Cuando Lennox miró a Chloris, que iba sentada en el asiento de enfrente, lo inundó una gran satisfacción. Al fin era suya. No había sido fácil, pero no se arrepentía de nada. Volvería a hacerlo. Haría lo que hiciera falta para ganársela y para protegerla.
Su delicada belleza iluminaba su vida. Ahora se daba cuenta de que la había iluminado desde el primer momento en que la vio. Aún se acordaba de lo amargado que había estado durante la época previa a conocerla. Y, de pronto, se había presentado en Somerled con una flor de espino majuelo en el cabello. La bocanada de aire primaveral que había entrado en la habitación la había traído ella, no la flor. Era suya. Menos mal que había estado allí para recibirla y menos mal que pronto se había dado cuenta de que usarla para vengarse de Tamhas Keavey era una idea pésima. Por suerte, habían superado todos esos obstáculos.
Lennox habría estado aún más feliz si ella hubiera ido sentada a su lado en el carruaje, donde pudiera abrazarla. Pero Jessie lo pasaba muy mal durante los viajes, y Chloris se había asignado la misión de consolarla y ayudarla, impidiendo que mirara por la ventana. Ver el paisaje moviéndose a toda velocidad hacía que se encontrara peor. Jessie tenía la cabeza apoyada en el hombro de Chloris, y ésta le rodeaba los hombros con un brazo mientras ella dormitaba.
Al menos, el carruaje era cómodo y estaba bien construido, tanto como los que habían salido de su propio taller carrocero. Cuando al fin habían encontrado un coche disponible en unas caballerizas entre Cupar y Edimburgo, Ramsay había insistido en pagar una pequeña fortuna a cambio de adquirir el carruaje en vez de alquilarlo. Eso significaba que podrían viajar sin cambiar de coche ni de cochero en cada ciudad. Había comprado también tres caballos para que tiraran del carruaje junto con Shadow, que guiaba a los demás. El animal, acostumbrado a la magia de su dueño, mantuvo a los demás caballos tranquilos cuando Lennox les colocó alas bajo las pezuñas.
Gregor Ramsay había resultado ser un aliado sólido. Lennox cada vez confiaba más en él y se alegraba de que formara parte de la vida de Jessie. Además, quizá no practicara la brujería, pero conducía como un demonio y eso les había resultado de gran ayuda. No importaba lo escarpado que fuera el terreno, los condujo con mano firme a través de las Lowlands, cada vez más lejos de los cazadores de brujas que amenazaban sus vidas. Lennox echaría de menos algunas cosas de las Lowlands, pero los cazadores de brujas no estarían entre ellas.
Gregor y él se turnaban para conducir el coche, y ahora, en el tercer día de viaje, estaban ya cerca de Inverness. Pronto se reunirían con su gente y seguirían camino hacia el interior de las Highlands. Lennox se alegraba de volver después de tanto tiempo. El paisaje salvaje y poderoso lo atraía como ningún otro. Y se sentía mucho mejor emprendiendo el viaje en compañía de su hermana y de su amante. Aunque no se había olvidado de Maisie. En cuanto estuvieran todos bien asentados en el pueblo de los Taskill, regresaría a por ella. No obstante, ahora tenía mucha más esperanza que semanas atrás. Si Jessie recordaba el escudo de armas del carruaje en que se habían llevado a su hermana, podrían seguirle el rastro. Y cuando la hubiera encontrado y rescatado, su felicidad sería completa.
Jessie refunfuñó en sueños. Chloris la tranquilizó y luego se volvió hacia él y sonrió.
Ese simple gesto lo hizo tremendamente feliz. Sus ojos, tan abiertos y honestos, habían sido lo primero que lo había enamorado. Desde el momento en que la vio entrar en la sala de estar para pedir consejo con aquellos ojos asustados que dejaban al descubierto su belleza interior, cayó rendido. Sin saberlo, se había jurado quererla y protegerla eternamente.
Miró por la ventanilla. El sol ya estaba bajo en el cielo.
—Tendremos que detenernos en la próxima posada.
No había pasado ni una hora cuando el carruaje se detuvo.
Jessie se incorporó y bostezó.
