24

Al notar un pinchazo en el corazón, Lennox se puso en pie de un salto. Miró a Jessie con curiosidad.

—¿Dónde está el amuleto que te di? —le preguntó.

—Se lo di a Chloris antes de que se fuera —respondió ella sin vacilar.

—Eres muy astuta, hermana —dijo él, francamente impresionado.

Jessie se levantó a su vez y se acercó a él. Había estado tratando de animarlo mientras esperaban a Chloris, pero ahora se le encendió la mirada.

—¿Notas algo? ¿Ha decidido venir con nosotros?

Lennox se concentró en las emociones que le llegaban. No, no era eso. Era algo mucho más serio y oscuro. El brujo temió por la vida de su amada.

—Noto que trata de decirme algo, pero también que corre un grave peligro.

Su hermana lo agarró del brazo.

—Ve por ella. Date prisa. Yo iré a buscar a Gregor y te seguiremos por si necesitas ayuda.

Jessie salió de la habitación antes que él.

Lennox bajó la escalera y salió de la casa.

Estaba oscureciendo. Sintió un cosquilleo en la espalda. Cada vez estaba más tenso. Tenía los sentidos y el instinto abiertos a las emociones que Chloris le iba transmitiendo. Antes de llegar al final de la calle donde se alojaban, Jessie y Gregor le habían dado alcance.

Mientras se acercaban a una posada situada en una esquina, oyeron voces procedentes del interior. No era necesaria la magia para notar que se estaba cociendo algún conflicto. Al pasar frente a la puerta vieron a un hombre que gesticulaba vivamente y señalaba en dirección a la calle. Poco después, un grupo de gente salió de la posada y echó a correr en su dirección.

—Esto no me gusta nada —comentó Ramsay.

—A mí tampoco —corroboró Lennox.

La llamada de Chloris era cada vez más desesperada.

El brujo echó a correr.

Al volver la esquina y ver lo que sucedía, se obligó a detenerse y a ocultarse entre las sombras, alargando una mano hacia atrás para que Jessie y Gregor lo imitaran. Delante de la casa —que habían localizado esa misma mañana y que habían identificado como la residencia de los Meldrum— se había congregado una multitud. Algunos de los presentes portaban antorchas, que sostenían en alto, por encima de sus cabezas. Pocos eran los que no llevaban armas. Unos sujetaban mosquetes; otros, espadas o palos.

En el centro del grupo vio a Keavey con Chloris. Detrás de ellos, un hombre con la camisa ensangrentada caminaba con la ayuda de otros dos.

—Maldito seas, Tamhas Keavey —murmuró Lennox.

Ver tan cerca al hombre que los había obligado a marcharse de su casa le hizo sentir un odio tan fuerte que le heló el corazón. Y ahora ese miserable estaba en Edimburgo y había reunido una multitud.

Algunos de los más exaltados ya gritaban pidiendo justicia. Otros directamente exigían a gritos una hoguera.

—Cazadores de brujas —murmuró Jessie, tirando del brazo de su hermano—. Son inconfundibles. No es la primera vez que los veo.

Lennox no podía apartar la mirada de Chloris. Su furia aumentó al ver cómo Keavey la agarraba sin ningún cuidado y la arrastraba como si fuera un animal.

—¡Por las llamas del infierno! —exclamó Ramsay—. Salgamos de aquí.

—No, Gregor. No me iré sin Lennox y Chloris —dijo Jessie—. Mi hermano necesitará mi ayuda para rescatarla.

Lennox se volvió hacia ellos.

—Ramsay, ve a la caballeriza a buscar el carruaje. Llévate a Jessie contigo y asegúrate de que está a salvo. Me reuniré con vosotros en cuanto haya rescatado a Chloris.

—¿Lennox? —Con el cejo fruncido, Jessie parecía estar a punto de empezar a discutir.

—Necesito que vayáis a buscar el carruaje —la interrumpió él— y que estéis preparados, porque tendremos que huir de aquí a toda prisa. Lo lograremos, no tengas miedo, pero para eso necesitamos el coche de caballos. Daos prisa. Llevad el coche hasta la posada pero no paséis de ahí. Os enviaré una señal para que sepáis cuándo debéis acercaros.

—¿Una señal? —preguntó Ramsay, inseguro.

—La reconoceréis cuando la veáis.

Gregor se volvió hacia Jessie y asintió.

—Venga, id ahora y daos prisa. —Lennox le dio un beso a su hermana en la coronilla antes de propinarle un empujoncito para que se pusiera en marcha.

