Al salir del coche para cerrar la puerta del garaje, Alan Brinkley había notado cómo el frío de la noche hacía que su aliento se convirtiese en humo. Hacía una noche de perros, desde luego. El invierno estaba siendo duro. Menos mal que no tenía que ir caminando hasta su destino. Lo último que quería era tener los dedos congelados mientras lo preparaba todo. «No hay nada como un buen fuego para entrar en calor», pensó con una sonrisa irónica mientras revolucionaba el motor del coche para ver si la calefacción le enviaba de una vez ese calor que prometía la lucecita de color escarlata.

Su objetivo de hoy era una fábrica de pinturas industriales que había al final de un complejo que estaba a la salida de la ciudad. Por una vez, podría evitar la caminata hasta el lugar elegido porque al lado había un taller de chapista que siempre tenía media docena de coches aparcados fuera, cada uno de ellos en las diferentes etapas de reparación, ya fuera de restauración de chapa o de pintura. Nadie se fijaría en que había uno más. Aunque tampoco iba a haber nadie para fijarse. Sabía que el guardia que tenían contratado para vigilar el complejo nunca estaba allí entre las dos y las tres y media. Brinkley lo había observado suficientes veces como para saber que el tipo era víctima de un jefe avaricioso que lo hacía vigilar muchos más locales de los que podía abarcar; por lo que, a la postre, no vigilaba ninguno de ellos adecuadamente.

Entró en una calle estrecha entre dos almacenes que llevaba directamente al complejo y fue disminuyendo la velocidad hasta que aparcó en el chapista. Apagó el motor y las luces y repasó en dos ocasiones que no se le hubiera caído ninguno de los objetos que llevaba en el bolsillo. Estaban todos: la cuerda, el encendedor de gasolina con su olor característico, el paquete con diecisiete cigarrillos, la caja de cerillas manoseada, el periódico de la noche anterior, la navaja suiza y un pañuelo arrugado y manchado con aceite. Se inclinó hacia un lado, abrió la guantera y sacó una linterna pequeña pero muy potente. Cogió aire profundamente tres veces… y ya estaba listo.

Salió del coche y miró con rapidez a su alrededor y los coches que rodeaban el taller. Así, sin darse cuenta, vio el morro de un Vauxhall a la sombra de uno de los dos almacenes que había dejado atrás en la entrada del complejo. Como el coche no tenía ni las luces ni el motor encendidos, no se dio cuenta de que no estaba allí cuando había entrado al complejo. Convencido de que no había moros en la costa, cruzó la calle del complejo hasta la fábrica de pinturas. «Dios, este incendio iba a ser de los buenos», pensó satisfecho. Apostaría a que cuando estuviera en llamas, se llevaría con él uno o dos edificios más. Un par de incendios grandes como ese y Jim Pendlebury se vería obligado a mandar al carajo el presupuesto y contratarlo a tiempo completo. Eso no sería suficiente para que pagaran los intereses del gran número de deudas que Maureen y él habían contraído casi sin darse cuenta pero, al menos, tranquilizaría a los acreedores mientras buscaba la manera de salir a flote de una vez por todas.

Negó con la cabeza para desterrar la preocupación y el miedo que lo embargaban cada vez que permitía que la montaña de deudas que tenían proyectase su sombra sobre él. No podía hacer lo que tenía que hacer si no estaba concentrado; y cada vez que pensaba en cuánto debía, sentía vértigo y era incapaz de creer que algún día fuera a salir de esta. Se repetía una y otra vez que lo que estaba haciendo era la única manera de sobrevivir. El vagabundo que había muerto en el último incendio ya había renunciado a seguir luchando mucho antes de que Brinkley apareciera en escena. Pero a él no le pasaría. Él, sobreviviría. Venga, tenía que dejar de lado las distracciones y concentrarse en conseguir su objetivo sin que lo pillasen. Porque si lo pillaban… todo se iría al garete y nunca llegarían a saldar las deudas. Maureen nunca le perdonaría que lo pillaran.

Metió una mano entre una papelera industrial y la pared de la fábrica y sus dedos asieron la bolsa que había dejado allí anteriormente. Esta vez, el mejor lugar por el que entrar era la ventana de la oficina. El hecho de que estuviera abierta de par en par y que cualquiera que pasara por la carretera de entrada pudiera verlo no le preocupaba en absoluto. Ninguna de las unidades hacía turnos nocturnos y el guardia de seguridad aún tardaría una hora en llegar. Además, la fábrica era el último edificio de todo el complejo (que estaba rodeado por una valla de seguridad de más de dos metros de altura). No se podía tomar ningún atajo para llegar aquí.

Tardó menos de cinco minutos en entrar y siete más en que sus habilidosas manos preparasen la mecha y el aparato incendiario. El humo del cigarrillo se le colaba por los agujeros de la nariz, su aroma le resultaba fragante y su dulzor se mezclaba con el olor químico de las pinturas, omnipresente por toda la fábrica. «La pintura va a arder como una columna de fuego en mitad del desierto», pensó satisfecho mientras volvía sobre sus pasos por el pasillo oscuro sin dejar de mirar la mecha en llamas.

Fue hacia la puerta de la oficina, por donde había entrado y que había dejado abierta, pero en vez de toparse con un espacio vacío, sus dedos se toparon con una tela. Sorprendido, retrocedió unos pasos y, en ese instante, el fulgor de una linterna lo cegó como si le hubieran tirado una copa de vino a la cara. Intentó zafarse de la luz como pudo y huir hacia algún otro lado, pero estaba desorientado y se tropezó con la pared. La luz se movió y oyó cómo se cerraba una puerta.

—¡Estás detenido, joder! —Era una voz de mujer—. ¡Alan Brinkley, quedas arrestado bajo sospecha de provocar incendios!

—¡No! —gritó como un animal acorralado y se lanzó hacia la luz.

Chocó contra ella y ambos cayeron al suelo enredados el uno en el otro mientras forcejeaban y tiraban, mientras se estrellaban contra el mobiliario de la oficina. La mujer que tenía debajo luchaba y se retorcía como un gato furioso, pero él pesaba mucho más y era más fuerte; para algo llevaba años desarrollando su cuerpo en el gimnasio del cuerpo de bomberos.

La mujer intentó golpearlo con la linterna, pero Alan se protegió fácilmente con el hombro y la luz salió rodando por el suelo hasta que se topó con un archivador. La linterna se quedó enfocándolos a ambos. Iluminaba la pelea con una luz mortecina. Ahora, Alan veía la cara de la mujer, que tenía la boca abierta en un gesto de determinación mientras intentaba liberarse. Si él podía verla a ella, ella también podía verlo a él… En cuanto pensó en eso, el pánico lo embargó y, en su interior, empezó a chillar de miedo. Si lo pillaban, ¡todo se iría al garete! ¡Nunca llegarían a saldar las deudas! ¡Y Maureen nunca le perdonaría que lo pillaran!

Le puso una rodilla en el abdomen y se apoyó en ella para dejarla sin aire. Acto seguido, le presionó el cuello con el antebrazo para que no pudiera levantarse del suelo. Cuando la mujer sacó la lengua, desesperada por conseguir aire, la cogió del pelo y tiró de la cabeza para estrangularla contra el antebrazo. No oyó el crujido, pero lo sintió. De pronto, la mujer estaba seca. La pelea había terminado.

Se apartó de ella y se quedó tirado en el suelo, en posición fetal. Emitió un fuerte sollozo. ¿¡Qué había hecho!? Aunque sabía muy bien la respuesta, no dejaba de hacerse la misma pregunta una y otra vez para sus adentros. Se puso de rodillas. La cabeza le colgaba como a un pobre perro abandonado. No podía dejarla allí. No tardarían en encontrarla. ¡Seguro que tenía que estar en algún otro sitio!

Emitió un gruñido y se obligó a tocar una carne que ya estaba fría y muerta en su imaginación. Se echó el cadáver de la mujer a los hombros tal y como haría un bombero. Se puso de pie tambaleándose y salió encorvado por la puerta de la oficina camino de donde estaba el foco del incendio. Pasó al lado de la mecha y del aparato incendiario, que ya olían fuerte, y dejó a la mujer junto a unas cajas de latas de pintura que había sobre unos palés, preparadas para que las subieran a camiones de transporte. Aquí, el fuego sería muy violento y a los forenses no les quedaría mucho que analizar. No quedaría nada que la conectase con él. Soltó el cadáver, que cayó al suelo cuan largo era.

Se secó las lágrimas y salió corriendo a la calle, al acogedor frío de la noche. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo era posible que pasarlo bien, probar lo bueno que te puede ofrecer la vida, lo hubiese llevado a esto? Quería tirarse al suelo y empezar a aullar como si fuera un lobo, pero tenía que ponerse en marcha, llegar al coche, contestar al busca cuando lo llamasen de la estación de bomberos. Tenía que sobreponerse. Aunque no fuera por él, por Maureen.

Porque si lo pillaban, todo se iría al garete. Nunca llegarían a saldar las deudas. Y Maureen nunca le perdonaría que lo pillaran.

—¿No deberías estar en Seaford?

—Llevo el móvil encima y, desde aquí, si tomo la autopista, solo tardo media hora más que desde mi casa. Y tenemos que hablar de lo que he conseguido y de cuál es el siguiente paso.

—Pues entra.

Carol tardó más tiempo en leer el informe de Tony del que él necesitó para mirar atentamente las fotografías y los vídeos que ella había llevado. Pero al psicólogo no le importó, se dedicó a rebobinar la cinta y ponerla una y otra vez y a mirar las fotografías (todas ellas con fecha y hora); esgrimía una sonrisa apretada y sus ojos relucían como si estuvieran en llamas. Finalmente, Carol acabó de leer y la mirada de complicidad que compartieron decía que eran conscientes de que estaban en lo cierto y de que ahora tenían a lo que agarrarse para montar un caso que nadie podría seguir ignorando.

—Buen trabajo, doctor.

—Buen trabajo, inspectora jefe.

—«La venganza será mía», dijo el criminólogo.

—Me gustaría —empezó mientras asentía—, haberle prestado más atención a Shaz desde el primer momento. Quizá hubiéramos llegado a esto mismo pero sin pagar un precio tan alto.

—Eso es una tontería, Tony. —Carol cubrió la mano del hombre con las suyas impulsivamente—. Nadie habría organizado una investigación basándose en lo que se habló durante aquella clase.

—No me refería exactamente a eso. —Se pasó la mano que le quedaba libre por el pelo—. Sino a que se supone que soy psicólogo y debería haberme dado cuenta de que Shaz no iba a soltar el hueso. Debería haber hablado con ella, haberle dicho que no íbamos a dejar el tema aparcado y haber buscado maneras de que siguiese adelante pero sin ponerse en peligro.

—Por esa regla de tres, también se podría decir que es culpa de Chris Devine —añadió rápidamente—; al fin y al cabo, sabía que Shaz iba a entrevistarlo y dejó que fuera sola.

—¿Y por qué crees que está pasando su valioso tiempo libre poniendo Northumberland patas arriba junto con Leon y Simon? No es por mero sentido del deber, sino por sentimiento de culpa.

—No puedes hacerte responsable de todos ellos. Shaz era policía. Tendría que haber tenido en cuenta los riesgos. No había ninguna necesidad de que hiciera lo que hizo. Así que, aunque hubieras intentado que entrase en razón, es probable que no te hubiera hecho caso. Tony, deja de pensar en ello.

Levantó la cabeza y vio el brillo de compasión que había en los ojos de la mujer. Asintió compungido.

—Tenemos que hacer esto oficial cuanto antes si no queremos que nos acusen de estar tan fuera de control como lo estaba Shaz.

—Me alegro de que lo digas. —Retiró las manos de la de Tony—. Porque empezaba a ponerme un poco nerviosa esto de ir por ahí en busca de pruebas sin formar parte del equipo que lleva la investigación y sin que haya una conservación de la cadena de custodia con las pruebas físicas más allá de un triste: «Las llevaba en el bolso, jefe». No dejo de pensar en que los abogados de la defensa me harían trizas en el estrado: «Así que, inspectora jefe Jordan, ¿quiere usted que el jurado crea que en esta búsqueda independiente de justicia, y que solo usted era capaz de llevar a cabo porque no hay nadie suficientemente capaz en toda la fuerza de Yorkshire Oeste, ha dado sin más con la única prueba que une a nuestro cliente con el asesinato de la detective Bowman, una mujer a la que vio una sola vez en su vida y durante menos de una hora? ¿Y a qué dice que se dedica su hermano, señora? ¿Cree que “cerebrito informático” sería un buen término para describir a una de esas personas que puede conseguir que una imagen muestre exactamente lo que él quiere que muestre?». No, no, no; hay que poner todo esto bajo el paraguas de Yorkshire Oeste cuanto antes para que sean ellos quienes construyan el caso adecuadamente.

—Lo sé. Llega un momento en el que hay que dejar de jugar al Llanero Solitario. Y también tenemos que cubrirte las espaldas. Por la mañana, iré directo al Departamento de Homicidios. ¿Qué te parece?

—No es que quiera lavarme las manos, Tony —comentó con tono lastimero—. La cuestión es que se nos va a escapar si no intentamos atraparlo como es debido.

—No podría haber llegado hasta aquí solo. —Le recorrió una sensación de calidez hacia ella—. Cuando Jacko Vance se enfrente a un jurado, será gracias a que te teníamos a bordo.

Antes de que le diera tiempo a responder, le sonó el teléfono, cosa que rompió de un hachazo la cercanía que había entre ambos.

—Mierda —dijo mientras cogía el móvil y respondía—. Aquí la inspectora jefe Jordan.

—Carol, parece que tenemos otro. —Era la voz familiar de Jim Pendlebury—. Una fábrica de pintura. Ha ardido como una tea.

—Llegaré lo antes posible. ¿Puedes decirme dónde es? —Sin que la mujer se lo pidiera, Tony le alcanzó un pedazo de papel y un lápiz y Carol anotó la dirección—. Gracias, Jim. —Colgó y cerró los ojos unos instantes. Luego, buscó los números que tenía memorizados en el móvil y pulsó el de su comisaría—. Al habla la inspectora jefe Jordan. ¿Han recibido alguna llamada de los detectives Taylor o Earnshaw?

—No, señora —respondió una voz anónima—. Se supone que debían mantener el silencio de radio a menos que tuvieran que informar de algo específico sobre su vigilancia.

—Por favor, póngase en contacto con ellos y dígales que se reúnan conmigo en la fábrica de pintura que ha ardido esta noche en la Planta Industrial Holt. Gracias y buenas noches. —Miró a Tony perpleja—. Parece que nos hemos equivocado.

—¿Con el pirómano?

—Ha vuelto a actuar, pero ni Tommy Taylor ni Di Earnshaw han avisado por radio, así que no ha debido de ser ninguno de los sospechosos. —Negó con la cabeza—. Ay… de vuelta a la casilla de salida. Tengo que marcharme e ir a ver qué sucede.

—Buena suerte —dijo Tony mientras ella se ponía el impermeable.

—Eres tú el que la va a necesitar cuando hables con McCormick y con Wharton —respondió mientras lo seguía al vestíbulo.

Una vez en la puerta, se dio la vuelta hacia él y le puso la mano en el brazo impulsivamente.

—No te martirices con lo de Shaz. —Le dio un beso en la mejilla—. Concéntrate en derrotar a Jack el Chuleta. —Se marchó.

Y tras ella solamente quedó una hebra de su aroma en la brisa nocturna.

Por encima de la zona borrosa causada por el sodio y el neón, la noche estaba estrellada. Desde el nido de águila de la casa de Holland Park, Jacko Vance observaba la noche londinense e imaginaba cómo se verían las estrellas en Northumberland. Había un cabo suelto, lo único que lo podía privar de esa capa de barniz protector que llevaba. Era hora de que Donna Doyle muriera.

Hacía mucho tiempo que no tenía que matar a ninguna. No disfrutaba de matar, sino del proceso: la desintegración de un ser humano mediante la degradación producida por el dolor y la infección. Una de ellas lo había desafiado. Se había negado a comer y a beber y a usar el inodoro químico. Había supuesto un reto para él, pero no había durado mucho. La chica no había tenido en cuenta lo inútil que era que llenara el colchón y el suelo de orina y heces. Pretendía estar tan sucia que a él le resultase asqueroso tocarla; pero no lo había conseguido.

Pero de esta otra Jillie tenía que deshacerse pronto. Su existencia le preocupaba, era como ese picor leve de la picada de una pulga bajo la cinturilla del pantalón. No había querido hacer ningún movimiento que pudiera delatarlo mientras la policía husmeaba tras la muerte de Shaz Bowman. Viajar a Northumberland sin la necesidad de hacerlo, tan de repente, habría resultado sospechoso. Y la visita que le había hecho a aquella zorra no había sido suficientemente larga como para encargarse de ella como es debido. Y también había que tener en cuenta el involucramiento de Tony Hill. ¿Tendría algo o, simplemente, estaba pinchándolo para que tomase alguna decisión que lo dejara con el culo al aire? De una u otra forma, tenía que matarla. Que siguiera viva era un riesgo enorme para él. Debería haberla matado la noche en la que mató a Bowman, pero tenía miedo de que sus movimientos fueran escrutados al dedillo. Además, estaba demasiado cansado como para hacer un trabajo impecable.

