasta llegar a la nuca, buscando el cierre.
Chloris alzó la barbilla. No pudo evitarlo. El roce de sus dedos era sutil pero al mismo tiempo era lo más estimulante que había experimentado en su vida.
Cuando dejó caer la cabeza hacia atrás, él observó el cuello y el escote que habían quedado al descubierto. Su mirada era franca, descarada. La observaba con calma, casi con indolencia. Al parecer, no le importaban los buenos modales ni el respeto que le debía por ser una mujer casada. Pero no podía protestar. Había accedido a eso. Había aceptado que él la tocara y ahora tenía que asumir las consecuencias. Y seguro que las habría. Ya notaba la tensión creciendo en su interior. A su alrededor el aire parecía vibrar de deseo, haciéndola sentir avergonzada.
La mirada de Lennox se tornó más penetrante.
—Vuelva la cabeza a un lado.
Cuando Chloris siguió sus instrucciones, él presionó con fuerza el cierre del collar y éste se abrió al fin. Él sujetó la joya con la mano pero no la retiró, sino que permaneció rozándole la nuca con los dedos.
—Liberada, mucho mejor así.
Al apartar la mano, le acarició el cuello con los nudillos.
—Es usted muy hermosa, Chloris.
Sabía que debería llamarle la atención y preguntarle qué iba a pasar a continuación para estar preparada, pero no fue capaz.
—Si de mí dependiera —siguió diciendo él en voz baja y sugerente mientras la devoraba con los ojos—, la liberaría por completo, dejándola gloriosamente desnuda.
Ella ahogó una exclamación.
Lennox le llevó un dedo a los labios para acallar sus protestas.
—Discúlpeme. No puedo evitar admirarla. Es una mujer muy deseable y yo no dejo de ser un hombre, después de todo —se excusó con una sonrisa cargada de sensualidad.
¿Un hombre? ¿Por qué de repente eso le parecía mucho más alarmante que pensar en él como un brujo?
Lennox le quitó entonces el chal que llevaba cubriéndole los hombros y lo dejó caer al suelo.
—Ábrame su mente y su corazón —le ordenó en un tono de voz tan grave y ronco que Chloris se estremeció.
Luego hizo lo mismo con el pañuelo que le cubría el escote, que siguió el camino del chal.
La joven se tambaleó.
—Por favor, me avergüenza usted.
—Voy a tener que tocar su piel. No hay nada vergonzoso en eso. Es una mujer, una mujer que desea alcanzar la plenitud.
«Plenitud…» Sintió una punzada de necesidad en lo más hondo de su vientre al oír esa palabra. Sin embargo, las imágenes que acudieron a su mente no eran de bebés, sino de una forma muy distinta de plenitud. No solía pensar en esas cosas. Era él quien le despertaba esos pensamientos. ¿Sería porque no estaba acostumbrada a que le dijeran esa clase de cosas? ¿O simplemente porque estaba allí, con ella, y era un hombre innegablemente atractivo?
—¿Está lista?
Ella asintió.
Lennox caminó a su alrededor. Mientras lo hacía, iba hablando en una lengua que ella no reconoció. Sintió que la temperatura de la habitación se elevaba rápidamente. Volvió la cabeza para observarlo y vio que estaba totalmente concentrado. Con los párpados entornados todavía le pareció más guapo.
Volvió a hablar, esta vez en voz más alta y con más decisión.
De pronto, el fuego se reavivó solo, y las llamas crecieron hasta ocupar toda la chimenea.
Lennox se acercó entonces y se dejó caer de rodillas frente a ella. Luego se inclinó y la besó en cada pie, primero en el derecho y luego en el izquierdo.
Chloris bajó la vista, asombrada. Él seguía recitando palabras entre dientes. Una extraña corriente de aire recorrió la estancia, trayendo consigo aromas de tierra mojada y de savia. Instintivamente, la joven miró en dirección a la ventana, pensando que se había abierto sola. Pero estaba cerrada.
Lennox le levantó la falda y le besó las rodillas, primero la derecha y después la izquierda.
¡Le estaba viendo las medias y las piernas! Mortificada, se llevó la mano al cuello.
—Esto es del todo indecoroso —dijo, justo antes de que un cosquilleo le recorriera los muslos.
—Cierre los párpados —le ordenó él, levantando la cabeza y mirándola con los ojos llenos de luz—. Déjese llevar por el hechizo.
