Carol abrió de golpe la puerta y tiró de Tony para que entrase en casa.
—Empezaba a pensar que te habías perdido —le dijo mientras caminaba delante de él hasta la mesa del salón, sobre la que había un gran termo de sopa, unas cuantas rebanadas de pan de aceitunas y una tabla con quesos.
—Ha habido un accidente en la autopista —contestó mientras colocaba sobre la mesa una carpeta al tiempo que se dejaba caer en una silla.
Tenía pinta de estar desorientado y el tono de su voz transmitía preocupación.
—Tengo que hablar contigo antes de que lleguen los demás —le dijo Carol mientras servía dos boles de sopa y le pasaba uno al psicólogo—. Tony, esto ya no es un ejercicio de clase. Creo que secuestró a otra chica pocos días antes de matar a Shaz.
Aquellas palabras consiguieron que el hombre se centrase completamente en ella. Lo que fuera que tenía en la mente cuando había entrado por la puerta, acababa de quedarse arrinconado y sus ojos de color azul oscuro miraban con avidez los de la mujer.
—¿Hay alguna prueba? —demandó.
—Tuve una corazonada, así que hice un llamamiento a todas las comisarías del país para ver si había desaparecido alguna adolescente recientemente en su jurisdicción. La cuestión es que, esta tarde, he recibido una llamada de Derbyshire. Donna Doyle, catorce años, de Glossop, a unos ocho kilómetros de la M57. Le tendió una copia del fax que le había enviado el Departamento de Homicidios del lugar. —La madre hizo esta octavilla porque no vio a la policía «especialmente preocupada». Es el patrón habitual, ¿ves? Se fue de casa por la mañana para ir al colegio y puso una excusa para llegar más tarde a casa. Se llevó la mejor muda que tenía. Para la policía es un caso de huida premeditada; no se cierra, pero se ignora discretamente. He hablado con la agente de policía que interrogó a la madre antes de que pasaran a «ignorar discretamente» el caso y no sabes lo que me ha dicho… ¡y te aseguro que no la he guiado! Así, sin más, me ha contado que, un par de noches antes de que desapareciera, Donna había asistido con una de sus amigas a una gala benéfica en la que Jacko Vance era el invitado de honor.
—Joder… —exhaló el hombre—. Carol, dependiendo de lo que haga con ellas… ¡podría estar viva!
—No quiero ni pensarlo.
—Es posible. Si las mantiene con vida unos días, cosa que sabemos que hacen muchos asesinos en serie debido al subidón que les produce, es probable que no se haya arriesgado a ir al lugar en el que la tiene desde que asesinó a Shaz. Dios, tenemos que localizar el lugar en el que las mata… ¡y pronto! —Se miraron el uno al otro, constreñidos ante la idea de que hubiera una vida que dependía de lo bien que hicieran su trabajo—. Tiene una casita en Northumberland.
—No creo que lo haga en su propia casa.
—Puede que no, pero me apuesto lo que quieras a que las mata muy cerca de allí. ¿Qué han descubierto los demás? —preguntó con tono grave.
—No lo sé —respondió Carol tras levantar la mirada para consultar el reloj—, pero llegarán de un momento a otro. Han decidido quedar en Leeds para venir juntos. Todos ellos han hecho los deberes y parece que han encontrado mucha mierda.
—Bien… —Antes de que le diera tiempo a acabar la frase, ambos oyeron el ruido de un motor que se acercaba con dificultad colina arriba hacia la casa de Carol—. ¡Mira, aquí llega la caballería!
La inspectora jefe abrió la puerta y el trío entró en la casa en tropel. Aparentemente, estaban muy satisfechos consigo mismos. Se sentaron en las sillas que rodeaban la mesa, se quitaron la chaqueta o lo que llevaran y las dejaron en cualquier lado, ansiosos por comenzar. Tony se pasó una mano por el pelo y soltó la bomba:
—Creemos que secuestró a otra adolescente poco antes de matar a Shaz. Aún podría estar viva. —No le causó alegría precisamente ver cómo la cara de los miembros de su equipo dejaba de brillar de satisfacción y pasaba a tener la palidez que produce la ansiedad—. Adelante, Carol.
La mujer repitió la información que le acababa de dar al psicólogo minutos antes mientras iba a la cocina y les servía el café que Tony había olido desde que había entrado en la casa. Cuando volvió, añadió:
—No podemos permitirnos el lujo de hacer una lluvia de ideas a partir de la que trazar un perfil detallado, sino que vamos a tener que apresurarnos cuanto podamos para conseguir pruebas y hacer todo lo que esté en nuestras manos para salvar una vida. Dicho esto, ponednos al día de lo que habéis estado haciendo. Kay, empieza tú, ¿te parece?
Kay informó sucintamente de las entrevistas que había mantenido con los padres de las chicas desaparecidas.
—El elemento conector es que todos cuentan la misma historia. No hay discrepancias significativas, ni con lo que le dijeron en su momento a la policía, ni con las versiones de los demás padres. He conseguido una fotografía de una de las chicas con Jacko Vance. Y, por otro lado, he confirmado el hecho de que todas las chicas asistieron a un evento de Jacko Vance pocos días antes de desaparecer. No obstante, no tengo ninguna conexión más fuerte… lo siento.
—No, no —empezó Tony—, no tienes por qué disculparte. Has hecho un gran trabajo. No ha tenido que ser sencillo sacarle tanta información a unos padres que todavía están sufriendo porque su hija sigue en la lista de personas desaparecidas. Y lo de la foto también está muy bien, porque nos sirve para enlazarla con él específicamente. Buen trabajo, Kay. ¿Simon?
—Gracias a Carol, he podido hablar con la mujer que estuvo prometida con Jacko pero que lo abandonó tras el accidente. Si os acordáis, Shaz tenía la teoría de que el desencadenante para que empezara a matar tenía que ver con alguna aflicción emocional que se le juntó con lo del accidente. Bueno, pues por lo que me contó, quizá el tipo tampoco estuviera muy equilibrado antes de lo del brazo. Según Jillie Woodrow, los hábitos sexuales de Jacko no tenían nada de normal. Desde que empezaron a mantener relaciones sexuales, él tenía que tener el control. Ella no solo tenía que mostrarse pasiva, sino que debía adorarlo. Odiaba que lo tocase de manera sexual y, de hecho, una vez incluso llegó a abofetearla por haberlo tocado mientras mantenían relaciones. Poco a poco, él se fue interesando en la pornografía sadomasoquista y quería que representasen fantasías que había visto en revistas y vídeos o que, directamente, tenía él. Me contó que no le importaba que la atara, que la azotara o que le pegara con la fusta… pero que cuando empezó con lo de la cera caliente, lo de las pinzas en los pezones y lo de los vibradores gigantes, se vio obligada a trazar una línea. —Consultó las notas que había tomado para asegurarse de que no se estaba olvidando de nada importante.
»Me dijo que tiene la sensación de que en algún punto entre el momento en que su carrera como deportista empezó a despegar y el momento en que empezó a ganar mucho dinero, empezó a contratar a prostitutas. Pero nada de hacerlo con prostitutas en la calle o en prostíbulos baratos o así. Por lo que se le escapó al hombre en alguna ocasión, la señora Woodrow cree que tenía un par de mujeres a las que llamaba habitualmente, chicas caras a las que no les importaba prestarse a las cosas más fuertes o que le ponían en contacto con mujeres a las que no les importara: como drogadictas y así. Por lo visto, Jillie Woodrow quería salir de aquella relación a toda costa, pero le aterraba la reacción que pudiera tener él. Fuera de la cama era la pareja ideal: solícito, amable, generoso… aunque increíblemente posesivo. Así que, tras el accidente, aprovechó la ocasión. Pensó que si se lo soltaba mientras estaba en el hospital, no podría reaccionar; y que, como iba a pasar allí mucho tiempo, se le pasaría y se olvidaría de ella. —Simon levantó la cabeza y se quedó sorprendido por el rostro lúgubre de Tony.
—Y todos sabemos lo que sucedió a continuación, ¿no es así? —comentó el psicólogo—. Micky Morgan y el matrimonio de conveniencia.
La cara de quienes lo rodeaban pasó de la incomprensión al asombro mientras relataba lo que le había explicado Chris Devine en un primer momento y, luego, la propia Micky.
—Así que estamos ante un comportamiento fascinantemente aberrante —prosiguió—. Sigue sin ser suficiente como para arrestarlo, pero ahora ya sabemos a quién nos enfrentamos, ¿no? —No hizo falta que respondieran, sus ojos lo decían todo.
—Pues hay más —dijo Simon y empezó a explicar lo del señor Adams.
—Tíos, cuantas más cosas descubrimos, más increíble me parece que Jack el Chuleta siga en la calle —comentó Leon antes de suspirar y encender el tercer cigarrillo—. Vais a ver cuando os cuente lo que he descubierto yo. —Acto seguido comenzó a contarles la escasa información que había obtenido de Jimmy Linden—. Pero me habló de un periodista retirado, un tal Mike McGowan. Es un tipo que sabe de deportes más de lo que llegaremos a saber los cinco juntos jamás. Tiene unos archivos por los que la Biblioteca Británica mataría. Para que os hagáis a la idea, he tardado más de media noche en revisar todos los artículos que tenía acerca de Jacko Vance. Pero he encontrado esto…
Leon sacó con mucha fanfarria un recorte de periódico frágil y cinco fotocopias de este. El artículo había salido en el Manchester Evening News y hablaba del asesinato de Barbara Fenwick. Leon había resaltado un párrafo con un rotulador amarillo: «Según sus amigos, Barbara no era nada fiestera. En la noche del sábado anterior, había hecho lo normal. Asistió a una discoteca con un grupo de amigos porque Jacko Vance, el héroe deportivo, hacía una aparición benéfica».
—Esto sucedió catorce semanas después del accidente —señaló Leon.
—No perdió el tiempo, ¿eh? Se puso a hacer actos benéficos enseguida —dijo Simon.
—A ver, nunca hemos dudado de su tenacidad ni de su convencimiento —dijo Tony—. ¿Existe alguna prueba de que Jacko Vance conociera a esa chica?
—El punto álgido de la velada del sábado fue cuando le firmó un autógrafo. —Leon les pasó unas copias con los datos más relevantes que había extraído del informe de la policía—. No me han dejado que fotocopie el informe, así que he tenido que hacer esto. Yo diría que fue su primera víctima —dijo en voz baja.