Tendría que confiar en la invisibilidad de su escondite, enterrado bajo losetas de piedra. Los únicos que sabían lo de la vieja cripta eran los dos obreros que había contratado para instalar la loseta de entrada con su preciso encaje. Doce años antes, la gente todavía creía en la amenaza nuclear. Cuando dijo que quería hacer un refugio nuclear, los locales habían considerado que tan solo se trataba de una excentricidad. Estaba seguro de que hacía tiempo que se habrían olvidado de ello.

A pesar de todo, tenía que ir. Pero no esta misma noche. Mañana grababa a primera hora y necesitaba todas las horas de sueño que le permitiesen sus aprensiones. Eso sí, en cosa de uno o dos días, se pasaría una noche por allí para ir a ver a la chica. Y tendría que sacarle todo el partido posible… porque transcurriría bastante tiempo hasta que fuera seguro volver a captar a otra con la que satisfacerse. Se preguntó si alguna vez volvería a sentirse seguro. Quizá a Tony Hill tuviera que darle una lección más personal que a Shaz Bowman. Jacko Vance observó la ciudad y se preguntó si habría alguna mujer en la vida del psicólogo. Por la mañana, tendría que acordarse de preguntarle a su esposa si Hill había dicho alguna cosa acerca de alguna pareja o algo así a lo largo de la cena. No había sido nada difícil matar a Shaz Bowman; repetirlo con la novia de Tony Hill sería aún más sencillo.

Carol Jordan, con las manos metidas hasta el fondo en los profundos bolsillos de su impermeable y con el cuello subido para protegerse del viento cortante del estuario, observaba impasible las ruinas aún humeantes de la fábrica de pintura. Llevaba tres horas en vela… pero es que aún no estaba preparada para marcharse. Los oficiales de bomberos, con su característico casco amarillo lleno de residuos grasientos, iban de un lado para otro por fuera del edificio. En algún lugar de aquel esqueleto chirriante, algunos de ellos intentaban llegar hasta el foco del incendio. Carol empezaba a aceptar que no necesitaba verla con sus propios ojos para saber por qué Di Earnshaw no había respondido a las llamadas de comisaría para que se presentara allí. Di Earnshaw ya estaba allí.

Carol oyó que un coche se detenía detrás de ella, pero no se molestó en mirar de quién se trataba. Oyó cómo alguien levantaba la cinta de la policía e, inmediatamente, Lee Whitbread apareció en su campo visual con un café de una hamburguesería.

—He pensado que quizá le venga bien.

Carol asintió a modo de agradecimiento y cogió la bebida sin decir palabra.

—¿No hay noticias? —preguntó el hombre con esa típica expresión suya de ansiedad, pero con cara de aprensión.

—Nada —retiró la tapa de poliestireno y se llevó el vaso a los labios. Era un café fuerte y estaba caliente. Le sorprendió lo bueno que estaba.

—En la comisaría tampoco saben nada. —Enarcó una mano alrededor de la boca para encender el cigarrillo—. He pasado por su casa para echar una ojeada… por si acaso había decidido volver por alguna razón… pero no hay rastro de ella. Las cortinas del dormitorio están corridas… pero puede que tenga puestos unos auriculares, ¿no? —Al igual que los demás policías, su pesimismo profesional siempre estaba lleno de esperanza cuando se trataba de pensar en razones para no asistir al funeral de un colega. Carol, por su lado, no se atrevía ni a compartir el fino rayo de esperanza de los auriculares. Y si ella estaba convencida de que Di Earnshaw no era de las que desaparecen sin dejar rastro, su compañero, que la conocía mucho mejor, tenía que estar el doble de seguro de que la mujer estaba muerta.

—¿Has visto al sargento Taylor?

Lee escondió su expresión con la mano mientras fumaba rabiosamente.

—Dice que no llegó a llamarlo. Está en comisaría, para ver si allí puede ayudar en algo.

—Espero que esté pensando una excusa mejor. —El tono de voz de Carol era muy duro.

Tres figuras emergieron de la sombría estructura en ruinas y se quitaron la mascarilla de oxígeno de la boca. Una de ellas se separó de las otras dos y caminó hacia los policías. Jim Pendlebury se detuvo a medio metro de la mujer y se quitó el casco.

—Carol, no sabes cuánto lo siento; de verdad.

La inspectora jefe echó la cabeza hacia atrás y asintió de forma cansada.

—Imagino que no tienes ninguna duda.

—Siempre hay esperanza hasta que los forenses no hayan acabado, pero es una mujer y a su lado hay lo que parece una radio fundida. —Su voz era suave y compasiva.

En el caso de Carol, era su cara la que mostraba compasión. El jefe de bomberos sabía lo que era perder a gente de la que era responsable. Carol deseaba preguntarle cuánto tiempo pasaría antes de que se atreviera a mirarse nuevamente en el espejo.

—¿Puedo verla?

—Todavía hace mucho calor —respondió mientras negaba con la cabeza.

—Si alguien quiere verme, estaré en mi despacho —dijo después de exhalar un suspiro corto y duro. Tiró el vaso de café, se dio la vuelta, se agachó para pasar bajo la cinta policial y fue al coche a toda prisa.

Tras ella, el café formó un pocillo en el cemento. Lee Whitbread tiró el cigarrillo en él y observó cómo siseaba de forma deprimente hasta apagarse. Luego, miró a Pendlebury y dijo:

—Yo también me voy. Tenemos que atrapar a un hijo de puta que asesina a policías.

Colin Wharton ordenó en un montón la pila de fotografías, se inclinó hacia delante y sacó la cinta de vídeo del reproductor que había en la sala de entrenamiento que el equipo de Tony había tenido que dejar, por la impresión que le daba al criminólogo, hacía un siglo. Sin mirar al psicólogo a la cara, el policía dijo:

—Esto no demuestra nada. Sí, es cierto, el coche de Shaz Bowman lo conducía otra persona de vuelta a Leeds, pero podría tratarse de cualquiera disfrazado. Apenas se ve la cara del hombre y con estas mejoras informáticas… Yo no confío en ellas; y los jueces, menos. Para cuando el Rumpole de turno de la defensa haya acabado, todo el mundo estará convencido de que todo lo que haya salido de un ordenador ha sido alterado para que parezca lo que no es.

—¿Y lo del brazo? Eso no se puede alterar. Jacko Vance tiene una prótesis en el brazo derecho. El hombre que está echando gasolina no usa el brazo derecho para nada. Resulta evidente —presionó el psicólogo.

—Hay muchas razones para ello. —Se encogió de hombros—. El hombre en cuestión podría ser zurdo; podría ser que se hubiera hecho daño mientras luchaba para dominar a Bowman; podría incluso deberse a que la persona sabía la fijación que tenía Bowman con Vance y decidió representar que era él. La gente sabe que hay cámaras en las áreas de servicio, doctor Hill. Vance trabaja en ese mundo, ¿de verdad cree que no iba a tener en cuenta lo de las videocámaras?

Tony se pasó la mano por el pelo y se agarró la punta de los mechones con los dedos como si eso aplacase su furia.

—Tiene a Vance saliendo de la autopista en Leeds en el momento crucial y en su propio coche. ¿También eso es una coincidencia?

—A ver… —El policía movió la cabeza de lado a lado—. El hombre tiene una casita en Northumberland y hace mucho trabajo de voluntariado por allí arriba. Vale, la A1 sería la ruta más directa, pero por la nacional llegaría más rápido. Y podría haber vuelto a coger la A1 al norte de la ciudad. Incluso podría haber decidido que quería pescado y patatas fritas en Brian’s —añadió para intentar distender el ambiente.

—¿Por qué no se toman esto en serio? —dijo tras cruzar los brazos, como si eso fuera a contener su ira.

—Si Simon McNeill no estuviera huido, quizá no consideraríamos que todo lo que nos ofrece está manipulado —respondió el policía enfadado.

—Simon no tiene nada que ver con todo esto; él no asesinó a Shaz Bowman, fue Jacko Vance. Ese hombre es un asesino sin escrúpulos. Todo lo que sé de psicología me indica que fue él quien mató a Shaz Bowman porque sabía que era una amenaza y que podía tirarle abajo todo el montaje. Tenemos fotos en las que conduce el coche de Shaz y ella no aparece por ningún lado. Luego, hace la misma ruta en su propio coche. Ya ha leído el perfil psicológico que he preparado. ¿Qué más tenemos que hacer para disuadirlos de que investiguen a ese hombre seriamente?

Se abrió la puerta que el psicólogo tenía a la espalda y el enorme subcomisario Dougal McCormick entró en la habitación. Su cara estaba enrojecida, como la de alguien que ha bebido demasiado vino durante la comida, y las perlitas de sudor que tenía en los mofletes hacían que le brillara. Su voz, aguda, había bajado una octava por culpa del alcohol.

—Creía que le había dejado claro que no podía pisar estas dependencias a menos que se lo pidiéramos nosotros. —Señaló a Tony con un dedo acusador.

—Les he traído pruebas suficientes para montar un caso contra el asesino de Shaz Bowman —respondió el psicólogo con la voz un tanto cansada—. Pero el señor Wharton no acaba de comprender su importancia.

—¿Es así? —le preguntó McCormick al otro policía mientras avanzaba hacia él—. ¿Qué tienes que decir al respecto, Colin?

—Que hay unas imágenes muy interesantes de un área de servicio que han sido mejoradas con programas informáticos y en las que se ve que una persona que no era Shaz Bowman conducía el coche de la policía la misma tarde en la que fue asesinada. —En silencio, desplegó las fotografías para que McCormick las inspeccionase. El comisario jefe guiñó los ojos, oscuros, y las estudió de cerca.

—Es Jacko Vance —insistió Tony—. Llevó el coche de Shaz hasta Leeds y volvió a Londres antes de conducir de nuevo al norte; muy posiblemente, con Shaz en el maletero.

—Lo de Jacko Vance ya no tiene ningún sentido —respondió McCormick con desdén—. Tenemos un testigo.

—¿Un testigo?

—Sí, un testigo.

—¿Un testigo de qué?

—Un testigo que dice que vio a su chico de los ojos azules, a Simon McNeill, ir hacia la parte de atrás del apartamento de Sharon Bowman la misma noche en que la asesinaron… pero que no lo vio salir. Ahora mismo, uno de mis equipos están poniendo su casa patas arriba. Aunque ya lo estábamos buscando, ahora vamos a hacer un llamamiento público. Quizá sepa usted dónde encontrarlo, ¿eh, doctor Hill?

—Son ustedes quienes han desbandado mi unidad, ¿cómo quieren que sepa dónde está Simon? —La frialdad de su voz escondía la frustración que hacía que le hirvieran las entrañas.

—Bueno, da lo mismo. Antes o después, lo atraparemos. No tengo ninguna duda de que mis chicos encontrarán algo mejor que enseñarle al juez que unos vídeos trucados por el hermano de su novia. —El policía, que vio la cara de asombro de Tony, asintió con gravedad—. Sí, sabemos lo suyo con la inspectora jefe Jordan. ¿Acaso piensa que, en este trabajo, los compañeros no hablan entre sí?

—No para usted de decirme que le interesan las pruebas, no las suposiciones —dijo Tony aferrándose al autocontrol con la única ayuda de su fuerza de voluntad—. Para que conste, la inspectora jefe Jordan no es mi novia ni lo ha sido jamás. Y el hecho de que insista en que el asesino es Vance no se basa únicamente en las pruebas de vídeo. No pretendo enseñarles cómo se pela un huevo cocido pero, al menos, échenle una ojeada al informe que he escrito. En él, se aportan pruebas sólidas.

McCormick cogió la carpeta de la mesa y lo hojeó.

—Yo no consideraría un perfil psicológico como una prueba. Rumores, insinuaciones y celos que juegan muy malas pasadas a la gente, ¡de eso es de lo que habla su informe!

—La propia esposa de Vance me ha explicado que jamás han dormido juntos. No irá a decirme que en la zona oeste de Yorkshire eso se considera una conducta normal, ¿verdad?

—Esa mujer podía tener mil razones para mentirle —respondió McCormick con desdén y dejó caer el informe sobre la mesa con un pequeño golpe.

—Conoció a Barbara Fenwick un par de días antes de que la raptaran y la asesinaran. Solo tiene que consultarlo en los archivos de la policía de Manchester. Fue en uno de sus primeros actos benéficos después de que sufriera el accidente que destruyó su sueño. Tenemos fotografías en las que aparece con otras chicas desaparecidas en la fiesta que se celebró tras el acto benéfico en el que había tomado parte; chicas de las que no se ha sabido nada más. —El tono de voz de Tony mostraba desánimo. No había conseguido establecer una relación de comunicación con los policías como para conseguir que observasen el tema con perspectiva y tuviesen en cuenta lo que les había dicho. Y aún peor, parecía que había conseguido llevar a McCormick a un punto en el que si él decía «blanco», el policía diría «negro».

—Un hombre como él conoce a centenares de muchachas por semana y jamás les ha sucedido nada —respondió el subcomisario mientras se dejaba caer en una silla—. Mire, doctor, sé que es duro admitir que se ha equivocado al elegir a un miembro de su equipo, siendo como es usted un reputado psicólogo del Ministerio del Interior. Pero fíjese en McNeill: estaba enamorado de la muchacha y, por lo visto, ella no sentía lo mismo; solamente tenemos su palabra de que habían quedado para ir a tomar algo antes de salir a cenar con los otros dos; lo vieron merodeando por la casa más o menos a la hora en la que murió Bowman; tenemos sus huellas dactilares en el ventanal, ¡y va y desaparece! Tiene que admitir que resulta mucho más creíble que una serie de pruebas circunstanciales contra un hombre que es un héroe nacional. Lo que está intentando hacer, doctor Hill, es comprensible. Posiblemente, si yo estuviera en su lugar y se tratara de uno de mis muchachos, haría lo mismo. Pero, asúmalo, se equivocó. Eligió usted a una manzana podrida.

—Siento mucho que no seamos capaces de verlo igual —dijo Tony mientras se ponía en pie—. Y lo siento aún más porque creo que Jacko Vance tiene retenida a otra chica ahora mismo y que podría seguir con vida. Caballeros, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Sinceramente, espero que su ceguera no le cueste la vida a Donna Doyle. Y ahora, si me disculpan, tengo trabajo.

Ninguno de los dos policías hizo intento alguno porque no se fuera. Cuando llegó a la puerta, Wharton le dijo:

—La cosa pintaría mejor para McNeill si se entregase.

—No lo creo.

Una vez en el aparcamiento, cruzó los brazos contra la ventanilla del coche y apoyó la cabeza en ellos. ¿¡Qué más tenía que hacer!? El único mando que creía en sus pruebas, por pobres que fueran, era Carol… y no tenía ninguna relación con la policía de Yorkshire Oeste. Estos iban a necesitar como prueba algo que apareciera en un programa de televisión de reconstrucciones de crímenes o leer acerca del caso en las noticias nacionales. Y eso no lo podían conseguir un psicólogo desacreditado, un par de policías inconformistas de cada uno de los extremos del país, y tres jóvenes detectives a los que parecía que los hubieran sacado de un cajón de sastre.

Había intentado razonar con esos dos policías y había fallado. Era hora de tirar los manuales a la basura. Ya lo había hecho antes… y con ello había salvado su vida. Esta vez, quizá salvase la de otra persona.

Carol se quedó de pie en la puerta de la sala del departamento, mirando, con los brazos en jarra y las manos con los puños apretados. Las noticias la habían precedido y era evidente que los dos únicos detectives que había allí estaban abatidos. Uno de ellos estaba pasando a limpio notas y el otro intentaba —sin mucha suerte— que el montón de papeles que tenía delante disminuyera. Ninguno de los dos movió más que los ojos, y fue una mirada rápida para ver quién acababa de llegar.

—¿Dónde está? —preguntó.

Ambos detectives se miraron entre sí. Parpadeaban y era evidente que, con una sola mirada, se habían entendido y habían tomado una decisión.

—¿Se refiere al sargento Taylor, señora? —preguntó el que estaba frente al teclado, sin quitar la vista de este.

—¿A quién si no? ¿Dónde está? Sé que ha estado aquí y quiero saber dónde está ahora.

—Se ha marchado en cuanto nos hemos enterado de lo de Di —dijo el otro.

—¿Y dónde creéis que está? —Carol no estaba dispuesta a retroceder ni un centímetro. No se lo podía permitir. No ya por el hecho de que no hacerlo podría suponer que su autoridad se viera mermada en el futuro, sino por ella misma. Por respetarse a sí misma. Sencillamente, no estaba dispuesta a eludir su responsabilidad; se iba a hacer cargo de la patata caliente. Pero, primero, tenía que enterarse de por qué su operación había salido tan, tan mal… y solo había una persona que podía explicárselo. Y estaba decidida a encontrarla—. ¿Dónde? ¡Vamos!

Ambos detectives intercambiaron otra mirada. Esta vez, la resignación era la tónica en ambas.

—En el Club Harbourmaster —dijo el que tecleaba.

—¿¡Está en un antro de borrachos a estas horas de la mañana!? —demandó enfadada.

—No es un bar, señora, es un club. Originariamente, era para los oficiales de los buques mercantes. Dan de comer o incluso se puede leer diferentes periódicos y tomar una taza de café. —Carol se dio la vuelta para marcharse—. Pero… Señora, no le van a dejar entrar. —Había insistencia en la voz del hombre.

La mirada que le lanzó había inducido a violadores a confesar.