—Buena suerte —le deseó Ramsay—. Estaremos esperando la señal.

Lennox lo miró fijamente.

—Si dentro de una hora no os he enviado ninguna señal, huid de aquí. Y cuida de mi hermana.

Jessie abrió mucho los ojos.

—¡Lennox, no!

—¡Haz lo que te digo! ¡Prométeme que te irás!

—Te lo prometemos —dijo Ramsay. Con una inclinación de la cabeza, agarró a Jessie del brazo y la obligó a seguirlo.

Lennox dio gracias por que su hermana hubiera encontrado a un protector tan entregado.

Volviéndose hacia la puerta de la casa, cerró los ojos para convocar todo el poder que llevaba almacenando desde hacía un tiempo por si se encontraba en una situación como ésa. Luego avanzó rápidamente en dirección a la multitud, con la mirada clavada en Chloris.

El sencillo vestido azul que llevaba estaba roto y el pelo se le había escapado del recogido. No sabía lo que había ocurrido, aunque podía imaginárselo. Verla de esa manera, en manos de Keavey, reforzó su decisión de llevársela de allí. Podía hacerlo, pero —como siempre— necesitaba un plan. Siguió avanzando entre las sombras preguntándose cuánto tiempo le quedaría antes de que lo descubrieran. Poco para idear un plan, eso estaba claro. Sin embargo, no aminoró el paso.

Chloris levantó la mirada. Al verlo, negó con la cabeza vehementemente.

Había tratado de avisarlo. Oh, cómo la amaba, a ella y a su corazón valiente.

En ese momento, se le ocurrió una idea.

Pronunciando un hechizo en voz alta, clavó los ojos en el amuleto que Chloris llevaba pegado al pecho.

Con un grito de sorpresa, ella abrió la mano y dejó caer el talismán, que empezó a rodar calle abajo.

Lennox soltó toda la magia que había introducido en él, y no era poca. Había creado el amuleto cuando era un joven furioso y frustrado. Cuando el talismán desató su energía, las llamas que salieron de él se alzaron por encima de los tejados de las casas cercanas.

A su alrededor, la multitud empezó a gritar y a apartarse del fuego.

—¡Es una bruja! —gritó alguien, señalando a Chloris.

—¡La he visto lanzar las llamas! —gritó otro—. ¡Hay que colgarla y quemar su cuerpo!

—No, he sido yo quien ha lanzado esas llamas —dijo Lennox, atrayendo la atención de la multitud para apartarla de Chloris—. Así que, si queréis quemar a alguien, tendrá que ser a mí.

—Es el líder de los brujos de Somerled —los informó Keavey.

Al oírlo, varios hombres cargaron contra él.

Él se acercó rápidamente al lugar donde el amuleto seguía en llamas.

—¡¿Queréis ver a un brujo arder?! —gritó—. ¡Pues mirad!

Alzando los brazos, pronunció el hechizo más antiguo de todos —el hechizo que creaba y sustentaba la vida— y entró en el fuego.

Más allá de las llamas, oyó gritos. Los de Chloris le llegaron mezclados con los de la multitud.

Se volvió lentamente, con los brazos extendidos, bañado en las radiantes llamas.

Al ver que no se quemaba, varios de los reunidos salieron huyendo, asustados. Pero otros se quedaron y formaron un corro a su alrededor.

Keavey insultó a gritos a los que huían.

Chloris lo estaba mirando con unos ojos como platos.

Lennox alzó entonces los brazos y dibujó un círculo de llamas en el cielo. Luego los bajó y las lenguas de fuego saltaron al suelo, se desplazaron por la calle embarrada y, al llegar al lugar que él había señalado, volvieron a alzarse hacia el cielo formando un muro circular en derredor. Lennox permaneció en el interior del círculo ardiente, mirándola fijamente.

A su alrededor había estallado el caos, pero él permanecía con la mirada clavada en Chloris.

—Ven hacia mí —la animó, asintiendo con la cabeza—. Estarás a salvo.

La joven miró a su alrededor. Nadie daba señales de haber oído nada. Era como si sólo ella hubiera oído las palabras de Lennox. Estaban demasiado ocupados tratando de alcanzarlo a través del muro de fuego que lo protegía. Pero hicieran lo que hiciesen, no lo lograban. Ni los mosquetes, ni las pistolas ni los palos que le lanzaban lo alcanzaban.

Temblorosa, Chloris rezó, pidiendo que no fuera una pesadilla.