—Y yo diría que tienes razón —respondió Tony tras suspirar abiertamente—. Muy bien, Leon. Esto está bien, muy bien. Después de esta, fue perfeccionando sus actuaciones. Dios, los excursionistas debieron de estar a punto de toparse con él. Fijaos, aquí pone que declararon haber visto cómo un Land Rover se alejaba sendero abajo justo cuando ellos llegaron al refugio. Jack el chuleta debió de llevarse un buen susto y darse cuenta de que necesitaba un lugar más adecuado, propio, en el que matarlas. Un lugar en el que nadie lo molestase. Por cierto, creo que ese lugar podría estar cerca de la casa que tiene en Northumberland, pero sin más información… —Se frotó la cara con las manos—. ¡Puf!, un caso de hace doce años… ¿Dónde estarán las pruebas?
—No se sabe —respondió Leon mientras miraba al suelo—. Todos los casos sin resolver fueron enviados a un edificio nuevo hace cosa de cinco años y las pruebas forenses o se han perdido o se han archivado mal. Aunque, por lo visto, tampoco había gran cosa. Ni huellas ni fluidos corporales. Había unas rodadas de coche, sí, pero doce años después, vete a saber cómo eran.
—Con quienes tenemos que hablar es con los detectives que se encargaron del caso. Pero antes de establecer qué tenemos que hacer a continuación, será mejor que os cuente lo que he descubierto. No es que sea gran cosa en comparación con los pasos de gigante que habéis dado vosotros tres, pero nos proporciona una serie de pruebas circunstanciales. —Tony abrió su carpeta y dejó sobre la mesa, formando un abanico, unas fotografías—. He estado visitando a los admiradores más fervientes, a los zelotes, y he de decir que me he sentido como si estuviera trabajando de nuevo en una institución mental. Como no quiero aturullaros con jerga, solo diré que todos ellos están a punto de perder la chaveta. Sin embargo, tras soportar los relatos de sus diferentes obsesiones con Jacko Vance, he conseguido una selección de fotografías de Jacko tomadas en actos en los que nuestras posibles víctimas también estuvieron presentes. Cuatro de las fotografías lo sitúan cerca o al lado de alguna de las chicas desaparecidas. En otras cinco o seis, cabe la posibilidad de que la chica de la foto sea alguna de las que buscamos; aunque no se podría saber a menos que se les apliquen técnicas informáticas. —Se inclinó hacia delante, cogió un pedazo de pan y le dio un bocado.
—Con las fotos de Kay tenemos a cinco chicas. Es una coincidencia más que parcial —dijo Carol.
—No será suficiente para comenzar una investigación oficial, ¿verdad? —preguntó Tony sin grandes esperanzas al tiempo que cortaba una loncha de queso.
—El problema es que no hay conexión alguna con mi jurisdicción —respondió Carol tras hacer una mueca—. Si alguna de las chicas fuera de la zona este de Yorkshire me encantaría liarme la manta a la cabeza, pero es que ninguna lo es. Y aun así, no sé si podríamos llegar a montar nada contra él porque todo es circunstancial. No es suficiente para realizar un interrogatorio oficial, y mucho menos para conseguir una orden de registro.
—¿Así que no crees que, con todo esto, podamos convencer a la policía de Yorkshire Oeste de que considere siquiera lo de Vance? —preguntó Kay.
—¿Estás de broma? —resopló Simon—. ¿Con lo que piensan de mí? Cada vez que veo un coche de policía me pongo a sudar. Ellos están convencidos de que el asesino soy yo y, por muchas cosas que les ofrezcamos, pensarán que la visión está sesgada porque queréis protegerme. No creo que vayan a creer nada de lo que les digamos.
—Vale —contestó Kay.
—Necesitamos un testigo que lo viera con Shaz después de la hora en la que se supone que abandonó su casa. Lo ideal sería alguien que los hubiera visto en Leeds —sugirió Leon.
—Sí, claro, el Papa de Roma —soltó Carol con cinismo—. Ten en cuenta que, además, debería tratarse de alguien cuya palabra se sostuviese contra la del «paladín del pueblo».
A Tony se le resbaló el cuchillo y se hizo un corte en el dedo índice. Se puso de pie inmediatamente. Estaba sangrando.
—¡Mierda, joder, la hostia! —explotó antes de meterse el dedo en la boca para chupar la herida.
Carol cogió la servilleta de papel que rodeaba el termo de sopa y limpió las gotas de sangre antes de utilizarla para vendarle el dedo fuertemente.
—Mira que eres patoso —bromeó.
—Ha sido culpa tuya —dijo mientras volvía a sentarse en la silla.
—¿Mía?
—Por lo que has dicho. Lo del testigo irrecusable.
—¿Y?
—Las cámaras no mienten, ¿verdad?
—Depende de si son digitales o no —respondió con ironía.
—No compliques las cosas. Hablo de esas cámaras que se usan para detener a criminales.
—¿Cuáles?
—Las de las autopistas, Carol; las de las autopistas.
—No me vengas con que tú te has creído eso —se burló Leon.
—¿Cómo? —Tony estaba sorprendido.
—«Grandes mitos de nuestro tiempo número cuarenta y siete: las cámaras de la autopista sirven para detener a los criminales». ¡No! —Leon se inclinó hacia delante para hacer hincapié en su cinismo.
—¿Qué quieres decir? Lo he visto en programas de televisión cuando sacan persecuciones policiales. ¿Y qué hay de todas esas detenciones por velocidad indebida que se realizan gracias a las cámaras de las autopistas? —Tony estaba indignado.
—Las cámaras funcionan —suspiró Carol—. Pero solamente en ciertas ocasiones. Eso es lo que te quiere decir Leon. Las cámaras fijas solo se activan cuando algún vehículo pasa excediendo, por mucho, los límites de velocidad; ni siquiera saltan por alguien que vaya a ciento cuarenta kilómetros por hora. Y la grabación de vídeo solamente se activa si hay algún incidente en curso en ese momento o si hay algún problema de tráfico. El resto del tiempo… las cámaras no hacen nada. Y aunque lo hicieran, necesitaríamos unos programas de la hostia para obtener algo convincente de las imágenes.
—¿No podría hacer algo tu hermano? —dijo Simon—. Tengo entendido que es una especie de niño prodigio de los ordenadores.
—Sí, pero tampoco tenemos nada que enseñarle… y no tengo muy claro que vayamos a tenerlo —objetó Carol.
—Pensaba que cuando el IRA voló el centro de Manchester, la policía había conseguido trazar la ruta de la furgoneta gracias a las cámaras —insistió Tony.
—Pensaron que podían hacerlo mediante las fotografías —explicó Kay mientras negaba con la cabeza—, pero no tenían suficiente detalle… —Se quedó callada y se le iluminó la cara.
—¿Qué sucede? —preguntó Carol.
—Las cámaras privadas de circuito cerrado —respondió por lo bajo—. ¿Recordáis? La policía de Manchester pidió a todos los garajes y tiendas de alimentación que tuvieran un circuito cerrado de grabación que le enviaran las cintas. No vamos a encontrar a Vance y a Shaz en una cámara de vigilancia de la autopista, pero los encontraremos allí donde parasen a echar gasolina. Lo normal sería que Shaz hubiera llenado el depósito antes de salir de Leeds. Seguro que llegó a Londres sin problemas, pero es imposible que llegara de vuelta a Leeds con un solo depósito. Y lo más probable es que repostara en una estación de servicio de la autopista en vez de salir de la autopista únicamente para echar gasolina.
—¿Y podemos conseguir esas cintas?
—Conseguirlas no es el problema —replicó Carol—. La mayoría de las empresas están encantadas de cooperar. De hecho, ni siquiera suelen preguntar para qué las necesitamos. Lo malo es pensar en todas las horas de vídeo que puede significar eso… Me duele la cabeza solo de pensarlo.
—En realidad, Carol —empezó Tony tras aclararse la garganta—, iba a pedirte que me acompañaras a hablar con los detectives que se encargaron del caso de Barbara Fenwick. —Miró a los demás mostrándoles una sonrisa con la que parecía que estuviera disculpándose.
Simon y Kay se quedaron chafados, pero Leon tenía ganas de rebelarse.
—Lo siento —prosiguió Tony—, pero para esto necesito a un oficial superior y, además, tampoco vamos a ir todos. No quiero que se molesten, no quiero que piensen que consideramos que no hicieron bien su trabajo y que somos la fuerza de élite que llega para arreglar el desastre. Tenemos que hacerlo Carol y yo solos. Vosotros, dividíos la autopista y estudiad las grabaciones. —Los tres pusieron cara de fastidio—. Lo haría yo mismo si pudiera, pero esto tenéis que hacerlo los que lleváis placa. —Les lanzó una sonrisa comprensiva.
—Ya lo sabemos —respondió Simon de manera mordaz. Los tres detectives seguían con cara de estar refunfuñando por dentro.
—Donna Doyle podría seguir con vida —remarcó Carol.
Los tres intercambiaron miradas de preocupación con cara seria. Leon asintió despacio y dijo:
—Y aunque no sea así, podríamos salvar a la siguiente.
Una de las primeras lecciones que había aprendido Tony Hill como criminólogo era que nunca estaba de más invertir tiempo en prepararse. Para Carol y para él era difícil sentir entusiasmo mientras estudiaban un caso que tenía un kilo de polvo encima, pero ambos sabían que era importantísimo estar alerta mientras pasaban las páginas. La pesadez que suponía estudiar atentamente cada detalle era tan vital para hacer un dibujo acertado de un asesino como lo era la vena artística para hacer un cuadro. Ahora bien, la laboriosidad no era la única habilidad que necesitaba un buen criminólogo; ni el carisma, claro está. Se alegraba de haberse equivocado con Leon. Su superficialidad en el primer trabajo que les había pedido había confirmado todos los prejuicios que tenía acerca de su actitud y de su insistencia en pavonearse. Pero o bien había aprendido de la humillación que había sufrido delante de los demás miembros del equipo, o bien se trataba de una de esas personas que solo se toma las cosas en serio cuando son reales. De una u otra manera, y mientras araba con Carol el mismo campo que Leon había arado días antes, Tony consideraba que el trabajo que había hecho el detective no podía caer en saco roto.
Un par de horas después, el psicólogo y la policía se apoyaron en el respaldo de la silla casi de manera simultánea.
—Parece que a Leon no se le ha pasado nada —dijo Tony.
—Eso parece, pero si queríamos hablar con la persona que llevó el caso, teníamos que asegurarnos y empaparnos de la información.