Le costó un poco obedecerlo, porque había quedado prisionera del embrujo de sus pupilas, pero finalmente accedió. En cuanto cerró los ojos, él volvió a canturrear. Notó un cosquilleo en la piel. Dejó caer la cabeza hacia atrás, con el cabello deslizándose libremente sobre los hombros.
—¿Qué siente?
Chloris buscó las palabras adecuadas.
—Una corriente. Como si algo brotara de mi interior.
Lennox le apoyó los labios sobre el vientre por encima de la falda.
La joven notó entonces como si la marea subiera en su interior. Se sentía llena de vida. Era una emoción gloriosa. Respirando hondo, alzó los brazos y juntó los dedos por encima de la cabeza.
—Oh, sí, así, como un árbol joven que se alza hacia el cielo. —Lennox se levantó y, al hacerlo, le rodeó la cintura con las manos. Luego bajó la cabeza y le besó los pechos por encima del escote.
Chloris abrió los ojos bruscamente. Sus pechos se hincharon, por lo que el corsé le apretó todavía más, aplastándole los pezones. Se estremeció por la avalancha de sensaciones que le recorrió el cuerpo.
Se plantó ante ella, observándola.
—Para completar el ritual tengo que besarla en la boca. ¿Me da su permiso?
El brillo en su mirada la hizo dudar. Luchando contra el sinfín de sensaciones que se agolpaban en su interior, puso en duda la necesidad de ese beso final. Pero cuando estaba a punto de comentarlo, le miró la boca —tan atractiva, tan exuberante y firme—, y deseó que la besara. Quería saber qué se sentía. Echando la cabeza hacia atrás, le ofreció la suya.
Cuando sus labios la rozaron, Chloris se quedó paralizada por el miedo, pero él la sujetó apoyándole una mano en la espalda. «¿Estoy actuando así por culpa de la magia?», se preguntó vagamente, aunque sus dudas desaparecieron como borradas por la brisa de primavera que él había conjurado.
Su boca era firme, cálida y muy convincente.
Cerró los ojos y se rindió al beso, demasiado excitada para pensar con claridad y demasiado extasiada para negarse algo así. Cuando las piernas de la joven se derritieron, se pegó más a él. Lennox aprovechó el momento separándole los labios con los suyos. La besó explorando los rincones de sus labios hasta que ella arqueó la espalda para acercarse más. En ese momento, él le penetró los labios entreabiertos con la lengua en un movimiento tan sugerente que la dejó temblando. Sintió un cosquilleo en lo más profundo de su vientre y un calor intenso entre las piernas.
Chloris quiso acercarse más a él, pero tenían los cuerpos pegados y tuvo que conformarse con agarrarlo con fuerza por los hombros. Al hacerlo, una parte de ella oculta hasta ese momento floreció. Ahogó una exclamación contra su boca cuando la extraña sensación creció y creció, cada vez más intensa, dejándola aturdida de placer. Todo su cuerpo vibraba; necesitaba más. Se notaba cada vez más húmeda entre las piernas. Los pechos le dolían. Necesitaban su contacto.
Lennox apartó la cabeza pero le dejó las manos apoyadas en la cintura.
Chloris se alegró de que la sujetara, porque se sentía a punto de desmayarse. Ciertamente, su cuerpo se había despertado y había florecido tras el extraño ritual, pero el estado en que la había dejado no era fácil de sobrellevar.
—¿Qué me ha hecho?
Inspiró hondo, pero eso sólo pareció agitarla aún más.
Él ladeó la cabeza, mirándola con una sonrisa depredadora.
¿Lo había hecho a propósito? La frustración le dio fuerzas para protestar.
—Me ha dejado en un estado de… necesidad.
Las manos de Lennox descendieron lentamente hasta llegar a sus caderas.
—Se lo advertí, ¿no se acuerda?
—No sabía que sería algo así.
Era una experiencia extrañísima, ya que su sola cercanía la había puesto en ese estado, sin necesidad de tocarla íntimamente. Cada vez le costaba más respirar. Estaba mareada. La presión de la ropa era insoportable.
—¿Nunca se había sentido de este modo?
La estaba provocando, no cabía duda. Chloris apretó los labios y guardó silencio.
—Pronto pasará, trate de respirar hondo. —Pero los actos de Lennox contradecían sus palabras tranquilizadoras, ya que la acercó más a él y le apoyó la cabeza en su pecho, lo que empeoró su estado.