—Es un club para hombres —soltó el otro detective, el más joven—. No le van permitir el paso.

—¡Pooor Dios! —explotó Carol—. ¡No quiera Dios que alteremos las costumbres locales! De acuerdo, Beckham, deja lo que estás haciendo y ve al Club Harbourmaster. Quiero que estés aquí con el sargento Taylor en media hora o no solo pediré su placa, sino también la tuya. ¿Me he explicado bien?

Beckham cerró el archivador, se puso en marcha a toda prisa y, al pasar como pudo al lado de la inspectora jefe, se disculpó apresuradamente.

—Estaré en mi despacho —le gruñó al detective que quedaba. Intentó cerrar de golpe la puerta, pero las bisagras estaban muy duras.

Se desplomó en la silla sin quitarse siquiera el impermeable. Se reprochaba de manera obsesiva lo sucedido y la sensación la tenía atenazada. Miró el lugar —ahora vacío— de la pared en el que Di Earnshaw solía ponerse durante las reuniones y recordó esa expresión de pez muerto con que la miraba, esos trajes que tan mal le sentaban y aquella nariz respingona. No habían llegado a hacerse amigas, Carol lo sabía por instinto, lo que hacía que lo que había sucedido esta noche fuera, hasta cierto punto, peor. Además de sentirse culpable por la muerte de Di Earnshaw en una operación que había diseñado ella, se sentía culpable porque la mujer no le caía especialmente bien… porque si alguien le hubiera coaccionado para que eligiera una víctima de entre los suyos… Di habría estado entre los primeros.

Carol repasó el historial del caso y se preguntó qué habría o debería haber hecho de manera diferente. ¿Cuál de las decisiones que habría tomado Di la habría llevado a acabar muerta? Lo mirase por donde lo mirase, siempre llegaba a la misma conclusión: no había estado especialmente pendiente de la operación y, además, no había sido lo bastante dura con la manera «relajada» de trabajar de los oficiales más jóvenes, cosa que la desacreditaba. Había estado demasiado ocupada jugando «al caballero de la brillante armadura» con Tony Hill. Y no era la primera vez que dejaba que su respuesta emocional hacia aquel hombre interfiriese en su juicio. Solo que esta vez, las consecuencias habían sido fatales.

El timbre del teléfono la sacó del trance de flagelación en el que estaba sumida. Lo cogió a mitad de la segunda llamada. Ni siquiera el hecho de que se sintiera tan culpable podía atrofiarle los sentidos hasta el punto de ignorar el teléfono de su propio despacho.

—Aquí la inspectora jefe Jordan.

—Jefa, soy Lee. —A Carol le pareció que su voz sonaba más alegre de lo que debiera. Aunque Di no cayera muy bien entre sus colegas, se merecía un poco más de respeto.

—¿Qué tienes? —La mujer respondió de forma brusca y giró en la silla para mirar por la ventana el muelle, desierto, recorrido únicamente por el viento.

—He encontrado su coche. Estaba aparcado al lado de uno de los dos almacenes que hay en la entrada, escondido. Jefa, ¡llevaba una grabadora! Estaba en el asiento del copiloto, así que le he pedido a uno de los chicos de tráfico que abriese el coche. Está todo en ella: el nombre, las horas, la ruta, el destino; todo. ¡Todo lo necesario para detener a Brinkley!

—Buen trabajo. —El tono era apagado. Aunque era mejor que nada, no era suficiente para minimizar su sentimiento de culpa. De alguna forma, sabía que cuando le dijera a Tony que, finalmente, tenía razón, para él tampoco sería ningún consuelo—. Tráemela.

Se giró para colgar el teléfono y se encontró con John Brandon en la puerta. Cansada, hizo el ademán de levantarse, pero el hombre hizo un gesto para indicarle que permaneciera sentada y se acomodó como pudo en una de las incómodas sillas para visitantes.

—Es un asunto feo —dijo.

—Es culpa mía —respondió Carol—. Los he dejado de la mano a sabiendas de que era una operación en la que ninguno de ellos creía. Todos pensaban que era una pérdida de tiempo y no se lo tomaban en serio. Y, ahora, Di Earnshaw está muerta. Debería haber estado encima de ellos.

—Me sorprende que no tuviera apoyo. —La frase no necesitaba la mirada de reproche del hombre para resultar suficientemente reprobatoria.

—Debería haberlo tenido —contestó Carol sin más.

—Por el bien de los dos, tuyo y mío, será mejor que puedas demostrarlo. —Por la calidez de los ojos del hombre, Carol sabía que no era una amenaza.

—No sé por qué —empezó la mujer con la mirada perdida en la madera marcada de su mesa—, pero no puedo sobreponerme, señor.

—Pues le sugiero que lo haga, inspectora jefe. —El tono de voz de Brandon se había endurecido—. Di Earnshaw no puede permitirse el lujo de no sobreponerse. Ahora, lo único que podemos hacer por ella es detener al asesino. ¿Cuándo crees que lo haréis?

La arenga del hombre la espoleó y la mujer levantó la cabeza y miró a su jefe.

—En cuanto el detective Whitbread llegue con las pruebas, señor.

—Bien. —Brandon se puso en pie—. En cuanto sepas lo que ha sucedido esta noche, ven a hablar conmigo. —Esbozó una sonrisa muy débil—. Carol, no es culpa tuya. No puedes estar de servicio veinticuatro horas al día.

Cuando se marchó el hombre, la mujer se quedó mirando la puerta. Se preguntaba cuántos años habría tardado Brandon en aprender a no sentirse culpable. Entonces, sopesó lo que sabía del hombre y se pregunto si, realmente, habría aprendido a hacerlo o si, sencillamente, habría aprendido a ocultarlo mejor.

Leon miró a su alrededor perplejo.

—Creía que Newcastle era el último lugar que quedaba en el mundo donde los hombres son hombres y las ovejas huyen despavoridas.

—¿Tienes algún problema con los restaurantes vegetarianos? —le preguntó Chris Devine gentilmente.

—Es que le gusta hacer ver que la carne se la come casi cruda —comentó Simon con una sonrisa en los labios y antes de darle unos sorbitos a su pinta temeroso del sabor que pudiera tener—. Bueno, la bebida no está mal. ¿Cómo has descubierto este lugar?

—No preguntes y no recibirás respuestas que no estás preparado para oír, muñeco. Tú, simplemente, confía en tu oficial superior, sobre todo si es una mujer. A ver, ¿qué tal lo llevamos? Yo no he conseguido nada mostrando su foto en la estación de tren. Nadie, ni en la cafetería ni en las ventanillas ni en el quiosco, recuerda haberla visto.

—Lo mismo me ha pasado en la terminal de autobús. Nada de nada. Excepto que uno de los conductores me ha preguntado si no se trataba de la chica que había desaparecido en Sunderland hace dos años. —Los tres se observaron, conscientes de la ironía.

—Yo tengo algo —soltó Leon—. He hablado con uno de los guardas de la estación de tren y me ha dicho que fuera a una cafetería a la que van todos los conductores y guardas a comer un bocadillo de beicon y a tomar una cervecita durante los descansos. Así que he ido, me he sentado con la gente que había allí y les he enseñado la foto. Uno de ellos me ha dicho que estaba casi seguro de haberla visto en el tren de Carlisle. Se acuerda porque le preguntó en dos ocasiones a qué hora llegaba el tren al apeadero de Five Walls y si llevaba algún retraso.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Chris mientras le ofrecía un cigarrillo para animarle.

—No estaba seguro, pero cree que fue la semana pasada no, la otra. —Leon no tenía que recordarles que esas fechas encajaban a la perfección con la desaparición de Donna Doyle.

—¿Dónde está Five Walls? —preguntó Simon.

—En mitad de ninguna parte a este lado de Hexham —le informó Chris—. Cerca del Muro de Adriano y, posiblemente, de otros cuatro. Y tampoco preguntes por qué lo sé, ¿entendido, muñeco?

—¿Y qué hay en Five Walls para que quisiera ir allí? —preguntó Leon mientras miraba a Chris, que se encogió de hombros.

—Solo es una suposición, pero yo diría que está cerca de la casa de campo que tiene Jacko Vance. Lugar al que, en cualquier caso, no debemos acercarnos siquiera.

—Pero podríamos ir a Five Walls —comentó Leon.

—Primero tienes que acabarte la pinta —soltó Simon.

—Deja la pinta —le ordenó la sargento—. Seguro que no fue la única que se bajó allí del tren y si vamos a preguntar puerta por puerta, es mejor que no olamos como una fábrica de cerveza. —Se puso en pie—. Venga, vamos a descubrir las maravillas de la campiña de Northumberland. ¿Habéis traído botas?

Leon y Simon intercambiaron una mirada de pánico.

—Gracias, Chris —masculló Leon con sarcasmo mientras la seguían a la calle, donde llovía ligeramente.

Alan Brinkley se estaba dando una ducha y la cascada de agua casi hervía. El jefe había decidido que los bomberos que habían combatido el violento incendio de la fábrica de pintura lo dejaran ya y los había sustituido por un equipo más pequeño que sofocaría los focos que quedaban y cuyos ojos, frescos, podrían descubrir mejor cualquier cosa significativa que hubiera entre las ruinas. Las autoridades no iban a dejar ningún cabo suelto ahora que habían encontrado el cadáver.

Cuando pensó en el cadáver, su cuerpo se convulsionó involuntariamente de pies a cabeza. A pesar del agua humeante, le castañeteaban los dientes. No tenía que pensar en el cadáver. Normal, debía comportarse normal. Pero ¿qué era normal? ¿Cómo se comportaba habitualmente cuando había un incendio de esa magnitud? ¿Qué le decía a Maureen? ¿Cuántas cervezas bebía la noche después? ¿Qué veían sus colegas en su cara?

Se desplomó contra las baldosas, por las que corría el agua, mientras las lágrimas rodaban imperceptiblemente por su cara. Daba gracias a Dios por la privacidad de la nueva estación de bomberos. En la antigua, donde aprendió todo lo que sabía, las duchas eran comunes. Ahora, nadie podía ver cómo lloraba.

No conseguía sacarse el olor de la nariz ni el sabor de la boca. Sabía que estaban solo en su imaginación, que los productos químicos de las pinturas tapaban el olor de la carne quemada, pero le parecía tan real… Ni siquiera sabía cómo se llamaba la mujer, pero sabía cómo olía y cómo sabía.

Abrió la boca y emitió un grito silencioso al tiempo que golpeaba la pared con la base de los puños. No hacía ningún ruido. Tras él, los aros que sujetaban la cortinilla de la ducha traquetearon por la barra. Se dio la vuelta poco a poco y se quedó pegado a una de las esquinas del cubículo. Ya había visto a aquel hombre y a aquella mujer antes, en otros incendios, a este lado de la cinta que ponía la policía en los escenarios de un crimen. Veía cómo se movían los labios de la mujer y oía su voz, pero era incapaz de entender lo que decía.

Pero daba igual, de pronto se dio cuenta de que aquello era lo único que podía aliviarlo. Se dejó resbalar por las baldosas y se quedó en posición fetal. De pronto, recuperó la voz y empezó a llorar como un niño.

Chris Devine estaba a pocos kilómetros de Newcastle cuando le sonó el móvil.

—Hola, soy Tony. ¿Alguna novedad? —La mujer le informó del poco éxito que habían tenido durante la mañana y él, por su parte, le contó que no había conseguido convencer a McCormick y a Wharton—. Es una pesadilla. No podemos permitirnos dar muchas vueltas más. Si Donna Doyle está viva, cada hora es importante. Creo que lo único que podemos hacer es que me enfrente a él con las pruebas que tenemos y rezar para que se asuste lo suficiente como para confesar o para hacer un movimiento incriminatorio.

—Es el tipo que mató a Shaz.

Pronunciar su nombre hizo que el dolor de su pérdida le impactase como un puñetazo. Si era capaz de ignorar el brillo que la presencia de Shaz le había dado a su vida y la oscuridad en la que la sumía su ausencia, podría superar esta situación y parecerse en algo a la Chris Devine alegre y simpática de siempre. Pero cada vez que se mencionaba aquel nombre, se quedaba sin aliento. Tenía la sospecha de que no era la única que padecía aquella reacción; lo que explicaría por qué no se hablaba abiertamente de Shaz a menudo.

—No tenía pensado ir solo. Necesito apoyo.

—¿Y Carol?

El hombre tardó en contestar.

—Carol perdió a un oficial anoche.

—¡Mierda! ¿El pirómano?

—El pirómano. Y se culpa a sí misma porque cree que estar involucrada en este otro caso ha hecho que no estuviera todo lo pendiente que debería de su verdadero deber. Es evidente que se equivoca pero, ahora mismo, no es posible que deje de lado las responsabilidades que tiene en Seaford.

—Parece que tiene más mierda en el plato de la que nadie es capaz de comer… así que olvidémonos de ella.

—Te voy a necesitar allí abajo, Chris. ¿Puedes dar la vuelta y volver a Londres? ¿Ahora?

No lo dudó ni por un segundo. Si se trataba de perseguir al hombre que había destrozado brutalmente la preciosa cara de Shaz Bowman antes de destruir su alma, Chris no iba a poner ningún inconveniente.

—De acuerdo. Aviso a los chicos y voy para allá.

—Diles que Kay va de camino. Me estaba esperando en el cuartel general de Leeds esta mañana. Voy a llamarla para decirle que vaya a la estación de Five Walls. Que se encuentre allí con Simon y con Leon.

—Menos mal, así habrá una persona con sentido común que tire de la correa de «desaforado uno» y «desaforado dos» —comentó con ironía.

—¿Están exaltados?

—No hay nada en el mundo que quieran más que patear la cabeza de Jacko Vance. Y si no pueden hacerlo, les encantaría llamar a su puerta. —Vio un cambio de sentido e indicó que iba a salir para que Simon y Leon, que la seguían, lo vieran.

—Estaba pensando en darme ese gusto yo solo.

—¡Ponte a la cola, muñeco! —dijo tras soltar una carcajada sardónica—. Te llamo en cuanto coja la A25.

Los oficiales que había en la cantina prorrumpieron en aplausos cuando Carol Jordan y Lee Whitbread entraron. Carol asintió levemente a modo de agradecimiento y Lee esgrimió una gran sonrisa. Dos cafés y dos rosquillas —pagó ella— y se fueron de nuevo al Departamento de Homicidios. Por lo menos, pasaría una hora hasta que llegase el abogado de Alan Brinkley y, hasta entonces, estaba fuera de su alcance.

Cuando iban por la mitad de las escaleras, Carol se giró y le bloqueó el paso al detective.

—¿Dónde estaba?

—No lo sé —murmuró. Era evidente que escondía algo—. Estaría en un punto ciego de radio…

—¡Y una mierda! Vamos, Lee, no es momento de falsas lealtades. Es muy probable que Di Earnshaw siguiera viva si Taylor le hubiera cubierto las espaldas, que era lo que se suponía que tenía que hacer. Podrías haber sido tú. Podrías serlo la próxima vez. Dime, ¿dónde estaba? ¿Por ahí?

—Las noches en las que coincidimos —dijo rascándose una ceja—, hacía guardia hasta medianoche; luego, llamaba y decía que iba a Corcoran’s a tomar una cerveza.

—Si lo hubiera hecho también con Di, ¿por qué iba a gritar ella pidiendo apoyo por la radio?

Lee no sabía dónde meterse. Hizo una mueca con la boca.

—No creo que se lo dijera. No era uno de los muchachos, ¿sabe?

Carol cerró los ojos unos instantes.

—¿Me estás diciendo que he perdido a uno de mis detectives por culpa del machismo tradicional de Yorkshire? —No podía creerlo.

Lee bajó la mirada y se quedó mirando el escalón en el que estaba.

—No pensábamos que esto fuera a suceder.

Carol dio media vuelta y siguió escaleras arriba. Lee la siguió. Cuando la mujer abrió la puerta con el hombro y entró en la sala de Homicidios, Tommy Taylor se puso en pie de un salto.

—Jefa.

—Para ti soy la «inspectora jefe». A mi despacho. Ahora. —Esperó a que el hombre avanzara por delante de ella—. ¿Sabes una cosa, Taylor? Me da vergüenza trabajar en el mismo departamento que tú. —De repente, los demás detectives sintieron una fascinación total por sumergirse en las tareas rutinarias que tenían ante sí.

Carol cerró la puerta de una patada.

—Ni se te ocurra sentarte —le advirtió mientras iba hasta su mesa y se dejaba caer en la silla. Para este interrogatorio, no necesitaba ayudas como sentarlo y quedarse ella de pie—. La detective Di Earnshaw yace en una camilla del depósito de cadáveres porque te has ido de copas cuando se suponía que deberías estar trabajando.

—Yo no…

—Va a haber una investigación oficial —Carol, simplemente, levantó la voz y siguió hablando—, y en ella puedes decir todas las veces que quieras que estabas en un punto ciego pero, antes de que acabes de hablar, tendré la declaración de todos los borrachos de Corcoran’s. Te voy a hundir. Estás suspendido hasta que seas expulsado definitivamente del cuerpo. Y, ahora, abandona mi departamento y mantente alejado de mis detectives.

—No pensaba que corriera ningún peligro… —comentó con patetismo.