—Tengo en gran estima tu ayuda, Carol —le dijo suavemente mientras cuadraba los papeles golpeándolos contra la mesa—. No tenías por qué implicarte tanto.
—Es mi forma de ser. —Esbozó una mueca en la comisura de los labios que bien podría haber sido una sonrisa o un gesto de dolor.
Lo que no añadió es que ambos sabían que ella nunca sería capaz de negarle nada… ya fuera profesional o personal, y que sabía que el sentimiento era mutuo, siempre y cuando se mantuvieran dentro de los límites que habían conseguido trazar para que, por lo visto, su amistad no se viera afectada.
—¿Seguro que puedes dedicarme este tiempo en vez de ponerte con lo del pirómano? —le preguntó, a sabiendas de lo que implicaba que lo ayudase.
—En caso de que pase algo —respondió ella mientras metía los papeles en su maletín—, pasará de noche; que será el precio que tendrás que pagar por quedarte a dormir en mi habitación de invitados.
—Bueno, si eso es lo peor… —dijo con ironía mientras la seguía hasta el mostrador donde le devolvieron los archivos a un policía uniformado que parecía que no se hubiera dado cuenta de que, aparentemente, la treintena estaba a punto de llegarle.
Carol le ofreció al agente su mejor sonrisa y le preguntó:
—Entiendo que el subcomisario Scott, el oficial a cargo de este caso, está jubilado.
—Hace diez años —respondió el policía al tiempo que cogía las pesadas cajas y las llevaba a las lejanas baldas de las que habían venido.
—Y, ¿sabe usted dónde podemos encontrarlo? —insistió Carol mientras el hombre se alejaba.
—Vive por Buxton. —La voz del policía llegaba apagada—. En un lugar llamado Condesa Sterndale. Solo hay tres casas.
Tardaron unos pocos minutos en que les indicara cómo llegar a Condesa Sterndale, un lugar que no aparecía en su mapa, y treinta y cinco más en llegar hasta allí.
—No ha mentido —dijo Tony cuando llegaron al final de una carretera de un solo carril que acababa en una glorieta rodeada de árboles y con el centro de hierba. Enfrente, había una mansión de estilo Reina Ana un tanto maltrecha; y a la izquierda, dos casitas de campo alargadas con tejado de pizarra y paredes gruesas de piedra caliza—. ¿En cuál crees que vivirá?
—En la mansión no… a menos que fuera un poli corrupto —respondió Carol al tiempo que se encogía de hombros—. Pito, pito, gorgorito… —y señaló la de la derecha.
Mientras caminaban por la hierba, Tony dijo:
—Lleva tú el peso. Se abrirá más fácilmente a otro poli que a un tipo que hace «magia vudú».
—¿A pesar de que sea mujer? —ironizó.
—Tienes razón. Bueno, ya iremos viendo sobre la marcha. —Abrió una verja de entrada muy bien pintada que se cerró tras ellos sin hacer el menor ruido.
El sendero estaba hecho con ladrillo dispuesto en forma de espiguilla y no había ni una sola mala hierba entre los intersticios. Tony levantó el llamador de hierro negro y lo dejó caer. El sonido resonó al otro lado de la puerta. Justo cuando el eco se apagaba, oyeron unos pasos que se acercaban hacia la puerta, que se abrió segundos después. En el quicio apareció un hombre con hombros anchos, con el pelo gris peinado con raya a un lado y embadurnado de brillantina, y con bigote de cepillo. Carol, a quien le recordó a un ídolo del cine de los años cuarenta ya jubilado, esbozó una sonrisa y dijo:
—Siento mucho molestarlo, estamos buscando al subcomisario Scott.
—Yo soy Gordon Scott —respondió—. ¿Quiénes son ustedes?
Aquí llegaba el primer escollo.
—Soy la inspectora jefe Carol Jordan, señor, de la policía de Yorkshire Este, y él es el doctor Tony Hill, de la Unidad Nacional de Criminología. —Para sorpresa de ambos, al hombre se le iluminó la cara.
—¿Han venido por lo de Barbara Fenwick? —preguntó animado.
Carol, consternada, miró a Tony sin saber qué decir.
—¿Por qué lo pregunta? —contestó Tony.
—Puede que lleve diez años sin «jugar» a esto —dijo tras soltar una carcajada que resonó en su pecho—. Pero cuando en dos días aparecen tres personas preguntando por los archivos del único caso de asesinato de toda mi carrera que no llegué a resolver, la cosa huele a chamusquina. Pasen, pasen… —Los guio hasta una sala de estar confortable y tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza con el marco de la puerta.
Era evidente que en aquella habitación se hacía mucha vida y había pilas de revistas y libros dispuestas de manera desordenada junto a los dos sillones que había, uno frente al otro, junto a la chimenea. Scott les pidió que se sentaran en los sillones.
—¿Quieren beber algo? Mi mujer está en Buxton, haciendo la compra, pero me veo capaz de prepararles un té. ¿O prefieren una cerveza?
—Una cerveza para mí —respondió Tony para no tener que esperar a que el hombre hirviera el té. Carol asintió para indicar que ella también optaba por la cerveza y, momentos después, el expolicía volvió de la cocina con tres latas de Boddington’s, de las que les ofreció dos. Después, apartó un gato anaranjado del alféizar para sentarse él, cosa que hizo pesadamente. Era tan grande que en la sala dejó de entrar, al menos, la mitad de la luz. Abrió la lata de cerveza y, antes de darle un trago, dijo:
—Me alegré mucho cuando me enteré de que estaban ustedes estudiando el caso de Barbara Fenwick. Estuve inmerso en aquel caso casi dos años enteros. No dormía por las noches. Nunca olvidaré la cara de la madre cuando fui a su casa para darle la noticia de que habíamos encontrado el cadáver. Aquello todavía me atormenta. Siempre pensé que la respuesta no podía ser tan difícil, pero que no teníamos lo que se necesitaba para obtenerla. Así que, cuando recibí esa llamada y me dijeron que era la UNC… bueno, he de reconocer que me han alegrado la vida, me han dado esperanzas. ¿Qué les ha llevado hasta Barbara?
Tony decidió corresponder al entusiasmo de Scott y ser franco con él.
—Esta es, en cierta manera, una investigación poco ortodoxa. Puede que haya leído usted acerca del asesinato de uno de los de mi equipo.
—Sí, así es. —Scott asintió con pesar—. Le doy mi más sentido pésame.
—Lo que posiblemente no sepa es que estaba trabajando en una teoría que establece que hay un asesino en serie de chicas adolescentes en Gran Bretaña y que lleva mucho tiempo matando. Todo empezó como un ejercicio de entrenamiento, pero a Shaz no se le quitaba de la cabeza. Mi gente y yo creemos que esa es la razón por la que la mataron. Desafortunadamente, la policía de Yorkshire Oeste no piensa lo mismo. Y la razón principal para no hacerlo es que les parece ridículo que pueda tratarse de la persona a la que acusó Shaz. —Miró a Carol para que le ofreciera un poco de apoyo oficial.
—Existe un número significativo de pruebas circunstanciales que apuntan a Jacko Vance —dijo ella sin paños calientes.
—¿El de la tele? —El hombre enarcó las cejas y soltó un silbido por lo bajo. Acto seguido, bajó la mano y empezó a acariciarle rítmicamente la cabeza al gato—. No me extraña que no quieran saber nada. ¿Y qué tiene todo eso que ver con Barbara Fenwick?
Carol le explicó que las investigaciones de Leon lo habían llevado hasta un recorte de periódico que, al mismo tiempo, tenía conexión con aquel caso suyo. Cuando acabó, Tony dijo:
—Lo que esperamos es que exista algo que nunca llegó a publicarse en la prensa. Después de colaborar con Carol, sé, más o menos, cómo se trabaja en un Departamento de Homicidios. Tienen ustedes sensaciones, corazonadas, que nunca le confiarían a nadie más que a su compañero, ideas que nunca pondrían en un informe oficial. Lo que queremos es saber cuáles eran esas sensaciones, corazonadas e ideas que tenían los detectives que investigaron el caso.
Scott le dio un trago largo a la cerveza.
—Sí, está en lo cierto. Tiene razón, y mucha… existen ese tipo de corazonadas. El problema es que en este caso no hubo nada, de verdad. Un par de veces nos dio al morro que podía tratarse del tipo que íbamos a interrogar, pero siempre resultaba que en lo que estaba implicado era en otra cosa. Si les soy sincero, esas sensaciones, corazonadas e ideas que teníamos eran frustración, frustración y frustración. Sencillamente, no dábamos con aquel cabrón. Era como si hubiera salido de la nada y se hubiera esfumado justo igual. Acabamos pensando que se trataba de alguien de fuera de nuestra jurisdicción, que no vivía en la zona, que se había topado con la chica cuando hacía novillos. Y, hasta cierto punto, eso encaja con su idea, ¿no?
—Más o menos. Pero creemos que lo planea todo muchísimo mejor —respondió Tony—. ¡Qué se le va a hacer!, merecía la pena intentarlo.
—Señor, por lo visto no había muchas pruebas forenses —soltó Carol de pronto.
—No y eso fue una gran contrapartida. A decir verdad, nunca me he topado con un agresor sexual que se tomara tantas molestias en evitar que hubiera pruebas forenses. Normalmente, son gente impetuosa, que actúa sin pensarlo y deja todo tipo de pistas, que llega a casa llena de barro y sangre. Pero allí no había nada. Nada. De acuerdo a la forense, lo único anormal era lo del brazo destrozado. No quiso jugársela y ponerlo en el informe, pero decía que el brazo se lo habían roto con un torno.
Pensar en una tortura tan despiadada le trajo a la cabeza a Tony recuerdos que hicieron que se le revolviera el estómago.
—Oh —dijo el psicólogo.
—¡Claro! —Scott se dio una palmada en la frente—. ¡Vance perdió el brazo, ¿no es así?! Iba a ir a las Olimpiadas y perdió el brazo. ¡Tiene sentido! ¿¡Por qué no se nos ocurriría en su momento!? ¡Dios mío, qué idiota!
—No había ninguna razón para que lo tuvieran en cuenta —dijo Tony mientras pensaba en cuántas vidas podrían haberse salvado si hubieran optado por contar con un psicólogo criminalista en el equipo por aquel entonces.
—La forense, ¿aún está en activo? —preguntó Carol, directa al grano, como siempre.