Envuelta en su abrazo, era imposible no notar la fuerte masa de su pecho bajo la camisa. Era el torso de un hombre con la suficiente virilidad para satisfacer sus necesidades. ¿Qué le había hecho? Si su magia había sido capaz de hacerle eso, también podría liberarla. Tocándose la frente con una mano, le dirigió una mirada suplicante.
—¿Puede ayudarme, por favor?
Asintiendo con la cabeza, él la levantó en brazos y la llevó a la cama. Al notarse así —totalmente envuelta y protegida por sus fuertes brazos—, su estado empeoró. Antes de que pudiera protestar, Lennox se inclinó sobre ella y empezó a aflojarle hábilmente las cintas del corpiño, desabrochándolas y tirando de ellas. Atónita, Chloris trató de evitarlo.
—Por favor, señor, no…
Él la miró divertido, enarcando una ceja.
—Chis, estaba a punto de desmayarse. Sólo la estoy ayudando.
Sin embargo, la sonrisa que le dirigía era enigmática. Una sonrisa que parecía confirmar su capacidad de seducción.
La joven gimió débilmente. En ese momento, la mano de él le rozó el pecho. Como tenía el corpiño entreabierto, los nudillos acariciaron la piel desnuda.
—Oh, Dios mío, lo está empeorando.
Entonces, Lennox se inclinó sobre ella y le agarró la barbilla, forzándola a mirarlo a los ojos.
Al levantar la cabeza, Chloris se encontró con que la estaba mirando con confianza y decisión. Sabía perfectamente el efecto que causaba en ella y estaba a punto de besarla.
Ella entreabrió los labios.
Con un suspiro de admiración, Lennox volvió a acariciarle la parte superior de los senos antes de bajar la cabeza y darle un beso en el escote.
El contacto hizo que se derritiera sobre la cama. Las emociones se desbocaron. Nunca la habían tocado unas manos tan hábiles y persuasivas. Estaba dividida, rota por las dudas. Por un lado, sabía que permitir a ese hombre que estuviera tan cerca de su cama era incorrecto pero, por mucho que se lo repitiera, no tenía la sensación de estar haciendo nada malo. Al contrario. Se sentía muy bien, mejor que nunca, y quería más.
«¿Acaso habré perdido por completo la razón?»
—Es usted una mujer muy deseable. Tal vez no debería confesárselo, señora, pero ha despertado en mí un fuerte deseo de probarla —dijo él con los ojos brillantes a la luz de la vela que había sobre la mesilla, junto a la cama.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué se resiste? —insistió él, susurrando con los labios pegados a una de sus clavículas antes de plantarle un beso allí—. Esto era lo que quería, ser una mujer fecunda y rica en posibilidades.
Las palabras del brujo eran tan sugerentes, tan flagrantemente escandalosas… Pero el cuerpo de la joven parecía palpitar al oírlas.
—Ya lo es. Es todas esas cosas y más —siguió susurrando él, pegándole los labios a la oreja antes de capturarle el lóbulo con los dientes y tirar de él suavemente—. ¿Qué hombre podría resistirse?
—Pero yo…
—No se resista. Esto es lo que buscaba cuando vino al bosque.
¿Sería verdad? Ya no estaba segura de nada. Ese hombre era un rebelde y un salvaje que sólo obedecía sus propias normas. ¿Por qué la intrigaba tanto?
Bruscamente, él acabó de abrirle las cintas del corpiño y le bajó la prenda hacia la cintura, dejándole los pezones al descubierto por encima del borde del corsé. Un fuego descontrolado se encendió en la mirada del brujo al verlos.
Le acarició uno de los pezones con el pulgar.
—Disfrute del placer que le proporcionan mis manos —le aconsejó—. Eso asentará la magia del ritual.
Luego inclinó la cabeza y le besó un pezón. Fue un beso muy delicado, casi un suspiro, pero al mismo tiempo tan potente que atrajo toda la energía que se había acumulado en ella y la dirigió hacia él, uniéndolos de un modo inexplicable y aumentando la vitalidad en el interior de la joven.
Incluso en el peculiar estado en que se encontraba —a la deriva en el mar de sensaciones que él le provocaba—, Chloris se tensó al notar su contacto. La decencia y el decoro la forzaron a reaccionar. Se estaba tomando demasiadas confianzas. Retrocedió un poco para poder hablar.
—Maese Lennox, por favor…
«No».
