Delirar tenía sus cosas buenas. Cuando el sudor provocado por la fiebre empezó a correrle por la cara y añadió otra capa de suciedad amarga a su pegajosa piel, se refugió en las alucinaciones, que le resultaban infinitamente preferibles a la realidad.

Donna Doyle estaba acurrucada contra la pared, aferrándose a las quimeras de sus recuerdos infantiles como si eso fuera a salvarla. Una vez, sus padres la habían llevado a Valentine Fair, en Leeds. Algodón de azúcar, perritos calientes y cebollas fritas, las borrosas y caleidoscópicas luces del carrusel, el refulgente escaparate lleno de joyas en el que se convertía la ciudad desde lo alto de la noria mientras daban vueltas lentamente, azotados por el frío viento nocturno, el resplandor de neón de la feria, como una alfombra a sus pies.

Su padre había ganado un oso de peluche enorme para ella. El muñeco tenía la piel de color rosa vivo y una sonrisa bobalicona de color blanco cosida a lo largo de la cara. Era el último regalo que le había hecho antes de morir. Mientras lloriqueaba, pensó que todo era culpa suya. Si no se hubiera muerto, ¡nada de aquello habría sucedido! No serían pobres y ella no habría tenido que pensar en ser una estrella de la tele… Habría escuchado a su madre, se habría quedado en el colegio ¡y habría ido a la universidad!

Las lágrimas se le desbordaron por la comisura de los ojos. Le pegó un puñetazo a la pared con la mano izquierda.

—¡Te odio! —le gritó a la imagen borrosa de un hombre con la cara chupada que adoraba a su hija—. ¡Te odio! ¡Te odio, cabrón!

Por lo menos, aquellos gritos y el llanto la cansaron y la sumergieron de nuevo en la misericordiosa inconsciencia.