—Ahora es profesora en uno de los hospitales clínicos de Londres. Tengo su tarjeta por alguna parte. —El hombre se puso de pie y salió torpemente de la habitación—. ¡Dios mío, por qué no pensaría en lo del brazo!
—Tony, no es culpa suya.
—Lo sé. Pero a veces me pregunto cuántas personas más han de morir antes de que todo el mundo reconozca que los psicólogos no solo somos curanderos. Carol, creo que para ganar tiempo, deberíamos pedirle a Chris Devine que vaya a hablar con la forense. La sargento está ansiosa por ayudar y tiene suficiente experiencia como para saber qué tipo de cosas debería preguntarle. ¿Qué opinas?
—Creo que es buena idea. A decir verdad, tenía miedo de decirte que, ahora mismo, no puedo ir a Londres. Esta noche debería estar accesible por si el pirómano decide actuar.
—Lo sé —le sonrió. Posiblemente, aquella fuera la primera vez en toda su carrera de criminólogo en la que le preocupaba algo que no tenía que ver con el caso que tenía entre manos. Aquel era el problema de trabajar con Carol Jordan, que le influía de maneras que nadie antes le había influido. Si no estaba a su lado, conseguía olvidarse del tema; pero, trabajando tan cerca de ella, le resultaba imposible ignorarlo. Le ofreció una sonrisa seria—. Y yo tengo miedo de que John Brandon se enfade conmigo porque estoy robándote demasiado tiempo.
—Lo sé. —Había detectado la mentira, pero hizo como si no se hubiera dado cuenta. No era ni el momento ni el lugar para ese tipo de verdades.
Kay había perdido la cuenta. No recordaba si este era el séptimo o el octavo grupo de vídeos que inspeccionaba. Como había sacado la pajita más corta al determinar cómo se dividían las secciones de la autopista, le había tocado conducir hasta Londres desde Leeds y salir antes del amanecer. Una vez allí, había dado la vuelta, había desandado el camino y se había parado en cada área de servicio con la que se encontró. Ahora, ya era por la tarde y estaba sentada en una oficina destartalada que apestaba a humo y a sudor rancio, analizando imágenes entrecortadas que bailaban delante de ella mientras pasaba rápido la cinta hacia delante. Estaba hastiada de tomar café malo y tenía la boca pastosa y pesada debido a que había pasado ya mucho tiempo desde el desayuno en la estación de servicio de Scratchwood. Le picaban los ojos y los tenía cansados, y preferiría poder estar en cualquier otro lugar.
Al menos, habían conseguido ajustar la franja horaria. Habían determinado que Shaz o Vance no podrían haber llegado a la primera estación de servicio antes de las once de la mañana; y a la última, a las siete de la tarde. Ajustar los tiempos a los que deberían haber pasado por cada estación de servicio no les había resultado complicado.
Revisar las cintas le llevaba mucho menos tiempo de lo que duraban en tiempo real, ya que las cámaras no grababan constantemente, sino que tomaban una serie de fotos por segundos. Aún así, llevaba horas revisando las grabaciones, adelantándolas hasta que aparecía un Volkswagen Golf de color negro o alguno de los coches registrados a nombre de Jacko Vance (el Mercedes descapotable de color plateado o el Land Rover). El Golf era lo suficientemente común para que tuviera que detenerse muchas veces; los demás, aparecían de pascuas a ramos.
Le daba la impresión de que, ahora, iba más rápido que al empezar la tarea. Estaba mucho más concentrada en lo que buscaba, aunque temía que el cansancio hiciese mella en ella y se le pasase algo crucial. Se obligó a seguir concentrada y siguió pasando la cinta hacia delante hasta que apareció esa forma familiar de cochecito negro. Otro Golf. Puso la cinta a velocidad normal y vio enseguida que el conductor era un hombre con el pelo canoso y una gorra de béisbol. Como no era ninguno de los que esperaba ver, fue a pulsar el botón de avance rápido… ¡pero le dio a la «pausa»! Aquel hombre tenía algo raro.
Sin embargo, lo primero que le llamó la atención cuando se fijó más en el coche no tenía nada que ver con la persona que se bajó de él para echar gasolina. Lo primero que le llamó la atención es que, a pesar de que el coche estaba en un ángulo complicado como para ver la matrícula con claridad, se veían las dos últimas letras de la matrícula… ¡y eran idénticas que las del coche de Shaz!
—¡Mierda! —soltó por lo bajo. Rebobinó la cinta y la puso de nuevo. Esta vez se dio cuenta de lo que le había llamado la atención del conductor: era completamente zurdo. No usaba la mano derecha para nada, que es como se comportaría Jacko Vance si usase algo que no estuviera adaptado para su discapacidad física.
Kay estudió la cinta un buen rato más. No era fácil distinguir los rasgos del hombre, pero estaba segura de que Carol Jordan conocía a alguien que pudiera ayudarlos a superar aquel escollo. Antes de que cayera la noche, tendrían montado el caso contra Jacko Vance de manera tan sólida que ni un equipo de abogados carísimos podría echarlo abajo. Y sería gracias a ella. Aquel era el mejor tributo que podía rendirle a una mujer que había empezado a convertirse en su amiga.
Cogió el móvil y llamó a Carol.
—¿Carol? Soy Kay. Creo que tengo algo a lo que tu hermano podría echarle una ojeada.
No es que a Chris Devine le pareciera mal que los forenses tuvieran un día libre. Lo que le jodía, pero bien, es que esa forense en concreto pasase su tiempo libre sentada bajo la lluvia en mitad de la nada, esperando a que apareciera un puto pájaro que se suponía que debería estar en Noruega pero que, por lo visto, andaba perdido por la zona. A ella no le parecía que perderse fuese algo por lo que hacer una fiesta. La lluvia se le metía por la nuca y le caía por la espalda. «¡Puto Essex!», pensó amargamente.
Se parapetó de las corrientes de viento del este para consultar de nuevo el mapa que el guardabosques le había esbozado. No podía estar lejos. ¿Por qué tenían que estar tan bien ocultos los escondites para ojeadores? ¿Por qué no podían hacerse una casita como la que su abuela tenía en el campo? ¡La mujer tenía más pájaros en su jardín de los que Chris había visto en este puto pantano en toda la tarde! Por lo visto, a esos pájaros no les gustaba asomar el pico en días tan horribles como este. Dobló el mapa mientras gruñía, se lo guardó en el bolsillo y bordeó el bosquecillo.
El escondrijo estaba tan bien camuflado que casi se lo pasó. Abrió la puerta de madera y se forzó a desfruncir el ceño.
—Siento mucho entrar así. —Se disculpó ante las tres personas que había allí hacinadas. Al menos, allí no se la llevaba el viento—. ¿Es alguno de ustedes la profesora Stewart? —Esperaba estar en el lugar adecuado porque, con aquellas chaquetas enceradas, bufandas y gorros de lana que llevaban todos, era imposible saber si hablaba con hombres o con mujeres.
—Yo soy Liz Stewart —dijo una figura que levantó una mano enguantada—. ¿Qué quiere?
—Soy la sargento Devine, de la Policía Metropolitana —suspiró aliviada—. ¿Podría hablar con usted?
—No estoy de guardia —respondió la mujer mientras negaba con la cabeza. Su acento escocés se iba acentuando al ritmo que aumentaba su enfado.
—Soy consciente de ello, pero este tema es urgente. —Chris se apartó de la puerta y el viento entró con más fuerza en la estructura destartalada.
—Por amor de Dios, Liz, ve a ver qué quiere esa mujer —dijo un voz de hombre con tono de irritación—. ¡Ninguno vamos a ver nada como sigáis discutiendo como verduleras!
La profesora salió refunfuñando y como pudo de entre los otros dos y siguió a Chris al exterior del escondite.
—Podemos refugiarnos entre los árboles —dijo de malos modos y pasó por delante de la sargento camino del lugar, abriéndose paso entre la maleza.
Se internaron en un bosquecillo que las protegía de los elementos y llegaron a un claro. Allí, Chris comprobó que se encontraba ante una mujer de unos cuarenta años con los rasgos afilados y los ojos ambarinos, como los de un halcón.
—Bueno, dígame, ¿qué pasa?
—Trabajó usted en un caso hace doce años; el asesinato sin resolver de una adolescente de Manchester: Barbara Fenwick. ¿Lo recuerda?
—¿La chica del brazo destrozado?
—La misma. Resulta que el caso podría tener relación con una investigación actual. Creemos que nos encontramos ante un asesino en serie y es posible que el de Barbara Fenwick sea el único cadáver de todas sus víctimas que se ha encontrado… Lo que hace que su informe y sus apreciaciones post mortem sean muy importantes.
—Bueno, pero de esto podríamos hablar el lunes por la mañana —respondió la profesora rápidamente.
—Podríamos, pero quizá la chica que tiene raptada ahora mismo no llegue al lunes.
—Oh. Pues dispare, sargento.
—El subcomisario Scott, ya jubilado, les contó a mis colegas que usted pensó en su momento, aunque no lo reflejara en el informe, que parecía que el brazo había sido destrozado deliberadamente con algo parecido a un torno en vez de haberse roto por un golpe. ¿Es así?
—Es lo que me pareció, sí… pero era una mera especulación. No era la típica cosa que pondría en un informe post mortem, a menos que tuviera alguna prueba para justificarlo, porque me resultaba descabellado —dijo con tono seco.
—Pero, si le exigieran que diera su opinión, ¿lo diría?
—¿Si me preguntaran si es posible? Sí, respondería que sí.
—¿Y hay alguna cosa más que no escribiera en el informe porque le resultaba «descabellado»?
—No, creo que no.
—Sé que me ha dicho que no escribió todo esto en el informe oficial pero ¿cabe la posibilidad de que lo escribiera entre sus notas?
—Por supuesto —respondió la mujer como si fuera lo más normal del mundo—. De esa manera, si más adelante resulta relevante, el fiscal puede utilizarlo en un juicio.
Chris cerró los ojos un instante y pidió al cielo.
—¿Y conserva esas notas?
—Por supuesto. De hecho, tengo algo incluso mejor.
La cafetería de la estación de servicio de Hartshead Moor, en la A26, no era lo que nadie consideraría un buen lugar para pasar la noche del sábado; lo que, por otro lado, les venía estupendamente para lo que querían. Al equipo de investigación se había unido ahora Chris Devine, que había encajado como si llevase con ellos desde el principio. De hecho, parecía que Carol y ella se conocieran de toda la vida, tanto por sus experiencias laborales comunes como porque eran lo más parecido que tenía el equipo a una cadena de mando.
