—¿Para qué iba a venir? —Frunció el ceño.

—Ha dicho que eran amigas y ella estaba en Londres. Lo normal es que hubiera venido a verla, especialmente si era usted tan obsequiosa con ella… —Wharton cargó sus palabras con ironía.

—Aquí no vino.

—Qué raro, ¿no cree, sargento? —Wharton había detectado un punto débil y decidió seguir por ahí—. ¿Acaso prefería que mantuvieran ustedes las distancias, especialmente ahora que tenía novio?

Chris fue a paso ligero hasta la puerta y la abrió.

—Adiós, detective Wharton.

—Esta es una respuesta muy interesante, sargento Devine. —Wharton se tomó su tiempo para levantarse. Su subordinado aún estaba tomando notas.

—Si quiere insultar la memoria de Shaz y mi inteligencia, no voy a permitirle que lo haga en mi casa. La próxima vez, pida una cita formal… señor. —Se apoyó en la puerta para observar cómo ambos policías se alejaban hacia los ascensores—. Imbécil —dijo por lo bajo. Luego, cerró la puerta de golpe, fue al teléfono y llamó a un ligue que había tenido en el Ministerio del Interior—. ¿Dee? Soy Chris. Oye, muñeca, necesito un favor. Tenéis en nómina a un psicólogo, a un tal Tony Hill… necesito su número de teléfono personal.

Jimmy Linden se había fijado en el joven negro antes de que se sentara en la sexta fila de las gradas, vacías excepto por él. Después de tantísimos años trabajando con atletas prometedores, había desarrollado un sexto sentido para detectar a desconocidos. No solo tenías que estar atento a los pervertidos sexuales, los camellos que les prometían la «magia de los esteroides» a sus chicos eran igual de peligrosos. Y es que los jóvenes a los que entrenaba Jimmy eran quienes más beneficio podían sacarle a esa «magia». Todo aquel que quisiera lanzar la jabalina, el martillo, la bola o el disco más lejos necesitaba el tipo de músculo que proporcionan los anabolizantes. Y, claro, hacen que crezca mucho más rápidamente que con el entrenamiento duro. No, nunca estaba de más tener controlados a los desconocidos, especialmente en el estadio Meadowbank, donde entrenaba al equipo juvenil escocés, la flor y nata, unos chicos desesperados por conseguir ese punto adicional que los convirtiera en campeones. Jimmy volvió a mirar al desconocido. Estaba en forma, como si alguna vez él también hubiera sido atleta. Ahora bien, hace tiempo que debería haber dejado de fumar.

Cuando la sesión terminó y los jóvenes empezaron a ponerse el chándal, Jimmy se fijó en que el desconocido se ponía de pie y desaparecía escaleras abajo. Cuando apareció en la pista un rato después, lo que demostraba que tenía algún motivo oficial para estar allí, Jimmy notó que los músculos de su cuello se relajaban ligeramente. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo tenso que estaba. «Ay, la edad se me echa encima al galope», pensó con amargura. Estaba tan acostumbrado a ser consciente de su cuerpo que, normalmente, ni un solo músculo se le movía sin que él lo notase.

Antes de que le diera tiempo a seguir a los sudorosos jóvenes hasta los vestidores, el desconocido lo alcanzó y le enseñó una placa de policía en un visto y no visto. De hecho, lo hizo tan rápido que no le dio tiempo a ver a qué fuerza pertenecía.

—Soy el detective Jackson. Siento molestarlo mientras trabaja, pero me gustaría robarle una horita de su tiempo.

—¡Vamos, hombre! —La cara de galgo de Jimmy se afiló aún más por el enfado—. No les va a encontrar drogas a estos chicos. Mis chicos tienen que estar limpios, ¡y todos ellos son conscientes de ello!

—No tiene nada que ver con su equipo. —Leon esgrimió una sonrisa y negó con la cabeza—. Necesito hablar con usted del pasado, nada más. —En su forma de hablar no había ni una traza de la chulería que usaba habitualmente con sus compañeros de la unidad.

—¿De qué pasado en concreto?

Leon se dio cuenta de que Jimmy miraba a sus discípulos y de que aún quería decirles algo.

—No tiene por qué preocuparse, de verdad. Mire, he visto que hay una cafetería medio decente en esta calle. Por favor, reúnase allí conmigo cuando haya acabado y, así, hablamos. ¿Le parece?

—Sí, me parece —refunfuñó el hombre.

Media hora después, estaba sentado frente a Leon con una taza de té y un surtido de pastelitos de esos que habían hecho que Escocia se ganase el sobrenombre de «la tierra de los pasteles». Mientras observaba cómo el hombrecillo devoraba una bola de helado cubierta de coco rayado, Leon pensó que tenía pinta de ser un entrenador excelente. Todos los deportistas lanzadores que había conocido eran tipos enormes, con la espalda anchísima y los muslos como columnas. Pero Jimmy Linden parecía un asceta medieval, el típico corredor de largas distancias, una de esas criaturas que son todo huesos y fibra y que cruzan la línea de meta de las maratones sin despeinarse, mirando hacia delante como si lo único que les preocupara fuesen los próximos cuarenta kilómetros.

—Bueno, ¿y qué es lo que quiere? —le preguntó Jimmy mientras usaba un pañuelo de algodón bordado que acababa de sacar de la manga de la sudadera para limpiarse la boca con una delicadeza sorprendente.

—Por razones de la propia investigación, no puedo darle muchos detalles. Estamos investigando un caso que podría tener sus raíces en el pasado y he pensado que quizá usted pudiera aclararme algunas dudas.

—¿Acerca de qué? Hijo, yo de lo único que entiendo es de atletismo.

Leon asintió mientras presenciaba cómo un merengue desaparecía en la boca del hombre.

—Querría remontarme unos doce años atrás… o más.

—¿Cuándo entrenaba en el sur? ¿Antes de que viniera aquí?

—Eso es, cuando entrenaba a Jacko Vance.

Una sombra cubrió la cara de Jimmy Linden. Luego, inclinó la cabeza hacia un lado y soltó:

—No irá a decirme que alguien pretende tocarle las narices a Jacko y salirse con la suya, ¿verdad? —Los ojos azules y acuosos del hombre se alegraron.

—No he sido yo quien lo ha dicho, señor Linden —y le guiñó el ojo.

—Jimmy, hijo, llámame Jimmy. Todo el mundo me llama así. Conque Jacko Vance, ¿eh? ¿Y qué quieres que te cuente del niño prodigio?

—Todo lo que recuerde.

—¿Cuánto tiempo tienes?

Leon esbozó una sonrisa torcida. Acababa de recordar que estaba en Edimburgo.

—El que sea necesario.

—A ver… todo empezó cuando ganó el campeonato británico para menores de quince cuando solo tenía trece. En aquella época, yo entrenaba al equipo nacional y, en cuanto lo vi lanzar, supe que era la mejor opción para ganar una medalla de oro que habíamos tenido en una generación. —Movió la cabeza de lado a lado—. Y no me equivocaba. ¡Pobre chico! Nadie se merece ver como espectador, mientras aprende a usar un miembro artificial, el evento deportivo que tendría que estar ganando. —Leon entendió el implícito «ni siquiera Jacko Vance».

—¿No se planteó ir a las Paraolimpiadas?

—¿¡Jacko!? —El hombre resopló burlonamente—. Eso habría sido como admitir que estaba lisiado.

—Así que se convirtió usted en su entrenador cuando tenía trece años.

—Así es. Era muy trabajador, las cosas como son. Además, tenía la suerte de vivir en Londres, con lo que podía acceder fácilmente tanto a mí como a las instalaciones. ¡Y, por Dios, menudo partido que nos sacaba! A menudo le preguntaba si no tenía casa.

—¿Y qué le respondía?

—¡Bah!, se encogía de hombros. Me daba la impresión de que a su madre le daba igual lo que estuviera haciendo, siempre que no tuviera nada que ver con ella. Para aquel entonces ya se había divorciado del padre del chico. Divorciado, separado… lo que fuera.

—Entonces, sus padres ¿no venían a verlo?

—Nunca vi a la madre —respondió mientras negaba con la cabeza—. Ni una sola vez. Su padre vino a un campeonato. Creo que fue la vez en la que iba a intentar batir el récord británico juvenil, pero no lo consiguió. La bronca que le echó el padre fue antológica. Recuerdo que cogí al hombre del brazo, me lo llevé a una esquina y le dije que si no era capaz de apoyar a su hijo, lo mejor que podía hacer era largarse.

—¿Cómo se lo tomó?

—¡Bah! —respondió después de darle un trago largo al té—. El tipo me insultó, dijo que era mariquita. Le respondí que se fuera a la mierda y aquella fue la última vez que lo vi.

Leon tomó nota mental. Estaba seguro de que a Tony le interesaría eso. A su entender, era evidente que cuando Jacko era joven estaba desesperado por obtener atención. Su madre se mostraba indiferente ante él y su padre nunca estaba, así que tenía que concentrarse por completo en el deporte y en obtener logros para ver si así llamaba la atención.

—¿Era un chico solitario? —Encendió un cigarrillo a pesar de la mirada de desaprobación que le lanzó el entrenador.

—Trataba con los mejores deportistas —respondió Jimmy tras darle vueltas a la pregunta durante unos instantes—. Pero no era «uno de los chicos», ¿me explico? Estaba demasiado imbuido en su entrenamiento. No se soltaba lo suficiente. Pero no era un solitario, no. Además, Jillie siempre iba detrás de él, siempre estaba con él… y siempre le decía lo bueno que era.

—¿Sentían devoción el uno por el otro?

—Bueno, era más bien ella la que sentía devoción por él. Él solo pensaba en sí mismo, aunque le encantaba que ella estuviera encima. Ella era incondicional, como un perrito. Aunque había veces en las que Jillie cogía berrinches. Hice lo imposible para que la pareja no se rompiera. Cada vez que ella se cansaba de esperarlo en las gradas mientras entrenaba o competía, yo la animaba. Le explicaba lo contenta que iba a estar y lo feliz que iba a ser cuando Jacko ganase el oro y lo viera subido en lo más alto del podio. Le decía que el único oro que iban a ver la mayoría de las mujeres era el de una alianza de mala muerte, pero que ella iba a tener toda una medalla.

—Y con eso le bastaba, ¿verdad?

—Para ser honesto… —El hombre se encogió de hombros y agitó una mano para apartar el humo del cigarrillo de Leon—… Aquello era lo único que lo ayudaba a continuar. Cuando Jillie creció un poco más y Jacko pasó a competir con los chicos mayores, la chica empezó a darse cuenta de cómo trataban los demás chicos a las novias… y, si los comparaba con Jacko, el muchacho salía mal parado. Si no hubiera perdido el brazo, puede que ella hubiera seguido con él por la fama y el dinero, porque en aquella época los atletas empezaban a ganar muy buenas cantidades y la impresión era de que aquello iba a ir a más. Pero en cuanto vio que la gallina de los huevos de oro no iba a producir más… se largó.

—Pensaba que había sido él quien la había dejado. —Leon estaba muy atento—. En su momento, leí un artículo en el que Jacko decía que habían roto su compromiso porque ya no era el mismo hombre del que ella se había enamorado y que eso no era justo para ella. ¿No era algo así?

—¿Así que tú también te lo tragaste, hijo? —Jimmy esbozó una sonrisa desdeñosa—. Eso es lo que Jacko le dijo a la prensa para quedar como un gran hombre en vez de como un pobrecito al que han abandonado.

Leon pensó que quizá Shaz tuviera razón. Las circunstancias habían hecho que se juntaran dos desencadenantes traumáticos. Primero, que Vance había perdido no solo el brazo, sino también su futuro. Y segundo, que había perdido a la única persona que lo quería como ser humano en vez de como máquina de lanzamiento. Hay que ser muy fuerte para que todo eso no te desequilibre, pero si no estás muy bien, lo normal es que quieras vengarte de quien te ha hecho eso.

—¿Eso se lo contó él? —Leon apagó el cigarrillo.

—No, me lo contó Jillie. Fui yo quien la llevó al hospital aquel día. Y vi a Jacko después de que se lo dijera.

—¿Cómo se lo tomó?

—Pues como un hombre. —Había nuevamente desdén en su rostro—. Me dijo que era una zorra sin corazón a la que solo le interesaba el dinero. Yo le respondí que no se rindiese, que podía presentarse a las Olimpiadas Especiales y que, cuanto antes hubiera descubierto a la verdadera Jillie, mejor. Me dijo que me fuera a la mierda y que no quería volver a verme. Y esa fue la última vez que lo vi.

—¿No volvió al hospital?

—Estuve yendo cada día durante toda una semana. —La cara del entrenador se endureció—. Pero no quería verme. Se negaba en redondo. Por lo visto, no se daba cuenta de que mi sueño también se había roto. Luego, me salió este trabajo en Escocia, así que vine aquí y empecé de cero.

—¿Le sorprendió que se convirtiera en una estrella de la tele?

—La verdad es que no. Jacko necesita a alguien que le diga constantemente lo maravilloso que es. A menudo, me planteo si tendrá bastante con esos millones de espectadores y si necesita tanta adoración como antes. Él era incapaz de ver que tenía algo bueno si no se reflejaba en los ojos y los comentarios de la gente que tenía alrededor. —Jimmy agitó la cabeza y pidió otra taza de té—. Supongo que querrás saber si tenía enemigos y cuáles eran sus secretos más ocultos.

Una hora después, en el coche, Leon era consciente de que lo realmente interesante era lo que Jimmy Linden le había contado al principio. ¡Y menos mal! Porque, por alguna razón, su grabadora no había dado la vuelta automáticamente y solo había registrado la primera parte de la conversación. Aun así, camino del lejano sur, se sentía orgulloso de sí mismo. Aunque sabía que esto no era una competición, se preguntaba quién habría conseguido mejor información. Shaz le caía lo bastante bien como para hacerlo simplemente por ella, pero era humano y sabía que no le vendría nada mal hacerlo bien. Sobre todo ahora que sabía que, a ojos de Tony Hill, tenía mucho que demostrar.

No le resultó complicado dar con el complejo que incluía el estadio y el centro recreativo puesto que estaba magníficamente iluminado sobre la colina Malvern y se veía a kilómetros de distancia desde la autopista. Sin embargo, después de tomar las carreteras secundarias y dejar atrás una serie de glorietas, Tony se alegró de haber llamado con antelación para pedir indicaciones de cómo llegar. El centro de la localidad había sido reconstruido recientemente, por lo que muchos de los habitantes no sabrían cómo llegar; así que la voz anónima que le había dado las indicaciones por teléfono había sido muy bienvenida.