—Nos pagan lo que nos pagan por la única razón de que siempre corremos peligro —le espetó—. Desaparece de mi vista y reza para que no te reenganchen, porque no hay un solo policía en todo el cuerpo de Yorkshire Este dispuesto a mearse en ti aunque te estuvieras quemando.

Taylor se dio la vuelta y cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado.

—¿Te sientes mejor? —musitó—. Y tú eras la que decía que nunca le iba a cargar el muerto a nadie, ¿eh?

Dejó caer la cabeza entre las manos. Sabía que la investigación iba a determinar que ella no había tenido nada que ver en lo sucedido, pero sentía que tenía las manos tan manchadas de sangre como Taylor. Y, por si fuera poco, en cuanto la identificación fuera oficial, sería ella quien tendría que darle la noticia a los padres.

Por lo menos, ya no tenía que preocuparse de Jacko Vance y de Donna Doyle. Por suerte, ahora eran problema de algún otro.

Cuando Chris Devine había sugerido lo de preguntar puerta por puerta, Simon y Leon habían pensado que se encontrarían con un pueblecito ordenado de esos que tienen dos o tres calles. Ninguno de los dos había barajado la opción de que un sencillo apeadero cubriese un área tan grande a mitad de camino entre Carlisle y Hexham. Aparte del desorden de casas que rodeaban Five Walls, había casas de campo, minifundios, granjas agrícolas que había comprado la gente de ciudad, casitas de veraneo y barrios de viviendas de protección oficial en los lugares más apartados de valles estrechos. Al final, acabaron en una oficina de turismo y compraron un mapa.

Cuando llegó Kay, se dividieron la zona entre los tres y quedaron en volver a la estación al final de la tarde. Era una tarea ingrata para todos, pero Kay tuvo más éxito que los demás. En la puerta de su casa, la gente siempre hablará más con una mujer que con un hombre. Cuando volvió a la estación, había hablado con dos personas que creían haber visto a Donna Doyle. Ambas la situaban en el tren de última hora, cuando volvían a casa, pero ninguna estaba segura del día.

También había descubierto dónde estaba el escondite de Jacko Vance. En una de las casas que había visitado vivía el hombre que le había puesto el techo nuevo de pizarra negra, hacía solo cinco años. La manera indirecta en la que Kay hablaba del tema y el hecho de que las preguntas que le había hecho acerca de Jacko Vance parecían puro cotilleo en vez de otra cosa, consiguieron que el hombre no sospechara nada. Esa noche, en el pub, lo único que les contaría a sus amigos es que las mujeres policía eran tan cotillas como las demás cuando se trataba de hablar de un famoso con una sonrisa perfecta y mucho dinero en el banco.

Para cuando los tres se reunieron, Kay había conseguido algunas hebras más de información: Vance había comprado la casa unos doce años antes, más o menos seis meses después del accidente; en aquel momento era poco más que cuatro paredes y un techo y había gastado muchísimo dinero en reconstruirla. Cuando se casó con Micky, los del pueblo habían pensado que lo utilizarían como casa de fin de semana pero, por el contrario, solo la utilizaba él y lo hacía a modo de casa de retiro, una buena base desde la que ir al hospital en el que hacía su labor de voluntariado, y nadie sabía por qué había elegido ese sitio porque no tenía en él ni raíces ni conexiones conocidas.

Leon y Simon estaba emocionadísimos con toda aquella información. Ellos no tenían mucho que ofrecer, excepto que habían hablado con un par de personas que creían haber visto a Donna. Una de ellas la situaba en el aparcamiento del apeadero y decía que había visto que subía en un coche, pero no recordaba ni el día, ni la hora ni de qué coche se trataba.

—Esto de los testigos es una tontería —comentó Leon—. Así no vamos a llegar a ninguna parte. ¡Tenemos que ir a casa de Vance!

—Tony ha dicho que ni se nos ocurra acercarnos —objetó Simon.

—Yo tampoco creo que sea buena idea —coincidió Kay.

—¿Y qué nos va a pasar? Escuchad, si recogió aquí a la chica y la llevó a su guarida, es posible que alguien de la zona lo haya visto. No podemos volver a Leeds ahora… ¡con todo lo que sabemos!

—Deberíamos llamar a Tony primero —insistió Simon.

—Vaaale —suspiró Leon mientras ponía los ojos en blanco. Su actuación fue magnífica cuando sacó el móvil y simuló que marcaba el número del psicólogo. Ninguno de los otros dos se preocupó en comprobar si, efectivamente, estaba llamándolo. Como no respondía nadie, soltó triunfante—. ¿Veis?, no lo coge. ¿Qué daño nos va a hacer llamar a su puerta? Mierda, esa chica podría seguir viva ¡y nosotros pretendemos quedarnos aquí sentados hasta Navidad! ¡Venga, tenemos que hacer algo!

Kay y Simon se miraron. Ninguno de ellos quería contradecir las órdenes de Tony pero, al mismo tiempo, estaban demasiado imbuidos e infectados por la gloria de la caza como para que les pareciera bien quedarse sin hacer nada mientras la vida de una joven podía estar en sus manos.

—De acuerdo —dijo Kay—, pero solo vamos a echar una ojeada, ¿vale?

—¡Vale! —respondió Leon entusiasmado.

—Eso espero. De verdad, eso espero —añadió Simon cansado.

Chris Devine sorbió un expreso doble y le dio una calada larga al cigarrillo con la intención de mantener alejado el cansancio. Un domingo a la hora del té, el Shepherd’s Bush estaba más apagado que un velatorio.

—Repasémoslo —le pidió a Tony.

—Voy a la casa. De acuerdo al calendario que te pasó tu amiga, se supone que Vance asistirá a un acto caritativo esta tarde en Kensington, así que no va a estar en Northumberland.

—¿Estás seguro de que no deberíamos entrar en su casa de campo primero? —lo interrumpió Chris—. Si Donna Doyle sigue viva…

—¿Y si no está allí? No creo que sea posible empezar a investigar las inmediaciones de su casa sin que los vecinos de la zona lo llamen por teléfono para avisarle. Y, si eso sucede, estamos bien jodidos. De momento, no tiene claro que le estemos pisando los talones. Lo único que sabe es que he estado metiendo la nariz en sus asuntos. Esa es la única ventaja de que disponemos. Nuestra mejor baza es la confrontación directa.

—¿Y si está su esposa? No se va a arriesgar a que oiga nada de lo que tienes que decirle acerca de Shaz.

—Si Micky y Betsy están allí, estoy seguro de que se me quitará de encima antes de que diga una sola palabra. En cierto modo, para mí es más seguro que estén ellas… porque tendré más posibilidades de salir de allí de una pieza.

—Supongo que sí. Pues será mejor que me lleves contigo —dijo tras exhalar una nube de humo.

—Voy a decirle que he estado trabajando por mi cuenta, sin que la policía lo sepa, y que tengo importantes pruebas de vídeo relacionadas con la muerte de Shaz Bowman y con las que creo que podría ayudarme. Me dejará pasar porque estoy solo y porque pensará que puede deshacerse de mí con la misma facilidad con la que se deshizo de Shaz. Al fin y al cabo, yo también estoy trabajando por mi cuenta. Luego, le muestro los vídeos y las fotografías que tenemos y lo acuso. Tú estás fuera, en el coche, con un radiotransmisor y una grabadora para recoger todo lo que se hable en la casa y que quedará registrado por el micrófono de este bolígrafo tan majo que he comprado en la carretera de Tottenham Court cuando venía hacia aquí. —Le pasó el bolígrafo por las narices a la mujer.

—¿De verdad piensas que va a confesar?

—No. —Negó con la cabeza—. Creo que, si está solo, intentará matarme. Y es entonces cuando aparecerás tú, como la caballería, ¡al rescate por encima de cualquier obstáculo! —las palabras eran humorísticas, pero el tono con el que las pronunció era sombrío.

Se miraron con gesto adusto.

—Pues vamos a ello. Vamos a darle su merecido a ese hijo de puta.

No habían tardado más de diez minutos en darse cuenta de que era imposible vigilar o acercarse a la capilla remodelada de Jacko Vance sin llamar la atención tanto como un lobo en mitad de un rebaño de ovejas.

—¡Joder! —comentó Leon.

—No creo que eligiera este lugar por casualidad —añadió Simon mientras observaba la colina inhóspita que había al otro lado del escondite.

El erial en el que se alzaba el edificio, alto y estrecho, estaba rodeado por rebaños de ovejas contenidos en cercados de alambre. A pesar de que estaba empezando a oscurecer, era evidente que no había ninguna otra casa al alcance de la vista.

—Qué raro —comentó Kay—. Normalmente, a los famosos les gusta proteger su privacidad: verjas, muros, setos. Pero este lugar debe de verse a kilómetros desde los páramos.

—Y lo mismo pasará desde la casa —dijo Leon—. Pueden verte, pero tú sabes de antemano si alguien se acerca. Fíjate en esa carretera. Los romanos no hacían las cosas porque sí, ¿eh? Si los pictos decidían venir a dar por saco, los romanos los veían en cuanto aparecían en el horizonte.

—Le gusta ese tipo de privacidad con la que, si te están espiando, queda claro que lo están haciendo —dijo Simon—. Lo que me hace pensar que esconde mucho más de lo que quiere aparentar.

—Y yo diría que deberíamos averiguar de qué se trata —añadió Leon.

Se miraron entre sí durante un buen rato. Kay negaba con la cabeza.

—No pienso tirar abajo la puerta de Jacko Vance —dijo Simon.

—¿Quién ha dicho que vayamos a tirarla abajo? —protestó Leon—. Kay, tú has hablado con el tipo que le colocó el tejado. ¿Ha comentado si alguien de la zona trabaja para él? ¿Un jardinero, una señora de la limpieza, una cocinera? Algo de eso.

—Sí, claro, como que va a tener una señora de la limpieza en la casa en la que asesina a sus víctimas —se burló Simon con desdén.

—A este tipo le gusta aparentar normalidad —respondió Leon—. Pero seguro que le excita creerse más listo que los demás. Seguro que no hay nada que le ponga más que saber que una mujer mayor de la zona limpia su casita mientras él tiene a una niña escondida y encadenada en ella. ¿Ha dicho algo el tipo, Kay?

—No ha dicho nada. Pero si alguien lo sabe, tiene que ser el vecino más cercano.

—Bueno, ¿quién sabe poner el mejor acento de Tyneside? —pregunto Leon mientras miraba directamente a Simon.

—No me parece buena idea —protestó el otro hombre pero, diez minutos después, estaba llamando a la puerta de la primera casa con la que se toparon en el páramo, una granja grande y cuadrada que miraba hacia el Muro de Adriano y estaba a menos de un kilómetro de él. Nervioso, cambiaba el peso de un pie al otro.

—Tranquilízate —le instó Kay—. Tú, enséñale la placa a toda velocidad, que nunca se paran a examinarla.

—Nos van a expulsar del cuerpo por esto —murmuró el policía entre dientes.

—Prefiero arriesgarme a que nos echen a dejar que el asesino de Shaz no pague por lo que ha hecho. —El ceño fruncido de Kay cambió a una maravillosa sonrisa en cuanto se abrió la puerta. Al otro lado, había un hombre con cara de pocos amigos. Seguro que sus ancestros pictos les daban la lata de lo lindo a los pobres romanos.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

Sacaron la placa y la cerraron al mismo tiempo. Por unos instantes, el hombre se quedó confundido y, al rato, cambió el gesto por otro no tan duro.

—Soy el detective McNeill, de la Policía de Northumbria —farfulló Simon—. Nos han informado de que han visto intrusos en las inmediaciones de la casa del señor Vance pero no podemos entrar en la propiedad y nos preguntábamos si sabe si el señor Vance tiene algún ama de llaves.

—¿Y no se lo ha dicho él? —inquirió con un acento que a Kay le resultó casi incomprensible.

—Eh… no. —Simon forzaba su acento de Newcastle—. Como es domingo, no hemos dado con él.

—Están buscando ustedes a Doreen Elliott. Sigan la carretera que lleva a la casa del Vance y giren a la derecha en la primera desviación. Su casa está al final de la cuesta. Ella se encarga de cuidar la casa. —Empezó a cerrar la puerta.

—Gracias —dijo Simon débilmente.

—Vale, vale… —Les cerró la puerta en las narices.

Media hora después, tenían las llaves de la casa de campo de Jacko Vance. Desafortunadamente, también tenían a la señora Doreen Elliott de pasajera en el coche de Kay. La mujer estaba decidida a asegurarse de que la maravillosa posesión de Jacko no sufría ningún desperfecto por culpa de policías descuidados. Kay solo esperaba, por el bien de la pobre mujer, que no encontrasen lo que pensaba que iban a encontrar al otro lado de la robusta puerta de la casa de Jacko Vance.

Al escuchar su nombre, habían abierto la puerta y, ahora, Tony seguía a pie el camino hasta la casa. A cada paso que daba, se sentía más inmerso en el personaje que había desarrollado para entrevistar a Jacko. Quería que el hombre pensase que era inseguro y que podía superarlo intelectualmente en cuanto se lo propusiera. Tomaría el control de la situación justo pareciendo el más débil de ambos. Era una estrategia arriesgada, pero sabía que podía llevarla a buen puerto.

Vance abrió la puerta, se deshizo en sonrisas y lo llamó por su nombre de pila para darle la bienvenida. Cuando lo hizo pasar, Tony puso cara de confusión.

—Qué pena, Micky acaba de irse. Va a pasar el fin de semana con unos amigos en el campo. Pero no quería perderme la oportunidad de conocerlo en persona. Evidentemente, lo vi en el programa de mi mujer el otro día y, además, me he dado cuenta de que, últimamente, acude a todos mis actos. Debería haberse acercado y haberse presentado, hombre. Podríamos haber hablado antes… y se habría ahorrado el viaje a Londres. —Era un dechado de calma y amabilidad, que era justo lo que quería transmitir con aquel tono de voz.

—En realidad, no vengo a ver a Micky; sino que vengo a hablar con usted acerca de Shaz Bowman —soltó Tony con un tono con el que pretendía parecer duro y torpe al mismo tiempo.

Vance puso cara de perplejidad unos instantes y, después, dijo:

—Ah, sí, la detective que murió de manera tan trágica. Vaya, yo pensaba que querría que habláramos de otra cosa totalmente diferente… Entonces, ¿está usted trabajando con la policía en este caso?

—Como ya expliqué en la entrevista que me hizo su esposa, que seguro que usted recuerda muy bien, yo era el responsable de la unidad a la que pertenecía Shaz; así que, como es natural, tengo un papel en la investigación. —Si se escondía tras los formalismos, Vance pensaría que no se sentía cómodo.

—Pues había oído que su papel en la investigación estaba al otro lado de la valla —dijo tras enarcar las cejas sobre aquellos ojos tan bailarines y mentirosos como los que ponía en la tele—. Que estaba respondiendo preguntas en vez de haciéndolas.

Tony se dio cuenta de que la información que tenía Vance, independientemente de cómo la hubiera conseguido, podía serle de ayuda. En cierto modo, le venía bien a la estrategia que había diseñado junto con Chris.

—Tiene buenas fuentes —respondió el psicólogo a regañadientes—, pero le puedo asegurar que, a pesar de que esté trabajando de forma independiente, sin el apoyo de la policía, pondré todas las pruebas que he encontrado hasta el momento en manos de la ley en el momento adecuado. —Ya está, ya le había hecho ver que trabajaba solo.

—¿Y qué tiene que ver conmigo todo esto? —Se apoyó de manera natural en el poste de la escalinata que subía haciendo curva hasta el piso de arriba.

—Tengo unas grabaciones de vídeo y creo que puede usted arrojar algo de luz en ellas. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Por primera vez desde que lo había saludado, Vance parecía un poco desconcertado; pero, casi inmediatamente, su gesto se aclaró y esgrimió de nuevo esa sonrisa de don Perfecto.

—Entonces, acompáñeme. En el piso de arriba tengo una habitación en la que hago pequeñas proyecciones para audiencias selectas. —Se hizo a un lado y con un movimiento grácil de su mano izquierda, le pidió que subiera las escaleras por delante de él.

Y eso es lo que hizo el psicólogo. Mientras subía, pensó que daba igual en qué habitación estuvieran, que Chris lo oiría igualmente y que si la cosa se ponía fea, le daría tiempo a venir al rescate. Bueno, al menos, eso esperaba. Se detuvo en lo alto de las escaleras y Vance le dirigió con un gesto hacia el siguiente piso.

—La primera puerta a la derecha —dijo Vance mientras llegaban a lo alto de la escalera, una zona increíblemente bien iluminada gracias a cuatro claraboyas con forma piramidal.

La habitación en la que entraron era alargada y estrecha. La pared del fondo estaba ocupada casi por completo por una pantalla. A la izquierda, atornillado al suelo, había un carrito alto con un grabador de vídeo y un proyector. Detrás, la pared estaba llena de baldas y había una mesa de edición. Tanto las baldas como la mesa estaban llenas de cintas de vídeo y latas de cinta. Además, había una especie de hamacas de cuero, montadas en unas estructuras de madera, que parecían realmente confortables.