«Por favor, no», eso era lo que había tratado de decir, pero la palabra final se le quedó encallada en la lengua.
Él se inclinó de nuevo y le besó el otro pezón, esta vez con fiereza.
—Por favor, maese Lennox, no puedo soportarlo.
Él alzó la cabeza. Su expresión había abandonado toda frivolidad.
—No puedo evitar preguntarme por qué —replicó él con la voz ronca.
Chloris reparó entonces en que todo su cuerpo estaba tenso por la pasión reprimida. Lo miró estupefacta, incapaz de asimilar que un hombre tan increíble la deseara. Pero era inconfundible. Lo que asomaba a sus ojos y le transmitía con cada caricia era deseo.
—¿Por qué? —repitió ella.
Él se sentó a su lado en la cama.
—Sí, cada vez entiendo menos la necesidad de este ritual. Es usted una mujer muy deseable, señora Chloris. Deliciosa y tentadora como una fruta madura.
Jean no la había engañado. Ese hombre era un auténtico seductor. Ella lo miró fijamente, luchando por controlar sus sentidos, descontrolados por su asalto sensual.
—No siento que sea estéril —añadió.
La referencia a su mal hizo que perdiera el frágil control que había establecido sobre sus emociones.
—Es casi seguro. Fui a ver a un médico en Edimburgo, el mejor en su especialidad. Pero está tratando de distraerme.
—Tal vez el estéril sea su esposo.
—No. —Los comentarios del brujo no la ayudaban a relajarse en absoluto.
—Si tuviera un amante, podría demostrar mi teoría.
Chloris esperó ver una mirada traviesa acompañando esas últimas palabras, pero Lennox estaba muy serio. Suspiró.
—Qué oportuno —replicó ella con ironía—. Tengo un hombre en mi cama por si quiero poner en práctica su sugerencia.
Su comentario lo hizo sonreír.
—Deduzco que eso significa que no tiene ningún amante.
—No. —Aunque no era la primera vez que alguien le hacía esa misma sugerencia. Varias amigas y conocidas de Edimburgo le habían ofrecido presentarle a algún hombre adecuado para la labor—. Y si algún día tuviera uno, no lo haría para demostrar que la culpa es de mi marido. Soy leal a Gavin. Por eso precisamente… —Chloris se interrumpió, suplicándole comprensión con la mirada.
Él juntó las cejas.
—¿Leal? ¿Por amor?
«Deber».
Su pregunta era demasiado íntima, peor que sus caricias, que sus besos ardientes. Se forzó a responder asintiendo con la cabeza antes de apartar de nuevo la mirada.
—Me temo que para mi marido soy un fracaso y siempre lo seré.
Lennox se acercó entonces un poco más y le retiró el cabello de la frente en un gesto cariñoso.
—¿Es eso lo que la preocupa tanto?
¿Por qué se sentía tan dispuesta a compartir con ese desconocido pensamientos tan personales que no compartía con nadie más?
—No puedo negar que me siento muy decepcionada conmigo misma —declaró ella, y frunció los labios un instante antes de continuar—: No obstante, no tengo costumbre de convertir mis problemas en un melodrama.
Él volvió a sonreír.
—Y, sin embargo, carga sobre sus hombros un secreto. Algo que no comparte con nadie, ni amigos ni parientes.
Tensándose, Chloris negó con la cabeza.
—No lo niegue —repuso él en un tono de voz suave pero al mismo tiempo autoritario—. Lo noto. Si me dice lo que es, es muy probable que pueda ayudarla.
—Usted es mi última oportunidad.
—Y hemos progresado mucho. ¿Tan importante es para usted?
—¿Acaso me habría arriesgado a ponerme en manos de un extraño si no lo fuera? —Chloris volvió a apartar la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó él, sujetándole la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos.
Chloris sintió que algo le daba un brinco en el pecho. La decisión de mantener sus asuntos en privado flaqueó.
—Tengo que quedarme embarazada. Debo darle un heredero a mi marido.
Él ladeó la cabeza pero guardó silencio, esperando a que ella continuara hablando.
La verdad se le había atascado en la garganta, pero Lennox estaba atrayendo el secreto que mantenía oculto con tanto cuidado —ese secreto que la avergonzaba— como si lo hubiera atado con un hilo mágico y estuviera tirando de él con suavidad pero inexorablemente.
Sus labios se separaron y dijo a regañadientes:
—Me temo que mi vida depende de ello.