Luego, se dio cuenta de que hubiera sido suficiente con seguir a cualquiera de los coches que iba en aquella misma dirección. Cuando llegó, el aparcamiento estaba abarrotado y tuvo que aparcar a unos cientos de metros de la entrada principal. Junto a la entrada había una pancarta que decía: «Fiesta de inauguración. Con la presencia de Jacko Vance y de las estrellas del equipo nacional». «Futbolistas para los chicos y Jacko para las mujeres», pensó mientras caminaba rápidamente por el asfalto, agradecido de que el enorme estadio le parapetase del frío viento de la noche.

Se unió a la muchedumbre deseosa de pasar por los torniquetes y analizó al personal que pedía las entradas a la gente. Eligió a una señora de mediana edad que tenía aspecto de ser competente y maternal y se abrió paso poco a poco entre la masa de cuerpos hasta que se encontró frente a su ventanilla. Sacó sus credenciales del Ministerio del Interior del bolsillo y se las enseñó al tiempo que ponía cara de compunción y molestia.

—Soy el doctor Hill, del Ministerio del Interior, del grupo de Investigación Deportiva. Se supone que tengo un pase VIP, pero no ha llegado. ¿Puede ser que…?

La mujer frunció el ceño unos instantes y lo miró de arriba abajo como si estuviera valorando qué posibilidades había de que el hombre fuera un demente que estaba preparando algo. Pero en cuanto vio que su cola se hacía más y más larga, decidió que, en caso de que estuviera metido en algo… ya se encargaría otro, así que apretó el botón del torniquete y lo dejó entrar.

—Tiene que ir a hablar con el encargado. Por la escalera de la derecha, en el segundo piso.

Tony dejó que el movimiento natural de la masa lo llevase hacia delante, hasta la enorme zona que había debajo de las gradas —el eco era tremendo allí— y, luego, se hizo a un lado para estudiar el mapa gigante del estadio, que estaba dispuesto estratégicamente en la parte inferior del graderío. Quienquiera que lo hubiera diseñado era consciente de la superficie tridimensional en la que iba a ser reproducido, por lo que había pensado en cómo hacer para que se viera bien desde cualquier punto. De acuerdo al programa que acababa de comprar, en el campo habría música en directo, seguida de una demostración de fútbol sala en la que uno de los equipos estaría compuesto por jugadores de la selección y, para acabar, un espectacular baile irlandés. Todos aquellos que hubieran pagado cincuenta libras más o hubieran ganado el concurso de las televisiones, radios y periódicos locales tendrían la oportunidad de conocer a los famosos. Allí era donde quería llegar.

Empezó a abrirse paso entre la multitud y calculó muy bien cómo moverse para no molestar a nadie en su camino hasta el ascensor principal. El vestíbulo estaba delimitado con cordones gordos de color carmesí. Un guardia de seguridad que llevaba un cinturón con suficientes cachivaches como para suministrar a una ferretería vigilaba la entrada con una mirada torva y la gorra calada hacia delante como un soldado. Pero Tony tenía claro que solo era pose. Le mostró las credenciales y siguió avanzando como si lo último que esperase en la vida fuera que lo retase. El hombre dio un paso atrás y dijo:

—Espere un momento.

Pero Tony ya estaba delante del ascensor y pulsó el botón.

—Tranquilo, soy del Ministerio del Interior. Nos encanta aparecer cuando menos se nos espera. Hay que echar una ojeada a lo que se cuece, ¿sabes? —le guiñó el ojo y entró en el ascensor—. No queremos que vuelva a pasar lo de Hillsborough, ¿verdad? —Las puertas del ascensor se cerraron y el guarda se quedó con cara de tonto.

Después de eso, todo fue mucho más sencillo. Una vez fuera del ascensor, entró en el salón a través de las puertas dobles, cogió una copa con un líquido de color amarillento y burbujeante de la bandeja del primer camarero que pasó y ¡tachán!, ya era uno más. Se acercó a los enormes ventanales que había a lo largo de la pared del fondo, daban al campo de césped artificial. Abajo, había unas majorettes pavoneándose con sus malabarismos. La gente se arracimaba en las esquinas y en pequeños grupos. Al fondo del todo, junto a uno de los ventanales, se encontraba Jacko Vance. Estaba en medio de un grupo de mujeres de mediana edad y unos pocos hombres. Su pelo brillaba por la luz que entraba reflejada por los focos del campo y sus ojos relucían acompañados de aquel magnífico traje de corte ejecutivo. Aunque ya había asistido a otras dos galas benéficas a lo largo del día, su lenguaje corporal seguía siendo cálido y agradable y su sonrisa hacía que los demás se sintieran cómodos en su presencia. Parecía un dios tratando con sus adoradores sin condescendencia de ningún tipo. Tony sonrió levemente. Era la tercera aparición pública de Jacko a la que asistía desde que había empezado a acecharlo, y en todas ellas había encontrado oro. Es como si hubiera una conexión entre ambos, un cable de fibra óptica invisible que unía a la presa y al cazador. Sin embargo, en esa ocasión se estaba asegurando de que los papeles no cambiaban. Con una vez ya había tenido bastante.

Se hizo a un lado y avanzó por la sala. Mientras caminaba, se cubría con los demás invitados. Unos minutos después, había recorrido toda la sala, hasta la esquina en la que se encontraba Vance, y se había situado detrás de él. Miraba a uno y otro lado cada cierto tiempo para analizar a la gente que había en la zona que rodeaba a la estrella de televisión. Nunca se quedaba mirando muy fijamente a una misma persona y tampoco dejaba de prestar atención a Jacko durante mucho rato.

No tuvo que esperar mucho. Una mujer joven con el pelo rubio y engominado hacia atrás, gafas a lo John Lennon y los labios con forma de arco de cupido, entró en la sala dando saltos con una bolsa de mano con el logo de Shout! FM y miró hacia atrás para ver si sus acólitos aún la seguían. Tras ella, en una fila irregular, venían tres chicas adolescentes con ropa demasiado provocativa para su edad y maquilladas en exceso, un par de chavales con más granos que carisma y una anciana con el pelo tan duro que parecía que aún llevase los rulos puestos. Tres pasos por detrás venía un tipo con aspecto de idiota; caminaba con calma y llevaba uno de esos chalecos llenos de bolsillos prominentes y un par de cámaras réflex hechas polvo al cuello. Imaginó que se trataba de los ganadores de alguno de esos concursos idiotas de llamadas telefónicas. Se jugaba el cuello a que nadie había propuesto la siguiente pregunta: «¿A cuántas adolescentes ha asesinado Jacko Vance?». Aún tendrían que pasar dos o tres años después de que hubieran cerrado ese caso para que esa información acabase entrando en los libros de preguntas curiosas.

La rubia de los saltitos se acercó a Vance y a su séquito. Tony observó cómo el famoso la miraba con cierto desdén y volvía a centrarse en una de las mujeres de mediana edad que llevaba un sari de color turquesa que el exatleta había alabado anteriormente. La rubia se abrió paso como pudo por el círculo más próximo a la estrella, pero una mujer se interpuso en su camino. En la primera aparición pública de Jacko a la que había asistido, Tony había visto a esa misma mujer mostrar aquel mismo comportamiento. Se trataba de la ayudante personal de la estrella televisiva. Ambas mujeres inclinaron la cabeza para decirse algo al oído, la ayudante asintió y le dio unas palmaditas a Vance en el hombro. Mientras se daba la vuelta, el hombre recorrió la sala con esa mirada profesional suya y se topó con la de Tony. Se lo quedó mirando unos instantes y, después, siguió con el gesto sin que su expresión cambiara lo más mínimo.

Los ganadores del concurso de la rubia se situaron frente a su ídolo. Él les sonrió a todos —era el encanto personificado—, habló con ellos, les firmó autógrafos, les estrechó la mano, les dio besos en la mejilla y posó con ellos para las fotografías. Cada treinta segundos, miraba a Tony, que permanecía en el mismo lugar, apoyado contra la pared, sorbiendo un sucedáneo de champán y con una pose y una expresión que destilaba seguridad y confianza.

Cuando los ganadores del concurso estaban a punto de acabar, Tony abandonó su posición estratégica y se dirigió hacia Vance. Los seis afortunados ponían expresiones que iban desde el éxtasis hasta la despreocupación afectada, depende de lo interesantes que se quisieran mostrar ante sus ojos. Tony, todo bonhomía, se acercó al grupo con una expresión que mostraba franqueza y genialidad.

—Siento mucho importunarlos —empezó—, pero creo que pueden ustedes ayudarme. Me llamo Tony Hill y soy psicólogo criminalista. ¿Sabían ustedes que las estrellas como Jacko Vance están rodeadas de personas que las acechan? Pues bien, estoy trabajando junto con un equipo de policías para determinar qué tienen en común dichos acosadores y conseguir descubrirlos e interceptarlos antes de que causen problemas. Lo que pretendemos es encontrar el perfil del admirador perfecto, ese que admira de verdad a la estrella. Gente como ustedes, admiradores que las celebridades matarían por tener a su lado. Esto se hace para conseguir lo que denominamos un «perfil de control». Tan solo tenemos que hacerles una entrevista, muy corta. Media hora como mucho. O vamos nosotros a su casa o vienen ustedes a nuestras dependencias. En cualquier caso, les pagaremos veinticinco libras. —Le encantaba cómo les cambiaba la cara en cuanto decía lo del dinero—. Y a ustedes les queda la satisfacción de que, con su ayuda, han facilitado la detención del próximo Mark Chapman.

El psicólogo sacó del bolsillo interior de la chaqueta unas cuartillas en las que cada persona debía escribir su nombre completo y su dirección.

—Bueno, ¿qué les parece? Un cuestionario sencillo, en el que no constará su nombre, con el que nos ayudarán a salvar vidas y con el que ganarán veinticinco libras. No tienen más que poner su nombre y apellidos, junto con la dirección, y uno de mis compañeros se pondrá en contacto con ustedes para que rellenen el cuestionario. —Acto seguido, sacó las tarjetas de visita del UNC—. Yo soy este de aquí. —Las repartió entre la gente. Para entonces, todos, excepto uno de los chicos, habían cogido la cuartilla de Tony—. Excelente. —Les proporcionó bolígrafos.

Miró a Vance, que seguía sonriendo, hablando con la gente y dando palmaditas y besos a unos y a otros. Ahora bien, tenía los ojos clavados en Tony. Unos ojos sombríos, inquisitivos y hostiles.

Mientras aparcaba el coche, Simon pensó que la casa no tenía nada de especial. Se trataba de una casita de una sola planta, abuhardillada, de unos tres dormitorios y se encontraba en una de esas urbanizaciones construidas hacía unos treinta años que dejaba claro que eso de que «la vida empieza a los cuarenta» era una falacia. Seguro que le habría ido mucho mejor si Jacko y ella hubieran seguido juntos. Sin duda, no habrían acabado en un pueblecito como Wellingborough, donde, para muchas personas, salir a comprar a una gran superficie era lo más entretenido que había en el mundo.

Estaba sorprendido de la velocidad con la que Carol Jordan había encontrado el paradero de Jillie Woodrow, sobre todo porque se había vuelto a casar hacía tres años y, por tanto, se había cambiado el apellido nuevamente. «No preguntes cómo lo he hecho», le había respondido la inspectora jefe cuando alabó su trabajo. Desde luego, aquella respuesta le dejaba claro que a él le hubiera costado varios días encontrar aquella información. Recordó haberle oído decir a Tony Hill que el hermano de Carol era informático o algo así y se preguntó si su unidad, ya de por sí en una situación complicada, habría añadido a sus irregularidades la de «robo informático de datos».

Se sentó en el coche y miró la casa que había al otro lado de la estrecha calle y que pertenecía a Jillie y Jeff Lewis. Desde fuera parecía impecable y limpia y despiadadamente suburbana gracias a que tenía el césped cortado a la perfección y bordeado a distancia equidistante por violetas y brezos. Había un coche de renting de un año aparcado en el camino de entrada y el ventanal frontal tenía visillos. Si el ruido del motor de su coche había llamado la atención de Jillie Lewis, la mujer podría estar observándolo y él no se daría ni cuenta.

Mientras se preparaba para salir del coche, Simon pensó que, sin lugar a dudas, ese iba a ser el interrogatorio más importante de su carrera hasta la fecha. No tenía muy claro qué le iba a preguntar pero, como Jillie Lewis tuviera cualquier información que les sirviera para atrapar a Jacko Vance por el asesinato de Shaz Bowman, no iba a parar hasta que se la sacara, de una manera o de otra. No había tenido la oportunidad de descubrir si algún día llegaría a ser algo más que un colega para Shaz pero, desde luego, sentía que le debía algo más que un simple compañero de trabajo. Salió del coche y se puso la chaqueta del traje que había comprado en Marks & Spencer. Se puso bien las hombreras y la corbata, tomó aire y se encaminó a la casa.

La puerta se abrió a los pocos segundos de que llamara al timbre, pero tan solo unos centímetros porque estaba trabada con una cadena; bueno, una cadenita de nada que Simon podría haber roto en cuestión de segundos si hubiera querido. Por unos instantes, se le pasó por la cabeza la disparatada idea de que la mujer que acababa de abrir fuera la señora de la limpieza o la niñera. La mujer que lo miraba desde el otro lado de la puerta no se parecía en nada ni a la mujer que salía en las fotografías de Jillie Woodrow de los periódicos ni a las adolescentes desaparecidas. Llevaba el pelo en punta y con mechas rubias, cuando él, en realidad, había esperado encontrarse con una coleta morena. Por otro lado, había perdido todo vestigio de curvas adolescentes y estaba esquelética, hasta el punto de que si fuera su esposa, Simon controlaría que no tuviera tendencias anoréxicas. A punto estaba de disculparse cuando reconoció aquellos ojos. La expresión se había endurecido y empezaban a asomarle patas de gallo pero, sin duda, eran los conmovedores ojos de color azul oscuro de Jillie Woodrow.

—¿Señora Lewis?

—Sí. ¿Quién es usted?

Simon le enseñó la placa.

—¿Le ha pasado algo a Jeff?

—No, no —respondió rápidamente el policía—. No tiene nada que ver con su marido. Pertenezco a una unidad especial de Leeds, pero mi comisaría de origen es Strathclyde. No pertenezco a la policía local.

La mujer frunció el ceño y el descontento se dibujó en su cara.

—¿Leeds? Nunca he estado en Leeds.

—¡Pues no se pierde nada! Últimamente, yo también me pregunto qué me llevaría hasta allí. Señora Lewis, esta es una situación un tanto extraña y me resultaría más sencillo hablar de ella dentro y con una taza de café que aquí, en la puerta. ¿Puedo entrar?

Dudaba y consultó su reloj de muñeca.

—Tengo que ir a trabajar. —Pero se aseguró de no decir a qué hora.