Lennox echó un vistazo precavido a la posada. Se veía mucho movimiento de gente, demasiado para su gusto. Pero las mujeres estaban cansadas y tenían hambre, y era ya muy tarde para seguir viajando. No tenían muchas opciones entre las que elegir.
—Esperad aquí. Iré a ver si tienen habitaciones libres.
Chloris le agarró la mano, deteniéndolo. Lo estaba mirando con tanto afecto que Lennox se sintió orgulloso de sí mismo.
—Te preocupas demasiado. Ya estamos muy lejos de Saint Andrews y de Edimburgo, mi amor.
—No me quedaré tranquilo hasta que nos hayamos reunido con los demás en Inverness. Allí estaréis a salvo. —Y, tras darle un rápido beso en la mano, salió del coche.
Ramsay bajó del pescante y miró a su alrededor.
—¿Qué te parece este sitio?
Lennox frunció el cejo.
—Tal vez no sea tan malo que haya tanto movimiento. Así pasaremos más desapercibidos. Si tú te encargas de los caballos, iré a ver si tienen habitaciones.
Ramsay asintió.
—Aún no he tenido la oportunidad de darte las gracias. Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, por Chloris y por Jessie.
—Tu hermana me salvó. Haría cualquier cosa por ella.
—Sí, me he dado cuenta.
Lennox le apretó un hombro antes de volverse hacia la posada. La desconfianza entre ambos hombres había desaparecido tras los sucesos de Edimburgo, pero ese gesto de agradecimiento era necesario, y ya había tardado demasiado.
La posada estaba abarrotada. La gente hablaba a gritos y, en medio del estrépito, Lennox se preguntó si les quedaría alguna habitación libre. La suerte, una vez más, estuvo de su lado. El posadero le mostró dos habitaciones bien amuebladas que él se apresuró a alquilar. Tras encargar cena caliente para cuatro, regresó al carruaje.
Un mozo de cuadra había llegado antes que él. Había colocado un cajón de madera bajo la puerta, que sostenía abierta para que Chloris bajara. Lennox no pudo contener un impulso protector, posesivo. Desde que la conoció, siempre se había sentido así. La única diferencia era que ahora lo tenía asumido. Ella lo había obligado a enfrentarse a sus sentimientos. Al abrirse al amor y a la sinceridad, su magia se había vuelto más poderosa.
Chloris salió del coche. Y, con una sola mirada, Lennox se convenció de que siempre sería así: siempre la amaría. Si el destino había querido unirlo a esa mujer, estaría en deuda con él de por vida.
El mozo de cuadra estaba animando a Chloris para que saltara el camino embarrado y fuera a parar a las piedras que había un poco más lejos. Pero desde el interior del carruaje le llegó la voz de Jessie. Bajando a toda prisa del coche, la muchacha ayudó a Chloris personalmente, sin permitir que el mozo lo hiciera.
—Ten cuidado —lo reprendió, apartándolo con un gesto de la mano—, esta mujer está embarazada. Hay que tratarla con delicadeza.
«¿Embarazada?» Lennox sintió que le flaqueaban las piernas.
Miró a la mujer que amaba y encontró la confirmación que buscaba en su mirada. «¿Cómo no me había dado cuenta antes?» Había estado demasiado ocupado rescatándola. Si no hubiera estado tan preocupado y obsesionado con protegerla de sus perseguidores, se habría dado cuenta enseguida de que Chloris estaba esperando un hijo suyo.
Sintió una gran satisfacción, que quedó algo empañada por la confusión. ¿Cómo podía ser que Jessie lo supiera antes que él? Supuso que eran cosas de mujeres. Se acordó de cuando eran niños y su madre siempre la reprendía tras tener que ir a buscarla al bosque. La reñía por usar la magia abiertamente, sin miedo a las represalias de mostrar su auténtica naturaleza. Jessie siempre había estado en sintonía con la naturaleza y sus elementos creadores de vida. Debía de haberse dado cuenta del embarazo de Chloris de inmediato. Chloris, su amada Chloris, ¡embarazada de su hijo!