En medio del pánico general, todos se habían olvidado de Gavin, que había caído al suelo y estaba hecho un ovillo cerca de la escalera. El número de gente no hacía más que disminuir, ya que muchos habían huido despavoridos. Tamhas y algunos de sus hombres caminaban alrededor de las llamas, como si se preguntaran cómo atravesarlas.

Chloris temía haberse vuelto loca. Aunque había sido testigo de la magia de Lennox alguna vez, estaba muy asustada. Al verlo entrar en las llamas se quedó sin aliento y pensó que no volvería a respirar nunca más, ya que creía que lo había perdido para siempre, que se había sacrificado para salvarla. Luego recordó lo que le había dicho esa tarde, que la magia que le había mostrado no era nada comparado con lo que sentía por ella. Al verlo triunfal, dominando el fuego, contuvo el aliento sin atreverse a esperar que fuera capaz de encontrar una salida a esa situación.

—¡Es una ilusión! —gritó Tamhas.

Acto seguido, corrió hasta uno de los hombres, le arrebató la antorcha y la arrojó en dirección a Lennox. Cuando golpeó el muro de llamas, la antorcha se apagó y cayó al suelo convertida en un montón de cenizas. Un hilo de humo se alzó de ellas.

¿Sería una ilusión? Chloris trató de razonar. Las llamas parecían muy reales, pero no salían del círculo que Lennox había dibujado, danzando como cintas de fuego a su alrededor. ¿Cuánto tiempo sería capaz de hacer durar el hechizo? ¿Qué pasaría cuando no pudiera seguir manteniéndolo? Lo atraparían y lo ahorcarían.

Lennox la llamó.

—Ven, Chloris, estarás a salvo. Las llamas no te harán daño.

¿Podría hacerlo? Él lo había hecho, pero eso no significaba que ella pudiera. Todo lo que estaba sucediendo escapaba a su comprensión.

Vacilante, dio un paso al frente. Lennox la atrajo con la mirada. La conexión entre ambos era enorme, tal como había dicho el brujo, y la estaba atrayendo hacia él. A su alrededor, el humo lo llenaba todo. El olor de la tierra quemada le inundó las fosas nasales, acobardándola.

—Ven hacia mí.

Chloris se tragó las dudas y el miedo y dejó que la voz de Lennox la guiara en medio del caos.

—¡La mujer! —gritó alguien—. ¡La está llamando!

—Chloris, aléjate —exclamó Tamhas, yendo hacia ella y agarrándola por el hombro—. No lo mires. No dejes que te embruje.

Ella sacudió los hombros para librarse de su primo. A su espalda oyó voces. Unos gritaban advertencias. Otros la llamaban bruja. No era ninguna bruja, y si dentro de unos segundos quedaba reducida a cenizas lo comprobarían. Pero no le importaba. Incluso en medio del caos, vio claramente que su destino era unirse a la gente de Somerled. Pasara lo que pasase, era con ellos con quienes quería estar. Aunque le temblaban las piernas y le costaba mucho respirar, siguió dando pequeños pasos en dirección a Lennox.

Al aproximarse, el calor que desprendían las llamas la convenció de que eran reales.

—¡Lennox! —gritó y, volviéndose de lado, se protegió la cara con un brazo. Al hacerlo, algo cambió. Le pareció que se abría una puerta en las llamas. Tras cruzarla, se encontró al otro lado de ellas, sana y salva.

Temblando de alivio, se tambaleó.

Lennox alargó la mano. Cuando ella la agarró, las llamas volvieron a cerrarse a su espalda, dejándolos cerrados en el interior. Dentro del círculo de fuego, el calor era reconfortante. Chloris ya no tenía miedo. Lennox la atrajo hacia sí y le rodeó la cintura con un brazo.

Se oyó un nuevo disparo, que no alcanzó a ninguno de los dos.

Chloris lo miró a los ojos.

—Agárrate fuerte a mí —susurró él.

—Siempre.

—No tengas miedo.

Acababa de cruzar las llamas por él, ¿y ahora le decía que no tuviera miedo? ¿Qué más tendría pensado hacer?

Conteniendo el nerviosismo, le rodeó el cuello con los brazos y clavó la mirada en su rostro.

Lennox levantó un brazo y, señalando hacia el cielo, entonó algo en aquella lengua extraña que usaba para sus hechizos. Un instante después, el cielo se encendió sobre sus cabezas y un relámpago deslumbrante cayó muy cerca de allí. Chloris oyó gritos y, a través de las llamas, vio cómo las siluetas de la multitud se dispersaban en todas direcciones.