—No habría venido si no fuera importante. —Esbozó esa sonrisa encantadora que era uno de los ases que lo habían ayudado a ascender en la policía.

—Bueno, entonces será mejor que entre. —Cerró la puerta para quitar la cadena, volvió a abrirla y se echó para atrás. La casa parecía de esas de exposición: no tenía ni una mancha, estaba impecable y era sosa. La mujer llevó al policía a una cocina donde parecía que nunca hubieran cocinado y le señaló la mesa redonda que había arrinconada contra una esquina—. Siéntese —murmuró mientras cogía una tetera de color verde oscuro, como el del alicatado que rodeaba el fregadero—. ¿Un café?

—Por favor —contestó mientras se sentaba con calzador a la mesa—. Con leche, pero sin azúcar.

—Imagino que considera que ya es usted bastante dulce de por sí, ¿no? —apuntó amargamente mientras cogía de un armarito un bote de café soluble del barato y ponía unas cucharadas en dos tazas de porcelana—. Bueno, dígame, ¿para qué ha venido? Imagino que tiene algo que ver con Jacko Vance.

—¿Por qué lo dice? —Simon intentó que no se le notara lo sorprendido que acababa de dejarlo.

La mujer dio media vuelta, se apoyó en la encimera, cruzó sus piernas enfundadas en unos vaqueros, y cruzó también los brazos sobre el pecho, a la defensiva.

—¿Por qué iba a venir si no? Jeff es un comercial trabajador y honesto, yo procesadora de datos a media jornada y no conocemos a ningún criminal. Lo único que he hecho en la vida más allá de estas cuatro paredes y que le pueda interesar a alguien es haber sido la prometida de Jacko Vance. La única persona de mi vida que le interesaría a un policía de una unidad especial es el puto Jacko Vance, que vuelve para atormentarme una vez más. —El tono de la mujer, que se dio la vuelta para indicar que había acabado de hablar, era muy insolente. Hasta el mero hecho de servir dos cafés resultó violento.

—Lo siento. Por lo que veo, es un tema muy comprometido. —Simon no sabía muy bien por dónde tirar.

Jillie le dejó el café delante de muy malos modos. Dado cómo estaba la cocina de limpia, le extrañó que no corriera a por una bayeta para limpiar las gotitas que habían salpicado la mesa de pino. Lo que hizo, por el contrario, fue retirarse de nuevo a la encimera y abrazar el café como un niño abrazaría una bolsa de agua caliente.

—No tengo nada que decir acerca de Jacko Vance. Ha hecho usted el viaje en balde. Aunque bueno, seguro que tiene unas buenas dietas… ¡como es el contribuyente el que paga!

Apesadumbrado, Simon sintió que la amargura de la mujer había envenenado el café. No obstante, le dio unos sorbitos para ganar tiempo y pensar una respuesta.

—Esta es una investigación seria y su ayuda me sería muy útil.

—Mire, ¡no me importa lo más mínimo lo que diga! —Dejó de golpe su taza sobre la encimera—. ¡Yo no soy la que lo está molestando! ¡Hasta que no me casé con Jeff, la situación era insoportable! ¡La policía vino a verme en más de diez ocasiones! Que si era yo la que le estaba enviando anónimos a Jacko Vance… que si era yo la que le estaba haciendo llamadas vejatorias a su esposa… que si era yo la que le enviaba mierdas secas de perro a la oficina… Pues la respuesta entonces y ahora sigue siendo la misma: ¡no! Si creen ustedes que soy la única persona a la que ha jodido en su egoísta subida por la puta cucaña de la fama, ¡se equivocan y carecen de toda imaginación! —Se quedó callada unos instantes y lo miró—. Y no, tampoco lo he chantajeado. Y pueden comprobarlo, cada penique que entra y sale de esta casa está muy bien contado. También he tenido que defenderme de esa acusación y le aseguro que es un montón de basura. —Sacudió al cabeza—. ¡Menudo cerdo! —Estaba que echaba chispas.

Simon levantó las manos como para detenerla.

—Espere, espere un momento. Creo que me ha malinterpretado. No he venido a verla porque Jacko se haya quejado de usted. Es verdad que quiero hablar de él con usted, pero solo me interesa lo que él haya hecho, no lo que diga que le ha hecho usted. ¡Se lo prometo!

—¿Cómo dice? —Estaba muy sorprendida.

—Tal y como le he dicho, este es un asunto muy delicado. —Simon tenía miedo de haberse pasado de la raya—. El nombre de Jacko Vance ha salido en una investigación y mi trabajo consiste en reunir información. Ahora bien, sin que el señor Vance se entere de lo que estamos haciendo, claro. —Esperaba que no se notase lo nervioso que estaba. Al principio, no sabía qué esperar del interrogatorio pero, desde luego, esto no.

—¿Están investigando a Jacko? —Aunque el tono de voz dejaba clara su incredulidad, la mujer empezó a relajarse.

—Tal y como le he dicho, su nombre tiene cierta conexión con un asunto muy grave. —El policía se revolvió en la silla.

—¡Sí! —Jillie se dio una palmada en el muslo—. ¡Ya era hora! No me diga nada, a ver si lo adivino… ha hecho muchísimo daño a una pobre mujer pero no la ha aterrorizado lo suficiente como para impedir que hable, ¿a que sí?

Simon empezó a considerar que el interrogatorio se le estaba yendo de las manos. Lo único que podía hacer era agarrarse fuertemente a la silla y esperar que aquello no fuera a mayores.

—¿Por qué piensa eso?

—Tenía que pasar antes o después —respondió jubilosa—. Bueno, ¿qué quiere que le cuente?

Cuando llegó a casa, Tony tenía los ojos cansados de hacer tantos y tantos kilómetros de noche. No tenía intención de escuchar los mensajes de su contestador, pero el parpadeo del piloto del aparato le llamó la atención cuando pasó por delante de la puerta del estudio. Cansado, pulsó el botón de reproducción de los mensajes: «Hola. Me llamo Chris Devine. Soy sargento de la Policía Metropolitana y fui compañera de Shaz Bowman en Londres durante una temporada. Se valió de mí para concertar la cita con Jacko Vance. Llámeme cuando llegue a casa. No importa lo tarde que sea». Cogió un bolígrafo, apuntó el número y descolgó el teléfono nada más acabar el mensaje. El teléfono dio tono media decena de veces.

—¿Chris Devine? —le dijo al silencio.

—¿Es usted Tony Hill? —El acento era, indiscutiblemente, del sur de Londres.

—Ha dejado usted un mensaje en mi contestador acerca de Shaz.

—Sí. Mire, los memos de Yorkshire Oeste han estado en mi casa y me han dicho que no están empleando sus servicios. ¿Es así?

A Tony le gustaba la gente que iba al grano.

—Consideran que trabajar conmigo o con los demás colegas de Shaz comprometería la integridad de la investigación. —El tono era cáustico.

—¡Qué chorrada! —La mujer estaba disgustada—. No tienen ni una puta prueba… disculpe mi lenguaje. Bueno, ¿y está usted llevando a cabo su propia investigación o qué?

Tony se sintió como si una fuerza muy potente lo estuviera aplastando contra la pared.

—Evidentemente, tengo muchísimo interés en que se detenga al asesino de Shaz —respondió tentativamente.

—¿Y qué está haciendo para conseguirlo?

—¿Por qué lo pregunta? —Estaba a la defensiva.

—Para ver si necesita ayuda, claro está —contestó exasperada—. Shaz era una gran chica e iba a ser una policía del copón. Pero, ahora, Jacko Vance o alguien más se la ha cargado por razones que desconocemos. De una u otra manera, el rastro empieza en la puerta de la estrellita, ¿no?

—Así es. —Ahora ya sabía lo que sentía el cemento bajo una apisonadora.

—¿Y está usted trabajando en el caso?

—Podría decirse que sí.

—Bueno, pues podría decirse que quiero ayudarlo —respondió la mujer tras soltar un larguísimo y profundo suspiro—. ¿Qué tengo que hacer?

—Estoy un poco estancado en lo que respecta a Vance y a su esposa. —La mente de Tony iba a toda velocidad—. Cualquier cosa que me ayudase a entender mejor su relación me sería de gran ayuda.

—¿Se refiere a algo como que Micky Morgan sea bollera?

—Algo así, sí.

—¿Es que no le vale con eso? —inquirió la mujer.

—¿Es que lo está diciendo en serio?

—¡Pues claro! —y resopló—. Ella y su pareja están tan dentro del armario que parecen abrigos de invierno. ¡Pero son genuinas!

—¿Genuinas?

—Sí, que son bolleras convencidísimas, vamos. Micky y Betsy llevan años juntas. Antes incluso de conocer a Jacko.

—¿Betsy Thorne, su ayudante personal?

—¿Ayudante personal? ¡Tonterías! Su amante es lo que es. Betsy y su pareja anterior tenían un pequeño negocio de restauración a domicilio que les iba bien, pero cuando conoció a Micky Morgan fue como ¡pum! y ¡zas! y si te he visto no me acuerdo. Enseguida comenzaron a salir juntas y eran muy discretas. Al cabo de un tiempo, desaparecieron de la escena y de golpe y porrazo la periodista es la novia de Jacko Vance… pero Betsy sigue orbitando por ahí. Micky no dejaba de ascender y empezaron los rumores de que era homosexual y los periódicos sensacionalistas iban a por ella.

—¿Cómo es que sabe todo esto? —preguntó con delicadeza.

—¿Y usted qué cree? Dios, hace doce o quince años te echaban del trabajo si eras «invertida». Todas salíamos por los mismos garitos, garitos en los que todas estábamos en el mismo barco, por lo que nadie vendía a nadie. Se lo aseguro, no sé con quién joderá Jacko Vance pero, desde luego, con su esposa no. A decir verdad, es justo eso lo que me hace pensar que Shaz podría haber descubierto algo.

—¿Le contó esto a Shaz?

—Me acuerdo de Micky Morgan de pascuas a ramos. Hasta que concerté la entrevista no me acordé de ella. Pensaba contárselo en cuanto me llamara para ver qué tal le había ido con Jacko… Pero… ya ve, no me dio tiempo a decírselo. ¿Le sirve de algo lo que le he contado?

—Chris, es fabuloso. ¡Es usted fabulosa!

—Eso es lo que me dicen todas, muñeco. Bueno, entonces ¿quiere mi ayuda o qué?

—Creo que ya me ayudado bastante.

Cuando Carol entró en sus dominios, los tres policías estaban ya en su lugar de siempre y del cigarrillo de Lee salía una voluta de humo que se perdía por la ventana. Tenía la impresión que lo de fumar era una manera de retarla pero, como nunca había fumado, la acidez de los cigarrillos apenas la molestaba, de hecho quizá fuera por eso. Carol rebuscó energía en su interior para esbozar una sonrisa e intentó no deprimirse cuando se sentó.

—A ver, ¿qué habéis descubierto?

Tommy Taylor tenía el codo izquierdo apoyado en la rodilla izquierda y se encorvó aún más. Carol no envidió el dolor de espalda que ese tipo de posturas le iban a granjear dentro de unos años. El hombre lanzó descuidadamente un archivo sobre su mesa. Mientras la carpeta resbalaba hacia ella, los papeles que había dentro se salieron.

—Sabemos de la economía de estos pájaros más que sus propias esposas.

—Por lo que me han contado de Yorkshire, eso no es mucho decir —respondió Carol. Tommy y Lee Whitbread sonrieron, Di Earnshaw no mudó ni un ápice su expresión adusta.

—Por Dios, señora, yo diría que ese ha sido un comentario sexista —dijo Lee.

—Denúnciame. A ver, ¿qué habéis descubierto?

—Está todo en el informe —comentó Tommy mientras señalaba la carpeta con el dedo pulgar.

—Hazme un resumen.

—Di —dijo el sargento—, tú eres la que mejor habla.

Di descruzó los brazos y guardó las manos en los bolsillos de la chaqueta de color verde aceituna que llevaba. El aire que le daba a la cara aquel color hacía que pareciera que estaba a punto de vomitar.

—El señor Pendlebury no estaba muy de acuerdo, pero finalmente accedió a dejarnos ver la nómina de los sospechosos, lo que nos proporcionó su fecha de nacimiento, la dirección y los detalles bancarios. Con esa información, accedimos a las posibles demandas fiscales que…

—Y un pajarito nos ayudó a comprobar la situación crediticia de ambos hombres —añadió Lee.

—Pero de eso no vamos a hablar —le cortó Tommy.

—¿Podemos dejarnos de rodeos e ir al grano? —soltó Carol.

Di frunció los labios para mostrar su desaprobación y empezó a hablar.

—Destacan dos de los candidatos: Alan Brinkley y Raymond Watson. Como podrá comprobar, ambos están muy endeudados. Ambos son de la zona. Watson está soltero y Brinkley se casó hará cosa de un año. Ambos están a punto de que les embarguen la casa, ambos han sufrido embargos judiciales y ambos desvisten a un santo para vestir a otro. Los incendios les han dado un poco de aire a ambos.

—No hay mal que por bien no venga —comentó Taylor.

—Buen trabajo —los animó Carol mientras abría la carpeta y sacaba las dos hojas que tenían que ver con aquellos dos hombres—. Habéis hecho un trabajo minucioso.

Lee se encogió de hombros y soltó:

—Es que Seaford es un pueblo grande. Siempre hay alguien que te debe un favor.

—Siempre que no haya que cruzar la línea a la hora de devolverlos… —comentó Carol.

—¿Acaso no confía en nosotros, señora? —Tommy arrastraba las palabras.

—Dame cinco buenas razones para hacerlo.

—Bueno, entonces, ¿quiere que los arrestemos para interrogarlos? —preguntó Lee.

Carol se quedó pensativa. Lo que quería hacer realmente era consultarlo con Tony, pero no quería que esos tres pensaran que la «jefa» era incapaz de tomar sus propias decisiones.

—Os diré algo en cuanto estudie el archivo con detenimiento. Puede que haya mejores opciones que intentar sacárselo en una sala de interrogatorios.

—Podríamos pedir una orden de registro. —Nuevamente Lee, que parecía ansioso por entrar en acción.

—Lo hablaremos a lo largo de la mañana —les prometió Carol. Observó cómo salían del despacho y metió el informe en el maletín, que no paraba de engordar.

Era momento de dar un paseo rápido por el departamento para ver si su gente estaba haciendo todo lo que se suponía que debía hacer para que las montañas de papel que había encima de las mesas fueran bajando. Esperaba que nadie necesitase su inspiración porque, ahora mismo, lo único que podía ofrecer era su transpiración.

Estaba a punto de salir por la puerta cuando sonó el teléfono

—Inspectora jefe Jordan.

—Soy Brandon.