Era la ventana lo que tendría que haber puesto nervioso a Tony. Aunque era de cristal transparente, era evidente que le habían aplicado algún tipo de capa protectora. Si el psicólogo le hubiera prestado la misma atención a la habitación que a su dueño, se habría dado cuenta de que en ella se habían tomado las mismas medidas que se tomaban en los edificios gubernamentales en los que no querían que nadie de fuera se enterase de lo que se hablaba. Aquella capa hacía que la ventana no dejase pasar las ondas de radio, lo que impedía el espionaje mediante aparatos electrónicos. Esto, junto con el recubrimiento que tenían las paredes, hacía que la habitación estuviera «aislada» del mundo exterior. Ya podía gritar todo lo que quisiera… que Chris Devine no iba a oírlo.

Chris observaba la mansión de Holland Park y se preguntaba qué coño hacer. Había dejado de recibir la voz de Tony y de Jacko. Lo último que había oído era a Jacko diciendo: «La primera puerta a la derecha». Y aquello ni siquiera era suficiente para saber en qué habitación estaban porque no sabía hacia qué lado giraba la escalera.

Al principio había pensado que le pasaba algo malo al equipo: un cable suelto, la batería floja… Durante los segundos siguientes, Chris había comprobado que todo lo que estaba en sus manos funcionaba perfectamente; pero los rollos de la cinta seguían girando sin registrar nada. Apoyó la frente en las manos e intentó determinar qué estaba pasando. Estaba claro que no había habido ni ruidos de forcejeo ni indicaciones de que Jacko hubiera descubierto el transmisor. Podría ser, incluso, que Tony lo hubiera apagado si, por ejemplo, se hubiera encontrado en un lugar en el que algún tipo de acoplamiento electrónico pudiera haberlo delatado. Vance había dicho que tenía una sala de visionado, un lugar en el que es corriente que haya equipos que producen ese tipo de interferencias.

Se estaba poniendo muy nerviosa y no le gustaba sentirse así. Podría estar pasándole cualquier cosa a Tony. Estaba en la casa de un asesino, en la casa de una persona que era probable que lo atacase.

Podía probar a llamarlo al móvil. Habían quedado que solo lo haría en caso de que fuera su última opción; y lo cierto era que no podía hacer otra cosa ante la posibilidad de que Tony hubiera entrado en una zona de silencio de radio. Buscó en el menú el número del psicólogo y pulsó «Llamar». Tras unos instantes de incertidumbre, oyó esos tres tonos tan familiares seguidos de esa calmada voz femenina tan exasperante: «Lo siento, pero el número de Vodafone al que está llamando no responde. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde».

—¡Mierda, mierda y mierda! —siseó Chris. No podía hacer otra cosa. Puede que estropease el interrogatorio y la estrategia de Tony, pero prefería eso a que Jacko matase al psicólogo por culpa de sus dudas. Salió del coche como una exhalación y corrió hacia la mansión de Vance.

Sin saber que acababa de adentrarse en una ratonera, Tony se giró hacia Vance.

—Vaya la que tiene aquí montada.

—Lo mejorcito del mercado. —Vance no pudo evitar jactarse—. Bueno, ¿qué es eso que quería que viera?

Tony le entregó la cinta y observó cómo la introducía en la máquina al tiempo que se daba cuenta de que aquí, en su propio terreno, era donde menos se notaba la discapacidad de Vance. A un jurado le costaría creer que era tan torpe como parecía cuando le ponía gasolina al coche de Shaz Bowman. Tony tomó nota mental de que, en el juicio, habría que pedirle al juez que el hombre escenificara aquella misma situación.

—Siéntese —dijo Vance.

Tony eligió una silla en la que podía ver a Vance por el rabillo del ojo. Cuando las bobinas de la cinta empezaron a dar vueltas, Vance utilizó un mando a distancia para atenuar las luces. El psicólogo, por su parte, se preparó para la siguiente parte de la confrontación. Las primeras imágenes se correspondían con la parte no mejorada de la cinta en las que se veía a Jacko disfrazado y repostando en la autopista. Cuando apenas habían pasado treinta segundos de cinta, Vance emitió un sonido desde lo más profundo de la garganta, como un gruñido. Al tiempo que avanzaba la cinta, el sonido fue aumentando de tono y de volumen y Tony se dio cuenta de que el hombre se estaba riendo.

—¿Se supone que soy yo? —soltó finalmente entre risotadas mientras miraba a Tony.

—Es usted. Lo sabe. Y yo también lo sé. Y, dentro de poco lo sabrá el resto del mundo. —Esperaba haberle dado el tono adecuado a la frase, entre bravucón y quejumbroso. Mientras Vance pensase que controlaba la situación, cabía la posibilidad de que cometiera algún fallo.

Vance volvió a concentrarse en la pantalla. Ahora, las imágenes mejoradas pasaban a cámara lenta. Para todo el que supiera qué estaba buscando, era difícil no reconocer que el parecido entre el hombre de la imagen y el que tenía el mando a distancia en la mano era mayúsculo.

—Ay, por Dios… —comentó sardónicamente—. ¿De verdad cree que alguien va a permitir que siga adelante con esto a sabiendas de lo trucadas que están las imágenes?

—Eso no es lo único —insistió Tony—. Siga mirando. Me gusta especialmente la parte en la que vuelve a Leeds para acabar el trabajo.

Vance ignoró a Tony y pulsó el botón para expulsar la cinta, la sacó del reproductor y se la lanzó, todo ello con suma gracilidad a pesar de contar únicamente con una mano.

—Yo no me muevo así —dijo con desdén—. Me avergonzaría de mí mismo si me hubiera adaptado tan mal a mi discapacidad.

—El coche y la situación eran desconocidos para usted.

—Va a tener que esforzarse más.

El psicólogo le lanzó una copia de su informe. Vance movió el brazo izquierdo como una exhalación y cogió el informe en el aire con gran precisión. Lo abrió por la primera página y le echó una ojeada. Por un momento, la piel que rodeaba sus ojos y sus labios se tensó. Tony era capaz de percibir la gran fuerza de voluntad con la que evitaba dar rienda suelta a una reacción más potente.

—Está todo ahí. Una selección de sus víctimas, fotografías con ellas, el increíble parecido de estas con Jillie, la mutilación de Barbara Fenwick… Todo apunta hacia usted.

Vance levantó su apuesto rostro mientras negaba con la cabeza, como si sintiera lástima, y dijo:

—No tiene la más mínima posibilidad. Es todo basura circunstancial. Fotografías trucadas. —Había desdén en su tono de voz—. ¿Sabe usted cuántas personas se hacen fotos conmigo a lo largo del año? Lo raro es que, estadísticamente, no asesinen a más. Está usted perdiendo el tiempo, doctor Hill. Igual que la detective Bowman antes que usted.

—No va a escapar de esta con palabras, Vance. Esto va más allá de las coincidencias. Ningún jurado le creerá.

—No hay ningún jurado que no incluya a media docena de mis admiradores. Si les explican que esto es una caza de brujas, me creerán a mí. Si vuelvo a oír una palabra a este respecto, no solo voy a echarle encima a mis abogados, sino que voy a ir a la prensa y voy a hablar de este pobre hombre, de este tristón del Ministerio del Interior que está obsesionado con mi esposa. Pero se siente engañado, claro está, como todos los pobres hombres que se enamoran de una imagen de la pantalla. El tipo piensa que por el mero hecho de haber cenado con ella, la mujer iba a caer rendida a sus pies si yo no estaba en escena. Y el hombre, el pobre hombre, está intentando cargarme una serie de asesinatos en serie que ni siquiera existen. ¿Qué le parece? En ese caso, ¿quién cree que va a acabar pareciendo idiota, doctor Hill? —Apretó el informe con el sobaco derecho y lo rasgó con la mano izquierda.

—Fue usted quien mató a Shaz Bowman. Ha matado a muchas otras chicas, pero mató a Shaz Bowman y me voy a encargar de que pague por ello. Puede romper el informe tantas veces como quiera, pero vamos a cogerlo.

—No lo creo. Si en este informe hubiera una sola prueba definitiva, habría venido usted acompañado de un grupo de agentes. Esto no es más que fantasía, doctor Hill. Necesita usted ayuda.

Antes de que Tony respondiera, una luz verde empezó a parpadear en la pared que había cerca de la puerta. Vance se adelantó hasta allí y descolgó un telefonillo.

—¿Quién es? —y se mantuvo a la escucha unos instantes—. No hace falta que pase, sargento, el doctor Hill ya se iba. —Colgó el aparato y le lanzó una mirada estudiada a Tony—. Bueno, doctor Hill, ¿se marcha o tengo que llamar a agentes de policía que sean más objetivas que la sargento Devine respecto a Shaz Bowman?

—No pienso darme por vencido —respondió mientras se ponía de pie.

—¡Y mire que mis amigos del Ministerio del Interior pensaban que tenía usted una carrera brillante por delante! —dijo después de lanzar una gran risotada—. Siga mi consejo: coja vacaciones. Olvídese de Bowman. ¡Madure! Es evidente que ha estado usted trabajando demasiado. —Pero sus ojos no reían. A pesar de su experiencia presentándole una fachada al mundo, ni Jacko Vance podía evitar que la aprensión se colase gota a gota bajó su genial máscara.

Tony se resistió a mostrar el júbilo que sentía y descendió las escaleras como si fuera un hombre atormentado por su derrota. Había conseguido casi lo que esperaba. No era exactamente el mismo objetivo que le había revelado a Chris Devine porque, en realidad, no sabía si podría llevarlo adelante. Satisfecho, Tony arrastró los pies hasta la puerta de entrada y la cruzó abatido.

La capilla había sido construida para una congregación pequeña pero muy devota. A Kay, que estaba en la puerta, le pareció que era sencilla pero que tenía unas proporciones maravillosas. La conversión a vivienda se había llevado a cabo con mucho gusto y, al mismo tiempo, no se había perdido la sensación de espacio. Vance había elegido mobiliario de líneas sencillas y despejadas, y la única ornamentación consistía en una serie de alfombras gabbeh de colores brillantes que estaban diseminadas sobre las losetas negras del suelo. Todo estaba dispuesto en un único espacio. La cocina era muy pequeña (pero tenía todo lo necesario), había una zona de comedor también pequeña y una zona de estar con dos sofás dispuestos alrededor de una mesa de pizarra negra muy bajita. Al fondo, había una especie de dormitorio elevado, debajo del cual podía verse un banco de trabajo con herramientas. Kay sintió cómo la excitación se le agarraba a las tripas mientras Simon y Leon iban de un lado para el otro de la habitación, buscando exageradamente señales del intruso ficticio.

A su lado, Doreen Elliott permanecía firme y con los brazos cruzados. Era una mujer de unos cincuenta años, baja y robusta como un obelisco achaparrado y con el rostro tan impasible como las enormes piedras del Muro de Adriano.

—¿Y quién dice que les ha informado de lo del intruso? —insistió, como celosa guardiana que era de la privacidad de Jacko Vance.

—No lo sé exactamente —respondió Kay—. Creo que la llamada provenía del teléfono de un coche. Alguien que pasaba por la zona ha visto luz dentro; como la de una linterna.

—Debe de ser una noche muy tranquila para que vengan tres detectives a encargarse de algo así. —Por el tono mordaz de la mujer, estaba claro que la policía local tenía un tanto abandonada a la gente de la zona.

—Estábamos por aquí y era más sencillo que nos desviáramos nosotros que enviar a una patrulla. Además —añadió con una sonrisa de confidencias—, cuando se trata de alguien como Jacko Vance, nos esforzamos un poco más.

—Hum. ¿Y qué creen que están buscando esos dos?

Kay observó a sus compañeros. Simon estaba analizando detenidamente el suelo, levantando la esquina de las alfombras con el pie y mirando debajo. Leon, por su parte, abría metódicamente los cajones y los armarios de la cocina en busca de cualquier pista que indicase que Donna Doyle había estado allí.

—Se aseguran de que no falta nada y de que no hay nadie escondido.

Simon acababa de darse por vencido con las alfombras y fue hacia el banco de trabajo. Kay vio que el hombre se envaraba. De hecho, empezó a caminar más despacio y ladeó la cabeza para estudiar más atentamente aquello que había llamado su atención. Se giró hacia sus compañeros y Kay vio que le brillaban los ojos como si hubiera descubierto algo.

—Parece que al señor Vance le gusta mucho la carpintería —comentó Simon mientras le hacía un gesto con la cabeza a Leon para que se acercase.

—Construye juguetes de madera para los niños del hospital —respondió la señora Elliott tan orgullosa como si se tratase de su propio hijo—. Todo lo que hace por ellos es poco. La Cruz de Jorge no es suficiente, lo que deberían darle es una medalla por todas las horas que pasa con personas que están a las puertas de la muerte. No se imaginan cuánto conforta a esa gente.

—Vaya, aquí hay material de lo más profesional —comentó Leon cuando llegó a la altura del banco de trabajo. Tenía el gesto sombrío, adusto—. Tendrías que ver este torno, Kay. Nunca había visto nada así.

—Lo necesita para sujetar la madera —comentó la señora Elliott con rotundidad—. Tal y como tiene el brazo, no podría hacer nada sin él. Dice que se trata de su «par de manos extra».

Tony siguió caminando pesadamente por el camino de la casa de Vance, con la cabeza gacha. El golpe del portazo que el presentador había dado tras él aún resonaba en sus oídos. Levantó los ojos y vio que Chris lo observaba con ansiedad. Le guiñó el ojo abiertamente y siguió manteniendo aquel lenguaje corporal de persona derrotada hasta que pasó el portalón electrónico, salió a la calle y se encontró al otro lado de los altos setos que lo escondían de la casa.

—¿¡Qué coño ha pasado ahí dentro!?

—¿Qué quieres decir? Lo estaba atrayendo a mi terreno y justo has llegado tú —protestó Tony.

—Has dejado de emitir. ¡No sabía qué coño estaba sucediendo!

—¿Cómo que he dejado de emitir?

—Que, de pronto, no se oía nada. «La primera puerta a la derecha», eso es lo último que se ha oído, después, un silencio total. Hasta donde yo sabía, podría haberte matado.

Tony frunció el ceño mientras intentaba desentrañar a qué podía deberse.

—Debe de tener la habitación protegida contra ondas electrónicas —dijo al cabo de un rato—. ¡Claro!, lo último que quiere es que alguien lo espíe. ¡No se me había ocurrido!

Chris se protegió la boca con la mano enarcada para encender un cigarrillo.

—¡Joder, no vuelvas a darme un susto así en la vida! Bueno, ¿y qué ha pasado? ¿Ha desembuchado? ¿No me digas que ha desembuchado y que no lo hemos grabado?

Tony negó con la cabeza y cruzó la calle hasta donde tenía aparcado el coche, a la vista de la mansión de Vance. Se giró y le satisfizo comprobar que el presentador los observaba desde una de las ventanas del piso de arriba.

—Corre, entra en el coche, que ahora te lo explico todo.

Arrancó el motor, se puso en marcha y dobló la esquina.

—Se ha mofado de nuestras pruebas. —Giró otra calle para llegar hasta donde había aparcado Chris su coche, a unos doscientos metros del portalón de entrada de la casa de Vance, pero fuera de su campo de visión—. Ha dejado claro que sabe que no tenemos nada contra él y que como no le deje en paz, me voy a arrepentir.

—¿Te ha amenazado de muerte?

—No, me ha amenazado con ir a los periódicos y dejarme como un idiota.

—Pues estás muy contento a sabiendas de que acabamos de gastar todos nuestros cartuchos. Pensaba que iba a confesarlo todo o a intentar matarte.

—En realidad… —Se encogió de hombros—… No esperaba que confesase. Y en cuanto a matarme, si pretendía hacerlo, no lo iba a hacer en su casa. Puede que haya convencido a McCormick y a Wharton de que no hay nada de malo en que Shaz fuera a verlo horas antes de morir, pero estoy convencido de que es consciente de que incluso ellos se verían obligados a prestarle atención al caso si me hubieran asesinado justo después de hablar con Vance. No, lo que quería era ponerlo nervioso para que empiece a preocuparse de lo bien que ha cubierto su rastro.

—¿Y eso de qué nos sirve? —Bajó la ventanilla y tiró la ceniza a la calle.

—Con un poco de suerte, hará que salga disparado hacia el lugar en el que las mata. Tiene que asegurarse de que no hay nada que pueda incriminarlo por si acaso consigo persuadir a la policía para que pida una orden de registro.

—¿Y crees que va a salir ahora mismo?

—Me apuesto lo que quieras. De acuerdo a su calendario, no tiene nada hasta la reunión de mañana a las tres; pero, después de eso, la semana se le complica terriblemente. Tiene que hacerlo cuanto antes.

—Oh, no… la A1 otra vez… —gruñó la policía.

—¿Estás preparada?

—Estoy preparada —respondió cansada—. ¿Cuál es el plan?

—Yo me voy. Ha visto cómo nos marchábamos, así que debe de pensar que no hay moros en la costa. Yo voy a ir hacia Northumberland y tú tienes que seguirlo en cuanto salga. Nos mantendremos en contacto por teléfono.

—Al menos, está oscureciendo. Con un poco de suerte, no se dará cuenta de que le siguen los mismos faros todo el rato. —Abrió la portezuela, salió y se inclinó para dirigirse al psicólogo—. No puedo creer que esté haciendo esto: bajo desde Northumberland a Londres y, ahora, vuelta para arriba… Debemos de estar locos.

—No, lo que estamos es decididos a atraparlo.