Tratando de poner en orden sus ideas —lo que no era nada fácil teniendo al objeto de su obsesión delante de los ojos—, Lennox apartó la mirada. Un hijo significaba una familia. Tras largos años de frustración, la búsqueda de su familia había dado más frutos de los esperados. Se sintió bendecido por la naturaleza, como si lo estuviera recompensando por haber sobrevivido a las dificultades.
Tras haber despedido al mozo de cuadra, Jessie estaba ayudando a la joven a avanzar de piedra en piedra con una gran sonrisa en los labios. Cuando Chloris lo vio, esperándolas, permanecieron unos instantes mirándose en silencio. Luego ella se llevó una mano a la boca y los ojos se le humedecieron.
Lennox llegó a su lado en cuatro zancadas y la abrazó.
—Veo que has oído lo que ha dicho Jessie —le susurró ella al oído.
—¿Es cierto?
Chloris lo miró a los ojos.
—Sí. Yo tenía mis sospechas, pero Jessie me lo ha confirmado.
—Deja que te vea bien —dijo él, apartándola un metro para examinarla.
Se notaba que Chloris estaba conteniendo el entusiasmo. Lennox sintió un gran deseo de envolverla en una manta y cuidarla.
—Se te ve radiante y fuerte, pero tenemos que cuidarte bien.
—Me cuidas muy bien —replicó ella, que era la viva imagen de la salud—. Esto es obra tuya. —Se echó a reír—. Me refiero a la magia y a la fertilidad, no a lo otro —añadió, ruborizándose.
Lennox se contagió de su risa.
—Tal como te dije al principio, no creo que necesitaras ninguna magia especial, pero fue un placer ayudarte… con todo.
Gregor salió entonces de las cuadras y los saludó con la mano.
Juntos, entraron en la posada.
—¿Dónde estamos? —preguntó Chloris.
—Hemos avanzado mucho. Deberíamos llegar a Inverness dentro de tres días.
En el interior de la posada, la multitud apenas si reparó en ellos, lo que tranquilizó un poco a Lennox. Viajaban por una ruta bastante transitada. Al principio la habían evitado por si los perseguían, pero era poco probable que los alcanzaran, y el camino principal les permitiría viajar más rápida y cómodamente. Los parroquianos eran probablemente gente de paso. Pronto dejaría de tener que preocuparse por las personas con las que se cruzaban. Qué ganas tenía de llegar a las Highlands.
El posadero los condujo a un comedor privado donde los aguardaba una mesa desvencijada con jarras de cerveza y platos rebosantes de estofado. La cena fue sencilla pero muy agradable. Lennox se sentó junto a su mujer, dándole la mano siempre que podía y mirándola a los ojos como si quisiera asegurarse de que no estaba soñando.
Tras la cena, la esposa del posadero les llevó una botella de oporto y aprovechó para avivar el fuego. Cuando ésta se hubo marchado, la conversación regresó a su huida de Edimburgo.
—Me temo que ya no seremos bienvenidos en Edimburgo después de tu espectáculo —comentó Gregor, sin disimular la admiración que sentía.
—Tienes razón, pero fue necesario.
—Tu magia es tan poderosa… —dijo Jessie—. Me queda mucho por aprender.
—Vaya —protestó Gregor—. No sé por qué, pero no me tranquiliza oírte decir eso.
Jessie se echó a reír.
—Querían quemarme por bruja —confesó Chloris—. Ya antes de que llegaras y mostraras tus poderes.
—Muchos han sido víctimas de la intolerancia —dijo Lennox—, y no todos eran brujos ni mucho menos. A la gente le cuesta muy poco señalar con el dedo y juzgar. Los cazadores de brujas pueden acusar a quien quieran. Buscan cualquier marca en el cuerpo de los sospechosos. La llaman la marca del diablo. Y luego los obligan a confesar cualquier cosa mediante tortura.
Chloris se estremeció.
—Escocia lamentará esas prácticas durante siglos —añadió Lennox—. No lo dudéis.
—Qué ganas tengo de volver a casa —admitió Jessie.
—Conduces ese carruaje como un auténtico endemoniado, Gregor —comentó Lennox para cambiar de tema.
Chloris asintió.
—¿Cómo lo haces para no caerte yendo a semejante velocidad? —preguntó.
Ramsay sonrió.