—Señor.

—Acabo de estar hablando con un colega de Yorkshire Oeste y durante la conversación ha salido el tema del asesinato de la agente de la UNC. Me ha dicho que, por lo visto, su principal sospechoso se ha dado a la fuga. Un tal Simon McNeill. Por lo visto, es posible que mañana mismo publiquen un boletín interno para pedir a todos los cuerpos que estén pendientes del tal McNeill y lo detengan si lo ven.

—Ah.

—He pensado que te interesaría saberlo… ya que nuestra jurisdicción está pegada a la suya —comentó despreocupadamente.

—Por supuesto, señor. En cuanto tengamos el boletín oficial, se lo comunicaré a mi departamento.

—No es que crea que va a venir por aquí…

—Mmm. Gracias, señor —y colgó el auricular con cautela—. ¡Mierda! —soltó por lo bajo.

Tony se chupó la punta de los dedos y se peinó un par de pelos rebeldes de la ceja izquierda. Se estudió con detenimiento en el espejo, que era, aparte de las dos sillas cuadradas de polipropileno naranja, el único mueble que había en aquella habitación tan pequeña como una caja de zapatos en la que le habían pedido que esperase. Pensó que aquel traje —el único decente que tenía— le daba un aspecto adecuadamente serio, por mucho que Carol le hubiera dicho que parecía un exfutbolista profesional. Pero ni siquiera ella iba a conseguir que les cogiera manía a la camisa de color gris perla y a la corbata magenta.

Se abrió la puerta y apareció la cabeza de la mujer tranquila que se había presentado un rato antes como la ayudante personal de Micky, pero que él, gracias a Chris, sabía que en realidad era Betsy, su amante.

—¿Todo bien?

—Todo bien —respondió Tony.

—Estupendo —su voz era cálida y relajante, como la de los buenos profesores de primaria. Su sonrisa, en cambio, era superficial y se dio cuenta de que la mujer tenía la cabeza en otra parte—. Esto es inusual para nosotras porque, normalmente, a Micky le gusta entrevistar a los invitados sin haber hablado previamente antes con ellos. Pero como está… como siente que el asunto de la trágica pérdida que nos ocupa le toca de cerca, aunque sea de refilón, quiere hablar con usted brevemente antes de la entrevista. Imagino que no tiene ninguna objeción.

Había algo en aquel tono duro de clase alta que no dejaba cabida a las objeciones. «Menuda suerte que tiene Micky de tener una leonesa así defendiendo sus puertas», pensó.

—Me encantará. —En realidad era verdad. Casi.

—Estupendo. Vendrá en unos minutos. ¿Quiere alguna cosa? ¿Un café? ¿Agua mineral?

—¿El café es de máquina?

—Me temo que sí. —Esta vez, la sonrisa fue genuina—. Sabe igual que el té, el chocolate caliente y el caldo de pollo.

—Entonces, paso.

La cabeza desapareció y cerró la puerta tras de sí. Tenía el estómago revuelto. Las apariciones públicas lo ponían nervioso. Y hoy, además, sentía el nerviosismo adicional que le producía saber que venía a hacer campaña para poner nervioso a Jacko Vance para ver si, así, el hombre cometía algún fallo. Aparecer en los eventos de Vance y dejarse ver no era más que el preludio de lo que pretendía. Colarse en el corazón de su esposa en directo, en un programa de televisión, era lo siguiente, y una apuesta muy arriesgada, para qué iba a engañarse.

Se aclaró la garganta de forma compulsiva —estaba nervioso— y volvió a mirarse en el espejo. La puerta se abrió sin previo aviso y, así, sin más, Micky Morgan estaba dentro de la habitación. Tony se obligó a girarse lentamente para encararla.

—Hola, señora Morgan —saludó, tendiéndole la mano.

—Doctor Hill. —Su apretón fue rápido, frío y firme—. Es un placer que haya venido al programa.

—El placer es mío. La gente no entiende muy bien a qué nos dedicamos y siempre agradezco que me den la oportunidad de explicarlo. Especialmente, ahora que volvemos a salir en las noticias por la razón equivocada. —Bajó la mirada deliberadamente durante unos instantes.

—Tiene razón. Siento de verdad lo de la detective Bowman. Solo intercambiamos unas palabras, pero me pareció aguda y muy concentrada en su carrera. Además de muy guapa, claro está.

—La echaremos de menos —asintió Tony—. Era uno de los mejores policías jóvenes con los que he tenido la oportunidad de trabajar.

—Le entiendo. Para la policía es algo terrible perder a uno de los suyos.

—Es algo que siempre caldea mucho los ánimos y, además, hay que tener en cuenta que tienden a pensar que el hecho de que haya muerto uno de los suyos es, en parte, culpa suya, que podrían haber hecho algo por evitarlo si se hubieran esforzado más. Y, en ese aspecto, comparto la sensación.

—Seguro que usted no podía hacer nada por impedirlo. —Impulsivamente, le puso una mano en el brazo—. Mi marido me dijo lo mismo cuando le comenté que venía usted al programa. Y eso que él sí que no tiene por qué sentirse responsable de nada.

—De nada, de nada —respondió Tony, sorprendido de que fuera capaz de fingir tanta sinceridad—. Aunque ahora empezamos a creer que su asesino podría haber contactado con ella en Londres… y no en Leeds. De hecho, tengo la esperanza de que me deje usted hacer un llamamiento a posibles testigos.

—No pensará usted que la acechaban cuando salió de nuestra casa, ¿verdad? —La mujer se llevó una mano al cuello, un evidente y curioso gesto de vulnerabilidad.

—No, tampoco tenemos razones para pensar eso.

—¿No?

—No.

—Me deja usted más tranquila —respiró profundamente y se retiró el pelo de la cara—. En cuanto a la entrevista, le voy a preguntar por qué se constituyó la unidad, de qué tipo de crímenes se encargan ustedes y cuándo van a estar completamente operativos. Luego, pasaremos a hablar de Sharon…

—Shaz —la interrumpió—. Llámela «Shaz»; odiaba que la llamaran «Sharon».

—Pues «Shaz», entonces —respondió mientras asentía—. Pasaremos a hablar de Shaz y tendrá la oportunidad de hacer el llamamiento. ¿Le parece bien? ¿Hay alguna otra cosa de la que quiera hablar?

—Seguro que soy capaz de que no se me quede nada en el tintero.

—Betsy, mi ayudante —dijo mientras cogía el pomo de la puerta—, ya ha hablado usted antes con ella, vendrá a buscarlo poco antes de que le toque entrar a plató. Usted será la última persona con la que hable antes de ponernos con las noticias.

—Gracias —respondió deseoso de saber qué decir para construir un puente entre ellos. Ella era su mejor baza para colarse bajo las defensas de Jacko Vance… pero tenía que encontrar la manera de manipularla para que lo ayudara inconscientemente.

—De nada. —Se marchó.

Tras ella no quedó nada más que la suave fragancia de los cosméticos. Solo tenía otra oportunidad para ponerla de su parte… y esperaba hacer un mejor trabajo que hasta el momento.

Vance esperaba que aquello mereciera la pena. Había cancelado la comida que le iba a hacer el mismísimo Marco Pierre White para esto. Y el chef, muy temperamental, se la devolvería. Cerró la puerta del despacho con llave y bajó las persianas. Le había dicho a su secretaria que no le pasase llamadas y ni su productor ni su ayudante personal sabían que seguía en el edificio. No tenía ni idea de lo que iba a suceder en Al mediodía con Morgan pero, fuera lo que fuera, nadie iba a ver su reacción.

Se tumbó en el largo sofá de cuero que dominaba una de las paredes de la habitación. Su cara era una máscara de petulancia. Encendió el enorme televisor con el mando a distancia. Justo en ese momento aparecían los familiares títulos de créditos. Sabía que no tenía nada que temer. Lo que Shaz Bowman pensaba que sabía, no había servido para convencer a sus colegas. La policía ya había venido a verlo, y había comido de su mano. ¿Qué amenaza le iba a suponer un psicólogo con teorías infundadas si no tenía el apoyo de la pasma? No obstante, ser cuidadoso lo había mantenido a salvo hasta el momento y, a esas alturas, no iba a dejarse llevar por la arrogancia por mucho que le apeteciera.

Sus fuentes le habían dado algo de información acerca de Tony Hill, aunque no tanta como le habría gustado. Una vez más, había tenido cuidado de que sus preguntas resultasen naturales y se había esforzado para no atraer la curiosidad hacia sí. Lo que le habían contado había hecho que le picase la curiosidad. Era aquel hombre quien había estado detrás del controvertido estudio del Ministerio del Interior acerca de si era relevante o no la creación de la UNC, la unidad a la que aspiraba Shaz Bowman. Se había visto envuelto en la caza de un asesino en serie en Bradfield y había tenido que mancharse las manos de sangre porque no había sido suficientemente listo. Y existían rumores de que había algo que rozaba la perversión en su manera de afrontar la sexualidad. Esa última revelación le había supuesto toda una descarga de adrenalina pero, no obstante, era algo de lo que no podía tirar si no quería que su fuente se preguntase por qué estaba tan interesado en el psicólogo.

Aunque Vance estaba fascinado con sus especulaciones acerca de Tony, aquellos pensamientos no eran rival para la tele. La atracción que sentía por el glamur de la televisión no había mermado nada en todos esos años que llevaba delante de la cámara. Le encantaba el medio pero, sobre todo, le encantaban los riesgos que comportaba trabajar en televisión, que era como caminar por la cuerda floja. Aunque debería centrarse en planear cómo neutralizar a Tony Hill en caso de que fuera necesario, no podía resistirse a Micky. La confianza entre ambos había hecho que, en vez de envidiarla, aprendiera a respetarla por sus habilidades profesionales y por su talento. Sin duda, era una de las mejores. Aunque aquello ya lo había visto desde el momento en que se conocieron… de ahí que quisiera tenerla a su lado. Haber sido capaz de mantenerla con él había sido un extra.

Por aquel entonces ya era buena, pero había mejorado, no cabía duda. Parte de ello se debía a la confianza que tenía en sí misma; y la otra parte, a Betsy. Su amante le había enseñado a dejar las aristas picudas de la agresividad bajo una máscara de interés sereno, sagaz y agradable. La mayor parte de las «víctimas» de Micky Morgan no llegaban a darse cuenta de lo efectivamente que las había hecho picadillo hasta que alguien les ponía la entrevista en vídeo tiempo más tarde. Si había que lijar la «superficie» de Tony Hill, nada iba a hacerlo mejor que una entrevista en directo con Micky. Se había encargado de dejarle caer que tenía la sensación de que había algo siniestro acechando bajo la fachada de su invitado. Ahora, era cosa suya.

Analizó los primeros cincuenta minutos del programa como lo haría un experto: evaluando y admirando la actuación de su mujer y de los colegas de esta. Decidió que ese reportero de las Midlands tenía que largarse ya. Tendría que decírselo a Micky. Vance odiaba a los periodistas que trataban con la misma intensidad la historia de una guerra lejana, los cambios políticos y los argumentos de los culebrones. Aquello revelaba una ausencia de empatía que los periodistas tenían que aprender a esconder cuanto antes si querían llegar a hacerse famosos.

De repente le resultó curioso pensar en que nunca había sentido la menor atracción sexual por su esposa. Es cierto que no era su tipo, pero aún así, de vez en cuando se topaba con mujeres que le resultaban atractivas a pesar de no serlo. Pero Micky no le había atraído nunca. Ni siquiera en las tres o cuatro ocasiones que la había atisbado desnuda. Y, dado en lo que estaba fundamentada su relación, quizá así fuera mejor porque, probablemente… en cuanto se diera cuenta de lo que le pedía a una relación sexual, la mujer desaparecería de su vida con viento fresco. Y eso no le interesaba lo más mínimo. Y menos, ahora.

—Y después de un corte publicitario —dijo Micky con esa calidez íntima que estaba seguro que les provocaba erecciones a muchos desempleados del país—, hablaré con un hombre que se pasa los días metido en el cerebro de los asesinos en serie. El doctor Tony Hill, psicólogo criminalista, nos explicará los secretos de la recién creada Unidad Nacional de Criminología y rendiremos tributo a la agente de policía que ha perdido recientemente la vida en esa batalla. Todo eso, y las noticias, después de publicidad.

En cuanto empezaron los anuncios, Vance pulsó el botón de grabar del mando a distancia del vídeo. Bajó los pies al suelo y se inclinó hacia delante, centrado en la pantalla de televisión. El último anuncio dio paso al logotipo de Al mediodía con Morgan y allí estaba su mujer, con esa sonrisa que hacía que sintieras que eras la única luz de su vida.

—Bienvenidos de nuevo —empezó—. Mi invitado es el doctor Tony Hill, un distinguido psicólogo clínico. Me alegro de que haya venido, Tony.

El realizador cambió a un plano conjunto y Vance tuvo la oportunidad de ver por primera vez al jefe de Shaz Bowman. Se quedó pálido, pero recuperó el color casi inmediatamente cuando se ruborizó. Creía que la cara de Tony Hill le iba a resultar extraña, pero conocía al tipo que aparecía en pantalla. Lo había visto por primera vez hacía poco, en la esponsorización que había hecho de aquel concurso de baile. El tipo se había dedicado a rondarle y a hablar con sus admiradores habituales, los que asistían a casi todos sus eventos. Al principio, había pensado que se trataba de la nueva adición de su triste escuadra de seguidores pero, anoche, en la inauguración del centro deportivo, cuando lo había visto dándoles tarjetas a los demás, se había quedado pensativo. Había pensado en enviar a alguien para que se enterara de quién era, pero se le había olvidado. Y, ahora, ahí estaba aquel desconocido, sentado en un sofá y hablando con su esposa ante millones de espectadores. Y no era un chalado más… no era un policía sin miras. Era el jefe de Shaz Bowman. Y quizá fuera un rival digno.

—¿Cómo ha afectado a la unidad la trágica muerte de uno de sus miembros? —preguntó Micky solícita mientras se inclinaba hacia delante con el brillo justo en los ojos para mostrar una sincera condolencia.

—Ha sido un golpe muy fuerte —respondió Tony tras apartar los ojos de los de la mujer y dejar que su dolor se hiciera patente—. Shaz Bowman era uno de los policías más brillantes con los que he tenido el placer de trabajar. Tenía mucha facilidad para el trabajo de criminóloga y va a ser imposible reemplazarla. Pero estamos empeñados en atrapar al asesino.

—¿Están trabajando mano a mano con los detectives que llevan el caso?

Tony enarcó las cejas y abrió los ojos como platos unas décimas de segundo. A la mujer le sorprendió y le pareció interesante que el hombre tuviera aquella reacción ante una pregunta de rutina.