«Tiene razón», pensó Chris mientras llegaba a su coche y observaba cómo el psicólogo cambiaba de sentido en tres maniobras y volvía por donde había venido. «Dios, ya son las siete», pensó. Hasta Northumberland había entre cinco y seis horas de coche. Esperaba que no hubiera mucha acción una vez hubieran llegado, porque no le cabía duda de que estaría reventada.

Encendió la radio, buscó una cadena que ponía grandes éxitos de los años sesenta y se puso a cantar mientras esperaba. Pero no le dio tiempo ni a entonar. La puerta automática de la casa de Vance se abrió poco a poco, deslizándose hacia un lado, y el largo morro del Mercedes plateado apareció por ella.

—Menuda preciosidad —comentó la sargento al tiempo que arrancaba el motor y se incorporaba al tráfico para no perderlo de vista. Cogió la avenida Holland Park y, después, la A40. Mientras se dirigían por Acton y Ealing, Chris sintió cierta inquietud. Este no era el camino más directo para ir a Northumberland. De hecho, iba en el otro sentido… No podía creer que fuera a conducir por la desastrosa A25 y girar más tarde hacia el norte, hacia la A1.

Se mantuvo suficientemente cerca como para no perderlo en un semáforo, pero dejando en todo momento un coche entre ambos. Era una mala hora para conducir pero, al menos, las farolas ayudaban. Al rato, apareció el cartel de la A25 y Chris se preparó para tomar la entrada a pesar de que Vance no hacía nada que indicase que iba a cogerla. La sargento pensó que, probablemente, entrase en el último instante por si acaso alguien lo estaba siguiendo.

Pero el hombre no se movió y fue ella quien tuvo que hacer un cambio de carril en el último instante y pisar después el acelerador para no perder de vista las luces traseras del Mercedes. Consiguió alcanzarlo porque el hombre solo iba unos pocos kilómetros por hora por encima del límite de velocidad, como todo aquel que no quiere que lo detengan por exceso de velocidad. Cogió el teléfono y marcó el número de Tony desde la memoria.

—Tony, soy Chris. Oye, estoy en la M40, en dirección oeste, siguiendo de cerca a Jack el Chuleta. No sé adonde va pero, desde luego, no es a Northumberland.

El descubrimiento del torno hizo que la búsqueda se volviera aún más urgente. Kay sabía que todo esto le tenía que estar pareciendo muy raro a Doreen, así que intentó distraerla desesperadamente con su conversación.

—Han hecho un trabajo fascinante con la remodelación del lugar, ¿verdad?

Era evidente que había dicho las palabras mágicas. La señora Elliott se acercó a la cocina y pasó la mano por la superficie pulida de la encimera de madera.

—Fue nuestro Derek quien hizo la cocina. El señor Vance no quería que se reparara en gastos. Pidió todo lo que se puede desear, lo más moderno. —Señaló los armaritos—. Lavadora y secadora, lavaplatos, frigorífico… Todo ello, empotrado.

—Pensaba que vendría más a menudo con su esposa.

Con esto, en cambio, se había equivocado.

—Bueno. —La señora Elliott frunció el ceño—, nos dijo que lo usarían para venir los fines de semana pero, al final, ella no ha venido nunca. Cuenta de ella que es demasiado urbanita. No le gusta el campo, ¿sabe? Y es que solo tiene que verla en ese programa que tiene para comprender que nunca encajaría con la gente de la zona. No como el señor Vance.

—¿No ha venido nunca? —intentó que pareciera que la información la pillaba por sorpresa. Seguía con atención lo que hacían Simon y Leon, pero no podía dejar de vigilar las reacciones de la señora Elliott—. Intentábamos descubrir quién más tendría llave. Por razones de seguridad, ya sabe —añadió rápidamente al ver que el rostro de la mujer se endurecía.

—Aquí no la hemos visto jamás. —Soltó una sonrisita—. Lo que no quiere decir que nunca haya habido una mujer en la casa… Bueno, es normal que un hombre busque «compensaciones» si su esposa no sabe darle lo que necesita.

—Entonces, ¿lo ha visto aquí con otras mujeres? —preguntó Kay como si tal cosa.

—No, verlo de primera mano, no; pero vengo cada quince días para limpiar la casa y ha habido un par de ocasiones en las que, al descargar el lavaplatos, he visto copas con marcas de carmín. Con esas máquinas no siempre se quita bien, ¿sabe? Así que si sumas dos y dos… imagino que tiene alguna «amiguita». Ahora bien, él sabe que puede confiar en que nosotros mantendremos la boca cerrada.

«Porque nunca te lo ha preguntado nadie», pensó Kay cínicamente.

—Claro, como usted dice, si su mujer no quiere venir…

—Esto es un palacio. —Era evidente que la mujer debía de estar comparándolo con la cocina sombría de su propia casa—. Y, ¿sabe qué?, le apuesto lo que quiera a que es la única casa de todo Northumberland que tiene un refugio nuclear.

Aquellas últimas palabras cayeron como una bomba.

—¿Un refugio nuclear? —preguntó Kay débilmente.

Simon y Leon se quedaron parados donde estaban, como perros de caza señalando la presa. La mujer confundió la quietud de la sorpresa con duda.

—Sí, claro, justo debajo de nuestros pies. ¿Para qué me iba a inventar una cosa así?

Chris acababa de colgarle el teléfono a Tony cuando vio que los intermitentes traseros del Mercedes marcaban que Vance iba a tomar la siguiente vía de salida. La sargento lo siguió, pero esperó al último instante para meterse. Entonces, empezaron a subir hacia el norte pero, a unos tres kilómetros de la autopista, Vance señaló que se metía a la izquierda. Una vez tomaron la salida, Chris vio algo que hizo que redujera la velocidad y que empezase a lanzar juramentos como si fuera un hincha de fútbol. Apagó las luces, excepto las de posición, y condujo con cuidado por la estrecha calzada. Tomó una curva a la izquierda y allí estaba el destino de Vance.

El aeródromo privado estaba completamente iluminado. En una tira de asfalto, Chris vio una docena de aviones pequeños aparcados frente a cuatro hangares. Vio cómo los faros del Mercedes cortaban la oscuridad con forma de conos gemelos mientras rodeaba el perímetro y cómo eran devorados por el resto de la luz cuando se acercó a uno de los aviones. El piloto bajó de la cabina y lo saludó con la mano. Vance salió del coche, caminó hasta el avión y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Mierda puta… —soltó Chris. Por segunda vez en cosa de una hora, no sabía qué hacer. Era posible que Vance hubiera pedido que le prepararan el vuelo a Northumberland a sabiendas de que quizá lo siguieran. O que su idea fuera huir del país… Un vuelo rápido para cruzar el Canal hasta las fronteras abiertas de Europa y, por la mañana, podría estar en cualquier lado. No sabía si realizar una intervención de película o dejar que despegara.

Era una apuesta que tenía que hacer y de la que no quería ser responsable. Observó atentamente el aeródromo y vio que había una pequeña torre de control junto al hangar más alejado. Luego, vio que Vance y el piloto se metían en el avión. Segundos después, las hélices empezaron a girar.

—Mierda puta… —Puso en marcha el motor.

Aceleró, entró en el aeródromo y se dirigió hacia la torre de control. Llegó justo cuando el avión entraba en la pista de despegue. Entró apresuradamente y el hombre que estaba en la sala de mandos se quedó sorprendido. La sargento le puso la placa en las narices.

—El avión de la pista, ¿tiene itinerario de vuelo?

—S-sí, sí, claro —tartamudeó el hombre—. Va a Newcastle. ¿Hay algún problema? Es decir… puedo pedirle que aborte el despegue. Nosotros siempre colaboramos con la policía…

—No, no hay ningún problema —respondió con tono grave—. Sencillamente, olvide que me ha visto siquiera, ¿entendido? Y nada de mensajitos de radio para contar lo que ha pasado, ¿entendido?

—No… ¡es decir, sí! Lo que usted diga, oficial. Nada de mensajes.

—Bueno, para asegurarme… —La mujer cogió una silla y le lanzó una sonrisa depredadora con la que conseguía sacarles confesiones a hombres de lo más duros—… Voy a quedarme aquí —sacó el móvil y llamó a Tony—. Soy la sargento Devine. El sujeto está a bordo de un avión privado que vuela a Newcastle. A partir de aquí, va a tener que encargarse usted. Le sugiero que organice un comité de bienvenida con las tropas que tenemos en destino. ¿Entendido?

Tony, sorprendido por la manera de hablar de la mujer, siguió atento a las luces que había por delante de él en la autopista y dijo:

—No jodas… ¿un avión? Tengo la sensación de que no puedes hablar con libertad.

—Correcto. Voy a quedarme en la torre de control para asegurarme de que el sujeto no recibe ningún tipo de advertencia.

—Pregúntale cuánto se tarda a Newcastle.

Se oyó una conversación apagada y, al rato, Chris volvía a estar al teléfono.

—Dice que vuelan en un Azteca y que debería tardar entre dos horas y media y tres. A usted no le da tiempo.

—Haré lo que pueda. Muchísimas gracias, Chris.

Colgó el teléfono y siguió conduciendo mecánicamente. Así que entre dos horas y media y tres… Luego, tendría que ir hasta Five Walls bien en taxi, bien en un coche alquilado, cosa que no le resultaría fácil a las diez de la noche de un domingo. Aun así, Chris tenía razón, no llegaría al escondite de Vance antes que él.

—Y por eso lo ha hecho —dijo en alto.

Vance no era idiota. Seguramente, supiera que Tony estaba al tanto de que tenía otra casa y quisiera ir en cuanto las cosas se calmasen un poco. Con lo que Vance no había contado es con que ya tenía tres agentes de policía en Northumberland. Al menos, esperaba que siguieran haciendo interrogatorios por la zona… ya que nadie les había dicho lo contrario. Ahora que lo pensaba, no había tenido noticias suyas desde el mediodía, cuando Simon lo había llamado para decirle que iban a empezar a preguntar puerta por puerta si alguien había visto a Donna Doyle.

Pero eso no era suficiente. Ninguno de los tres tenía cargo, ninguno de ellos pertenecía a la policía de la zona y ninguno de ellos tenía experiencia dando órdenes. Dudarían, no sabrían cuándo o cómo retar a Vance. No sabrían cuándo tirar y cuándo aflojar. Iban a necesitar mucho más de lo que ninguno de ellos podía ofrecer… Y solo había una persona que pudiera llegar a tiempo para dirigirlos.

Respondió al segundo tono.

—Aquí la inspectora jefe Jordan.

—Carol, soy Tony. ¿Qué tal lo llevas?

—No muy bien. No sabes cuánto agradezco el contacto humano. Me siento como una leprosa. Los de infantería me han dado de lado porque creen que, en parte, soy responsable de la muerte de Di Earnshaw. John Brandon se mantiene al margen porque va a haber una investigación y no puede parecer que podría influenciar en la misma. Y tampoco me dejan interrogar a Alan Brinkley porque consideran que podría comprometer el interrogatorio por razones personales. Y he de confesarte que, después de darles la noticia del fallecimiento a sus padres, considero que el método que tenían los antiguos griegos para enfrentarse a las malas noticias tendría que haber sido un alivio para el mensajero en muchas ocasiones.

—Lo siento. Imagino que te arrepentirás de que te implicara en todo este asunto de Jacko Vance.

—Ni mucho menos —respondió firmemente—. Alguien tiene que parar a Vance y nadie más quería hacerte caso. Lo que ha pasado aquí no es culpa tuya; era responsabilidad mía. No debería haber ordenado una vigilancia precaria. Sabía que tenías razón y debería haber defendido esa convicción y pedido más gente para hacer el trabajo de manera adecuada en vez de establecer turnos de una sola persona. Si lo hubiera hecho, Di Earnshaw seguiría viva.

—Eso tampoco lo sabes. Podría haber sucedido cualquier cosa. Su compañero podría haber ido a mear en el momento crucial o se podrían haber separado para rodear el edificio. Si hay que culpar a alguien, es al sargento. No solo tenían que cuidar el uno del otro, sino que era su superior inmediato. Le debía el deber de diligencia y le falló.

—¿Y qué pasa con mi deber de diligencia?

—Carol, tienes que relajarte —dijo mientras negaba con la cabeza.

—No puedo. Pero ya es suficiente. ¿Dónde estás? ¿Qué ha sucedido con Vance?

—Estoy en la A1. Ha sido un día difícil. —Puso al corriente a la mujer mientras conducía mecánicamente por el carril lento, sin pensar en otra cosa que en Carol, en el tráfico y en lo que le contaba.

—Así que ahora está en algún punto entre Londres y Newcastle.

—Así es.

—No vas a llegar a tiempo, ¿verdad?

—No.

—Pero yo sí…

—Posiblemente… sobre todo si pusieras la lucecita azul. Me gustaría pedírtelo, pero…

—Aquí no tengo nada que hacer. No tengo trabajo y nadie va a llamar a la inspectora jefe leprosa esta noche. Es mejor que quedarme aquí sentada, compadeciéndome de mí misma. Te llamaré cuando esté cerca de Newcastle para que me indiques cómo llegar. —Su voz era más fuerte y firme que al principio de la llamada. Aunque Tony hubiera querido quitárselo de la cabeza en un momento dado, no habría podido. Era, exactamente, como él creía que era: una mujer que nunca recularía ante un reto.

—Gracias —respondió sencillamente.

—Venga, que estamos perdiendo el tiempo. —Cortó la comunicación de golpe.

La habilidad de Tony era ser capaz de crear empatía en situaciones como esta. Entendía perfectamente por lo que estaba pasando Carol. Había muy pocas personas que experimentasen la sensación de responsabilidad por la muerte de un ser humano. Todo aquello que Carol había tenido claro en la vida, de repente, se había convertido en un terreno pantanoso y nadie que no hubiera pasado por una situación similar podía ayudarla a volver a tierra firme. Pero él la entendía y se preocupaba lo suficiente por aquella mujer como para intentarlo. Sospechaba que la llamada que acababa de hacerle era, sin haberlo pretendido, el primer paso en la dirección adecuada hacia la recuperación. Tony, camino del norte, observando las luces rojas del túnel en el que se metía, esperó que así fuera.

Ahora bien, en lo que respectaba a la entrada del refugio subterráneo, la señora Elliott no estaba tan segura del lugar exacto en el que se encontraba.

—Está en algún lugar bajo las losetas. Trajo a un par de tipos de Newcastle para que se lo instalaran de manera que no pudiera verse a simple vista.

Los tres agentes de policía analizaban las losas de un metro por un metro, frustrados. Entonces, Simon preguntó:

—Y si no puedes verlo, ¿cómo se entra?

—Derek nos contó que habían instalado un motor eléctrico.

—Entonces, si hay un motor, habrá un interruptor —murmuró Leon—. Sim, tú empieza a la derecha de la puerta; y tú, Kay, a la izquierda. Yo me encargo de mirar en el dormitorio.

Los dos hombres empezaron a pulsar interruptores, pero Kay no pudo hacerlo porque la señora Elliott lo cogió de la manga:

—¿Para qué necesitan encontrar el refugio? Creía que habían dicho que les habían informado de que había un intruso. No va a estar ahí abajo.

—Cuando se trata de una celebridad como Jacko Vance —Kay desplegó la mejor de sus sonrisas—… Toda precaución es poca. Un intruso puede ser mucho más peligroso que un ladrón. Si, por ejemplo, alguien lo está acechando, podría esconderse ahí abajo y esperar a que viniera. Así que tenemos que tomarnos esto con gran seriedad. —Puso su mano sobre la de la mujer—. Será mejor que esperemos fuera.

—¿Por qué?

—Si hay alguien ahí abajo, podría ser peligroso. —Crispó un poco la sonrisa. Kay sabía que si Donna Doyle estaba encerrada en el sótano, verlo sería algo que le produciría pesadillas durante el resto de la vida incluso a la estólida Doreen Elliott—. Nuestro deber consiste en proteger a la gente, ¿entiende? ¿Qué cree que diría mi jefe si permitiera que alguien la tomara a usted de rehén con un cuchillo?

La señora Elliott lanzó una última mirada a Simon y a Leon, que no dejaban de encender y apagar interruptores, y dejó que Kay la guiase hasta el pequeño porche.

—Entonces, ¿creen que se trata de un acosador? ¿Aquí? —preguntó ávidamente.

—No tendría por qué tratarse de alguien de la zona. Esas personas son obsesivas. Pueden seguir a un famoso durante semanas… meses. Y apuntan cada detalle de su vida y de sus movimientos habituales. ¿Ha visto a algún desconocido por aquí últimamente?

—Bueno… aquí vienen turistas y excursionistas pero, normalmente, solamente vienen a ver el Muro. No suelen quedarse.

A Kay le sonó el teléfono.

—¿Me disculpa? Solo será un momento. —Entró en la capilla para hablar—. ¿Diga?

—Kay, soy Tony. ¿Dónde estáis?

«Mierda —pensó la mujer—. ¿Por qué a mí? ¿Por qué no habrá llamado a Leon?».

—Esto… estamos en Northumberland… en casa de Jacko Vance. —Simon la miró pero ella le hizo un gesto para que siguiera con la búsqueda.

—¿¡Cómo dices!? —exclamó Tony indignado.

—Sé que nos dijiste que esperásemos, pero no dejábamos de pensar en Donna Doyle…

—¿Habéis forzado la cerradura?

—No, hemos entrado legalmente. Le hemos pedido que nos abriera a una mujer de la zona. Le hemos dicho que nos habían informado de que podía haber un intruso y nos ha dejado entrar.