—Cuando has estado al mando de un barco en alta mar en mitad de una tormenta, te acostumbras a que te sacudan por todos lados sin perder el control de la situación.
Lennox se sintió complacido al ver que Ramsay estaba mucho más relajado. Sabía que la razón era que habían puesto tierra de por medio con los cazadores de brujas que los habían estado persiguiendo.
—¿Has viajado en barco? —preguntó Chloris.
Había tenido tiempo de familiarizarse con él durante los ratos en que Lennox se ocupaba de la conducción y él descansaba en el interior del carruaje. Pero, al parecer, no habían hablado mucho de sus ocupaciones.
—Comparto la propiedad de una nave, el Libertas, en la que embarqué cuando era un muchacho. En ella dejé Escocia y viajé por todo el mundo. —Volviéndose hacia Jessie, añadió con una sonrisa—: Pero me temo que ahora he echado el ancla.
—¿No piensas volver a embarcar? —preguntó Lennox, tanto por curiosidad como por miedo a ver sufrir a su hermana. Si el mar llamaba a su amante dentro de un tiempo, a Jessie se le partiría el corazón.
—No lo creo. Una nueva vida se abre ante mí y me atrae mucho. En cuanto estemos asentados en un sitio, tendré que escribirle a Roderick, mi socio y actual capitán de la nave. Acordamos que vendría a buscarme a Dundee dentro de unos meses. Le escribiré para hacerle saber que he cambiado de planes y que en adelante me quedaré a vivir en Escocia.
Era evidente que el hombre estaba enamorado de Jessie. No había perdido ninguna oportunidad de demostrarlo durante los últimos días.
—Hay un asunto del que debería hablar contigo —le dijo Gregor a Lennox—. Justo antes de que nuestros caminos se cruzaran en Fife, le pedí a Jessie que fuera mi esposa. Ahora que nos conocemos, creo que también debería pedir tu aprobación. ¿Nos concedes tu permiso para casarnos?
Lennox vio que Gregor volvía a estar tenso como al principio de conocerse. ¿Sería por las diferencias en sus costumbres y creencias? Si así era, ya se daría cuenta de que eso no era tan importante.
—Si Jessie es feliz, yo soy feliz.
Su hermana, que había estado escuchando con expresión solemne, se relajó y le dirigió una sonrisa radiante a su prometido.
—¿Lo ves? Te dije que no tenías de qué preocuparte.
—¿Os casaréis cuando lleguemos a las Highlands? —preguntó Lennox, apretando la mano de Chloris con fuerza. Sintió que su ánimo había cambiado. Estaba preocupada. Iba a tener que tranquilizarla cuando se quedaran a solas.
—Si todo el mundo está de acuerdo… —respondió Gregor.
Lennox asintió.
—Glenna, la más mayor y la más sabia del grupo, puede encargarse de la ceremonia. Se le dan muy bien las uniones de manos. Estará encantada de celebrar la boda para vosotros.
Todos alzaron sus copas para mostrar su acuerdo y su alegría.
Poco después, tras desear buenas noches a Jessie y a Gregor, Lennox se llevó a Chloris a la habitación. Tenían cosas de las que hablar a solas.
Una vez en la alcoba que les habían asignado para pasar la noche, Lennox la levantó en brazos y la depositó suavemente sobre la cama.
—Oh, es una cama de tablones y mantas, pero tras tantas horas de viaje sigue siendo una bendición. —Chloris alargó los brazos hacia él.
—Cuando lleguemos a Fingal, te conseguiré el colchón más mullido de las Highlands. —Lennox la miró y suspiró de satisfacción. Luego se tumbó a su lado y la abrazó. Una vez más, dio las gracias por poder estar con ella.
Chloris lo miró con cierta ansiedad.
—No te preocupes —dijo Lennox.
—No puedo evitarlo.
El brujo deseó poder borrar todas las preocupaciones de su mente.
—¿Tienes miedo de que no me case contigo?
Ella permaneció en silencio un buen rato antes de responder.
—Estoy casada con otro hombre. Nunca podremos casarnos como Jessie y Gregor.
Los ojos pardos de su amada estaban tan tristes que Lennox no pudo soportarlo.
—Claro que podemos. Podemos y lo haremos.
Ella negó con la cabeza.