—Todo el equipo de la UNC está haciendo lo imposible por colaborar —respondió rápidamente—. Y sus telespectadores podrían ayudarnos.

A Micky le impresionó la rapidez con la que se había recuperado. Seguramente, ni una milésima parte de los espectadores se habrían dado cuenta del gesto.

—¿Cómo, Tony?

—Como bien sabe, Shaz Bowman fue asesinada en su apartamento de Leeds. Sin embargo, tenemos razones para pensar que fue un asesinato premeditado. De hecho, ni siquiera creemos que lo cometiera alguien de la zona. Shaz estuvo en Londres el sábado por la mañana, unas doce horas antes de ser asesinada. No sabemos adónde fue ni qué buscaba a partir de las diez y media de la mañana, pero es muy posible que su asesino la estuviese acechando desde esa hora.

—¿Quiere decir que pudo tratarse de un acosador?

—Creemos que pudieron haberla seguido hasta Leeds desde Londres.

Aquello no era lo que le había preguntado exactamente, pero Micky sabía que no tenía tiempo de hacer hincapié en ello.

—¿Y cree que alguien los vio?

Tony asintió y miró directamente a la cámara que tenía el piloto rojo. Micky lo miró en su monitor y se dio cuenta de que estaba siendo sincero. «Dios, qué natural es», pensó mientras el hombre hacía su llamamiento apasionado.

—Buscamos a cualquiera que viera a Shaz Bowman a partir de las diez y media de la mañana del sábado. Tenía un aspecto inconfundible porque sus ojos azules llamaban especialmente la atención. Quizá la vieran sola o con el asesino. Quizá la vieran poniendo gasolina a su Volkswagen Golf de color negro. O es posible que la vieran en alguna de las áreas de servicio que hay en la autopista de Londres a Leeds. Puede que vieran que alguien se interesaba especialmente en ella. Si es así, tienen que llamarnos.

—Este es el número de la policía de Leeds —le cortó Micky cuando vio que en pantalla aparecía un faldón con el número. Tanto Tony como ella desaparecieron de pantalla, reemplazados por la fotografía de medio cuerpo de Shaz Bowman, que sonreía a la cámara—. Si vio a Shaz Bowman el sábado, aunque fuera poco tiempo, llame a este número e informe a la policía.

—Queremos atraparlo antes de que vuelva a matar —añadió Tony.

—Así que, si pueden ayudar, llamen a la policía de Yorkshire Oeste o incluso a su comisaría local. Tony, gracias por venir y hablar con nosotros. —Pasó a mirar a cámara con una sonrisa en la boca mientras su director le gritaba desde la sala de control—. Y, ahora, vamos con el boletín de noticias. —La mujer se inclinó hacia atrás y expulsó el aire con un suspiro explosivo—. Gracias, Tony. —Esta vez se inclinó hacia delante mientras se quitaba el micro.

—Soy yo quien está agradecido —respondió rápidamente.

Betsy se acercó a ellos dando grandes zancadas y, eficientemente, lo ayudó a quitarse el micro. Acto seguido, le dijo:

—Nos vemos fuera.

—¡Ha sido fascinante! —dijo la periodista mientras se ponía en pie de un salto—. Me gustaría haber tenido más tiempo.

—Podríamos cenar juntos —soltó Tony, que no desaprovechó la oportunidad.

—Me encantaría —respondió la mujer, que se sentía un tanto sorprendida por su propia respuesta—. ¿Está libre esta noche?

—Sí, por supuesto.

—Entonces, cenemos hoy mismo. ¿A las seis le parece bien? Tengo que cenar pronto porque con esto de la tele no debo acostarme tarde.

—Yo encargaré la mesa.

—No, tranquilo, eso ya lo hace Betsy. ¿Verdad, Betsy?

A Tony le dio la impresión de que la mujer parpadeaba ligeramente como si la situación le resultara curiosa pero, casi de inmediato, escondió el gesto bajo una máscara de profesionalidad y respondió.

—Por supuesto, Micky, pero tengo que sacar de plató al doctor Hill. —Le dedicó una sonrisa como si se disculpase por ello.

—Ah, claro. Bueno, Tony, luego nos vemos. —Se quedó mirando cómo Betsy lo acompañaba afuera; disfrutando de la sensación de que, para variar, esa noche iba a mantener una conversación con alguien realmente interesante. Los berridos que salían por el auricular la devolvieron a la cruda realidad: tenía que seguir con el programa—. Vamos directos a lo de la anarquía en las aulas, ¿de acuerdo? —dijo al tiempo que miraba hacia la cabina de control. Volvía a estar centrada en su trabajo y ya se había olvidado de Shaz Bowman.

Carol observaba el puerto por la ventana. Hacía suficiente frío como para que los vagabundos hubieran desaparecido. Allí afuera, todo el mundo caminaba a paso ligero, incluso los paseadores de perros. Esperaba que sus detectives estuvieran siguiendo su ejemplo. Marcó el número de teléfono del hotel en el que se alojaba Tony. Estaba tan ansiosa por intercambiar opiniones acerca de su aparición televisiva como lo estaba por transmitirle sus propias noticias. No tuvo que escuchar el Vals del cuco durante mucho rato.

—¿Dígame?

—Has estado genial en Al mediodía con Morgan, Tony, ¿no crees? ¿Viste a Jack el Chuleta?

—No, no lo vi; pero ella me gustó más de lo que esperaba. Es una buena entrevistadora. Te va envolviendo con sus preguntas hasta que te sientes seguro y, entonces, ¡zas!, te suelta un par de preguntas que no te esperas. No obstante, conseguí decir exactamente lo que quería.

—Así que Vance no estaba por allí.

—No, no estaba en el estudio, pero Micky me dijo que le había comentado que salía en el programa, así que me apuesto lo que quieras a que Jack el Chuleta vio el programa.

—¿Crees que ella sospecha algo?

—¿Que si sospecha que sospechamos de su marido? —le sorprendió la pregunta.

—No, que si sospecha que es un asesino en serie. —Carol pensó que esa noche estaba un poco espeso. Normalmente, se anticipaba a todo lo que le decía como si hubiera leído el guion de la conversación de antemano.

—No creo que tenga ni la más mínima idea. Dudo mucho que siguiera con él si lo sospechase. —Su tono era categórico. No era típico de Tony dividir las cosas en blanco o negro.

—El tipo se las sabe todas.

—Todas. Ahora nos toca esperar y ver qué más podemos hacer para inquietarlo. Y voy a empezar esta noche: salgo a cenar con su mujer.

Carol no pudo evitar sentir un pinchazo de celos, pero se esforzó porque no se le notase en la voz. Tenía mucha práctica con Tony.

—¿En serio? ¿Cómo lo has conseguido?

—Creo que está interesada en el mundo de la psicología criminalística. Esperemos que sea capaz de sacarle algo de información útil.

—Si hay alguien que puede hacerlo, ese eres tú. Tony, creo que tenemos un problema con Simon —le comentó brevemente la conversación que había tenido con John Brandon—. ¿Qué opinas? ¿Deberíamos convencerlo para que se entregue?

—Creo que debería ser él quien tomara esa decisión. Si es que a ti no te parece mal… a sabiendas de que podrías volver a tenerlo sentado en tu sala de estar antes de que todo esto acabe.

—No creo que me suponga un problema —respondió despacio—. Se trata, únicamente, de un boletín interno. Tampoco es que vayan a comenzar una caza nacional y que vayan a sacar su foto en todos los periódicos. Bueno, al menos, en un par de días. Si no ha vuelto a casa o se ha puesto en contacto con algún familiar o amigo para la semana que viene, la cosa podría ponerse más fea. En ese caso sí que deberíamos persuadirlo para que dé la cara.

—¿Asumes que no va a ir por su propio pie a la comisaría central de Leeds?

—¿Tú qué crees? —Carol resopló con aire burlón.

—Creo que está apostando muy fuerte por lo que estamos haciendo. Por cierto, ¿qué tal le va al equipo?

Le habló de la penosa gira de Kay. Cuando llegó a lo de la fotografía que había conseguido «arrancar» de las manos a Kenny y Denis Burton, notó que el hombre tomaba aire profundamente.

—Los fanáticos.

—¿Disculpa?

—Los fanáticos. Los discípulos de Jacko Vance. Hasta ahora he estado en tres de sus apariciones públicas y hay un grupo que asiste a todas ellas obsesivamente. Tres o cuatro personas. Me resultó evidente enseguida.

—Si algún día te despiden, podrías pedir trabajo como observador en las patrullas de vigilancia urbana. Podrías hacer de «avistador de chalados».

—La cuestión —dijo tras proferir una carcajada—, es que dos de ellos estaban haciendo fotos.

—¿Lo tendrán…?

—Podría ser. De hecho, es muy probable. Es una muy buena noticia. Podría sernos de gran utilidad. Es muy inteligente, Carol. Es el mejor que he visto jamás y el mejor acerca del que he oído y leído jamás. No sé cómo, pero tenemos que ser mejores —hablaba con un tono suave pero entusiasta, lleno de determinación.

—Lo somos. Somos cinco. Él, en cambio, solamente ve las cosas desde una perspectiva.

—En eso tienes razón. Hablamos mañana, ¿vale?

Sentía cómo el hombre estaba ávido por despedirse, por ir a la cena. Cómo iba a culparlo, Micky Morgan iba a ser un gran reto para sus habilidades y a Tony le encantaban los retos. Con independencia de que pretendiera sacarle información nueva o de que usara la cena para abrirle a la zorra la puerta del corral de las gallinas de Jacko, de toda la gente que conocía, él era quien más eficientemente podía hacerlo. Pero no podía dejar que se fuera todavía.

—Espera, hay una cosa más… el pirómano.

—¡Ay, sí, por supuesto! Disculpa. ¿Algún avance?

Le contó lo que había descubierto su equipo y le esbozó los perfiles de los dos sospechosos.

—No sé si debería detenerlos para interrogarlos, si debería pedir una orden judicial para revisar su casa o si debería vigilarlos. Quería consultártelo.

—¿En qué gastan el dinero?

—Brinkley y su esposa consumen de manera compulsiva: coches nuevos, cosas para la casa, tarjetas de crédito… Watson, apuesta; consigue dinero de donde puede y se lo gasta en corredurías de apuestas.

Tony se quedó callado unos instantes. Carol se lo imaginó con las cejas fruncidas, pasándose la mano por ese pelo grueso y oscuro, con esa mirada profunda perdida en la distancia y el cerebro buscando la mejor solución a todo correr.

—Si fuera Watson, apostaría por Brinkley —dijo finalmente.

—¿Y eso?

—Si Watson apuesta de forma compulsiva, se trata de alguien que está convencido de que la siguiente apuesta o el siguiente billete de lotería solucionarán todos sus problemas. Es un creyente. Brinkley no tiene esa convicción. Él, por su parte, piensa que si consigue ir unos pasos por delante, reducir un poco el gasto y ganar algo más de dinero, saldrá del lío en el que está metido por una vía convencional. Esa es la impresión que me da. Pero, esté o no esté en lo cierto, si los detienes para interrogarlos, no conseguirás nada. Bueno, sí, se acabarán los incendios, pero no conseguirás arrestar a nadie. Un registro tampoco ayudará porque, de acuerdo a lo que me has explicado acerca de los incendios, el tipo es muy cuidadoso. Sé que no es lo que quieres oír, pero la mejor manera de convencerse es ponerles seguimiento. Y, por si acaso me equivoco de hombre, has de seguir a los dos.

—Sabía que ibas a decir eso —gruñó Carol—. «Vigilancia», la tarea preferida de un policía. ¡Y una pesadilla presupuestaria!

—Al menos, solamente tienes que cubrir la noche. Además, opera con frecuencia, así que no tardaréis en pillarlo.

—¿Se supone que eso ha de hacer que me sienta mejor?

—Es lo mejor que puedo ofrecerte.

—Lo sé, no es culpa tuya. Gracias por ayudarme. Venga, vete y disfruta de la cena. Yo voy a casa a cenar una pizza congelada y, con suerte, Simon y Leon me pondrán al día. Y, por Dios, a ver si consigo descansar, ¡que estoy agotada! Dormir… —Esa última palabra la pronunció como una caricia.

—¡Disfruta! —respondió él entre risas.

—Te lo prometo —respondió fervientemente—. Tony, por cierto: buena suerte.

—Como no creo en milagros, voy a necesitarla.

El clic que hizo el teléfono del hombre cuando colgó cortó toda posibilidad de que le contara la otra cosa que había hecho a lo largo del día. No sabía muy bien por qué se había sentido impelida a hacerlo, pero su instinto le decía que era importante, y las experiencias pasadas habían hecho que aprendiera a las malas que debía confiar más en su instinto que en la lógica. Había sentido una inquietud durante todo el día y cuando consiguió sacar un rato de entre todas sus tareas de la jornada, envió una pregunta a todas las comisarías del país. La inspectora jefe Carol Jordan, de la fuerza de Yorkshire Este, quería saber si últimamente se había informado de la inexplicable desaparición de alguna adolescente.

—¿Mike McGowan? Ese de allí, el de la esquina, al que apenas se ve —respondió el camarero al tiempo que señalaba al hombre con el pulgar.

—¿Qué suele beber? —preguntó Leon, pero el camarero ya estaba atendiendo a otro cliente. El pub estaba moderadamente lleno, ocupado, casi en exclusiva, por hombres. En un pueblecito de la zona oriental de las Midlands como ese, aún existía esa distinción entre pubs a los que los hombres iban a pasar un rato con su esposa y esos en los que se evitaba dicha situación a toda costa. En ese, la atracción principal se anunciaba en un gran cartel en la entrada: «Deportes por satélite todo el día. Pantallas gigantes».

Leon le dio un sorbo a su clara y observó a Mike McGowan durante unos instantes. Jimmy Linden le había dicho que era el periodista que más sabía de Jacko Vance.

—Al igual que yo —le había comentado—, Mike lo descubrió muy pronto y escribió mucho sobre él a lo largo de los años.

Cuando Leon se puso en contacto con el antiguo periódico londinense en el que trabajaba McGowan, le explicaron que lo habían despedido por reducción de plantilla hacía tres años. Divorciado y con tres hijos ya creciditos y diseminados por todo el país, no había nada que retuviera al periodista en la carísima capital, así que volvió al pueblo de Nottinghamshire en el que había crecido.

