Donna Doyle ya no sentía dolor. Nadaba por el cálido mar del delirio, recordando su vida a través de una lente distorsionada. Su padre todavía estaba vivo, estaba vivo y la lanzaba al aire en el parque. Los árboles la saludaban, sus ramas se convertían en brazos y Donna estaba en el centro de un grupo de amigos, jugando. Todo era más grande de lo normal, porque solamente tenía seis años y las cosas siempre son más grandes cuando eres pequeño. Todo tenía color, como si fuera carnaval. Las carrozas se fundían sobre el pavimento, como gelatina al sol.

Y ahí estaba ella, en el centro del desfile, en un estrado construido en una camioneta cubierta de flores de papel crepé tan grandes como rosas de cien hojas. Confundida por la fiebre. Era la Princesa de la Rosa, radiante bajo decenas de enaguas. La emoción de estar viviendo aquello hacía que no le importase el picor de las telas en la calurosa tarde de verano y que la tiara de plástico le estuviera haciendo herida detrás de las orejas. A través de la neblina que separaba sueño de realidad, Donna se preguntaba por qué el sol quemaba con un fervor tan tropical que hacía que sudase y temblase al mismo tiempo.

Más allá de su consciencia, la carne hinchada y descolorida que colgaba inútil a su lado seguía pudriéndose, lo que le enviaba más y más veneno por todo el cuerpo y variaba constantemente el equilibrio entre la toxicidad y la supervivencia. La peste a podredumbre y la carne corrupta solo eran los signos externos de que la putrefacción se la comía por dentro.

Su cuerpo ansiaba la llegada de la muerte para empezar a descomponerse.