—No. Nunca podré librarme del todo de Gavin. Y, con el tiempo, tal vez tú te canses de no poder tener una esposa de verdad y me dejes para buscar el amor en otros brazos.
Él se sobresaltó. ¿Cómo podía pensar que se casaría con otra?
—Chloris, ya estamos unidos, con ceremonia o sin ella. ¿Acaso no lo sabes?
Ella lo miró y asintió, aunque seguía visiblemente triste.
—Vamos, no te pongas así. Las cosas en las Highlands son muy distintas. Los clanes se rigen más por las costumbres que por las leyes. La gente es justa y nos tratarán igual que si estuviéramos casados. A veces, allí, las parejas conviven durante un año antes de casarse para asegurarse de que han tomado la decisión correcta.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, fascinada. Con la mirada le indicó que quería conocer su opinión sobre esa práctica.
Lennox sabía que ella había dejado atrás su vida anterior, pero aún tenía miedo de que él cambiara de opinión en el futuro. Quería tranquilizarla, asegurarle que no tenía de qué preocuparse. Estaban destinados a estar juntos.
—¿Te casaste por la Iglesia? —le preguntó.
—Sí.
—Bueno. No tengo nada contra la Iglesia ni contra la gente que sigue sus creencias, pero las nuestras son distintas. La ceremonia de unión de manos es simplemente una declaración que nos hacemos mutuamente en un templo natural. Es un acuerdo honesto entre dos personas que desean compartir sus vidas y las de su descendencia. —Lennox le acarició el vientre.
—¿Crees que nos dejarían celebrar esa ceremonia a nosotros? —preguntó ella con los labios temblorosos.
Él asintió.
—El pasado ha quedado atrás.
—Oh, Lennox. —Chloris lo besó locamente. Le besó los labios, la frente, las mejillas…—. Pensar que me deseas me sobrepasa.
—Calla. Ya deberías saber lo mucho que te deseo. Estuve a punto de quemar Edimburgo hasta los cimientos por ti.
Ella se echó a reír.
El sonido de su risa fue como un bálsamo para Lennox. Se alegró de haber calmado sus preocupaciones, aunque fuera un poco. A él aún le preocupaban algunas cosas, pero no quería alarmarla con ellas. Se acomodó a su lado y le acarició el vientre mientras charlaban, recordándole sin palabras que no se olvidaba del fruto de su preciosa unión.
—Tengo mucha curiosidad por saber una cosa —admitió ella más tarde.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
—¿Nuestro hijo será… brujo?
La pregunta emocionó a Lennox de un modo inesperado. La idea de tener un hijo con ella lo había sorprendido y complacido al mismo tiempo. Pero su pregunta abría ante él un mundo por descubrir. Y lo explorarían juntos, de la mano.
—El niño llevará la magia en la sangre. Si crece entre personas que entienden y practican la magia, es muy posible que desarrolle su talento, aunque uno de los padres no tenga sangre mágica. Mi prima Deirdra se casó con un granjero que no es brujo y tienen tres diablillos que son tan hábiles en el uso de la magia como el resto de los niños del clan.
Los ojos de Chloris se iluminaron al oírlo. Era evidente que las posibilidades que se abrían ante ellos la entusiasmaban tanto como a él.
—Y si el niño no tuviera tus poderes, ¿lo querrías igual?
Lennox parecía divertido por sus preguntas.
—Le has estado dando muchas vueltas al tema, ¿no?
—He tenido mucho tiempo para pensar durante el viaje, mientras le servía de almohada a tu hermana. Y cuando te tenía sentado enfrente, pensar en esas cosas me servía para no soltarla y lanzarme en tus brazos.
Lennox rio por lo bajo.
—No tienes nada que temer. Aunque no tuviéramos hijos, siempre te querría. El niño, o la niña, será un regalo que cuidaremos y querremos juntos.
—Estaba escrito —susurró Chloris, mirándolo a los ojos—. Me lo dijiste. —Apoyó una mano en la de él, sobre su vientre—. Tu magia lo ha hecho posible.
Lennox sabía que ella había pensado mucho en las circunstancias que los habían unido.