El hombre se parecía más a una caricatura de un profesor de Oxford o de Cambridge que a un periodista deportivo de un medio nacional. Aunque estaba sentado, era evidente que era alto. La mata de pelo rubia con canas con un gran flequillo que le colgaba vaporosamente sobre los ojos, las grandes gafas de concha y la piel rosada le daban ese aspecto aniñado a lo Alan Bennett o David Hockney, convertidos, a esas alturas, en marcas registradas. Llevaba una de esas chaquetas de tweed antiguas que tardan quince años en resultar cómodas y otros veinte en desgastarse. Bajo la chaqueta, llevaba una camisa gris de franela y una corbata a rayas con el nudo muy pequeño. Estaba sentado, solo, en una mesa del fondo, estudiando una televisión de cincuenta y seis pulgadas en la que echaban un partido de baloncesto. Mientras lo observaba, McGowan le dio unos golpecitos a una pipa en un cenicero para vaciarla, la limpió y volvió a llenarla sin dejar de mirar la pantalla. Cuando Leon se acercó a él, siguió sin quitarle ojo al baloncesto.

—¿Mike McGowan?

—El mismo que viste y calza. Y usted, ¿quién es? —pronunciaba las vocales exactamente igual que el barman, lo que hizo que la ilusión de que se tratara de un profesor universitario se rompiera en pedazos.

—Leon Jackson.

—¿Tienes alguna relación con Billy Boy Jackson? —le preguntó tras echarle una ojeada rápida.

—E-era mi tío… —Leon estaba tan sorprendido que respondió tartamudeando.

—Tienes la misma cabeza que él. Estaba claro. Yo me sentaba al pie del cuadrilátero la noche en la que Marty Pyeman le fracturó el cráneo. Pero no creo que sea de eso de lo que has venido a hablar, ¿me equivoco? —Esa vez también lo miró de manera fugaz, pero vio inteligencia en su mirada.

—¿Puedo invitarlo a tomar algo, señor McGowan?

—No vengo aquí a beber —respondió mientras negaba con la cabeza—. Vengo por los deportes. Mi pensión es una mierda y no puedo permitirme una suscripción por satélite ni una pantalla como esta. Fui al colegio con el hijo del dueño, así que no le importa que me tire aquí todo el día aunque solo haya consumido una sola pinta. Siéntate y cuéntame qué estás buscando.

Leon lo obedeció y le enseñó la placa. Intentó cerrar rápidamente la cartera, pero McGowan fue más rápido.

—Policía Metropolitana —musitó—. ¿Qué coño quiere un poli de Londres con un fuerte acento de Liverpool de un periodistucho retirado que vive en la Nottinghamshire profunda?

—Jimmy Linden me dijo que quizá pudiera ayudarme.

—¿Jimmy Linden? Joder, hace mucho que no oía hablar de él. —Cerró la cartera de las credenciales y se la devolvió al policía deslizándola por la mesa—. Bueno, ¿y qué es lo que quiere saber de Jacko Vance?

—Yo no he dicho que quiera saber nada de él —Leon asintió admirado—. Pero si es de quien quiere hablar, usted mismo.

—Vaya, ¿hoy en día también le enseñan sutileza a la policía? —El tono de McGowan era ácido. Prendió una cerilla y encendió la pipa con ella. La chupeteó, inhaló y soltó una bocanada de humo azulado que devoró la fina espiral de humo del cigarrillo de Leon—. ¿Qué se supone que ha hecho? Sea lo que sea, le apuesto lo que quiera a que nunca lo pillan.

Leon permaneció en silencio. Hacerlo le estaba comiendo por dentro, pero se esforzó. Para animarse, se dijo a sí mismo que no iba a dejar que ese cabrón resabiado le tomase el pelo.

—Hace años que no veo a Jacko —dijo al cabo de un rato—. No le gusta la gente que recuerda cómo era cuando tenía ambos brazos. Odia todo aquello que le recuerda lo que perdió.

—Yo diría que lo que tiene ahora lo compensa con creces —comentó Leon—. Un gran trabajo, más dinero del que cualquier persona normal puede gastar en una vida, una esposa de la hostia y una casa del tamaño de una mansión. Es decir, ¿cuántos medallistas olímpicos han conseguido algo así?

—Nada puede compensar a un hombre que se creía un dios —empezó McGowan mientras movía poco a poco la cabeza de lado a lado—, cuando descubre que es vulnerable. Su chica tuvo suerte de librarse de él. Ella habría sido la que pagara por lo que los dioses le habían hecho a Jacko Vance.

—Jimmy me dijo que sabe usted más que nadie de Jacko Vance.

—Solo cosas superficiales. Seguí su carrera y lo entrevisté. Puede que sí, que hubiera alguna vez en la que llegué a ver que escondía algo bajo aquella máscara, pero no se puede decir que lo conociera. De hecho, no sé de nadie que lo conozca. Además, todo lo que podría contarte de Jacko Vance lo he escrito alguna vez.

McGowan soltó otra bocanada de humo. A Leon le pareció que olía como ese pastel de chocolate lleno de guindas, el Selva Negra. No se hacía a la idea de cómo debía de ser fumar una tarta.

—Jimmy también me dijo que guarda usted recortes de los atletas que más le interesaban.

—Vaya, mucha información le ha sacado a Jimmy… Le ha debido de caer usted bien. Lo cierto es que siempre ha respetado mucho a los atletas negros. Decía que tenían que trabajar el doble para conseguir el mismo reconocimiento que los demás. Seguramente, considerará que en la policía pasa lo mismo.

—O quizá sea un buen interrogador —respondió con tono seco el policía—. ¿Cabe la posibilidad de que me deje ver los recortes?

—¿Alguno en particular, detective? —le pinchó.

—Podría usted indicarme qué es lo más interesante.

—En una carrera tan larga como la mía… —McGowan tenía los ojos fijos en el baloncesto—… Es difícil destacar artículos en particular.

—Seguro que puede hacerlo.

—Esto acaba en diez minutos. Podría usted venir a mi casa a consultar los archivos.

Media hora después, Leon estaba sentado en la sala de estar de la vivienda adosada de dos dormitorios que McGowan había decorado de forma espartana pero que, al mismo tiempo, estaba llena de cachivaches. Los únicos muebles que había eran una silla giratoria de cuero tan hecha polvo que parecía que hubiera pasado la guerra civil española y una mesa de color metálico llena de marcas y golpes. Las cuatro paredes estaban cubiertas por las típicas estanterías metálicas industriales, que, a su vez, estaban llenas de cajas de zapatos, cada una de ellas con su correspondiente etiqueta.

—Es increíble —soltó Leon.

—Siempre me había propuesto escribir un libro cuando me jubilase. Es fascinante cómo nos engañamos a nosotros mismos. Antes, viajaba por todo el mundo cubriendo todo tipo de acontecimientos deportivos. Y ahora mi mundo se ha convertido en una pantalla gigante de televisión en el pub The Dog and Gun. Y creerá usted que estoy deprimido, pero lo más curioso es que no. De hecho, nunca en la vida había sido tan feliz. Me he dado cuenta de que lo que más me ha gustado siempre de los deportes es verlos. «Libertad sin responsabilidad», eso es lo que tengo ahora.

—Una mezcla explosiva.

—Liberadora; una mezcla liberadora. Hace tres años, que usted apareciera me hubiera hecho empezar a pensar en la historia que se esconde detrás de todo esto. No habría descansado hasta que no hubiera descubierto de qué se trataba. Hoy en día, en cambio, no me importa en absoluto. Me interesa mucho más el combate del sábado en Las Vegas de lo que me interesa cualquier cosa que haya dicho o hecho Jacko Vance. —Señaló una balda—. Ahí lo tiene: Jacko Vance. Quince cajas llenas. Disfrute, amigo. Yo tengo una cita con un partido de tenis en The Dog and Gun. Si se ha marchado usted antes de que vuelva, asegúrese de cerrar la puerta tras de sí.

Cuando Mike McGowan volvió, justo antes de medianoche, Leon seguía revisando sistemáticamente cada recorte. El periodista le trajo una taza de café instantáneo y le dijo:

—Espero que le paguen las horas extras.

—Podría decirse que esto lo hago por amor al arte —ironizó el policía.

—¿Amor a su jefe o a usted mismo?

—A una de mis colegas —respondió tras pensarlo un rato—. Digamos que es una deuda de honor.

—Es la única que merece la pena saldar. Pues todo suyo. No haga mucho ruido cuando cierre la puerta.

Leon escuchó ligeramente los sonidos que hace una persona antes de acostarse: el crujido de la madera al ir de un lado para el otro, el vaciado de una cisterna y los gruñidos de las cañerías.

Eran casi las dos de la mañana cuando encontró algo que quizá pudiera servirle. Era un recorte pequeño, unas pocas líneas, pero era un comienzo. Cuando cerró la puerta tras de sí y se internó en la noche, Leon Jackson empezó a silbar.

Sus ojos eran los más sinceros que había visto jamás. Se metió en la boca el bocado de pato ahumado que tenía pinchado en el tenedor, comprobó que no le quedaba nada más en el plato y le dijo:

—Pero seguro que te ha marcado eso de invertir tanto tiempo y energía en descifrar lógicas retorcidas.

Tony tardó más de lo habitual en tragar la polenta que tenía en la boca.

—Aprendes a levantar muros… como la Gran Muralla China —respondió al rato—. Lo sabes y no lo sabes. Lo sientes y no lo sientes. Imagino que, en cierta medida, se parece a ser periodista de telediario. ¿Cómo eres capaz de dormir tras dar la noticia de algo como la masacre de Dunblane o el atentado de Lockerbie?

—Ya, pero nosotros siempre vemos la situación desde fuera. En cambio, estoy segura de que si, en tu caso, no te sumerges en la situación, no consigues lo que quieres.

—Hombre, tampoco tú ves siempre la noticia desde fuera. Cuando conociste a Jacko, su historia debió de invadir tu vida. Seguro que tuviste que levantar muros entre lo que sabías del hombre, de la persona, y lo que le contabas al mundo. Cuando su expareja reveló todo aquello en los medios, no creo que lo consideraras una historia más y punto. ¿No afectó aquello a la manera en la que veías el mundo? —respondió deseoso de aprovechar la primera oportunidad que tenían de hablar de Jacko Vance.

Micky se retiró el pelo de la cara y Tony se dio cuenta de que, por mucho que hubieran pasado doce años, el desprecio de la mujer hacia Jillie Woodrow no había disminuido ni una sola gota.

—Menuda zorra —murmuró—. Jacko me dijo que la mayoría de las cosas que contaba eran mentira, y le creí, así que la noticia nunca llegó a minar mis defensas.

La llegada del camarero sirvió para que no se viera forzada a seguir con el tema. El hombre se llevó los platos sin decir nada. Luego, otra vez solos, Tony insistió.

—Hombre, el psicólogo eres tú —se escudó ella mientras cogía el bolso y sacaba un paquete de Marlboro de él—. ¿Le importa si…?

—No creía que fumaras —dijo él mientras negaba con la cabeza.

—Solamente después de cenar. Un máximo de cinco al día. —Hizo una mueca chistosa—. Soy la obsesa que controla a la obsesa…

Aquellas palabras le produjeron un pinchazo porque la única vez en la vida que había usado aquella expresión lo había hecho para referirse a un asesino compulsivo que a punto había estado de matarlo. Oírlas en boca de aquella mujer le resultó muy chocante, extraño.

—Parece que hayas visto a un fantasma —le dijo Micky antes de inhalar la primera bocanada de humo con aire de placer sensual.

—No ha sido más que un recuerdo. En mi cabeza hay montones de resonancias y conexiones curiosas.

—No me extraña. Siempre me he preguntado cómo sabes que estás trazando bien un perfil. —Inhaló profundamente y soltó el pálido humo por la nariz con cara de estar interesada en la respuesta.

Tony la evaluó. Ahora o nunca.

—De igual manera que descubrimos cosas acerca de la gente que nos rodea. Es una mezcla de conocimientos y experiencia. Y de saber cuál es la pregunta que hay que hacer exactamente.

—Como, ¿por ejemplo?

Su interés era tan real que casi se sentía culpable de lo que estaba a punto de hacerle a una velada tan agradable.

—¿No le importa a Jacko que Betsy y tú estéis enamoradas?

Se le quedó el gesto helado y las pupilas se dilataron en un típico reflejo de pánico. Tras unos instantes, tragó saliva y consiguió esgrimir una ligera sonrisa.

—Si lo que pretendías es pillarme con el paso cambiado, lo has conseguido. —Era una de las mejores recuperaciones que había visto jamás, pero nunca habría imaginado que acabara confesándose con él.

—No soy un peligro para ti —apuntó el hombre suavemente—. La confidencialidad es uno de mis signos de identidad. Pero tampoco soy tonto. Lo de Jacko y tú es más falso que un billete de nueve libras. Betsy ya estaba antes que él. Y había rumores. Pero Jacko y tú tenéis una agenda más pública que Carlos y Diana. Es normal que los rumores terminaran.

—¿A qué viene esto?

—Ambos estamos aquí por curiosidad. He respondido a todas las preguntas que me has hecho. Puedes devolverme el cumplido o no. —Esperaba que su sonrisa fuera cálida.

—¡Dios…! —dijo pensativa—. Qué cojones tienes.

—¿Cómo crees que he llegado a ser el mejor?

Micky lo miró con la cabeza ladeada. Dudaba. En ese momento, el camarero se acercó con la carta de postres. La mujer le hizo un gesto para que se marchara pero, cuando el hombre empezó a darse la vuelta, como si lo hubiera pensado mejor, le dijo:

—Tráenos otra botella de vino Zinfandel. —Se inclinó hacia delante y soltó con suavidad—: ¿Y qué quieres saber?

—¿Qué obtiene Jacko? Porque dudo mucho que sea homosexual.

Micky negó con énfasis.

—Jillie abandonó a Jacko tras el accidente porque no quería estar con un hombre que no fuera perfecto y él juró que nunca volvería a implicarse sentimentalmente con otra mujer, así que necesitaba un señuelo para alejarlas a todas. Y yo necesitaba un hombre detrás del que esconder a Betsy.

—Beneficio mutuo.

—Efectivamente, beneficio mutuo. Y, para ser justa con él, nunca ha intentado renegar del trato. No sé cómo satisface sus necesidades sexuales, aunque tengo la impresión de que contrata a prostitutas de las caras. Lo cierto es que no me importa lo que haga siempre y cuando no me salpique. —Apagó el cigarrillo y le dedicó esa mirada sincera que solía dirigir a la cámara.

—Me sorprende que una persona a la que le pagan por sentir curiosidad acerca de las personas, sienta tan poca por su propio marido.

—Si hay algo que he aprendido en once años de casada es que nadie conoce a Jacko. —Su sonrisa era irónica—. No es que crea que es un mentiroso —dijo de manera considerada—, sino que creo que nunca cuenta ni una décima parte de la verdad. Cada persona consigue una parte de la verdad de Jacko, pero dudo que alguien llegue a saberlo todo, jamás.