—Bueno, pues más vale que salgáis de ahí cuanto antes.

—Tony, podría estar aquí. El lugar tiene un sótano sellado. Vance les dijo a los constructores que quería un refugio nuclear.

—¿Un refugio nuclear? —Su incredulidad era palpable.

—La casa se hizo hace unos doce años, la gente todavía creía que Rusia nos iba a fundir… —le recordó la mujer lastimosamente—. La cuestión es que podría estar aquí abajo y no la oiríamos ni aunque estuviéramos justo encima. Tenemos que encontrar la puerta.

—No, tenéis que salir de ahí. Vance va de camino. Va en avión privado. Es muy probable que vaya para asegurarse de que no hay ningún cabo suelto. Kay, tenemos que pillarlo con las manos en la masa. Tenemos que vigilar la casa y esperar a que baje ahí… a una escena del crimen no contaminada…

Mientras el hombre hablaba, Kay observó, fascinada, cómo el suelo se movía a unos centímetros de ella. Silenciosamente, una sola losa se levantó como respuesta al contacto de uno de los interruptores que había pulsado Simon. Del interior del lugar salió un aire fétido y Kay se tapó la nariz con la mano. Cuando consiguió recuperarse, le dijo a Tony:

—Ya es tarde, hemos encontrado la puerta.

Simon no tardó en llegar a la abertura del suelo y, nada más mirar hacia abajo, vio que había una escalera de piedra. Encontró a tientas un interruptor y, cuando lo encendió, la luz inundó el lugar. Tardó un buen rato en volverse hacia Kay. Tenía la cara verde.

—Si es Tony, será mejor que le digas que también hemos encontrado a Donna Doyle.

Tamborileó con los dedos suavemente en el reposabrazos del asiento. Era el único movimiento de un cuerpo quieto como el de un león listo para abalanzarse sobre su presa. Ni siquiera se había agarrado mientras atravesaban las turbulencias por las que el bimotor pasaba de vez en cuando; sencillamente, dejaba que su cuerpo se moviese de un lado para el otro con el traqueteo. Antes, se mordía las uñas de la mano derecha cuando estaba nervioso; sin embargo, perder el brazo había sido una solución un tanto radical para curarle aquel mal hábito. Le encantaba explicar eso en público. En esos momentos, en cambio, había aprendido a estar calmado porque había llegado a la conclusión de que los tics nerviosos no conseguían que las cosas sucedieran ni más rápidamente ni de forma más sencilla. Además, la calma ponía nerviosos a los demás.

El tono de los motores cambió cuando el piloto se preparó para aterrizar. Jacko miró por la ventanilla y observó cómo se difuminaba la luz de las farolas debido a la fina lluvia que caía. Seguro que Tony Hill se iba a llevar un buen chasco. Era imposible que llegase antes que un avión. Y, gracias a sus discretas averiguaciones, sabía que no tenía apoyo; cosa que corroboraba tanto lo que le había dicho Micky como lo que le acababa de admitir el propio Tony.

Las ruedas tocaron la pista de aterrizaje y la sacudida lo lanzó hacia delante, pero el cinturón de seguridad lo mantuvo en su sitio. Un pequeño viraje, una corrección, y ya estaban de camino hacia el hangar. El avión apenas se había detenido cuando Jacko abrió la puerta, saltó al asfalto de la pista y empezó a buscar la forma familiar de su Land Rover. Sam Foxwell y su hermano siempre estaban dispuestos a llevarse las veinte libras que les pagaba cada vez que necesitaba que le acercasen el coche al aeropuerto; y cuando los había llamado desde el Mercedes, le habían prometido que se lo llevarían.

Pero no lo veía y sintió un temblor de pánico. ¡No podía ser que lo hubieran dejado colgado! ¡Esta noche no! El piloto lo sacó de sus pensamientos al señalar una zona cubierta de sombras junto al hangar.

—Si estás buscando el coche, creo que lo he visto allí mientras aterrizábamos.

—Gracias. —Jacko metió la mano al bolsillo, sacó la billetera y le puso un billete de veinte en la mano—. Para que te tomes algo a mi salud. Nos vemos pronto, Keith.

Mientras conducía a toda velocidad por las estrechas carreteras secundarias de Northumberland, que era la manera más rápida de llegar al lugar que consideraba su verdadero hogar, repasó lo que tenía que hacer en el par de horas que le quedarían antes de que llegara Tony Hill. Primero, ver si la zorra estaba viva y, de ser así, asegurarse de que dejase de estarlo. Luego, cortarla con la motosierra, meterla en la bolsa… ¡y al Land Rover! Una vez hecho eso, tendría que limpiar el sótano con el chorro de alta presión y salir a toda prisa hacia el hospital. ¿Le daría tiempo? ¿O sería mejor que, sencillamente, desconectase el motor que abría la puerta del sótano? Al fin y al cabo, era imposible que Tony supiera lo del sótano y la policía local no iba a empezar a buscar por todos lados porque el psicólogo se lo pidiera; y menos cuando eso suponía ofender a un contribuyente local como Jacko Vance. Además, ni siquiera tenía la seguridad de que Tony Hill fuera a ir hasta allí.

Quizá debería asegurarse de que estaba muerta y dejar lo de la limpieza para otro momento. De hecho, le resultaría toda una delicia que Tony Hill viniese a su casa y estuviera a escasos metros de donde yacía su última víctima. Hizo un gesto de desagrado. Donna Doyle iba a tener que ser su última víctima durante un tiempo. ¡Puto psicólogo! No debería haber metido tanto la nariz en sus asuntos. Pero bueno, tenía planes para él. Un día, cuando la cosa se hubiera calmado por completo y el doctor se hubiera resignado a pensar que había fallado, pondría su plan en marcha y haría que el tipo se arrepintiese hasta tal punto de meterse donde no le llamaban… que nunca volvería a hacerlo.

La luz de los faros fue cortando la oscuridad del campo hasta que iluminó la colina en la que estaba su santuario. Donde no debería haber habido otra cosa que negrura, había muchas luces que se derramaban por el páramo y el caminito que llevaba a su casa. Jacko pisó a fondo el freno y el Land Rover chilló mientras se detenía bruscamente. «¡Pero ¿qué cojones…?!».

Allí sentado, con la mente trabajando a toda velocidad y la adrenalina bombeando de lo lindo, un par de faros con las largas puestas le iluminaron por detrás. El coche se colocó en ángulo en mitad de la carretera para que el Land Rover no pudiera dar marcha atrás. Poco a poco, Vance levantó el pie del freno y condujo a velocidad moderada hasta la casa. Las luces de atrás cambiaron y lo siguieron de cerca. Mientras se acercaba a la capilla, vio un segundo coche aparcado en diagonal al lado de la entrada, bloqueando la salida de la carretera.

Vance condujo hasta su propiedad. El miedo se le había cogido al estómago y no le dejaba pensar. Cuando se paró, bajó del vehículo de un salto y, representando el papel del dueño enfurecido, se enfrentó al joven negro que había en la puerta de su casa.

—¿¡Qué está pasando aquí!?

—Me temo que voy a tener que pedirle que espere fuera, señor —respondió Leon con deferencia.

—¿¡Cómo dice!? ¡Esta es mi casa! ¿¡Acaso han entrado a robar!? ¿¡Qué está pasando!? ¿¡Y quién es usted!?

—Soy el detective Leon Jackson, de la Policía Metropolitana. —Sacó la placa para que el hombre la viera bien.

—Está usted muy lejos de su comisaría. —Vance, ahora, era todo encanto.

—Estoy aquí por una investigación, señor. Es fascinante adónde nos puede llevar hoy en día una sencilla línea de investigación gracias a las comunicaciones electrónicas y a las eficientes rutas de carreteras. —El tono de Leon era impasible, pero no dejaba de mirar a Vance.

—Mire, es evidente que sabe quién soy. Esta es mi casa. Puede, al menos, ¿decirme qué cojones ha pasado?

Se oyó un bocinazo y Vance se giró. Se trataba del mismo coche que lo había seguido colina abajo que, ahora, bloqueaba la carretera en el otro sentido. Estaba completamente rodeado. Joder, esperaba que esa zorra estuviera muerta. Del coche salió otro hombre joven y se acercó a él por la gravilla.

—¿Usted también es de la Policía Metropolitana? —preguntó Vance mientras se esforzaba por mantener el tono encantador.

—No —respondió Simon—. Yo provengo de Strathclyde.

—¿Strathclyde? —Vance estaba confundido. Sí, hacía años se había cargado a una londinense, pero nunca había matado a ninguna escocesa… Es que odiaba aquel acento; le recordaba a Jimmy Linden y a todo lo que aquel hombre representaba. Así que, si había un policía de Escocia, no debía de tratarse de las chicas. «Bueno, todo va a ir bien— se dijo. —Seguro que salgo de esta».

—Eso es, señor. El detective Jackson y yo hemos estado trabajando en diferentes aspectos de un mismo caso. Estábamos por la zona y un motorista que pasaba por aquí ha informado de que ha visto un intruso; así que hemos decidido venir a echar un vistazo.

—Encomiable, agentes. ¿Puedo entrar para ver si han roto o robado algo? —intentó rodear a Leon, pero el policía fue más rápido: extendió el brazo y le bloqueó el paso mientras negaba con la cabeza.

—Me temo que no puede pasar, señor; se trata de la escena de un crimen. Tenemos que asegurarnos de que nadie la contamina.

—¿La escena de un crimen? ¿¡Qué cojones ha pasado!?

«Preocupado, intenta parecer preocupado —se advirtió—. Esta es tu casa, tú eres inocente y simplemente quieres saber lo que ha sucedido en tu propiedad».

—Me temo que ha habido una muerte en circunstancias sospechosas —respondió Simon con frialdad.

Jacko se obligó a dar un paso atrás de forma que pareciera involuntario y se llevó las manos a la cara para asegurarse de que los policías no detectaban ningún signo de alivio en ella. ¡Estaba muerta, aleluya! Una muerta no puede testificar. Puso expresión de nerviosismo y preocupación y levantó la vista.

—P-pero eso es terrible… ¿Una muerte? ¿Aquí? ¿C-cómo es posible? Es… mi casa. Aquí no viene nadie más que yo. ¿Cómo puede haber un muerto dentro?

—Eso es lo que intentamos averiguar, señor —respondió Leon.

—¿Y quién es? ¿Un ladrón? ¿Quién?

—No, señor, no creemos que se trate de un ladrón —contestó Simon mientras intentaba contener la ira que le producía estar cara a cara con el asesino de Shaz que, además, intentaba hacer ver que no sabía nada de la pobre masa putrefacta que había en su sótano.

—Pero… si la única persona que tiene llave es la señora Elliot. Doreen Elliott, la de la granja Dene. ¿No… no será ella?

—No, señor. La señora Elliott está perfectamente. Ha sido ella quien nos ha dejado entrar en su propiedad y nos ha dado permiso para buscar. Una de nuestras colegas la ha llevado a casa. —El negro le mantuvo la mirada de tal manera mientras decía aquello que Jacko sintió verdadero miedo. Entre lo que había dicho y la advertencia implícita que llevaban aquellas palabras, Jacko se dio cuenta de que su primera línea de defensa se acababa de ir al garete… no se trataba de una entrada y una búsqueda ilegales.

—¡Gracias a Dios! ¿Y de quién se trata?

—No podemos especular, señor.

—Pero, al menos, podrán decirme si es un hombre o una mujer, ¿no?

A Simon se le encresparon los labios. No aguantaba más.

—Como si no lo supiera. —Su tono de voz estaba cargado de enfado contenido—. ¿De verdad piensa que somos tan imbéciles? —Se dio la vuelta y crispó las manos en puños.

—¿¡De qué está hablando!? —demandó Jacko mientras adoptaba el papel del testigo inocente que siente que están a punto de cargarle el muerto de otro.

—Dígamelo usted —respondió de mala hostia Leon mientras se encogía de hombros y encendía un cigarrillo—. ¡Estupendo! —dijo mientras miraba por encima del hombro de Vance—. ¡Ahí llega la caballería!

Al poco rato, un coche aparcó detrás del de Simon y de él salió una mujer. A Jacko no le pareció que a aquella mujer pudiera considerársela la caballería porque no debería de tener más de treinta años. Incluso con aquel enorme impermeable, era evidente que la mujer estaba delgada, era guapa y tenía el pelo rubio, corto y despuntado.

—Buenas noches, caballeros —dijo abruptamente—. Señor Vance, soy la inspectora jefe Carol Jordan. ¿Me disculpa unos instantes mientras hablo con uno de mis colegas? Leon, ¿puedes hacerle compañía al señor Vance durante unos minutos? Quiero echar una ojeada dentro. Simon, acompáñame.

Antes de que le diera tiempo a decir nada, la mujer se había llevado al poli escocés al interior de su casa y había abierto la puerta tan poco para entrar que no había podido ver qué sucedía dentro.

—No entiendo qué pasa —insistió Jacko—. ¿No debería haber forenses y agentes de uniforme?

—La vida no es como se ve en la tele. —Volvió a encogerse de hombros. Siguió fumando hasta que llegó al filtro, tiró el cigarrillo en el mismo porche y lo apagó con el pie.

—¿Le importa? —dijo Jacko mientras señalaba el cigarrillo—. Es el umbral de mi casa. Que hayan matado a alguien dentro no quiere decir que la policía tenga derecho a ensuciarla a placer.

—Sinceramente, señor, creo que, ahora mismo —Leon enarcó una ceja—, ese es el menor de sus problemas.

—¡Esto es escandaloso!

—A mí, lo que me parece escandaloso es una muerte como la que hemos encontrado aquí.

La puerta volvió a abrirse solamente unos centímetros y Carol y Simon salieron de la casa. La mujer tenía una expresión grave y parecía que el hombre estuviera ligeramente mareado. «Bien —pensó Jacko—. Esa zorra no se merecía morir siendo guapa».

—Inspectora jefe Jordan, ¿cuándo me va a decir alguien lo que está pasando?

Había estado tan ocupado fijándose en ella que no se había percatado de que ambos hombres se habían puesto a cada uno de sus lados. Carol lo miró fijamente a los ojos, la fría mirada de sus ojos azules era todo un reto para la de Jacko.

—Jacko Vance, queda usted arrestado como sospechoso de asesinato. Tiene derecho a guardar silencio, pero le advierto de que cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra en un juicio.

Jacko no podía creer lo que estaba escuchando y se sorprendió cuando Simon y Leon lo sujetaron. Antes de que se hubiera dado cuenta realmente de que aquella mujer lo estaba arrestando y de que aquellos dos idiotas le estaban poniendo las manos encima, sintió unas esposas de acero en su muñeca izquierda. Se recuperó cuando los hombres empezaron a llevarlo hacia el Land Rover. Se revolvió de manera desesperada con la intención de zafarse de ellos por la fuerza, pero se desequilibró y empezó a caer de bruces.

—¡No dejéis que se caiga! —gritó Carol.

De alguna manera, Leon consiguió ponerse debajo de Vance antes de que llegara al suelo. Simon, de pie, lo sujetaba fuertemente por las esposas y tiraba hacia atrás del brazo del presentador, que chilló de dolor.

—¡Alégrame el día, caraculo! —le gritó Simon—. ¡Dame una sola razón para que te dé un poco de la medicina que le diste a Shaz! —Tiró de él hacia arriba hasta que el hombre se enderezó.

Leon se puso de pie con algo de dificultad y le pegó un empujón en el pecho a Vance.

—¿Sabes qué es lo que me gustaría a mí? Que intentaras salir por piernas. Eso me gustaría la hostia porque, entonces, tendría una excusa para pegarte una buena tunda, ¡saco de mierda! —Le pegó otro empujón en el pecho—. ¡Venga, joder, hazlo! ¡Venga, hazlo!

Jacko se tambaleó hacia atrás tanto para escapar del veneno de las palabras de Leon como para aligerar la tensión que sentía en el brazo. Lo apoyaron bruscamente contra el Land Rover y el golpe produjo un ruido sordo. Simon le bajó el brazo y cerró el otro extremo de las esposas a la defensa del parachoques delantero. Luego, tomó aire y le escupió a Vance en la cara. Cuando se dio la vuelta, Carol vio que tenía lágrimas en los ojos.

—No va a ir a ninguna parte —graznó Simon.

—Te vas a arrepentir de esto —le soltó Jacko con un tono de voz grave y aterrador.

Carol se acercó a Simon y le puso la mano en el brazo.

—Ya está, Simon, lo has hecho muy bien. Y, ahora, a menos que alguien tenga otra idea, será mejor que llamemos a la policía.

Tony pensó que había algo común a todas las comisarías de policía. En las cantinas nunca servían ensalada; las zonas comunes de espera siempre olían a cigarrillos a pesar de que hacía años que estaba prohibido fumar; y la decoración no variaba. Cuando miró en derredor en la sala de interrogatorio de la comisaría de Hexham, a las tres de la mañana, se dio cuenta de que podría estar en cualquier lugar desde Penzance a Perth. Justo cuando terminaba de tener aquel pensamiento tan poco halagüeño, se abrió la puerta y Carol entró con dos tazas de café.

—Fuerte, solo y de cafetera, aunque hecho la semana pasada —dijo la mujer mientras se dejaba caer en la silla de enfrente.

—¿Qué sucede?