—Tal vez. —La estudió con atención—. Ya te dije que no creía que necesitaras ningún ritual de fertilidad. Sin embargo, respondías a mi magia de un modo precioso. Nunca había experimentado nada parecido. Pronto me quedó claro que compartíamos una conexión muy fuerte.
Ella lo miró entornando los párpados.
—Cuando no usábamos la magia, también era mágico.
—Me alegra que lo pienses —replicó él, riendo y apartándole el cabello de la frente.
Los mechones dorados brillaban a la luz de las velas. Ojalá lo llevara suelto más a menudo. Podría llevarlo suelto siempre si así lo deseaba cuando estuvieran lejos de la formalidad de la vida en las Lowlands.
Chloris ya había expuesto lo que le preocupaba. Ahora le tocaba a él.
—¿Y tú?, ¿perdonas mis desafortunadas motivaciones del principio?
—Sí.
—Duraron muy poco, te lo prometo. Pronto pasaste a ser mucho más importante para mí que una vieja reyerta.
Su elección de las palabras la hizo reír.
—Desde luego. Pero menuda reyerta. Tamhas jamás perdía una oportunidad de criticarte, sobre todo después de que presentaste tu propuesta al consejo. Dijo unas cosas horribles. No sabía qué cara poner.
—Aunque te cueste creerlo, creo que me la imagino.
—Confieso que, al principio, desconfié de ti, pero era porque no te conocía. Con un poco de tiempo y distancia, pronto todo cuadró. —Le dio la mano y entrelazó los dedos con los de él—. ¿Sabes qué fue lo que me convenció de tu sinceridad? Cuando te escribí la nota diciéndote que no quería continuar con el ritual de fertilidad viniste a verme igualmente. Luego, cuando pensé en todo lo que había pasado, me di cuenta de que, si sólo hubieras querido enfurecer a Tamhas, podrías haberle mostrado mi carta y seguir conquistando a otras mujeres.
Chloris lo estaba mirando con un amor tan profundo que la iluminaba por dentro.
—Sé que me comporté mal, pero me alegro de que todo haya salido a la luz. Tardaré un poco en convencerme de que me has perdonado por completo, pero me esforzaré hasta que lo consiga. —Era una promesa que pensaba cumplir.
Chloris entreabrió los labios y él no pudo resistir el impulso de besarla.
Atrayéndola hacia sí, la levantó hasta que quedó tumbada encima de él. La miró, feliz de tenerla entre sus brazos.
Chloris lo besó, rindiéndose a él. Era tan suave y preciosa que deseó no tener que soltarla nunca, aunque para ello tuviera que llevarla así, en brazos, hasta las Highlands. La deseaba tanto que le dolía. Todo su cuerpo estaba conectado con el de ella, en perfecta sintonía.
Cuando rompieron el beso, Chloris suspiró.
—¿Cómo es posible que me quieras? ¿Cómo ha sucedido? Eres tan fuerte, tan salvaje, tan poderoso…, y yo no soy nada de eso.
Parecía tan asombrada que resultaba gracioso.
—Ah, bueno, la razón por la que me enamoré de ti es obvia.
Ella esperó en silencio a que se explicara.
—Me dijiste que no eras aficionada al melodrama.
Ella se lo quedó mirando boquiabierta unos momentos antes de echarse a reír.
—Y ¿me creíste?
—Por supuesto. —Lennox le acarició la delicada piel de detrás de la oreja con la nariz antes de besarla allí.
—Me has hecho tan feliz… —susurró Chloris.
—Y esto es sólo el principio.
—Aunque tenemos un problema.
—¿Un problema? —Eso no le gustó nada—. ¿Qué problema?
—Cuando viniste a mi habitación en Torquil House, dijiste que podía decidir qué honorarios te merecías si quedaba satisfecha con el resultado. —Lo miró entornando los ojos y con una sonrisa irónica—. Pues resulta que he quedado tan satisfecha con el resultado que me temo que no tengo suficiente dinero para pagarte y que nunca lo tendré.
Lennox respondió inmediatamente.
—Estaré encantado de tomarte a ti como pago de mis honorarios.
—¿Estás seguro de que será suficiente recompensa?
—Sólo si es para siempre.
—En ese caso —dijo ella—, supongo que tendré que aceptar.