—¿A qué te refieres? —El hombre cogió la botella de vino que les habían dejado discretamente en la mesa y rellenó la copa de Micky y la suya.

—Jacko se comporta en público como el marido perfecto, solícito, pero yo sé que está actuando. Cuando solamente estamos los tres, está tan distante que me parece mentira que llevemos tantos años viviendo bajo el mismo techo. Cuando trabaja, se comporta como se espera que se comporte una estrella de la tele: perfeccionista, un poco exagerado… grita a la gente y a su ayudante personal cuando las cosas no salen bien… Pero con el público es el señor Dulzura. Y cuando se trata de conseguir dinero, es un negociante implacable. ¿Sabías que por cada libra que obtiene para obras benéficas, gana otras dos para él?

—Imagino —respondió Tony mientras negaba con la cabeza—, que podría argumentar que está produciendo fondos que no existirían de otra manera.

—Y que no hay razón para trabajar gratis, claro. Cuando yo asisto a actos de caridad, ni siquiera cobro por mi presencia. Pero ahí tienes la otra cara de la moneda, el trabajo voluntario que lleva a cabo con los enfermos terminales o con gente que ha sufrido graves heridas en accidentes. Pasa horas y horas a los pies de su cama, escuchándolos y hablando con ellos de cosas que nadie más sabe. Una vez, un periodista trató de esconder una grabadora en una habitación para intentar «desvelar el verdadero corazón de Jacko Vance». Cuando Jacko descubrió la grabadora, la destruyó… ¡la hizo añicos! Pensaban que iba a hacerle lo mismo al periodista, pero el tipo fue consciente de la que había liado y se fue por piernas.

—Vamos, que es una persona celosa de su privacidad.

—Ya te digo. ¡Y no sabes cómo la defiende! Tiene una casa en Northumberland, en mitad de la nada. Solo he estado allí una vez en estos doce años, y se debió a que Betsy y yo íbamos camino de Escocia y decidimos pasarnos para hacerle una visita. ¡Puf! ¡Casi tuve que obligarlo a que nos preparara una taza de té! Nunca en la vida he sentido que se alegraran tan poco de verme. —Sonrió indulgentemente—. Así que, sí, se puede decir que es una persona celosa de su privacidad. Pero no me molesta. De hecho, prefiero que sea así a tenerlo pegado a mí todo el día.

—Imagino que no le habrá hecho ninguna gracia que la policía haya estado metiendo las narices en sus asuntos. Después de lo de Shaz Bowman, quiero decir.

—No creo que se la haya hecho, no. Imagínate, fui yo quien llamó a la policía. Por la manera en la que reaccionaron Betsy y Jacko, cualquiera diría que la hubieran asesinado ellos. Me costó un potosí convencerlos de que no podíamos ignorar el hecho de que esa pobre mujer había estado en casa solo unas pocas horas antes de que la asesinaran.

—Menos mal que uno de vosotros tiene sentido del deber. —El tono del hombre era seco.

—Sí, sí. Además, al menos había otra persona que sabía que la policía había venido a casa… Esa otra agente con la que habló Jacko. A ver, no podíamos hacer como que no sabíamos nada.

—Me siento muy culpable por lo de Shaz —comentó Tony al tiempo que giraba la cara hacia un lado, como compungido—. Sabía que estaba trabajando en una teoría propia, y que estaba preocupada, pero no imaginaba que emprendería acciones sin consultarlo conmigo.

—¿Quieres decir que no sabes en qué estaba trabajando exactamente? —La mujer no se lo creía—. Los policías que vinieron a casa no tenían ni una pista, pero imaginaba que tú lo sabrías.

—Lo cierto es que no. —Se encogió de hombros—. Sé que se trataba de algo de un asesino en serie que estaba raptando a chicas adolescentes y que, al mismo tiempo, podría tratarse de alguien que acosa a celebridades… pero desconocía los detalles. Se suponía que era un ejercicio para entrenarse… no la vida real.

—¿Podemos cambiar de tema? —dijo Micky tras estremecerse y apurar la copa de un trago—. Hablar de asesinatos es malo para la digestión.

Esta vez estaba completamente de acuerdo con ella. La apuesta le había salido muy, pero que muy bien… y no era avaricioso.

—De acuerdo. Cuéntame cómo conseguiste que el ministro de Agricultura admitiera que tenía acciones de esa empresa de biotecnología.

Carol se quedó mirando las tres caras de enfado que tenía frente a ella.

—Sé que a nadie le gusta la labor de vigilancia, pero es así como vamos a atrapar a nuestro hombre. Por lo menos, los intervalos entre incendios son bastante cortos, así que es probable que tengamos suerte y lo cojamos en pocos días. Bueno, os voy a explicar la manera en la que vamos a hacerlo. Las vigilancias van a ser unipersonales. Sé que así es más duro, pero ya sabéis cómo estamos de presupuesto. He hablado con la gente de uniforme y han convenido en dejarnos algunos efectivos durante las horas de luz. Cada noche, a las diez, dos de vosotros tomaréis el relevo. Cada uno de vosotros trabajará dos noches y librará una. Usaréis al otro compañero como refuerzo si os da la impresión de que está pasando algo. Empezamos hoy. Ya les han asignado vigilancia diurna. ¿Alguna pregunta?

—¿Y si nos pillan? —preguntó Lee.

—A nosotros no nos pillan —respondió Carol—. Pero si sucede lo impensable, avisáis al compañero y cambiáis de objetivo en el momento oportuno. Sé que os estoy metiendo en una operación muy dura y que sois muy pocos para llevarla a cabo, pero estoy convencida de que podéis hacerlo. No me decepcionéis. Por favor.

—¿Señora? —dijo Di.

—¿Sí?

—Si de verdad estamos tan justos de personal y presupuesto, ¿por qué no priorizamos y nos centramos en el sospechoso que tenga más papeletas?

Era una pregunta muy inteligente y muy difícil de responder. La propia Carol se la había hecho mientras desayunaba junto a Nelson. Y, al final, había tenido que desterrar el pensamiento por miedo a obsesionarse con el tema.

—Buena pregunta —respondió la inspectora jefe—. Yo también me la he hecho. Pero me he dicho: ¿y si nos equivocamos de sospechoso y no nos enteramos hasta que haya otro incendio con víctimas? —Dejó la pregunta en el aire unos momentos—. Por lo que he decidido que, por lo que pueda pasar, es mejor vigilar a ambos sospechosos.

—Me parece bien. Solo era una duda —respondió Di mientras asentía.

—Muy bien, decidid las rotaciones entre vosotros y descansad hasta las diez. Mantenedme informada. Si sucede algo, me llamáis. No me mantengáis apartada.

—Señora, cuando dice que la llamemos… —empezó Tommy, que arrastraba las palabras.

—Quiero estar allí cuando hagáis el arresto.

—Bien, es lo que imaginaba.

Fingió decepción para ver si eso la molestaba, pero Carol era consciente de ello. No iba a darle el gusto de demostrarle que lo había conseguido, así que esbozó una sonrisa de lo más dulce.

—Te lo aseguro, Tommy, deberías sentirte agradecido. Venga, marchaos y trabajad un poco. —Cogió el teléfono antes de acabar de hablar y, al tiempo que tamborileaba con un lápiz en un bloc de notas, marcó el primero de los números que aparecía en la lista que tenía delante. Mientras lo hacía, los «mejores» de Seaford salían de su oficina como si fueran caracoles hasta arriba de Valium—. Cerrad la puerta al salir. ¿Hola? —dijo por el teléfono—. ¿Sala de control? Aquí la inspectora jefe Carol Jordan de la policía de Yorkshire Este. Quiero hablar con alguien sobre personas desaparecidas… Les envié una solicitud de información acerca de chicas adolescentes desaparecidas…

Mientras tomaba la vía de salida, Tony se preguntó si conducir sería más placentero si tuviera una de esas balas brillantes que veía en los anuncios en vez de un Vauxhall viejo y reventado. Lo dudaba. Cuando los limpiaparabrisas barrieron la lluvia sesgada tan típica de Yorkshire y vio que Bradford ya asomaba en la distancia, se dio cuenta de que no era en coches en lo que debería estar pensando. En la circunvalación, siguió las instrucciones precisas que le habían dado y, finalmente, llegó a una casita adosada cuyo obsesivo orden exterior estaba representado por el único parterre que había en el jardín, dispuesto con precisión militar. Daba la impresión de que hasta las cortinas hubieran sido descorridas para que a cada lado de la ventana asomase, exactamente, la misma proporción de tela.

El timbre sonaba como un zumbido molesto e insistente. Cuando se abrió la puerta, Tony reconoció a un hombre que había visto en todos los eventos públicos de Jacko Vance a los que había asistido. Había conseguido convencerlos a él y a otro par de fanáticos de las fotos para que le dieran su nombre y dirección con el pretexto de que estaba haciendo un estudio acerca del fenómeno de la fama visto a través de los ojos de los admiradores en vez de a través de los de los famosos. No les decía más que cuatro sandeces, pero conseguía que se sintieran suficientemente importantes como para que estuvieran deseosos de cooperar.

Philip Hawsley era el primero al que iba a entrevistar, por la mera razón de que era quien más cerca vivía. Cuando entró en la sala de estar hasta la que acababa de guiarlo y vio que estaba tan ordenada que resultaba antinatural, que olía a cera para muebles y a ambientador y que parecía un museo que representaba una casa de gente de clase baja allá por 1962, Tony reconoció los signos típicos de una persona obsesiva compulsiva. Hawsley, que debía de andar entre los treinta y los treinta y cinco años, no dejaba de comprobar si los botones de su cárdigan beis estaban bien abotonados y se miraba las uñas al menos una vez por minuto para asegurarse de que no se habían ensuciado desde la última vez que había mirado. Llevaba el pelo, que empezaba a encanecérsele, cortado al estilo militar y los zapatos brillaban tanto que podía verse su propio reflejo en ellos. Le pidió a Tony que se sentara, pero le indicó claramente la silla en la que debía hacerlo. No le ofreció ningún refrigerio y se sentó justo delante del psicólogo, con los tobillos y las rodillas pegados.

—Menuda colección —comentó Tony mientras miraba en derredor. Una de las paredes estaba cubierta de baldas que contenían cintas y cintas de vídeo, cada una de ellas correctamente etiquetada con una fecha y el nombre de un programa. Incluso desde donde estaba sentado, alcanzaba a ver que la mayoría de ellas eran de Las visitas de Vance. En una estantería de madera contrachapada había una serie de álbumes de fotos y recortes. Encima de esos álbumes había media docena de libros. El puesto de honor se lo llevaba una fotografía a color grande y enmarcada que había sobre la repisa de la chimenea, de gas. En ella, Hawsley le estaba estrechando la mano a Jacko Vance.

—Es un pequeño tributo, mío exclusivamente —respondió con aire melindroso. Tony imaginó todo lo que los demás chicos se habrían metido con él durante la adolescencia—. Somos de la misma edad, ¿sabe? Incluso nacimos el mismo día. Siempre he tenido la sensación de que nuestros destinos están entrelazados. Somos como dos caras de la misma moneda. Jacko es la cara pública; y yo, la privada.

—Ha debido de llevarle años amasar todo este material.

—Me he dedicado a crear este archivo —comentó con remilgo—. Me gusta pensar que tengo una perspectiva mejor acerca de la vida de Jacko que él mismo. Cuando estás tan ocupado viviendo, no tienes tiempo para pararte a reflexionar, pero yo puedo hacerlo por él. Su valor, su cercanía, su calidez, su compasión. Es un hombre de nuestra época. Resulta paradójico que tuviera que perder parte de sí mismo para conseguir esa preeminencia.

—No podría estar más de acuerdo —respondió Tony con naturalidad. Estaba haciendo uso de las técnicas de conversación que había ido incluyendo en su repertorio durante los años en los que había trabajado con enfermos mentales—. Jacko es una inspiración para todos.

Se recostó y dejó que Hawsley empezase a adular a la estrella de televisión. Él, por su parte, fingió fascinación ante aquellas palabras pese a que lo que sentía era asco por un asesino que se disfrazaba tan bien que los inocentes y los enfermos lo creían a pies juntillas. Un rato después, cuando Hawsley se hubo relajado lo suficiente como para recostarse un poco en la silla en vez de estar sentado en el borde, Tony soltó:

—Me encantaría ver sus álbumes de fotografías. —Tenía las fechas cruciales grabadas en la memoria—. Para nuestro estudio, vamos a concentrarnos en momentos concretos de la carrera de cada famoso —continuó mientras Hawsley abría el armarito y empezaba a sacar álbumes.

Cada vez que Tony mencionaba un mes y un año, Hawsley elegía un volumen en particular, lo abría por el lugar adecuado y lo colocaba en la mesita de café, frente a Tony. Era evidente que Jacko Vance era un hombre ocupado que realizaba entre cinco y veinte apariciones públicas al mes, muchas de ellas relacionadas con actos de caridad y la mayoría de ellas para el hospital de Newcastle en el que ejercía de voluntario.

La memoria de Hawsley para los detalles era fenomenal cuando se trataba de algo relacionado con su ídolo, lo cual, en opinión de Tony, tenía sus pros y sus contras. Lo bueno era que le daba tiempo más que suficiente para examinar las imágenes que el otro hombre le mostraba. Y lo malo era que la monotonía de la voz del hombre lo sumía en un trance hipnótico. No obstante, Tony no tardó en sentir un escalofrío de emoción que hizo que recuperara toda la atención. En una foto hecha dos días antes de que la primera chica del grupo compuesto por Shaz Bowman desapareciera, se veía a Jacko Vance inaugurando un hospicio en Swindon. En la segunda de las cuatro fotografías que Hawsley guardaba del evento, Tony reconoció, justo al lado del sonriente presentador de televisión, una de las caras que había memorizado: Debra Cressey. Tenía catorce años cuando desapareció. Dos días antes, mirando a Jacko como si lo adorase mientras este le firmaba un autógrafo, parecía que estuviera en el paraíso.

Dos horas después, Tony había identificado al lado de Vance a otra chica desaparecida. Con esta, aparentemente, estaba conversando. También cabía la posibilidad de que hubiera una tercera, que estaba de puntillas para darle un beso mientras el otro sonreía, pero tenía la cara girada y era difícil estar seguro. Ahora, lo único que tenía que hacer era conseguir que Hawsley le dejara aquellas fotos.

—Me pregunto si podría prestarme algunas de estas fotografías.

Hawsley negó vigorosamente con la cabeza. Estaba perplejo.

—Por supuesto que no. Es vital que se mantenga la integridad del archivo. ¿Y si viniera a visitarme alguien más y faltase algo del inventario? No, doctor Hill, me temo que es un no rotundo.

—¿Y los negativos? ¿Aún los guarda?