El grupo había «colonizado» una esquina lejana de la cafetería con la idea de que nadie pudiera oírlos o molestarlos y porque estaba en la división entre la zona de fumadores y la de no fumadores. Leon, que había llegado desanimado porque no había encontrado nada, se animó en cuanto oyó lo que había descubierto Kay. Simon, por su parte, empezaba a mostrar esos signos de tensión típicos de alguien cuyo nombre está en la lista de personas buscadas por la policía; no obstante, la sensación de comunión del grupo estaba consiguiendo que se animase. Tony se preguntaba cuánto tiempo más aguantaría aquel hombre la presión antes de empezar a perder la razón.
—He concertado una cita entre Kay y uno de los amigos de mi hermano —cortó Carol—, porque podría mejorar la calidad de estas fotografías. De esa manera reduciremos el margen de duda.
—¿No vas a venir conmigo? —preguntó Kay, un tanto preocupada.
—Carol tiene responsabilidades en el este de Yorkshire esta noche —dijo Tony—. ¿Hay algún problema, Kay?
—No, problema no… —Parecía que estuviera avergonzada—. La cuestión es que no conozco de nada a ese hombre… y nos está haciendo un favor.
—Así es —dijo Carol—. Michael me ha dicho que le debe una.
—La cuestión es que… bueno, que si quiero presionarlo un poco… ya sabéis… si resulta que me parece que no está poniendo toda la carne en el asador pero no puedo decírselo porque no tengo confianza con él o porque le va a llevar mucho trabajo… no voy a poder presionarlo tanto como lo haría Carol.
—Tiene razón —afirmó Chris. Estaba sentada junto a Leon en una mesa de la zona de fumadores—. Ni siquiera es ella la que ha pedido el favor. Y es sábado por la noche. Seguro que hasta los cerebritos tienen mejores planes un sábado por la noche que hacerle un favor a alguien que ni siquiera ha ido en persona. Eso es lo que va a parecer, desde luego. Creo que Carol debería ir.
—Tenéis razón —respondió la inspectora jefe al tiempo que revolvía su espeso café—. Lo que decís tiene toda la lógica del mundo, pero no puedo permitirme estar lejos de mi jurisdicción esta noche. —Consultó su reloj de pulsera para hacer unos cálculos rápidos.
—No, Carol —le dijo Tony sin esperanzas, pues sabía que estaba perdiendo el tiempo.
—Aunque si nos vamos ahora mismo… podríamos llegar allí a las nueve y yo podría estar en Seaford a la una como muy tarde. Al fin y al cabo, nunca sucede nada antes de la una, ¿no? —Decidida, Carol cogió el abrigo y el bolso y soltó—. Venga, Kay, nos vamos. —Mientras se alejaba hacia la puerta y Kay se ponía apresuradamente en pie para seguirla, Carol se dio la vuelta y dijo—. Chris, ¡buena caza!
—Bueno, ¿y qué hacemos nosotros? —preguntó Leon con agresividad al tiempo que encendía otro cigarrillo con la colilla del anterior—. Tengo la sensación de haber perdido el puto día con las puñeteras cámaras. Me gustaría hacer algo útil, ¿sabéis?
Tony se alegraba de que Chris Devine se hubiera unido a ellos porque le daba la impresión de que iba a tener que confiar en su experiencia ahora que los demás empezaban a ponerse nerviosos.
—Leon, nadie ha perdido el tiempo. Hoy hemos dado un paso de gigante —dijo el psicólogo con tranquilidad—. Tenemos que centrarnos en lo que tenemos. La información que le ha dado la forense a Chris también es muy importante. Pero, en conjunto, aún no es suficiente. Vamos avanzando hacia él. Todo lo que descubrimos lo señala, pero de momento solo disponemos de suposiciones.
—¿A pesar de que haya una víctima con el brazo hecho papilla? —preguntó Simon incrédulo—. ¡Venga ya, ese debería ser un argumento decisivo! ¿¡Qué más necesitamos, por amor de Dios!?
—Dado que Jack el Chuleta puede contratar a los mejores abogados del país, con lo que tenemos, esa gente se reiría en nuestra cara… si es que conseguimos siquiera llevarlo a juicio, claro —respondió Tony—. Lo siento mucho, pero es así.
—Lo del brazo destrozado es bueno —siguió Chris—, pero no nos sirve de nada al tratarse de un caso aislado. Necesitamos algo con lo que compararlo… y el problema es que hasta ahora no se han encontrado más cadáveres, ¿no? —Los demás asintieron—. Pero creéis que raptó a otra pocos días antes de que Shaz le plantase cara, ¿no? Entonces, hay muchas probabilidades de que haya empezado con ella, pero que no la haya matado aún. Así que si damos con esa chica, es un testigo de cargo ¡y ya lo tenemos! ¿A alguien le parece mal?
—No —empezó Tony—. Ahora bien, no sabemos dónde las tiene presas hasta que las mata.
—¿Que no lo sabemos? ¡Venga, hombre!
Si hubieran sido perros de caza, se les hubieran levantado las orejas al unísono.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tony.
—Lo bueno de ser una bollera vieja como yo es que cuando salía por la noche, todas las que tenían un buen trabajo estaban bien escondidas en el armario. Ahora, esas mujeres con las que solía beber son jefas y resulta que, una de ellas, es socia en la agencia de publicidad que se encarga de las campañas de Jacko. —Sacó una hoja de fax del bolsillo interior de la chaqueta—. Este es el calendario del tipo en las últimas seis semanas. Mirad, o es Superman o tiene implicada a su esposa o solo hay una zona del país en la que podría tener a la chica. —Se recostó en la silla y dejó que los otros tres se concentraran en el pedazo de papel que acababa de dejar sobre la mesa.
—Sé que tiene una casa de campo por allí —añadió Tony mientras se pasaba la mano por la cabeza—, pero es una zona muy extensa. ¿Cómo creéis que podríamos reducirla?
—Podría hacerlo en su propia casa —apuntó Leon.
—¡Sí! —saltó Simon animado—. ¡Vamos a mirar en su escondite!
—No sé… —comentó Chris—. Ha tenido tanto cuidado en todo que me resulta extraño que vaya a correr el riesgo de tenerla allí.
—¿Riesgo? —preguntó Tony—. Lleva allí a las chicas por la noche y de ellas nunca más se sabe. No hay restos de los cadáveres. Jack el Chuleta hace trabajo de voluntariado en el hospital de Newcastle; seguro que allí hay una incineradora. Él siempre nos hace ver que es un hombre corriente capaz de tratar con todo el mundo. Seguro que aparece a menudo por el cuarto de calderas para charlar con los «coleguitas». Y si los ayuda a cargar la incineradora de vez en cuando… ¿quién va a notar que se ha quemado una bolsa de más con restos humanos? —El grupo se quedó frío, en silencio. Tony se rascó la barba de tres días—. Debería haberme dado cuenta antes. El tipo es un controlador… el único lugar en el que estaría a gusto para matar a alguien es aquel que considera que controla y conoce a la perfección.
—¡Pues vamos! —dijo Simon al tiempo que apartaba su taza y cogía la chaqueta.
—No —respondió Tony con firmeza—. Simon, no es momento para jugar a los hombres de acción. Tenemos que trazar un plan cuidadosamente. No podemos entrar allí como un elefante en una cacharrería con la esperanza de que lo que encontremos justifique nuestras acciones. Sus abogados nos podrían hacer picadillo. Necesitamos una estrategia.
—Para ti es fácil decirlo, tío —empezó Leon—. No eres tú al que está buscando la poli. Tú puedes dormir en tu propia cama cada día. Tenemos que hacer algo para que dejen de acusar a Simon.
—A ver, a ver —Chris tranquilizó los ánimos—. No le haría ningún daño a nadie enseñar la foto de Donna Doyle por la zona. De acuerdo con el calendario de Jacko, tuvo que llegar allí por su propio pie. Seguro que las manda en tren o en autobús. Podríamos preguntar en la estación de tren y en la terminal de autobuses, hablar con los empleados y con los habitantes de la zona. Si hay alguna estación cerca del escondite de Jack el Chuleta, alguien ha tenido que ver algo.
—¿¡Y a qué estamos esperando!? —Simon se puso en pie como una exhalación, echaba chispas por los ojos.
—Tampoco sirve de nada que lleguemos allí antes de la mañana —respondió Chris.
—Se tardan dos horas y media en coche y no tenemos nada mejor que hacer, ¿no? Vayamos ya, busquemos un hotel barato y empecemos a patear la zona en cuanto amanezca. ¿Estás conmigo, Leon?
—Siempre que no tenga que ir en tu coche —respondió el hombre mientras apagaba el cigarrillo—. ¿Qué coche llevas, Chris?
—No te gustaría la música que pongo. Cada uno que vaya en su coche. ¿Te parece bien, Tony?
—Sí… siempre que os mantengáis alejados de la casa. Chris, ¿me das tu palabra?
—Te la doy, Tony.
—Y eso también va por vosotros dos. Tened en cuenta que ella es, técnicamente, vuestra oficial superior.
Leon refunfuñó, pero asintió. Simon también se dio por vencido.
—De acuerdo —dijo el policía—. Además, creo que no debería ser yo quien tomase las decisiones.
—¿Qué vas a hacer tú, Tony? —preguntó Chris.
—Voy a ir a casa a trazar un perfil completo basado en todo lo que hemos descubierto hasta ahora. Sé que estáis deseosos de coger la A1 hacia el norte, y no os culpo, pero si Carol y Kay le sacan partido a la fotografía, voy a proponerles que vayamos a la comisaría central de Yorkshire Oeste a primera hora de la mañana para hacer oficial lo que tenemos. Así que dedicaos a hacer solamente interrogatorios hasta que hayamos hablado, ¿de acuerdo?
—Confía en mí —dijo Chris mientras asentía con el rostro lúgubre—. Shaz significaba demasiado para mí como para joderlo todo.
Si su intención era calmar la efusividad de los dos detectives, lo consiguió. Hasta Leon dejó de dar saltitos con la punta de los pies.
—Lo sé —respondió Tony—. Y también sé cuánto deseaba Shaz atrapar a Jack el Chuleta.
—Sí —añadió la sargento—. A esa zorra le hubiera encantado estar aquí.