Lennox miró por encima del hombro.

Tras ellos, el potente ruido de los cascos de los caballos se acercó. El carruaje se acercaba a buscarlos a gran velocidad.

—¿Puedes correr?

Ella asintió.

Lennox le dio la mano y se la apretó con fuerza. Con la mano libre, señaló entonces el círculo de fuego y exclamó:

—¡Desaparece!

Un segundo después, el fuego había desaparecido y sólo permanecía el humo, que se levantaba del suelo en una nube espesa que los protegía de miradas indeseadas.

Sin soltarle la mano, tiró de ella, animándola a correr. Cuando estaban a punto de llegar al carruaje, la puerta se abrió y Lennox la ayudó a subir.

Jessie, que estaba arrodillada en el interior, separó los brazos para recibir a Chloris a su lado.

—¡Ramsay, agarra las riendas con fuerza! —gritó Lennox antes de meterse en el coche.

Antes de que la puerta estuviera del todo cerrada, el carruaje salió disparado a gran velocidad. El corazón de Chloris le latía desbocado en el pecho, rivalizando con los cascos de los caballos que los alejaban de Edimburgo. Temblaba como una hoja, con una mezcla de conmoción, alivio y gratitud.

El coche se tambaleó al tomar una curva y Jessie se aferró a Chloris con desesperación. Estaban en marcha, Chloris apenas si podía creerlo. Se volvió hacia su amante, mirándolo con fascinación. Sentado en el asiento, Lennox había retirado la cortina y miraba por la ventanilla. Murmurando palabras de protección, tenía un brazo encima de las dos mujeres, por si alguien les lanzaba algún objeto. Sus ojos tenían ese brillo peculiar que delataba que seguía practicando algún tipo de brujería. Un instante después, el carruaje empezó a ir mucho más deprisa.

El coche de caballos crujía y se tambaleaba. Chloris se preguntó cómo podía ser que no volcara. Iban tan rápido que la joven tuvo el convencimiento de que ya estaban fuera de las murallas.

—Oh, mi barriga —gimió Jessie.

Chloris la rodeó con sus brazos y la abrazó con fuerza.

Lennox se volvió a mirarlas, obviamente satisfecho de estar por fin en camino. Cuando las vio abrazadas de esa manera, sacudió la cabeza y se echó a reír.

—Hemos de buscar un remedio para esta aflicción tuya, Jessie. Una hermana mía no puede tener miedo de nada.

Jessie levantó una mano para indicar que estaba de acuerdo, pero no levantó la cara del hombro de Chloris.

—No soporta las alturas —explicó Lennox—, pero vamos casi pegados al suelo.

—Ya aprenderé —murmuró Jessie.

Chloris sintió lástima de ella y la abrazó con más fuerza. Miró a Lennox maravillada. Volvía a ser el de siempre.

La cortina estaba descorrida y el paisaje pasaba a toda velocidad a su espalda. Él, sin embargo, permanecía muy quieto, con su presencia sólida y tranquilizadora, mientras le dirigía una amplia sonrisa.

Alargó la mano en dirección a Chloris.

Ella le apretó la mano.

—¿Deduzco que habías decidido fugarte conmigo al final?

Chloris se echó a reír, liberándose de la tensión de las últimas horas.

—Por supuesto. Habría vuelto inmediatamente de no ser por la llegada de Tamhas, decidido a sembrar el pánico en Edimburgo.

Inclinándose hacia ella, Lennox se llevó su mano a los labios. La besó con ternura y sonrió. Sus ojos tenían un brillo travieso.

—Sólo quería asegurarme de que no te había rescatado contra tu voluntad.

Ella se echó a reír.

—Para ser justos, debo admitir que nada de lo que me has hecho hasta ahora ha sido contra mi voluntad.

Lennox enarcó una ceja.

Una galería de recuerdos cruzó la mente de Chloris, recuerdos íntimos de todos los momentos que habían compartido. Y ahora podrían construir otros nuevos. Sintió una gran emoción al pensar en la vida que le esperaba. Tendría que familiarizarse con sus extrañas costumbres, con sus poderes y sus creencias pero lo lograrían. Encontrarían un punto medio.

—Lo que has hecho antes…, tu magia… es asombrosa.

Los ojos de Lennox brillaron con picardía.

—Mis poderes se han visto muy fortalecidos últimamente.

Levantando la cabeza un momento, Jessie se echó a reír.

—Eso es porque te quiere.

Chloris le devolvió la sonrisa.

—Como yo a él.