—Por supuesto —respondió Hawsley claramente ofendido—. ¿Qué piensa, que tengo un archivo chapucero? —Se puso de pie y abrió el armario de contrachapado. Allí, había cajas de almacenaje etiquetadas igual de obsesivamente que las de los vídeos. Tony se estremeció al pensar en la enorme cantidad de negativos que podía haber… «Ay, cuánto tiempo tirado por el váter», pensó.

—¿Puede prestarme los negativos para que saque copias de las fotografías? —Hizo lo imposible por que no se le notase la exasperación en el tono de voz.

—No puedo permitir que los manipulen sin mi supervisión —insistió—. Son demasiado importantes.

Tony tardó un cuarto de hora en proponerle a Hawsley un compromiso con el que estuviera de acuerdo. Juntos, y con los preciosos negativos, condujeron hasta la tienda de fotografía local y Tony pagó una cantidad desorbitada —casi una extorsión— para que le hicieran copias de las fotografías relevantes. Luego, llevó a Philip Hawsley de vuelta a casa para que colocara los negativos en el lugar adecuado antes de que sus «compañeros» se dieran cuenta de que se habían ausentado.

Por la carretera, de camino a la casa del siguiente admirador que tenía en la lista, se permitió unos momentos de triunfalismo.

—Te vamos a pillar, Jack el Chuleta. Te vamos a pillar.

Lo único que sabía Simon McNeill de Tottenham era que tenían un equipo de fútbol de segunda fila y que en la ciudad habían matado a un policía durante unos disturbios en los años ochenta, cuando él aún iba al colegio. No esperaba que los locales fueran amistosos, así que no se sorprendió cuando no echaron cohetes al verlo entrar en la oficina del censo electoral. Cuando le explicó lo que quería al insecto palo vestido de traje que había al otro lado de la ventanilla, el hombre puso los ojos en blanco, suspiró y le dijo:

—Va a tener que buscarlo usted mismo. No tengo personal para que lo ayude y mucho menos sin habernos avisado.

Luego, acompañó a Simon hasta los polvorientos archivos, le dio una clase de diez segundos acerca de cómo funcionaba el sistema de archivos y se largó.

Los resultados de la búsqueda no fueron esperanzadores. La calle en la que había crecido Jacko Vance estaba compuesta por cuarenta casas de los años sesenta. Hacia 1975, veintidós de ellas habían desaparecido, sustituidas, muy probablemente, por un bloque de apartamentos que se llamaba Hogar de Shirley Williams. En las dieciocho casas restantes, el entrar y salir de vecinos había sido continuo y pocos de ellos pasaban más de dos años allí, especialmente, durante la época del impuesto al sufragio que instauró el gobierno a mediados de los años ochenta. Solo había un nombre que aparecía año tras año. Simon se apretó el puente de la nariz con dos dedos para ver si así su incipiente dolor de cabeza no iba a más. Esperaba que Tony Hill tuviera razón y eso sirviera para estar más cerca de atrapar al asesino de Shaz. De repente, entre pensamiento y pensamiento se le apareció la cara de la mujer y sintió un pinchazo de dolor. Sonreía y le brillaban aquellos fascinantes ojos azules que tenía. Pensar en ella le resultaba muy duro. Le costaba superarlo. Pero no había tiempo para lamentarse. Se puso la chaqueta de cuero con un movimiento de hombros y fue a buscar a Harold Adams, el único hombre que parecía que hubiera vivido siempre en aquella calle.

El número nueve de la calle Jimson era una pequeña casa apareada construida con ese sucio ladrillo amarillo londinense. El pequeño jardín oblongo que separaba la casa de la calle estaba lleno de latas de cerveza, paquetes de patatas fritas y cajas de comida a domicilio vacíos. Un gato negro esquelético con un hueso de pollo entre los dientes se lo quedó mirando malévolamente y salió corriendo en cuanto el policía abrió la verja. La calle olía a podredumbre. El hombre huesudo y seco que entornó la puerta después de que se oyera cómo descorría muchos cerrojos y pasadores y abría la cerradura con llave ya debía de ser un anciano cuando Jacko Vance era un niño. A Simon le dio un vuelco el corazón.

—¿El señor Adams? —Desde luego, no esperaba una respuesta inteligente.

El anciano levantó la cabeza para que no pareciera que estaba tan encorvado y miró a Simon a los ojos.

—¿Eres del Ayuntamiento? Ya le dije a la otra mujer que no necesito ayuda y que no quiero que me envíen comida. —Su voz sonaba como una bisagra que no ha sido engrasada en décadas.

—Soy policía.

—No he visto nada —dijo rápidamente e hizo ademán de cerrar la puerta.

—No, espere. No tiene relación con nada de lo que haya visto o dejado de ver. Tan solo quiero hablar con usted de alguien que vivió aquí hace años: Jacko Vance. Me gustaría hablar con usted de Jacko Vance.

—Eres periodista, ¿eh? —soltó Adams tras una pausa—. Estás intentando engañar a un viejo. ¡Voy a llamar a la policía!

—Señor, yo soy policía —sacó la placa y se la puso delante de los ojos—. Mire.

—¡Vale, vale, no estoy ciego! Como siempre nos decís que andemos con cuidado… ¿Y por qué quiere hablar de Jacko Vance? Ni sé cuánto tiempo hace que no vive aquí… déjame pensar… al menos diecisiete años.

—¿Me deja usted pasar y hablamos dentro? —Simon tenía la impresión de que el hombre lo iba a echar de allí de malos modos.

—Pase, pase —abrió la puerta del todo y se hizo a un lado para que el policía entrase.

Antes de llegar al salón, Simon comprobó que el hombre olía ligeramente a orina y a galletas rancias. No obstante, para su sorpresa, el lugar estaba limpísimo. En la enorme pantalla de televisión no había ni una mota de polvo; ni una arruguita en los tapetes de encaje que tenía para proteger los sillones; ni una sola mancha en los marcos de fotos, perfectamente alineados sobre la repisa de la chimenea. Harold Adams tenía razón: no necesitaba ayuda. Simon esperó a que el anciano se sentara para hacerlo él.

—Soy el único que queda —empezó con orgullo—. Cuando llegamos en el año 1947, esta calle era como una gran familia. Todo el mundo conocía bien a todo el mundo y, como en una familia, había riñas de vez en cuando. Ahora, en cambio, nadie conoce a nadie… pero sigue habiendo riñas igualmente. —El anciano sonrió y a Simon le dio la impresión de que la cabeza del hombre era como el cráneo de un ave rapaz a la que, incomprensiblemente, no se le han podrido los ojos.

—Seguro. Así que usted conoció bien a la familia Vance.

—Bueno —y soltó una risilla—, tampoco diría que se trataba de una familia. El padre decía que era ingeniero, pero yo creo que era la excusa que ponía para desaparecer de casa a las primeras de cambio y durante semanas enteras. Ahora bien, el tipo debía de estar forrado, porque siempre iba vestido como un pincel, no sé si me explico. Sin embargo, en la casa, en su esposa y en el niño no se gastaba un chelín de más.

—¿Cómo era la esposa?

—Estaba loca. No tenía tiempo para el chiquillo… No lo tuvo ni cuando era un niño de pecho. Lo dejaba en el jardín, metido en el cochecito, y el niño pasaba allí horas y horas solo. A veces, se ponía a llover y se olvidaba de él, y tenían que ser mi Joan o alguna otra de las mujeres las que llamaran a la puerta con el niño en brazos para advertírselo. Joan decía que había días en los que seguía en camisón a la hora de cenar.

—¿Bebía?

—Eso no lo sé, la verdad. La cosa es que no le gustaba aquel crío. Imagino que la agobiaba. Cuando fue un poco mayor, dejaba que fuera de un sitio para otro sin prestarle atención… y el chico era un poco cafre. Luego, cuando llamaban a su puerta para quejarse del niño, la madre caía sobre él como un dragón. No sé lo que sucedía exactamente tras esas paredes, pero había veces que el niño lloraba de tal forma que se te desgarraba el alma. Aunque ya te digo que era un cafre.

—¿A qué se refiere exactamente?

—Ese Jacko Vance… era un cabroncete. Me da igual que ahora digan que es un héroe y un gran deportista, ese chico tenía maldad. Sí, sí, claro, era un encanto cuando quería sacarte algo. Les había robado el corazón a todas las madres del vecindario: siempre le daban galletitas, le dejaban ver la tele en su casa cuando su madre lo castigaba…

Simon veía claramente que Adams estaba disfrutando e imaginó que hoy en día no debía de tener la posibilidad de hablar con libertad con mucha gente. Y el policía estaba dispuesto a sacárselo todo.

—Pero usted sabía que no era un angelito, ¿no es así?

—Yo sabía todo lo que pasaba en esta calle. —Volvió a reír—. Una vez pillé a ese cabroncete en la trasera de los garajes de la calle Boulmer. Justo cuando doblé la calle, el chico tenía un gato agarrado por el pescuezo de forma que no pudiera revolverse contra él y le estaba metiendo la cola en un tarro de carburante. Y sí, había una caja de cerillas en el suelo. —El silencio siguiente resultó muy elocuente—. Lo obligué a que soltara al gato y, luego, le di una buena patada en el culo. Ahora bien, no creo que aprendiera la lección, porque siguieron faltando gatos en el vecindario. La gente lo comentaba, ¿sabes? Y yo imaginaba a qué… o a quién se debía.

—Sí que era un cabroncete, sí.

Incluso era demasiado bueno para ser cierto. Simon había pasado mucho tiempo preparándose para entrar en la unidad de criminología de Leeds como para no reconocer a la legua comportamientos de libro por parte de los psicópatas durante su infancia. Lo de torturar animales estaba entre lo más común. Y ese hombre lo había presenciado. No podría haber encontrado un testigo mejor ni aunque hubiera buscado durante semanas.

—Y también le gustaba abusar de los más pequeños. Los obligaba a hacer cosas arriesgadas para que se hicieran daño, pero él nunca les ponía la mano encima. Es como si lo preparase todo para que sucediera como él quería y, después, se limitase a presenciarlo. Joan y yo siempre nos alegramos de que nuestros chicos ya estuvieran creciditos para aquel entonces. Y para cuando llegaron los nietos, Jacko ya había descubierto que era capaz de lanzar un palo más lejos que nadie. Después de eso, ya casi nunca lo veíamos por aquí. Pero vamos… ¡que es un alivio que alguien se lleve la basura!

—Es dificilísimo encontrar a alguien dispuesto a decir algo malo de ese hombre —soltó Simon con suavidad—. Ha salvado vidas, eso no puede negarlo. Y hace muchas obras de caridad. Y pasa mucho tiempo con enfermos terminales.

—Ya te he dicho que lo que le gusta es observar. —Puso una expresión desdeñosa—. Posiblemente, se le ponga dura pensando que van a morir pronto mientras él se da aires de ser don Perfecto, el de la tele. Hijo, te aseguro que Jacko Vance es un cabrón de los pies a la cabeza. Por cierto, ¿por qué lo estás buscando?

—No he dicho que lo esté buscando —respondió Simon con una sonrisa en los labios.

—¿Para qué si no ibas a ir por ahí haciendo preguntas acerca de él?

—Señor, ya sabe que no se pueden revelar los detalles de una investigación policial. —Le guiñó el ojo—. Ha sido de gran ayuda. Si yo fuera usted, no me perdería las noticias de la tele durante los próximos días. Con un poco de suerte, sabrá usted exactamente para qué he venido. —Se puso de pie—. Bueno, creo que ya es hora de que me vaya. A mi oficial superior le va a encantar lo que me ha contado, señor Adams.

—Hijo, he esperado años este momento. Años.

Barbara Fenwick había sido asesinada seis días antes de su decimoquinto cumpleaños. Si no la hubieran matado, hoy en día tendría casi veintisiete años. Su cadáver, mutilado, había sido encontrado en un refugio para excursionistas en los páramos que había por encima de la ciudad. La habían estrangulado. Había signos de que había sido violada, aunque no había ni rastro de esperma ni dentro ni fuera del cuerpo. Lo que hacía que el crimen resultase inusual era la naturaleza de sus heridas. Aunque la mayoría de los asesinos psicópatas desfiguraban los órganos sexuales de la víctima, lo que había hecho el asesino de Barbara era reducir su brazo derecho a una especie de papilla. Había destrozado los huesos y los músculos de tal manera que era difícil saber qué parte correspondía con qué parte. Y lo que era aún más interesante es que la forense había insistido en que aquello se había producido con una presión continuada y cada vez mayor, no con un impacto terrible. Los detectives que investigaban el caso no le veían sentido.

Las personas que habían encontrado el cadáver de Barbara Fenwick estaban libres de toda duda, ya que llevaban seis días de acampada. Los padres, consternados desde su desaparición, también estaban libres de toda sospecha. La chica había estado viva hasta un par de días antes de que se informara de su desaparición y el padrastro no se había separado de la madre de la niña ni un minuto desde entonces. Además, hubo un policía vigilándolo todo el tiempo. Los padres habían dicho que la niña se mostraba contenta en casa y ninguno de los dos consideraba que tuviera ninguna razón para escaparse; ambos decían que debían de haberla engañado. La policía se mostraba escéptica porque también habían desaparecido las mejores ropas de Barbara y porque les había explicado una mentira acerca de lo que haría después del colegio el día en que desapareció. Además, no había asistido a clase y, por lo visto, no era la primera vez. Los detectives que investigaban el caso no le veían sentido.

Barbara Fenwick no era una adolescente problemática. La policía no la había detenido nunca, sus amigos decían que no bebía más allá de una lata de sidra de vez en cuando y ninguno de ellos creía que hubiera tomado drogas o tenido relaciones sexuales. Su último novio, que la había dejado un mes antes para liarse con otra, contó que nunca habían llegado tan lejos y que, a pesar de esa apariencia tan sensual, lo más probable es que siguiera siendo virgen, como él. No era mala estudiante y decía que quería ser enfermera. La última vez que la habían visto fue en el autobús de Manchester durante la mañana en la que desapareció. Le dijo al vecino con el que se había encontrado que iba al dentista para que le sacara la muela del juicio. Su madre dijo que la chica nunca había tenido problemas con las muelas del juicio, lo que quedó confirmado, más tarde, por la forense. Los detectives que investigaban el caso no le veían sentido.

En su comportamiento, no había nada que sugiriera que estaba pensando en huir. El sábado por la noche anterior a su desaparición había ido a una discoteca con unos amigos para que Jacko Vance, que hacía allí una obra benéfica, le firmara un autógrafo. Sus amigos dijeron que se lo había pasado en grande. Los detectives que investigaban el caso no le veían sentido.

En cambio, Leon Jackson le veía mucho sentido.