En el pasado, Carol había sabido casi todo lo que se podía saber de ordenadores. De hecho, allá por 1989, era tan «niña prodigio» en CP/M y DOS como lo era ahora su hermano. Pero había entrado en el cuerpo de policía y, aquello, le había robado la vida. Mientras ella se había concentrado en convertirse en una gran policía, Michael había ido asimilando programas y sistemas operativos que, a menudo, avanzaban de un día para otro. Ahora, no era más que la tuerta en el país de los ciegos. Sabía lo suficiente como para hacer cálculos numéricos y procesar palabras, recuperar archivos perdidos en el limbo y reescribir archivos de manera que hasta una máquina reacia acabase hablándole a su amo; pero diez minutos con su hermano y con Donny, el amigo de este, habían sido más que suficientes para darse cuenta de que todo lo que ella sabía era el equivalente culinario a hervir agua en la tetera, y por la cara que tenía Kay, ella no se estaba enterando de mucho más. Se alegraba de haberla acompañado porque sabía reconocer cuándo esos dos se lanzaban en espiral a su mundo propio y tenía la autoridad suficiente para hacer que volvieran a ponerse con las fotos.
Ambos hombres, sentados delante de una pantalla de ordenador tan grande como esos televisores que suelen tener en los pubs, musitaban entre sí cosas incomprensibles acerca de drivers de vídeo, puertos locales y caché inteligente. Carol sabía lo que significaban los términos, pero no tenía ni la más remota idea de la relación que tenían con lo que estaban haciendo con el ratón y con el teclado. Michael le había dicho que, en el norte, no había nadie como Donny para mejorar fotografías o imágenes de vídeo. Y, por suerte, trabajaba en el mismo edificio de oficinas en el que la empresa informática de su hermano tenía la sede. Y además —y al contrario de lo que pensaba Chris—, tenía tan pocos alicientes en la vida que estaba emocionado de que lo alejaran de Expediente X y de la comida preparada para microondas un rato y le permitieran que les enseñara lo que era capaz de hacer.
Carol y Kay observaban las pantallas por encima de los hombros de los informáticos. Para entonces, Donny había hecho todo lo que podía con la matrícula y había conseguido confirmar que las dos últimas letras eran iguales y que había muchas posibilidades de que la tercera también lo fuera. En aquel instante, estaba encargándose del conductor. Ya había hecho las primeras pruebas con algunas de las fotos más lejanas del hombre. Tras un rato, dijo que estaba satisfecho con lo que había conseguido e imprimió un par de copias a color para las mujeres. Cuanto más miraba la fotografía Carol, más se convencía de que el hombre con la gorra de Nike y las gafas de aviador era Jacko Vance, y de que la estaba mirando directamente a ella.
—¿Qué opinas? —le preguntó a Kay.
—No estoy segura de que se le pueda reconocer bien si no sabes a quién estás buscando, pero si te dijeran que es Jacko Vance… te lo creerías.
Ahora, sin que ellas se lo hubieran pedido, Donny se había puesto a trabajar en una fotografía del busto del hombre que llenaba de gasolina el depósito del Golf a la hora de comer del día en que habían asesinado a Shaz Bowman. Era difícil encontrar una foto buena en la que trabajar porque o la visera de la gorra mantenía las facciones casi todo el rato en sombras o el tipo estaba inclinado sobre el tanque. Pero Donny fue avanzando las imágenes una a una hasta que encontró una en la que el hombre levantaba la cabeza rápidamente para ver cuánta gasolina había echado hasta el momento.
Donny consiguió mejorar la calidad de la imagen tan poco a poco que presenciarlo resultaba una tortura. Carol no podía dejar de consultar su reloj porque sabía que debería estar en Seaford y que, como pasase algo, iba a meterse en un buen lío. Los minutos se iban desgranando muy despacio mientras el potentísimo procesador buscaba en la masiva memoria del ordenador la mejor alternativa para el siguiente grupo de píxeles de la fotografía. Aunque hacía más cálculos por segundo de los que el cerebro humano llegaría siquiera a comprender, a Carol le parecía que tardaba una eternidad. Por fin, Donny se apartó de la pantalla y se puso su propia gorra de béisbol.
—Esto es lo mejor que vais a conseguir. Qué raro… me suena su cara. ¿Es algún famoso?
—¿Puedes imprimir media docena de copias? —le pidió Carol que, inmediatamente, se sintió mal por haber sido tan descortés al ignorar su pregunta, pero no podía contarle que, a pesar de que tenía los mofletes demasiado gordos, la persona cuya cara acababa de recrear era la de la personalidad televisiva preferida del país.
Michael era más avispado o estaba más familiarizado con el medio.
—A mí me recuerda a Jacko Vance, por eso te ha confundido, Donny —comentó inocentemente.
—Ah, claro, el gilipollas ese —asintió su amigo mientras giraba sentado en la silla y miraba a las mujeres—. ¡Joder, qué pena que no sea él a quien vais a arrestar! Le haríais un favor al mundo si quitaseis ese pedazo de mierda de la circulación. Siento mucho no haber conseguido algo mejor, pero es que con lo que me habéis traído… ¿De dónde decís que habéis sacado la cinta?
—Del área de servicio de Watford Gap —respondió Kay.
—Claro. Qué pena que no hayáis buscado a ese tipo en Leeds.
—¿En Leeds? —preguntó Carol—. Y eso, ¿por qué?
—Porque allí está la mejor empresa de circuito cerrado de televisión: SeeSee Visions. Esos tíos son la leche. Creen que las «libertades civiles» son un gran almacén de Londres —y se carcajeó de su propio chiste malo—. Son unos cabrones retorcidos. Es imposible que no sepas de quiénes te hablo; son los del puto monolito con vidrios tintados que hay en cuanto sales de la A1 en Leeds. Si quieres la grabación de algo de lo que ha sucedido en la autopista a la altura de Leeds, seguro que ellos lo tienen.
—¿A qué te refieres con «a la altura de Leeds»? —Carol empezó a crispar los dedos de las manos; tenía ganas de coger a Donny por la camisa y obligarlo a que fuera al grano.
—A ver, lección de historia —dijo Donny mientras ponía los ojos en blanco como si estuviera cansado de tratar con retrasados mentales—. Siglo XIX, Gran Bretaña. Pequeños proveedores de agua, de gas y compañías de tren. Poco a poco, se van uniendo y se crean los servicios públicos nacionales. ¿Me seguís?
—Y yo que pensaba que los zoquetes no sabían nada de la era Victoriana aparte de la existencia de Charles Babbage —soltó Carol—. Sí, Donny, todos hemos estudiado la Revolución Industrial en el colegio. ¿Podemos llegar ya a los circuitos cerrados de televisión?
—Vale, vale… relájate. Hoy en día, los CCTV están en pañales, tal y como lo estaban los servicios públicos por aquel entonces; pero pronto dejarán de estarlo. Dentro de poco, existirán unos sistemas en las ciudades que se conectarán con los servicios de seguridad privados y con las cámaras de las autopistas y, entonces, habrá una red nacional de circuitos cerrados de televisión. Y esos sistemas serán tan buenos que podrán reconocerte a ti o a tu coche; y como estés donde se supone que no tienes que estar… ¡zas!, las fuerzas de seguridad irán a por ti. Como si, por ejemplo, tuvieras antecedentes por robar en tiendas de alimentación y los de Marks & Spencer no quisieran verte el pelo por su supermercado; o como si fueras un pervertido confeso y los de la lavandería local no quisieran verte por allí, oliendo bragas… —Hizo un gesto como si le cortaran el cuello.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con la A1?
—SeeSee Visions son los putos amos en cuanto a tecnología, van muy por delante de todo el mundo, y la cuestión es que prueban todos sus avances en la A1. Lo que tienen es tan bueno que pueden darte imágenes en alta resolución de los conductores y de los pasajeros de delante, no digamos ya de chorradas como las matrículas —Donny hablaba fascinado y agitaba la cabeza—. Les pedí trabajo pero, una vez allí, no me gustó el sitio. Aquello parecía una ciudad de gaviotas.
—¿Una ciudad de gaviotas?
—Sí, los jefes llegan chillando a los empleados, se llevan todo lo que les viene en gana o les sirve para algo, se cagan encima de todo el mundo y se van volando por donde han venido. No me va ese rollo.
—¿Crees que cooperarían con nosotros?
—Se mearían en los pantalones del gusto. Están desesperados por causarle buena impresión a la policía. Cuando la red nacional de la que te hablo se ponga en funcionamiento, quieren ser los primeros de la cola, ser la empresa por la que se decante el Gobierno.
Carol consultó su reloj. Eran más de las diez. Debería marcharse a Seaford por si acaso su equipo tenía que entrar en acción. Además, seguro que, a esta hora de la noche, no había ningún encargado para atenderle en la tal SeeSee Visions.
Donny la miraba atentamente y se dio cuenta de lo que estaba pensando.
—Si es lo que te estás planteando, seguro que hay alguien allí aunque sea tarde. Llama; no tienes nada que perder.
«Pero quizá Donna Doyle sí», pensó Carol mientras observaba la cara de súplica de Kay. Además, Leeds estaba a mitad de camino entre Manchester y Seaford, y los de su equipo estaban creciditos. No sería la primera vez que tenían que pensar por sí mismos.
Primero, las víctimas. Siempre había sido el punto de partida. El problema en este caso era convencer a los demás de que las había. Tony sabía que, al mismo tiempo, existía la posibilidad de que estuvieran equivocados. Se habían convencido hasta tal punto de que Shaz tenía razón y querían ser tan determinantes en la detención de la persona que la había matado que quizá se estuvieran engañando respecto al valor de lo que habían descubierto. Era perfectamente posible que todas las pruebas circunstanciales que tenían contra Jacko Vance fuesen solo eso, circunstanciales. Pero, como decía el dramaturgo: «por allí queda la locura». La locura y la perspectiva de que arresten al pobre Simon en cuanto llegue a casa.
—Las víctimas —pronunció Tony en alto. Luego, observó la pantalla del portátil unos segundos y se puso a teclear:
El caso de un asesino en serie
La primera víctima conocida de este grupo hipotético es Barbara Fenwick, cuyo asesinato tuvo lugar hace doce años (consultar el informe preparado por el detective Leon Jackson para conocer los detalles del crimen). Podemos decir con cierto grado de seguridad que este fue el primero de los asesinatos del perpetrador puesto que no hay registro anterior de su firma, que consiste en la pulverización del antebrazo derecho. Sin lugar a dudas, esa es la firma del asesino puesto que no hay ninguna necesidad de infligir una herida así para llevar a cabo un abuso sexual o un asesinato. Resulta extrínseco, ritual y, por tanto, se debe asumir que tiene algún significado para el asesino. Dada la naturaleza ceremoniosa de esta firma, es muy probable que haya usado el mismo objeto para producir la misma herida a todas sus víctimas. Por lo tanto, es muy posible que las demás víctimas tengan una desfiguración similar del brazo.