—¡Buf! Sigue gritando que se trata de un arresto ilegal. Acabo de explicarle nuevamente por qué le hemos detenido.

—¿Y qué le has dicho? —preguntó al tiempo que removía el café y se fijaba en las ojeras de la mujer.

—Mientras hacían preguntas puerta por puerta, a los chicos los han informado de que había un posible intruso en su casa. Han decidido que sería más rápido ir a investigar ellos que dar un aviso… y más aún cuando tenemos el convenio de cooperación entre las diferentes comisarías. Así que han preguntado si había algún ama de llaves o algo parecido y han ido a buscarla. La mujer los ha dejado entrar y les ha dado permiso para buscar —recitó Carol. Luego, se recostó en la silla y dejó la mirada perdida en el techo—. Como estaban preocupados por la posible existencia de un acosador, han abierto el sótano y allí han encontrado el cadáver de una mujer joven de raza blanca que responde a la descripción de Donna Doyle y que sabían que se encontraba en la lista de personas desaparecidas. Como el señor Vance es la única persona que frecuenta la casa, estaba claro que debía ser considerado sospechoso en un caso evidente de muerte en circunstancias dudosas. Yo he estimado que existía riesgo de fuga porque estaba en la escena del crimen con un vehículo capaz de ir campo a través y, por tanto, de escapar en caso de persecución.

»Aunque mi autoridad no se extiende a la Fuerza de Policía de Northumbria, tengo autorización para llevar a cabo arrestos ciudadanos. Me ha parecido más adecuado detener al señor Vance, para lo que se le ha causado el menor malestar, que dejarlo en libertad y que cualquier movimiento que hiciera hacia su vehículo hubiera producido una respuesta desproporcionada por parte de los agentes con los que estaba colaborando. De hecho, esposarlo a su propio Land Rover ha sido por su propio bien. —Para cuando acabó su recital, ambos sonreían—. Pero bueno, en cualquier caso, los agentes locales me han hecho el favor de volver a arrestarlo cuando han llegado allí.

—¿Y los cargos?

—Están esperando a que llegue el abogado de Vance. —La mujer no puso muy buena cara—. Pero corren de un lado para otro como pollos sin cabeza. Han leído tu informe y han interrogado a Kay, a Simon y a Leon; pero avanzan con suma cautela. Esto no ha terminado, Tony. Ni está cerca de hacerlo. Todavía queda mucho para que aparezca la gorda en escena.

—Preferiría que no hubieran abierto el sótano; que lo hubieran esperado fuera y que hubieran presenciado cómo era él quien lo abría y bajaba…

—¿Sabes que no llevaba mucho tiempo muerta? —Suspiró.

—No.

—El médico de la policía considera que menos de veinticuatro horas. —Permanecieron en silencio, preguntándose qué podrían haber hecho mejor y más rápido, aunque no fuera tan ortodoxo, para salvar a la chica. Fue Carol quien rompió aquel silencio tan incómodo—. Si no conseguimos que encarcelen a Vance, creo que no quiero seguir siendo policía.

—Te sientes así por lo que le ha pasado a Di Earnshaw. —Le puso la mano en el brazo.

—Me siento así porque Vance es un arma letal y si no podemos neutralizar a la gente como él, no somos otra cosa que agentes de tráfico con ínfulas —respondió con amargura.

—¿Y si pudiéramos?

—Entonces… —Se encogió de hombros—… Quizá así nos redimamos por la gente a la que perdemos.

Siguieron allí sentados, en silencio, sorbiendo café. Al rato, Tony se pasó la mano por el pelo y dijo:

—¿Tienen un buen forense?

—Ni idea, ¿por?

Antes de que le diera tiempo a responder, se abrió la puerta y entró Phil Marshall, el subcomisario a cargo de la división, con cara de preocupación.

—Doctor Hill, ¿podemos hablar un momento?

—Pase, estábamos comentando lo sucedido —murmuró Carol.

Marshall cerró la puerta tras de sí.

—Vance quiere hablar con usted. A solas. No le importa que se grabe la conversación, pero dice que tienen que estar usted y él solos.

—¿Y su abogado? —preguntó Carol.

—Dice que quiere hablar con el doctor Hill sin que haya nadie más. ¿Qué le parece, doctor? ¿Quiere usted hablar con él?

—No tenemos nada que perder, ¿verdad?

—Tal y como yo lo veo… —Marshall hizo una mueca—. De hecho, tenemos mucho que perder. En realidad, quiero pruebas para incriminar a Vance o lo soltaré en un día. Ni siquiera voy a preguntar si puedo mantenerlo encerrado con lo que me han dado hasta ahora.

Tony sacó una libreta, arrancó una hoja, escribió en ella un nombre y un número de teléfono y se la tendió a Carol.

—Esta es la persona que necesitamos. ¿Puedes explicárselo a ellos mientras yo estoy con Jack el Chuleta?

Carol leyó lo que acababa de darle y un rayo de comprensión iluminó sus ojos cansados.

—Por supuesto. —Se inclinó hacia delante y le apretó la mano—. Buena suerte.

Tony asintió y siguió a Marshall por el pasillo.

—Lo vamos a grabar todo, claro está. Tenemos que ser de lo más pulcros con esto. De hecho, ya está hablando de demandar a la inspectora jefe Jordan. —Se detuvo frente a la puerta de una sala de interrogatorios y la abrió. Le hizo un gesto con la cabeza al agente de uniforme que había en la sala y el policía salió.

Tony entró en la sala y observó a su adversario. Le resultaba increíble que aún no hubiera ni una sola fisura en su máscara de arrogancia, en su fachada de persona encantadora.

—Doctor Hill —lo saludó con esa voz profesional y firme—. Me gustaría decir que es un placer, pero nadie se lo tragaría. Vamos, como sus acusaciones.

—El doctor Hill ha convenido en entrevistarse con usted —lo interrumpió Marshall—. Vamos a grabar la conversación. Ahora, los dejo solos.

Mientras el policía abandonaba la sala, Vance le hizo un gesto a Tony para que se sentase, pero el psicólogo negó con la cabeza y se apoyó en la pared con los brazos cruzados.

—¿Qué quiere, confesarse conmigo?

—Si quisiera confesarme, habría pedido que viniera un sacerdote. Tan solo quería que viniera para decirle cara a cara que, en cuanto salga de aquí, voy a denunciarlos a usted y a la inspectora jefe Jordan por difamación.

Tony se carcajeó.

—Adelante —dijo después—. Ninguno de los dos valemos ni la más mínima parte de lo que usted gana al año… y es usted quien va a tener que pagar una fortuna en costas legales. A mí me encantaría verlo subir a un estrado bajo juramento.

—Nunca lo va a conseguir. —Se recostó en la silla. Sus ojos eran fríos y la sonrisa parecía la de un reptil—. Estas acusaciones falsas que ha vertido contra mí no se van a sustentar a la luz del día. ¿Qué tiene? ¿El informe ese que ha escrito y que está lleno de fotografías trucadas y coincidencias circunstanciales? «Aquí tienen a Jacko Vance en la A1, a la altura de Leeds, la noche en la que murió Shaz Bowman». Sí, claro, se debe a que mi segunda residencia está en Northumberland y a que se trata de la mejor ruta para llegar. —Su voz, sonora, rezumaba sarcasmo.

—A ver qué le parece mi versión: «Jacko Vance tenía un cadáver en el sótano» o «Aquí tienen una fotografía de Jacko Vance con la chica muerta que había en su sótano cuando la adolescente todavía era capaz de respirar y de reír». —Tony mantuvo su tono de voz suave y no pronunció una palabra más alta que la otra. Que fuera Vance quien se crispara, que fuera él quien se ahogase con su propio autocontrol.

Vance le respondió con una sonrisa sardónica.

—Es a sus agentes a quienes tiene que decirles eso —dijo acto seguido Vance—. Al fin y al cabo, son ellos los que han apuntado a la posibilidad de que haya un acosador. Es una teoría que no se puede pasar por alto. Los acosadores se obsesionan con sus objetivos. No me resulta tan difícil imaginar que un acosador me siguiera hasta Northumberland. Todo el mundo en la zona sabe que Doreen Elliott tiene una copia de mis llaves y, al igual que el resto de gente de la zona, nunca cierra con llave su casa si va a casa del vecino a tomar una taza de té… o al huerto a sacar unas patatas. Cualquiera podría entrar, coger las llaves y hacer una copia. —Ahora que había entrado en materia, su sonrisa se hizo más grande y su lenguaje corporal se relajó.

»También es sabido por todos que pedí que construyeran un refugio nuclear en la cripta de la capilla. Sí, me da un poco de vergüenza que se sepa, si tenemos en cuenta los tiempos de distensión que corren, pero podré vivir con ello. —Se inclinó hacia delante y apoyó la prótesis en la mesa mientras el otro brazo lo tenía tras el respaldo de la silla—. Y no nos olvidemos de la venganza pública de mi exprometida que, como muy bien señala usted en su informe, tanto parecido guarda con las chicas desaparecidas. Es decir, ¿acaso no pensaría una persona que estuviera obsesionada conmigo que matando la imagen de Jillie me estaría haciendo un favor? —Su sonrisa era triunfante.

»Y además, doctor Hill, está usted, tal y como voy a explicar a la prensa con gran placer, obsesionado con mi esposa, ¿no es así? La trágica muerte de Shaz Bowman le ha dado la oportunidad de entrar en nuestra vida y, cuando la pobre y confiada Micky accedió a cenar con usted, pensó que, sin mí en escena, ella caería rendida a sus pies. Y ese delirio nos ha traído hasta aquí. —Negó con la cabeza como si le diera pena el psicólogo.

Tony levantó la cabeza y miró aquellos ojos, tan desprovistos de cualquier viso de humanidad que bien podrían haber pertenecido a una criatura alienígena.

—Usted mató a Shaz Bowman. Usted mató a Donna Doyle.

—Eso no va a conseguir demostrarlo jamás, puesto que es una completa invención. Jamás —respondió despreocupado. Entonces, levantó las manos y se tapó primero los ojos; luego, la boca; y finalmente, los oídos.

Para un observador casual, no se trataba más que del gesto de una persona cansada… pero Tony entendió rápidamente la provocación. Dejó de apoyarse en la pared y dio dos pasos largos hasta la mesa; luego, se apoyó con los puños en ella y se inclinó hasta ocupar el espacio vital de Vance. La estrella de televisión echó para atrás la cabeza como si se tratara de una tortuga que la mete en el caparazón.

—Tiene razón, puede que jamás lo atrapemos por el asesinato de Shaz Bowman y por el de Donna Doyle, pero le voy a decir una cosa: no siempre fue tan bueno. Le vamos a pillar por lo de Barbara Fenwick.

—No tengo ni idea de lo que está hablando —respondió con desdén.

Tony se enderezó y, despacio, empezó a dar vueltas por la habitación como si estuviera paseando por un parque.

—Hace doce años, cuando mató a Barbara Fenwick, había muchas cosas que la ciencia forense era incapaz de hacer. Por ejemplo, tomar muestras de herramientas. Las comparaciones que se hacían por aquel entonces eran bastante malas; pero, hoy en día, hay microscopios electrónicos de ondas, de retrodispersión… No me pregunte cómo funcionan, pero pueden comparar heridas hechas con un mismo objeto y establecer si coinciden. En los próximos días, compararán los huesos del brazo herido de Donna Doyle con el torno que tiene usted en su casa —consultó su reloj—. Con un poco de suerte, la forense ya está de camino. La profesora Elizabeth Stewart. No sé si la conoce, pero su reputación en antropología forense y en medicina forense general es tremenda. Si hay alguien que pueda encontrar el paralelismo entre las heridas de Donna Doyle y su torno, es ella, Liz Stewart. Aunque sé que, en caso de que aceptásemos la fantasía que acaba de exponer, eso tampoco querría decir nada.

»No obstante, sí que querría decir algo —y se giró para mirar a Vance— si el torno también encajase con las heridas que Barbara Fenwick tenía en el brazo, ¿verdad? Los asesinos en serie acostumbran a usar la misma arma en todos sus asesinatos. Pero es muy difícil imaginar que un acosador lo haya seguido durante doce años, asesinando a diversas adolescentes, y que nunca haya cometido el más mínimo fallo, ¿no le parece? —Esta vez, el psicólogo vio un leve temblequeo en la máscara de confianza de Vance.

—Menudo montón de basura. Ateniéndome a su argumento y concediéndole que algún juez le dé una orden de exhumación, ningún fiscal va a montar un caso que se basa en la marca que pudiera haber en un hueso que lleva doce años bajo tierra.

—Tiene usted razón; pero ¿sabe?, la forense que le hizo la autopsia a Barbara Fenwick nunca había visto unas heridas como aquellas y se quedó intrigada. Y es profesora de universidad: la profesora Elizabeth Stewart, de hecho. En su momento, le pidió al Ministerio del Interior un permiso especial para quedarse el brazo de Barbara Fenwick y utilizarlo en sus clases, para ilustrar el efecto de las contusiones producidas mediante compresión en el hueso y en la carne. Y lo que es más curioso todavía es que se percató de que había una ligera imperfección en la parte inferior de la herramienta que había infligido la herida. Se trataba de un pequeño dientecillo en el metal que dejó en el hueso una marca tan distintiva como una huella dactilar. —Dejó que sus palabras quedaran ahí, flotando en el ambiente. Vance no había dejado de mirarlo a los ojos ni un solo momento de esa última parte de la disertación.

»Cuando la profesora Stewart se mudó a Londres, dejó el brazo en el Departamento de Anatomía de la Universidad de Manchester, donde ha permanecido preservado los últimos doce años —sonrió gentilmente—. Una prueba sólida e irrefutable que lo une al arma que se usó en un asesinato y, de repente… las pruebas circunstanciales ya no parecen tan circunstanciales, ¿no le parece? —Caminó hasta la puerta y la abrió.

»Y, por cierto, su mujer no es mi tipo. Nunca me he sentido tan inadecuado como para tener la necesidad de esconderme detrás de una lesbiana.

Una vez en el pasillo, Tony le hizo una señal al agente de uniforme para que volviera a entrar en la sala de interrogatorio. Después, exhausto por el esfuerzo de enfrentarse a Vance, se apoyó contra la pared y se dejó resbalar por ella hasta que quedó en cuclillas, con los codos en las rodillas y las manos en la cara.

Y allí seguía diez minutos después cuando Carol Jordan salió de la sala en la que había estado viendo junto con Marshall el encuentro entre cazador y asesino. Se acuclilló delante de él y le cogió la cabeza con ambas manos. Tony la miró a la cara.

—¿Qué opinas? —Estaba ansioso por conocer su parecer.

—Desde luego, has convencido a Phil Marshall. Ha hablado con la profesora Stewart; no es que le haya hecho mucha ilusión que la despierten en mitad de la noche pero, en cuanto Marshall le ha dicho por qué era, se ha emocionado muchísimo. Hay un tren que sale de Londres a eso de las nueve y lo va a tomar, y traerá las famosas notas acerca de la herida. Marshall ya ha pedido a uno de sus hombres que vaya mañana por la mañana a recoger el brazo de Barbara Fenwick a la Universidad de Manchester. Si la comparación es positiva… lo acusarán.

—Espero —dijo tras cerrar los ojos—, que esté usando el mismo torno.

—Oh, ya verás como sí —respondió animada—. Tú no lo veías pero, cuando le has dicho lo de la profesora Stewart y lo del brazo conservado, ha empezado a mover la pierna como un poseso por debajo de la mesa. No ha podido controlarlo. Aún usa el mismo torno. Me juego la vida.

Tony notó que sus labios se curvaban en la comisura para describir una sonrisa.

—Creo que la gorda ya ha entrado en escena. —Rodeó a Carol con los brazos y se pusieron juntos en pie. La mantuvo a aquella distancia y le sonrió.

—Has hecho un gran trabajo ahí dentro. Estoy muy orgullosa de estar en tu equipo. —Su rostro y sus ojos mostraban solemnidad.

Tony dejó de cogerla por los brazos y respiró hondo.

—Carol, llevo huyendo de ti mucho tiempo.

—Creo que entiendo el porqué. —Asintió mientras bajaba la mirada pues, ahora que por fin estaban manteniendo esta conversación, se sentía un poco reacia a hacerlo.

—¿Sí?

Los músculos de la mandíbula de la mujer se tensaron y lo miró de nuevo.

—Nunca había tenido sangre en las manos, así que no entendía cómo te sentías. La muerte de Di Earnshaw ha cambiado eso. Y el hecho de que no hayamos podido salvar a Donna…

—No es agradable tener en común cosas así —asintió desolado.

Carol había imaginado en varias ocasiones que mantenían esta conversación y pensaba que sabía lo que quería que sucediera. Pero, ahora, estaba sorprendida de que sus respuestas fueran muy diferentes a las que creía que iba a darle. Le puso una mano en el antebrazo y dijo:

—Les resulta más fácil compartir a los amigos que a los amantes.

La miró durante largo rato con el ceño fruncido. Pensó en los cuerpos que había incinerado Jacko Vance en el hospital en el que tanto tiempo había pasado sentado en la cama de los moribundos. Pensó en lo que Shaz Bowman podría haber conseguido. Pensó en todas las muertes que aún les quedaban por delante. Y pensó en la redención, no a través del trabajo, sino de la amistad. Su rostro se relajó y sonrió.

—Sí, quizá tengas razón.