Hay, al menos, un indicativo de que ese fue el primero de sus asesinatos: el asesino había elegido lo que consideró un lugar suficientemente aislado y seguro para llevar a cabo el crimen sin que nadie lo molestara, pero estuvieron a punto de pillarlo con las manos en la masa. Esta situación podría haberlo asustado lo suficiente como para que asegurase muchísimo mejor el futuro lugar, o lugares, donde matar a sus víctimas. Sin duda, ha encontrado un lugar bien seguro, cosa que queda demostrada por el hecho de que no se haya descubierto ninguna víctima más.
Al no existir cadáveres, ¿en qué podemos basarnos para considerar que se trata de un asesino en serie?
Se detuvo y consultó la lista de rasgos comunes que Shaz le había presentado al equipo de criminólogos. Le parecía que había pasado una década de aquello. Lo mínimo que podía hacer era asegurarse de que el trabajo de la mujer no caía en saco roto. Hizo un par de cambios y adiciones, y tecleó la lista entre sus notas. Luego, continuó:
Mientras que en un grupo de este tipo se puede esperar que haya entre dos y tres rasgos comunes, en este caso hay tantas similitudes y congruencias que resulta imposible pensar que se trate de meras coincidencias. Es especialmente destacable el grado de similitudes físicas entre las víctimas; hasta el punto de que podrían ser hermanas.
Y lo que es más significativo es que podrían ser hermanas de una mujer llamada Jillie Woodrow cuando esta contaba con entre quince o dieciséis años; momento en el que se convirtió en la novia de Jacko Vance, nuestro primer sospechoso. En mi opinión, no es una coincidencia que las víctimas tengan el brazo destrozado si tenemos en cuenta que Vance fue privado de una brillante carrera en el atletismo cuando perdió el brazo derecho en un accidente de tráfico.
Además, Barbara Fenwick murió unas catorce semanas después del accidente de Jacko Vance. Durante gran parte de ese tiempo, el hombre estuvo en el hospital, recuperándose de las heridas que había sufrido, tras lo que asistió a largas sesiones de fisioterapia. En ese periodo de hospitalización, Jillie Woodrow aprovechó para poner fin a una relación que se había vuelto más y más opresiva y desagradable (consultar las notas de la entrevista hecha por el detective Simon McNeill a la propia Jillie Woodrow). La combinación de esas dos situaciones estresantes es suficiente para desencadenar la necesidad de cometer homicidios sexuales en alguien que está predispuesto a tener respuestas sociópatas con tendencia violenta.
Desde entonces nunca ha dado rienda suelta a sus impulsos sexuales de manera normal. Su matrimonio es una farsa puesto que su esposa es lesbiana y la pareja real de esta es su propia ayudante personal. Esta relación es anterior al matrimonio con Jacko Vance. Vance y su esposa nunca han tenido relaciones sexuales y su esposa asume que contrata a prostitutas de lujo para cubrir sus necesidades sexuales. No hay nada que indique que tiene alguna sospecha de su actividad homicida.
Cuando la infancia y la juventud de Vance se comparan con los criterios que se han demostrado por experiencia, queda patente que hay rasgos comunes con los sociópatas homicidas. De hecho, el grado de similitudes es remarcable. Disponemos del interrogatorio a un testigo que confirma que la relación que Vance tenía con su madre era muy complicada porque esta lo rechazaba; que el padre estaba a menudo ausente y que el hijo estaba obsesionado con impresionarlo; que abusaba y manipulaba a niños más pequeños; que tenía comportamientos crueles y sádicos con los animales. También tenemos una testigo que afirma que su comportamiento sexual era controlador y que sus fantasías sexuales eran impactantes y perversas. Su relación con el deporte, lo volcado que estaba en él, puede interpretarse como una sobrecompensación para olvidar lo poco que le llenaba el resto de su vida. Por tanto, perder esa capacidad deportiva puede entenderse como un golpe devastador a una persona con una autoestima extremadamente frágil.
En esas circunstancias, las mujeres serían las víctimas propicias y obvias. Vance consideraría que su madre y su prometida lo habían anulado. Ahora bien, el sujeto es demasiado inteligente como para saber que no debe aplacar su ira con los objetivos evidentes, por lo que decide vengarse con «sustitutas». Todas sus víctimas tienen un fuerte parecido con Jillie Woodrow cuando ambos eran novios.
Hay que tener en cuenta que se ha demostrado que los asesinos en serie que se han detenido a lo largo del tiempo tienen un coeficiente intelectual por encima de la media; muy por encima en algunos casos. Por tanto, no debería sorprendernos que los asesinos en serie que aún no han sido atrapados o de los que no se sospecha siquiera usen dicha inteligencia para actuar de forma muy eficiente. En mi opinión, Jacko Vance es un ejemplo de este principio.
Se recostó en la silla. ¡Y luego dicen de la psicología! Aún tenía que trazar una tabla más detallada con las condiciones previas correspondientes, pero no le llevaría mucho tiempo. Estaba seguro de que eso, junto con las pruebas concluyentes que esperaba que consiguieran Carol y Kay aquella noche, sería material suficiente para que, en cuestión de doce horas, la policía de Yorkshire Oeste empezase a tomar en serio la posibilidad de que Jacko Vance fuera el asesino.
El sargento Tommy Taylor sabía oler la mierda a distancia: y vigilar a bomberos que trabajaban media jornada era el montón de mierda más grande que había visto en años. La noche anterior la había pasado vigilando a Raymond Watson; lo que, en realidad, significaba pasarse la noche vigilando la casa de Raymond Watson. Y, desde luego, no es que el lugar tuviese peculiaridades arquitectónicas con las que mantener la mente activa: era una casa común y corriente, con la pintura descascarillada por todos lados y con un jardín delantero de los más pequeños que había visto en la vida y en el que no cabía nada más que un rosal, que estaba inclinado de tanto sufrir el viento del noroeste y que habían podado de una forma que muchos escultores modernos envidiarían tanto como para dar un ojo por conseguir algo parecido.
Watson había vuelto a casa a las once de la noche el día anterior, tras la última carrera de perros. Esa noche no había carreras, así que había llegado a casa justo después de que dieran las siete, según le habían informado los agentes de uniforme. Desde entonces, nada. A menos que considerases significativo que hubiera salido a dejar las botellas de leche en la puerta.
Después de aquello, había tardado diez minutos en apagar la luz. Una hora después, allí no había ningún signo de vida. Y es que esa zona alejada del centro de Seaford tampoco es que destacara por su gran actividad nocturna. En aquel momento lo único que sacaría a Raymond Watson de su cama sería un incendio. Refunfuñó y cambió de postura, se rascó las pelotas y, después, se olió los dedos. Aburridísimo, encendió la radio y llamó a Di Earnshaw.
—¿Pasa algo por ahí?
—Negativo —respondió la mujer.
—Si te llaman de comisaría para decirte que hay un incendio al que han pedido a nuestros «amigos» que vayan, avísame por radio, ¿vale?
—¿Por? ¿¡Vas a salir del coche para una persecución a pie!? —Su tono de voz denotaba entusiasmo. Era probable que estuviera tan aburrida como él, así que le emocionaba cualquier cosa que se saliera de la rutina, por poco que fuera.
—Negativo. Necesito estirar las piernas; estas putas latas de sardinas no están echas para los de mi altura. Lo dicho, si pasa algo, dame un toque. Corto y cierro.
Arrancó el coche; el motor volvió a la vida tras toser unos instantes y la silenciosa calle se llenó de ruido. A la mierda con las gilipolleces de Carol Jordan. A poco más de un kilómetro de allí había un club que cerraba tarde y al que acudían, principalmente, marineros de barcos extranjeros. Ahora mismo, allí había una pinta con su nombre… a menos que estuviera muy equivocado. Era hora de averiguarlo.
Carol y Kay siguieron al guardia de seguridad por los pasillos inundados de luz blanca. Llegaron a una puerta, el hombre la abrió, se echó atrás y les hizo un gesto con la mano para que pasasen a una habitación pobremente iluminada. Casi toda la superficie horizontal estaba ocupada por pantallas de ordenador. Una mujer joven con pantalones vaqueros y un polo, con el pelo engominado y teñido de rubio platino, miró por encima del hombro y, en cuanto registró quiénes eran los visitantes, volvió a centrarse en la pantalla del ordenador. Sentado en una de las mesas que hacía esquina había un hombre con un traje que parecía carísimo. En cuanto entraron las mujeres, descruzó los brazos y se preparó para incorporarse e ir a saludarlas.
Dio un paso hacia ellas mientras se peinaba un mechón rebelde que le caía sobre los ojos. El hombre tenía el pelo castaño. Carol pensó que quería dárselas de jovencito, pero que hacía una generación que había dejado de serlo.
—La inspectora jefe Jordan y la detective Hallam —dijo con un tono grave—. Bienvenidas al futuro.
«Que Dios me ampare», pensó Carol.
—Debe de ser usted Philip Jarvis —respondió forzando una sonrisa—. Estoy impresionada y agradecida de que estén preparados para ayudarme a estas horas de la noche.
—El tiempo no espera a nadie —comentó tan orgulloso como si hubiera acuñado él mismo la frase—. Sabemos que su trabajo es muy importante y, al igual que ustedes, nosotros también trabajamos veinticuatro horas al día. Al fin y al cabo, ambos estamos en el negocio del crimen. Y cuando la prevención falla, ahí estamos nosotros para echar una mano.
—Ajá —respondió Carol sin más. Sin duda, se trataba de un discurso preparado que no pretendía obtener respuesta.
—Esta es la sala de visionado —dijo el hombre tras sonreír abiertamente. Su sonrisa era blanquísima, más típica de Nueva York que de Yorkshire. Señaló los ordenadores con la mano; le daba igual estar explicando una obviedad—. Es aquí donde llegan las imágenes de nuestra biblioteca automática o de las muchas cámaras que tenemos en las carreteras. El operario elige la fuente y pide que le muestren las imágenes que quiere ver.
Indicó a ambas policías que avanzasen hasta donde se encontraba la mujer que las había mirado brevemente cuando entraban. Cuando estuvo cerca de ella, Carol apreció que su piel estaba más envejecida que la cara ya que carecía de brillo por la ausencia de luz natural y por la radiación de los monitores.
—Les presento a Gina —lo dijo como si la mujer perteneciera a la realeza—. En cuanto me han indicado ustedes la fecha, el periodo de tiempo y las matrículas que les interesaban, la he puesto a trabajar en ello.
—Como ya le he dicho, se lo agradezco muchísimo. ¿Han tenido ustedes suerte?
—La suerte no tiene nada que ver con esto, inspectora jefe —dijo Jarvis con arrogancia—. No cuando se tiene un sistema puntero como el nuestro. Gina…
Gina apartó la mirada de la pantalla, cogió un papel de la mesa, se empujó con los pies y se dio la vuelta para mirarlos.
—Las 14.17 de la tarde en cuestión —iba al grano y era eficiente—. El Volkswagen Golf negro deja la A1 camino del centro de la ciudad. A las 23.32, el Mercedes descapotable de color plateado hace exactamente lo mismo. Podemos proporcionarles cintas con los tiempos e imágenes fijas de ambos momentos.
—¿Es posible identificar a los conductores de los vehículos? —preguntó Kay al tiempo que intentaba que no se le notase la excitación.
Gina levantó una sola ceja y miró a la policía.
—Obviamente, las capturas diurnas suponen un problema menor —soltó Jarvis—. En lo tocante a las filmaciones nocturnas, usamos unas técnicas experimentales, ¡pero magníficas!, que, junto con nuestros programas para mejorarlas informáticamente, nos dan imágenes sorprendentemente buenas.
—Lo suficiente como para reconocer a quien va en el coche en caso de saber de quién se trata. Ahora bien, si quisieran hacer algo tipo «¿Alguien conoce a este hombre?», como en Crimewatch UK, quizá tendrían algún que otro problema —explicó Gina.
—Dice que este sistema es experimental. ¿Cree que serviría como prueba en un juicio? —preguntó Carol.
—Al cien por cien en el caso de los vehículos y, más o menos, un setenta y cinco por ciento en el caso de los conductores. —Fue Gina la que respondió.
—A ver, Gina, no hay que ser tan pesimista. Depende, como en el caso de muchas pruebas, de cómo se le presente al jurado —soltó Jarvis—. Yo testificaría y pondría mi reputación en juego por el sistema.
—¿Es usted un testigo pericial cualificado, señor? —preguntó Carol. No es que estuviera intentando dejarlo en evidencia; sencillamente necesitaba saber lo firme que era el terreno que estaba pisando.
—No, yo no lo soy, pero alguno de mis colegas sí.
—Yo, por ejemplo —dijo Gina—. Oiga, inspectora jefe Jordan, ¿por qué no echa un vistazo a lo que tenemos y, después, determina usted misma si es una prueba suficiente de por sí sin tener que depender de lo que los miembros de un jurado piensen de la tecnología?
Cuando salieron de allí, media hora después, Kay llevaba un montón de cintas y capturas de vídeo impresas con calidad láser que, en opinión de ambas mujeres, iban a arrinconar a Jacko Vance. Si Donna Doyle seguía con vida, aquel material era su mayor esperanza de sobrevivir. Carol no veía el momento de contárselo a Tony. Cuando llegaron al coche, consultó el reloj: las doce y media. Sabía que el psicólogo querría ver lo que habían conseguido, pero tenía que volver a Seaford. Además, también podía ser Kay quien le llevara el material. Carol permanecía junto al coche, sin saber qué hacer. «A la mierda», pensó; quería hablar de esas pruebas con él. El psicólogo solamente tendría una oportunidad de convencer a McCormick y a Wharton y quería asegurarse de que preparaba el caso con la mentalidad de un poli. Además, si pasaba algo, siempre podían llamarla al móvil.
La detective Di Earnshaw se recostó fuertemente contra el respaldo y levantó la pelvis hacia delante en un intento vano de estirar la columna, agarrotada, y de encontrar una postura confortable en aquel coche de policía de incógnito. Preferiría haber traído su propio Citroën, cuyos asientos parecían moldeados justo para su contorno. No sabía quién habría diseñado el Vauxhall de la policía pero, sin lugar a dudas, tenía la cadera mucho más estrecha que ella y las piernas mucho más largas.
Al menos, aquella incomodidad la mantenía despierta. Di estaba decidida a hacer bien este trabajo, en parte porque sentía que habían herido su orgullo. Estaba tan convencida como Tommy Taylor de que estas vigilancias eran una completa pérdida de tiempo y dinero, y creía que había mejores maneras de demostrarlo que aquí, haciendo el gandul. A esas alturas, conocía a su sargento suficientemente bien como para hacerse a la idea de cómo pasaba esas horas tan pesadas en las que la noche avanzaba poco a poco hacia el amanecer. Como Carol Jordan se enterase, lo iba a vestir de uniforme tan rápido que no iba a saber ni por dónde le habían llegado las hostias; y el departamento era un nido de cotillas tal que, antes o después, acabaría enterándose. Si no era en este caso, sería en otro… y quizá en uno que fuera realmente importante.
Di no tenía ninguna intención de saltarse la autoridad de Jordan de manera tan evidente. Ella se mostraría más apática que enfadada. Esa era su estrategia. Las sonrisas de pena a sus espaldas, las puñaladas, soltar eso de «No debería decir esto, pero…» cada vez que tuviera oportunidad. Iba a hacer que pareciera que todas las meteduras de pata eran culpa de las órdenes que daba Jordan y que todos los éxitos eran cosa de la tropa de a pie. No había nada tan destructivo como que te estuvieran minando constantemente. Lo sabía muy bien; al fin y al cabo, lo había sufrido años y años en la Policía de Yorkshire Oeste.
Bostezó. Allí no iba a suceder nada. Alan Brinkley estaba acostado plácidamente con su esposa, en su caja de zapatos pretenciosa de un barrio para ejecutivos que, sin lugar a dudas, estaba por encima de sus posibilidades. Y aunque fuera mucho más sencillo mantener aquel lugar limpio y ordenado, ella prefería su casita en la zona pesquera, junto al puerto viejo, aunque hoy en día se hubiera convertido en un hervidero de turistas. Le encantaban las calles adoquinadas y el aire salado, la sensación de que generaciones y generaciones de mujeres de Yorkshire habían estado sentadas en aquellos umbrales, mirando al horizonte para ver si regresaba su marido. Era tan afortunada que, por unos momentos, se sintió incluso mal.
Cotejó la hora de su reloj con la del reloj del salpicadero. En los diez minutos que habían pasado desde la última vez que había mirado, ambos relojes se las habían ingeniado para seguir, exactamente, a cinco segundos el uno del otro. Volvió a bostezar y encendió la radio. Con un poco de suerte, el programa de llamadas en el que, por lo visto, solo le cogían el teléfono a obreros habría acabado y habría algún pinchadiscos poniendo algo decente. Justo cuando Gloria Gaynor proclamaba estridentemente que mientras supiera amar, sabría que seguía viva, la luz iluminó el montante de falso estilo georgiano de la puerta de la casa de los Brinkley. Di agarró el volante con fuerza y se puso tiesa rápidamente. ¿Iba a pasar algo? ¿O era solo que alguno de los dos no podía dormir y se había levantado a hacerse una taza de té?
La luz se apagó tan de repente como se había encendido. Di volvió a recostarse mientras exhalaba un suspiro… pero, entonces, la rendija de la puerta del garaje se iluminó y la claridad se extendió hasta el camino de entrada. Sobresaltada, apagó la radio y bajó la ventanilla del coche para que el frío aire de la noche inundase sus pulmones y despejase sus sentidos. Sí, efectivamente: el inconfundible rugido de un coche.
En cuestión de momentos, la puerta del garaje se abrió hacia arriba y el coche salió al camino. Sin lugar a dudas, era el de Brinkley, o, al menos, era el coche del que Brinkley solo había pagado tres letras hasta el momento y que los embargantes se llevarían en cuanto determinasen la manera de hacerlo sin tener que entrar en el garaje de la casa. Mientras observaba, Brinkley salió del coche y entró al garaje, muy probablemente, para pulsar el botón que cerraba la puerta. En efecto.
—Joder, tía —soltó Di Earnshaw mientras subía la ventanilla. Pulsó el botón de grabación de su grabadora personal y dijo emocionada—. Alan Brinkley sale de su casa en coche. Son la una y veintisiete de la madrugada. —Dejó la grabadora en el asiento de al lado y encendió la radio con la que se mantenía en contacto con Tommy Taylor—. Aquí Tango Charlie. Tango Alfa, ¿me recibes? Corto.
Acto seguido, encendió el motor y se aseguró de apagar las luces. Brinkley entró nuevamente en el coche, arrancó y puso el intermitente para girar a la derecha. Di Earnshaw soltó el embrague poco a poco y siguió adelante sin encender las luces. Luego, lo siguió por la calle llena de curvas hasta la arteria principal. Mientras conducía, volvió a repetir el mensaje:
—Tango Charlie a Tango Alfa. El sujeto se mueve, ¿me recibes? Tango Alfa, ¿me recibes? Corto.
Una vez en la artería principal, Brinkley giró a la izquierda. Di contó hasta cinco, encendió las luces y giró detrás de él. El hombre se dirigía al centro, que quedaba a unos cinco kilómetros. No iba muy rápido, conducía justamente por encima del límite de velocidad. No iba tan lento como para que quien lo viera pensara que era un borracho, ni tan rápido como para que lo detuvieran por exceso de velocidad.
—Tango Charlie a Tango Alfa.
Juró por lo bajo. ¿Dónde estaría su jefe? ¡Necesitaba apoyo y no estaba allí! Pensó en llamar a la comisaría, pero le enviarían un ejército de coches patrulla que asustaría a los pirómanos de tres condados a la redonda.
—¡Mierda! —maldijo al ver que Brinkley abandonaba la carretera principal y se internaba por calles peor iluminadas camino de un pequeño complejo industrial.
Estaba claro adónde iba. Apagó las luces nuevamente y lo siguió con cautela. En cuanto aparecieron los altos muros del complejo, se dio cuenta de que necesitaba refuerzos, aunque fueran uniformados. Encendió la radio del coche:
—Delta Tres a control. Corto.
Se oyó el crujir de la estática, pero nada más. Se quedó de piedra al darse cuenta de que acababa de entrar en una de esas poquísimas zonas ciegas que había en el centro de la ciudad para las ondas de radio. Tenía menos opciones de recibir apoyo que si se encontrase dentro de un agujero negro. No podía hacer nada. Estaba sola.